10 minute read

Una casita en el Mar Menor

día daban más que hacer, alternando nuestro piso de Madrid y la casa del Mar Menor que había sufrido una profunda transformación desde cuando la compró mi padre. Igual que toda la zona. De verano en verano veíamos crecer las urbanizaciones alrededor de nuestra casa y en todo lo que habían sido huertas y descampados hasta entonces. Mi padre recibió numerosas ofertas por el terreno anejo a la casa que, aunque tenía un poco de jardín y otro poco de huerta, con varios árboles frutales, no era ni lo uno ni lo otro. Y eso que, una vez jubilado, mi padre se empeñó en sacarle pimientos y tomates y otras hortalizas a un terreno que no sabía cultivar. Por eso desdeñó una a una las ofertas que distintos constructores, hasta que, cansado y quizás contagiado de la fiebre constructora que lo ahogaba, acabó cediendo y vendió la huerta a un constructor a cambio de que reformara toda la casa, levantando un piso más y un solarium e igualando el aspecto de casa nueva con las que ya la rodeaban. En el terreno de la huerta se construyeron cuatro bungalós de dos plantas vendidos a precio de oro —se anunciaban como «primera línea de playa», aunque la nuestra estuviera delante— y nos dejaron, donde en su día había montado mi padre un invernadero destartalado, un trocito de patio ideal para que jugaran las niñas. A los pocos meses de aquella reforma se iniciaron las obras para construir el actual paseo marítimo y el saneamiento de la playa, con lo que la casa de mi padre se revalorizó y se integró en el maremágnum turístico que nos envuelve. A escasos cien metros nos colocaron un ruidoso y tumultuoso chiringuito con permanente olor a fritanga. Cuando murieron mis padres, no dudé en quedarme con

la casa, que a Amelia le hubiera gustado vender, sobre todo porque ya soplaban vientos de muerte sobre el Mar Menor, azotado por una agricultura agresiva y un turismo inmisericorde. Aún así, en los meses en que decae la avalancha británica y alemana todo recupera la antigua tranquilidad de lo que en su día fue un pueblo de pescadores; y la casa sigue siendo el refugio tranquilo al que me acojo siempre fuera de la llamada y sufrida temporada alta, generalmente en el mes de septiembre, con Amelia y las gemelas, y en los meses de invierno aprovechamos todos los «puentes» que alargan algunos fines de semana. A veces, en épocas de especial sequía o de especial creatividad, me escapo yo solo, con el portátil y la carpeta en la que esté trabajando en esos momentos. Generalmente la tranquilidad del entorno favorece que el trabajo avance.

Por eso la eché tanto de menos cuando aquel famoso confinamiento del Covid-19. Me habría gustado encerrarme en ella y escribir en soledad, oyendo a veces los graznidos de las gaviotas al atardecer y dejándome mecer por el silencio, entretejido de palabras ajenas y como en sordina provenientes del chiringuito. Y sin embargo, tuve que quedarme en mi domicilio de Madrid, aguantando los temores de Amelia y las salidas de tono de las gemelas, en plena desazón adolescente. A veces me asomaba a la ventana y en la sensación de vacío de las calles desiertas suspiraba por ver los amaneceres del Mar Menor, por acurrucarme en el solárium de mi casa a su borde y por sentir esa sensación de plenitud que desde siempre ha provocado en mi la estancia en aquel rincón al que la pandemia me impedía acceder.

Así que, en cuanto levantaron la veda, preparé el viaje,

venciendo o sorteando todas las reticencias de Amelia que estaba inmersa en todos los preparativos para la vuelta a su trabajo presencial. Cogí el coche el 26 de junio, salí temprano y, con una sola parada en La Roda para tomar un café y estirar las piernas, llegué a la playa de Los Narejos sobre las 12 del mediodía. Nervioso, subí los tres escalones que llevan a la puerta de entrada; y más nervioso aún, metí la lleva en la cerradura y abrí la puerta. Dentro me recibió la oscuridad y un olor nauseabundo. Me tapé la nariz, subí las dos persianas del salón y, cuando me di la vuelta, lo vi y todos mis nervios se concentraron en la garganta. ¿Era un cadáver o un espectro? Sentada en uno de los butacones, con el brazo izquierdo colgando, casi rozaba el suelo, y la cabeza también ladeada, estaba el cuerpo de una mujer en plena descomposición. No sé si di un grito o si fueron los nervios los que gritaron por mí. Apoyándome en la pared salí al patio, respiré hondo y llamé a la poicía.

Un cuarto de hora después, aquella casa que yo siempre había considerado tranquila se convirtió en un pandemónium. Policías de paisano, policías de uniforme, médicos y enfermeras, forenses, funcionarios del Juzgado con un juez cabizbajo al frente, personal de una funeraria y, sobre todo, vecinos y vecinas con la antena puesta, tanto los de las casas y bungalós de alrededor, como los que pasaban por el paseo marítimo que, al reclamo de coches patrulla, ambulancias y coche fúnebre, se paraban y comentaban. Más de uno de los vecinos se acercó al patio y a través de la valla me preguntó directamente qué pasaba.

Fui parco en palabras tanto con los vecinos como con la policía cuyos funcionarios me pidieron mil y un detalles. Fi-

nalmente tuve que acompañarles a la comisaría y allí un inspector o lo que fuere me interrogó durante más de una hora. Era un hombre, como de unos cuarenta años, que no tenía prisa y me preguntó todas las cosas tres o cuatro veces con la misma o parecida pregunta. No tomó ni una nota y yo no incurrí, o creo no haberlo hecho, en ninguna contradicción. Cuando terminó con sus preguntas, me dejó solo durante un cuarto de hora o acaso más, el tiempo pasaba lentamente aunque mis nervios no se asentaran, hasta que entró una mujer muy seria que volvió a preguntarme lo mismo que su compañero, aunque solo una vez y tomando nota de todo lo que yo decía en una pequeña libreta de pastas de hule rojas. Creo que no me salí ni un milímetro de mi primera declaración: no conocía de nada a la chica muerta y no había estado en la casa desde el mes de enero, días después de la última gota fría y para comprobar si la casa había sufrido algún tipo de daños.

La policía me recomendó que no abandonara el pueblo en los próximos días, hasta que ellos tuvieran claro el rumbo de la investigación, y yo, para no pasar la noche en mi casa, me fui al hotel Costa Narejos, desde donde llamé a mi mujer y le conté todo lo que había pasado desde mi llegada. Una vez que terminé mi relato, Amelia colgó sin darme pie a más explicaciones.

Los que sí requirieron mis explicaciones fueron los de la policía, que me llamaron a primera hora de la mañana para citarme en mi casa. Cuando llegué, ya estaban allí un par de coches oficiales y varios agentes de uniforme con los dos inspectores de paisano que me habían interrogado el día an-

terior. Los que me presentaron como de la policía científica, con sus fantasmales monos blancos, se repartieron por toda la casa a la caza de indicios. A mi me llevaron a la cocina y ambos inspectores me hicieron varias preguntas, todas ellas contestadas el día anterior, hasta que la mujer me preguntó por las llaves del coche y, tras pedírmelas, llamó a un agente de uniforme: —Un Opel Insignia blanco que está al costado de la casa —y dirigiéndose a mi:— Si usted quiere acompañarlo es para una inspección rutinaria.

Le dije que no y entonces, fríamente, me preguntó una vez más de qué conocía a la mujer muerta. —De nada —insistí—. No recuerdo haberla visto hasta que encontré su cadáver ayer.

Entonces abrió un ordenador portátil y me enseñó unas imágenes, de muy baja calidad pero perfectamente nítidas, en las que se me veía entrar en la casa acompañado de aquella mujer. Guardé la compostura, suspiré e iba a decir algo, cuando entró el agente que había salido a inspeccionar mi coche y le dio un papel a la inspectora. —¿Ha usado usted mucho el coche en estos últimos meses? —Solo para ir a Alcampo algún sábado con mi mujer. —Y sin embargo —comenzó carraspeando—, la ficha de revisión técnica de su vehículo indica que le hicieron un cambio de aceite y de filtros el 27 de febrero, cuando el coche tenía 73.179 kilómetros. Ahora marca 78.207 kilómetros. Es decir, que en este tiempo del confinamiento pudo haber ido

y venido de su domicilio en Madrid a esta casa en cinco ocasiones. Una de ellas la que recogen estas imágenes que acabamos de ver y que fueron grabadas a finales de mayo, con la mujer todavía viva. ¿Puede explicarlo?

Callé. Callé sabiendo que mis palabras no iban a beneficiarme, dijera lo que dijera, y sabiendo, sobre todo, que las miradas acusadoras de aquellos dos policías habían encontrado un punto de apoyo para mover mi mundo. —Queda usted detenido por el asesinato de Alicia Ramírez —dijo el inspector tranquilo mientras me ponía las esposas y comenzaba a recitarme una serie de derechos que hasta entonces había creído que solo se enumeraban en las películas americanas.

Cuando bajábamos los escalones que separaban la puerta de la calle vi a mi mujer, Amelia, que se acercaba a nosotros, con los ojos llorosos y el gesto decidido. Me clavó la mirada y abrió los labios para escupirme toda su rabia: —Te lo dije.

[Luz y Tinta, núm. 106, noviembre de 2020]

Concierto tentador

Maldita sea Alicia Ramírez y el día en que se me ocurrió incorporarla a uno de mis relatos, creyendo que era una idea feliz porque me permitía hablar de Madrigal de las Altas Torres, donde, dicho sea de paso, tan feliz he sido en algunos momentos, aunque no por las razones lúbricas que desplegué en aquel cuento y que al cabo de un tiempo se han vuelto en mi contra como un peligroso boomerang que, en manos inexpertas, acaba descalabrando a quien pretende ser un inconsciente aprendiz de brujo. Fue mi caso.

Como aquello de Madrigal resulta que gustó a varios de mis lectores, y no sé por qué, seguí tirando del hilo y me traje a Alicia a disfrutar del prerrománico en agosto del año pasado. Y subrayo esto de ‘agosto’ por lo que vendrá después. Luego Gloria Soriano en uno de sus cortos introdujo también a Alicia Ramírez, en este caso como amante de la bicicleta y de las buenas lecturas.

Para darle más carrete a la historia, en el mismo número 106 de Luz y Tinta en que se publicaba el corto de Gloria, volví a sacar a Alicia Ramírez. En el relato titulado «Una

casita en el Mar Menor», contado en primera persona como los anteriores, se narraba la vinculación del narrador con el Mar Menor, y la muerte de Alicia Ramírez, presumiblemente un asesinato achacable al propio narrador.

Nada del otro mundo en estos juegos literarios. Así le daba un nuevo giro a la historia, enredándola en su propio desarrollo, y terminaba con aquel fértil personaje. Y digo bien, personaje, porque de ficción se trataba en toda su dimensión.

Los escenarios de mis relatos son siempre reales o pretenden serlo. Normalmente, sitios conocidos a los que, cómo no, suelen unirme lazos literarios. Uno, al final, no es más que lo que lee y lo que escribe. Eso me pasa con Madrigal de las Altas Torres y toda la historia del pastelero y el rey don Sebastián. Por eso me resultó grato incorporar aquel bello escenario a una ficticia —insisto en el carácter de invención de mi cuento— historia de amor con una bella lectora fruto exclusivo de mi desbordada imaginación.

Pues bien, a los pocos días de publicar la historia de la muerte de Alicia Ramírez en aquella casita del Mar Menor, una lectora, esta sí que bien atenta a mis historias, me mandó un correo electrónico haciéndome notar la incongruencia temporal de mis dos últimos relatos. El del prerrománico, según yo contaba, sucedió en agosto de 2020, fecha verosímil por la despedida entre ambos personajes que cruzaban un beso a través de la mascarilla impuesta por la lucha contra el coronavirus. El del Mar Menor en cambio situaba el asesinato de Alicia unos meses antes del mismo año, pues el narrador descubre su cadáver el 26 de junio, una vez fina-