La trama imposible de Alicia Ramírez

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La trama imposible de Alicia Ramírez Con la colaboración de

Gloria Soriano y

Laudelino Vázquez y un prólogo del Inspector Ibáñez


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Diseño y maquetación: Francisco Trinidad *** Gijón, 2021


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Índice

El último caso del Inspector Ibáñez...................................... 7 Un final como todos..............................................................19 Un paseo por el prerrománico asturiano.................................25 Una casita en el Mar Menor..................................................31 Concierto tentador................................................................ 39 Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (1)......................... 47 Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (y 2)..................... 53 Lo que me faltaba................................................................. 57 Gloria Soriano Alicia Ramírez...................................................................... 63 Dos veces muerta................................................................. 67 Laudelino Vázquez Cornudo y apaleado..............................................................68



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El último caso del Inspector Ibáñez

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a qué puede dedicarse un hombre que no hizo la mili por no dar la talla? El Fulgencio, que soy Fulgencio Ibáñez de gracia, tuvo que pelear desde pequeño contra la tara del tamaño, y tuvo que pelear con lo único a su alcance, o sea, a base de hostias. De niño me llamaban «Manucas» porque a pesar de lo pequeñas que eran, repartía unos sopapos que dejaban la marca en la cara de los críos que les duraban días. Costumbre que mantuve cuando llegué a policía: el Inspector Ibáñez, no podía ser menos y en nada me conocieron como Fulgencio «Media hostia»; pero por la frecuencia con la que solía soltarlas, la rapidez y contundencia, las medias hostias dieron con más de uno en el hospital explicando que les había pillado un coche. A este ejemplar de policía del pasado, pero muy pasado, le han pedido que cuente el asesinato de Alicia Ramírez por el mero hecho de que encontré a la que se la cargó, pero


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fuera de los atestados para el juzgado, nunca he escrito una línea, como nunca tuve una novia, o familia, porque eso entorpecía el trabajo de inspector en Medina del Campo. No querer a nadie, sin ataduras. Lo mejor para un poli. Aunque tuve debilidades, madre por ejemplo, hubiera dado la vida por ella después de lo que sufrió con ese cabrón renegrido que tenía por marido y que todos los días llegaba borracho a casa y se entretenía en repartirnos cintazos a ella y a mi. Dios lo tenga en su gloria o mejor aún que se pase unos siglos en el purgatorio sin probar el vino y recibiendo los mismos latigazos que daba. Por lo.menos Me piden que escriba del caso, de mi último caso, el de la muerte de Alicia Ramírez, y yo ni sé escribir ni quiero, pero por ser el último... todos hacemos gilipolleces. No estaba tan cabreado desde que rajé con una lasca afilada el cuello a «Franchones» en la escuela, gracias a que era muy pequeño y en lugar de rebanarle la yugular, solo pude cortarle la parte superior de las costillas. Bien es verdad que, gracias al incidente, «Franchones» y el resto de los niños, decidieron que había que dejar en paz al enano. Y todo dar vueltas para no contar la historia de la muerte de Alicia Ramírez. Pero ahora que ya estoy jubilado, y me importa todo un carajo, puedo soltar toda la mierda acumulada. Porque además de ser mi último caso, fue el que más me afectó, en el que más me impliqué personalmente: saber que se dieron y se ejecutaron las cosas que más me afectan, las que me gus-


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tan, pocas, pero sobre todo, que en un solo caso se reunió el tipo de gente que más detesto. Gustar, me gustan muy pocas cosas: crecí queriendo a madre, a la que perdí de bastante joven cuando apenas tenía 50 años y crecí queriendo a mi prima, qué fue la única persona a la que de verdad he tenido cariño en esta vida, quizá porque ella era huérfana y estaba casi todo el día en casa, quizá porque siempre nos entendimos casi sin palabras, quizá. El caso es que siempre decíamos que nos queríamos como hermanos, y sí, ella me quería como un hermano de verdad, pero yo pensaba en otras cosas; cosas que obviamente nunca dije, dónde va a ir un hombre de metro 52 con el pedazo de hembra que era mi prima. No quería arriesgarme además a decir un día una palabra más que otra y perder aquella ternura, aquel afecto, aquella unión que se prolongó a lo largo de los tiempos. Encima y para mí desgracia fue la única persona que me tomó como su confesor al que contaba todo absolutamente todo, yo sinceramente hubiera preferido no oír según qué cosas, pero cuando quieres a alguien lo quieres para lo bueno y por lo negativo. Y luego está lo que odio, lo que detesto por encima de todo, a saber, lo primero, los rojos. Para mis oídos el que me llamen «facha» suena a música, digan lo que quieran de las democracias, los inventos estos del voto, de la libertad, que yo sigo creyendo que unos nacen para mandar y otros para obedecer, que unos nacen para ricos y otros para pobres y que eso de que somos todos iguales es un cuento chino pero chino , que esos sí que entienden de dictaduras. La policía


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todavía me permitía desahogarme y llamarles a los rojos por su nombre, se ha ido perdiendo con el tiempo y ya hay que disimular pero en mi interior no hay nada que deteste más que un rojo. Bueno quizá un intelectual, escritor de esos que siempre son progresistas, que creen que la filosofía es lo más importante, y lo sabem todo, y hablan de sufrimiento ajeno como si lo entendieran, que siempre están dando sus lecciones a través de sus periódicos y sus libros y que siempre nos están perdonando la vida a los demás, y que si no hay manera de que sufras tú por tu cuenta ya te inventarán ellos el sufrimiento, el caso es vivir de no dar golpe y de lo que ellos llaman el pensamiento. Los terceros insoportables son los místicos, los meapilas, esos que quieren ganarse el cielo aquí en la tierra, los que siempre, siempre, están viendo angelitos tiernos incapaces de levantar la voz y decir un taco, y por supuesto siempre son buenos, no beben, no fuman, no cometen pecados... Bien; pues los tres se juntaron en el caso de la muerte de Alicia Ramírez, los tres. El primero de todos fue su marido: aquí en La Moraña entera y en Medina del Campo y en toda la zona le conocían como el «Cornudín», porque así era como su padre un asturiano que también era rojo, pero de aquellos rojos que por lo menos los tenían cuadrados (cuando le reventaron a patadas y meaba sangre, sino les dijo que no iba a explicarles los otros colores de la bandera, porque ahora, a ver quien meaba amarillo), participó en las huelgas de la mina en la época de Franco y lo desterraron a Madrigal de las Altas Torres. El asturiano repetía mucho una frase con su peculiar acento: «no me importa que un


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tipo sea cornudín con tal que no sea un esquirol». Por imitar al padre el Anselmo salió cornudo y pretendía ser rojo también: a la que había una oportunidad se manifestaba en contra de la OTAN, de la guerra de no sé dónde, a favor de los palestinos, todas estas cosas que hacen los rojos de salón, porque este ni siquiera tenía media hostia que llevar. Vivió siempre como un marajá del negocio que le dejó el padre y que luego llevó su mujer, porque si no llega a ser por Alicia Ramírez la mueblería se hubiera ido al carajo. Anda que con los revolcones en aquellos colchones no se amueblaron pisos, segundas residencias y hasta algún organismo oficial. Que fue de lo que vivió Anselmo... Este me apareció por allí lloramingando y arrastrándose, porque no sabía como agradecerme, porque no creí nunca que fuera culpable; pero no creí que fuera culpable por dos razones: una, porque la coartada era irreprochable por más que un empleado suyo mintiera a la hora que había salido de la mueblería, y cuando mataron a Alicia él no podía estar en el sitio de la muerte, pero sobre todo porque un mindundi como él no sostenía una pistola entre las manos, y si por un milagro la llegará a sostener sin que se le cayera, jamás hubiera tenido lo que hay que tener para apretar dos veces el gatillo. Para su mala suerte vivió en los tiempos que nos tocó vivir y estos progres rojos que mandan ahora aprovecharon para cargarle la muerta, porque ya se sabe: ahora la culpa es toda de los hombres blancos y heterosexuales, es decir de los hombres como tienen que ser. El segundo tampoco podía ser el culpable, porque se en-


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contraba en Madrid en el momento del asesinato de Alicia Ramírez: es un escritor de estos que van de serios y formales, siempre tan educado-educado y exquisito, que se llama o se llamaba Paco Trinidad. Miren, una cara para llevar hostias como panes, ganas pasé de tocar un solo de batería. Se metió el solo en el paquete de los posibles culpables, o al menos de los testigos, o de la gente a interrogar porque había escrito una historia en la que confesaba haber matado a Alicia Ramírez en el Mar Menor. Una rata que no hacía más que repetir yo no fui, yo no fui, yo no fui, no mire para mí... Lo tenía atravesado porque en la investigación del caso leí alguna de las historias que se habían escrito antes del asesinato, y en una de ellas dejaba al pobre Anselmo el Cornudin a los pies de los caballos, pues venía a contar que se había acostado con Alicia Ramírez, lo había negado delante de él para que lo creyera, pero luego fue a verle Alicia al hospital y allí se descubrió todo el tomate. No es que me dé pena lo que le hizo al Anselmo, a pesar de lo que opino de él: pero me pareció de una bajeza moral y de una cobardía rastrera en un hombre esconderse así, incluso en un escrito, no tener ni el valor de reconocer el daño que hizo, lo define como lo que es: escritorcillo y cobarde, como todos. Menuda limpia hacía si pudiera. Encima tampoco me aportó gran cosa a la investigación, ni siquiera me dio el nombre o la pista que llevó a descubrir quién era el asesino (perdón , la asesina): la pista clave me la dio la autopsia cuando Francisco Cano, el forense, me dijo que los disparos habían sido efectuados por una persona muy baja y por el tipo de arma probablemente


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con poca fuerza, seguramente una mujer; las balas que encontramos dentro eran del 22, que suele ser el modelo de las mujeres, y si no hubiera disparado a tan corta distancia seguramente no habría tenido consecuencias fatales. Buscando en la historia de Alicia, se encontraban muchos hombres, muchas camas, muchos revolcones, pero muy pocas mujeres: solo había una que además desde el primer momento tuvo un comportamiento muy extraño. Se llamaba Gloria Soriano y pertenecía el tercer género, el de los místicos, el de los hijos del Gori Gori, como buena mística me hablaba de la luz, de la esperanza, de nosequé aquí en la tierra, y cuando la acorralé y le señalé los trenes en que coincidíeron ella y Alicia, y los celos, y la envidia, y por fin confesó, lo hizo cubriéndose las espaldas con no se qué de mariposas y paladas de tierra que echaba frente a un televisor. Tiene usted restos de pólvora en las manos, le dije y ella me respondió que las mariposas mordían o algo parecido. Mire, en el momento en que confesó cerré el atestado, lo remití al Juzgado y dije a su señoría «esto está muy claro, cuanto antes lo juzgue y antes lo quite del medio, mejor. Aquí la única duda es que yo creo que la Gloria, o su abogado, va a querer hacerse pasar por loca.» Para mí no lo es, para mí es la de peor calaña de todos, el uno tonto, el otro presuntuoso, pero esta lo ha calculado todo al milímetro, estoy convencido de que la mató simplemente por odio, por ira, por celos o por alguna cosa de esas que se van acumulando y en las que vas hilando un ovillo cada vez más enredado y en el que ya no importa para nada


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la realidad. Si usted quiere creerse, señoría, que está loca o que tiene alguna de esas cosas que van a venir a decirle los curas estos de ahora que llaman psicólogos, pues usted misma que para eso es la jueza, pero un viejo policía lo que le puede decir es que esta apretó el gatillo con ganas y que le descerrajó los tiros con una 22 porque seguramente tenía miedo de que con un 38 no fuera capaz de apretar el gatillo. Me han pedido que contara este caso que fue el último de mi vida profesional, y parece ser que en algunos sitios ha despertado un gran interés. Lo he contado sin quitar ni poner comas, tal y como soy yo, en lo bueno y en lo malo, con la certeza de que actué como siempre, como lo que soy, un policía, un profesional, aunque se junte todo lo que odia y todo lo que ama en un caso. Hay que dejar de lado todos los sentimientos y al final en el atestado que va camino del juzgado solo deben de figurar hechos. Y mira que aquí los sentimientos fueron contradictorios y fueron brutales, porque les he contado hasta ahora el proceso, como objetivé lo que detesto, les he hablado de lo único que amaba y que también aparté de mi como un cáliz. No, no les he contado que sí que hay otra cosa que tiene importancia para mí y es que al final de mi expediente, cuando figure Fulgencio Ibáñez, policía, tiene que quedar claro que fui un buen policía, no un policía cualquiera, que renuncié a una familia por el trabajo, y que antepuse mi trabajo a cualquier cosa que haya querido, que haya odiado. Solo hacer mi trabajo lo mejor que puedo, por más que un maldito caso como este me haya roto por dentro, desgarra-


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do, sin esperanzas. Y es que lo único que no les he contado, porque no sé si tiene importancia, porque siempre creí que el dolor es de cada uno, pero es posible que me perdonen si lo comparto, si les digo que soy el Inspector Fulgencio Ibáñez Ramírez. Y si, eso que piensan, no es casualidad, mi apellido es el mismo Ramírez de Alicia, de mi prima Alicia Ramírez...

Fulgencio Ibáñez Ramírez, Inspector de Policía



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Un final como todos

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o hace mucho recibí un correo electrónico de una lectora de Luz y Tinta que me comentaba muy elogiosamente mi último cuento —ya no recuerdo cuál era— y acababa señalándome que todos mis relatos tienen un final desgraciado o, cuando menos, triste, con un fondo pesimista que le resultaba descorazonador. Con toda razón, hacía referencia a dos o tres de estos relatos y me incitaba a que escribiera alguno con final feliz. No hacía falta, me decía con mucha gracia, que los protagonistas comieran perdices, pero sí al menos que se dieran un beso sincero y se cogieran de la mano para caminar hacia el futuro más inmediato. Durante toda la tarde pensé en ello. Nunca me había parado a considerar si el final de mis cuentos era triste o feliz, pesimista u optimista, quizás porque la finalidad de mis cuentos no es la de convocar tristeza o alegría, sino la de reflejar un trozo de vida. Quizás no de la vida que muchas personas sueñan o añoran, sino la de la vida tal como yo la entiendo o quizás tal como quisiera que fuera. Ni la actualidad con sus altibajos, ni los señuelos del dinero, ni el chis-


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porroteo del poder con su barniz de grandeza, ni siquiera la búsqueda del Santo Grial que llamamos felicidad motivan mis cuentos ni tercian en esos finales que pretendo casi siempre sorprendentes, como un salto en el vacío que va de la realidad al sueño o tal vez de un rincón de mi vida presente al desván polvoriento de la vida que me gustaría haber vivido. Se trata, creo, o por mejor decir, siempre he tratado de combinar realidad y ficción, de acomodar lo que es a lo que pudiera haber sido o quizás de encajar en la rueda de la verdad todas las apariencias, disfraces y fingimientos que se me ocurren. Con el paso de los días fui olvidando aquel correo electrónico y las reflexiones a las que me había llevado. Hasta que varios meses más tarde, con ocasión de una conferencia que hube de pronunciar en Ávila, conocí a su autora. Me habían invitado a un congreso sobre Santa Teresa en el que hablé de sus Meditaciones sobre los Cantares, algo totalmente alejado del mundo de mis cuentos pero que entra de lleno en el capítulo de mis intereses como estudioso de la literatura. Al terminar la lectura abreviada de mi comunicación, se me acercaron varias personas, unas para felicitarme, otras para comentar algún dato u ofrecerme una reflexión, todo ello incardinado en el mundo místico que nos congregaba. Hasta que llegó ella. Fue la última. En ese momento, comenzaba otra de las comunicaciones, así que la invité a salir al pasillo. Se presentó como mi lectora de Luz y Tinta, Alicia Ramírez, y casi sin darnos cuenta pasamos de santa Teresa a mis cuentos, del mundo místico de la santa al mundo onírico, y a veces hasta


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erótico, de mis cuentos. Ella insistía en el desaliento de mis finales; yo le hablaba, con mis mejores galas dialécticas y con toda la cortesía que su presencia suscitaba, de que el escritor debe ser la conciencia moral de la sociedad y de que el final del cuento debe ser como la chistera de un ilusionista y de lo difícil que es combinar ambas paradojas. Tan animados estábamos en nuestra charla que me costó abandonarla cuando comenzaron a salir todos los congresistas para el almuerzo. Me hubiera gustado quedarme con ella, seguir nuestro animado encuentro, pero me debía a la organización del congreso, tan amable en su invitación, así que me fui a comer con ellos, no sin antes quedar con Alicia Ramírez en que nos veríamos al día siguiente en que, finalizado el congreso, yo pensaba visitar Madrigal de las Altas Torres. «Ya te contaré», le dije ante su pregunta de por qué precisamente Madrigal. Y quedamos para el día siguiente, a las 9 de la mañana, en la puerta de mi hotel. Durante el corto viaje entre Ávila y Madrigal de las Altas Torres, le hablé a Alicia de mi interés por el rey don Sebastián de Portugal y por la historia del llamado ‘pastelero de Madrigal’, Gabriel de Espinosa, que fingió ser el mismo rey, historia que tanta tinta ha hecho correr y a la que yo mismo —de ahí mi viaje y mi interés— he contribuido con algunos artículos que lógicamente Alicia no conocía. Cuando terminé de contarle el motivo literario que nos llevaba a Madrigal, reímos ambos porque también aquel episodio tenía un final desventurado, con todos los integrantes e intrigantes de esta historia condenados y con el fementido Gabriel de Espinosa ahorcado y posteriormente decapitado y descuar-


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tizado para escarmiento de fingidores. Solamente se libró de la escabechina la amante del impostor, doña Ana de Austria y de Mendoza, monja agustina del Monasterio de Nuestra Señora de Gracia del Real de la Villa de Madrigal, y eso por ser vos quien sois, ni más ni menos que la hija de don Juan de Austria. Una vez en Madrigal, fuimos hasta el hotel que tenía reservado para dejar el equipaje. Pero, además del equipaje, dejamos el pudor y acabamos haciendo el amor como dos adolescentes. Alicia era sensual y turbadora, como algún personaje salido de mis cuentos, y en aquella improvisada primera vez me demostró a las claras que conocía las artes del sexo y que sabía ponerlas en práctica. Salimos luego a recorrer Madrigal. Le expliqué a Alicia que de las cien torres que había tenido y de las que se vanagloriaba su pasado y su topónimo solo quedaban una treintena, suficientes para trazar un perfil airoso y, por qué no, asombroso. Visitamos la Iglesia de San Nicolás de Bari, el Real Hospital de la Purísima Concepción, las puertas de Medina y de Peñaranda, con algún otro sitio que se ha perdido en los meandros de la memoria, aunque nunca olvidaré el beso trufado de presagios que intercambiamos en el claustro silencioso y umbrío del palacio de don Juan II, reconvertido en convento de no recuerdo la orden, porque lo realmente interesante a día de hoy es que en lo que en su día fuera palacio nació Isabel I de Castilla, la reina católica de aromático recuerdo. Y acabamos, ya al mediodía, comiendo sin prisas en un figón de la impresionante plaza Mayor, rodeada de soportales y jalonada de casas blasonadas.


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Con una botella de vino de Madrigal, antecedente del Verdejo, tan conocido y reputado actualmente, compartimos viandas y charla, sobre todo charla. Allí repasamos a sus cuentistas favoritos, de Cortázar y Truman Capote a Guy de Maupassant y Henry James, pasando inevitablemente por un Jorge Luis Borges de apócrifas erudiciones y metafísicas perplejidades, en el que cobraban vida literaria espejos, espadas, laberintos y tigres. Hablamos también de temas más prosaicos, por supuesto, pero ella era insaciable, por lo que volvió a salir, maldita sea, el tema de mis finales que no le gustaban nada de nada. Por más que quise revestir su decepción con los oropeles de mi locuacidad, esclava de cientos de horas de tertulia, solo conseguí que me mirase con algo que entendí que no era simple condescendencia, sino indulgencia plenaria para quien solo imploraba perdón. Por la tarde visitamos la bodega de los Frailes y, dando un largo paseo, nos acercamos al convento agustino de extramuros, totalmente en ruinas y cuyas piedras seculares, muchas de ellas por el suelo, me hicieron recordar a fray Luis de León, que empleó parte de su fortuna en su construcción y que dejó escritos algunos de los versos más nobles de la literatura española de todos los tiempos, aunque a mi recién estrenada amiga Alicia la dejaban más bien fría. Lo suyo, como pude comprobar gratamente después de la cena, eran los cuentos de final abierto. Aquella noche rematamos nuestra recién estrenada pasión sin pensar en Borges, ni en Truman Capote, ni en Henry James, aunque alguno de sus fantasmas es posible que revoloteara sobre aquel lecho que,


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no me cuesta reconocerlo, fue el final perfecto de nuestra historia. Al día siguiente, ambos en silencio, absorto yo en la rutina de conducir y enfrascada ella en pormenores del paisaje que quizás tampoco le interesaban, viajamos hasta Ávila, donde nos despedimos con un beso, breve y definitivo, conscientes ambos de que, como en esos finales alígeros de mis cuentos, solo el azar —y ambos procuraríamos burlarlo— nos reuniría de nuevo, para hablar de cuentos, para visitar quizás otro pueblo o ciudad de piedras centenarias y, si acaso, para intercambiar de nuevo un abrazo que hiciera menos triste la despedida. [Luz y Tinta, núm. 103, julio de 2020]


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Un paseo por el prerrománico asturiano

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upuse, y razón no faltaba para ello, que Alicia Ramírez se disgustaría cuando leyera el cuento que titulé «Un final como todos» y en el que, con total impudicia, relataba nuestro encuentro en Madrigal de las Altas Torres. Aparte del impudor con que se recogía nuestra velada en la villa abulense y aparte, además, de algunos silencios que solo ella y yo conocemos, pero que hubieran dado otro aire al relato, resultaba muy descarado que, indagando en finales felices o simplemente más abiertos, hubiéramos llegado a un desenlace totalmente hermético y bastante hiriente. Sin embargo, al día siguiente de ser publicado en Luz y Tinta, recibí un WhatsApp de la propia Alicia que me dejó intrigado: «Me ha gustado tu cuento. Gracias. Ya hablamos». Daba la impresión de que se sentía feliz de haber sido la protagonista de aquel relato que en buena lid caballeresca no tenía que haber sido publicado. Y a los dos días del WhatsApp, un correo electrónico di-


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ciéndome que estaba preparando un breve viaje por el Norte —Cantabria, Asturias, Galicia— y que pasaría el día 18 de agosto, martes, en Oviedo, con idea de visitar el prerrománico. Cerraba su correo invitándome a acompañarla y servirle de guía ese día 18. Tardé dos días en asimilar su propuesta y contestar a su correo afirmativamente, aunque, como cabe suponer, con todas las reservas y todas las dudas del mundo. Con aquella buena dosis de intriga, pasé los días que faltaban hasta aquel martes de agosto en que nos vimos en la cafetería de su hotel a las 10 de la mañana. El día antes me había enviado un correo electrónico desde Santillana del Mar y nos habíamos citado a aquella hora para compartir el desayuno y programar el día. Me recibió muy cariñosa, sin mencionar para nada los desencuentros de mi relato de Madrigal, y dispuesta a pasar un día intenso, visitando parte del prerrománico ovetense. Pasamos parte de la mañana entre San Miguel de Lillo y Santa María del Naranco, donde le expliqué los cuatro tópicos que conozco del prerrománico, partiendo de que no se sabe a qué se dedicaba realmente Santa María, si a templo o a pabellón real, para llegar a la singularidad de la esculpida decoración de San Miguel, con otros pormenores arquitectónicos que he ido macerando durante años en visitas tópicas como la de la propia Alicia que, justo es decirlo, estaba encantada con el lugar, con la conservación impecable de la piedra de ambos edificios y con las vistas de Oviedo que podían disfrutarse. Bajamos luego a la ciudad, donde Alicia me pidió que la


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llevara al Campo de San Francisco. Dijo que quería conocerlo, porque había leído el relato «Polifemo», de Palacio Valdés, que habíamos publicado en el número 100 y que se desarrolla en este parque centenario, por donde paseamos durante un buen rato. En un momento del paseo Alicia alargó su mano para tomar la mía, pero rehuí el contacto delicadamente. Le propuse que tomáramos el aperitivo en el Hotel de la Reconquista y, ante su mirada inquisitiva, le expliqué que el dicho hotel está ubicado en lo que su día fue el hospicio, donde estaba ingresado el protagonista de «Polifemo» y donde es de suponer que también hubiera estado el muy temible coronel Toledano, dueño del perro que propicia la historia. Luego fuimos a comer a una sidrería de la calle Gascona, con una breve visita a la Foncalada, fuente prerrománica de la que Oviedo puede presumir con todo derecho. Mientras comíamos le dije que por la tarde podríamos ir a San Julián de los Prados. Pero Alicia tenía otros planes. —Si no te incomoda, me gustaría conocer Santa Cristina de Lena. Y me contó que en una semblanza que yo había escrito tiempo atrás sobre el fotógrafo Valentín Vega, contaba que nos había llevado a Santa Cristina durante el viaje de estudios, lo que me dio a entender que Alicia seguía Luz y Tinta con total atención y que me leía desde hacía tiempo. En Santa Cristina tuvimos suerte porque llegamos justo cuando comenzaba una de las visitas guiadas en las que una


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guía experta comentó la historia de esta pequeña capilla y su hermosura singular, con una planta muy poco habitual, en forma de cruz griega, y otros detalles constructivos y decorativos que fue pormenorizando y poniendo de relieve ante los visitantes. Cuando terminamos aquella visita y, como no era demasiado tarde, ya camino nuevamente de Oviedo me desvié hacia Ujo, donde le mostré la impresionante casona que en su día había servido de sede de la Sociedad Hullera Española, donde el padre de la novelista cántabra Concha Espina había trabajado como contable durante quince años, lo que había propiciado que la escritora visitara en varias ocasiones el pueblo y otros lugares de Asturias, entre ellos Covadonga, donde había pasado su luna de miel y donde había ubicado una de sus novelas. —Está claro —me dijo Alicia, sonriendo— que a ti te interesa más la literatura que la arquitectura. Cuando llegamos a Oviedo, serían las 8 de la tarde. Le dije a Alicia que tenía el tiempo justo para tomar una cerveza y advertí en ella un ligero mohín de fastidio, aunque no dijo nada. Cuando ya nos despedíamos, después de un par de besos a través de la mascarilla, me preguntó: —¿Tan pronto tienes que irte? —Tan pronto —le contesté, creo que demasiado cortante, para que no insistiera en las preguntas, temeroso de tener que explicarle que mi mujer y yo solemos cenar entre las 9 y las 9:30 de la noche y que, salvo algún acto inevitable, son


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muy pocas las veces en que rompo esta saludable rutina. Así que conduje hasta Gijón con una agridulce sensación, como si la imagen de Alicia Ramírez comenzara a desdibujarse en mi ámbito personal, tan inestable en aquellos momentos. Cuando estaba llegando, me llegó característico sonido de un WhatsApp recién llegado, que pude leer una vez hube estacionado en el garaje de mi casa: «Había imaginado una cena romántica». [Luz y Tinta, núm. 104, septiembre de 2020]



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Una casita en el Mar Menor

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i padre había nacido en una pedanía cercana a Cartagena y, desplazado por razones de trabajo a Madrid desde muy joven, había suspirado siempre con comprarse una vivienda en aquella zona para pasar las vacaciones y para refugiarse en ella una vez jubilado. Recuerdo aún el día que llegó a casa y nos comunicó a mi madre y a mí que había comprometido, a través de un compañero del Instituto en que trabajaba, una casita de pescadores en uno de los pueblos del Mar Menor. Jamás olvidaré, y menos en las actuales circunstancias, la cara de felicidad de mi padre cuando aquel mismo fin de semana nos fuimos a conocerla en su viejo utilitario, un 2CV al que frenaban las cuestas y al que se le atragantaban las largas distancias, aunque para nosotros era una fuente de satisfacciones, entre otras cosas porque, desahogado o jadeante, siempre llegaba a su destino. La casa, que no era otra cosa que la vivienda típica de un pescador, estaba en un descampado a dos kilómetros del


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centro del pueblo y casi al borde del mar, rodeada de huertas sedientas de un agua que escaseaba en toda la zona. Yo, que era apenas un adolescente sin criterio práctico, no le di mayor importancia. Mi madre empero le puso todas las dificultades y le reprochó a mi padre todos los inconvenientes. Pero él estaba más ilusionado con lo que soñaba que con lo que realmente veía, por lo que acabó comprando aquella casa que, desde entonces, se convirtió en nuestro lugar de veraneo. Allí pasé los largos veranos de la adolescencia y juventud, tres meses fuera del instituto, y los veranos de la universidad, siempre con alguna asignatura aparcada para un septiembre que llegaba invariablemente demasiado aprisa. Allí pasé los veranos de mi noviazgo con Amelia, entre cartas, postales y llamadas telefónicas, ella en Madrid y yo en Murcia, con mis padres en medio, que nada querían saber de mis ruegos para que la invitaran al menos un fin de semana: eran otros tiempos y las relaciones de pareja no habían alcanzado ni de lejos la flexibilidad que hoy conocemos. Allí pasé también los veranos de nuestros primeros años de matrimonio y allí pasamos, a falta de un sitio mejor, los estíos sucesivos una vez que nacieron las gemelas y nos dimos cuenta de que ningún otro sitio resultaba tan barato ni tenía tanta tranquilidad como aquel rincón del Mar Menor que estaba comenzando a ser invadido por el turismo, con el manchón de La Manga como mascarón de proa de todo lo que luego nos ha ido cayendo en desgracia. Para entonces nosotros habíamos asentado nuestra vida alrededor de nuestros trabajos y de las dos gemelas, que cada


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día daban más que hacer, alternando nuestro piso de Madrid y la casa del Mar Menor que había sufrido una profunda transformación desde cuando la compró mi padre. Igual que toda la zona. De verano en verano veíamos crecer las urbanizaciones alrededor de nuestra casa y en todo lo que habían sido huertas y descampados hasta entonces. Mi padre recibió numerosas ofertas por el terreno anejo a la casa que, aunque tenía un poco de jardín y otro poco de huerta, con varios árboles frutales, no era ni lo uno ni lo otro. Y eso que, una vez jubilado, mi padre se empeñó en sacarle pimientos y tomates y otras hortalizas a un terreno que no sabía cultivar. Por eso desdeñó una a una las ofertas que distintos constructores, hasta que, cansado y quizás contagiado de la fiebre constructora que lo ahogaba, acabó cediendo y vendió la huerta a un constructor a cambio de que reformara toda la casa, levantando un piso más y un solarium e igualando el aspecto de casa nueva con las que ya la rodeaban. En el terreno de la huerta se construyeron cuatro bungalós de dos plantas vendidos a precio de oro —se anunciaban como «primera línea de playa», aunque la nuestra estuviera delante— y nos dejaron, donde en su día había montado mi padre un invernadero destartalado, un trocito de patio ideal para que jugaran las niñas. A los pocos meses de aquella reforma se iniciaron las obras para construir el actual paseo marítimo y el saneamiento de la playa, con lo que la casa de mi padre se revalorizó y se integró en el maremágnum turístico que nos envuelve. A escasos cien metros nos colocaron un ruidoso y tumultuoso chiringuito con permanente olor a fritanga. Cuando murieron mis padres, no dudé en quedarme con


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la casa, que a Amelia le hubiera gustado vender, sobre todo porque ya soplaban vientos de muerte sobre el Mar Menor, azotado por una agricultura agresiva y un turismo inmisericorde. Aún así, en los meses en que decae la avalancha británica y alemana todo recupera la antigua tranquilidad de lo que en su día fue un pueblo de pescadores; y la casa sigue siendo el refugio tranquilo al que me acojo siempre fuera de la llamada y sufrida temporada alta, generalmente en el mes de septiembre, con Amelia y las gemelas, y en los meses de invierno aprovechamos todos los «puentes» que alargan algunos fines de semana. A veces, en épocas de especial sequía o de especial creatividad, me escapo yo solo, con el portátil y la carpeta en la que esté trabajando en esos momentos. Generalmente la tranquilidad del entorno favorece que el trabajo avance. Por eso la eché tanto de menos cuando aquel famoso confinamiento del Covid-19. Me habría gustado encerrarme en ella y escribir en soledad, oyendo a veces los graznidos de las gaviotas al atardecer y dejándome mecer por el silencio, entretejido de palabras ajenas y como en sordina provenientes del chiringuito. Y sin embargo, tuve que quedarme en mi domicilio de Madrid, aguantando los temores de Amelia y las salidas de tono de las gemelas, en plena desazón adolescente. A veces me asomaba a la ventana y en la sensación de vacío de las calles desiertas suspiraba por ver los amaneceres del Mar Menor, por acurrucarme en el solárium de mi casa a su borde y por sentir esa sensación de plenitud que desde siempre ha provocado en mi la estancia en aquel rincón al que la pandemia me impedía acceder. Así que, en cuanto levantaron la veda, preparé el viaje,


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venciendo o sorteando todas las reticencias de Amelia que estaba inmersa en todos los preparativos para la vuelta a su trabajo presencial. Cogí el coche el 26 de junio, salí temprano y, con una sola parada en La Roda para tomar un café y estirar las piernas, llegué a la playa de Los Narejos sobre las 12 del mediodía. Nervioso, subí los tres escalones que llevan a la puerta de entrada; y más nervioso aún, metí la lleva en la cerradura y abrí la puerta. Dentro me recibió la oscuridad y un olor nauseabundo. Me tapé la nariz, subí las dos persianas del salón y, cuando me di la vuelta, lo vi y todos mis nervios se concentraron en la garganta. ¿Era un cadáver o un espectro? Sentada en uno de los butacones, con el brazo izquierdo colgando, casi rozaba el suelo, y la cabeza también ladeada, estaba el cuerpo de una mujer en plena descomposición. No sé si di un grito o si fueron los nervios los que gritaron por mí. Apoyándome en la pared salí al patio, respiré hondo y llamé a la poicía. Un cuarto de hora después, aquella casa que yo siempre había considerado tranquila se convirtió en un pandemónium. Policías de paisano, policías de uniforme, médicos y enfermeras, forenses, funcionarios del Juzgado con un juez cabizbajo al frente, personal de una funeraria y, sobre todo, vecinos y vecinas con la antena puesta, tanto los de las casas y bungalós de alrededor, como los que pasaban por el paseo marítimo que, al reclamo de coches patrulla, ambulancias y coche fúnebre, se paraban y comentaban. Más de uno de los vecinos se acercó al patio y a través de la valla me preguntó directamente qué pasaba. Fui parco en palabras tanto con los vecinos como con la policía cuyos funcionarios me pidieron mil y un detalles. Fi-


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nalmente tuve que acompañarles a la comisaría y allí un inspector o lo que fuere me interrogó durante más de una hora. Era un hombre, como de unos cuarenta años, que no tenía prisa y me preguntó todas las cosas tres o cuatro veces con la misma o parecida pregunta. No tomó ni una nota y yo no incurrí, o creo no haberlo hecho, en ninguna contradicción. Cuando terminó con sus preguntas, me dejó solo durante un cuarto de hora o acaso más, el tiempo pasaba lentamente aunque mis nervios no se asentaran, hasta que entró una mujer muy seria que volvió a preguntarme lo mismo que su compañero, aunque solo una vez y tomando nota de todo lo que yo decía en una pequeña libreta de pastas de hule rojas. Creo que no me salí ni un milímetro de mi primera declaración: no conocía de nada a la chica muerta y no había estado en la casa desde el mes de enero, días después de la última gota fría y para comprobar si la casa había sufrido algún tipo de daños. La policía me recomendó que no abandonara el pueblo en los próximos días, hasta que ellos tuvieran claro el rumbo de la investigación, y yo, para no pasar la noche en mi casa, me fui al hotel Costa Narejos, desde donde llamé a mi mujer y le conté todo lo que había pasado desde mi llegada. Una vez que terminé mi relato, Amelia colgó sin darme pie a más explicaciones. Los que sí requirieron mis explicaciones fueron los de la policía, que me llamaron a primera hora de la mañana para citarme en mi casa. Cuando llegué, ya estaban allí un par de coches oficiales y varios agentes de uniforme con los dos inspectores de paisano que me habían interrogado el día an-


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terior. Los que me presentaron como de la policía científica, con sus fantasmales monos blancos, se repartieron por toda la casa a la caza de indicios. A mi me llevaron a la cocina y ambos inspectores me hicieron varias preguntas, todas ellas contestadas el día anterior, hasta que la mujer me preguntó por las llaves del coche y, tras pedírmelas, llamó a un agente de uniforme: —Un Opel Insignia blanco que está al costado de la casa —y dirigiéndose a mi:— Si usted quiere acompañarlo es para una inspección rutinaria. Le dije que no y entonces, fríamente, me preguntó una vez más de qué conocía a la mujer muerta. —De nada —insistí—. No recuerdo haberla visto hasta que encontré su cadáver ayer. Entonces abrió un ordenador portátil y me enseñó unas imágenes, de muy baja calidad pero perfectamente nítidas, en las que se me veía entrar en la casa acompañado de aquella mujer. Guardé la compostura, suspiré e iba a decir algo, cuando entró el agente que había salido a inspeccionar mi coche y le dio un papel a la inspectora. —¿Ha usado usted mucho el coche en estos últimos meses? —Solo para ir a Alcampo algún sábado con mi mujer. —Y sin embargo —comenzó carraspeando—, la ficha de revisión técnica de su vehículo indica que le hicieron un cambio de aceite y de filtros el 27 de febrero, cuando el coche tenía 73.179 kilómetros. Ahora marca 78.207 kilómetros. Es decir, que en este tiempo del confinamiento pudo haber ido


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y venido de su domicilio en Madrid a esta casa en cinco ocasiones. Una de ellas la que recogen estas imágenes que acabamos de ver y que fueron grabadas a finales de mayo, con la mujer todavía viva. ¿Puede explicarlo? Callé. Callé sabiendo que mis palabras no iban a beneficiarme, dijera lo que dijera, y sabiendo, sobre todo, que las miradas acusadoras de aquellos dos policías habían encontrado un punto de apoyo para mover mi mundo. —Queda usted detenido por el asesinato de Alicia Ramírez —dijo el inspector tranquilo mientras me ponía las esposas y comenzaba a recitarme una serie de derechos que hasta entonces había creído que solo se enumeraban en las películas americanas. Cuando bajábamos los escalones que separaban la puerta de la calle vi a mi mujer, Amelia, que se acercaba a nosotros, con los ojos llorosos y el gesto decidido. Me clavó la mirada y abrió los labios para escupirme toda su rabia: —Te lo dije.

[Luz y Tinta, núm. 106, noviembre de 2020]


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Concierto tentador

M

aldita sea Alicia Ramírez y el día en que se me ocurrió incorporarla a uno de mis relatos, creyendo que era una idea feliz porque me permitía hablar de Madrigal de las Altas Torres, donde, dicho sea de paso, tan feliz he sido en algunos momentos, aunque no por las razones lúbricas que desplegué en aquel cuento y que al cabo de un tiempo se han vuelto en mi contra como un peligroso boomerang que, en manos inexpertas, acaba descalabrando a quien pretende ser un inconsciente aprendiz de brujo. Fue mi caso. Como aquello de Madrigal resulta que gustó a varios de mis lectores, y no sé por qué, seguí tirando del hilo y me traje a Alicia a disfrutar del prerrománico en agosto del año pasado. Y subrayo esto de ‘agosto’ por lo que vendrá después. Luego Gloria Soriano en uno de sus cortos introdujo también a Alicia Ramírez, en este caso como amante de la bicicleta y de las buenas lecturas. Para darle más carrete a la historia, en el mismo número 106 de Luz y Tinta en que se publicaba el corto de Gloria, volví a sacar a Alicia Ramírez. En el relato titulado «Una


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casita en el Mar Menor», contado en primera persona como los anteriores, se narraba la vinculación del narrador con el Mar Menor, y la muerte de Alicia Ramírez, presumiblemente un asesinato achacable al propio narrador. Nada del otro mundo en estos juegos literarios. Así le daba un nuevo giro a la historia, enredándola en su propio desarrollo, y terminaba con aquel fértil personaje. Y digo bien, personaje, porque de ficción se trataba en toda su dimensión. Los escenarios de mis relatos son siempre reales o pretenden serlo. Normalmente, sitios conocidos a los que, cómo no, suelen unirme lazos literarios. Uno, al final, no es más que lo que lee y lo que escribe. Eso me pasa con Madrigal de las Altas Torres y toda la historia del pastelero y el rey don Sebastián. Por eso me resultó grato incorporar aquel bello escenario a una ficticia —insisto en el carácter de invención de mi cuento— historia de amor con una bella lectora fruto exclusivo de mi desbordada imaginación. Pues bien, a los pocos días de publicar la historia de la muerte de Alicia Ramírez en aquella casita del Mar Menor, una lectora, esta sí que bien atenta a mis historias, me mandó un correo electrónico haciéndome notar la incongruencia temporal de mis dos últimos relatos. El del prerrománico, según yo contaba, sucedió en agosto de 2020, fecha verosímil por la despedida entre ambos personajes que cruzaban un beso a través de la mascarilla impuesta por la lucha contra el coronavirus. El del Mar Menor en cambio situaba el asesinato de Alicia unos meses antes del mismo año, pues el narrador descubre su cadáver el 26 de junio, una vez fina-


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lizado el confinamiento. «Se te ha ido la pinza, colega», me decía mi lectora; y remachaba: «Espero que en otra ocasión afines más con los tiempos.» Después de meditarlo mucho y de barajar la posibilidad de enmendar este desfase temporal con alguna pirueta literaria —una metáfora admite todas las variables, muchas de ellas verosímiles y ninguna verdadera—, escribí a mi lectora con toda la cortesía del mundo, pero sin aclararle que me había colado porque, como nada era verdadero, todo el monte narrativo se me antojaba orégano o, cuando menos, jara y tomillo. O sea, arborescencia sintáctica sin sentido. No quise ahondar más, aunque me apetecía, porque no se me ocurría nada realmente airoso y porque ya estaba bastante harto de Alicia Ramírez y de todas las lectoras curiosas y atentas que me señalaban mis defectos, que los tengo, ya lo sé, aunque tampoco sea necesario explicitarlos. Mi sorpresa llegó diecisiete días después de mandar este correo a mi lectora. Diecisiete días, las fechas del correo electrónico no engañan. Aquella mañana me levanté como de costumbre hacia las siete y, como de costumbre, lo primero que hice al encender el ordenador como media hora después fue consultar mi correo electrónico y llevarme la sorpresa no digo del día, sino del siglo. Entre los correos habituales estaba uno proveniente de Alicia Ramírez. Sí, digo bien, Alicia Ramírez con todas las letras. Dudé mucho si abrir aquel correo. Primero pensé que pudiera ser un virus —¿qué otra cosa podía ser aquella intromisión en mi mundo irreal?—; luego supuse que sería una broma de alguna de mis lectoras; luego… En fin, estaba he-


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cho un auténtico lío. Así que decidí abrir aquel correo y mi sorpresa fue en aumento mientras lo leía y despejaba todos mis temores. Alicia Ramírez de Arellano y Souto me contaba que seguía mis cuentos desde tiempo atrás y que, por la coincidencia con su propio nombre, le había divertido mucho la historia que yo había contado utilizando su propio nombre y apellidos, aunque le había desilusionado su muerte y más en circunstancias oscuras (ésta, menos mal, no reparaba en el desajuste de las fechas). Luego pasó a presentarse: me dijo que era violinista profesional, que tocaba en la Orquesta Filarmónica de Viena desde hacía años y que estaba casada con un contrabajista austríaco de la misma orquesta. Sus orígenes estaban en Oviedo, de donde era natural y vecino todavía su padre y a través de él los miembros de la Orquesta Filarmónica de Oviedo la habían invitado a participar en un ciclo de conciertos que se iban a celebrar en el Teatro Filarmónica. Y cuando ya pensé que mi sorpresa había alcanzado su máxima cima, me ponía el enlace para bajarme dos entradas para uno de los conciertos en el que ella actuaría como solista interpretando parte de la Sinfonietta y la obertura del Taras Bulba del checo Leoš Janáček, del que me adelantó que la Ópera de Oviedo pensaba programar su ópera Katia Kabanová coincidiendo con su centenario. Su correo terminaba diciendo que, si me animaba a asistir a ese concierto, me invitaba a cenar en el lugar que yo eligiera y así podríamos charlar, largo y tendido (palabras textuales), sobre música y literatura. Lógicamente, al final del correo, me anotaba un número de móvil para que le confirmara aquella cita, que a mi me parecía misteriosa e intrigante. A pesar de mi afición a la música clásica, nunca había


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oído hablar de Janáček. Así que me apresuré a entrar en Deezer y escuchar de un tirón la Sinfonietta, que me pareció juvenil y vigorosa, rebosante de vida y optimismo. Mi sorpresa se acrecentó cuando leí en algún lugar de internet que su autor tenía 72 años cuando la escribió. No era mala presentación para un melómano. De sorpresa en sorpresa dudé si asistir a aquel concierto y por fin, por qué no, pinché en el enlace que me proporcionaba en el e-mail, bajé aquellas dos entradas y se lo comenté a mi mujer que prefirió dejarme solo: ni le gusta la música clásica como para aguantar un concierto entero, y más de un desconocido, ni le apetecía cenar soportando la conversación de dos frikis que seguramente no abandonarían su ritornelo ni siquiera para comentar la textura del vino. Fui, pues, al concierto y por supuesto me cuidé de anotar el móvil que Alicia Ramírez me había apuntado en su correo, aunque no tenía claro si llamaría para cenar con ella o simplemente para conocerla. Era todo tan confuso que me pasé el día nervioso, a vueltas con mis dudas. Llegada la hora del concierto, acudí al Filarmónica y me senté en la fila quinta que me asignaban las entradas que me había enviado. A mi derecha dejé libre el sitio que debiera haber ocupado mi mujer, con lo que había tres asientos vacíos hasta la señora que ocupaba la plaza que daba justo al pasillo. Por la izquierda, había una butaca vacía y el resto, una sí y otra no, ocupado por gentes como yo, todos con mascarilla, mirándonos unos a otros con la desconfianza que el maldito coronavirus ha instalado entre nosotros. Mientras se iniciaba el concierto, pude leer en el programa el impresionante curriculum de la


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violinista Alicia Ramírez que, a sus cuarenta y pocos años, había recorrido medio mundo tocando su instrumentos con las orquestas más afamadas, aparte la Sinfónica de Viena de la que era titular. Dio comienzo el concierto. Miré a todas las violinistas, cubiertas por mascarillas negras, por si adivinaba quién era la tal Alicia Ramírez de Arellano, a la que no identifiqué hasta que se levantó y se adelantó para su solo en la Sinfonietta, que, tras los aplausos de rigor, empalmó con la obertura de Taras Bulba, que le granjeó unos bien merecidos aplausos y una sentida ovación. El director de orquesta y el concertino le hicieron los honores, con toda la orquesta puesta en pie y aplaudiendo con sus instrumentos en señal de aprobación. Tres veces se acercó Alicia al proscenio para agradecer al público su reconocimiento y dos de ellas quise creer que miraba hacia mí, sabedora del lugar que ocupaba en la platea. Debo reconocerlo, estaba realmente hermosa, con su vestido de gala negro, de gasa plisada y escote palabra de honor que resaltaba sus hombros y su cuello de garza. El resto del concierto me debatí entre llamarla o no cuando finalizara y aceptar aquella cena que tanto me conturbaba. Pero en la tensión y los temores que se me despertaban entre la Alicia real y la ficticia pudo más la precaución y decidí no llamarla. Volví a mi casa de Gijón, recordando los mil y un detalles del concierto (sobre todo la mirada que sin disimulo me dirigió cuando abandonaba el escenario). Y aquella noche dormí mal: desperté varias veces, siempre con el recuerdo de Alicia Ramírez, y en un momento dado sentí que me subía la fiebre y me inundaba la melancolía. Al día siguiente recibí otro correo suyo, en el que me co-


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municaba que volvía a Viena, que me había echado de menos y que en próxima visita volvería a ponerse en contacto conmigo. Todo muy escueto, aunque tampoco yo andaba para muchas efusiones: tenía fiebre alta, me sobrevenía de vez en cuando una tos que me arrancaba los pulmones y sobre todo sentía una fuerte opresión en el pecho que me hacía trastabillar. Creo que hasta perdí el conocimiento un par de veces, hasta que mi mujer me obligó a acudir a Urgencias donde diagnosticaron lo que tanto temíamos. Aquella misma tarde me ingresaron con mi malestar agravado por lo que había leído en el correo de Alicia Ramírez que me había llegado antes de salir para el hospital: también ella se había contagiado del maldito Covid y estaba a punto de ingresar en el Franziskus Spital, de Viena. No sé cuántos días estuve medio inconsciente, intubado y preso de convulsiones, con una fiebre incontrolable, sin ver a nadie, salvo a aquellos médicos, enfermeras y auxiliares que, con sus equipos de protección, parecían fantasmas en una ingrávida danza de la muerte. Poco a poco, día a día, fui recuperando la consciencia, remitió la fiebre, decreció la tos y se acabaron estabilizando lo que los médicos llaman las constantes vitales, que no es otra cosa que el ritmo de la vida circulando por la vía de la normalidad. Normalidad que, dicho sea de paso, recuperé por mis ganas de vivir y por el apoyo que recibía de mi mujer en cada una de las escasas y cortas visitas que le permitían. Y ahora, por fin, hasta tengo fuerzas para escribir esta miserable confesión en la UCI del Hospital de Cabueñes de Gijón, y en una tablet que mi mujer me ha traído para que


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ocupe el poco tiempo que paso consciente navegando por Internet, leyendo los muchos libros que tengo grabados y si acaso tomando notas para futuros cuentos que no sé si este virus me permitirá escribir algún día, si es que me quedan días después de esta maldición en cuya duermevela me he preguntado muchas veces cómo seguirá Alicia Ramírez y si habrá superado, como yo, el primer asalto de esta enfermedad que nos envuelve.

[Luz y Tinta, núm. 110, marzo de 2021]


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Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (1)

C

omo bien saben quienes me conocen, soy esclavo de los plazos de entrega, que me han crucificado durante toda mi vida, sobre todos los plazos en que cierra el periódico, la revista o el libro previsto y hay que entregar el original comprometido. Y últimamente, el día 10 de cada mes, fecha de publicación de Luz y Tinta. Por eso estos días ando preocupado, porque no sé si llegaré a tiempo de terminar nuestra revista para esa fecha. Y ello, y bien que me cuesta y me molesta reconocerlo, por culpa de Alicia Ramírez, que se ha colado en mi vida de rondón y me está haciendo la puñeta a base de bien. Me habían invitado a participar en un ciclo de conferencias organizado por el área de Cultura del ayuntamiento de Madrigal de las Altas Torres sobre el pastelero de Madrigal y aquellas turbias historias del rey don Sebastián y sus impostores. Acepté de inmediato, cosa que presentían los organizadores por mi interés en un tema al que me he enfrentado varias veces y desde distintos ángulos. Como tema para mi


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intervención les propuse en principio hablar de la obra de Zorrilla, Traidor, inconfeso y mártir, que da la vuelta a la historia como si de un calcetín se tratara y convierte al rey en pastelero, asentado en Madrigal para hurtarse a las acechanzas de la corte portuguesa. Pero a los pocos días, tras haber hurgado en mis notas, les propuse un cambio de signo y me ofrecí a hablar de doña Ana de Austria y Mendoza, Ana de Jesús para el claustro donde había ingresado a los seis años, hija de don Juan de Austria que acabó siendo la amante del avispado pastelero. Di como título de mi intervención el de «Ana de Jesús, el amor como condena» y preparé con todo lujo de detalles aquella historia en la que mediaban la ingenuidad de la monja, la leyenda del rey que habría de venir a salvar Portugal de Felipe II, la crueldad de este mismo, las artes zalameras de fray Miguel de los Santos, la ambición de un pastelero con ínfulas y otra serie de detalles que combinaban el suspense, las intrigas de la corte y el aura de misterio sexual que de siempre ha distinguido a los conventos de clausura de largos corredores, oscuras celdas y cantos gregorianos agostados muchas veces por suspiros a destiempo. Mi disertación, ayudada quizás por la intriga del tema más que por mi capacidad oratoria, no debió ser desafortunada por las caras que veía enfrente de mi y por los aplausos que me dispensaron al finalizar. Hubo un concejal que me pidió el texto para publicarlo en un blog en el que pudo leerse desde la semana siguiente a mi intervención. Como es habitual en estos casos, una vez terminada mi charla hubo un par de asistentes que me plantearon sendas


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preguntas, sin mayor trascendencia, y, al finalizar, varias personas se acercaron para preguntarme alguna cosilla o para hacerme un comentario halagüeño. El último en acercarse fue un hombre de mediana edad, si con este tópico puedo sortear el dar más detalles, que se me ocultaban tras una mascarilla negra y unas gafas empañadas. Vestía un anorak color granate y gozaba de una altura considerable, con anchos hombros y aspecto de deportista. —Tengo que hablar con usted en privado —me dijo por toda presentación. Le expliqué que al finalizar el acto me debía a la organización, que había programado una cena para cuatro personas en un restaurante cercano, pero que el día siguiente lo tenía a su disposición, pues pensaba pasarlo en Arévalo a la rebusca de algunos datos en su archivo municipal. Así que le di una tarjeta y le dije que esperaba su llamada para el día siguiente. —¿Puede adelantarme de qué quiere hablarme? —Son cosas personales. Ya hablaremos —y tuve la sensación de que lo decía de una manera sombría, aunque deseché rápidamente cualquier temor, pues el hombre se alejó sin decir más. La mañana del día siguiente la pasé entera en Arévalo, cuyo archivo municipal se me reveló como un tesoro, propicio para mis indagaciones. Terminé pasado el mediodía y, acompañado de la archivera, una joven entregada a su causa, compartimos un aperitivo en una cafetería cerca del ayuntamiento. Una vez que nos despedimos, di un pequeño


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paseo y a eso de las 2 de la tarde me encaminé al Asador Las Cubas, que ya conocía de otras veces, y me olvidé de todo. Pedí un revuelto de morcilla, una ración de cochinillo y una jarra de vino de la tierra —me sirvieron, por cierto, un magnífico Cigales— y me dispuse a disfrutar cuando entró en el asador el hombretón que me había abordado el día anterior al final de mi conferencia, con el mismo anorak granate de la tarde anterior. De pie frente a mi mesa me pareció aún más impresionante que la noche antes. Le invité a sentarse y a que compartiera la comida conmigo. Se sentó, sí, pero no quiso comer ni beber nada y eso que le insistí con el vino. Como el día anterior le había hablado de mis planes en Arévalo, se vino hasta allí para esperarme a la salida y abordarme en el momento más propicio. Y no había encontrado otro más adecuado que el tiempo de la comida que yo me había prometido tan tranquila y agradable. —Soy el marido de Alicia Ramírez —comenzó diciendo. Se me atragantó el trocito de pan que había cogido como al descuido. Luego siguió hablando en voz más bien baja, como amenazadora. Vivían en un pueblo cercano a Madrigal, aunque no quiso decirme cuál, y alguien que había leído nuestra revista comenzó a propalar la aventura que yo había contado de Alicia Ramírez. Desde entonces el pueblo era un hervor de rumores y al pobre hombre que tenía enfrente, y que iba empequeñeciéndose cada vez según hablaba, ya le llamaban cornudo hasta los chiquillos por la calle. Y no digamos nada los jóvenes, que de vez en cuando, aprovechando los vapores etílicos de los sábados de botellón, le montaban una cencerrada a la misma puerta de su casa con letrillas


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infamantes y canturreos tradicionales con la letra cambiada para adecuarla al caso. Una auténtica pesadilla, me decía. Por más que le expliqué que lo sentía mucho, que el nombre de Alicia Ramírez había sido una elección casual y que todo era ficción, como había explicado en el número 110 de la revista, el hombre aquel seguía explicándome el agravio en que andaba envuelto. Y menos mal, insistió varias veces, que sus vecinos no conocían un detalle que a él no dejaba de atormentarlo. —Su charla en Ávila fue el 21 de febrero, como he comprobado por los periódicos, y el día 22 dice que lo pasó con Alicia en Madrigal, donde durmieron. Pues bien, mi mujer el día 22 ella lo pasó con una prima viuda que vive en Tordesillas y con la que suele quedar cada dos o tres meses algún sábado que yo salgo a cazar. Recuerdo bien aquel día, porque yo había quedado en salir de caza con mi amigo Genaro, como siempre, pero a él le dio un cólico y tuvimos que suspender la salida, así que me pasé el día solo en casa. ¿Fue también casualidad o estaba realmente con usted? Me puse lo más serio que pude, tomé un largo trago del Cigales y dije de la manera más convincente que se me ocurrió: —Mire, amigo, si yo hubiera estado realmente con su mujer, habría puesto otro nombre, ¿no le parece? Pero ya le digo que es todo invención literaria, pura quimera. Fíjese que en Madrigal de las Altas Torres ni siquiera hay un hotel. Así que tranquilícese por lo que a mí respecta, nunca he estado con su mujer. Y de verdad, si hubiera estado con ella habría elegido otro escenario, otros nombres, otra historia. Me miró fijamente, con los ojos al borde de las lágrimas y


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los puños apretados de rabia o de impotencia o de ambas cosas. Alargó su mano derecha, se sirvió un vaso de vino que apuró de un trago y se levantó, haciendo temblar la silla en que había estado sentado. Luego salió sin despedirse. Yo me quedé, como cabe imaginar, descolocado y con el corazón encogido, sin saber si seguir con el revuelto de morcilla, que ya estaba frío. Le pedí al camarero que me trajera el cochinillo, que fui picoteando sin gana hasta que, con el estómago cerrado y el alma en vilo, me olvidé de la comida, pagué la cuenta y salí del asador. En cuanto crucé la puerta de salida y enfilé callé abajo, sentí pasos a mi espalda y, antes de que pudiera volverme, sentí un fuerte golpe en la región occipital y, mientras caía sin remedio al suelo, me pareció atisbar a mis espaldas lo que imaginé un anorak granate. Cuando desperté del coma, al primero que vi fue al inspector Ibáñez.

[Luz y Tinta, núm. 111, abril de 2021]


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Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (y 2)

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esperté —luego supe que de un coma de un par de días— como quien sale de una piscina, tras haber mantenido la respiración durante un tiempo. La sensación de la piscina me la dio tal vez la sudoración que me envolvía. Lo cierto es que estaba confuso, ajeno al lugar en que me encontraba, con un terrible dolor de cabeza y una sensación de desconcierto que bordeaba el enajenamiento. Supongo que a todo ello ayudaría el que, de pie junto a mi cama, estaba un hombre que no conocía y que, en cuanto me vio despierto, se apresuró a salir de la habitación. Regresó a los pocos minutos con la enfermera y una doctora (inconfundible con su fonendoscopio al cuello), ambas jovencitas y sonrientes. Mandaron salir al hombre y me hicieron todas las preguntas del mundo. Cuando terminaron su exploración y ante mis propias preguntas me dijeron que había recibido un fuerte traumatismo craneoencefálico, pero que estaba fuera de peligro y en pocos días estaría en disposición de irme a mi casa. Salieron ellas y volvió a entrar aquel hombre que había


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visto al despertar. Se presentó como inspector de no recuerdo qué comisaría y me dijo que se llamaba Ibáñez y que había venido a traer mi cartera, que me había dejado olvidada en el Asador Las Cubas, donde había comido poco antes de que la cornisa cayera sobre mi cabeza. En ese momento aumentó mi confusión. —¿Una cornisa? Recordé al hombre del anorak granate detrás de mi y le pregunté al inspector si no habría sido ese hombre el que me atizara el golpe en la cabeza, que por cierto me dolía como si me lo hubieran dado entonces mismo. —Ese hombre del anorak fue el que vio como le caía la cornisa, que si le da un poco más en el centro de la cabeza le mata, y el que avisó inmediatamente a la ambulancia. Nos dijo que tenía que hablar con usted, para disculparse por no sé qué, y por eso le seguía. Debe estarle agradecido. Luego siguió hablando, del móvil, de mi mujer a la que ya habían avisado, de la cartera que me había dejado olvidada y de no sé qué otras cosas que en mi estado de desconcierto me resultaban incomprensibles. Después salió deseándome suerte y una pronta recuperación y agregó que cuando me dieran el alta pasara a verle si quería presentar una reclamación por daños al inmueble cuya cornisa me había descalabrado. Al final de la mañana, después de que la enfermera entrara varias veces con sus dosis de medicamentos y una cura que me levantó mayor dolor de cabeza, llegaron un hombre y


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una mujer, con aire tímido y ofreciendo todas las disculpas. Al principio me costó reconocerlo, pero en cuanto empezó a hablar caí en la cuenta y sobre todo cuando me presentó a su esposa. —Y esta es mi señora —me dijo—, Alicia Ramírez. Era una mujer más bien regordeta, pero de buen porte y amplia sonrisa, a la que, por qué no decirlo, me hubiera gustado conocer en otras circunstancias y con distinto ánimo. Les di las gracias por la visita y especialmente a él por la atención que había tenido conmigo después del golpe; y agregué con más oficio que convicción: —Y lamento todas las molestias que les he causado con mi desafortunada elección del nombre de mi personaje. Lo dije mientras la miraba a ella que mantenía una sonrisa que no supe interpretar. Cruzamos pocas palabras más y salieron con el mismo gesto de timidez con que habían entrado. Como a la media hora, sumido yo en aquel vaivén de aturdimiento, entró de nuevo la mujer, la que en realidad se llamaba Alicia Ramírez, ahora sí, como una furia. —¿Cómo tienes tanta cara? —me soltó con gesto de desprecio—. Me seduces como una colegiala con tus artimañas de donjuán y ahora sales con que todo es ficción y no me conoces de nada. No eres más que un mamarracho. Y salió de la habitación sin esperar que le contestase y dejándome más confundido de lo que ya estaba por el golpe y por todo lo que había conocido aquella extraña mañana.


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Cerré los ojos, para buscar un punto de equilibrio mental, cuando volvió a abrirse la puerta. Temiéndome lo peor, seguí con los ojos cerrados, que abrí al sentir el beso en la frente de mi esposa que acababa de llegar de Gijón para acompañarme en la hospitalización que me esperaba.

[Luz y Tinta, núm. 112, mayo de 2021]


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Lo que me faltaba

H

arto estoy de Alicia Ramírez y de todas las complicaciones que me está trayendo. Llega un momento en que ya no sé dónde estoy y, si me apuran un poco, quién soy. Lo reconozco, aquella historia que nació como al desgaire, cara y cruz de mi propia fantasía creadora, si es que así puedo llamarla, me está envolviendo sin ningún tipo de piedad y me está sacudiendo como se sacude a una alfombra, sin miramientos. El último desencuentro me ocurrió la semana pasada. Me había propuesto no escribir más sobre ella, no fueran a revolverse las aguas turbias en que todo se mecía, cuando recibí una inquietante llamada del inspector Ibáñez. Recuerde el lector: aquel inspector que me había visitado en el hospital tras el golpe en la cabeza que recibí en Arévalo creyendo que quien me lo asestaba era el marido de una Alicia Ramírez que no conocía. El inspector Ibáñez me llamaba porque acababa de informarle mi mujer que yo estaba en Madrid y que pensaba regresar al día siguiente. —Si no le importa, cuando pase por Medina del Campo


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acérquese a la comisaría que tendré mucho gusto en hablar con usted. Si no le importa, avíseme antes por teléfono de la hora en que llegará. —Si no es muy importante, podemos hablarlo por teléfono. —Es importante. Alicia Ramírez recibió dos disparos en el pecho ayer por la tarde. Murió en el acto. En ese momento no supe si había perdido el conocimiento o si la tierra había adquirido una velocidad de mareo. No sabía en qué pensar, si en la Alicia Ramírez de mis ficciones o la que me había visitado en el hospital o la violinista a la que había visto tocar magistralmente en el teatro Filarmónica de Oviedo. —No puede ser. No me estará acusando de… —No se preocupe, ya tenemos un sospechoso… En ese momento supe que se había terminado mi viaje a Madrid. Así se lo dije a Ibáñez y le anuncié que en poco más de dos horas estaría en Medina. Recogí mis papeles en la Biblioteca Nacional, pasé apresuradamente por el hotel y conduciendo como Dios me daba a entender —varias veces sentí que todo lo hacía mecánicamente, filtrando mis sensaciones y mis recuerdos con el tamiz de la preocupación— me presenté en Medina del Campo y, tras un par de preguntas, llegué a la comisaría. El inspector Ibáñez me esperaba en un despacho minúsculo, en el que apenas cabían la mesa y un par de sillas y en el que además habían embutido una estantería atiborrada de carpetas y papeles de toda laya. Ibáñez me sonreía detrás de aquella mesa y me invitó a sentarme frente a él, con la espalda rozando la pared. Sonreía. No lo recordaba muy bien,


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pues mis recuerdos del hospital aún los tengo borrosos, pero tengo la sensación de que el traje gris perla con que me recibió esta vez le sentaba mejor que el terno desgastado con el que me había visitado en el hospital. Y qué más dará, se dirá más que uno. Efectivamente. Lo importante no era el traje ni su sonrisa ni la amabilidad con que me ofreció agua, café o cualquier otra cosa. Rechacé todo y le invité a contarme lo que le había pasado a Alicia Ramírez. —De momento sólo puedo contarle que le dieron dos tiros a bocajarro en mitad del pecho. Lo demás es secreto del sumario. —No me joda, inspector. Entonces para qué me ha hecho venir. —Para enseñarle estas fotos —y me pasó un iPad con una carpeta de fotos abierta—. Vaya pasando una a una y ya me dirá. Fui pasando una a una y lo que menos me apetecía era decirle nada a aquel inspector. Salían fotos de Alicia Ramírez conmigo en un par de sitios de Madrigal de las Altas Torres; fotos en Lena y fotos en Oviedo. Había incluso fotos de la Alicia Ramírez violinista, ella sola, en varias tomas en Oviedo, y conmigo en una sidrería donde compartíamos sidra y viandas, a pesar de lo que yo contara en el número 110 de Luz y Tinta. Eso sí, y ahí sí que el inspector Ibáñez me tenía pillado por los huevos, la que aparecía conmigo en Madrigal y en Oviedo era la misma a la que le había negado el pan y la sal en Arévalo, ante su marido, y ante ella misma en el hospital. Maldita Alicia Ramírez. —Usted me dirá. —No tengo nada que decir. Es mi vida y la vivo como me-


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jor se me ocurre —dije por decir algo—. Sólo les faltan las fotos del Mar Menor —añadí con toda la ironía del mundo y con la moral totalmente resquebrajada, porque no sabía a dónde quería llegar aquel policía con su aire de despreocupado. —Hemos comprobado que aquella historia es toda ficción, como usted diría. Lo que no es ficción es que ayer por la tarde alguien le disparó a su amiga Alicia Ramírez y, como usted comprenderá, me interesa conocer el tipo de relaciones que mantuvo en los últimos tiempos. —No irá a acusarme de asesinato, sería lo que me faltaba. —No. Hemos comprobado que usted pasó ayer toda la tarde en la Biblioteca Nacional de Madrid. Lo que queremos de usted es que nos diga si algún miembro más de esa revista Luz y Tinta ha tenido relación con Alicia Ramírez y, en tal caso, qué tipo de intimidad tenían. —No sé a dónde quiere llegar ni me importa —agregué insolentemente, presa de los nervios—. Pero no controlo la vida privada de los colaboradores de la revista. —Si recordara algo, por favor, no dude en comentármelo. Aunque le parezca una bobada. En ese momento se levantó y yo hice lo propio. «Le acompaño hasta la puerta», dijo el inspector Ibáñez y yo le seguí, confuso por lo surrealista de la situación y por el tono que no sabría definir del inspector. Al pasar por un despacho con cristalera al pasillo pude


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ver dentro a mi compañera y amiga Gloria Soriano. —Oiga, inspector —casi grité de la sorpresa—. Está ahí Gloria Soriano, ¿puedo saludarla? —De momento, no. Está acusada del asesinato de Alicia Ramírez. Lo que me faltaba.

[Luz y Tinta. núm. 119, diciembre de 2021]



[Gloria Soriano]

Alicia Ramírez

Para Francisco Trinidad y sus lectores El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; La vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros. Jane Austen

E

n el punto de encuentro nos saludábamos diciendo nuestros nombres. Acababan de presentarse Alicia y su marido cuando se incorporó otra chica, Alicia también, que venía desde Ávila. ¿Algún apellido que os diferencie?, pregunté. «Alicia Ramírez», dijo la recién llegada. Su nombre me resultó familiar y desde el primer momento sentí curiosidad por ella. La furgoneta se puso en marcha a la hora prevista. A bordo, nueve personas; detrás, el remolque con las bicis. Yo iba en la tercera fila, entre un desconocido (tan solo sabía su nombre) y Alicia Ramírez. Tal vez por el madrugón, por lle-


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var las bocas tapadas por la mascarilla, o por la poca confianza que aún nos teníamos, viajábamos en un silencio roto por alguna pregunta. Desde mi posición oía con dificultad las explicaciones del guía y mis vistas eran muy limitadas, así que abrí el ebook al mismo tiempo que mi compañero de asiento se recostaba para dormir. Alicia estaba mirando fotografías en el móvil e intuí que no eran suyas: aquella aurora boreal recordaba haberla visto publicada en una revista por otro autor. Dejé de espiar a mi compañera y centré la vista en la página por donde se abrió el libro, la misma donde lo había cerrado la noche anterior vencida por el sueño que me llevaba a trompicones, saltando líneas. Tuve que retroceder hasta el principio del cuento para retomar el hilo de una historia que, con los ojos abiertos, era fácil de seguir: Una mujer que hacía décadas que llevaba el pelo blanco, desea que la miren y admiren como cuando era joven. El día de su cumpleaños recibe a hijos y nietos con el pelo teñido de rubio y peinado con picardía. También se ha maquillado, algo inusual en ella. Su aspecto es raro, sus hijos lo desaprueban pero no se atreven a contrariarla. De regreso a casa la nuera reprocha a su marido el silencio que mantuvo ante su madre, teme que de ese intento por recuperar la juventud, salga humillada como un personaje de Chejov. Yo, como el hijo condescendiente del cuento «Vanidad» de J.M. Coetzee, también me quedé pensando en los relatos de Chejov. Trataba de recordar alguno que planteara una situación similar. Como tenía en el ebook una edición de los cuentos completos, busqué “peluca” y “pelo“ entre sus mil ciento ochenta y ocho páginas. Los resultados fueron mu-


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chos, pero ninguno satisfactorio. Tal vez los cuentos completos no lo eran tanto, pensé. Sin embargo, el final chejoviano con el que Coetzee concluía la historia —la vuelta a casa a través de la nieve, la casa vacía, el fuego apagado y la tristeza eterna— me pareció un sentimiento muy presente en muchos de los relatos, tan presente como la vanidad en gran parte de los actos de nuestra vida. Estando en esas reflexiones la furgoneta se detuvo en un área de descanso con una cafetería para desayunar. Después del café, mientras los otros hablaban de frenos de disco y del tamaño del plato, Alicia Ramírez y yo entablamos una charla sobre Vías Verdes y rutas recomendables. Me habló de la Senda del Oso, una vía verde muy cerca de Oviedo que había recorrido en una bici alquilada a mediados de agosto, un viaje que también aprovechó para hacer una visita por el prerrománico asturiano. Fue entonces cuando empecé a atar cabos: Alicia Ramírez, de Ávila, aficionada a la lectura, gran lectora (también de Luz y Tinta), amante de los finales abiertos y del escritor F.T. (al menos una vez, en Madrigal de las Altas Torres) de quien no se pierde ninguna de sus publicaciones en la revista, ni ponencias en Congresos, si se celebran en Ávila. Jamás había imaginado que letras y pedales, literatura y ciclismo, pudieran estar tan próximos, confluyendo en el mismo instante en esa persona, algo que nunca me pasaba a mí. Mi vida era una disociación de aficiones, espacios estancos en los que me sumergía con exclusividad. Cuando se me encendió la chispa sobre la identidad de Alicia, a punto estuve de exclamar con entusiasmo “enton-


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ces tú eres…”, pero me callé. ¿Acaso ella no me había reconocido? Yo también publicaba cada mes en Luz y Tinta con mi foto en miniatura, sin mascarilla y sin pseudónimo. La opinión que me había formado sobre Alicia Ramírez en base a los datos extraídos de lo que F.T. había contado en “Un final como todos” y “Un paseo por el prerrománico asturiano”, se empobreció un poco más. Le rebajé el apelativo de gran lectora a lectora a secas, lo que me ha llevado a tachaduras, y la despojé del glamour de personaje literario. Allí era solo una ciclista, un poco torpe, como pude comprobar en los días siguientes, a quien evité durante el resto de la semana. No aspiraba a conocer de ella más de lo que F.T. quisiera escribir. [Luz y Tinta, núm. 106, noviembre de 2020]


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Dos veces muerta

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e acusan del asesinato de Alicia Ramírez y ya me veo entre rejas. Para mí ella había muerto hacía tiempo. La mató el olvido. El inspector Ibañez dice que ya está bien de sandeces, que la muerte ha sido con plomo. La víctima me había empezado a caer mal desde aquel día que coincidimos en un viaje. Ella iba leyendo uno de los números de Luz y Tinta donde yo publicaba un relato encabezado con mi foto. Me dolió que no me reconociera. Aquella antipatía se fue agravando a medida que ella desplegaba su afán de protagonismo. Con tal de aparecer en los relatos escritos por el director de la revista y estimado amigo mío, no tenía escrúpulos en ponerlo en aprietos. Enterrarla viva en mi memoria hizo que me sintiera mejor, y ahora que está muerta, me obligan a resucitarla. Releo en los cuentos que no están bajo secreto de sumario, trozos aireados de su biografía. Estoy buscando la verdad. Investiguen al marido, digo, ella le ponía los cuernos. Pero el inspector Ibañez, de natural obtuso, rechaza mis sugerencias: usted limítese a contestar cuando se le pregunte. A la hora de los hechos yo estaba echando una palada de


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tierra sobre Alicia Ramírez, sí, eso es lo que hacía, le dije cuando me preguntó. ¿No sería un fogonazo? —contestó sarcástico sin esperar respuesta—, pero dígame, dónde estaba, en qué lugar. Estaba en mi casa, sin conexión a internet, buscando un documento en el ordenador que me recordaba un cajón revuelto en el que solo se encuentra lo inesperado. Entonces apareció un cuento de Francisco Trinidad que había archivado con deleite porque en él narraba la muerte de Alicia Ramírez. Cuando lo abrí, ella empezó a agitarse. Temí que fuera a salirse de la tumba y tuve que arrojar más tierra. Sí, de la hora estoy segura porque de vez en cuando consultaba el reloj para no perderme “Las ventajas de viajar en tren”, una película que ponían en el canal 444 y le recomiendo para que vea que las cosas no son lo que parecen. Mi coartada no le sirve: nadie puede confirmar que estaba en casa, no tengo ni pala ni recogedor, el canal 444 no se puede sintonizar. Se lo preguntaré otra vez, me dice aparentando indulgencia. Respondo cansada: estaba en otra dimensión echándole una palada de tierra. Pienso en la cárcel como ese lugar donde podré perder de vista al inspector y curarme de la vanidad que tantas complicaciones me ha traído. Un mundo nuevo a descubrir. Y mientras lo pienso oigo las dentelladas que da Ibañez a las palabras fingimiento, enajenación mental, y las sílabas desprendidas revolotean sin rumbo como mariposas nocturnas. [Luz y Tinta, núm. 119, diciembre de 2021]


[Laudelino Vázquez]

Cornudo y apaleado

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esde lo de la Isabel la Católica, que nació aquí al lado en el monasterio de las Agustinas, que no debió haber acontecimiento en Madrigal de las Altas Torres como la muerte de Alicia Ramírez, que a la sazón era mi esposa oficial, amante despechada de un tal Trinidad, y no quiero ni pensar lo que tendría que ver con la Gloria Soriano esta, que han encerrado (espero que de por vida) por meterle dos perdigonazos en pleno pecho. Me han de perdonar si no se me entiende bien, o pongo los adjetivos en dónde los adverbios o viceversa, que no solo no soy letrado, sino que nunca había escrito más allá de alguna carta a madre cuando anduve en la mili, y los pedidos y recados de la mueblería. Pero el primo Agustín me animó (bueno me achicharró a consejos del tipo de total ya lo tienes todo perdido ) y como él estudió algo en el seminario, se me comprometió a arreglar los despropósitos que yo cuente aquí. Así que aquí estoy y ustedes mismos piensen lo que les parezca, que a mí ya me arruinaron bien arruinada la vida. Me llamo Anselmo, porque mi padre fue a registrarme el

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veintiuno de abril sin pensar en ningún nombre y para acabar antes, le dijo al del juzgado que me pusiera el santo del día. Y Anselmo me quedé para toda la vida. Bueno para toda la vida no, que al poco de casarme con Alicia ya empecé a ser Anselmo el Cornudo. No así a la cara, pero bien que procuraban que los oyera cuando me daba media vuelta y hacía cómo que no me enteraba. No sufrí demasiado porque mi padre desde niño repetía mucho un cornudín puede ser una magnífica persona, lo que no me seas nunca, ni trates, ni perdones ye a un esquirol . Porque mi padre era asturiano ¿saben? Un minero orgulloso al que desterraron a Madrigal de las Altas Torres cuando unas huelgas enormes que montaron en el año 1962 en Asturias, y a él lo desterraron aquí. Y al principio lo miraban como si fuera un demonio con cuernos y todo, pero con esa labia que tenía que te embobaba y con lo buena persona que era, bueno, y con las manos que tenía para la carpintería y que aquí no había carpintero y entonces ir hasta Arévalo o Medina del Campo, no era como ahora, pues pronto pasó a ser amigo hasta de los guardias civiles que lo controlaban. Y no soportaba a los esquiroles, porque estaba convencido de que, por su culpa, la clase obrera estaba siempre subyugada, que si fueran todos a una… Lo de los cuernos seguramente fue porque apenas llevaba nueve meses aquí, se enteró que su novia de Langreo se había echado otro novio y había fijado la boda para las fiestas de San Pedro que allí son muy sonadas. Y él escribiéndoles unas cartas en las que se derretía de amor y le prometía vol-


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ver pronto, porque se portaba bien y seguro que le reducían la pena: La muy ladina, me contestaba que sí, que me echaba mucho de menos, pero ya se había liado con mi amigo Fredo el Rana, que nunca mejor el nombre, que luego le salió borracho, vago y según dicen de mano ligera , me solía repetir mi padre las pocas veces que se animaba. A él la carpintería le fue bien, y al año ni se acordaba de la novia, conoció a mi madre y se casaron después de un cortejo de año y medio y de que seguramente me habían fabricado sin enterarse, porque yo nací sietemesino en abril del sesenta y cinco. Con el tiempo la carpintería se convirtió en la mueblería de la que todavía queda el edificio medio derruido en la entrada de la carretera de Peñaranda de Bracamonte, y ahí crecí, porque estudiar lo que se dice estudiar, poco. Además de vago, era torpe pa los estudios pero no se me daba nada mal vender muebles. Ahí conocí a Alicia un día que vino con sus padres buscando un comedor de nogal que la madre vio en una revista, y según me contó, aquel día quedó impresionada con mi soltura y mi mundo a pesar de lo joven que era, porque les conseguí el maldito comedor a través de un fabricante valenciano con el que trabajábamos a menudo. Cuatro años después, con veintitrés, en la Iglesia de San Nicolás, nos casamos como reyes , repetía ella, que le gustaba recordar que se habían casado los padres de Isabel la Católica allí mismo. La fama me empezó pronto, porque ella que había hecho el secretariado y esas cosas y entendía de números, pronto


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se quedó en la mueblería como administrativa, y claro, atrás, estaba el departamento de los colchones y las camas, que no siendo muy grande para mueblería, le venía como anillo al dedo para sus revolcones. Porque ella mucho te quiero y mucho maridín , pero no creo que tardara tres años en ponerme los cuernos. Ardiente como era, debía parecerle que el sábado sabadete, era demasiado poco para un cuerpo tan serrano, que ella estar estaba de toma pan y moja, y pronto empezaron los rumores, si Sebastián el de Blasconuño, al que su mujer se llevó a vivir a Barcelona en cuanto los rumores le llegaron a su oídos, si Paco el cabra, el de Fontiveros, que si Ramón Sancino el de Crespos Mi padre me miraba con pena y me repetía, que lo importante era no ser esquirol, eso sí que no. Y yo miraba para otra parte. Hasta que mi padre me dijo que se jubilaba y que la mueblería era cosa mía. Ahí empezó el ataque en toda regla. A todas horas. Que si La Moraña no alcanza para una mueblería, que si ahora en coche se va en menos de media hora a Medina del Campo, que si patatín, que si patatán, me vi abriendo una mueblería en la avenida de la Constitución en Medina del Campo en el año 1999. Que ella, además del negocio, miraba por su interés, yo lo sabía, pero había como un acuerdo no hablado que ella por su lado y yo por el mío (que yo tampoco he sido un santo y las mismas camas y colchones que valían para ella, valieron para mí), pero por el bien del negocio y porque a pesar de todo yo le tenía una querencia y una cosa. Hasta que pasó lo del Trinidad, ese. Que una cosa es que te pongan los cuernos, y otra que lo


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retransmitan. Y primero lo disimuló con un asesinato en no sé qué mar, pero luego volvió a sacarla, y va y cuenta como me tomó el pelo diciendo que no era ella que si otra, que si un violín, que si patatán. Y yo, bueno, pues a tragar. Pero cuando va y escribe que la va a ver al hospital y ella se le encanalla por negarlo, ahí sí que no. Porque en el pueblo no leerá ni Cristo, pero aquellos días aparecían revistas de Luz y Tinta por todas partes. Y ya el descaro con el que se me reían en mis narices fue tal, que decidí acabar con ello. Hablar con la Alicia y mira, si hay que partir la mueblería se parte, pero yo no aguanto más, morena. Y en esas, que le pegan dos tiros. Dos. Y en todo el pecho, ¡rediela! ¿A quien se iba a echar la culpa? ¡Exacto! Al Cornudo (así con mayúsculas) del marido. Y eso que el comisario Ibáñez , que fue el único decente en todo esto, me dijo que no me creía capaz de sostener una pistola y menos aún apuntar al pecho de mi mujer y disparar. Y si añadimos que yo estaba en la mueblería y que aún no había cerrado claro que el cabrón de Marcos, que ya estaba rabiado con Alicia porque no le dejó ser uno más en la cama, que trabajaba para nosotros y la Ali no se quería complicar tanto, fue a decirle que yo no estaba dentro del edificio y que hacía más de una hora que no me veía. Lo más parecido a una prueba contra mí, fue que lo despedí con cajas destempladas. ¿Y qué hubiera hecho cualquier otro en mi lugar? ¿seguir dándole de comer a un cabronazo que intenta meterte en la cárcel de por vida? Pero claro, ya había un culpable ideal, y por más que la policía nunca me incriminó, hasta la ministra esa del chalet,


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salió en la tele, diciendo que los crímenes machistas y que no sé qué. Y que hasta El Norte de Castilla contrató a un criminólogo que escribió convencido de que yo tenía el perfil ideal de asesino. Qué dos meses, madre mía, que a mi madre se la llevaron de viaje porque el infarto no fue casualidad. Me tuve que ir a vivir a Salamanca, pero me habían sacado en la tele nacional. Y del Paco Trinidad ni palabra. Como el tipo era escritor, pues no podía ser. A ese, si lo pillo otra vez, lo deslomo. Le abro la cabeza como hay Dios, porque a ver a santo de qué tuvo que escribir aquello riéndose de mi. ¿A santo de qué, dios mío? ¿Qué quieren? ¿ser famosos en el tuiter ese, que no sé ni cómo se escribe? Hasta colgarme intenté una tarde especialmente oscura en la que una tertulia de la tele y una manifestación en la Plaza Mayor de Salamanca, pedían mi ingreso inmediato en prisión. Bueno, las manifestantes no, esas pedían que me partieran en pedazos. Y de repente aparece la Gloria Soriano esta, que yo ni sabía de su existencia, y confiesa que fue ella por un quítame allá esas mariposas. Que está más pallá que pacá, pero que veía en la tele un tren y... miren, igual loca está (aunque me parece que es para librarse de la cadena perpetua), pero si lo está es por ese Paco Trinidad, que es el culpable de todo esto. Y seguro que antes, o durante a la par que tiraba la caña a mi Alicia, andaría en esos viajes topándose con otras, entre las que estaría la Gloria. Y lo de siempre: este pa mi sola y de repente lee lo de Alicia Ramírez, y al parecer ya la conocía y la tenía atravesada, y como ahora han cambiado los tiempos que es una barbaridad, para qué


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envenenarla o buscar una manera femenina y delicada de hacerle la puñeta a mi Ali, no, dos tiros a perro puesto, como si fuera una mafiosa cualquiera. Total, había un cornudo para colgarle el muerto. Solo el inspector Ibáñez —Dios se lo pague con un buen ascenso— evitó que fuera cornudo y apaleado. [Luz y Tinta, núm. 119, diciembre de 2021]





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