Un sol alquimista - Antología del II Premio Palíndromus de Cuento

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UN SOL ALQUIMISTA

Wilfrido Rodríguez Orozco Alicia Morandi

II Premio Palíndromus de Cuento


Un sol alquimista reúne el cuento premiado y el finalista de la segunda edición del Premio Palíndromus de Cuento, celebrado virtualmente entre los países Colombia, Perú y Venezuela en junio de 2021.

JU RADO Richard Sabogal Geraudí González Verónica Vidal S ECRE TAR IO Jorge Morales Corona


VEREDICTO 5 Antología — II Premio Palíndromus de Cuento

Reunidos virtualmente, Geraudí González, Richard Sabogal y por parte de la editorial, Verónica Vidal, miembros del jurado designado para fallar el II Premio Palíndromus de Cuento organizado por Ediciones Palíndromus, tras leer los sesenta y tres (63) textos presentados a esta edición hemos acordado por decisión unánime emitir el siguiente veredicto:

1.

2.

Otorgar el Premio Palíndromus de Cuento al texto «La tienda», presentado bajo el seudónimo BENTO. En este cuento el jurado resalta el buen manejo del aspecto narrativo, en el que se lleva al lector hacia un final sorpresivo, con los elementos característicos de un cuento delineados de manera sencilla pero precisa. Hay aspectos del lenguaje bien trabajados, en donde se nota la presencia de un escritor que indudablemente es un lector consecuente. Los personajes son dibujados sin exageraciones, adecuados a la realidad de la historia, enmarcados en un ambiente y tiempo verosímiles. Todo esto permite que el lector avance en medio de una atmósfera única, amén de la escalada de la tensión narrativa, que le confieren a este texto cierto misticismo. Abierta la plica, el autor resultó ser Wilfrido Rodríguez Orozco. Conceder Mención Honorífica al cuento «Janette», presentado bajo el seudónimo Venus. Abierta la plica, la autora resultó ser Alicia Morandi.

Firmamos conformes a los nueve (09) días del mes de junio de 2021.

FDO. FDO. FDO. Geraudí González Richard Sabogal Verónica Vidal


LA TIENDA

Wilfrido Rodríguez Orozco II Premio Palíndromus de Cuento


7 Antología — II Premio Palíndromus de Cuento

La vecina lo mató. De eso, hoy no existe la menor duda. Pocos hubiesen imaginado que esa mujer apacible, con mirada de lago triste, vestida de penumbra, sería capaz de tomar tan brutal decisión. La herencia de su padre había sido la tienda, un pequeño negocio al que se consagró desde hace más de dos años, junto con su esposo, luego del fatal deceso del viejo Lucho. Pobre mujer…, ya ni los grillos resonaban entre las historias de las noches alegres que solía auspiciar su padre, un salsero octogenario, pleno de vitalidad, quien de forma repentina perdió la batalla contra el coronavirus. Cada persona lidia con la muerte, con sus fantasmas, como puede. La pandemia había confinado todo y a todos, con lo cual Esther pasaba largos días en un sopor de aburrimiento como queriendo engullir la paciencia suficiente para encarar el desconsuelo que le producía verse rodeada de nadie. Ante la súbita emboscada del virus, la mujer mantuvo la tienda al servicio, en una clara actitud de optimismo desafiante. Sin embargo, vio pasar un día, dos días… muchísimos días sin atender un solo cliente. Transitó la autopista del dolor entre la soledad social y física, ambos caminos escabrosos. Tal parece que buscó ensayar el efecto analgésico del grito herido que advertiría al vecindario sobre esa tarde luctuosa. Un cuerpo moribundo tendido sobre el mostrador derramaba sus vísceras sangrientas, ahogando en la atmósfera el sufrimiento de su abarrotada soledad. La gente se apiñaba intentando avanzar entre el tumulto con impaciencia, se cruzaba con el cadáver apartando la mirada porque tenía los ojos muy abiertos y un largo hilo de baba y sangre salía de su boca empapándole el bigote. La gente abanicaba las manos para espantar las moscas hambrientas, se inclinaba con una insólita reverencia y farfullaba en voz alta. Era una romería inconsciente, concentrada en el portal de la tienda, sin ningún respeto por las medidas de distanciamiento decretadas por el gobierno para contrarrestar el virus. Un penetrante olor a ron compuesto flotaba en el lugar envolviéndolo todo. Había varias plañideras, todas muy entregadas a su lamento. Era un espectáculo popular, un remedo de velatorio a un muerto que aún sacudía involuntariamente sus músculos como si le propinaran pequeños choques eléctricos, como si no quisiera renunciar a su lucha por la existencia. Un improvisado auxiliar se hizo el día vendiendo café con jengibre y unas botellas de agua que llevaban varias semanas almacenadas en la estrecha bodega. Incluso, los policías del cuadrante tuvieron dificultades para llegar hasta el punto donde yacía el cadáver. Inexplicablemente, no intentaron acordonar el lugar, ni dispersar a los imprudentes. Seamos honestos, no contaban en ese


momento con las herramientas para tal fin. Además, dos policiales eran insuficientes para evacuar a tantos vecinos que, ante la forzosa espera en la fila, empezaban a improvisar mesas de dominó bajo los árboles de Cotoprix. 8 Un sol alquimista

El micelio enmarañado en las esquinas del barrio había convocado a todo cuanto fotógrafo callejero podía surgir espontáneamente. Fue una reacción en cadena que parecía iba a abarcar la ciudad entera. Los oficiosos fisgones activaron los flashes de sus teléfonos y se movieron como buscadores de joyas entre la hojarasca alimentando la urgencia de su curiosidad. Ninguno pudo encontrar una pista del arma asesina para insertarla cuidadosamente en las crónicas del crimen. Y digo crónicas, así, en plural, porque hubo tantas versiones del caso como improvisados reporteros pudieran hallarse hoy en día con la versatilidad e inmediatez de las redes sociales. Tanto así que alcanzaron a publicar, en algún medio amarillista local, los móviles del asesinato catalogándolo como un crimen pasional. La vecina permaneció sentada en una silla plástica, detrás del mostrador, horrorizada y extasiada al mismo tiempo, inmersa en una especie de turbulencia silenciosa. Todos esperábamos que hubiese estado terriblemente nerviosa, pues había cumplido su cometido, pero ella tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada y, ante las preguntas sucesivas de los más atrevidos, se mostraba tan confundida como cualquier otro espectador. Parecía no poder escapar al silencio. Estaba sumida en una curiosa pasividad, quizá porque creía que las consecuencias de aquel insuceso podían representar un acto de justicia en este mundo actual casi inhabitable, aunque días después supimos que en esos momentos su conciencia dolorida la forzó a revisar el precio que estaba pagando: la pérdida de su gran amor, la renuncia a tantas noches adormecida junto a la colcha de su cuerpo y a las caricias nocturnales que le sorprendían entre sus piernas. De la víctima supimos que nunca le había dado tantas muestras de cariño a la vecina como el día antes de su muerte. Se conoció también que no sé cuál velo nebuloso hizo pensar a la joven tendera en el revuelo que hubiera podido causar la cremación. Quizás expondría sus cenizas en una urna, excéntricamente decorada, sobre la vitrina lateral de la tienda. Con cada minuto que pasaba emergía el desastre y su escasa cordura se desmoronaba. Un niño llegó a la escena con sus sueños destechados y ante el impedimento de alcanzar visibilidad sobre los hombros de aquel nudo de carne que se agrandaba sin remedio, se sentó bajo el letrero gastado de la tienda ideando cualquier dislate. Se las arregló para que el motor de su infancia se moviera entre el bosque de miradas que se volvía cada vez más tupido y viera de soslayo lo que se había convertido en un bulto de negrura inmóvil ardiendo en llamas. De alguna ma-nera


le habían prendido fuego. La gente se alborotó y la inédita escena degeneró en una confusión aún peor. Los policías no tuvieron más remedio que llamar refuerzos. Claro está que aún seguimos esperándolos. 9 Antología — II Premio Palíndromus de Cuento

Un sol alquimista, condolido, ruborizó el cielo y atemperó sus dardos en el momento exacto en que las lombrices cantaron. Es tradición en este pueblo sentenciar que las lombrices anuncian la lluvia con infalible certeza. De tal suerte que a los pocos minutos un aguacero apagó el incendio en la tienda, replegando la muchedumbre. También era sabido por todos que el rebosamiento de las aguas en las calles retrasaría al camión de la cerveza. En fin, la descarnada muerte del gato no dejará de haber sido un episodio perverso y desesperado, otra pirueta irritante de la vecina para rehuir esa inadvertida soledad que ahora la cortejaba, más grande y terrible que la del gato, ya que las noches en la tienda nunca serían iguales sin la algarabía de los borrachos.


JANETTE

Alicia Morandi Mención Honorífica


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Llueve en Los Ángeles. Raro en esta época del año. Janette rastrea en su memoria por otra lluvia en vísperas del verano. No se acuerda de ninguna. Los Ángeles es seco y polvoriento, con un verano caluroso que dura nueve meses, luego llega un otoño de lluvias moderadas, y otra vez el verano. A menudo ella comenta que si no llueve la tierra va a secarse; todavía no se ha dado cuenta que habla de la tierra como si hablara de sí misma. Janette es alta y pálida, con ojos oscuros y cabellos ensortijados. Sus brazos están marcados con cicatrices de peleas de antaño. Usa pantalones de jean, una camiseta percudida y una falda de algodón abotonada, como una típica adolescente que pasea por Hollywood. Muchas a su edad son todavía niñas, y quizás ella también lo sea. Es una niña que vive en las calles. Cada mañana, cuando el sol empieza a calentar el pavimento, ella se hace la misma pregunta: «¿Qué voy a hacer hoy?», y siempre su estómago sosteniendo un monólogo gástrico le ofrece la respuesta, dejándole un sabor amargo en la boca. Por eso inicia el día con esfuerzos considerables en meter comida dentro de él. A veces se une a las filas de turistas y por varias cuadras, hasta donde el cemento se vuelve negro y aparecen incrustadas las estrellas doradas con nombres de estrellas de cine que la mayoría de la gente no recuerda, Janette tiene compañía. Ella huyó de un hogar que por mucho tiempo la paralizó de pánico. A menudo el padrastro regresaba borracho de una noche de parranda vociferando insultos, y le colocaba un revolver en la sien solo para continuar la diversión. La madre de Janette no decía nada, quizás por eso ella siente un rencor mudo por esa mujer que escogió a aquel sujeto para ocupar el lugar de un papá. Por pura casualidad nació en el Hospital General de Los Ángeles. Su abuela le había contado que su madre cruzó la frontera con ella en el vientre y con Betito de la mano, escapando de las patadas de un hombre que todos suponían debía ser el padre biológico de Janette. Poco o nada conocía de México, el país de sus ancestros. De pequeña no hablaba otra lengua que el castellano, de más grande la fue olvidando. Un día, cansada de los abusos del padrastro y de la indiferencia de su madre, se marchó detrás de su hermano Beto. Poco antes de morir, él que desde hacía tiempo integraba una pandilla, le enseñó el valor


de la lealtad y la venganza. Si Janette ahora no está presa es de puro milagro. Más de una vez había disparado al aire, rogando en silencio que la bala no alcanzara a nadie. 12 Un sol alquimista

—Es parte de las reglas. O disparas, o no entras —le dijo una noche «el Conejo», que en ese entonces era el jefe de la pandilla. Janette no pudo hacerlo; el Conejo lo hizo por ella, aunque los otros miembros nunca lo supieron. La acción de dispararle a un transeúnte le otorgaba el privilegio de integrar la pandilla. Como pago, Janette dejó con él su virginidad y una pulsera de plata que el muchacho perdió tiempo después, seguramente mientras forcejeaba con la policía antes de ser apresado, desapareciendo de su vida para siempre. Varios de los otros también fueron detenidos, uno o dos murieron y los que quedaron no volvieron a pensar en ella. Desde entonces se convirtió en una vagabunda. No le pertenece a nadie. No tiene que seguir a nadie, ni nadie le dice qué hacer.

••• De la supervivencia a la intemperie lo peor es cuando cae la noche porque no le queda otra alternativa que enfrentarse a su propia soledad. A menudo se refugia a la sombra de los arbustos del parque Barnsdall Art, al sur del bulevar Hollywood. Está demasiado cansada para pensar si allí estará segura. Abandonada en un sueño profundo de súbito se despierta y comprueba que todavía está oscuro y su estómago chirrea en el silencio. Escucha unos pasos, voces y risas y por un instante siente pavor porque se da cuenta cuán indefensa se halla, pero se tranquiliza al percibir una voz femenina. Entre los arbustos vislumbra un rostro familiar. Es «Candy Face», que, si bien no son amigas, porque no tener amigos es parte de las reglas de los que viven en las calles, la conoce e inclusive le cae bastante bien. Candy Face debe tener más o menos su edad y sabe que huyó de su hogar buscando en el glamour de Hollywood, cosa que no encontró en su Kansas natal. Janette desconoce su verdadero nombre, pero eso es lo que menos importa. Los jovencitos de la calle suelen ponerse sobrenombres que sirven como una especie de máscara para protegerse y sentirse al menos con cierto poder. A Janette la llaman «Stormy», posiblemente por su carácter «tormentoso», mezcla de enojo, sarcasmo y orgullo. A diferencia de ella, Candy Face tiene planes: va a ser una estrella de cine. Con aquel rostro exuberante de dulzura y sensualidad no faltará algún productor que la descubra. Sin embargo, hace más de un año


que Janette la conoce y cada día parece más demacrada, pero esta noche Candy Face está eufórica. —Conocí a alguien que va a ayudarme a entrar en el cine y tiene mucho dinero. Me invitó a comer y quiero que me acompañes. 13 Antología — II Premio Palíndromus de Cuento

Un hombre atlético y risueño las convida a cenar en esos restaurantes carretera adentro que están abiertos las veinticuatro horas. Mira a Janette de arriba abajo y propone conseguirle a ambas un papel en una nueva serie de televisión. —Es una verdadera lástima que estén perdiendo oportunidades por estar durmiendo en las calles —dice sin alterar su amplia sonrisa—. Después de comer las dejo en un hotel y en la tarde vamos a comprar ropa y a conocer a un productor que está buscando talentos juveniles. Las jovencitas se suben al Mercedes Benz que se dirige hacia la costa del Pacífico, aminorando la marcha frente a cada restaurante que encuentra en el camino. Todos cerrados. Son como las tres de la mañana y propone llevarlas a su casa que no está lejos y prepararles una comida sabrosa. Candy Face acepta encantada. Llegan a una mansión sobre un barranco frente al mar, en un vecindario que parece olvidado por la civilización. El interior luce limpio y ostentoso y el hombre que dice llamarse Willy les ofrece un trago. Se dirige al bar y les alcanza las bebidas. Sólo Candy Face bebe. —¿Qué te pasa? —le pregunta a Janette con un tono impaciente. —Tengo hambre, no ganas de emborracharme —contesta ella. —Okey, empecemos entonces con la acción. ¡Luz, cámara, acción!, —y se carcajea—.Ustedes dos son unas perras callejeras y esto no les cuesta nada. Comida y techo por acción, y me gusta la acción de verdad, bien movidita —dice sacando unas cadenas—. No hay nada más excitante que dolor y sexo —les dice exaltado mordiéndose el labio inferior. Candy Face le responde que acepta si la ayuda con su carrera, pero sin contestarle la abofetea y le dice que pruebe entonces sus dotes histriónicos. La golpea varias veces haciéndole sangrar su dulce rostro mientras le ordena suplicar que deje de maltratarla. Janette entonces se le abalanza e intenta golpearlo, pero se da cuenta que está demasiado débil y su puño no produce el impacto que espera. El hombre la lanza contra la pared. Medio atontada vislumbra a Candy Face yaciendo en el suelo con el torso desnudo y recibiendo golpe tras golpe sin realizar esfuerzo alguno por detenerlos. Janette vuelve


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al ataque, pero esta vez con una botella que alcanza sobre el bar. El hombre la detiene en seco, quitándosela y pateándole el estómago con fiereza. Sujetándola de los hombros la arroja sobre un sillón, le arranca la falda abotonada y le parte el labio de un puñetazo. Abriéndole las piernas la penetra con saña, inmovilizándola con el peso de su cuerpo.

Un sol alquimista

Cuando se está retirando de ella, en un atisbo de lucidez Janette lo patea entre las piernas y cae arrodillado. Antes que el hombre reaccione vuelve a tomar la botella sobre la alfombra y se la parte en la cabeza. Candy Face permanece inmóvil. Janette la arrastra afuera y sin darse cuenta resbalan desplomándose barranco abajo. Cuando despierta percibe la humedad que escurre entre sus piernas. A su lado, Candy Face yace inconsciente con su pelo enredado en las ramas. Al fin logra incorporarse y camina hacia un sendero que divisa a lo lejos y que la conduce a la costanera. Busca un teléfono público; llama a «El nido del ángel» porque es el único número telefónico que recuerda y pregunta por Mike. Cualquiera diría que se trata de un cabaret: nada más errado. Este albergue y su gente ha sido para muchos lo más parecido a un hogar.

••• Mike acude de inmediato a su rescate y las lleva a un centro de emergencia. Contacta a la familia de Candy Face que llega a Los Ángeles rápidamente en busca de su hija descarriada, quien se entrega sin reservas a los brazos de su mamá. Janette no corre con la misma suerte, por eso acepta quedarse en el albergue hasta que sus heridas se curen. Mike la cuida con especial esmero y sus ojos buenos relucen aún con mayor intensidad detrás de los anteojos. Él la conoce desde hace tiempo. La vio por primera vez paseando sin rumbo entre las filas de turistas que llenan el bulevar Hollywood, un viernes a la noche. Se le acercó y le extendió una tarjeta con el número telefónico del albergue. También le ofreció sándwiches y chocolate caliente que al igual que otros indigentes, Janette agarró sin dar las gracias. Mike es quizás el más respetado por aquellos muchachitos sin rumbo. A los doce años juró que sería sacerdote, pero después, cuando estaba a punto de ofrecer sus votos, se dio cuenta que, así como podía amar a Dios podía también amar a una mujer, y entonces


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comprendió que esa no era su vocación. Se dedicó por lo tanto a servir a otros, soñando encontrar algún día a la compañera con la que formaría una familia unida donde se criarían muchos hijos, pero se mantuvo tan ocupado auxiliando a indigentes de Nueva York y luego de Los Ángeles, que no se dio cuenta si esa mujer que desplazó los hábitos alguna vez se le cruzó en el camino. Al menos hasta sus treinta y cinco no la había descubierto, y fue entonces cuando conoció a Janette. Quizás la tristeza desesperada de ella y la búsqueda infructuosa de cariño que gime casi inaudible detrás de su rabia y su sarcasmo, ha sido lo que conmovió a Mike profundamente, conquistándole el corazón. Pero se necesita más que buena voluntad para que un ex seminarista que creyó haber nacido para ser sacerdote, reconozca esos sentimientos. Durante semanas Mike atiende a Janette con devoción hasta que se cura, y una mañana después de desayunar se va sin avisar, dejando una notita escrita en un papel doblado en dos, sobre su cama destendida. Está dirigida a Mike. Por primera vez en muchos años él no sale esa noche a repartir comida y permanece encerrado en su oficina hasta el día siguiente. Dos semanas después el periódico publica la noticia. Hallan el cuerpo de Janette en el segundo piso de un edificio abandonado, en la ciudad de Hollywood. Tiene un disparo en el hombro y otro en el vientre. Las autoridades policiales no encuentran más rastros que una tarjeta de «El nido del ángel» en el bolsillo de su falda de algodón abotonada. «Se cree que el asesinato está vinculado a una disputa pandilleril», sentencia el rotativo. Janette acaba de cumplir 18 años y ha muerto inmensamente sola dentro de un edificio que alguna vez fue un hotel de lujo y que luego se convirtió en un despojo de ruinas olvidadas, tan olvidadas como ella misma. La policía interroga al personal de «El nido del ángel». Mike apenas puede responder; un nudo en la garganta le estrangula su voz. Al otro día lo detienen las autoridades. Uno de los muchachos de la calle declaró que lo vió discutir acaloradamente con Janette y que escuchó a la muchacha gritarle que la dejara en paz. Luego la vio salir corriendo alejándose de él. En los días venideros lo someten a extensos interrogatorios, obteniendo sólo una respuesta. —No le hice daño. Sólo quería ayudarla. —¿Ayudarla a qué? —le preguntan insistentemente, pero Mike continúa repitiendo lo mismo.


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Las investigaciones prosiguen y al mes, justo a punto de iniciar su enjuiciamiento, surgen nuevas declaraciones de testigos que al enterarse que acusan a Mike de ser el principal sospechoso, salen de las sombras y acuden al rescate del hombre que tantas veces les sació su hambruna.

Un sol alquimista

Un tal «Spicy» confiesa que miembros de una pandilla del Surcentro de Los Ángeles estaban preguntando por Janette unas semanas antes de que apareciera muerta. Los detectives identifican a los sospechosos y dan con el paradero de la banda a la que ella y su hermano alguna vez pertenecieron. Sale a luz que tres pandilleros enemigos de Beto la localizaron durmiendo en el edificio abandonado y sin darle tregua le hicieron pagar con balas las cuentas que su hermano había dejado pendiente. Detuvieron a uno de los culpables. Los otros dos se esfumaron sin dejar pista. Pocos días antes del asesinato, Mike la buscó por el área donde ella solía rondar. Cuando logró localizarla, la invitó a comer y le entregó un pasaje para viajar a Oregon donde una tía suya la estaba esperando para cuidarla y mandarla a la escuela. Janette rechazó el ofre-cimiento y cuando Mike intentó persuadirla, la joven reaccionó con violencia manoteando el plato al mismo tiempo que abandonó el lugar precipitadamente. El ex seminarista la siguió y en la calle se enfrascaron en una discusión que aumentó la cólera de la muchacha. Llorando le gritó que él no tenía derecho a disponer de su vida; que no le interesaba seguir reglas ni vivir bajo el techo de una extraña. Que la dejara en paz para siempre. Corriendo irritada dobló la esquina y esa fue la última vez que se le vio con vida. Mike es liberado, convirtiéndose en un ser taciturno que cumple como autómata sus funciones humanitarias, y una vez que sentencian al criminal, empieza a empacar sus escasas pertenencias. —¿Te vas? —le preguntan los que le quieren. —Sí. Me doy cuenta que no sirvo para cumplir esta misión — contesta con aire extenuado—. Si no pude salvarla a ella, es que todavía me falta mucho por aprender de mí mismo. El avión se desliza sobre la pista húmeda del aeropuerto y levanta vuelo. Mike mira por la ventanilla y otra vez piensa en Janette. Llueve en Los Ángeles, puede que no sea tan raro en esta época del año, además lo habían anunciado y no le erraron. El avión desaparece entre las nubes dejando un vacío insondable en las calles de Hollywood y debajo de cada puente y autopista de la ciudad.



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HK Grotesk [Peso variable] de Alfredo Marco Pradil (hanken design co.) Hagrid [Extrabold] de Cosimo Lorenzo Pancini (zeta fonts)

octubre 2021 — 9798494540461

Jorge Morales Corona

primera edición,

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UN SOL ALQUIMISTA Antología del II Premio Palíndromus de Cuento © De los textos: los autores. © De esta edición: Ediciones Palíndromus 2021, Todos los Derechos Reservados




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