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Cornudo y apaleado

veintiuno de abril sin pensar en ningún nombre y para acabar antes, le dijo al del juzgado que me pusiera el santo del día. Y Anselmo me quedé para toda la vida. Bueno para toda la vida no, que al poco de casarme con Alicia ya empecé a ser Anselmo el Cornudo. No así a la cara, pero bien que procuraban que los oyera cuando me daba media vuelta y hacía cómo que no me enteraba.

No sufrí demasiado porque mi padre desde niño repetía mucho “un cornudín puede ser una magnífica persona, lo que no me seas nunca, ni trates, ni perdones ye a un esquirol“. Porque mi padre era asturiano ¿saben? Un minero orgulloso al que desterraron a Madrigal de las Altas Torres cuando unas huelgas enormes que montaron en el año 1962 en Asturias, y a él lo desterraron aquí. Y al principio lo miraban como si fuera un demonio con cuernos y todo, pero con esa labia que tenía que te embobaba y con lo buena persona que era, bueno, y con las manos que tenía para la carpintería y que aquí no había carpintero y entonces ir hasta Arévalo o Medina del Campo, no era como ahora, pues pronto pasó a ser amigo hasta de los guardias civiles que lo controlaban. Y no soportaba a los esquiroles, porque estaba convencido de que, por su culpa, la clase obrera estaba siempre subyugada, que si fueran todos a una…

Lo de los cuernos seguramente fue porque apenas llevaba nueve meses aquí, se enteró que su novia de Langreo se había echado otro novio y había fijado la boda para las fiestas de San Pedro que allí son muy sonadas. Y él escribiéndoles unas cartas en las que se derretía de amor y le prometía vol-

ver pronto, porque se portaba bien y seguro que le reducían la pena: “La muy ladina, me contestaba que sí, que me echaba mucho de menos, pero ya se había liado con mi amigo Fredo el Rana, que nunca mejor el nombre, que luego le salió borracho, vago y según dicen de mano ligera“, me solía repetir mi padre las pocas veces que se animaba.

A él la carpintería le fue bien, y al año ni se acordaba de la novia, conoció a mi madre y se casaron después de un cortejo de año y medio y de que seguramente me habían fabricado sin enterarse, porque yo nací “sietemesino“ en abril del sesenta y cinco.

Con el tiempo la carpintería se convirtió en la mueblería de la que todavía queda el edificio medio derruido en la entrada de la carretera de Peñaranda de Bracamonte, y ahí crecí, porque estudiar lo que se dice estudiar, poco. Además de vago, era torpe pa los estudios pero no se me daba nada mal vender muebles. Ahí conocí a Alicia un día que vino con sus padres buscando un comedor de nogal que la madre vio en una revista, y según me contó, aquel día quedó impresionada con mi soltura y mi mundo a pesar de lo joven que era, porque les conseguí el maldito comedor a través de un fabricante valenciano con el que trabajábamos a menudo. Cuatro años después, con veintitrés, en la Iglesia de San Nicolás, nos casamos “como reyes“, repetía ella, que le gustaba recordar que se habían casado los padres de Isabel la Católica allí mismo.

La fama me empezó pronto, porque ella que había hecho el secretariado y esas cosas y entendía de números, pronto

se quedó en la mueblería como administrativa, y claro, atrás, estaba el departamento de los colchones y las camas, que no siendo muy grande para mueblería, le venía como anillo al dedo para sus revolcones. Porque ella mucho “te quiero“ y mucho “maridín“, pero no creo que tardara tres años en ponerme los cuernos. Ardiente como era, debía parecerle que el sábado sabadete, era demasiado poco para un cuerpo tan serrano, que ella estar estaba de toma pan y moja, y pronto empezaron los rumores, si Sebastián el de Blasconuño, al que su mujer se llevó a vivir a Barcelona en cuanto los rumores le llegaron a su oídos, si Paco el cabra, el de Fontiveros, que si Ramón Sancino el de Crespos Mi padre me miraba con pena y me repetía, que lo importante era no ser esquirol, eso sí que no. Y yo miraba para otra parte.

Hasta que mi padre me dijo que se jubilaba y que la mueblería era cosa mía. Ahí empezó el ataque en toda regla. A todas horas. Que si La Moraña no alcanza para una mueblería, que si ahora en coche se va en menos de media hora a Medina del Campo, que si patatín, que si patatán, me vi abriendo una mueblería en la avenida de la Constitución en Medina del Campo en el año 1999. Que ella, además del negocio, miraba por su interés, yo lo sabía, pero había como un acuerdo no hablado que ella por su lado y yo por el mío (que yo tampoco he sido un santo y las mismas camas y colchones que valían para ella, valieron para mí), pero por el bien del negocio y porque a pesar de todo yo le tenía una querencia y una cosa. Hasta que pasó lo del Trinidad, ese. Que una cosa es que te pongan los cuernos, y otra que lo

retransmitan. Y primero lo disimuló con un asesinato en no sé qué mar, pero luego volvió a sacarla, y va y cuenta como me tomó el pelo diciendo que no era ella que si otra, que si un violín, que si patatán. Y yo, bueno, pues a tragar. Pero cuando va y escribe que la va a ver al hospital y ella se le encanalla por negarlo, ahí sí que no. Porque en el pueblo no leerá ni Cristo, pero aquellos días aparecían revistas de Luz y Tinta por todas partes. Y ya el descaro con el que se me reían en mis narices fue tal, que decidí acabar con ello. Hablar con la Alicia y mira, si hay que partir la mueblería se parte, pero yo no aguanto más, morena. Y en esas, que le pegan dos tiros. Dos. Y en todo el pecho, ¡rediela! ¿A quien se iba a echar la culpa? ¡Exacto! Al Cornudo (así con mayúsculas) del marido. Y eso que el comisario Ibáñez , que fue el único decente en todo esto, me dijo que no me creía capaz de sostener una pistola y menos aún apuntar al pecho de mi mujer y disparar. Y si añadimos que yo estaba en la mueblería y que aún no había cerrado claro que el cabrón de Marcos, que ya estaba rabiado con Alicia porque no le dejó ser uno más en la cama, que trabajaba para nosotros y la Ali no se quería complicar tanto, fue a decirle que yo no estaba dentro del edificio y que hacía más de una hora que no me veía. Lo más parecido a una prueba contra mí, fue que lo despedí con cajas destempladas. ¿Y qué hubiera hecho cualquier otro en mi lugar? ¿seguir dándole de comer a un cabronazo que intenta meterte en la cárcel de por vida?

Pero claro, ya había un culpable ideal, y por más que la policía nunca me incriminó, hasta la ministra esa del chalet,

salió en la tele, diciendo que los crímenes machistas y que no sé qué. Y que hasta El Norte de Castilla contrató a un criminólogo que escribió convencido de que yo tenía el perfil ideal de asesino. Qué dos meses, madre mía, que a mi madre se la llevaron de viaje porque el infarto no fue casualidad. Me tuve que ir a vivir a Salamanca, pero me habían sacado en la tele nacional. Y del Paco Trinidad ni palabra. Como el tipo era escritor, pues no podía ser. A ese, si lo pillo otra vez, lo deslomo. Le abro la cabeza como hay Dios, porque a ver a santo de qué tuvo que escribir aquello riéndose de mi. ¿A santo de qué, dios mío? ¿Qué quieren? ¿ser famosos en el tuiter ese, que no sé ni cómo se escribe?

Hasta colgarme intenté una tarde especialmente oscura en la que una tertulia de la tele y una manifestación en la Plaza Mayor de Salamanca, pedían mi ingreso inmediato en prisión. Bueno, las manifestantes no, esas pedían que me partieran en pedazos. Y de repente aparece la Gloria Soriano esta, que yo ni sabía de su existencia, y confiesa que fue ella por un quítame allá esas mariposas. Que está más pallá que pacá, pero que veía en la tele un tren y... miren, igual loca está (aunque me parece que es para librarse de la cadena perpetua), pero si lo está es por ese Paco Trinidad, que es el culpable de todo esto. Y seguro que antes, o durante a la par que tiraba la caña a mi Alicia, andaría en esos viajes topándose con otras, entre las que estaría la Gloria. Y lo de siempre: “este pa mi sola“ y de repente lee lo de Alicia Ramírez, y al parecer ya la conocía y la tenía atravesada, y como ahora han cambiado los tiempos que es una barbaridad, para qué

envenenarla o buscar una manera femenina y delicada de hacerle la puñeta a mi Ali, no, dos tiros a perro puesto, como si fuera una mafiosa cualquiera. Total, había un cornudo para colgarle el muerto. Solo el inspector Ibáñez —Dios se lo pague con un buen ascenso— evitó que fuera cornudo y apaleado.

[Luz y Tinta, núm. 119, diciembre de 2021]