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Francisco Trinidad. Los candelabros perdidos

Los candelabros perdidos

El teniente Ramírez del Olmo se había incorporado a aquel cuartel de la Guardia Civil, como jefe de puesto, apenas quince días antes. No le extrañó, por tanto, que le anunciaran la visita del cura del pueblo que supuso vendría a presentarse.

Mandó que le hicieran pasar a su despacho y su sorpresa fue en aumento según le iba reconociendo. Se trataba de Argimiro Moreno, su viejo amigo de correrías infantiles, del que lo habían separado primero los estudios y luego el destino profesional de cada uno de ellos. Aunque no habían dejado de verse en todos aquellos años, en que habían coincidido habitualmente en las navidades, en las vacaciones y en algunas fiestas del pueblo y otros eventos familiares. Sin ir más lejos, en su propia boda, que había oficiado el propio Argimiro en una capilla emblemática en el pueblo.

Se miraron uno al otro, reconociéndose y a la vez contándose las canas, las arrugas y las huellas que iba marcando la alopecia en ambos. Y se dieron un buen abrazo. Como dos amigos que fueron. Como dos amigos insensibles al paso del tiempo. —Coño, Argimiro, qué bien te veo. No sabía que ahora fueras el cura del pueblo. —Llevo aquí unos años, respirando viejos aires. Quizás porque cada día me siento más viejo y necesito retornar a nuestra particular Ítaca, como veo que has hecho tú. —Yo he pedido el traslado para cuidar de mis padres, que ya superan los ochenta. Pero me he venido sin literaturas, que tú siempre has sido un redicho. —Bueno, cada uno…

Durante un rato intercambiaron recuerdos, hasta que Argimiro, mostrando cierto nerviosisimo, le comentó al teniente que tenía algo que contarle. —Tú me dirás. —Verás —cada vez estaba más nervioso—. Han desaparecido dos candelabros de bronce de la ermita del Alba. No es que valgan mucho, no creo que tengan ningún valor histórico ni artístico, pero las beatas de la Cofradía me están presionando. Ya sabes… No sé si cuando yo llegué estaban o no, pero ellas insisten en que sí.

El teniente se dio cuenta de que su amigo sudaba copiosamente, quizás por la vergüenza que estaba pasando al contarlo. —No te preocupes —le dijo—, yo me encargo de investigarlo. A ver si tenemos suerte. Y ahora, vamos a tomarnos algo en el bar de enfrente. ¿O los curas no bebéis?

—Hace un par de meses me los trajo un cura muy nervioso que pedía 500 euros por los dos y que regateó, porque yo solo le ofrecía 400, hasta que le di los 500, qué remedio. Estos curas tienen su habilidad para pedir…

El teniente Ramírez se había casado en aquella capilla, la famosa ermita del Alba, que situaba a su pueblo en todas las guías artísticas por un crucero románico que se conservaba a duras penas y que hablaba de un pasado más esplendoroso que aquellas cuatro paredes coronadas por una espadaña medio en ruinas como todo el conjunto. Así que, en cuanto llegó a casa, sacó el álbum de sus fotos de boda y localizó inmediatamente aquellos dos candelabros, que adornaban el altar ante el que se habían casado. Escaneó e imprimió la foto en que mejor se veían y convino con el cura en que no tenían mayor valor.

A los pocos días tuvo que viajar a la capital y aprovechó para visitar a un anticuario especializado en objetos litúrgicos que reconoció inmediatamente los dos candelabros. —Hace un par de meses me los trajo un cura muy nervioso que pedía 500 euros por los dos y que regateó, porque yo solo le ofrecía 400, hasta que le di los 500, qué remedio. Estos curas tienen su habilidad para pedir… —¿Todavía los tiene? —preguntó el teniente. —Sí, ahí están todavía. ¿Quiere verlos? —No, no. ¿Y en cuanto los vende ahora? —Si está interesado, puedo dejárselos en 2.000 euros cada uno, si se lleva los dos. Si quiere uno solo, serían 3.000. —Buen margen, ¿no? —Es mi negocio, corro el riesgo de que se pudran en el almacén… —Ya, ya…

Y a continuación el teniente buscó en su móvil y le enseñó un selfi que se había hecho con su amigo Argimiro el día que había presentado la denuncia. —¿Reconoce al cura que se los vendió? —Si me lo pregunta oficialmente, no puedo contestarle, debo preservar el secreto de mis clientes. —Ya. O sea, que sí. La madre que lo parió.

Al día siguiente llamó a su amigo el cura, diciéndole que había encontrado los candelabros, y, cuando lo tuvo enfrente, más nervioso y sudoroso que el primer día, se lo soltó a bocajarro. —Los candelabros están todavía en la tienda de antigüedades donde tú los vendiste. Lo jodido es que, si quieres recuperarlos, ahora cuestan 4.000 euros la pareja.

Argimiro se retorció en la silla donde no encontraba acomodo, se secó el sudor de la frente con un sobado pañuelo, cruzó y descruzó las piernas, miró a su amigo de la infancia con desconfianza y con un temblor general que angustiaba. —¿Qué te pasó, hombre? —le dijo el teniente, buscando que se tranquilizara. —¿Tuviste algún problema personal? —Verás, necesité aquellos 500 euros con urgencia… —¿Y no pudiste meterle mano al cepillo? —El cepillo de la iglesia parroquial lo controla el coadjutor y nunca entra tanto dinero. Y el de la capilla es cosa de las beatas de la Cofradía… y yo con mi paga, no llego, ya sabes, entre mis gastos y lo que tengo que ayudar a mis padres…

—¿Tan urgente era?

Argimiro miró a su amigo el teniente y, después de un rato alternando suspiros y miradas avergonzadas, se derrumbó y comenzó a llorar como un adolescente. Entre lágrimas y gimoteos hiló la narración de su angustia: —Me llegó un correo electrónico diciendo que me habían pillado viendo películas porno y masturbándome, y que me habían grabado en vídeo. Me daban todos los detalles técnicos. Y me pedían esos 500 euros, que debía ingresar antes de 24 horas, o mandarían el video a todos mis contactos. Figúrate, tengo hasta el obispo…

En ese momento, Argimiro ya era un mar de lágrimas. El teniente, en vez de apiadarse, levantó la voz: —Es que, además, eres gilipollas. Ese es un timo para onanistas incautos como tú que lleva funcionando varios meses. Ni tienen video ni tienen nada… Bueno, sí, 500 euros del cura más tonto que conozco. Porque seguro que ni tienes webcam… —No tengo, no, ¿por qué lo dices? —Lo dicho, eres gilipollas. En el pecado llevas la penitencia. Ahora a ver de dónde sacas los 4.000 del ala para recuperar los candelabros…

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