Enemigos Desconocidos 2: Antología de horror

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ENEMIGOS DESCONOCIDOS ANTOLOGÍA de horror ANA CECILIA GARCÍA EVELIO GÓMEZ FELIPE WEFFER JAIR GAUNA QUIROZ PEDRO HERNÁNDEZ

ILUSTRACIONES POR PILAR SALGADO PEDRO HERNÁNDEZ



ENEMIGOS DESCONOCIDOS

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ENEMIGOS DESCONOCIDOS 2 ©Ana Cecilia García ©Evelio Gómez ©Felipe Weffer ©Jair Gauna Quiroz ©Pedro Hernández ©De esta edición: Ediciones Palíndromus C.A. Maracaibo, Venezuela 2018, Todos los derechos reservados

DISEÑO DE TAPA E INTERIOR Jair Gauna Quiroz ILUSTRACIONES Pedro Hernández | Pilar Salgado REVISIÓN DE TEXTOS Jorge Morales Corona COORDINACIÓN GENERAL José María Sebastiani

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.


Esta antología contiene 7 relatos de horror que pertenecen al proyecto Enemigos Desconocidos 2, una experiencia audiovisual que combinó la creación literaria de: Ana Cecilia García, Evelio Gómez, Felipe Weffer, Jair Gauna Quiroz y Pedro Hernández; la proyección visual de ilustraciones de: Pedro Hernández y Pilar Salgado; y música de Kevin McClure. El evento se llevó a cabo el viernes 25 de mayo de 2018 a las 5:30 pm GTM-04:00 en Pueblerinos Café, dentro del Museo de Arte Coro, en la ciudad de Coro, estado Falcón, Venezuela.


AGRADECIMIENTOS A Pueblerinos Café, por apoyar nuestra iniciativa y ceder tan hermosos espacios, Al Museo de Arte Coro, por estar siempre del lado de la literatura y la cultura, A Rosa Guevara y Camerún, por la colaboración de equipos audiovisuales, A Jorge Morales Corona, editor amigo y quien ayudó a convertir este proyecto en una publicación digital, A Samuel Bracho, nuestro DJ del evento.


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UNO CON EL FUEGO Jair Gauna Quiroz

Mis hermanos me obligaban a estar con ellos en la sala, y allí esperábamos que papá se sentara con nosotros, a veces con una cerveza en la mano y un libro en la otra, mientras que en otras oportunidades parecía tener la historia escrita en su mente, y poco a poco se dedicaba a desenvolver la narración que más tarde nos mantendría despiertos. Ese era nuestro rito durante las vacaciones en La Chapa, donde había una casa a cada cien metros y el alumbrado de las calles fallaba, dejando que los animales de nuestra finca deambularan en la oscuridad. Hijos, esta noche les contaré sobre algo que me ocurrió cuando tenía doce años. Su tío-abuelo Efraín tenía en ese entonces una finca cerca de Machuruca, donde pasábamos la noche para ir a Pueblo Nuevo durante el día. En esa casucha de barro, rodeada por árboles, yo pasaba casi toda la velada solo, porque no tenía hermanos que me hicieran compañía. Mi tío se divertía en algún bar en Santa Ana y regresaba cuando ya estaba dormido... −papá se calló por un segundo y sorbió un poco de su cerveza, no tenía libro, así que en su rostro se notaba el esfuerzo por ordenar los sucesos− una noche más oscura de lo usual, sin luna ni postes que mostraran el sendero a casa. Yo me mantuve despierto viendo televisión en el sofá de la sala. El espacio era mucho más pequeño que este, y el televisor culón reposaba sobre un mueble diminuto, justo al lado de la única ventana que daba hacia la carretera. Estaba habituado a la soledad, además era un niño al que nunca le contaban cuentos ni supercherías (como las llama el abuelo), así que desde el mueble veía los árboles y el cielo nocturno sin temor alguno. El reloj de pared mostraba diez para las doce, y asombrosamente el sueño aún no llegaba, tampoco tío Efraín. Me dio un poco de sed y me levanté a tomar agua. Entonces comencé a notar que no había brisa y de


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repente sentí que era vigilado. Salí de la sala hacia el corredor, en dirección a la cocina, y me percaté que aún la puerta hacia el patio estaba abierta, dejándome ver sólo oscuridad, donde había árboles y cerros. Un quejido me sorprendió mientras intentaba ver más allá de la cerca de alambre de púas. Era un lamento fantasmal que me arrancó el aliento, y estuve tratando de tomar respiración por unos segundos, aunque el aire se ahogaba en el fondo de mi garganta causándome una desesperación terrible. Volví la mirada hacia la puerta del patio y entonces supe de dónde provenía el ruido que parecía humano. — No quiero que estén más tarde: mami queremos dormir contigo. Isabel, ya comienzas, ¿no ves que no los tengo amarrados? A ellos les gusta espantarse. Respondió papá a la interrupción de mi madre, pero enseguida continuó mientras buscaba comodidad en su asiento. En el pasado me lo habían advertido pero no había creído ni una palabra, sino hasta ese momento. Una de las cabras negras de mi tío, la más fornida y violenta, intentaba escapar entre las líneas de alambre de púas, y su balido ronco sonaba como el grito de un alma humana. La existencia del cerco me consolaba. Sabía que pronto el animal cesaría sus intentos y sólo tendríamos que esperar al siguiente día para sanar sus heridas. Pero mi esperanza se vio rota cuando la cabra negra embistió uno de los maderos de la empalizada y salió volando por los aires hacia el otro lado, internándose en la espesura del bosque. ¿Qué diría tío Efraín si escapaba una cabeza de caprino? ¿Mi padre tendría que pagar por mis acciones o me vería forzado a trabajar para él hasta enmendar la pérdida? Mis pensamientos bailaban con rapidez mientras me vestía apresurado; sólo necesitaba mis zapatos deportivos y una cuerda larga para atarla al animal. Luego que atravesé el cerco, enderecé el madero golpeado y con ayuda de una linterna muy débil, intenté abrirme paso entre los árboles. Como les había dicho, era una noche sin luna, y las estrellas estaban ocultas tras nubes tan negras como el cielo nocturno. Con dificultad, subí el primer cerro, tropezaba con ramas afiladas que me alcanzaban como miles de manos deseosas por atraparme. No me atrevía a mirar hacia enfrente, sólo iluminaba el suelo para anticipar mis pasos, y aunque comenzaba a arrepentirme de estar



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allí, enseguida escuché el balido de la cabra negra y reanudé mi marcha hacia lo alto del cerro. Entonces reparé en que nunca había visto el otro lado del cerro, que mi curiosidad se limitaba a caminar las calles de Punto Fijo y espiar a mi tío mientras veía películas para adultos. Desconocía que había algo más allá de esos montes. El balido regresó a mis oídos, y enseguida escuché una multitud de chillidos agudos. Pude ver la luz de una fogata y sombras danzando a su alrededor, mientras la cabra negra parecía acercarse más a ellas y al fuego. «Rey Júpiter, de lo alto y de lo bajo, escucha nuestro llamado, somos tus escogidas» repetían incesantemente. Me acerqué más y noté que eran mujeres desnudas que gritaban y movían sus cuerpos sin pudor alguno. Era la primera vez que veía mujeres sin ropa, a excepción de películas y revistas, así que se me hizo imposible desviar la mirada −Mis hermanos se miraron con picardía, yo no entendí el porqué, un sorbo más de cerveza y papá prosiguió−: Empezaron a sonar tambores que provenían del cielo, las voces de las brujas se hacían graves, como de hombres viejos, y luego volvían a ser como eran antes. La cabra negra no apartaba sus ojos del fuego. «Sacrificio» le imploró una de las mujeres más jóvenes y la cabra se acercó más a las llamas. «¡Sacrificio!» repitieron todas y el fuego se avivó repentinamente, sin haber arrojado leña ni agua. Los tambores aceleraban el ritmo, la fogata danzaba con impaciencia, sentí que una voz oscura, proveniente de las raíces de los árboles, llamaba mi nombre. De inmediato supe que debía desnudarme y ser uno con el fuego. Una mano fuerte y olorosa a cerveza cubrió mi boca, quise morderla y gritar con todas mis fuerzas, pero en medio de la oscuridad escuché la voz de tío Efraín, quien me dijo, «ya, ya, no hagas ruido, vamos a casa a dormir». «Tío, ¿qué pasará con nuestra cabra?» «¿Cuál cabra? Sólo veo brujas perdiendo su tiempo en bailes ridículos». No insistí, mi tío era un hombre escéptico, así que volvimos a la finca y nunca más volví a desvelarme en esa casa. Cerraba la puerta del patio apenas caía el sol y dormía temprano, sin despertarme siquiera con los ruidos que hacía mi tío en las madrugadas.



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NEFASTO Ana Cecilia García

El oficio de sepulturero le impedía percibir sensaciones que no estuvieran relacionadas a la muerte. El cementerio de Coro tiene un aura de espiritualidad malévola, definitivamente es un lugar donde los muertos no descansan en paz. Desde que las circunstancias lo condujeron a trabajar ahí, Nefasto desechó su nombre de nacimiento por éste, pseudónimo con el cual se sentía más identificado. En un día de labores cotidianas, se acercó a él una muchacha de aspecto dulce, que, al primer contacto visual, Nefasto quedó fuera de sí. Su nombre era Jacinda, morena, de curvas poco pronunciadas pero de facciones cercanas a la de los ángeles. El motivo de su visita era porque su abuelo, en estado terminal, ya estaba próximo a la muerte. Con voz afligida preguntó a Nefasto: — A mi abuelo ya le resta poco tiempo para morir y me veo en la necesidad de preguntarle a usted, cuánto costaría abrir una fosa para enterrar sus huesos. Nefasto, todavía maravillado por aquella silueta de ángel en carne y hueso, se resumió a responder: — 30.000 bs. Jacinda, de acuerdo con el precio, quedó con Nefasto en pagar la mitad del monto y el día del entierro, liquidaría la deuda. Tres días largos y agudos transcurrieron, hasta que llegó el abuelo muerto en una Bronco. Entre el tumulto de gente, Nefasto esperaba a Jacinda; no por el dinero, sino para verla y poder saciar las ansías que tenía de ella. Entre el dolor del sepulto y los llantos, Jacinda pudo notar que Nefasto la miraba con ojos de águila, fijos en ella. Sintió repulsión, no solo por cómo era observada, sino por cómo él articulaba sus labios. Quiso irse al



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finalizar todo, pero Nefasto estaba seguro que no la iba a dejar escapar. Al salir, la sujetó del brazo y la atrajo con la excusa de que pagara lo que debía, y ella, un tanto asustada, lo siguió hasta la oficina que se encontraba en la entrada del cementerio. Temblorosa, Jacinda dejó el dinero en un escritorio sarroso y quiso salir enseguida, pero Nefasto, envilecido por el veneno que le producía la obsesión, la tomó de nuevo y susurró a su oído: — Iré a buscarte esta noche. Jacinda controló sus náuseas y logró salir de la oficina sin dar respuesta alguna. Llegó a casa conmocionada, no solo por el dolor que producía la reciente muerte, sino principalmente por Nefasto. ¿Porqué dijo eso?, ¿Qué significado tenía todo lo que ocurrió? ¿Por qué ella? Sumida en el insomnio, sintió que alguien tocó su puerta. Aún indecisa, resolvió abrir, pero más allá del umbral no había más que una sensación macabra aguardando en la penumbra. Al retroceder para cerrar sintió a Nefasto detrás de ella. El instante de oscuridad que siguió fue extinguido por una luz: Jacinda estaba en el cementerio. Él la miraba deslizarse. Nefasto miraba cómo ella se deslizaba por callejones mugrosos imitando la forma astringente de las serpientes. Jacinda… Jacinda veía con horror cómo Nefasto la manipulaba igual que a un títere. Él de pie, impávido, la miraba con el asombro de que los hilos invisibles de sus dedos eran ajenos a ambos. La veía con una ternura que daba lástima. Jacinda era repudio exacerbado, inconsciente de percepción mas no de mente; veía desde el suelo el control que Nefasto ejercía sobre ella, mientras que él, con ingrata paciencia, se burlaba. Y con cada movimiento una convulsión que parecía poseerla un poco más, hacerla trizas, despedazarla y condenarla a la electricidad emanada de la maldad de la que era presa. Jacinda mordía las piedras que encontraba en el camino por no poder morder su lengua, el silencio era el estigma del oprimido. Nefasto sonreía. Era suya.




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LOS PIRATAS QUE EL MAR HA DESAPARECIDO Evelio Gómez

Íbamos a enfrentarnos con un mundo espantosamente ampliado de horrores en acecho que nada puede borrar de la memoria. HP Lovecraft

Salimos del puerto de Ángel Caído el 7 de septiembre de 1730. La piratería nos había condenado a un estado de estupor y de inconciencia propio del que no mide las consecuencias de sus delitos. Habíamos perdido todo vestigio del recuerdo de tierra firme y de la insoportable miseria en la que gran parte de nuestra tripulación había sido condenada por los dioses. Fue así como decidimos ser los ladrones del mar, los furtivos cazadores de riquezas, sin nombre, nacionalidad o credo. En mis oídos aún resuenan los incontables gritos confusos de todos los sitios lejanos que llegamos a saquear, la muerte se había convertido en nuestra brújula y sería imposible enumerar las vidas que llegamos a sesgar. Quizás nuestra falta de fe y la ignorancia con la que justificábamos nuestra propia existencia se había convertido en densa niebla que solo en la mar se dejaba ver. Nuestros botines eran cuantiosos y esta ambición no hacía sino embriagarnos en una opulencia que nos acompañaría hasta el final. ¡Ah! El insoslayable mundo de los tesoros, la efímera ventaja que el dinero nos trae, y entre cada lamento acogido por el pánico que se confundía con el sonido seco de nuestras velas alzadas no hacía más que abstraernos en un abismo de total violencia, crueldad y depravación. Llegamos a un pequeño puerto del que llaman El Nuevo Mundo, muy antiguo. Ya otros camaradas del mar nos habían advertido de los extraños de esa zona: Puerto de la Vela, colonia española, basura que ni los franceses y británicos quisieron pisar. Nos extrañó que a nuestro arribo no fuésemos recibidos por turbas envueltas en pánico. Era todo silencio, como si cada habitante hubiese huido, sin dejar más que


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algunos vestigios de su presencia. Decidimos pues, acampar en dicho sitio, casi al borde de la playa para salir muy de madrugada a la pequeña provincia de Coro, ciudad más cercana. Craso error: ya la presencia de eso nos contemplaba vengativo desde el aire. No fue sino hasta pasada la medianoche cuando un silbido profundo, casi gutural resonaba desde el cielo. Alguien gritó «¡Hacia el sur! ¡Viene del sur!» Y en ese mismo instante el pobre desgraciado que lo afirmó fue elevado súbitamente a la atmósfera para ser despedazado ante nuestra mirada atónita. La confusión nos embargó y algunos salieron corriendo despavoridos, otros absurdamente se lanzaban al mar mientras el resto imploraba en oraciones ininteligibles. Di la orden de recoger algunas carabinas de manera nerviosa para regresar a nuestra embarcación lo más rápido posible. Justo cuando alzábamos velas esta “presencia”, ese “ente” que ahora nos sumergía en la miseria del horror, tal como lo habíamos hecho nosotros en otras latitudes, destruyó cual sortilegio maldito gran parte de nuestros mástiles y de estribor. Ante la desesperación de no saber qué sucedía algunos imploraron misericordia divina, otro solo lloraban. Un paralizante estremecimiento recorrió mi espalda y perdí la conciencia junto con todo rastro de memoria de lo que sobrevino después. Me sorprendí al encontrarme boca arriba en un pequeño bote de salvación, atiborrado con toda la opulenta fortuna en oro que meses antes habíamos despojado de suplicantes dueños. Supongo que todo se debe a un castigo de dios, es irónico perecer así. Se podría decir que soy el náufrago más rico de la Historia. Cuántos lujos y placeres indecibles podría yo intercambiar por este oro. Dejo constancia a través de esta nota que guardaré en una botella para que sea arrastrada por la corriente marina, que mis sentidos fueron nublados de a poco por el hambre, la sed y la insolación, pero sobre todo por el infranqueable brillo del oro que el sol refleja y destruye mis ojos que se irán calcinando de a poco hasta perecer. Si eres tú el que encuentre esta botella y lee esta bitácora de un condenado debo, decirte que nunca, por nada del mundo, quise ser otra


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cosa que un ladrĂłn. La justicia poĂŠtica de la usura y el delito tienen tentĂĄculos muy largos que hasta nosotros, los encargados de cumplir los designios de la maldad, podemos ser alcanzados por esta tenebrosa ley.



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LA SILLA Jair Gauna Quiroz

Desperté nuevamente a la medianoche y allí estaba mi novio: parado frente a la ventana. Seguramente estaba ahí desde hacía minutos, quizás horas, vigilando el patio del vecino desde nuestra habitación en planta alta. «Ven a ver» me invitó con un brillo raro en sus ojos y, para mi sorpresa, había un niño dando vueltas alrededor de una silla vacía. Daba cinco vueltas en un sentido y cinco más en sentido contrario, como si estuviese entre el sueño y la vigilia. La silla a simple vista no era nada extraordinaria; parecía fabricada en Moruy, de madera torneada con travesaños y sillón de mimbre tejido. Todos los días podía verla bajo la sombra de un árbol de nísperos y nadie se sentaba en ella, era como la cruz de un cementerio. «Amor, vuelve a la cama» le rogué en voz baja, pero enseguida él comenzó a vestirse, abrió la puerta y me masculló antes de salir: «Iré a investigar». No quería bajar, así que me mantuve frente a la ventana con la vista fija en el niño y la silla pensando en lo tenebroso que se veía el árbol de nísperos, cuya copa sólo era una maraña ennegrecida que daba cobijo a murciélagos y polillas. Las luces de esa casa se encendieron. Entonces, sin poder escuchar por la lejanía, vi cómo Néstor se paraba justo al lado del niño y la silla, señalándolos ante la mirada del vecino y su esposa. Fue en ese momento cuando alcancé a escuchar: «Por favor, no vuelva a molestarnos». Néstor se acostó a mi lado y me contó que los vecinos fingían no ver la silla, mucho menos al niño. Pidió a los vecinos pasar al patio, diciendo que algo nuestro había caído hasta allá, pero que justo al señalar, preguntando por esa escena que tanto le intrigaba, fue tachado de demente y se le pidió irse. Sin embargo, Néstor no parecía abandonar su obsesión, y en las noches lo descubría viendo hacia el patio, donde sabía con seguridad que estaría repitiéndose la escena antes descrita. Mi preocupación



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aumentaba cada vez más y por ello, pregunté a los otros inquilinos sobre la casa de al lado, pero ninguno conocía a los vecinos. Entonces aproveché que una mañana regresábamos juntos de hacer compras e interrogamos a la propietaria, una mujer excéntrica que una vez nos ofreció leernos el Tarot. Nos dijo: «Pues, en esa casa había un niño, pero de eso hace mucho tiempo. Acompañé a mi hija a Maracaibo por sus estudios y cuando regresé, no lo volví a ver», «¿Cómo se llamaba?» pregunté solo por curiosidad. Luego de decir varios nombres y descartarlos todos, nos reveló que se llamaba Rómulo, «Yo también lo he visto, por eso dejé de ocupar la planta alta de esta casa y le hice una limpieza a los vecinos. Pero no les digan nada porque pedirán sus reales de vuelta». Su forma jocosa de cerrar la conversación elevó la intriga, pero devolvimos una sonrisa tímida para no ser descorteses. Con el paso de los días, Néstor gastaba parte de su tiempo de trabajo haciendo investigaciones paranormales, imprimiendo páginas sueltas de libros esotéricos y dibujos. Ahora nuestro gato se le unía a la medianoche para observar el ritual del niño y la silla, hasta que durante la luna llena de mayo grité «¡RÓMULO!» y el niño se detuvo en seco, dirigiendo su mirada hacia nosotros. «Si nos escuchas, apunta hacia nosotros» pero no parecía escuchar la indicación de Néstor, por lo que retomó su ritual. «¡RÓMULO!» grité por segunda vez y volvió a mirarnos, solo que en esa ocasión tenía una mirada desesperada y señaló hacia la silla antes de seguir dando vueltas. «No parece escucharnos, sólo responde a su nombre», «Sí, y parecía estar preocupado por algo, aún no comprendo por qué no sigue las instrucciones» y así seguimos dialogando hasta que dimos con un plan. Al día siguiente, vimos cómo los vecinos subían maletas al carro y se marchaban; entonces supimos que esa sería la oportunidad. Esperamos que fuese medianoche y entramos a la casa aprovechando un tramo de la pared donde se había caído el cerco eléctrico. El patio tenía las luces apagadas, pero la luna llena alumbraba lo suficiente para dejarnos ver al niño y la silla. Teníamos miedo de acercarnos demasiado, temíamos de algunas cosas que Néstor había leído en sus investigaciones, de cómo había fantasmas que seducían la curiosidad


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de las personas para hacerles daño. «Rómulo» dije desde una distancia prudencial, entonces el niño se detuvo, vio hacia nuestra ventana. «¿Dónde están?» murmuró, «Rómulo» dijo Néstor esta vez, y el niño buscó de dónde provenía la voz y volvió a hablar apenas moviendo sus labios: «estoy atrapado desde hace mucho tiempo. Nada cambia aquí, el sol sigue en las 3 de la tarde, la brisa sigue el mismo ritmo… pero no consigo a mi abuelo, él me dijo que volvería a la realidad si hacía el ritual». «Rómulo» repetí, entonces pudo encontrarme y tomé su mano, «Puedo sentir tu mano, pero no te veo, además, tu voz cambia cada vez que me llamas, ¿estás con alguien?». Halé un poco y el niño parecía traspasar una barrera, su apariencia se hacía más vívida, «Comienzo a verlos, pero me cuesta escapar de este lugar, por favor hala con más fuerza» dijo mientras cubría su boca con otro brazo. Entonces Néstor tomó su otra mano y comenzó a halar también, pero parecía estar atado a la tierra bajo sus pies. Rómulo exclamó «Un poco más, ya casi soy libre» y pudimos notar colmillos largos en su boca y un brillo amarillo en sus ojos. Entonces lo soltamos, empujándolo hacia la silla y apenas se levantó comenzó a maldecirnos. El niño inocente que habíamos visto todas esas noches, ya no existía. Se había convertido en una bestia furiosa que enseñaba todos sus dientes puntiagudos. Gritó hasta que su cabeza se puso roja. De inmediato nos dedicó estas últimas palabras: «Humanos, algún día conseguiré a alguien lo suficientemente crédulo que me libere, y ese día pagarán con su sangre». Nos dio la espalda y, bajo un silencio ceremonial comenzó nuevamente su ritual, cinco vueltas en un sentido y cinco más en sentido contrario.



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ALGO OCURRIÓ EN EL MANICOMIO DE PUEBLO NUEVO Felipe Weffer

A continuación, un relato que además de ser poco conocido es considerado en algunos de los pueblos del centro de Paraguaná como una leyenda de la época de aquellos difíciles años cincuenta, sin embargo, existe también un pequeño grupo que se atreve a decir que en realidad sucedió, conservando incluso una memoria muy lúcida del acontecimiento. Dichos detalles generalmente son narrados a través de Antonio Gonzáles, quien se empeña en describir con elocuencia, frente a un pequeño grupo de personas del pueblo todo lo que vivió aquella noche cuando algo ocurrió en el sanatorio mental de Pueblo Nuevo. Cuentan los ancianos que Antonio Gonzáles fue un hombre con una habilidad innata para ejercer oficios en donde la mayoría de las personas no duraría un día entero. Oriundo de Pueblo Nuevo, trabajó como vigilante nocturno en el cementerio del mismo pueblo y otros aledaños, así como de cuidador durante las noches en la morgue del hospital principal de la península; y así un sinfín de oficios que, a primera instancia, pocas personas se atreverían a practicar. Se le conocía, pues, por ser un hombre que no temía a nada, que ya lo había visto todo y tenía unos nervios de acero. No tenía esposa ni hijos. Antonio era un hombre que normalmente pasaba desapercibido en el pueblo, siendo conocido simplemente por sus valientes jornadas de trabajo en las cuales, por cierto, nunca vivió nada extraordinario ya que, además, era una persona para nada supersticiosa. La narración de Antonio inicia cuando decidió aceptar el trabajo como vigilante en el sanatorio mental de Pueblo Nuevo, labor que no le pareció para nada un martirio después de haber ejercido en oficios mucho más pesados. En aquella época el manicomio contaba con muchos pacientes y las enfermeras junto al resto del personal se nega-


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-ban a dormir dentro de la institución debido a que en los últimos tiempos, durante la noche cuando dejaban encerrados a los pacientes en el pabellón donde dormían, solía escaparse alguno y ocasionar problemas, cosa que era una gran responsabilidad para quien estuviera encargado. Por tal motivo el director del sanatorio mental decidió contratar a un vigilante para cuidar el orden del lugar durante las noches. Antonio sabía que su trabajo ahí era sencillo, debía trabajar en horario nocturno desde las 9 pm hasta las 6 am y lo que debía hacer era simplemente quedarse dentro de la institución, sentado tras un mostrador colocado a unos metros del pasillo que llevaba a los dos pabellones principales del plantel: el de la derecha que daba hacia el comedor, y el otro, donde se ubicaba un cuarto inmenso en el cual dormían los enfermos, algunos amarrados a sus camas y otros no. Si Antonio escuchaba algún ruido anormal, debía asomarse al pabellón donde dormían los pacientes y asegurarse de que éstos se encontraran en calma, pero por ningún motivo debía abrir la puerta, salvo que fuese estrictamente necesario; esto se lo sugirieron por motivos de seguridad. Esa primera noche se despidió del director y se sentó en la silla que le condicionaron para su estadía, él iba preparado y llevaba consigo una pequeña linterna de bolsillo, su característica gaceta hípica y una pequeña radio portátil que le ayudaba a hacer más llevaderas las noches interminables. Lo primero que notó al quedarse dentro de la institución fue la falta de iluminación, la cual no hacía más que sazonar una atmósfera naturalmente pesada, grasosa, que no había percibido ni siquiera en sus anteriores faenas de trabajo. Sentado desde su lugar, Antonio hizo un recorrido alrededor del espacio con ayuda de su linterna. Se dio cuenta de varias cosas: se trataba de un psiquiátrico bastante deteriorado, bombillos quemados que explican la falta de iluminación, paredes rayadas probablemente por los locos y demás enfermos y una ausencia casi total de ventanas que parecía comprensible para evitar las fugas.


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Mientras se escuchaba en su radio algún bolero, se aburrió de la gaceta, así que levantó la linterna y prefirió detallar un poco más aquel pasillo principal que llevaba a las dos puertas principales de las cuales le dieron referencia. De esta manera se dio cuenta que el pasillo era bastante angosto y de colores escuálidos. Fue más allá con el halo de luz y divisó las puertas que daban a los pabellones que ya conocía. Ambas puertas eran de madera y contaban con una pequeña ventanilla de vidrio que permitía observar lo que sucedía dentro de los cuartos. Sin embargo, llamaba su atención una tercera puerta, ubicada justo en medio de las otras dos y que se encontraba de frente al pasillo. Él no sabía nada acerca de ese lugar, no le hablaron de esa habitación y en un principio lucía distinta a las otras dos; sin embargo, descubrir qué se hacía ahí no era su trabajo, así que regresó a las estadísticas de su caballo ganador. Antonio relató que pasada la medianoche, escuchó un chillido proveniente del pabellón donde estaban los enfermos, así que se vio en la obligación de levantarse, dejó la radio sobre la mesa y caminó hasta la puerta con ayuda de la linterna para observar qué sucedía. Su primer acercamiento a aquel pasillo, a pesar de su experiencia y primeras impresiones, le causó un escalofrío particular, quizás por lo angosto del pasillo, quizás por el olor a moho o quizás por alguna otra cosa; pero a pesar de ello, sin inmutarse, llegó a la puerta y alumbró a través de la ventanilla para descubrir que nadie se encontraba despierto o, al menos, nadie parecía estarlo. Así que no sumó importancia al alarido y regresó a sus quehaceres. No pasaron más de treinta minutos cuando algo volvió a llamar su atención. Esta vez admitió haberse sentido más incómodo y es que escuchaba unos golpes en el vidrio de la ventanilla de la puerta donde estaban los desquiciados, cosa que le hizo interpretar que alguno sabía que él se encontraba ahí. Sin embargo, su trabajo era vigilarlos, así que se alzó y caminó en dirección al pasillo, pero esta vez lo hizo con más cautela para no alertar a quien suponía el que podía ser el enfermo que trataba de fastidiarlo.


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Mientras caminaba con cuidado sin utilizar su linterna, volvió a sentir la misma incomodidad, sonaba el bolero desde la mesa donde lo dejó, sintió la brisa fría de la madrugada recorriendo el pasillo, todo esto en la oscuridad absoluta. Antonio se detuvo frente a la puerta y encendió la linterna de forma sorpresiva: nada, ninguna camilla desocupada, todos los enfermos se encontraban postrados como objetos inanimados, maniquíes sobre sus camas. Esto le generó una inmensa angustia puesto que definitivamente había escuchado algo. Mientras pensaba, se volteó e iluminó a través de la ventanilla de la cocina, observó una larga mesa donde todo se encontraba limpio. Mientras escrutaba con detalle, recordó que alguna vez le dijeron que en ese lugar los enfermos solo comían una vez al día debido a la difícil situación presupuestaria del psiquiátrico. Continuó su observación hasta que se vio interrumpido nuevamente por algo particular que provenía del escritorio: el sonido de la radio. Antonio escuchaba cómo el bolero tenue que sonaba, cambiaba bruscamente a la estática intermitente, como si la señal fallara o las pilas empezaran a perecer. Esto lo hizo detener sus observaciones y regresar con apuro a su lugar para revisar la radio. Antonio se sentó y, pasados algunos segundos, la música volvió a la normalidad, así que pensó que solo había sido algún problema con la señal; sin embargo, no dejó de pensar en lo sucedido, así que trató de calmarse pensando que se trataba de su primer día, que se acostumbraría como siempre lo había hecho. A pesar de ello, antes de lograr olvidarse de los incidentes, percibió que algo había cambiado en ese pasillo. Antonio lo supo a pesar de que no había ni una sola fuente de luz en ese lugar, lo supo a pesar de que la única persona despierta en todo el sanatorio era él, a pesar de que no se escuchaba más que la letra de alguna canción de Los Panchos en su pequeña radio. Es, quizás, por el instinto que desarrollan los vigilantes después de cierto tiempo que les permite percibir cuando algo rompe con la monotonía del lugar que, inquietado, tomó su linterna e iluminó hacia aquel pasillo. Lo que vio entonces lo sacó de su posición de serenidad. Sintió nuevamente ese sudor frío que le transmitía el pesado lugar. La puerta


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ubicada frente a él, esa tercera puerta de la que nadie le habló, se encontraba entreabierta, pero él sabía que definitivamente no debía estarlo. Antonio estaba seguro que estaba cerrada a pesar de no haberla detallado anteriormente. Definitivamente intuía con mucha seguridad que había pasado algo. En busca de la explicación se alarmó: alguien de cualquier manera podría haber entrado a robar en ese lugar o algún enfermo pudo, a pesar de ser ilógico, haberse fugado. Pensando en eso, sabía que su deber era ir y averiguar; así que se alzó, tomó su linterna y apuntó al pasillo mientras se dirigía a él. La radio volvió a empezar a fallar, esta vez la sonata de Los Panchos tocaba unas notas discordantes que parecían ir en retroceso y Antonio lo escuchaba mientras daba pasos hacia el lugar que lo llamaba. Entró al pasillo, caminaba nervioso, ahora escuchaba cómo los enfermos chillaban dentro del pabellón donde dormían; de ahí provenía además el chirrido de las camillas que eran forzadas por los enfermos que querían liberarse con desesperación. En ese momento se dio cuenta que los gritos de los pacientes de un manicomio eran horribles, no parecían humanos y eran totalmente desmesurados, gritos que parecían desgarrar la laringe de quienes los emitían. Sin embargo, se aterró más por el hecho de que al estar en el pasillo, la puerta de enfrente, donde se suponía que no había nadie, empezó a cerrarse lentamente. Él continuaba caminando en esa dirección, sus pasos parecían eternos y la música continuaba fuera de control y se hacía más tétrica al unísono que se adentraba en ese infinito pasillo. Al mismo tiempo, los enfermos lloraban horrorizados cada vez con más vehemencia: algo terrible los atormentaba. Antonio describió ese momento diciendo que al llegar a la puerta de enfrente, aún sin atreverse a ver a los enfermos en la puerta de su izquierda, se inclinó y ubicó su cabeza cerca de la rendija de vidrio que daba a esta tercera habitación que se acababa de cerrar ante sus ojos. Al mirar no logró detectar nada entre el negro absoluto, así que levantó su linterna con el pulso alterado por los gritos de demencia que le ensordecían y la melodía de un bolero distorsionado.



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Antonio llegó a contar que primero pensó que era un espejo lo que tenía frente a sí, debido a que un rostro se veía a través del vidrio de la puerta, sin embargo, cuando detalló, notó cuencas profundas donde suponía debían estar los ojos, una piel blanca que cubría un cráneo huesudo sin cabello, una sonrisa amorfa, una sonrisa que Antonio describe como humanamente imposible. Esa figura parecía mirarlo a través de la hendidura de la puerta. Aterrado, se dispuso a correr de regreso a la salida y fue cuando logró escuchar cómo la puerta se volvía a abrir a sus espaldas. Corrió más fuerte dejando atrás la radio. Sintió que eso le perseguía, pero no se atrevía a mirar atrás. Llegó a la puerta y salió como pudo, dejando solo el lugar por lo que restaba de jornada. No pasó más de una semana desde aquel incidente cuando sin más aviso se cerró el manicomio de Pueblo Nuevo y los enfermos fueron trasladados al recién construido hospital psiquiátrico de la ciudad de Coro. Los años hicieron que rápidamente se olvidaran aquellas viejas instalaciones y lo que se sabe es que el sanatorio mental cerró por las malas condiciones en las cuales estaban, especialmente porque una de esas noches dos pacientes amanecieron muertos, con los ojos arrancados de sus rostros. Parecían haber sido asesinados por otros enfermos que sufrían de ataques psicóticos. Sin embargo, algunas personas que conocieron a Antonio comentan la experiencia que él tuvo aquella noche cuando algo ocurrió en el sanatorio mental de Pueblo Nuevo. Antonio fue encontrado ahorcado muchos años después de aquel incidente y aquella historia que llegó a contar muchos la consideran una leyenda inventada por él, un solitario sin familia que tuvo la desdicha de vivir confinado en un aislado pueblo de Paraguaná.




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ojos

Pedro Hernández

Si el campanario fuese real y no un mero adorno, Kaira no estuviese recostada tan tranquila y cerca a la falsa campana. La sangre que caía hasta la calle era parte de las criaturas que alguna vez fueron llamados humanos. Kaira recargó por quinta oportunidad su PP9 y afinó los sentidos, la luna se alzaba alta y majestuosa cual calavera emblanquecida y pulida. El cielo de la ciudad estaba libre de nubes y las construcciones cercanas en un absoluto silencio. Abajo y cerca del campanario estaba la plaza que llevaba el nombre de un ser conocido, nombre que no le importaba a Kaira. Pero lo que si le importaba era lo que allí se ocultaba y lo que la seguía. En medio de la vegetación se dejaba entrever rastros que se reflejaban a la luz de la luna, trazos de huellas deslizadas como si proviniesen de miembros que se derretían en alguna materia oscura y viscosa. Kaira tanteó su adolorido cuerpo en busca de alguna herida: un fuerte golpe en la pierna izquierda y sin ninguna señal externa era lo único que le afectaba, y había sido causado por saltar desde la casa de las cien ventanas hasta la catedral. Fue un esfuerzo que le costó todas sus energías y una de sus pistolas, que cayó con un sonido débil y doloroso sobre la asfaltada calle. El frío y la niebla empezaron a llenar aquella parte de la ciudad y quien hubiese nacido en Coro sabría que tal hecho era imposible. Junto con ese fenómeno comenzaron a escucharse de forma casi inaudible un arrastrar de pies y movimientos bruscos, choques contra paredes y un olor a naranjas podridas que inundaba todas las calles cercanas.


Pedro Hernández, Ojos | 36

Olvidando el dolor en su cuerpo, Kaira se irguió en el techo de la catedral y se preparó para recibir lo que le seguía. Entre la bruma solo se divisaban unos ojos rojos, asemejados a brazas de carbón en medio de una oscuridad total, unas brasas móviles y con un brillo malvado, casi demoníaco. Kaira apuntó durante un segundo y calculó la distancia de los ojos más cercanos, un sonido seco igual que un hueso roto llenó la calle y, por un instante, la niebla se tornó rojiza. Los ojos desaparecieron como si hubiesen sido fundidos, el resto se detuvieron un segundo y como una descarga eléctrica iniciaron un desplazamiento más rápido y enloquecido hacia la causante del disparo. Como el vómito salido de una enorme boca, la masa de criaturas emergió de la niebla, impulsadas hasta la catedral donde comenzaron a acumularse y subir unos sobre otros para llegar a lo alto. Los primeros seres quedaron retorcidos y aplastados contra el piso, igual sucedió con los siguientes. Un río de fluidos oscuros y vísceras comenzó a manar de aquel muro viviente que en pocos segundos se aglutinó con la pila de criaturas que permitieron que las últimas lograran llegar hasta el techo. La asesina de ojos café apuntó de manera descarada y casi sin preocuparse de fallar a la cabeza de los primeros que se asomaron ante ella. Cada disparo era un blanco hecho pedazos. Con el respiro de manera pausada, analizó su vida: valía menos que un billete de cien. Las dos granadas que le quedaban volaron hasta los cuerpos nacientes y cubiertos de fragmentos y líquidos de otros cuerpos. La detonación llenó toda aquella zona de, trozos de carne, huesos y piedra que lo cubrió todo. Durante la explosión los ojos rojos palidecieron y se apagaron para después encenderse con más ímpetu. Kaira aprovechó para saltar por el agujero abierto en el techo hasta el centro de la catedral. Dos de las criaturas la siguieron en su caída y sin importar que sus piernas se reventaran al caer, se arrastraron en pos de ella. La PP9 ladró su canción y varias criaturas cayeron para formar parte del caos. La asesina corrió hasta la sacristía y bloqueó la puerta con una imagen hecha en metal.


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La asesina de ojos café sopesó la situación y nada bueno se pintaba, los golpes afuera se hacían cada vez más fuertes y contundentes; con toda seguridad derribarían la puerta y la destrozarían en un santiamén. Solo le quedaba un cargador, doce disparos para ser más exactos la linda cantidad de veinticuatro ojos reventados o solo dos: los de ella. No lo pensó y metió el cañón de su arma en la boca con toda la adrenalina fluyendo para poder apretar el gatillo. Apretó los ojos y se dejó llevar. Cuando el dedo se curvó logró escuchar una canción de muerte, una que sólo las balas cantaban: una canción del resto de su grupo de asesinos.



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LA TROCHA DE JADACAQUIVA Felipe Weffer

En el baúl de las cosas valiosas de mi tío Juan se encontraba una carta cuya fecha, perfectamente nítida en aquel sobre bien cuidado de la inclemencia del tiempo. Databa del 14 de agosto 1976. A continuación, podrá leer un fiel recuento de las letras que ahí, Raúl Palacios –a quien debo confesar que no logré identificar– dejó para mi tío. La noche que llegué a Jadacaquiva, después de haber pasado casi quince años fuera de Paraguaná, tomé la decisión de salir de caza puesto que la luna se prestaba perfectamente para ello. Hacía ya largo rato que no podía darme ese viejo gusto de pueblerino, me hacía falta revivir lo que otrora tú, yo, y los otros muchachos del pueblo hacíamos cada tres noches, cuando nos íbamos por el camino de tierra que da al montazal con nuestras tira-tiras (y los más adultos con las escopetas de sus papás) a matar conejos para joder nomás con ayuda de la luz de la luna. Esperé a las 2 de la mañana a modo de respetar nuestro antiguo rito, tomé la escopeta recortada que me traje de Aruba y mi antiguo faro que aún funcionaba, le dije a mi madre que saldría de caza para traer el sancocho del día siguientecuando vendrían a recibirme del viaje, luego de eso partí. Caminé por la calle principal hasta llegar al borde del pueblo, en ese punto conseguí el inicio de la trocha de tierra que bien recordaba de mi infancia, aquella que daba al santuario de las liebres. No podía quejarme, la noche era ideal para cazar al menos una docena de conejos. La luna en todo su esplendor emanaba suficiente luz como para que toda la trocha estuviese iluminada, ese camino de tierra al que usualmente no llegaba ningún rayo de luz de este pueblo. Se notaba también que acababa de terminar un largo período de lluvia para las vísperas de mi regreso, ya que los grillos se escuchaban entre todo el


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matorral y todo el llano que en algún momento podía verse a ambos lados de esa trocha que hoy era una espesa y densa pared de vegetación, pasto y algunos cardones que no dejaban ver ni siquiera un metro a través de ellos. No había pasado más de media hora en mi caminata cuando ya estaba bastante lejos del pueblo, lo suficiente como para dejar incluso de percibir cualquier rastro de civilización. Caminaba por la trocha con la escopeta aún al hombro mientras detallaba el escaso paisaje que invitaba a mirar hacia adelante, hacia los lados era imposible con tanto monte. En eso me pareció curioso darme cuenta que ya no existía aquel maizal que tenía una de esas pocas familias acomodadas de Jadacaquiva cerca de la trocha, el cual, de hecho, era casi tan inmenso, que limitaba justo al borde entre el camino y la llanura que daba al sur del mismo. Por lo visto, se había dejado perder ya que hacia ese lugar, como antes dije, sólo era posible ver una densa vegetación que era muy alta, tan alta incluso que no podía ver por encima de ella. Recordé entonces, mientras caminaba, que muchas veces nos metíamos en ese maizal a robarnos los jojotos que veíamos y nos escondíamos entre las mismas matas cuando el viejo que lo cuidaba nos veía. Me parecía increíble que ya nada de eso existiera y, más aún, que el terreno estuviera tan abandonado, al extremo de que no había nada más que mala hierba. Cuando me acercaba al final de la trocha, logré ver un conejo a lo lejos. Me emocioné al ver aquel animal después de tanto tiempo, así que cargué mi escopeta y lo encandilé con el faro para que se quedara inmóvil y fuera una presa fácil. Caminé lentamente para posicionarme mejor mientras escuchaba a los insectos alrededor del pasto, una suave brisa agitando cada hoja de ese matorral; y todo como si estuviera en un viaje en el tiempo. Apunté al animal justo al torso y disparé. Fue sin duda un disparo certero.Mi puntería, al igual que en aquellos años, seguía siendo excepcional, así que sin mucha preocupación caminé hasta donde debía estar el cadáver de mi presa. Me desconcertó en ese momento que, a unos siete u ocho metros de llegar, el conejo no se encontraba en donde suponía debía estar; sin embargo, la marca de los perdigones dibujaba un óvalo perfecto en la tierra, donde justo en medio



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debía estar el animal. Me rasqué la cabeza y busqué el sentido lógico a la cuestión, pero cuando disponía a dar por hecho que, por alguna razón, había confundido un no-sé-qué con un conejo, escuché entre el espeso monte que tenía justo al lado un sonido familiar… No podía entender qué era: escuchaba a cierta distancia las voces de un tumulto de personas, voces que sin duda eran de niños y mujeres, las cuales parecían caminar en dirección a mí. Cada vez eran más nítidas pero los diálogos eran tan ininteligibles que no podía distinguir qué decían, pero estaba seguro de que eran mujeres y algunos niños riendo. En ese momento me paralicé y olvidé por completo el conejo que me llevó hasta ese punto y traté de buscarle sentido lógico a ese gentío. Era plena madrugada y en aquella trocha, viendo hacia adelante y hacia atrás no se veía absolutamente nada; es decir, me encontraba solo por aquellos lugares lejanos al pueblo, lo que dejaba posibilidad a que las voces proviniesen del denso matorral que estaba a mi costado. Eso para mí era algo imposible de asimilar.Me entró un pánico terrible, qué clase de seres humanos podrían estar adentrados entre tanto monte en el que ni siquiera yo podía entrar por tantas ramas con espinas y en el que no se podía ver absolutamente nada. Estaba inquieto por aquel fenómeno que, sin duda, no podía ser algo normal. Es cierto que en algún momento en esos terrenos existió una fecunda siembra de maíz en la cual muchos niños robaban durante la noche y mujeres trabajaban cosechando, pero ya nada de eso existía. Cargué mi escopeta y empecé a caminar de regreso al pueblo a buen ritmo, mientras intentaba calmarme con cualquier hipótesis que se me ocurriera; algunas tan absurdas como que esas voces eran cosa de mi imaginación o que eran algunos zorros metidos entre el monte. Sin embargo, cada una se derrumbaba ya que, a pesar de no tener valor para ver hacia atrás, las voces se escuchaban igual o incluso más nítidas. Aceleraba el paso pero me faltaban al menos veinte minutos para llegar al pueblo.La trocha de tierra era bastante extensa y el monte a mi alrededor no hacía ahora más que inquietarme por la imposibilidad de ver algo más que lo que tenía adelante.



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Por un momento pensé en correr ya que el pánico me había ganado. Sigo recordando lo que escuchaba incluso mientras te escribo esta carta: las voces que venían detrás de mí eran una comunión de mujeres y niños, los cuales ya no parecían reír como minutos atrás; ahora, más bien, sollozaban, mientras que las voces femeninas eran angustiosas. Créeme, realmente me esforzaba en entender una sola palabra de lo que decían pero me era imposible, sólo sabía que me seguían y que, a cada paso que daba, percibía más angustia en esa muchedumbre. Pasaron así los minutos faltantes y llegué al borde del pueblo y con ello, la trocha y el espeso monte del que provenían las voces. Me sequé el sudor frío de la frente y volteé: no había nada. Sin embargo, seguía escuchando la procesión desde dentro del matorral, incluso pude percibir cómo se comenzaron a adentrar hacia las penumbras del monte. Delante de mí quedaba aquel camino de tierra que daba hacia el montazal del cuál venía. El campo de alrededor ni siquiera se movía. Estoy seguro, ahí no había nadie. Seguí mi camino mientras iba pasando el susto. Llegué a la casa, dejé la escopeta y me acosté. Es triste. Te cuento esto porque tú, que has vivido aquí todo este tiempo que he estado fuera, podrías saber algo acerca de lo que me pasó. ¿Qué sucedió con el maizal?, ¿Por qué esos terrenos están dejados a la buena de Dios cuando en aquellos tiempos eran tan cuidados por los dueños del maíz? Hasta el día de hoy pienso que ese conejo era un señuelo con el cual aquellas voces me llamaban para ser escuchadas. No sé qué creas tú. Con esto termina la carta de Raúl hacia mi tío. Creo que para entender mejor este relato, vale la pena mencionar que dentro del mismo baúl encontré un sobre de mi tío dirigido a este señor, el cual aparentemente nunca fue enviado a su destino. Dentro de él se encontraba un recorte de periódico de 1966.


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EPÍLOGO «No miremos por mucho tiempo el abismo pues entonces éste se mira dentro de nosotros» Friedrich Nietzsche

Parafraseando a Lovecraft, los relatos de horror son tan viejos como el lenguaje humano, y sus palabras salpican en mi mente, llevándome a imaginar a los primeros hombres resguardados en sus cavernas luego del atardecer, quienes buscaban ocultarse de las criaturas que acechaban afuera, en la oscuridad de las tierras inhóspitas. El rito sólo era un bálsamo que aplacaba la ira de los dioses y también el temor de sus creadores, quienes hoy continúan sintiendo temor hacia las mismas cosas: la muerte, el mal, la locura, lo monstruoso, la otredad y todos los demás enemigos que aún permanecen desconocidos. Se piensa en el miedo a lo desconocido como el espejo que revela nuestra condición frágil, incluso algunos pensadores la señalan como la razón del mal en el mundo; y esa malignidad trae consigo los sentimientos propios de la anunciación del peligro, como la sugestión y la incertidumbre. Nos aterra el relato de horror, nos eriza la piel, nos estremece, pero no podemos dejar de pasar las páginas para descubrir qué sigue, y es que en el terror ficticio siempre buscaremos una pócima de salvación, algo que nos ayude a defendernos del horror, ya sea en una explicación lógica del fenómeno desconocido o en las crónicas dudosas de algún familiar cercano. Tratamos de evitar la violencia y el peligro a toda costa, para así despojarnos del temor y el espanto. Pero lo repulsivo, lo incendiario, nos enseña a nuestros demonios encadenados, y por un momento nos complace pensar que con sólo un movimiento del lápiz, el autor puede exorcizar a los demonios y l ibrarnos para siempre de aquello que nos


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aterra, pero que aún no comprendemos. Es sólo allí donde divisamos la grieta en el muro de la realidad, la fisura que esconde las formas inadvertidas que nunca dejan de sorprendernos. Heidegger nos recordaba que la Humanidad desde sus inicios se regía por un orden, pero también por un límite. En los territorios de lo conocido siempre han reinado los dioses divinos y monstruosos, hermosos y deformes; que pueblan nuestro imaginario y a su vez ocultan los territorios más allá del orden, es decir, de lo desconocido y lo otro. La belleza de la ira de Dios sólo nos ha privado de la experiencia con el otro, de las expresiones de alteridad que Foucault solía estudiar, tales como la locura, el crimen, la divergencia identitaria. El extremo monstruoso de la alteridad es lo que ha alimentado la imaginación de los escritores que hoy compartieron sus relatos con todos nosotros, y que además, nos han extendido una invitación muy importante que debe atenderse: interroguen el orden, revisen lo que llaman racionalidad, jamás hablen con extraños, cubran bien sus pies cuando vayan a dormir, nunca traten de verse en un espejo en medio de la oscuridad. A continuación, ofreceré un análisis breve de los relatos que comprenden la segunda edición de Enemigos Desconocidos, cuyos autores tuvieron como ejercicio común abordar los distintos lugares de la región falconiana (en Venezuela) como espacios de inspiración de estas historias: En nuestros pueblos pequeños aún hay vestigios de la Edad Media, pequeñas supersticiones sobre lo demoníaco: hombres que pueden convertirse en animales a través de las artes oscuras, mujeres que veneran a una deidad prohibida en medio del paisaje inhóspito. Sólo hace falta un acontecimiento peculiar para llamar la atención de un niño, y así guiarlo entre los montes de Machuruca, donde debe pagar con su carne chamuscada, el alto precio de la curiosidad. En Uno con el fuego de Jair Gauna Quiroz, se vislumbra el temor a las tierras salvajes, aunque también es una exploración de la soledad durante la niñez. En Nefasto de Ana Cecilia García se reitera que el lugar de la muerte es el cementerio. Allí, esa entidad invencible tiene sus dominios


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y ejerce su fuerza embriagadora sobre quienes trabajan en los camposantos. Es así como Nefasto –personaje principal del relato- es la clara representación de la muerte retorcida y macabra, mientras que Jacinda es la vida, la cual sólo consigue extinción entre las lápidas. El ambiente sepulcral es interrumpido por la tensión sexual que alcanzan los personajes en el desenlace. Jacinda –la vida-, tanto inocente como tímida, es sometida por Nefasto –la muerte horrorosa-, quien busca el deseo carnal que por momentos puede confundirse con la necrofilia y el sadomasoquismo. Los enemigos conocidos, usuales, se enfrentan a lo desconocido en Los piratas que el mar ha desaparecido de Evelio Gómez; una historia claramente influida por la literatura de H.P. Lovecraft. La esencia del horror en este relato está en la intuición que revela lo que la sociedad materialista intenta negar, y es así como los corsarios mueren durante un ataque que el personaje-narrador señala como un castigo divino. La estructura del relato sorprende a medida que nos acercamos a su conclusión, y entonces descubrimos que todos los acontecimientos narrados están encerrados en una botella suspendida sobre las aguas, a merced de la naturaleza, la cual podría sumergirla para siempre en las profundidades del mar. Una pareja en su rutina diaria −su normalidad−, descubre una escena inusual que sucede una y otra vez en el patio del vecino. La estructura simple del relato no revela nada fantástico sino hasta el último momento, donde se descubre la justificación de la repetición; y es esta repetición la que apunta una y otra vez sobre lo raro, lo inexplicable, la imposibilidad del orden que nos arrastra hacia el mal absoluto. La silla que da título al relato de Jair Gauna Quiroz, es sólo una jaula que aprisiona a un enemigo que pudiese pensarse monstruoso y a la vez no, perverso y a su vez inofensivo. Se trata de un relato sin sangre ni mutilación. Un solo acto de violencia puede percibirse en la amenaza de la criatura revelada, y sólo entonces nos trae nuevamente a nuestra realidad sin monstruos aparentes. Antonio Gonzáles en Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo de Felipe Weffer, es tanto un personaje principal como una brúju-


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-la para el lector. Él nos sumerge lentamente en las distintas etapas de la superstición, que van desde el escepticismo pleno hasta la duda razonada sobre su propia cordura. Edgar Allan Poe solía decir que aún no se había demostrado si la locura es un producto de la inteligencia, y justo este relato asume la idea del afamado escritor americano. El vigilante del manicomio camina de un lado al otro, tratando de medir con sus propios sentidos todos los sucesos fantásticos que toman lugar, y en medio de sus cavilaciones, de su temor profundo a la locura, es sorprendido por un rostro que pudiese ser el suyo propio. El rostro que encuentra le recuerda a su futura muerte, sin órbitas en las cavidades de sus ojos, mientras que su sonrisa sólo anuncia la llegada de la demencia. ¿Qué puede temerse más: la locura o la muerte? La ciudad enfrenta la incertidumbre del cambio climático, pero sobre todo, la extinción de la raza humana. El narrador omnisciente nunca revela el año que transcurre, tampoco señala suficientes logros científicos como para hacer un pronóstico. De esta forma, Ojos de Pedro Hernández nos sumerge en un mundo plagado de zombies y nos presenta a Kaira, un personaje principal que destaca por su fuerza, resistencia y audacia. Es un relato clásico que nos recuerda la irracionalidad detrás del zombie como antagonista, y la narración se desarrolla del lado humano −desde la racionalidad−, dejándonos en completo desconocimiento sobre lo que los antagonistas sienten y piensan –si es que un muerto viviente puede pensar−. La imagen reiterativa de los ojos nos indica lo inhumano detrás de las criaturas que persiguen a Kaira, quien se siente observada y perseguida, además los muertos vivientes son tan repulsivos que reunidos en masa son como “el vómito salido de una enorme boca”, pero basta con que sean enemigos deformes y desconocidos para tener ante nosotros una historia llena de acción y sacrificio. El relato epistolar vuelve a aparecer, y es que La trocha de Jadacaquiva de Felipe Weffer es una carta de Raúl Palacios, quien escribe al tío del narrador en la introducción del cuento. Raúl nos sumerge en un camino inhóspito cercano a un poblado precario, dándonos la sensación de pueblo fantasma que ocurre en algunas obras


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de Juan Rulfo. Al igual que en el imaginario mexicano que emplea Rulfo para crear su historia, en este caso, el autor alude al imaginario venezolano que también está lleno de aparecidos. En ambos sistemas de creencias, que tienen como punto común la fe católica, se piensa en los espíritus como malévolos o benevolentes, pero ante todo, almas inmortales a las que debe temerse, y con las que ningún mortal quisiera encontrarse. Los elementos psicológicos también tienen cabida en este relato: el conejo que desaparece tras ser disparado puede pensarse como metáfora de la inmortalidad del alma en pena. Sin embargo, nuestro protagonista intentará dar una explicación científica a todos los fenómenos sobrenaturales que le acontecen en la soledad, y para satisfacción del lector, encontramos que hay muerte detrás de las voces inusuales que se escuchan donde estuvo el maizal, pero esta es una explicación incompleta que no descifra totalmente a nuestros enemigos desconocidos.

Jair Gauna Quiroz


ÍNDICE GENERAL 5 | Presentación 6 | Agradecimientos 7 | Uno con el fuego, Jair Gauna Quiroz 12 | Nefasto, Ana Cecilia García 17 | Los piratas que el mar ha desaparecido, Evelio Gómez 21 | La silla, Jair Gauna Quiroz 26 | Algo ocurrió en el manicomio de Pueblo Nuevo, Felipe Weffer 35 | Ojos, Pedro Hernández 39 | La trocha de Jadacaquiva, Felipe Weffer 46 | Epílogo por Jair Gauna Quiroz


ÍNDICE DE ILUSTRACIONES 2 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 30,4 x 20,3 cm 9 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22 x 15,7 cm 11 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22,5 x 15,8 cm 13 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre cartulina, 17 x 18,5 cm 15 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre cartulina, 17 x 18,5 cm 16 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 23 X 15,8 cm 20 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22,5 X 15,8 cm 22 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 18,5 x 12,7 cm 25 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 18,5 x 13,9 cm 31 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22,7 x 16,3 cm 33 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 23,3 x 16 cm 34 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 20 x 12 cm 38 | Pilar Salgado, Sin título, 2018, grafito sobre papel, 14,3 x 19,4 cm 41 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22,9 x 16,2 cm 43 | Pedro OGNIMOD Hernández, Sin título, 2018, bolígrafo sobre papel de estraza, 22,9 x 15,7 cm


LOS AUTORES Ana Cecilia García (Coro, Venezuela; 1995) Escritora. Su primera publicación fue en la Revista Awen, además ha participado en el concurso de Poesía y Narrativa de Scribo Editorial (2018). Actualmente trabaja en una serie de relatos de horror. Evelio Gómez (Punto Fijo, Venezuela; 1984) Es más músico que poeta. Estudió Literatura. Ha pergeñado versos cercanos al malditismo de Rimbaud, a la furia de Beat Generation, en una búsqueda de expresar desencantos, vivencias desencajadas y universos interiores de descontento. Felipe Weffer (Los Taques, Venezuela; 1997) Co-fundador de Enemigos Desconocidos. Escritor, redactor y curador de artículos para distintas páginas web de España, México y Chile. Su narrativa en el género del horror aprovecha anécdotas de sus abuelos, basadas también en la tradición oral de la región. Jair Gauna Quiroz (Coro, Venezuela; 1992) Co-fundador de Enemigos Desconocidos. Escritor, artista conceptual y curador de arte. Autor de más de una decena de ensayos de crítica de arte y filo-

sofía en museos, galerías y publicaciones digitales. Además, fue finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve en México (2018) y el Premio Palindromus de Cuento (2018). Pedro Hernández, OGNIMOD (Coro, Venezuela; 1974) Artista plástico y escritor. Se formó en la Plástica bajo las enseñanzas de Osterman Velásquez. Su obra visual se ha centrado en el arte pop surreal inspirada en las culturas maya y azteca, sin dejar de lado las ilustraciones. En los últimos años cree haber encontrado un lugar donde se enlazan el dibujo y la narrativa. Pilar Salgado (Lima, Perú; 1972) Artista visual, docente de Artes Plásticas y profesora universitaria en el área sociocultural. Realizó estudios de dibujo, pintura y grabado con Maigualida Espinoza en Río Chico (1990), por lo que cuenta con más de 20 años de experiencia en la cultura y el arte.



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