La dermis de la humanidad

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La dermis de la humanidad antologia de cuento

RichardSABOGAL DanielGONZĂ LEZ JairGAUNA JhoselynACOSTA ManuelROBLEJO MarCORREA


LA DERMIS DE LA HUMANIDAD © De esta edición: Ediciones Palíndromus C.A. Santa Ana de Coro, Venezuela 2018, Todos los Derechos Reservados primera edición, agosto 2018 isbn-13: 978-1725559714 isbn-10: 1725559714 diseño de tapa Jorge Morales Corona diseño interior Carla Da Silva | Jorge Morales Corona composición tipográfica Jorge Morales Corona | Carla Da Silva corrección de textos Jorge Morales Corona coordinación editorial José María Sebastiani

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.


índice veredicto | p. 7 richard sabogal | p. 9 Temiendo la suavidad de tus brazos daniel salomone gonzález | p. 19 Sonhos quebrados jair gauna quiroz| p. 25 Cetáceo jhoselyn carolina acosta villafranca | p. 29 Memoria azul manuel roblejo proenza | p. 43 Una bandera para el general mar correa | p. 51 Cuento amazónico



Madrid, 03 de mayo de 2018

veredicto Los abajo firmantes, miembros del jurado para fallar el I Premio Palíndromus de Cuento promovido por Ediciones Palíndromus (Venezuela), tras haber leído los ciento ochenta y tres (183) originales recibidos y celebrada la deliberación correspondiente, en conformidad con las bases que convocan esta edición hemos acordado de manera unánime emitir el siguiente veredicto: 1. Extender una enhorabuena a la editorial por su compromiso en la promoción de nuestro maravilloso idioma y, a su vez, la reunión de muchas voces para la expresión escrita. 2. Otorgar el Premio Palíndromus de Cuento 2018 al texto Temiendo la suavidad de tus brazos presentado bajo el seudónimo de RH James, por caracterizar un relato de corte intimista e hilvanado con cadencia precisa y musicalidad en la narración que permite un contacto transgresor hacia la excelente construcción de personajes, sirviendo éstos como forma de entender la realidad social y psicológica actual. Abierta la plica, la autoría resultó ser de Richard Sabogal (Venezuela).


3. Otorgar menciones especiales a los cuentos: a. Sonhos quebrados presentado bajo el seudónimo de Montresor. Abierta la plica la autoría resultó ser de Daniel Salomone González (Uruguay) b. Cetáceo presentado bajo el lema de Pasaje a 1500. Abierta la plica la autoría resultó ser de Jair Gauna Quiroz (Venezuela) c. Memoria azul presentado bajo el seudónimo de Carolina Arcos. Abierta la plica la autoría resultó ser de Jhoselyn Carolina Acosta Villafranca (Venezuela) d. Una bandera para el general presentado bajo el seudónimo de J. Loynaz. Abierta la plica la autoría resultó ser de Manuel Roblejo Proenza (Cuba) e. Cuento amazónico presentado bajo el seudónimo de Leo da Costa. Abierta la plica la autoría resultó ser de Mar Correa (España) En Madrid, a los tres (03) días del mes de mayo de 2018.

FDO.

FDO.

FDO.

Lucía Domínguez

Esteban Viloria

José María Sebastiani


RichardSabogal

Temiendo la suavidad de tus brazos


Sobre el autor (San Cristóbal, Venezuela. 1984) Periodista y escritor venezolano. Autor de los libros de cuento: Al filo del reloj, Cuentos para morir leyendo y La muerte disfruta su propia inseguridad. Sus escritos han salido publicados en las antologías: Líneas & Versos para incitar al vuelto, VI Aniversario (México); Primeros exiliados (Argentina); Colección de cuentos postmodernistas I (Venezuela); Antología Poética Venezolana Siglo XX (Venezuela); Dispara usted o disparo yo, antología de microrrelatos Brevilla (Antología internacional); La epidermis de la humanidad (Venezuela). Ganó la primera edición del Premio Palíndromus de Cuento. En el ámbito de la promoción literaria, es fundador de Negro Sobre Blanco, Grupo Editorial. Ha impulsado autores noveles por el medio digital e impreso, así mismo es organizador del concurso “Por una Venezuela literaria”. Ha compartido páginas como promotor de autores noveles. Es compilador de varias obras narrativas y poéticas. Es coordinador de la antología sexodiversa en honor a Tamara Adrián que será editada en el transcurso del 2018 Su labor editorial la combina con la periodística colaborando en distintos medios impresos y digitales.


Desnudo frente a la ventana observo. Una de las calles que circunda el hotel es un angosto pasaje de un solo sentido, reposan colchones viejos que en las noches son la casa de algunos sin suerte. Hay potes de basura que nunca callan, las botellas chocan, las bolsas se rasgan, personas sin relevancia de género rebuscan, los gatos pelean con los huéspedes de la cuadra un trozo de comida. Justo al otro lado está la autopista, la vena aorta de la ciudad que lleva carros de un lado a otro. Frente al hotel, una avenida de aristocrática elegancia hace caso omiso al callejón de indigentes. Todo esto lo veo desde mi habitación cinco estrellas. Siete pisos arriba del suelo. Trago saliva por imaginar lo cerca que puedo estar de rebuscar en el pote de basura como los del callejón de abajo, pero a su vez no termino de acostumbrarme a la vida prestada que disfruto con cautela e ignorancia. Me levanto a ratos a ver la ciudad, tengo casi una semana en la capital y estoy ansioso, no puedo estar en la cama, las ventanas me llaman. Veo ríos de gente

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por la acera enorme. A mi alrededor hay edificios más grandes que este hotel. Estuve solo casi todo el día, él acaba de llegar, estuvo en varias reuniones. No somos de esta ciudad ni compartimos código postal en nuestras propias vidas, porque en estos episodios nos ausentamos de quienes somos para ser por un rato lo que imaginamos querer ser. No me gusta besarlo. Aunque cuando me excito olvido ese pudor –o asco– y me dejo llevar aflorando el marico que llevo dentro. Él quiere que salgamos del país a pasear, quiere comprarme ropa. No tengo pasaporte y lamento perder la oportunidad. Ambos evitamos hablar de lo que tenemos, no es una relación, no somos pareja, no soy un chulo que le pide plata. El tiene cuarenta, yo veinte, él tiene sida, yo tengo novia. Nunca lo penetro, no por el temor a contagiarme de la enfermedad, la verdad no me importa mucho, incluso a veces quisiera contagiarme. Sería interesante para los demás. Él me lo mama y yo olvido su edad, sus vellos en el pecho y su pene erecto rozando mi rodilla. Incluso me excita sentirlo bajo el bóxer tocandome, empinado al cielo, pidiendo libertad. Mientras boca arriba contemplo cómo engulle mi pene con presteza, con la boca empapada, escuchando un chasquido cada ciertos segundos cuando entra y sale, erizándome los pezones con sus suaves manos de dueño de constructora. No aguanto y lo tomo de la pierna, lo halo hacía mí y me ayuda a quitarse el bóxer. También hago lo mío con su pene. Lo tenemos casi del mismo tamaño. Lo engullo. Empezamos una competencia donde buscamos encontrar quien aguante más. El siempre gana, su boca es deliciosa. Siempre he querido saber cómo sabe cuando estoy a punto de acabar. Sin compasión entra y sale, chupa

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con más pasión y desde dentro de mi ser viene un calor que me contrae la pelvis y termina en mi imagen viendo su cabello, con mi pene en el fondo de su garganta y un movimiento a lado y lado de él, recibiendo hasta la última gota de mi pecado. Se sale, le ayudo a acabar por compromiso. Ya noto sus vellos, sus arrugas, su hombría. Solo quiero que acabe para hablar o ver televisión. Esto fue anoche, hoy, llegando de su reunión, me cuenta un poco de sus proyectos pero no entra en detalles al notar mi desinterés. Su plan o su intento de mantener a flote esta balsa agujereada en la que intentamos no ahogarnos, es la de tomar mi palabra de anoche, cuando en medio de la calidez de su boca le dije que deberíamos bañarnos en la tina de la habitación. Sumergirnos en espuma mientras oímos Freddie Mercury, bebiendo vino blanco, mi preferido y que casualmente está en la nevera. El compromiso está intrínseco en nosotros. Debo meterme a la tina. Toma la laptop, se desnuda, me sonríe con romance en sus ojos, voy para allá, dice señalando el baño. Freddie Mercury empieza a sonar, me llega el sonido del agua cayendo en la tina, el olor del fosforo apagado, de la cera de la vela quemándose. Mercury canta una canción tras otra. The words of the love sale a través de la puerta del baño entrecerrada. Él canta, pienso que feliz pero no me atrevo a pensar que es despechado. Don’t touch me now, don’t hold me now, don’t break the spell darling, now you are near, look in my eyes and speak to me, the special promises I long to hear

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Escucho la botella de vino chocando con la copa. Le escucho cantar. The words of the love se repite una y otra vez. La responsabilidad me llama. En fox comenzaron Los Simpsons, le subo volumen para apaciguar a Freddie y mi ansiedad. love me slow and gently, One foolish world so many souls, senselessly hurled through, the never ending cold, and all for fear and all for greed, speak any tongue, but for god’s sake we need Canta Freddie con dolor desde el baño mientras Bart Simpson le pone una trampa a Homero en las escaleras. Pienso en que debería ir porque luego del plan romántico que me espera en la tina tendré una de las mejores mamadas que me han dado. This room is bare, this night is cold, we’re far apart and i’m growing old, but while we live we’ll meet again, so then my love, we may whisper once more, it’s you i adore Ya perdí la cuenta de cuántas veces nos hemos visto. No le pido plata ni me la paso rogándole amor, él siempre me ha escuchado, me aconseja, cuando estamos en nuestras propias vidas, me llama a desearme buenos días, buen provecho y buenas noches. La última llamada es un recuento de su día. Oírle hablar de su trabajo me pone a soñar, quiero ser constructor, tener mi empresa, mis carros y más de cien empleados. Él siempre me sigue el sueño, asegura que tendré éxito porque tengo mentalidad de empresario, me aúpa a continuar mis planes, aunque actualmente solo trabajo en un supermercado y apenas terminé básica. Quiero

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estudiar pero me da pereza ir a preguntar cuándo son las inscripciones en la universidad. Además aún no sé bien qué cursar. Pero si él dice que seré empresario debe tener razón. Algo verá en mí. A veces me molestan sus llamadas seguidas. Largas, sus cuentos de personas que ni conozco ni conoceré. A veces lo rechazo, a veces le cuelgo. A veces lo extraño y reviento su teléfono hasta que por fin me llama. A veces peleamos, a veces disimula su voz quebrada a través del teléfono. Cuando viajamos o nos conseguimos en su ciudad o la mía me lleva a comer a restaurantes donde los mesoneros están pulcramente vestidos, huelen bien y el propio chef sale a saludarlo. Donde nos dan varios platos de entrada para por fin servirnos la comida principal. A veces me lleva a comer comida rápida. Para mí un total lujo. Me encanta el olor de su carro nuevo. El aroma del aire acondicionado. La textura del cuero de los asientos. El olor de su desodorante. A veces me molesta su voz melosa y cariñosa. Su barba de un día.

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let us share the words of love, for evermore evermore, for evermore Termina de cantar Mercury y la canción no se repite. Estoy feliz porque ya no debo ir. Él sale del baño, huele a su jabón, a su loción para después de afeitar. Se ve contrariado, parece como siempre, sonriente, tierno, pero se nota molesto. En este viaje no me reclamará mi ausencia entre la espuma. Me marcho dos días antes de lo planeado a mi tierra. Él me ruega que me quede un poco más, que disfrutemos, que volvamos a embriagarnos como lo hicimos el fin de semana pasado, me invita incluso a otra ciudad a pasar una semana juntos. Aunque me tienta, yo me niego. Mi novia exige mi presencia. No la quiero mucho, es fea, es resentida, reprocha mucho. Pero ya sospecha. Quiero verla y a su vez no. Pero termino yéndome. Extraño la humedad de una vagina y ya me lo han mamado lo suficiente estos últimos días. Desde mi autobús en la autopista veo el hotel y deseo bajarme. Quiero volver a sus brazos y sumergirme en ese amor tan sincero que él me da. Pero una fuerza que no comprendo me hace desistir. Con voluntad y contra mi voluntad, regreso a la vida que no quiero. Siento un retorcijón. Lo extraño.

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Sacó mi teléfono, le repico y al momento me devuelve la llamada. Voy pasando por la autopista, veo el hotel le digo. Yo estoy aquí, viendo Los Simpsons, extrañándote. Me responde. Y así comenzamos a hablar hasta que pierdo la cobertura por la carretera.

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DanielGonzรกlez

Sonhos quebrados



Vinicius le dijo a su madre adoptiva que quería ser abogado. Llegaría ese día en que mandaría presos a todos los maleantes de la organización criminal que comandaba en el barrio de Macaca. Por su culpa, la policía había matado en una persecución a su mejor amigo. En ese entonces, Paulo sólo tenía ocho años. *** Su amigo no era tan inteligente como él, pero sí era un buen atleta. Corría muy rápido, nadie lo aventajaba y, por esta causa, la organización lo había escogido para llevar “encomiendas” a distintos puntos de la favela. Paulo decía que correría en los juegos olímpicos y ganaría la medalla de oro. En ese momento, Vinicius no sabía que haría con su vida, pero estaba seguro que algún día su amigo cumpliría su sueño.

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La mamá de Paulo había muerto de sobredosis. Ella tenía diecisiete años cuando falleció frente a sus dos hijos, tragándose su propio vómito y con una jeringa incrustada en las venas. La hermana menor lloraba y Paulo, con los ojos fijos en el cadáver, no derramó una sola lágrima. Abrazó a la pequeña y salieron descalzos a recorrer la favela para encontrar un sitio donde resguardarse. Lograron encontrar un albergue estatal para niños. Allí permanecieron por casi tres años. Les daban alimentos, una cama y hasta pudieron ir a la escuela. En ese refugio se conocieron los dos amigos. En cuanto a Vinicius, él quedó solo durante un tiroteo en la favela. Las balas perdidas mataron a sus padres mientras él dormía. Cuando despertó, encontró el infierno rojo en el que se hundían sus progenitores y aterrado salió corriendo de aquella casa para nunca volver. Vagó un tiempo por las calles. Desfallecía de hambre cuando tocó a la puerta del albergue. Estaba deshidratado y cubierto de moretones. Paulo lo levantó en brazos, lo llevó a la mesa, sanó algunas de sus heridas y le obsequió su pan y su leche. No hablaron una palabra, pero encendieron la televisión destartalada y se quedaron mirando juntos los juegos olímpicos que transmitían en diferido.

La hermana de Paulo era una hermosa niña, siempre sonriente, rubia y de ojos celestiales. La pequeña era el deleite de los empleados que los cuidaban en aquel residencial destartalado con el paso de los años. Todos

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jugaban y reían con ella. Uno de los funcionarios era especialmente gentil; la arropaba antes de apagar las luces y le contaba hermosas historias ¡Qué bueno era aquel hombre! Una noche, cuando Paulo quiso despedirse de la pequeña antes dormir, encontró al funcionario besándola en la boca. Tenía los pantalones bajos y sus dedos en el ínfimo sexo de la niña. Paulo le clavó unas tijeras en la yugular.

Esa noche, después de dos años, once meses y catorce días en el albergue, los tres salieron corriendo hasta perderse una vez más en la inmensidad de la favela.

Vivieron en las calles varios meses; mendigando y robando. En un cruce de caminos, en la vorágine del mundo acelerado y el deseo de escapar de un vendedor que los corría por haber hurtado unas frutas de su tienda, se separaron y los tres tomaron caminos diferentes. El único con suerte fue Vinicius. Una mujer adinerada lo encontró tirado en la vereda frente a su casa. Se lo veía sucio y malherido. Lo acogió en su hogar y luego de unos meses de cuidarlo y quererlo, inició los trámites para la adopción. No todos en la favela corrían con esa fortuna. La mujer estaba sola y ese niño le dio un motivo para seguir adelante.

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Una tarde, Vinicius merendaba galletitas y tomaba una chocolatada cuando recordó sus días en la favela y a su amigo Paulo. Como una extraña acción del destino, el niño apareció en la televisión gigante del comedor. Se trataba de un documental de prensa sobre la vida de los infantes en las favelas brasileñas. El cuerpecito de Paulo yacía muerto y cubierto de sangre en la puerta de ingreso a la residencia donde moraban los narcotraficantes. La bofia le había disparado antes de que pudiera escabullirse a pesar de su gran velocidad de atleta de olimpíadas. Los oficiales a cargo del caso no hicieron preguntas, aunque tenían la residencia de los verdaderos maleantes frente a sus narices. Desde ese día, el pequeño decidió que su destino sería estudiar derecho penal y hacer justicia de una vez por todas. Su madre adoptiva pagó sus estudios en universidades privadas y muy pronto se convirtió en un consagrado abogado. Apenas terminó sus estudios en leyes, inició una causa contra la organización. Había llegado el fin de aquellos monstruos. Cuando Vinicius llegó a la puerta del juzgado para presentar evidencias contundentes contra la organización, un niño de unos ocho años se acercó sonriente. A Vinicius le recordó el rostro de Paulo; como si su amigo lo apoyara en su causa desde su estadio entre las nubes. El niño sacó un arma y le voló los sesos de un disparo. Luego, escapó velozmente, como si estuviese corriendo los cien metros en los juegos olímpicos.

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JairGauna

Cetรกceo


Sobre el autor (Venezuela. 1992) Escritor y ensayista, miembro de la Cátedra de Literatura Agustín García desde 2014. Co-fundador del evento literario Enemigos Desconocidos sobre narrativa de horror. Además, investigador y crítico de arte que ha realizado más de una decena de ensayos para instituciones culturales y publicaciones digitales. Finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve “Todos somos inmigrantes” en México (2018).


Del libro inédito “Bestiario del autobús”

Este autobús es el estómago de la ballena, con rincones de oscuridad y penumbra, invadido por butacas mugrientas que han sido tragadas de un solo bocado. Si miro al techo, hay sólo un par de varas largas, de las cuales a veces he colgado tambaleante, resistiendo la aceleración del viaje vertiginoso que me llevará hasta mi destino. A veces percibo una claraboya, en su puertecilla muestra un aviso diminuto en letras rojas salida de emergencia e instrucciones sobre cómo abrir y cerrar, pero los orificios de los cetáceos despiden agua y aire constantemente, en cambio, esta salida nunca ha estado abierta ante mis ojos. Si miro al piso, puedo apreciar las repeticiones de la lámina metálica, mientras que en los días de lluvia hay pisadas de barro y algunas hojas secas que se han colado y se resisten a regresar a la calle. Otros días he visto cómo un niño pequeño vomita, ensuciando las suelas de los miles de zapatos que pisan los líquidos hediondos sin siquiera percatarse. Pero también he visto caer conos de helado, trozos enteros de un pan recién salido del horno, y he tenido que aguantar las quejas del dueño, quien culpa al conductor por la pérdida de su bocado. A veces

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una bolsa plástica, evidente desperdicio, vagabundea bajo los asientos hasta dar con el pasillo, una mano desconocida la toma y la arroja por la ventana. «Es como lanzar más agua al océano» me detengo a pensar y sigo leyendo un libro. Si detallo las butacas, veo que es posible que nunca las hayan lavado. Donde a veces reposan las manos que ansían sostenerse, ahora sólo hay manchas marrones o negras, suciedad atrapada por meses, alimentada por las múltiples víctimas que sufren la aceleración y el frenado contundente. Prohibido comer, prohibido fumar, el mantenimiento de la unidad depende de usted, se lee con dificultad en el reverso de los asientos, parece que esas letras han estado allí por un milenio y ningún arqueólogo las ha remarcado con pintura blanca. Pero claro, soy un idiota, ¿quién pintaría en el interior de una ballena? ¿Quién se atrevería a lavar la tapicería sin temor de perderse en los intestinos? Sobre esos asientos, miles de culos han expedido pedos, han vaciado las verijas sin poder aguantar hasta llegar a algún baño. Conoces el verdadero asco cuando antes de sentarte, descubres una mancha húmeda y entonces te niegas a tomar asiento, sólo que alguien, pensando que te ha ganado en el juego, se sienta y no parece importarle la humedad del cojín. A veces presiento que las humedades de estas superficies, corresponden a los líquidos estomacales de esta bestia, tratando de asimilarnos en su interior, ignorando que fácilmente podríamos romper el vidrio de emergencia, y escapar raudos de sus entrañas.

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JhoselynAcosta

Memoria azul


Sobre la autora (Cumaná, Venezuela. 1989) Creció en una familia amante de las letras y de los libros, residenciada a 33 kilómetros de la ciudad de Cumaná, en la población de Cumanacoa. Se relacionó a temprana edad con la escritura, participando en actividades literarias durante su formación básica. Inicia estudios universitarios en la Universidad de Oriente, núcleo de Sucre. Participó en el concurso Semana de la lengua en el año 2015, organizado por la Escuela de Filosofía y Letras en la mencionada casa de estudios. Alcanzando el segundo lugar en el género poesía, con el poemario Mutaciones. En el año 2016 obtiene la licenciatura en Educación Mención Castellano y Literatura. El mismo año publica tres poemas en la sección Papel literario del diario El Nacional. Recientemente colaboró con la tercera edición de la Revista Awen, con el cuento titulado Círculos. Continúa participando en concursos literarios organizados por editoriales venezolanas e internacionales, consolidando sus creaciones en vivencias personales y en la cultura de su pueblo natal.


La vida siempre fue buena entre aquellas montañas que aún recuerdo. Cierro los ojos y el aroma de la tierra mojada me invade, añoro el monte salpicado y la brisa fría que nos bañaba y nos hacía sentir únicos en el mundo. Recuerdo los truenos y los relámpagos que adornaban el cielo, como si Dios bajara a hacernos una obra de arte. Mamá preparaba café y mi papá lo bebía como si bebiera un brebaje mágico que le devolvía la sonrisa. Mis hermanos jugaban en el barro y los gritos de mi mamá se hacían eco en toda la casa: “muchachos, vayan a bañarse al pozo, ya va a caer la noche.” Mis hermanos y yo nos íbamos por el camino que nuestros pies marcaron por la rutina y llegábamos al pozo azul después de unos minutos de caminata. Yo le temía al pozo gracias a los cuentos fantásticos que mis hermanos me contaban, ellos decían que el pozo no tenía fondo, que si me dejaba llevar por los brazos de la corriente jamás volvería a la superficie. Mamá me decía que todo era cuento de muchacho ocioso, que no les hiciera caso y me bañara tranquilo. Me sentaba en una piedra a observarlos nadar y jugaba con la tierra suelta en un intento de arquitecto medieval. Así el tiempo pasaba, me lavaba los pies y

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volvía a casa igual de sucio e ingenuo. Cenábamos bajo la luz de la luna, admirando la música de la naturaleza nocturna. Nos íbamos a la cama felices por tener una vida así, carente de tantas cosas pero desbordante de tesoros que solo a mi familia y a mí nos pertenecían. Papá se iba a trabajar aun cuando el sol ni siquiera pensaba en asomarse. Mamá lo acompañaba y le preparaba el desayuno para que tuviera fuerzas durante todo el día. Y así la vida fue escribiendo mi historia, sin patrones, sin ornamentos y sin ir más allá de esas montañas que siempre creí nuestro refugio. Me sentía dueño del verde y del azul que nos cubría a diario, la rutina era fantástica y soñábamos en común, sin malicias, sin fantasías absurdas. Siempre tuvimos los pies cubiertos de esa tierra negra dada para la cosecha y para la cría de animales, siempre fuimos campo, vida y orgullo. La muerte nos huía, pocas veces llegaba de visita y cuando llegaba rodeaba nuestra casa y se hospedaba en casas vecinas. Desde mi habitación escuchaba el llanto de los desdichados familiares que debían despedir a un ser querido. Nunca quise imaginar lo que ellos sentían, nunca me puse en sus zapatos, creí ciegamente en nuestra suerte y contaba con una vida eterna que poco tiempo después se convertiría en la más cruel de mis decepciones. La inocencia que reinaba en nuestras almas nos protegía de la realidad, nunca entendimos qué sucedía aquella noche fatídica que jamás olvidaríamos. El lamento de mi madre en un rincón de la casa, el llanto de mi hermana y la violencia de los desconocidos entrando a la fuerza a nuestro hogar, pintó el cuadro más irracional que destruiría para siempre nuestra serena vida. El poder, la traición y la injusticia entraron en mi

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Jhoselyn Acosta • Memoria azul

hogar en forma humana, con manos de piedra y corazón de acero. Destruyeron todo cuanto quisieron y dejaron a su paso un reguero de angustia y desolación. Mi padre huyó por su vida, él era uno de los tantos perseguidos con intenciones de cegar. Condenado por ser libre de alma y pensamiento, acusado de rebelde y traicionero, seguían sus rastros con perfecto olfateo. Quedamos solos, incompletos, ignorantes del futuro que nos aguardaba y con miles de preguntas que ni siquiera el tiempo ni Dios han respondido. Fue la peor de las noches, el temor reinó y el cielo estaba más oscuro que nunca. En la lejanía se escuchaban detonaciones, gritos y perros que ladraban hacia la espesura del monte. Mi madre preparaba la cena con el destilar su alma, mi padre siempre lo fue todo y para ella era su universo. Comimos sin percibir sabores, todos nos sentamos al lado del fuego para calentarnos de tanto sobresalto y así se escurrió la noche gota a gota, cayendo una a una las estrellas en nuestro patio. Los destellos iluminaban el cielo, mientras algunos lloraban y temían, otros celebraran gozosos la victoria de sus batallas. En los alrededores se respiraba desesperación, el nuevo día no trajo consigo nuevas oportunidades. La señora Eugenia sollozaba en los hombros de mi madre, relatando con dolor la desdicha que vivió don Matías, su esposo, cuando fue llevado a rastras hacia la oscuridad de las montañas. —Un hombre fornido, con cara de odio, creyéndose un dios o un demonio, se lo llevó, comadre. —Llore, Eugenia, límpiese por dentro. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Estamos solas, con los muchachos asustados y sin poder salir de este campo. Escuché que en el pueblo y en la ciudad la tragedia es más fea.

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—Se lo llevaron arrastrado en las rodillas, pobrecito, ya debe estar muerto. Y si no es así, el orgullo lo debe tener agonizando en alguna zanja. Esta vez la muerte nos visitó a todos, llevándose en su equipaje las almas de los martirizados y las nuestras, los que quedamos en las sombras con los brazos vacíos. Teníamos el corazón hinchado, los oídos cansados de escuchar tanto infortunio, aunque quisiéramos vengarnos no podíamos. El enemigo no tenía cara, ni cuerpo que atravesar con los machetes de los campesinos muertos. Solo nos quedaba llorarle al cielo, esperar un milagro y seguir viviendo como ya sabíamos hacerlo, sin planes. Carlitos, el hijo de don Matías creyéndose superhéroe, en la madrugada del día siguiente se escapó de la casa. Dejó una nota donde explicaba sus planes de ir detrás de las huellas de su padre, quería vengarse o simplemente huir. Subió a su vieja bicicleta y se fue nadie sabe adónde. Eugenia enfermó de tanta tristeza, mi madre la visitaba, le llevaba su café milagroso pero ni siquiera este le despertaba la vida. La soledad le absorbió las energías, le contagió la sangre y murió un año después en su cama de años, la que siempre compartió con don Matías. Mi valentía no llegaba a tanto, no podía desprenderme de mi madre y de mis hermanos. Debía seguir vigilante, cargado de insomnios, alerta de otro ataque. Los años siguieron su curso pero en mí los días no habían transcurrido, seguía viviendo en el filo de la navaja y en las botas pesadas de los hombres destrozando la cosecha aquella noche, las que marcaron para siempre nuestras vidas. Muy guardado en mis entrañas creí ciegamente que volverían, nunca dejé de esperarlos.

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Jhoselyn Acosta • Memoria azul

Mi padre se convirtió en un recuerdo y volaba en las alas de los papagayos, en los aviones de papel y navegaba en los barquitos deshechos por la lluvia. Siempre lo imaginé descalzo entre la cosecha, danzando entre los cristales de caña de azúcar, con un bastón de madera y sombrero de cogollo. Mi hermana Luz, la artista, lo dibujaba de traje y sonrisa amplia, como si nunca le hubiese dolido un hueso. Mi madre siempre lo lloró, aferrada a una fotografía roída por los años, amarillenta, casi borrada de nuestra vida y de la memoria. Mis pies seguían los pasos del pasado, recorriendo los buenos caminos, los que conducían al pozo azul. Una tarde calurosa de abril decidí tomar un atajo, me introduje en la maleza picosa y deseé cambiar el rutinario camino de mi infancia. Como si la vida misma me llevara de su mano hacia otro destino, pero estaba allí, en el mismo campo, con el sol de siempre golpeándome los hombros nostálgicos. Descansé el peso de mi cuerpo en la corteza de un viejo árbol y me distraje con las hormigas que se alimentaban de un mango blando. A mis espaldas el crujir de hojas secas me anunció la llegada de alguien, estaba tan cerca de mí que podía escucharle la respiración y percibí el soliloquio de quien conversa con sus pensamientos. Volteé la mirada inseguro de aquella presencia pero curioso de descubrirle el rostro. Ante mí, como una de las pinturas de Luz, estaba él: traje oscuro, bigote poblado, sin señas de años muertos ni cansancio. Mi padre, tan real que quise abrazarlo y reclamarle la ausencia. Solo me sonrió con la misma sonrisa amplia del lienzo, me encandiló con la mirada y me extendió una ramita verde que se me hizo imposible tomar. Segundos después murió cuando los rayos del sol se pronunciaron, atravesándole la espalda y el

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pecho, sangrando calor, campo, tierra negra. Corrí sin detenerme, con la boca seca, ahogada en palabras que no sabía articular. Llegué a casa exhalando ilusiones rotas, fantasías, fantasmas. Con voz quebrada le grité a mi madre a través de la ventana: —Papá volvió, está aquí, volvió. Vayan por él, está cerca del pozo, en la mata de mango. —No te juegues con eso, muchacho, ¿Qué locuras dices? —Lo vi, vieja, lo vi clarito, está esperando que vayan por él. Mis hermanos salieron hacia donde les indiqué, con los ojos bien abiertos, esperando hallar lo que con tanta seguridad afirmé. Pronto volvieron temerosos de mi locura, culpándome de despertar en todos ilusiones malsanas. Mi padre no está, nunca estuvo, lo soñé. Sentí que un sudor helado bajaba de mi frente, la vista se me ennegreció y caí de bruces en los pies de mamá. Todos afirmaban que había enloquecido, padecí por varios días fiebres altas y alucinaciones constantes. Papá siempre me visitó, mostrándose en todas sus versiones. Un día era un niño que solo se sentaba a jugar a mis pies sin decir palabras, al día siguiente era un adolescente tan igual a mí que parecía un reflejo en el agua. Otro día era el mismo de traje y ramita verde, desde entonces siempre lo veo. Cada día, sin falta, sin mencionárselo a nadie, estaba consciente de mi locura y no era necesario que nadie me lo confirmara. Aprendí a vivir con su presencia, acostumbrándome a su mejor versión, la que me susurraba en el oído: «El cielo está hecho de cristal, hijo, yo siempre los observo».

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Jhoselyn Acosta • Memoria azul

Desperté atormentado, en un charco de sudor, con los latidos del corazón haciendo ecos en los rincones de la casa. Una vez más estaban ellos en mis pesadillas, rompiéndonos en pedazos, pero esta vez no era mi padre la víctima. Me habían tomado de los pies y arrastraban mi cuerpo por las piedras filosas, cuando el alma había abandonado mi cuerpo me lanzaban al desfiladero. En el fondo temibles bestias devoraban las carnes y saciaban su hambre con lo que quedaba de mí. Salí a calmar mis pensamientos, la noche estaba serena, silenciosa, miré mi reflejo en una palangana de agua y, detrás o a través de mí, vislumbré llamaradas que salían de la nada, haciendo dibujos en el cielo. Entré a casa, cerré la puerta de un tirón, me escondí debajo de la ventana y vigilé por las rendijas de la madera tostada hacia la negritud del monte. Al instante, observé a un hombre corriendo sin dirección, mirando a todos lados, con la muerte maquillándole el rostro. Se sumergió en la noche sin dejar rastros que pudieran seguirle la pista, más tarde, la serenidad había cesado. Gritos, pasos apurados y detonaciones se escuchaban en las cercanías, yo seguía vigilante pero sin mover un músculo. Tristemente me había convertido en un cobarde. Mi cobardía me llevó a hacer lo que juré que nunca haría, preparé una maleta con mi ropa y decidí marcharme lejos de mis tormentos y de mi locura. Habían transcurridos dos años desde que mi padre había desaparecido, yo seguía viviéndolo, todos seguían viviendo a sus muertos. Algunos los sufrían como yo, negados a la fatalidad de sus ausencias. Besé a mi madre en la frente, a mis hermanos y emprendí mi viaje sin destino. Estaba consciente que llevaría mis demonios conmigo y que en el recorrido hallaría otros dispuestos

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a hacerme compañía. Aun así, quise correr el riesgo, era necesario, debía abandonar la fosa que había cavado para sepultar mi cordura. La situación sería la misma pero en otra dirección, lo sabía, pero debía salvarme, estaba convirtiéndome en mi propio verdugo. Dejé mi vieja casa, mi gente y me perdí en el horizonte polvoriento junto a otros deshechos como yo. Mi padre no daba pasos lejos de nuestras tierras, sabía que iba en sentido contrario a sus costumbres, sin embargo, continué el viaje hacia la ciudad. Éramos muchos los cansados, los mutilados, los que ingenuamente seguíamos creyendo en una vida distinta kilómetros más adelante. En un camión estruendoso, frente a mí, un joven cabizbajo hablaba entre dientes, mordiendo las palabras y llorándolas como nube aguada. Tenía ensombrecida la mirada, vestía pobremente y llevaba de equipaje sus zapatos rotos, los responsables de su semblante. Mi compañero de asiento se dirigió a mí con un golpecito en el hombro, notando mi compasión ante aquella escena que se me hacía familiar. —Se le rompieron los zapatos al pobre diablo, sabrá Dios qué irá a hacer cuando lleguemos. Le tocará caminar descalzo, con tanta calentura respirando el asfalto. Le respondí con la mirada, asintiendo con un gesto compasivo. Interesado en seguir su charla sin respuesta de mi parte, continuó. —Al niño este le quemaron el rancho anoche. Tratamos de ayudarlo pero no pudimos, agarró candela rápido. Estaban buscando al hermano, un revoltoso, un bueno para nada que se la pasa buscándole pleito a los grandes.

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Sus palabras resbalaban por el vidrio sucio y caían al suelo rompiéndose en pedazos. Mi mirada seguía estática en los zapatos rotos y en las lágrimas de quien se parecía tanto a mí en la suerte. Nos detuvimos en una alcabala minutos después, bajamos todos cumpliendo órdenes, nos revolvieron el orgullo y nos humillaron revisando nuestras escasas pertenencias. El jefe se dirigió al de pies descalzos, acentuando su nerviosismo y mala suerte. —Joven, ¿dónde están sus zapatos? No me diga que se le fueron corriendo por ahí sin su permiso. —Se me rompieron, señor, tuve que correr por el monte y no aguantaron tanta piedra suelta. —¿Acaso eres uno de esos rebeldes que andamos buscando? Porque que yo sepa, mi amigo, por el monte solo andan los fugados. —No, mi señor, por favor, no. Yo solo buscaba a mi hermano, se lo juro. —Martínez, póngame a este en zona roja. Averigüe el nombre del fulano hermano y si es fugado me los condena a los dos. A uno por no amar su tierra y a este por dársela de inteligente. Fue llevado a la fuerza, como a todos, cargando en sus hombros culpas sin nombres e injusticias. El resto de los afortunados, creía yo, regresamos al camión impregnados de dolor ajeno. A través de la suciedad de mi ventana despedí al joven con el alma rota y lo lloré durante todo el camino. Como si ese, el que dejaba en la oscuridad de la incertidumbre, llevara en sus venas mi sangre, la que posiblemente mancharía sus pies descalzos más tarde.

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Seguimos nuestro camino hacia la ciudad, el olor a tierra mojada, a fogón encendido y a monte salpicado quedaron atrás. Todas las almas que me acompañaban contaban una historia, algunas tristes, otras pintorescas, yo decidí guardar la mía en mi equipaje y no contársela a nadie. Detuvimos la marcha tantas veces más, subieron nuevos pasajeros y ocuparon asientos vacíos. Una anciana de ropas sucias y malolientes señalaba y regañaba con desdén a una mujer que comía una hogaza de pan dejando caer migajas al piso sucio y oxidado. Esta sin vacilar las recogía una a una y las devoraba con su boca carente de dientes sanos. Limpiaba sus manos llenas de mugre en el delantal y reía a carcajadas en su universo de fantasías, divorciada de la cordura. La radio ronca me distraía de mis pensamientos, se escuchaba con dificultad un caballo galopando en la llanura y una voz imponente relatando una hazaña heroica. Mi compañero y sus golpecitos en el hombro, las alcabalas constantes, el hambre, el sudor empapándome la frente y el cuello, hicieron de mi viaje una total travesía. Logré conciliar el sueño un instante, apoyado del vidrio que me golpeaba la cabeza en cada zambullida del desajustado camión. Los brazos de un mal sueño volvieron a atraparme, esta vez estaba de pie frente al pozo azul, admirando su color profundo, puro, misterioso. De pronto, mis piernas y brazos se debilitaban y caía en el pozo sin fuerzas para defender mi vida, dejando hundir mi cuerpo hasta su fondo. Sin pelear, sin mover un músculo, las aguas me atrapaban y me dejaba llevar por sus corrientes, nunca más volvería a ver la luz. Me dejé morir en sus brazos, entregándome a un sueño eterno. Mi fiel compañero me despertó con euforia, sacudiéndome como un muñeco sin vida.

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Jhoselyn Acosta • Memoria azul

—Hasta aquí llegamos, compadre. ¿Quiere seguir usted montado en esta carcacha? Cuando ande por ahí abrace bien su maleta, nunca se sabe quién se puede antojar de lo ajeno. Se despidió con su representativo golpecito en el hombro y estrechó mi mano con entusiasmo, como a quien le espera la felicidad a la vuelta de la esquina. Me alejé 600 kilómetros al sur de mi cuna, dejé atrás raíces y recuerdos en portarretratos antiguos. Traje conmigo sus nombres y sus rostros aún frescos en la memoria, mis tesoros y mi único equipaje. Llegué al atardecer a una gran ciudad de brazos cerrados que no supo recibirme, sentí escalofríos cuando no reconocí mi reflejo en una vidriera. Sin mi gente sentía el pecho vacío y el peso en los hombros hundiéndome en el asfalto. Conocí la soledad, la que duele en el alma, rodeado de personas que no me conocían, rozándome los hombros sin pronunciar saludos. Me enfrenté al tráfico y al ruido ensordecedor de sus cornetas rotas, al paso apurado de desconocidos y a la arquitectura altísima sin riachuelos. Tan lejos de mi polvoriento rancho me sentía egoísta, perverso, dejando la piel morena en cada zancada, sin rastros de mi padre. Me creí valiente y continué dando pasos, ya no recuerdo si gateaba o corría hacia la nada. La multitud me rozaba y nadie volteaba a verme, yo me disculpaba por mancharlos con la negritud de mi alma que imitaba un rompecabezas. Llevaba mi equipaje a rastras e ignoré que un nombre bonito se me había escapado por el bolsillo lateral. El bolsillo que jamás reparé y el que siempre desperdició mis más bonitos recuerdos. Mi maleta se vaciaba en cada paso y me dolía el brazo derecho por el peso a cuestas. Aun cuando se había desvestido de todo lo que por egoísta la hice abrazar, sentía que su peso se

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incrementaba. Llegué a una parada de autobuses y reposé mi cansancio en la pared agrietada por tanta urbanidad. A mi lado un sujeto de rostro conocido llamó mi atención, se parecía a mí, copiaba las mismas facciones, los mimos ojos y la tristeza que creí que solo me pertenecía. Quedé perplejo mirándolo sin parpadear, como quien mira un fantasma, una atrocidad, una locura. Mis músculos quedaron paralizados y no pude articular palabras o movimientos que me ayudaran a enfrentar a ese extraño reflejo mío. Un niño desprolijo me hizo despertar con su inocente rostro sucio y hambriento. Señor, tengo hambre, hace mucho no pruebo bocado. ¿Podría comprarme algo de comer? Desvié la mirada de sus ojos lastimeros por un instante y noté mi peor tragedia, la maleta con su peso había desaparecido. Desesperé en su búsqueda, corrí de un lado al otro sin suerte de hallarla y, en la lejanía, apenas agudizando la mirada vi a mi reflejo llevándose lo que quedaba de mí. Grité para que se detuviera mientras corría hacia su dirección, pero fue inútil. Subió a un vehículo y se marchó hacia un destino que desconozco. El niño harapiento seguía mis pasos insistiendo en que le saciara el hambre, sentí que mis fuerzas se desvanecían, apenas logré rozar su mano mugrienta e infantil. Ya no era nadie, alguien se llevó mi vida, dejándome solo la memoria azul.

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ManuelRoblejo

Una bandera para el general


Sobre el autor (Bayamo, Cuba. 1982). Poeta y narrador cubano. Una de las más auténticas voces de la llamada “generación cero” de la isla. Agudo cronista de la realidad de la Cuba “profunda”. Especializado en la literatura para niños y jóvenes. Ganador de diversos premios nacionales e internacionales, entre los que sobresalen la Primera Mención Honrosa en el XIII Concurso Literario “Gonzalo Rojas Pizarro” de cuento, Chile, Febrero, 2016; Finalista del Premio Internacional de Poesía “Hispaletras 2016”, Panamá, 2016; Finalista en el Premio Internacional de Cuentos “Gabriel Miró”, España, 2016; Primer Premio VIII Concurso Literario “Relatos Asombrosos”, Argentina, 2016; Mención Especial del Premio Nacional “Emilio Ballagas” 2016 de Cuento, Cuba, 2016; Primer Premio en el Concurso de Cuentos “Carmen Rubio”, Cuba, 2016. Premio Nacional de Literatura Infantil “Félix Pita Rodríguez” 2017, Cuba, 2017. Sus relatos y poesías han sido publicados en antologías en países como España, Argentina, EEUU, Chile, Venezuela y Cuba.


José Quintino despertó con la única certeza de que seguía siendo un negro. Y no un negro “clarito”, o un mulato como el General Antonio; sino un negro retinto, viejo, medio rengo y sin un quilo en los bolsillos. José Quintino despertó pensando en el dolor que le causaría el ponerse las botas nuevas que le había regalado el hombre de los jabones en aquellos pies acostumbrados a la libertad de la tierra y de la yerba. José Quintino despertó pensando, la verdad, en que valía menos que los diez jabones Candado que tenía que vender ese día; trató de llorar, pero no pudo. Se vistió con el viejo uniforme de general, que desde lejos se veía bien, pero si dejaba que la gente se acercara mucho corría el peligro de que notaran los agujeros de polillas en el cuello y en las mangas; pero le daba más vergüenza el cuello, donde se encontraban las estrellas que lustraba con saliva todas las mañanas. Y mientras acariciaba las estrellas, una a una con el dedo índice de la mano derecha, recordó aquella muchacha que se le había resistido, hacía más de cincuenta años. Las mujeres deberían saber lo mucho que provocan, y darse su lugar; así uno nunca tendría que

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pedir disculpas. Total, ahora, a pesar de todo aquello, tenía un cuerpecito joven a su lado, para calentar aquellas noches de pesadillas, cuando recordaba cómo se le había roto el machete y había tenido que romperle la cabeza a un “pañolito” con la suya propia, en un golpe seco, que el flacucho ibérico no soportó. Al final fue que lo hicieron prisionero, al “pañolito”, pero, si aquella guerra se estaba librando para salir de la pobreza, habría que ver quienes llevaban más razón. Por eso le dijo “corre”, y luego disparó al aire, mientras todo el mundo se reía y le buscaba la risa a él, y el hombrecito desaparecía río abajo. Sin embargo sentía asco por los voluntarios cubiches. A esos sí que no se la perdonaba, sentía tanto cargo de conciencia al arrancarles la cabeza como cuando sacaba una cabeza de ajo de la ristra. Era por eso que lo respetaban, coño; porque si no se lo hubieran comido vivo desde el primer día. José Quintino tocó a la puerta de una casa donde parecía que podían costearse un jabón Candado. La doña salió, y él trató de recitarle la propaganda que le había dicho el comerciante, pero la lengua se le enredó, como los dedos, cuando trataba de firmar y solo podía hacer las tres x en el papel. Y no era porque no supiera leer y escribir, porque allá en la prisión de España lo habían enseñado: era cuestión de costumbre, como andar descalzo o hablar con la ñ; ya ni su boca, ni sus manos, ni sus pies soportaban el peso del nuevo siglo. De todas formas la doña al final no compró nada; aunque sí lo despidió con un “disculpe, General” que lo hizo sentirse orgulloso y alzar la barbilla, mientras se iba sin insistir. Era raro, porque insistir siempre había sido su problema. Dos veces se tuvo que quedar callado, por

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Manuel Roblejo • Una bandera para el general

terco y por bruto; una ante el General Maceo y otra ante Gómez. Lo de Maceo fue cosa de compadres, porque él lo conocía bien, y sabía que José Quintino se queda peleando diga quien diga que hay que retirarse. De lo de Gómez no quería ni acordarse, porque no se necesitan botas para mandar encima de un caballo. Pero al final todas estas cosas las había entendido, porque ahora es que se había sentido en el pellejo lo que eran las verdaderas traiciones. El mundo de las traiciones: allí vivía ahora. A este paso tendría que volver al carro de basura. Y no era que el trabajo le diera vergüenza, porque ganarse los pesos de manera honrada nunca debe darla. El problema era que el mismo Presidente le había prometido un puesto en el Ministerio de Sanidad, y al final había acabado arrastrando un carretón mugroso; porque si había una cosa que no soportaba José Quintino era la mentira. Por eso se la había arrancado a unos cuantos. Y en defensa de eso había salido a favor de los otros dos presidentes, sin apenas conocer a ninguno. Al primero le había tocado vivir lo que él ahora, a pesar de que había sido blanco y rico. Al segundo nadie lo conocía, sin embargo en su pelotón todo el mundo se fajó para recuperar el cuerpo cuando se lo mataron a Gómez; así de tanto impresionaba. Es curioso cómo cambian los tiempos. Dicen que una vez su compadre Maceo le había comentado a otro General blanco que solo con el nombre de Quintino él tomaba La Habana, porque los “pañolitos” se habían entrado a tiros entre ellos solo por pensar que era él el que venía, pero no era él. Lo que sí era seguro es que si hubiera sido él todos los tiros del mundo no les hubieran alcanzado para quitarse a la guadaña del cuello y de la cabeza, porque cuando un blanquito de aquellos veía un

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machete que se le venía encima se le olvidaba que tenía un dedo índice. Así de tanto lo respetaban. Sin embargo ahora había tenido que soportar el hecho de que nadie le hiciera caso. No tanto era la cuestión de los jabones y de la basura; era que no le hacían caso, coño, y a José Quintino había que hablarle mirándole a los ojos. Al mismísimo Presidente nuevo le había roto su limosna en las narices; no se la iba a cantar cualquiera. Claro que después de eso la cosa se le había puesto mala. Él sabía que lo andaban vigilando; por eso y por hablar donde quiera de las mentiras y del engaño a los veteranos. Muchos callaban, o se habían ido a guataquearles a los industrialistas, o se habían convertido en bandidos; pero no José Quintino. Nunca ni le robó, ni le rogó por un peso a nadie, y no iba a comenzar ahora. Por eso cantaba las cuarenta aquí y allá, y donde quiera que la gente que andaba preparando la “cosa nueva” le pidiera que hablara. Porque todavía su nombre servía para despertar a los más jodidos, eso sí. Tan jodidos y cansados como él, que ya orinaba cada veinte minutos. Por eso, porque aquella tarde iba a hablar en el parquecito, fue que entró en la barbería. Llegó incluso a sentarse, y a pedirle al barbero que lo pelara y le recortara la barba. Lo que pasa es que ellos no tenían el cartel colgado en la puerta. Y cuando el gordo aquel le dijo que él no pelaba negros toda la mañana se le vino encima, y toda la sangre de su cuerpo se le acumuló en los ojos. Se sintió realmente como mucha gente se lo imaginaba en la segunda guerra: con un aro en la nariz, en taparrabos y con una inhumana sed de sangre. Las tijeras y los peines volaron por el aire, y un golpe seco al mentón del barbero le vino a recordar a los que miraban el espectáculo que los setenta años de José Quintino

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Manuel Roblejo • Una bandera para el general

todavía le cambiaban el nombre a cualquiera. Luego, ante el silencio de la gente, recogió su sombrero, se limpió el polvo de los grados y se fue. Cuando su tocayo José María, aquel muchacho de dieciocho años que se quería comer el mundo, vino a decirle “¡Quintín, vienen a meterlo preso!”, él supo que realmente venían a matarlo. ¿Qué iban a hacer con un negro viejo de setenta años preso? Iban a matarlo, pero todavía él tenía su nombre y salió, apartando al muchacho, a hablarles a los oficiales. En la puerta lo esperaba un pelotón de la guardia del gobierno. Uno de los muchachos que estaba más cerca lo miraba, tembloroso. Lo recordaba bien: él mismo lo había ascendido a teniente en la última guerra. Él lo recordaba bien, y el muchacho igual; por eso temblaba tanto, porque lo recordaba y su nombre todavía le ablandaba las rodillas. ¡Muchacho, caray! Todavía seguía con un fusil en la mano, y sintió que, de alguna manera, ese muchacho había logrado sobrevivir. En otro tiempo le hubiera dado asco; sin embargo algo de ternura le llegó a la garganta, y recordó aquellos tiempos de niño, cuando dejó los hornos de carbón para tomar un fusil igual. La culpa no era del muchacho; era de la era que le había tocado vivir: la era de las traiciones, y serían pollitos como él los que se darían cuenta del engaño, y lo combatirían mañana, descalzos, a tiros, a machetazos, con los puños o con golpes de cabeza si fuera necesario. Sintió tranquilidad; iba a decirles algo. Pero el muchacho fue el primero en disparar, luego cuatro más dispararon, y luego todos. Mientras aún se sostenía sobre los pies, botando sangre por todos lados y negándose a caer sobre el portal sucio y ante los gritos de su mujercita, que no dejaba de gritar que no y que no, histérica, los que no llevaban fusiles lo hicieron pedazos,

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por aquí y por allá, por todas los lugares que cubría su uniforme corroído por el tiempo y las polillas, a golpe de machete. José Quintino no sintió dolor. ¿Qué dolor le faltaba por sentir? ¿De tiros y de machetazos? No joroben. No jodan, coño. Y sí, cayó, y lo metieron en un cajón de basura. Y sí, cayó, y lo treparon en un carretón de repartir carbones. Y sí, cayó, y lo enterraron en una fosa común. Todo eso es verdad, verdad que cayó. Pero a esa misma hora toda la gloria del mundo no brillaba en granos de maíz, sino en los pobres basureros; y encendía su decoro con carbón de marabú; y se arrastraba, recién nacida, por las paredes de las fosas comunes en los cementerios perdidos. Alguien desconocido pidió una bandera. “Traigan una bandera de las viejas para el general de las tres guerras”, dijo, “hoy no se puede, pero mañana iremos por el cuerpo”. Porque era que con eso mañana le bastaría a la tumba de José Quintino Bandera. Y mañana, eso seguro, todavía su nombre bastaría también.

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MarCorrea

Cuento amazรณnico


Sobre la autora (Sevilla, España. 1961), cursó estudios en la Universidad Complutense de Madrid y ha ejercido como periodista desde 1983. Aunque ha colaborado en medios de radio y televisión, su labor profesional la ejerció en el diario ABC durante tres décadas, centrándose en la información política, la crónica parlamentaria y los artículos de opinión. Al margen de su pasión por la literatura y el cine, ha estado estrechamente vinculada a organizaciones no gubernamentales, llevando a cabo proyectos de cooperación en El Salvador y Nicaragua; es gran aficionada a la fotografía, donde ha recibido premios de ámbito nacional; y entusiasta feminista, lo que le llevó a publicar en 2007 un ensayo sobre los cambios sociales auspiciados por la liberación de la mujer titulado “El príncipe azul no vive aquí”. Cuentista por naturaleza, el relato y la leyenda se han convertido en su vocación literaria donde a día de hoy vuelca ese deseo innato de escribir sin descanso.


El delfín rosado del Amazonas es el único animal que se encuentra en peligro de extinción por culpa de los celos. El bufeo, como le llaman los indígenas, es una criatura mágica, mitad deidad mitad hombre, que abandona las oscuras aguas del rio gigante las noches de luna llena y seduce a las mujeres de los poblados ribereños con su mirada azul y su porte fascinador. Las jóvenes quedan hechizadas por su modo de bailar, de moverse, de abrazar y, cuentan, que a las que no secuestra bajo las aguas, las enamora y las deja embarazadas. Panamá, un mestizo de Pucallpa, aseguraba que los varones encierran a sus mujeres esas noches preñadas de luz por miedo a perderlas para siempre y que a veces, locos de furia, emprenden la caza del delfín para vengar la desaparición de sus esposas. Sentados en su cabaña una de las tardes en las que el cielo le presta todas las tonalidades del ocaso al gran río, Panamá me contó la historia de Carmen María. Hija de un cauchero, séptima de una prole de varones, nació y se crió en la selva. Como el resto de sus hermanos, nunca fue a la escuela, no sabía lo que era una radio ni un libro, ni una sábana ni una pelota; todos sus conocimientos

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se basaban en lo que la naturaleza le enseñaba cada día: distinguir entre las ruidosas conversaciones de micos y loros la pisada acolchada de un jaguar, descubrir en el lodo la sinuosidad silenciosa de una anaconda, mirar más allá de las ramas para no pisar la madriguera de una tarántula o adivinar una tormenta mucho antes de que el cielo se oscureciera. Aprendiz de las tareas de la casa desde muy niña, lo que más le gustaba a Carmen María era esperar el bote a la orilla del río de la mano de su madre y viajar al mercado de Pucallpa, a siete horas de navegación del seringal donde su padre y sus hermanos ordeñaban los enormes árboles de hevea para extraerles esa leche blanca que, una vez ahumada y convertida en bolas de látex, los caucheros cambiaban a los patronos por comida, cuchillos, munición y, a veces, algún medicamento contra la malaria. El mercado era fascinante para Carmen María, no sólo por su escandalosa rutina y sus colores brillantes, sus fuertes olores o la variedad de productos desconocidos, sino porque fue el lugar donde por vez primera escuchó música, un sonido armónico y cadencioso que la impulsaba a seguir el ritmo como el instinto inspira a un pájaro a volar. Carmen María aprendió a tararear, aunque no fue capaz de retener melodía alguna, y los animales se acostumbraron a escucharla inventar armonías dispares por los senderos verdes de la selva. Al atardecer bajaba a la orilla enfangada del Amazonas y, entre nenúfares florecidos de lirios, se extasiaba con el baile de los bufeos de aletas tan rosadas como el crepúsculo que se acercaban atrevidos a sus pies descalzos para invitarla a jugar. Nunca contó a su madre que un delfín, el más hermoso de los que nunca había visto, la enseñó a cantar. Era una melodía animal y primaria, tan envolvente y

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Mar Correa • Cuento amazónico

mágica, que hasta los caimanes que pueblan las riveras quedaban paralizados al escuchar. Carmen María acudía al anochecer y, bañada de luz dorada, acariciaba la potente cabeza del bufeo rosado que cada día le regalaba una sinfonía de cantos cautivadores que hacían bailar sus pies. Por alguna extraña razón, la niña nunca hizo trinar su voz delante de sus hermanos, ni de sus padres, ni siquiera se atrevía a hacerlo de día o cerca de la cabaña. Sólo cantaba de anochecida, sólo junto al río, sólo junto a él. Para la primera menstruación, Carmen María tenía ya designado un hombre como marido. En este rincón perdido donde la estadística es de una mujer por una veintena de hombres, los matrimonios no se discuten, ni se espera al amor, ni a la pasión, simplemente se destinan las vidas para asegurar la procreación. La pequeña fue tan esperada que antes de soñar su destino ya tenía dibujado el futuro, idéntico al de su madre, y al de la madre de su madre. Mujeres fortaleza en un lugar salvaje y aislado que mueren ancianas antes de cumplir los 40 reventadas de partos. El prometido de Carmen María era cauchero, como su padre y sus hermanos, y apareció un día sin avisar, sudoroso y hambriento después de cruzar veredas oscuras y ríos intranquilos. Porque en la selva amazónica tener vecino supone residir a más de seis horas de camino y vivir cerca es tener una chabola de madera y palma a dos días de navegación por el río que gobierna la vida. La familia hizo una fiesta de la que Carmen María disfrutó sin entender muy bien por qué su madre sacó una olla nueva, el vestido azul que le compró en el mercado y una hamaca cosida a la luz de las velas, todo

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envuelto en un saco, pidiéndole que lo conservara con mimo porque era su ajuar. El cauchero la tomó de los hombros y Carmen María comprendió que aquel hombre rudo, de pelo hirsuto y barba poblada, con manos como palas y sonrisa deshabitada de dientes, sería quien la alejara para siempre de sus hermanos, de sus veredas, de su río, de su cabaña, y de su mundo de melodías ensoñadas al atardecer junto al delfín. Aquella noche prepararon su boda pasado un mes, para cuando el cura llegara al seringal a casar a las parejas y bautizar a los nuevos pobladores. Hasta los ancianos enfermos esperaban con expectación al sacerdote y retenían sus fiebres para morir bendecidos por los sacramentos. Pero Carmen María no estaba dispuesta a seguir un destino marcado desde hacía siglos. Una providencia que la encadenaría para siempre a aquel cauchero tosco e ignorante separándola del bufeo amado que la enseñó a cantar. De madrugada cogió el hatillo de su ajuar, se quitó la falda de corteza, se vistió con su traje azul y bajó hasta la orilla encharcada del amado Amazonas. Y cantó, tan fuerte que los tucanes emprendieron un vuelo ciego y asustado. Y bailó descalza, con los pies embarrados, espantando a las nutrias y a las brujas de ojos blancos. Hasta que la cresta brillante de un lomo rosado llegó a la orilla y acarició sus piernas. Carmen María lo rodeó con sus brazos y el bufeo la arrastró rio adentro, esquivando troncos y hojarascas, espantando demonios y pirañas. Nunca volvieron a verla, aunque dicen que a veces, al ponerse el sol, se aprecia su vestido azul enredado en la aleta de un delfín rosado. “Y hasta donde yo sé, -contaba Panamá- aún pueden estar bailando”.

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La dermis de la humanidad

se terminĂł de editar en la ciudad de Maracaibo, Venezuela bajo la licencia de Ediciones PalĂ­ndromus durante el mes de julio de 2018.



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