Encuentro Internacional Cuentistas FIL 2022

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Ricardo Villanueva Lomelí Rector General

Héctor Raúl Solís Gadea Vicerrector Ejecutivo

Guillermo Arturo Gómez Mata Secretario General

Juan Manuel Durán Juárez Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

Karla Alejandrina Planter Pérez Rectora del Centro Universitario de Los Altos

Luis Gustavo Padilla Montes Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas

José Francisco Muñoz Valle Rector del Centro Universitario de Ciencias de la Salud

Marco Antonio Pérez Cisneros Rectora del Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías

Ángel Igor Lozada Rivera Melo Coordinador General de Extensión y Difusión Cultural

Raúl Padilla López Presidente

Marisol Schulz Manaut Directora General

Militza Ledezma Directora de Operaciones

Laura Niembro Díaz Directora de Contenidos

Ma. Del Socorro González García Administradora general

Mariño González Mariscal Coordinador general de Prensa y Difusión

Armando Montes de Santiago Coordinador general de Expositores y Profesionales

Ana Luelmo Álvarez Coordinadora general de FIL Niños

Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL

Leonardo Ureña Bailón Coordinador de Tecnologías de la Información

Dania Guzmán Torres Coordinadora de Diseño y Ambientación

Adrián Lara Santoscoy Coordinador de Montaje

Carolina Tapia Luna Coordinadora de Programación

Yolanda Herrera Paredes Coordinadora de Servicios de Viajes

Isabel Islas Cervantes Coordinadora de Difusión

Mónica Rosete García Coordinadora de Alimentos y Bebidas

Miriam Arias García Coordinadora de Recursos Humanos

Leticia Cortés Navarro Coordinadora de Venta de Stands Nacionales

Erika Jiménez Novela Coordinadora de Cobranza

Elena Mondragón Villegas Contadora general Lourdes Rodríguez de la Torre Coordinadora de Protocolo

Angélica Gabriela Villaseñor Rivera Coordinadora de Venta de Stands Área Internacional

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Índice

Luis Antonio Canché (México) 6

Liliana Colanzi (Bolivia)...............................................12

Rodrigo Fuentes (Guatemala).............................18

Roskva Koritzinsky (Noruega).............................24

Juan Mihovilovich (Chile)..........................................32

Clara Obligado (Argentina-España).............38

Fernando Olszanski (Argentina).....................44 Sergio Ramírez (Nicaragua).....................................50

Keila Vall (Venezuela).................................................58 Rafael Villegas (México).............................................66

Histórico de participantes.....................................72

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 3

Curaduría: Laura Niembro y Alberto Chimal Proyecto editorial: Araceli López

Agradecemos su valioso apoyo a Acción Cultura Española (AC/E) a través de su programa para la Internacionalización de la Cultura Española, PICE, la Editorial Páginas de Espuma, el Premio de Literaturas Indígenas de América, el Festival Centroamérica Cuenta y NORLA-Norwegian Literature Abroad.

Todos los derechos reservados Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Hace 16 años ya que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara se propuso apostar con determinación por el cuento, y organizar un encuentro que formara parte permanente de su programa. Imaginábamos algo como un santuario de especies literarias protegidas; una reserva ajena a las leyes del mercado, que propiciara un acercamiento entre autores y lectores; hoy, este espacio pasó de ser una pasión de minorías a ser una de las actividades más entrañables y concurridas de la Feria.

Provenientes de diferentes latitudes y tradiciones literarias, por este espacio habrán desfilado 129 autores de 29 países, incluyendo los diez participantes en esta edición. A lo largo de estos años hemos escuchado de voz de sus autores cuentos conmovedores, asquerosos, de amor, de venganza, de furia y reconciliación, relatos breves que no nos han dejado indiferentes.

En el anexo que el amable lector encontrará en las últimas páginas de esta antología, se listan todos los autores que han participado hasta ahora. Sirva esto como una brújula para seguir la ruta del cuento en distintas lenguas, y una invitación a profundizar en la obra de cada uno de los autores.

El afamado autor mexicano Alberto Chimal coordinó esta edición del encuentro, regalándonos profusamente su amistad y conocimiento del género. Agradecemos, asimismo, a todas las instituciones que este año se sumaron a este espacio abierto para el disfrute y promoción del cuento.

Desde la tierra de Rulfo y Arreola, y parados en el continente de Borges y Quiroga, seguimos saludando al cuento y a los fanáticos del género breve.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 5

LUIS ANTONIO CANCHĒ

México

Nací en la ciudad de Mérida, Yucatán, en septiembre de 1977. Diez años después hice un viaje hasta Chumayel, un pueblo al sur del estado, lugar que se volvió mi segundo hogar. Allá concluí mis estudios básicos. Mi aventura de lector se inició con historietas de Memín Pinguín. Descubrí en la escuela que los libros de lecturas y de matemáticas me fascinaban. Mi primer relato favorito fue: Francisca y la muerte, de Onelio Jorge Cardoso. Estando en Chumayel aprendí a hablar la lengua maya, y a forjar entrañables amistades. En 1998, comenzaba mi travesía para ser licenciado en enseñanza de las matemáticas. Para el año 2007 aprendí a escribir en maya, mi vida de lector se prolongaba, conocí los textos de Juan Rulfo, Julio Cortázar y Raymond Carver, entre otros, hasta que me atreví a comenzar a escribir. Gané algunos certámenes estatales de cuento.

Con el paso del tiempo conocí a más escritores, fui becario de Jóvenes Creadores en letras en lenguas indígenas, y tuve un encuentro con personajes admirables, entre ellos el maestro Mario Molina Cruz (+) y Waldemar Noh Tzec (+), quienes me recomendaron no abandonar la escritura, pero mejorar en esta bella pero exigente tarea de escribir cuentos. En vísperas de que concluya 2022, iré a recibir el Premio de Literaturas Indígenas de América que otorga la Universidad de Guadalajara en conjunto con otras instituciones, a quienes reitero mi gratitud. Espero que pronto puedan leer el libro de cuentos: K’i’ixib máako’ob/ Los hombres espinados.

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Credo cuentístico

1. Todo buen cuento se escribe con la brevedad necesaria y las palabras precisas. Cortázar lo sabía: “El cuento debe ganar por nocaut”.

2. Leer y releer lo que uno escribe, incluso hasta impreso, propicia empatía con nuestro yo lector, aunque a veces uno proceda a reestructurarlo.

3. No todas las historias merecen ser contadas a través de un cuento, pero cuando el cuentista detecta alguna que le dé una corazonada, hace maravillas con ella.

4. Una imagen que cause conmoción puede ser un gran detonante para una fabulosa historia. Lo que no puede faltar para paladear un excelente cuento: inicio que atrape, tensión en todo momento y un desenlace sorpresivo.

5. Si lees un cuento y sacude tus emociones, estás en el camino correcto.

6. La cantidad mínima de personajes en un cuento es directamente proporcional a una exquisita historia.

7. En los grandes textos se crean atmósferas increíbles, que son capaces de hacerte imaginar escenas memorables.

8. Lo verosímil y la honestidad en un cuento, son elementos imprescindibles. Tal y como lo afirma Etgar Keret: “Si hay algo fundamental en un escritor es la honestidad”.

Los personajes del cuento habitan en lo ficticio, aunque de vez en cuando tengamos la oportunidad de saludarlos en la vida real.

10. Lee en voz alta un buen cuento, con las pausas y entonaciones correctas, y moverás al mundo.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 7

Aj paax k’olom tu kaajil San Idelfoonso

Le ka’a aajen tu táanchumuk áak’abe’ jak’a’an in wóol, u jela’anil bix u juum le k’olo mo’ tu yajsen. Kin tuklike’, ma’ u yoorail u kóola’al k’olom, mina’am payal chi’ tu najil ku’, mix xan bey u kóola’al le ken u yúuchul táan u yelel jump’éel xa’anil naj. Le ken u yúuchul u yelel xa’anil naje’, le u juumilo’ más séeba’an, mina’am u je’elel. Bey ts’o’ok u luk’ul ten le wenelo’, kulajen ti’ in k’áan, ti’ le je’elo’ tin wu’uyaj u taal u yáalkab tsíimino’ob. Jan ch’eenebnajen, ka’a tin wilaj kantúul Yuum k’iin u búu jkinmajo’ob box nook’, éemej tu beetajo’ob yóok’ol tsíimin. Bix wáa letie’ Yuum k’iin Franciscanos ku ya’alale’, ba’ale walkila ku máan tin tuukul, beyo’ le ku ch’a’akob bej ti’ in taanaj. Tu k’opo’b joolnaj. Le ka’a tin luk’saj u k’aalil le joolnajo’, ookoj tu beetajo’ob yéetel léench’in, juntúul ti’ le’etio’be’ tu pixaj in wich yéetel jump’éel teep’ yan u bok pom. Ba’ax tin wu’uyaj tu ts’ooke’, tu kucheno’ob ka’a tu na’akse no’ob yóok’ol u keléembal, le ku ch’a’akob u binbal yóokol u tsíimin, ko’ox yum séeb u bino’ob. Le ka’a aajen, olie’ ke’elen, ti’ yanen ti’ jump’éel chan pak’ilnaj, táan in k’íilk’ab ba’ale’ ma’ pixa’an in wich. Ma’ in wojel tu’ux bisa’aben. Tin tséel paakate’ ka’a tin wilaj, tin tséele’ yan juntúul k’ak’as am, táan u ki’ chuyik u k’áan tu ba’paach le ch’enebo’. Tene’ chilkúunsa’anen ti’ jump’éel mayak’che’. Le kúuchil tu’ux bi sa’aben, jump’éel chan chichan pa’ak’il naj sakbox u boonil, seten yan u book kuux um yéetel bey ch’uulul, u ba’pach le najo’ t’eejel ba’ale’ tsíibta’an yéetel chúuk te’e pak’o’ u k’aaba’ máako’ob yéetel jela’an ja’abilo’ob. Chen ka’a tin wu’uyaje’ káaj u juum jump’éel k’aay jela’an bey ku ts’aik saajkil. Letie’ u jumil jump’éel séerafina ku pa’axal le táan u yúuchul veloorio le ken kíimik máak. Letie’ u paaxil kimen, ti’ ku táal ichil le kúuchil yan tu tséel le tu’ux bisa’aben, te’elo’ seten yan o book bey táan u tóoka’al pom. Chaambelil líik’en ti’ le mayak’che’, tin k’as je’eaj le joolnajo’ taak’al tak ti ula’ak kúuchil; jela’an le ba’ax táan u yúuchul táankab: Juntúul ti’ le Yuum k’iino’ob tu paxik le séerafina, ula’ak óoxtúulo’obe’ bey táan u payalchi’o’ob, ku k’áaytiko’ob u k’aaba’ le nukuch k’olom ets’kunsa’an te lu’umo’: “Le Santa Isa belo’”, “Le santa Marthao’”, “le San Idelfoonso”, bey xan ku wi’its’il yéetel ja’ yan ichil jump’éel chowak luuch yéetel juncháach ruuda, bey táan u yúuchul payalchi’. Júupen in cha’antik le kúuchilo’. Ti’ ula’ak’ tséelil, ti junti’itso’, yan kantúul ko’olel oli’e luk’sa’an u nook’, xolokbalo’ob. U tak’mo’ob u yich te’e pak’o’, k’axa’an u k’ab yéetel suum. Le ka’a ts’o’ok u juum u paaxil, le YuumkK’iino’ob náats’o’ob tu yiknal le ko’olelo’ob ka tu ts’ajo’ob u yuk’ej le ja’ yéetel le wits’ja’ta’ab le k’olomo’. Le ka’a ts’o’ok le je’ela’, juntúul ti’ le Yuum k’iino’ tu luk’saj u nook’ juntúul ti’ le ko’olelo’ob le ka’a káaj u jáaxtik u yich, ku ja’ik u jo’o, yan ba’ax tu ya’alaj ti’ ichil kabaj t’aan; ku ts’o’okole’ wa’ach’ u suumil u k’ab ula’ak’ ko’olelo’ob, yéetel ka’a biinsa’abo’ob ti’ jump’éel kóoch bej yan te’e ichil le najo’. Tu xuul le kúuchilo’ ku jóok’ol u jumil t’aan yéetel awat ku beeta’al, bey xan ku yu’ubal táan u ki’ táaj awato’ob. 2 Tene’ chi’ichnaken tumen le ba’ax táan u yúuchul, taak in bin te’e kóoch kúuchilo’ u tia’al in wilik ba’ax ku k’iinil, ba’ale yan ba’ax tu ya’alaj ten ma’ in wokol te’e joolnajo’, tin wu’uyaj jump’éel k’i’inam yajil tu lomken, jump’éel chooj bey chokoj ja’ku báanal ichil in wok. Tin chinaj in paakat, in wóole’ bey xe’exeta’abil le súutkilo’, je’e baka’an u kaal jump’éel bóotella pa’aba’an ch’ik tin wok, le k’i’ik’o’ táan u chooj táaytak u

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tijil ichil u yaalo’ob in wook. Tin chininba’a, istikyaj tin luk’saj tin wook, bey lúubul tu beetaj le junxéet víidrio pa’ate’ yéetel jun xéet in woot’el u ba’aymuba’a yéetel k’i’ik’. Taak in awat ba’ale’ sajken ka’a u’uyabken, ba’ax tin beetaj, tin k’axaj in wook yéetel jump’éel páaliacate kin máansik ichil in chowak nook’. Ti’ le súutukil, juntúul ti’ le Yuum k’iino’ jóok’ te’e kóoch kúuchilo’ le ka’a tu ts’íibtaj yéetel jun xéet chúuk te’e pak’o: Natalio Xool, u ja’abil 1977, tin líiksaj in paakat le ka’a tin wilaj u baakel juntúul máak k’axa’an u k’abo’ob yóok’ol k’áatabche’, u yich chuup yéetel k’i’ik ku ya’alike’ yan yajóolal ti. U k’i’inam in wook tu bin u ka’antal, pa’ate’ yéetel yo’olal le tin wilajo’, tu beeto’ob in lúubul bey wenel tin beetaj lu’um. Máan junsúutuk, le ka’a tin wu’uyaj bey yan máax táan u t’aan, tin k’as je’aj in wich, le Yuum k’iino’ob u ba’apachmeno’ob. Tu t’abo’ob wáa jayp’éel kib, tin wu’uyaj u ya’aliko’obe’: “Letie’ Aj paax k’olom ku bin wale’ ”, je’elo’ ka’a weenen tu ka’aten. Tu yajsen u juul k’iin tu ts’aik tu peel in wich, bey xan tu seten chi’ibal in pool. In wicho’obe chuup kin wu’uyik, ti’ pekekbalen lu’um tu jool najil ku’. Tin jan wu’uyaj u t’aan Yuum k’iin Jandres, u búujkintmaj u sak nook’, tu chúumuke’ chuya’an bey jump’éel chowak luuch. Séeba’an táan u kóolik le nuxib k’aank’an k’olom u tia’al u juum, letie’ k’olom k’ajóola’an bey “San Idelfoonso”, ku ts’o’okole’ káaj u ts’íikitken: ─¡Mejen kisin Jnat, tu ka’aten káalchajech, jach le nuka’a u yúuchul le payal chi’ ti’ le jkimeno’ob! Ta akchaj in líiki’il, ba’ale’ jump’éel u xéet víidrio ch’iikil tin wook ma’ tu cha’aeni’. Tin wilaj tin tséel, ti’ ku balak’ le u bóotellail viino ku meyaj ti’aial le payalchi’. Yane’ pa’aba’an, ula’ako’obe tu ki’ jatskuba’ao’ob ichilo’ob, le táan u péeksa’al tumen le síis iik’ ku taasik le xaman ka’an táan u beetik le ja’atskab je’elo’.

Texto escrito en maya

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El campanero de San Idelfonso

Me desperté asustado a media noche, el extraño repicar de las campanas inter rumpió mi sueño. A esa hora, era imposible que se llamara a misa, tampoco era señal de alerta de una quemazón. Cuando una casa se incendia en el pueblo, las campanadas suenan más a prisa, sin ninguna pausa. Espantado el sueño, me senté en la hamaca; de pronto, escuché el galopar de varios caballos. Me asomé por la ventana y observé a cuatro frailes vestidos con unas túnicas negras que bajaron de sus caballos. ¿Frailes Franciscanos a esta hora? pensé, y entonces observé que se dirigieron hacia la casa. Tocaron la puerta. Al momento de retirar la aldaba para abrir, los frailes entraron intempestivamente, uno de ellos me cubrió la cabeza con una sábana que desprendía un olor a incienso. Lo último que recuerdo de ese in stante era que me llevaron cargado encima de sus hombros, me treparon en sus caballos y a galope rápido avanzaron. Cuando desperté, sentí un escalofrío, estaba en un pequeño cuarto de piedra, tenía el rostro sudoroso ya sin la cabeza tapada.

No tenía ni la menor idea de a dónde me habían llevado. De reojo vi que, a mi lado, una horrible araña violinista bordeaba con su seda el contorno de una venta na. Me tenían acostado sobre una mesa de madera. El lugar en donde me encon traba era un diminuto cuarto que desprendía un olor mohoso y húmedo, con unas antiguas paredes grises cuarteadas que estaba tapizada con nombres de personas y fechas escritas con carbón. De repente comencé a escuchar una melodía fúne bre y misteriosa. Era el sonido de una de esas serafinas que se utiliza en el pueblo para despedir a los muertos en los velorios. Aquella sinfonía en honor a los difuntos provenía de un cuarto aledaño impregnado con incienso. Silenciosamente me le vanté de la mesa, logré entreabrir la puerta que daba hacia aquella habitación; el panorama era extraño: Un fraile tocaba la serafina, los otros tres, en forma de rezo, recitaban los nombres de unas gigantescas campanas asentadas sobre el piso: “La Santa Isabel”, “La Santa Martha” y “La San Idelfonso”, al tiempo que las salpicaban con agua de un cáliz y un manojo de ruda, como si se tratara de un ritual de ben dición. Seguí recorriendo el lugar con la vista. Al otro lado, en un rincón obscuro, había cuatro mujeres semidesnudas; estaban hincadas.

Tenían los rostros escondidos contra la pared, con las manos hacia atrás atadas a unas sogas. Al finalizar la melodía, los frailes se dirigieron a las mujeres, a quienes les dieron de beber de la misma agua con las que rociaron las campanas. Después de que las mujeres bebieron, uno de los frailes desnudó a una de ellas, le acariciaba el rostro, le restregaba el cabello, se acercó y algo le susurró al oído; acto seguido desataron a las demás mujeres y las 4 condujeron a través de un pasillo angosto. Desde el fondo se escucharon los ecos de unos gritos acompañados de gemidos placenteros. Yo estaba intrigado, quise seguir por ese pasillo para saber qué tanto ocurría, pero algo me detuvo para no atravesar la puerta, sentí un dolor punzante, un charco de líquido caliente recorría mis pies. Miré hacia abajo, el alma se me hizo añicos, el cuello de una botella rota se me había incrustado en la planta del pie, la

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sangre que brotaba estaba a punto de coagularse entre mis dedos. Me incliné y con un gran sacrificio logré arrancármela, el vidrio cayó al piso con todo y un retazo de pellejo ensangrentado. Me aguanté las ganas de gritar por temor a que me es cucharan, por fortuna logré amarrarme el pie con mi paliacate que traía en la bolsa del pantalón. En ese momento uno de los frailes salió del pasillo, escribió con un pedazo de carbón en la pared: Natalio Xool, 1977, miré hacia arriba, y vi el cuerpo de un hombre desnudo crucificado, su rostro ensangrentado reflejaba sufrimiento. Por el dolor que avanzaba en mi pie y aquella escena, caí desmayado. Luego de un largo rato, escuché murmullos de voces, entre abrí los ojos, aquellos frailes me tenían rodeado. Encendieron unos cirios negros, y escuché decirles: “Será el próxi mo campanero”, dormité de nuevo. Me despertaron los rayos del sol que me daban directo a la cara, además de una terrible jaqueca.

Sentía los ojos hinchados, yacía tirado en el atrio de la iglesia. Inmediatamente escuché la voz del párroco Andrés, quien vestía una túnica blanca adornada con un cáliz rojo en el centro, apurado, el cura jalaba la soga de la vieja campana de bronce haciéndola repicar, era aquella campana conocida en el pueblo como “La San Idelfonso”. Luego con una voz de molestia exclamó: ¡Condenado Natalio, otra vez te has embriagado y en mero día de la misa para los difuntos! Hice el intento por levantarme, una astilla de vidrio incrustada en uno de mis pies me lo impidió. Miré a mi costado, las botellas del vino de consagrar rodaban vacías de un lado a otro. Algunas ya rotas, otras chocando entre sí con un movimiento de vaivén ocasionado por el viento frío de aquel “norte” que azotaba esa mañana.

Canché, Luis Antonio (2016) Revista Delatripa Narrativa y algo más No. 29

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LILIANA COLANZI

Bolivia

Nací en Bolivia, en 1981. Publiqué los libros de cuentos  Vacaciones permanentes  (2010),  Nuestro mundo muerto (2016) y Ustedes brillan en lo oscuro (2022), y edité  desobediencia, antología de ensayo feminista (2019).

En 2015 gané el Premio de literatura Aura Estrada en México, y en 2022 el Premio de cuento Ribera del Duero en España por  Ustedes brillan en lo oscuro. En 2017 creé Dum Dum editora en Bolivia. Vivo en Ithaca, Nueva York, y enseño literatura latinoamericana y escritura creativa en la Universidad de Cornell.

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©Isabel Wagemann

Chaco

Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera. ¿Sabés qué pasa con los mentirosos?, decía. Yo quería olvidarme del abuelo mirando por la ventana a los suchas que daban vueltas en el inmundo cielo del pueblo. O le subía el volumen a la tele. La señal llegaba con interferencia, una explosión de puntitos. A veces eso era todo lo que veíamos en la tele: puntitos. ¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo, esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar.

El abuelo se pasaba todo el día en la silla, bebiendo y discutiendo con su propia borrachera. A la noche mamá y yo lo recogíamos y lo arrastrábamos a su cuarto: el viejo estaba tan perdido que no nos reconocía. De joven fue violinista y lo buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese, le decía espantado a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde el interior del vidrio. Otras veces murmuraba cosas en la lengua de los indios. ¿Qué dice el abuelo?, le pregunté a mamá, que pasaba echando veneno matarratas en las esquinas de la casa. De-de-já a-a-al ab-uelo en paz, me dijo ella, l-l-la curiosidad e-e-s la ba-ba del diablo.

Pero una vez el colla Vargas contó delante de todo el mundo que en su juventud el abuelo había colaborado con la gente del gobierno que expulsó a los matacos de sus tierras. En ese lugar un cazador de taitetuses encontró petróleo mientras cavaba un pozo para enterrar a su perro, picado por la víbora. Los emisarios del gobierno sacaron a los matacos a balazos, incendiaron sus casas y construyeron la planta petrolera Viborita. Gracias a ese yacimiento se hizo la carretera que pasaba a un costado del pueblo. El colla Vargas dijo que varios avivados aprovecharon el desalojo para violar a las matacas. Algunas eran rubias y de ojos celestes, hijas de los misioneros suecos, dijo el colla Vargas, más lindas que las mujeres nuestras eran esas salvajes. A mi abuelo no le pagaron la plata que le prometieron por echar a los matacos, y que necesitaba para saldar una deuda. Perdió todo. Se hizo malo, borracho. Es lo que dicen.

En el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel, estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un inhalador. Los zorros lloraban del otro lado de la carretera, por eso al pueblo le decían Aguarajasë. El río se enojaba cada año y subía bramando de mosquitos. Lejos, lejos, estaba el mundo. A mi madre la embarazó un vendedor de ollas Tramontina que pasaba por el pueblo y del que nadie supo más. Dieciocho años después la gente todavía seguía comentando cómo la Tartamuda, de puro enamorada, había hablado sin equivocarse ni una vez mientras estuvo el vendedor de ollas.

Una vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande. El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba? ¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba.

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Quería que el mataco se fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. Un día agarré una piedra grande y se la arrojé con todas mis fuerzas desde la otra orilla de la carretera. ¡Toc!, le pegó de lleno en el cráneo. El mataco no se movió, pero un charco rojo empezó a viborear en el asfalto. ¡Cómo soplaba el sur por esos días! El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros, inquietos, escuchábamos en la oscuridad. No le conté a nadie lo que pasó. Al día siguiente llegaron dos policías y se llevaron al mataco dentro de una bolsa negra. No hicieron muchas preguntas, era nomás un indio. Nadie lo reclamaba. Los vi tirar la bolsa con el muerto a la carrocería de la camioneta mientras hacían chistes. Recogí la piedra, manchada con la sangre del mataco, la llevé a la casa y la guardé en el fondo del cajón, junto a mis calzoncillos.

Poco después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la urina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te has alojado en mí?, le hablé. Yo soy el Ayayay, el Vengador, Aquel que Pone y Quita, el Mata Mata, la Rabia que Estalla, habló el mataco, y también quiso saber: ¿quién sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en adelante somos una sola voluntad, dije. Estaba eufórico, me costaba creer mi suerte. Me volví muy conversador. Comenzaba a decir algo casi sin querer y de pronto ya no podía dar marcha atrás: las historias del mataco y las mías se juntaban solas. Doña María, Tevi dice que a su papá se lo tragó un remolino en el monte. Don Arsenio, su nieto cuenta que cuereó a un jaguar y se comió crudo su corazón, ¿es verdad? Mamá lloraba, que era lo único que sabía hacer. El abuelo dijo que yo tenía la lepra de la mentira y me pegó tanto que el bastón se reventó en sus manos. Tuve que ir a clases con los brazos y las piernas marcados, soportar las miradas de los demás. Miradas en las que pestañeaba la risa. Ahí va el matajaguares, tundeado por el viejo borracho, decían esas miradas. Vi todo rojo, vi todo caliente de la rabia. El mataco adivinó mi corazón: esperá, no te apurés; yo te voy a avisar cuando sea tu tiempo. Después pasaron los motoqueros por el pueblo. Todo el mundo fue a mirar porque los estaban esperando con riña de gallos y don Clemente había prometido sacar a dos de sus gallos más peleadores. ¿Que-querés ir?, dijo mamá. Yo no quise, mucho me dolía la cabeza con la calor. Apenas se fue mamá, el mataco empezó a levantar la niebla roja. Silbaron dentro de mí las chulupacas. El dolor de cabeza empañaba la vista. Fui a la cocina a servirme un vaso de agua. Cállese, cállese, cállese, le decía el viejo a la botella. La mancha de orine creciendo como telaraña en su pantalón. Levantó la vista y se quedó mirándome a los ojos. Usted, flojo, marica, mentiroso, salga de aquí, dijo. Con el vaso de agua en la mano le sostuve la mirada. El viejo desafiante en su borrachera. Usted es como la caña, hueco por dentro, hijo de qué semilla serás, dijo. Y escupió en el piso con desprecio. La sangre se me rebatió, tenía las venas llenas de esas hormigas bravas. El mataco se puso a saltar dentro de mí. ¿Qué esperás para cobrar tu venganza, cría de víbora colorada? ¿Te dejás tratar así por el viejo borracho? ¿O acaso tu sangre es fría como la del sapo? Fui en busca de la piedra. Me acerqué a la silla del abuelo por atrás y le di un solo golpe fuerte al costado de la cabeza. Cayó. Resoplaba, ronco, la vida se le iba por la boca. Me quedé mirando, sorprendido: ¿tan viejo y todavía se agarraba a este mundo?

Mamá llegó más tarde y lo encontró en el piso, ahogándose en su propio vómito. Se cayó en su borrachera, dijeron en el pueblo. Estuvo agonizando varios días, hasta

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que al séptimo estiró la pata. Vi su ánima desprenderse del cuerpo como un humito blanco antes de escapar hacia arriba. Vendimos la casa para cubrir la deuda del hospital y nos mudamos a un cuarto en la casa del colla Vargas, detrás del almacén. La plata no alcanzaba para más. A la mujer del colla no le gustó el trato y nos saludaba entrompada. El chango de la Tartamuda es raro, la escuché discutir con su marido, ¿por qué los aceptaste? ¿O acaso tenés algo con esa mujer? Y se puso a llorar. Pero si la esposa del colla Vargas hubiera visto a mamá como la veía yo todas las noches, no habría tenido celos: debajo del camisón, las tetas le colgaban hasta la cintura. Mamá y yo dormíamos en la misma cama. Apenas echarnos ella me daba la espalda y se ponía a rezar hasta dormirse. Yo me quedaba despierto, jugando con la piedra que palpitaba entre mis manos y escuchando el murmullo del otro que era yo: Llegó el frío al monte, el río se secó. Ayayay. Saltó la rana en la rama, la víbora se la comió. La muchacha fue en busca de agua, muerta apareció. Ayayay. El joven salió a cazar, muerto apareció. Ayayay. El viejo se fue a su casa, muerto apareció. Ayayay. La que bailó con el otro, muerta apareció. Ayayay. El de la risa de mono, muerto apareció. Ayayay. La del mentón alargado, muerta apareció. Ayayay. Los bultos de los difuntos nadies quería tocar. Entre medio de las matas se empezaron a estropear. Las almas de los finados regresaban a llorar. Ayayay. Dijo ella: ¿Acaso entre puras ánimas nos vamos a quedar? Y al día siguiente no estaba. Ayayay. Los vientos están cambiando, hijo de araña venenosa, para vos. Comienza un nuevo ciclo, se abre el cielo, poné atención. Ayayay.

A veces mamá me miraba concentrada, como a punto de decirme algo. Un día me anunció que se estaba yendo a vivir con una tía que había enviudado al otro lado del río y que yo era libre de hacer lo que quisiera.

¿Cuándo te vas a ir?, le pregunté.

Y-y-ya nomás m-m-me voy yendo, dijo. El labio de arriba le temblaba. Respiró por el inhalador, algo que hacía cuando estaba nerviosa. Por primera vez supe cómo se sentía que alguien me tuviera miedo; me gustó. ¿Q-q-q-qué es es-s-s-a pipiedra que agarrás t-todo el t-t-tiempo?

La recogí en el camino, dije.

¿Q-q-qué hacías el d-d-día en que s-s-se cayó el ab-uelo?

Estaba mirando tele, dije.

¿N-n-n-no es-c-c-cuchaste n-n-nada?, insistió.

Estaba fuerte el volumen, respondí.

Apretó los labios, y con una sola mirada la Tartamuda me desconoció como su hijo.

Y-y-ya no s-s-soporto más e-e-sto, dijo, y se encerró de un portazo en la piecita. Me fui a caminar. Cuando regresé, la Tartamuda se había ido llevándose todas sus cosas. ¿Ahora qué hacemos? Salí a la carretera. No te demorés, no te despidás, no mirés atrás. Allá en el camino alguien te va a esperar. Guardé en mi mochila la piedra y un par de mudadas y me fui del pueblo sin despedirme del colla Vargas ni de su mujer. Altas estaban las nubes, cargaditas de veneno. No habían pasado cinco minutos cuando paró un camión cisterna que llevaba combustible a Santa Cruz. El chofer viajaba solo, no tuvo problema en dejarme subir. No me di la vuelta para ver el pueblo por última vez. Íbamos boleando coca y a veces sintonizábamos una radio en guaraní. Vimos kilómetros de árboles calcinados arañando el cielo. Vimos un perezoso con la espalda quemada que se arrastraba por la carretera. Vimos un letrero que decía Cristo viene y más adelante otro que decía Hay pan y gasolina.

El chofer era uno de esos tipos lo suficientemente mayores como para tener una familia en alguna parte, aunque no tan viejo como para no querer una buena sobada. En una de esas estacionó el camión debajo de unos árboles, reclinó el asiento hacia atrás todo lo que pudo y se bajó el cierre del pantalón.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 15

Adelante, compañero, dijo.

Al principio costó, por el olor a orín y a viejo. Pero al rato a mí también se me puso dura. El viejo asqueroso jadeaba y me la sacudía mientras yo se la chupaba. Terminamos casi al mismo tiempo. Se subió el cierre, sacó un Casino que llevaba en la oreja y lo fumó, pasándomelo a veces, pero sin mirarme.

Por si acaso, maricón es quien la chupa, dijo. Estaba liviano, contento, satisfecho. ¿Lo mato? Si matás al hombre del camino no vas a llegar donde te esperan, ¿o el hombre blanco es pariente del alacrán, que con su propia púa se quiere clavar? Ayayay. Indio leyudo sos, por qué no te callás. Me tenés harto con tu ayayay. Me quedé dormido con el traqueteo del camión y el viento que se agolpaba en la ventana, y soñé que me moría y que del otro lado de la muerte me esperaba un chico hermoso como el sol. Yo me cortaba la lengua y se la entregaba, y al dársela me quedaba mudo pero mi corazón lo llamaba con un nombre: Mi Salvador. Desperté con el temblor del motor que se apagaba.

Acá vamos a parar un rato, indicó el chofer. Era una casa en medio del camino, con las ventanas reventadas y cubiertas con cartones. Apoyada en el marco de la puerta esperaba una mujer morena fumando un pucho, tallada en esa posición. Era mayor, tendría veintiocho años. A su alrededor el viento arrastraba espirales de polvo que se deshacían en el aire. El chofer le alargó una bolsa con víveres que ella recibió sin agradecer. En el piso de la cocina dos niños jugaban fútbol de tapitas. Ninguno de ellos levantó los ojos cuando entramos. La mujer se puso a cebar mate mientras el chofer se acomodaba en una de las sillas de plástico. No decían nada y apenas se miraban, pero cada uno olía los movimientos del otro.

Sentí eso en el aire y salí a dar una vuelta por el sendero detrás de la casa. El monte se puso apretado de caracorés espinosos cargados de esa tuna que los tordos bajan a picotear. Y en un claro, la poza de aguas calientes se abrió burbujeando como sopa. El sol me daba en la cara, así que al principio me cegó el reflejo de la superficie y el vapor que subía. Después lo vi. Echado sobre la roca, el pulpo ondulaba sus tentáculos. Los brazos eran boas gordas y rosadas, cubiertas por ventosas del tamaño de una pelota de billar. Y envolvían a un cachorro de zorro que temblaba, asustado hasta para escapar. El bicho parecía una gelatina enorme derritiéndose en el sol. El lugar apestaba a pescado, a mujer. Cuando me sintió acercándome desde la orilla, el pulpo enroscó sus brazos como señora gorda que recoge sus faldas para cruzar el río. Se arrastró hacia la agua, rápido, desconfiado, el pulpo, dejando atrás su presa. El último tentáculo desapareció con un latigazo: en la superficie reventaron burbujas calientes. El zorro chiquito saltó de nuevo al monte, libre ya, y al rato todo estaba quieto y parecía que nunca hubiera habido bicho. Unos pescados transparentes, de esos a los que se les ve la tripa, comían cerca de la orilla. Pero el bicho gigante debía estar durmiendo o esperando abajo, en el fondo de la agua. El murmullo volvió a crecer en mi cabeza. El río se hizo veneno, el pescado se murió. La hambre fue grande, la comida faltó. Mandaron tres a cazar, ninguno de ellos volvió. Sus huesos, bien puliditos, un perro los encontró. Ayayay. ¿Quién come en estos parajes?, el carancho preguntó. El monte se rio solito y el cielo se oscureció. La madre miró a su hijo y ya no lo reconoció. ¿Adónde fueron las almas cuando la tierra se abrió? Ayayay. Estuve escuchándonos y tirando piedras en la poza hasta que me aburrí.

Cuando regresamos a la casa, el chofer y la mujer se habían encerrado en el dormitorio. Sus jadeos llegaban en cascadas. Los niños seguían jugando en el piso, sin prestar atención a los ruidos. Uno de ellos, el menor, era torpe y tenía la cabeza con forma de globo, dos veces más grande de lo normal. Nos extrañó no haberlo visto desde el principio: el chico era mongólico. Jugaba con la boca abierta y las

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tapitas se le resbalaban de las manos. La cabeza del mongólico nos hacía señas como una invitación. Sacamos la piedra de la mochila y la pesamos con ambas manos. Latía la piedra, estaba viva. Ayayay. El viento galopó afuera de la casa haciendo rechinar los palos. Nos acercamos al chico con pisada de jaguar, hicimos el cálculo de la fuerza que necesitábamos para reventarlo. El hermano alzó la vista y nuestros ojos se cruzaron en un chispazo. El chango entendió al tiro, nos miró con curiosidad. Nos quedamos un segundo en ese equilibrio. Entonces se abrió la puerta del cuarto y el chofer apareció secándose el sudor con el borde la camisa.

Hora de irnos, compañero, dijo.

Volvimos al camión. El percance nos puso de mal humor. La sangre se nos había levantado y se negaba a aplacarse. No teníamos ganas de hablar. Por suerte una vez vaciado de su leche, el viejo asqueroso perdió todo interés en nosotros y se concentró en la ruta. Nosotros no nos resignábamos. ¿Lo mato? ¿No te he dicho que no? ¿No eras vos el Vengador, el Mata Mata? Hombre blanco sin seso, de la raza que no espera, ¿qué me venís a hablar? Tu corazón es como la hormiga, nada ve y solo sabe picar. Me impaciento, ¿mi trabajo dónde está? Cuando tengás ojos para verlo, vos mismo lo verás.

Al anochecer llegamos a Santa Cruz. El chofer nos hizo bajar en un semáforo y nos indicó que si seguíamos caminando llegaríamos hasta la plaza. Y ahí quedamos, solos, parados en medio de los autos que iban y venían en todas direcciones. No teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra y nuestra voz. Los edificios crecían hacia todos lados, la ciudad brillaba como si la acabaran de lustrar.

En eso escuchamos el frenazo. Las llantas del auto patinaron en el asfalto y salimos disparados en dirección al cielo. Escupimos todo el aire de los pulmones, el espíritu se despegó del cuerpo. El chillido de una mujer llegó rebotando desde alguna parte. Antes de caer nuestra alma flotó por encima de los autos. La paloma nos miró pasmada, y nosotros vimos a la gente detrás de las ventanas de uno de esos edificios altos. Y ya en plena bajada, nuestros ojos se encontraron con los del conductor: era el chango más hermoso que habíamos conocido en toda nuestra vida. Nos miró con la boca abierta, con el puro asombro bailándole en los ojos. Es el Hermoso, el de tus sueños. Mi Salvador, pensamos, reconociéndolo, aquí te entregamos la lengua, tuya es nuestra voz. Un último sonido, y nos abrazamos a lo oscuro.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 17
Colanzi, Liliana (2016) Nuestro mundo muerto, editorial Almadía.

RODRIGO FUENTES

Guatemala

Siento que con cada cuento tengo que aprender a escribir nuevamente, y eso me genera dosis variables de emoción y ansiedad. Monterroso decía que más que es cribir, reescribía, y siempre he encontrado placer en esa práctica. Será similar al gozo del niño que perfecciona infinitamente una bolita de plastilina. Disfruto los momentos en que no me reconozco en lo que he escrito; encuentro ahí una verdad y una magia que siempre me sorprenden.

Me gusta escribir sobre familias, porque creo que lo conocido es lo que nos termina resultando más misterioso. Y también sobre animales, que se enteran de todo. No hay familias sin tensiones, sin pasados oscuros, sin pequeñas alegrías o grandes tristezas. Y no hay animal doméstico que no sea a su vez testigo de esos dramas.

Escribí un libro de cuentos titulado Trucha panza arriba donde aparece una vaca que se para en dos patas, un padrastro con un corazón tan grande como sus errores, y truchas, algunas panza arriba. Acabo de publicar una novela de no ficción titulada Mapa de otros mundos. Trata sobre el arresto de mi papá y el asesinato de mi abuelo, y todo el miedo y el cariño y el amor alrededor de esos dos eventos. Soy de Guatemala, nací en Costa Rica y vivo en Providence, Rhode Island. Disfruto de las duchas muy calientes, las hamacas, y el chocolate.

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Consejos para cuentistas

1. No escriba; reescriba.

2. Si al escribir su cuento empieza a picarle la planta del pie, aguántese. Bajo ninguna circunstancia quite las manos del teclado para rascarse. Si no puede aguantarse, la literatura no era lo suyo.

3. Si está convencido de que la literatura es lo suyo, pero no aguanta la picazón, use la punta de su otro pie para rascarse. Si calza zapatos en ese momento y rascarse es imposible, la literatura nunca fue lo suyo, olvídela.

4. Escribir de pie es bueno para la espalda, pero malo para los cuentos. A menos de que sea Hemingway. En ese caso serán otros sus problemas.

5. Si cree que la literatura no es su vocación, abandónela. Si está seguro de que es su vocación, pruebe abandonarla. Si no vuelve a escribir, no pasará gran cosa. Si retoma la escritura, tampoco.

6. Disfrute a fondo de los pequeños placeres de la vida. No tendrá mayor efecto sobre su escritura, pero habrá disfrutado a fondo de los pequeños placeres de la vida.

7. Si al verse en el espejo está convencido de estar viendo a un escritor, abandone la literatura de inmediato.

8. Escriba como decía Natalia Ginzburg, que debía traducirse un texto amado, con humildad y sabiendo que las palabras serán siempre nuevas—a menos de que tenga confianza en sus habilidades literarias, en cuyo caso más le vale escribir bien.

9. No se preocupe (incluso alégrese) si el cuento que está escribiendo muere en la orilla—el cuentista tiene más vidas que un gato.

10. Y nunca olvide, como dijo el Pacho Maturana, que perder es ganar un poco.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 19

Buceo

Es que tenía un corazón enorme. Yo creo que por eso aguantó tanto tiempo, dijo Henrik, por ese corazón tan grande que tenía. A mí me mirás alto, pero mi hermano me sacaba media cabeza. Recibió penca mi hermano. Imaginá lo que es meterte tanta droga por tantos años, eso lo destroza a cualquiera. Pero Mati siempre mantuvo un aire joven, suspiró Henrik, incluso con las caídas y las recaídas, cuando lo que salía arrastrándose del hoyo ya no era mi hermano sino un trapo hediondo. Increíble cuánto puede cambiar un cuerpo. Te lo digo yo, que he cargado a Mati por los pasillos más oscuros de esta ciudad. Tirado como borracho de oficio, al fondo de un callejón de la terminal, todo hinchado y sin zapatos. Varias veces me tocó sacarlo de ahí, y fijate que en esos callejones es donde menos me ha costado cargarlo. Los bolos se hinchan pero con tanta droga se fue rebajando, hasta que solo quedaba el saco de huesos que me echaba al hombro. Ahí, en una de mis idas a la terminal, cuando ya lo daba yo por muerto, abrió los ojos muy grande y me miró con esa misma sonrisa que te mencionaba antes, la que tenía desde niño.

El viaje al lago del que te hablo fue luego de la Navidad. Mati se había graduado del colegio un año antes, y recuerdo bien la época porque acababa de hacer uno de sus numeritos. Ya sabés que él se desaparecía dos, tres, cuatro semanas, a veces hasta más. Pues ya era diciembre y no lo veíamos en casa desde hacía un mes, así que mis padres decidieron que los tres íbamos a pasar la Navidad en la Antigua. Ya que regresamos a la ciudad mi mamá encendió las luces de la casa y descubrimos, en medio del jardín, la ceiba de siempre, solo que convertida en árbol de Navidad. Mati había sacado todos los zapatos de nuestros clósets y los había usado para decorar el árbol. Hasta lo más alto llegaban esos zapatos, no sé cómo alcanzó ahí. Dos de mis tenis colgaban de una rama torcida, y en otra más lejos pude ver un par de tacones de mi mamá, haciendo equilibrio. Ella se quedó un rato observándolo todo y luego se dio la vuelta y caminó al cuarto. Pero mi papá siguió ahí, mirando el árbol, intentando descifrar algo en la decoración, supongo, y cuando me volteó a ver dijo que bueno, tampoco le había quedado tan mal, ¿no?

Ese era el tipo de cosas que hacía mi hermano. Ya luego todo fue empeorando, pero en esos tiempos sus disparates todavía tenían una especie de cariño descarrilado. Al día siguiente pasó por la casa para darnos el abrazo de Año Nuevo, al menos por adelantado, dijo, y nadie mencionó la ceiba. Ahí estábamos a unos cuantos metros de nuestro nuevo árbol navideño, rotundo a través del ventanal, pero mi hermano no lo comentó o ya de plano no lo recordaba, y nosotros tampoco quisimos sacarlo a colación. Comimos huevos y mi mamá hizo smørrebrød para el desayuno. Luego del café mi hermano se llevó a mi papá al estudio y ahí le estuvo hablando largo rato. Desde su lado de la mesa, mi mamá evitó mi mirada mientras sorbía de su taza. Sabíamos que solo era cosa de tiempo para que claudicara y le diera algo de dinero. Cuando salieron del estudio mi papá veía al suelo, complacido con la mano de Mati sobre su hombro, y me dio tristeza verlo así, avergonzado y feliz a la vez.

En el lago se fue a quedar a la casa del Tavo. El Tavo era su compinche de esos años, y tiempo después mató a un hombre en la costa y terminó metido en problemas con gente seria. Pero en esos días mi hermano y el Tavo eran uña y mugre o más bien mugre y recontramugre, porque se potenciaban entre ellos, lo que hacía uno lo superaba el otro, sobre todo cuando de burradas se trataba. La

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noche que llegaron al lago a Tavo se le ocurrió ir a buscar putas al pueblo para llevarlas de vuelta a la casa. Cerca de la avenida Santander subieron dos al carro y el Tavo, que venía encabritado de tanta droga, empezó a pasarse de listo, hablaba bronco y más recio, y las putas decían menos y más se miraban entre ellas. En una de esas un cuchillo apareció brillante desde el asiento de atrás, contra el cuello de Tavo, y entonces se hizo silencio en la cabina. Un kilómetro más adelante las putas se bajaron del carro, cada una con una billetera. Esa era una de las historias que se contaba por esos días: que al Tavo y a Mati los habían asaltado dos putas.

Esa fue la noche del 30, y entonces decidieron desquitarse con una buena farra en la casa del lago. Yo ya he estado en la sala de esa casa. He visto el gran ventanal que se abre frente al jardín, el descenso prolongado de la grama hasta la orilla del lago. Casi duele la vista de tan linda, con los tres volcanes al otro lado. Yo no me meto cosas, ya lo sabés, pero si tuviera que elegir un buen lugar para hacerlo, si alguien me exigiera una recomendación, diría que ahí, frente al ventanal de la sala en la casa del Tavo, es el lugar ideal. Eligieron bien los condenados. Y se dieron su fiesta. Años después mi hermano estaría mendigando alcohol de farmacia por la Zona 3, pero en esos días todavía estaba en lo alto de la ola, tambaleándose en la mera cresta. Así deben haber estado, tan picados como el lago en diciembre, cuando se les ocurrió salir a bucear. Solo a alguien tan arriba se le ocurre bajar tan abajo. Tavo me dijo luego que borrachos no estaban, y que en todo caso andaban con la mente bien clarita, con la claridad que ofrecen los viajes prolongados. La cosa es que el Tavo era un buzo experimentado, con licencia, pero Mati era un hombre cualquiera, un hombre montado en la cresta y con ganas de llegar hasta el fondo de las cosas.

En esos años acababan de descubrir unas vasijas mayas en la costa este del lago, por Santa Catarina Palopó, y se hablaba mucho sobre una ciudad maya sumergida. Alguna gente por ahí había encontrado pedazos de cerámica en la playa, con diseños en tonos rojos y ocre, y se pensaba que había existido un centro ceremonial en una isla cerca de la costa. Pero el nivel del agua había subido, hundiéndolo todo. Eso tenía que haber sido hace cientos, probablemente miles, de años.

Puedo imaginar cómo se habrá visto todo esa madrugada, porque yo lo he visto también. Tenés los tres volcanes enormes al otro lado del lago, y en lo ancho de sus faldas se dibuja la orilla que va dándole la vuelta a la cuenca hasta cerrar del lado de uno. A esa hora todo está nítido pero también muy quieto. Ya que empieza a salir el sol atrás tuyo se iluminan las cumbres de los volcanes, y la luz va bajando por las faldas hasta entrar al lago. Es la misma claridad que te permite ver todo lo que ocurre entre el agua, el paso de los peces como atolondrados por el día, deslizándose perezosos en alguna corriente.

El Tavo decidió que sacarían la lancha, y ya empezaba a salir esa luz de la que te hablo cuando zarparon del muelle de la casa. Fueron bordeando la costa de Santa Catarina en dirección a Agua Escondida. Por supuesto que los dos creían conocer el lugar exacto donde se encontraba la ciudad sumergida, pero como no se ponían de acuerdo decidieron echar ancla en un punto medio. Así dirimían sus diferencias, fijate que eran buenos para eso. En la parte alta del cielo, aún morada, mi hermano detectó tres estrellas alineándose. Eso lo dejó alterado, según Tavo, aunque es difícil saber a ciencia cierta qué fue lo que vio. Tavo dice que a partir de entonces declinó ponerse el equipo de buceo. Mi hermano siempre se había sentido conectado con la naturaleza, con la vida de campo, y creo que por eso se

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ponía receloso con las cosas hechas por el hombre, con los instrumentos que lo alejaban de ese contacto. Así que el Tavo se puso su equipo, hizo las revisiones de rigor y se dejó caer de espaldas al agua. Mati tardó más, pero al poco tiempo entraba en el agua él también, con una careta y un esnórkel.

Es frío el lago, ya sabés cómo se pone en diciembre. Pero imagino que sacaron petróleo de reservas, y de esa fuerza que da la droga. El Tavo se hundió a unos veinte pies y mi hermano lo fue siguiendo desde arriba, como pez piloto, atento a los lugares que el Tavo señalaba con el pequeño tridente que llevaba en una mano. Más adelante se abría una quebrada y el suelo caía en picada hacia profundidades más oscuras. Cambiaron de dirección y continuaron al filo de ese precipicio, bordeándolo. Mi hermano descendía cada cierto tiempo, acercándose a las piedras y peces que Tavo iba reclamando con su tridente. En uno de esos descensos descubrió que Tavo ya no avanzaba, atento a una piedra que surgía entre la arenilla cerca del precipicio. Subió a tomar aire y, luego de dar una buena bocanada, bajó otra vez.

Observaron la piedra por varios segundos, y al verse reconocieron la exaltación compartida en los ojos del otro. Tavo se sacó la boquilla de aire y se la ofreció a mi hermano. Así lograron quedarse largo rato, pasando la boquilla de ida y vuelta mientras admiraban lo que parecía la parte superior de una estela maya. Al fin se acercaron y empezaron a escarbar la arena alrededor. La piedra era lisa, dijo Tavo, era dura y lisa y tenía inscripciones talladas que se palpaban con las yemas de los dedos. Cada vez se veían mejor las líneas, el principio de un diseño que se extendía hacia el resto sumergido. Ahí había un plan que pronto les sería revelado, se le ocurrió a Tavo, y continuó escarbando. En algún momento entendió que solo él trabajaba, y al voltear descubrió que mi hermano se había alejado hacia el borde del precipicio. Miraba hacia abajo, dijo Tavo, al fondo de esa quebrada. Entonces Mati volteó sobre su hombro y lo miró a él. A Tavo eso lo dejó frío, me dijo, porque intuyó que algo estaba a punto de joderse, así que se dedicó a observar sus movimientos, primero con aprensión y luego francamente alarmado, porque mi hermano empezaba a subir hacia la superficie en línea recta. Al par de segundos entendió que seguiría de largo, que ascendía sin freno, pero ya era muy tarde para alcanzarlo. Habían estado respirando el aire comprimido del tanque, sabía Tavo, y ese aire iría creciendo allá arriba, expandiéndose en el cuerpo de mi hermano hasta reventarle los pulmones. Tenía que decompresionar, dilatar el ascenso, pero esos trámites no eran parte del viaje de Mati. Tavo se soltó de la piedra e inició el ascenso lo mejor que pudo, expulsando el aire hasta el fondo, decompresionando de emergencia para hacerse el menor daño posible.

En la superficie mi hermano flotaba boca arriba. Tavo se quitó la careta y luego se la quitó a mi hermano y supo que la situación era grave. Tenía las pupilas enormes, me dijo Tavo, y el resto de los ojos ensangrentados. Las venas del cuello le trepaban hinchadas y azules desde el pecho hacia su cara, como el reflejo obsceno del ramaje en la estela. No respondía, Tavo le hablaba pero mi hermano solo flotaba boca arriba con los ojos muy abiertos. Vaya uno a saber cómo logró subirlo a la lancha, imaginate lo que habrá sido eso con un cuerpo como el de Mati. Pero ahí es donde se mira la amistad, ahí se le mide el temple al hierro. La cosa es que Tavo lo subió, como pudo lo encaramó sobre el borde de la lancha, y de un solo arrancaron en dirección al muelle público de Santa Catarina Palopó.

Yo fui luego a ese muelle, a las cuantas semanas, para averiguar con la gente

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de ahí lo que había pasado. Y los pescadores me contaron que la lancha venía tan rápido que casi se estrella contra el muelle, apenas les dio tiempo a un par de ellos de sacar sus cayucos del paso. Lo que más les sorprendió fue el cuello de mi hermano, me dijeron. Se le había hinchado tanto que en realidad ya no existía, como si el mismo cuerpo le naciera de la cabeza. Era un hombre lagarto, me dijo el hombre que lo describió, con las venas azules regadas por todo el tronco.

La gente se arremolinó en el muelle con los gritos de Tavo. Pronto llegó la ambulancia del pueblo, un jeep reconvertido en vehículo de emergencia. Entre varios montaron a mi hermano en la camilla, pero era demasiado largo y al meterlo en la cabina no cabía. Así que lo acomodaron en diagonal y tuvieron que dejar la cajuela abierta para darle espacio. Tavo me dijo que la gente a la par de la carretera se persignaba cuando los veían pasando a toda velocidad, los dos pies desnudos rebotando sobre la orilla del baúl abierto.

Yo estaba en el jardín de la casa cuando sonó el teléfono. Escuché un grito y luego otro y cuando entré a la sala mi mamá estaba en el suelo. Mi papá intentaba consolarla, arrodillado junto a ella. Fue extraño: por primera vez en mi vida los vi así, desde arriba, sus cuerpos torcidos por la angustia. Al verme mi papá se levantó y se sacudió las rodillas con las manos. Mati está mal, me dijo. De un momento a otro se taparon mis oídos. Entre la sordina, oí que mi papá mencionaba algo sobre los pulmones de mi hermano, una cámara de decompresión en Miami, la urgencia del viaje para arreglarlo. ¿Arreglarlo?, pregunté, pero mi papá solo vio al suelo y tomó a mi mamá por el hombro. Ahí abajo, ella se agarraba la frente con la mano. Ese fue nuestro último viaje en familia. Mi papá llamó a varios de sus amigos —esos amigos que lo olvidarían de un día para otro—, y uno de ellos contactó a un conocido que tenía un avión. Así era en esa época: existían conocidos que tenían un avión. El hombre consintió alquilarle su pequeño jet de cabina presurizada, por un módico precio que luego contribuyó a la debacle financiera de la familia. Así que ahí estábamos, en plena pista del aeropuerto, esperando junto a un doctor y con mi hermano en la camilla. Se encontraba completamente cubierto por sábanas, con mascarilla de oxígeno y tubos conectados al cuerpo. El doctor nos dijo que nada era seguro, que en Miami sabríamos qué posibilidades tenía. La presión ahí arriba sería un problema, dijo, y señaló al cielo.

Lo fue. Nos tocó una tormenta y el piloto tuvo que ascender a 42.000 pies, montándose sobre las nubes. Y eso hizo necesario subir la presión en la cabina. El médico le dijo a mi papá que así no aguantaría Mati, no, señor, la presión era demasiado alta para sus pulmones. Lo vamos a reventar, empezó a decir el médico, lo vamos a reventar, repetía con más fuerza. Aguardábamos alrededor de mi hermano, en la cabina reconvertida del jet, preguntándonos cuánto resistiría ese cuerpo. Y mi papá le gritaba al piloto que bajara la presión, y el piloto le gritaba de vuelta que no podía, que entonces reventábamos nosotros. Así que seguimos, cabalgando las nubes negras, con el piloto bailando en un pie, el médico sudando, y nosotros tres agarrados a la camilla con tenacidad, suspendidos, flotando en ese insólito lugar, esperando que amainara la tormenta.

Fuentes, Rodrigo Trucha panza arriba, Sophos (Guatemala, 2016), El Cuervo (Bolivia, 2017), Laguna Libros (Colombia, 2018), Libros de Laurel (Chile, 2019), y Los sin pisto (El Salvador, 2019).

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 23

ROSKVA KORITZINSKY

Noruega

(Noruega, 1989). Me llamo Roskva Koritzinsky, tengo 33 años y vivo en una península que se llama Nesodden, a las afueras de Oslo. Publiqué mi primera colección de cuentos, Her inne et sted, (Aquí dentro, en algún lugar) en 2013, y desde entonces he publicado dos colecciones de cuentos (Jeg har ennå ikke sett verden (Yo aún no he visto el mundo) en 2017 e Ingen hellig (Nadie sagrado) en 2022, y una novela. Antes de debutar como escritora, estudié antropología social. También he trabajado por algunos años como coeditora en una revista de cine, y me gustan especialmente cineastas como Andréi Tarkosvky e Ingmar Bergman.

En mi escritura me atraen temas como la infancia, la soledad, la aceptación y el temor. Trato, quizá cada vez más, de dejar que el lenguaje y la forma en mis relatos expresen los estados interiores en los que no necesariamente todo está sistematizado o aclarado; al mismo tiempo, hay una sensación de sentido y coherencia, tanto en el texto como en el narrador.

Entre otros autores me interesan Rainer Maria Rilke, Simone Weil, Laszlo Krasznahorkai, Fleur Jaeggy, Maria Gripe, por mencionar algunos.

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©Cato Lein

Credo cuentístico

En Noruega es común definir “lo no dicho” –la sensación misma de que algo es omitido o retenido– como una cualidad y un atributo del cuento como género. Subtexto es el emblema del cuento. Pese a algunas excepciones, este ideal parece gozar de perfecta salud; pienso que es un tanto insulso.

Cuando muchos se afanan hacia un estilo, y este estilo se torna tan dominante, se corre el riesgo de que un género literario se estanque, y de que aquello que en algunos es una cualidad, en otros se vuelva artilugio. Dominar las convenciones formales puede volverse más importante que tratar de encontrar una expresión que sea, a falta de mejor palabra, idiosincrática.

La poeta danesa Inger Christensen escribe algo como que cada partícula de una obra quiere expresar a su manera la totalidad. Me parece que está muy bien, y en ello encuentro incentivos cuando escribo: el cuento puede ser un tipo definido de entidad, pero no necesita serlo. Del mismo modo que la novela, por mucho tiempo ha luchado por liberarse de su propia definición, el cuento puede hacer lo mismo (¡y lo hace!) Pero no tiene que. No tiene que nada. Hay vigor y posibilidades, tanto en las reglas como en las transgresiones.

Edgar Allan Poe ha escrito sobre cómo el cuento debe entenderse en relación con el tiempo que uno utiliza para leerlo, en qué ánimo está uno. Cuando leo y escribo textos cortos, con frecuencia me parece que surge una situación similar a cuando uno encuentra a una persona a la que se le toma interés por un momento, sabiendo que ese momento terminará pronto. En un tren, por ejemplo. Este extraño no es esencialmente diferente a otros conocidos que uno debe tener, tampoco se parece más a otros extraños con los que uno se ha topado en encuentros fugaces. Las conversaciones no necesitan ser más intensas o contener otro tipo de información. De todos modos, algo es diferente, algo está en juego. Uno se mira con el otro con ojos atentos.

Eso de gravitar hacia el cuento como género tiene quizá que ver con ser atraído por una forma definida de atención. Tal como los encuentros en el tren no necesariamente tienen que ver con lo ocurrido, sino con los marcos del encuentro; y con el tiempo, que crea una condición definida a partir de la cual se le busca sentido.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 25

Yo aún no he visto el mundo

He pensado mucho últimamente. Santo Dios, tacha eso.

Hace un par de días fui al cine. Para entonces llevabas muerto seis meses. No fue por eso que fui al cine, no pensé en la fecha antes de sentarme en la sala con mi boleto en la mano, pero ya era tarde para considerar si quería marcar el día de tu muerte con una película o no, ya era tarde.

La película trataba sobre una mujer. En la primera escena es violada en un pasillo subterráneo en el metro. El resto de la película es un recuento en el que vemos lo que condujo al suceso. En la última escena de la película, la mujer es una muchacha joven, está recostada en el pasto viendo al sol. Nada de lo que sabemos que va a ocurrir le ha sucedido aún; sólo nos ha ocurrido a nosotros. Al caminar de regreso a casa, pensé en la primera vez en que me mostraste una fotografía de ti cuando niño. Estabas sentado en un tapete jugueteando con un pedazo de papel.

Nuestro apartamento me pertenece. Sigo viviendo aquí. Hace unos meses encontré un recibo en uno de los bolsillos de una chaqueta tuya. Habías comprado un metro, una sierra y una cubeta de pintura color cian. La compra había sido hecha tan sólo unos días antes de tu muerte.

Busqué cian en la red. Es un tono de azul que la gente solía usar en sus cocinas en los años 50. No tengo ni idea de qué era lo que ibas a serruchar y pintar de azul. Dediqué cosa de una hora a buscar en cajones y armarios, a la caza de esas misteriosas mercancías, hasta que me tranquilicé, pues pese a todo había encontrado el recibo y no podía pedirse más.

Ahí está. Tengo el recibo de tus compras y no puedo pedir más.

Una especie de balance.

Alguna vez me contaste que tu madre había plantado un árbol en los Jardines de Palacio cuando se enteró de que estaba embarazada de ti. Se había escapado a hurtadillas en la noche, y cavado un hoyo en la tierra justo junto a un grupo de árboles, de modo que no destacara: ahí plantó el árbol que en ese tiempo era tan sólo de apenas un metro de alto, y se había ido corriendo en la oscuridad. Cuando te pregunté si me podías señalar el árbol, dijiste que no sabías cuál era. Sospechabas que quizás era puro cuento, o eso dijiste. Una historia que tu madre se había inventado para darte cargo de conciencia. Cuando eras adolescente y se peleaban, ella acostumbraba decir: deberías mostrarme un poco de agradecimiento, después de todo he sido yo quien te ha parido, y tú contestabas: yo nunca pedí nacer, los hijos son algo que se tiene para uno mismo. Entonces ella decía con gran orgullo

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en la voz: yo planté un árbol para ti en el parque, ¿crees que también eso fue para mí misma?

No sé qué voy a hacer con esta palabra: duelo.

Al igual que al amor, el odio, la libertad y otros conceptos resplandecientes y agudos, debería aproximarme a él con distancia y con ojos suspicaces. De todos modos, en el verano he estado con frecuencia en el parque. Me he recostado en el lindero y explorado los grupos de árboles pensando en cuál de ellos podría ser el tuyo. He elegido un cerezo que podría tener alrededor de treinta y tres años (no sé nada de eso, desde luego), es delgado y retorcido. Todo es terriblemente sentimental. Me permito cosas que con normalidad no me habría permitido. Se siente como si estuviera de vacaciones en algún lugar donde nadie me conoce, o en un viaje de ácido que pronto habrá terminado, y más allá de eso: nada.

Así pues, balance. Tú no le tenías mucho aprecio a la vida. Sería demasiado estúpido sostener otra cosa. Pero te esforzabas mucho, en verdad mucho, por ser una persona mejor y un poco más dichosa.

Además, había algo muy sincero en ti, una apertura casi infantil; tu risa nunca era desdeñosa, y uno podía leer todos los sentimientos en tu rostro. Esa transparente inocencia tuya con frecuencia me hacía olvidar de dónde venías. Sucedía que yo tuviera un rapto y quisiera contarte alguna historia picante; por ejemplo, sobre aquella vez en que hice esto y lo otro con éste o aquél, y tú escuchabas con los ojos muy abiertos y sonriendo, antes de contestar con entusiasmo: “Ah, ahora recuerdo aquella vez en la que tuve un triángulo con la stripper y la peluquera anoréxica, y la peluquera insistió en hacer el puente mientras la tomaba”. Y entonces reíste a carcajadas. Cuando notaste la expresión en mi rostro, dijiste, como para salir del paso y pedir disculpas: “No era nada serio, sólo nos habíamos metido mucha coca”. Tu geografía era en verdad muy distinta a la mía.

De todos modos, te gusté. Dijiste que era aguda e increíblemente deliciosa. La verdad es que yo fui la primera con quien reíste después de estar limpio, y he leído que es común que los adictos vivan una especie de renacimiento sexual tras de haber estado en tratamiento. No te dije nada al respecto, pero seguro lo sabías. Cuando nos acostábamos juntos, se sentía con frecuencia como una especie de milagro. ¿Puedo decir eso?

Lo digo. Las personas que se parecen entre sí quizá no lo necesitan del mismo modo: el altar de las ofrendas entre los cuerpos, el claro al cual salir (antes de conocerte me imaginaba el amor como una especie de mano luminosa, o garra, que se entrelazaría con la oscuridad que hay en mí, pero ya no, cuando oigo la palabra amor me lo pienso dos veces antes de dar el paso. Sí, claro, claro, ya lo sé. Hacíamos todo juntos. De todos modos, permanecía ahí un desequilibrio. A veces, cuando me sujetabas o cuando yo ponía mis dedos en tu cuello, descubría en tus

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ojos eso que constantemente olvidaba: que tú venías de la oscuridad, mientras que yo ahí era tan sólo un polizón. No creo que se tratara de fingimiento de mi parte, era más como si participara en estos pequeños excesos tal como lo haría una persona sin fe, que al pisar dentro de una iglesia se deja cautivar por el espacio, y luego descubre avergonzada a alguien que está frente al altar rezando intensamente. O como un turista llorando en un campo de concentración justo antes de que el llanto se le atore en la garganta. Tú eras el rezador, tú eras los niños judíos que miran desde una fotografía en blanco y negro. A veces, cuando me mirabas, justo antes de venirte, yo sentía eso.

El único miembro de la familia ante el que me presentaste fue Rikke. Habías perdido contacto con tus padres, primero con tu padre, después con tu madre, pero de Rikke hablabas con calidez. La casa en Drøbak; por muchos años habías vivido ocasionalmente en ella, cuando no podías pagar tu propia renta y eras lanzado a la calle, cuando perdías el trabajo como barman, o en servicios al cliente o en la construcción.

Fue Rikke quien te hizo escuchar a Mahler y Shöenberg cuando eras niño, era Rikke quien tenía a Kafka, Woolf, Beckett y Dickinson en sus estanterías, y a Hitchcock, Bergman, Venier y Fellini en su colección de videos.

Ella era todo lo que tus padres no eran; lo único que tenía en común con ellos era que bebía.

Por muchas razones puedes agradecerle a Rikke el que nos hayamos conocido, dijiste aquella vez, mientras conducíamos fuera de la ciudad para visitarla. Era invierno y los caminos estaban resbalosos, habías bajado la ventanilla del lado del pasajero, soplando el humo y la humedad afuera, al frío. Viré saliendo de la autopista, cambiando de velocidad.

¿Todo bien? Sí.

Lanzaste la colilla fuera de la ventanilla, subiste la ventanilla y te acurrucaste, tiritando. Sonreíste socarrón. No me habrías tocado ni con pinzas si no fuera porque yo tenía un poco de formación cultural.

Antes de haber escuchado sobre Rikke, yo estaba confundida, es cierto. Sabía de dónde venías, pero no conseguía que eso tuviera sentido. Que todo eso tan llano, aburrido y tosco pudiera dar a luz algo tan claro y agudo como tú, que te hubieras desarrollado tú de esa semilla.

Sucedía que te veía mientras leías, por ejemplo, sentado al borde del sofá. ¡Te has sentado en mi sofá! ¡Has estado aquí! Algo en mí siente la necesidad de gritarlo por las calles, pues todo eso empieza a parecer un sueño; soy uno de esos borrachos que en las obras de teatro se han dormido en la calle y han despertado en la cama del

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rey, y viven entonces como reyes por un tiempo, antes de despertarse de nuevo en la calle, sospechando que todo ha sido un sueño; recorro el departamento a la caza de huellas, sí, pues; tu cepillo de dientes sigue estando en el vaso, las chamarras cuelgan del perchero en el pasillo; hay quienes pasan por aquí y preguntan con delicadeza si no es tiempo de deshacerme de tus pertenencias; se imaginan que me acuesto con un montón de reliquias en la cama, de noche, y grito y me quejo y golpeo al aire; pero claro que no lo hago, necesito tan sólo saber que era real, tú en este apartamento, y también que fue cierto, con el cuello encorvado y pantuflas en los pies; había algo en las venas de tu frente, la mandíbula tensa, el modo de sostener el libro, las manos casi demasiado grandes y los costados casi demasiado frágiles, que me hizo pensar qué debías haberte hecho a ti mismo. Te parecías a alguien que con concentración profunda y con grandes esfuerzos se había dado forma a sí mismo con sus propias manos. ¿Conoces esa película documental, El Rey, en la que Nils Aas se encierra en su atelier y trabaja en la estatua del rey Haakon VII durante años? Era en verdad guapo cuando joven, Nils Aas. De pie en su atelier, trabajando en la escultura, primero en miniatura y después a tamaño natural; tiene la misma expresión que tú, o más bien tú tenías la misma expresión que él; te imagino dentro de ese atelier, sólo que no estás trabajando en El Rey, sino en ti mismo.

Cuando hablábamos juntos escuchabas siempre atento. Parecías aterrado de perderte una sola palabra, como si yo pudiera enseñarte algo absolutamente esencial. Podía ver cómo cavilabas después, con esa mirada tuya demencialmente despierta y concentrada, te llevabas contigo lo que yo le había dicho a la base donde estaba erecta esa escultura que eras tú. Incrustabas piedras azules en el barro húmedo.

Y entonces escuché sobre Rikke, y comprendí que, si así era conmigo, así también debería ser con ella.

Me pediste virar hacia el estacionamiento frente a un dúplex.

Aquí estamos, dijiste con fingida ligereza en la voz. Ya estabas fuera del auto antes de que yo hubiera alcanzado a apagar el motor. A través de la ventana te vi pasarte la mano por el pelo, pasear intranquilo por el patio, meter los dedos bajo las mangas del suéter; habías dejado la chamarra y los guantes en el auto. Te dirigiste a una de las ventanas de la planta baja y miraste dentro. Tomé aliento y solté el cinturón de seguridad.

Rikke estaba de pie al fondo del pasillo con los brazos cruzados. Una niña que ha recibido claras instrucciones de no abrir la puerta a los extraños, pero que de todos modos ha caído en la tentación, y que ahora no sabe del todo qué puede esperar.

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Estaba muy maquillada, el cabello medio largo desgastado por años de pintárselo en casa, tenía pequeñas arrugas en torno a los ojos y la boca. Fuiste hacia ella y abriste los brazos.

El apartamento era pequeño y muy oscuro, tan sólo pequeñas franjas de luz del día alcanzaban a cruzar las ventanas ubicadas en la parte superior de la pared con vista al estacionamiento. Cuando era chica me gustaba asomarme a hurtadillas a las ventanas de ese tipo de apartamentos rehundidos, todo lo que uno se imaginaba que podría vivir ahí.

En ese momento escuchamos el sonido de un tranco en el piso superior, un chico que gritaba algo, portazos en un armario, y entonces una arruga cruzó de manera casi imperceptible el rostro de Rikke.

La sala estaba adornada según su mejor esfuerzo, con diversas baratijas multicolores. Algunos chales estaban dispuestos cubriendo el respaldo del sofá, había cuencos de vidrio rellenos con perlas de plástico, flores secas en vasos de cocina, un candelero de hierro forjado, un par de pinturas muy coloridas que sospeché que debían haber sido hechas por la propia Rikke; habían sido pintadas sin talento, pero con torpes y fuertes emociones en las pinceladas.

Rikke había preparado la mesa para el café, un servicio inimaginablemente pequeño había sido puesto sobre la mesa. Me senté al fondo del sofá, tú te hundiste junto a mí, suelto y laxo; seguro no te dejaste afectar por cómo todo aquí dentro apenas y se mantenía en pie, los objetos, los muebles, Rikke; una casa tal como la hubiera soñado un niño malcriado, en la que todo lo que en verdad se necesita, falta.

Rikke contestaba a tus preguntas con brevedad, casi cortante, pero te miraba con ojos que desbordaban confianza. Gradualmente me fui deslizando cada vez más lejos de ustedes. ¿Qué es lo que me había imaginado? ¿Un lugar con más fuerza? Una casa grande y destartalada, una mujer que valsara por las habitaciones y hablara de más y riera demasiado alto, un tufo a perfume fuerte, vidrie ras con muchos frascos con bebidas ambarinas, un jardín donde las flores se marchitaran, algo barroco: un lugar donde la locura se irguiera como una pesada sombra pictórica sobre el resto. Pero no esto. No esta mujer flaca y sus fruslerías, no el desgastado sofá de IKEA, libreros que apenas y si eran libreros, un reproductor de DvD en una esquina en el suelo. No esta pequeña persona que no tenía palabras para nada.

Cuando pienso en ti, esto es lo que recuerdo mejor: tu mano, tu mirada. Cómo te erguías con los ojos abiertos y cómo dejabas que el mundo llegara a ti. Cómo levantabas algo, un pájaro, un hueso, una persona, con el mismo cuidado. Tu respeto por todo lo que existe. La voluntad de dejar que las cosas sean como son. Tan sólo levantarlo cuidadosamente, verlo y acariciarlo con la yema de los dedos.

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En el auto, en el camino de regreso a casa, estuve callada. No lograba ocultarlo: ¿qué era? ¿Decepción?

¿Lástima? ¿Una sensación de haber sido engañada?

Tú mirabas por la ventanilla, las luces del alumbrado público eran yagas incandescentes sobre tu rostro, creciendo y creciendo en la oscuridad.

¿Estabas afligido? No lo sé.

Lo único que sé es que no tengo tu mirada, tampoco tus manos. Mis ojos están cerrados, mis puños apretados. Yazgo aún en la matriz y mascullo mi propia lengua.

Yo aún no he visto el mundo, por eso me es tan fácil juzgarlo.

Pero intento escuchar, ahora que te has ido, espero que lo sepas. Me ejercito para ser como tú.

Koritzinsky, Roskva (2021)

Yo aún no he visto el mundo. Elefanta Editorial

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JUAN MIHOVILOVICH

Chile

Vivo como escribo y escribo como vivo. A los catorce escribí mi primer cuento formal: El vuelo; el mundo me parecía un territorio inabarcable y solo la palabra me servía para dar cuenta de las múltiples dimensiones que intuía. Entonces decidí ser escritor.

Como en todo proceso natural estudié, y tuve diferentes funciones. Obtuve algunos premios literarios: Pedro de Oña; finalista Casino de Mieres, España, con Sus desnudos pies sobre la nieve; Julio Cortázar, Argentina, con Extraños elementos; revista Andrés Bello de El Mercurio; Cuentos de Mi País, Biblioteca Nacional y Bata; semifinalista Premio Herralde, España, con El contagio de la locura. Premio Nacional Narrativa y Crónica Francisco Coloane, por Yo mi hermano. Distinción Letras de Chile 2018. He sido antologado en publicaciones chilenas y extranjeras. Varios de mis libros han sido traducidos al croata.

Mis novelas: La última condena; Sus desnudos pies sobre la nieve; El contagio de la locura; Desencierro; Grados de referencia, Yo mi hermano; El asombro; Espejismos con Stanley Kubrick; Útero; Tu nuevo Anticristo.

Mis libros de cuentos: El ventanal de la desolación; El clasificador; Restos Mortales; Los números no cuentan; Bucear en su alma; Teoría del espanto. Ensayos: Camus Obispo; Viaje adentro. Creo que la literatura seria es un faro que intenta dar luces en esta oscuridad planetaria.

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Decálogo del cuentista

1. Cuando aflore una imagen, una frase o una palabra que te conmocione, da inicio a la narración en tu interior, no importa dónde y con quién estés. Ya se guardó en el misterio de tu intimidad.

2. Más que tomar notas sobre un hecho relevante incorpora ese hecho en tu conciencia. En algún momento saldrá a la luz, y nada podrá evitar que lo desarrolles.

3. Ten presente que las dos primeras frases te darán la idea total del cuento. Internalízalas como si toda la narración estuviera allí.

4. Si al iniciar tu historia tienes un estado de euforia emocional y mental despliéguela con serena expectativa.

5. Es natural que en un momento dado la narración se frustre, y que el tema y su desenlace parezcan inalcanzables. Detente un momento. Camina y respira hondo. La frustración desaparecerá.

6. No hay temas que sean tabú. Todo cuentista verdadero sólo debe apelar a su motivación profunda, sea corporal, emotiva o mental. La fusión se dará por añadidura.

7. Escribir un cuento es como presentir que la vida se puede eternizar en un instante. Siente que, en su escritura, tú y la eternidad son una misma cosa.

8. Al desear escribir un cuento busca la soledad y el silencio. Ambos son cómplices indispensables para que la narración surja con fluidez.

9. Toda idea, imagen o sueño, por delirante que pudieran parecer tienen alguna correspondencia con la realidad. Solo es necesario que el narrador encuentre el punto de inflexión y las vincule.

10. Escribir un cuento es un acto de honestidad intelectual. Ese es el cedazo por el que debe pasar la narración. El resto es su complemento.

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Bucear en su alma

“Todas las gotas de la mar Son tantas gotas de mi sangre Todos los peces de la mar Son tantos trozos de mi carne.” Elias Lönnrot, Kalevala

¿Cree usted que descendamos de los peces? ¿Qué nuestro origen radique en el océano? Es una interesante teoría. Así como este mundo se erige sobre tierra sólida han de existir planetas acuáticos. ¡Qué importa que no haya antecedentes probatorios! Solo procure imaginarlo. La imaginación es una cualidad que nos remueve la vida física. Si careciéramos de ella ningún avance sería posible, no podríamos siquiera enamorarnos. ¿Sabe por qué? Uno imagina otra presencia, la reviste de virtudes y defectos, efectúa la suma y concluye. Sin duda, el amor a primera vista es una alternativa, a menos que se adolezca de dicho sentido. Y ni, aun así. Claro que esa atracción inicial no pasa de ser eso: una atracción, lo que se denomina con cierto eufemismo, química entre los cuerpos. Volviendo a la eventualidad de un mundo acuático, ¿sabe que el Síndrome de Down tiene su origen en planetas líquidos? Yo también lo ignoraba. Hasta que una vez alguien me instruyó sobre ello. Por supuesto, mi recelo fue instintivo. Si un día cualquiera se le acerca un individuo y le espeta a boca de jarro que ciertos seres nacen y se desarrollan en un medio marítimo, ¿cómo reaccionaría? Igual que yo, ¿no es verdad?, esa misma actitud desconfiada, esa mirada calculada, su tensión corporal, el cuestionamiento de sus reflexiones me invadieron de inmediato. Además, quien me musitaba tal aserto era un niño con Síndrome de Down. ¡Figúrese! Únicamente podía establecer distancia, retraerme y mirarlo desde lejos, como si se tratara de un ser sospechoso, insólito, e incluso, peligroso. Su nombre es Ricky, nombre extraño para un crío que no obedece a nuestros patrones usuales. Ricky tiene unos veinte años, aunque la edad, dadas sus características, es un dato irrelevante. Ellos no viven demasiado. Como su anatomía difiere de la nuestra les cuesta más adaptarse al nivel físico que usted y yo encontramos tan normal. Para Ricky, en cambio, desenvolverse por las calles y avenidas de una ciudad común es una odisea. Mire, es hijo de un amigo partidario de la causa Palestina. Alguna vez me confidenció sus reuniones ocultas con un emisario árabe efectuadas en el sótano de una casa de Santiago. Puede parecerle extravagante, según mi amigo, aquél líder vino en secreto en más de una ocasión a este país para recolectar fondos, ¿qué otra cosa podía hacer en un sitio como este? Si está informado sabrá que la colonia palestina en Chile es la más numerosa de Sudamérica. En ese contexto las contribuciones de sus paisanos resultaban un aporte significativo. Claro que no vino solo a pasar la escudilla para las monedas. Su interés también se basaba en informarse sobre los movimientos judíos en La Patagonia. No me mire como si yo estuviera desvariando. Con tal acopio de información cualquiera se asusta. Primero, un niño con Síndrome de Down que procede de otro planeta, y después las visitas de un paladín árabe que

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investiga raros desplazamientos hebreos en el sur del continente. Ya lo sé, cualquiera se espanta o llama al siquiatra. No tema, aunque mis pasos se encaminan hacia la locura, ella, me parece, todavía está distante. Ninguna de las aseveraciones anteriores se aleja de la realidad. Si considera que no las tomé al azar, sino que me fueron, a su vez, transferidas, la cosa cambia, ¿no cree? Mire, el caso de Ricky es singular. Un día me toma de las solapas del vestón, me escruta fijo y termina sonriéndome con esa dulzura que solo un niño con Síndrome de Down es capaz de transmitir. Sentí en esa mirada una invitación, un llamado a incursionar en los orígenes de su mundo particular. No es que, precisamente, Ricky me hablara e intentara explicarme lo inexplicable. No era eso. Fue la absorción de su mirada la que me llevó hacia adentro de él e ir más lejos. Lo vi convertido en un ser acuático, braceando con inigualable maestría en contra de las corrientes marinas de un océano desconocido. Su deslizamiento elegante y seguro equivalía al desplazamiento de un delfín. ¿Ha notado la gracia y precisión con que nadan a ras de la superficie marina? Ricky era un delfín en estado embrionario. Saltaba sobre las olas y se zambullía con tal seguridad que me resultaba inimaginable verlo erguido en el mundo terrenal. Y lo increíble es que en esa visión retransmitida su destreza no era exclusiva. Otros como él acompañaban el rítmico pase de sus giros, quiebres y serpenteos. Un cardumen, y perdone el término, de seres inusuales danzaba bajo las aguas reproduciendo el vuelo de las aves. Ricky, en ese entorno natural, parecía feliz. Mejor dicho, lo era, y también los que buceaban a su lado. Esos delgados ojillos estirados como los de un pez me daban la impresión de sonreír en cada inmersión, en cada ascenso ondulante. Sin embargo, Ricky quería compartir conmigo toda la dimensión de su secreto. No que lo viera solo en ese estado original. Deseaba que supiera quiénes nadaban con él bajo las aguas. Con mis limitadas facultades humanas trataba de entender, hasta percatarme que ninguno de mis sentidos me otorgaría la apertura hacia su alma. Si yo era absorbido por sus intensos ojos azules debía dejarme caer por ellos al abismo de su procedencia. Allá al fondo, en esa navegación sublime, habitaba también su familia, sus padres, sus hermanos de raza, sus amigos. No se trataba de una fantasía más, sino del origen de su especie. Entonces sentí que ese misterio insondable se había trasladado a este planeta para enseñarnos algo. ¿Ha visto que seres como Ricky tienen una morfología diferente de la nuestra? Sus rasgos peculiares, sus ojos achinados, sus labios extendidos, esas orejas escamadas, ¿le dicen algo? Añada la suavidad de sus formas, la redondez del volumen corporal, la tersura sedosa del cabello, ¿no tiene la impresión de visualizar a un ser que emerge del océano? Si en principio su aspecto obedece a una alteración cromosómica, por favor, no se equivoque: ningún niño con Síndrome de Down es un retrasado mental, como tan livianamente se cree. Yo había notado de qué manera Ricky se vinculaba con el líquido elemento, cómo lo disfrutaba, de qué modo reía a carcajadas si su padre lo bañaba con una manguera en el patio de su casa. ¿Sabe cuántos minutos resistía buceando en el fondo de la piscina? Era increíble. Podía caminar con lentitud bajo

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las aguas, asirse a la escalerilla y sin ascender a la superficie, mirarme largo rato con una sonrisa indescifrable. La mirada de Ricky me decía que eran seres irrepetibles, cuyas aparentes deficiencias eran parte de un mensaje cifrado. Esa ternura natural, esa gracia inigualable, esa torpeza física cuidada, la calidez infinita de sus gesticulaciones me enunciaban la clave del mensaje. Recuerde que sigo anclado a sus ojos mientras sus manos continúan aferradas a las solapas de mi vestón. Comprendí, o hice al menos el intento, de saberlo dotado de una necesidad de amor que era compartida. Ellos habían emergido de las aguas para involucrarnos en la moldura de sus gestos. Esos gestos primitivos, desprovistos de cálculo o medida, nos imploraban que cambiáramos. Él carecía de voluntariedad, al menos como solemos entenderla. Su existencia emanaba de una espontaneidad sorprendente. Lo demás, su relación con nosotros, su forma de acceder a los objetos, de tocar a un animal o mirar a las estrellas, nacía de ese principio tan elemental: su infinita capacidad de ser. Ellos eran, Ricky era, ¿qué cosa tan sencilla, no cree? Destilaban amor por todos los poros de sus anatomías como si una esponja acuática fuera eternamente exprimida. Y he ahí la crueldad de una paradoja que aprecié de manera atroz. Podían sentir de un modo mucho más extremo el desprecio de sus semejantes. Nosotros constituíamos esa extraña similitud. Se nos habían aproximado para evidenciarnos el sufrimiento del mundo. Sus cuerpos, supuestamente imperfectos, recibían nuestra lástima, nuestro castigo y sus condenas. ¿Cómo no habíamos descubierto todavía sus cualidades internas? ¿Por qué nunca nos sumergíamos hacia el fondo de sus almas? Querido amigo, sumidos en nuestros egoísmos, la llegada de un ser con Síndrome de Down a este mundo constituye una desgracia. Vemos su desequilibrio físico como un maligno error de la creación. Y el error nos pertenece. No obstante, Ricky me enseñaba el conocimiento a través corazón. ¡Qué extraordinaria sensación el caer por sus ojos al encuentro de un ser que jamás sería tan común y corriente como yo! Su inercia y desgano engañosos conformaban el barniz de su llamado. Sentí que me convocaba para ayudarlo a mitigar su terrestre materialidad. Si a algún dolor era permeable ese sufrimiento, emanaba de nuestro rechazo e indiferencia. Nadie percibía esas actitudes como él. Debo señalarle que le fascinaba pasear conmigo y el encanto era recíproco, sobre todo cuando me tomaba de la mano y me llevaba hasta un puentecito escondido a orillas del océano. Me hacía reír, con ese humor tan desprovisto de dobles intenciones. Recuerdo que una vez, luego de mirar desde allí la puesta de sol, lo invité a casa de un amigo. El caso es que en tanto toqué el timbre, Ricky se arqueó como un puerco espín. Dio una ojeada a los costados, giró sobre sí mismo y me tironeó de un brazo. Yo no comprendí esa reacción hasta que la puerta se abrió. Mi amigo posó su mirada en él como si yo no existiera. Y en esa mirada había un rechazo contenido, escudado en la falsedad de su sonrisa. Ricky advirtió aquello antes de que la puerta se abriera, ¿de qué manera? No lo sé. O en ese entonces no lo advertí. Como después aprendí a descifrar parte de sus sensaciones capté que poseía una sensibilidad mayor que la normal. Podía

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anticiparse a los gestos porque veía el alma de la gente. Sé que suena extraño; como su naturaleza no emanaba de una densidad tan pesada como la nuestra, su capacidad de apreciar las emociones pasaba por el filtro de sus células acuosas. Si tiene dudas es cuestión de tocar y de medir. El antecedente también es físico. Vea cómo se moldea ese elemento líquido y vital en un recipiente. Y vea, además, cómo se escurre y sumerge en la tierra si fuere indispensable. Ricky moldeaba sus impresiones de manera instantánea. ¿Intuición? Usted lo ha dicho, intuición pura, percepción directa ajena al cedazo mental que tanto obstruye nuestro discernimiento. Como está exento de los vicios acostumbrados es capaz de irradiar su ternura de forma elevada. Claro que si uno acepta y deduce que su apariencia física es circunstancial, que es un señuelo y una pista, es posible envolverse en su amorosa serenidad. Es cierto: así como Ricky es permeable al amor lo es también a nuestro rechazo espurio. Por eso hay que verlo desde adentro, asimilarlo a la apostura de un ángel. De un ángel marino, si usted quiere. De ahí que cuando Ricky me soltó las solapas del vestón pudimos abrazarnos como si nos reconociéramos. Me había dado la mejor de las lecciones: debería aprender a amarlo, tan simple como eso. ¿Qué tiene que ver todo esto con la reflexión inicial? Lo ignoro. Como ignoré un buen tiempo la desaparición de Ricky del radio de acción ciudadano. Desconozco también si a estas alturas mi amigo sigue aferrado a su causa perdida o continúa soñando con la liberación palestina. El caso es que dejé de ver a Ricky tan suavemente como había llegado a mi vida. Cuando le consulté por él a su padre me miró sin verme como si respondiera por la indagación absurda de un ser inexistente. Sin embargo, comprendí de golpe. Ricky no había desaparecido, al menos no en el sentido común que le atribuimos a una desaparición humana cualquiera. Su partida sin aviso era la consecuencia natural de su paso por nuestro mundo. Si de repente dejamos de verlo no era porque no estuviese cerca. Lo estaba de un modo atípico, como lo era todo aquello que se vinculara con él. Quizás por ello decidí buscarlo en el único lugar que me pareció probable. Me encaminé a la costanera, hacia el puente escondido dónde alguna vez Ricky y yo lanzamos piedrecitas al océano, y me senté en el banco que daba a la bahía en instantes en que el sol comenzaba a declinar. Puede parecer otra extravagancia, o una extensión de la visión interior que tuve cuando Ricky soltara las solapas de mi vestón. Admito esa posibilidad. Y es dueño de creerme o no, pero en la quietud del oleaje Ricky brincó como un delfín, surcó el espacio que mediaba entre nosotros y me sonrío como nunca nadie ha vuelto a hacerlo. Por supuesto, ¿qué sentido tendría contárselo? A menos que usted acepte que Ricky también se ha apoderado de una parte de su corazón, ¿no es cierto?

Mihovilovich, Juan (2018) Bucear en su alma Editorial Simplemente Editores; (2021) en Antología Teoría del Espanto, Editorial Universidad Católica del Maule

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CLARA OBLIGADO

Argentina - España

Soy licenciada en literatura argentina. En 1976 tuve que exilarme a Madrid, donde resido desde entonces. Comencé a escribir e impartí los primeros Talleres de Escritura Creativa de la península, actividad que desarrollo hasta hoy de manera independiente en varias universidades europeas y de América Latina.

En 1996 recibí el Premio femenino Lumen por mi novela La hija de Marx, a la que siguieron otras como Si un hombre vivo te hace llorar, No le digas que lo quieres y Salsa. Mi producción ensayística está vinculada con el feminismo, la situación de la mujer en el arte y la cultura, como en Mujeres a contracorriente. Como editora y antóloga incursioné en el género de microrrelatos con dos volúmenes: Por favor, sea breve 1 y 2 señeras en la implantación del género en España. En los últimos quince años mi trabajo destacó con una serie de libros de cuentos: Las otras vidas (2006), El libro de los viajes equivocados (2011) – IX Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año en 2012-, La muerte juega a los dados (2015) y La biblioteca de agua (2019). Recibí el Premio Juan March Cencilio de novela breve con Petrarca para viajeros (Pre-Textos, 2015). Mi más reciente libro son los ensayos Una casa lejos de casa. La literatura extranjera (Contrabando, 2020) y Todo lo que crece, (Páginas de Espuma, 2021).

He coordinado para Nórdica Editorial el Atlas de Literatura Latinoamericana (Construcción inestable).

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©Isabel Wagemann

Decálogo de la perfecta cuentista

1. Cuando te pidan que escribas un decálogo sobre el cuento, pregúntate por qué no se lo piden a una poeta, una dramaturga o un novelista.

2. Cuando, en busca de inspiración, leas otros decálogos, pregúntate por qué la mayoría está escrito por hombres. No me cuentes la respuesta, será deprimente.

3. Si perseveras en la idea de escribir un decálogo, pregúntate qué tienen en común Monterroso y Alice Munro. Si encuentras la relación, por favor, esta vez sí, cuéntamela.

4. Pregúntate también por qué es más clara la relación entre las novelas de Claire Keegan y los cuentos de Alice Munro. O entre las de ambas y Antón Chéjov.

5. Cuando alguien repita aquello de que “todo cuento cuenta dos historias” y mencione a Piglia, pídele que lea a Mónica Ojeda.

6. Cuando alguien lea a Mónica Ojeda, sugiérele que busque a Giovanna Rivero, Socorro Venegas o Liliana Colanzi. Si ya las conoce, que me llame, tengo una lista más larga. Si responde, levantando una ceja, que publicar a mujeres está de moda, cambia de tema y háblale, por ejemplo, de futbol.

7. Pero si alguien, a pesar de todo, te pide que definas qué es un cuento, dile que te has dejado las lentejas en el fuego y sal corriendo.

8. Si te insiste, recuérdale a Moisés bajando del Sinaí y estampando contra el suelo los diez mandamientos.

9. Si te mira, como es lógico, con cara de horror, piensa que esa persona es sin duda alguien correcto, que cree en el orden y en los cuadros sinópticos. No como tú, que no sabes ni dónde tienes la cabeza y que por eso te dedicas a la literatura.

10. Pero también, cuando alguien te pida que escribas un decálogo, piensa en tu ansiedad a la hora de escribir y sueña con la falsa idea de que es posible contener el universo en diez mandamientos. Inmediatamente, escribe un cuento con este comienzo.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 39

La Sirena

A Leticia Rossón Massa

El pescadero exhibía una sirena dentro de una pecera. Ella, ajena al tumulto, masti caba con sus dientecillos afilados peces de plata que el hombre lanzaba de tanto en tanto al tiempo que gritaba: ¡compren, compren una sirena, la única en el mercado!

–¿No le da vergüenza? –dijo una mujer–. ¡Vender a esa pobre chica!

–¿A cuánto el kilo, jefe?

–Se la pongo más barata que las sardinas...

–¡Mamá, mamá, cómprame ese pez!

Con displicente impudicia, la sirena exhibía su torso de diosa mientras abría las val vas de un marisco palpitante: brillaba la cola de plata donde un rebullir de escamas se entretejía con algas.

–¿Y por qué la vende?

–¿Muerde, mamá?

–Estoy cansado de ella: no hace más que comer, bañarse y dormir. Además, no habla. Y por las noches...

La sirena lanzó una mirada de indiferencia. No parecía tener más de quince años.

–Pues quiero la mitad: la de arriba.

–El kilo de mujer es más caro. Mire, mire qué cuerpo, qué cara. El pescadero afilaba su cuchilla.

–No sea animal, ¿no pensará mutilarla?

–Es usted un cerdo, una bestia.

–Señoras, largo de aquí. Me están estropeando el negocio.

Ahora la sirena mordisqueaba un salmón. Por encima de la carne desgarrada su mirada lasciva recorría a los compradores como si comprendiera –en su desdén infinito– su superioridad de diosa. El pescadero la miró y pareció reflexionar.

–Venga, basta por hoy, fuera todos: no la vendo. Al fin y al cabo, es mi mujer.

–¡Mira que casarse con un pez!

–¡Con una menor!

–Qué precio para el pescado. Habría que denunciarlo.

Tendida sobre el género, la sirena estiró su cuerpo como si quisiera ofrecerse a to dos los hombres del mundo. De pronto, comenzó a cantar. Una batahola marina,

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casi un hedor, punzó el mercado, escoró en los corazones y, por un momento, todos los hombres la desearon. ¡Amar a una sirena, naufragar en su abrazo! ¡Oh, el remo lino, la ola, la intensa marejada!

El pescadero estaba cerrando la tienda y no bien desapareció tras el cierre de metal se oyó un bramido, el sonoro aletear de la cola de pescado, un rebullir de escamas y jadeos húmedos. Luego, suspiros de hombre que estremecían la promiscuidad de las frutas, las carnes exhibidas. Por fin, la pleamar del silencio.

–Pobre chica –dijo una señora mientras se alejaba del puesto arrastrando el carrito de la compra–: ¡Hacerlo con un animal!

Lenguas Vivas

A Armando Minguzzi y Adriana Imperatore, mis lectores

-TODO NOS UNE, le había dicho su madre, hija de españoles, no te preocupes, hablamos el mismo idioma.

Pero no fue así. Desde que había llegado de Buenos Aires vivía en dos planos, en dos niveles. Tuvo que aprender que aparcar era estacionar, prolijo quería decir detallado, un grifo no era un monstruo mitológico sin una canilla, pararse no era ponerse de pie sino detenerse, estar constipado no tenía nada que ver con los intes tinos sino más bien con los pulmones y que la amiga Conchita Boluda se llamaba así, de verdad, de verdad.

Pero los peores problemas venían en la cama. Meterse en la cama con alguien en Madrid, ¿qué era? ¿Coger, follar, fornicar, joder? Coger, tan íntimo antes, tan incom prensible de este lado del Atlántico. Se coge el autobús, se coge desprevenido, se coge un resfriado. En la cama no se coge, a ver si aprendés. En la cama se jo-de. Quiero joderte, había dicho él, a quien apenas conocía, acompañando su reclamo de un vaho alcohólico y había cazado su mano que reptaba sobre el mármol de la mesa del bar como una araña, intentando esconderse en el regazo. E insistió: jo-der-te. Ella, concentrada, cerró los ojos y tradujo: co-ger-te. Fatal, le sonaba pé simo. Prefería la palabra follar. Pero follar, que le sonaba pastoril, revolcarse sobre las hojas, vestirse de pastorcita, triscar, hollar acaso, súper Marqués de Santillana, a sus partenaires les resultaba muy fuerte y lo de fornicar, un cultismo absurdo con ecos de confesonario, una mezcla de latín y francés, ese, fric-fric como de hormigas copulando (las formicas formican en el formicario): «Sí, padre, he formicado ayer también».

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 41

Este no era más que el primer inconveniente. Más tarde vendrían las sorpresas en el momento menos indicado, cuando ya no está la cosa como para pedir intérprete, por ejemplo: «estoy salido, qué salido que estoy» y ella, traduciendo, inquietísima, ¿qué sale, y de dónde?, o «me has puesto cachondo, con esa che tan poco digna, o «correrse», por ejemplo. Me voy a correr, guapa, «me voy a correr.» ¿Hacia dónde? ¿Justo ahora? (cómo, cómo se diría aquello en su castellano natal). Y luego, cuando todo se relajaba, con el pitillo/cigarrillo encendido/prendido en la oscuridad de la habitación/pieza él la acariciaba, agradecido, mimoso, y le decía ««guapa», tan de arrabal, o «maja», puro Goya, y ella imaginándose vestida o desnuda, exhibiéndose en el museo del Prado sobre los almohadones/cojines.

Ni qué hablar de la polla y de la pollera. «Polla», aquel mito masculino, aquel galardón, para ella no era más que la lotería o una gallina pequeña y correrse qui tarse del medio, joder algo muy agresivo y así sucesivamente. En el vórtice de tal torbellino lingüístico, ¿quién es capaz de meterse en la cama con alguien?

Todo nos une, pensó. Todo, menos el idioma

Los pecados de la carne

Para Andrés Neuman y Miguel Ángel Arcas, por nuestras citas en Granada

La señora Matilda, viuda de González, pidió la vez. Esperaba, con las manos en las caderas todavía firmes, mientras miraba a través del escaparate los dedos del charcutero que cogían unas salchichas; las vio bambolearse en el aire (su promesa apetitosa y rosada) y desaparecer luego sobre el mostrador, entre sábanas de papel (tus caderas como ancas de yegua, hubiera dicho su Eulogio); vio entonces como la mano, (masculina, experimentada) iba acercándose al lomo embuchado (tan caro y tan sabroso, a la señora Matilda se le encendía el deseo) al lomo embuchado que, firme y recio (qué ganas de tentarlo) se elevaba también, mostrando su mutilación sin sangre y luego la mano, sumida otra vez tras el cristal, sostenía un cuchillo y se unía a la otra mano (a la señora Matilda le brillaban los ojos) otra mano de dedos seguros, con la que el charcutero (se le hacía agua la boca) sopesaba un fuet fino y amoratado, de piel tensa, ligero, casi inofensivo, virgen, pero tan tieso (justo como a mí me gusta) y luego el fuet volvía, circuncidado, al escaparate, y la señora Matil da pensaba, con ansia y con miedo (subía y bajaba su pecho en rápido vaivén),

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que le tocaría el turno y habría que elegir (ella nunca había elegido, un novio, un marido, total todos son iguales) seleccionar entre tantísimas posibilidades: la mor cilla esponjosa, pletórica, vehemente, que dibujaba en la columna de su cuerpo estremecido la sangre y la salud, o el chorizo de Salamanca, fresco y oloroso, o el morcón (sólo se vive una vez), prohibitivo pero prieto, grueso y pequeño (así da más gusto) o la estilizada longaniza, y el jadeo de la señora Matilda (los calores de la edad), el ansia, los rubores (cuántas oportunidades, qué dilema), el brillo en los ojos, las mejillas remozadas, el repentino sudor, las manos del charcutero alzando ahora una ristra de chorizos rojos y la señora Matilda atónita ante la desmesura, viéndolos pendular, temiendo el cuchillo, incapaz de elegir (salamis, culares, lomos de Sajonia) fuera de sí, abandonando la fila (butifarras, sobrasadas) mientras dice me voy, le dejo la vez, me marcho (jabuguitos) a casa, a la cama, allí donde las sábanas sabrían acoger su languidez, sus recuerdos, sus ancas desbordadas por la orgía.

Obligado, Clara (2005)

Las otras vidas, editorial Páginas de Espuma

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 43

FERNANDO OLSZANSKI

Argentina

Me llamo Fernando Olszanski y nací en Buenos Aires, Argentina. He vivido alternativamente en Escocia, Ecuador, Japón y pasado por varias ciudades de los Estados Unidos. Tengo una maestría en educación de la Dominican University, y una maestría en literatura latinoamericana de la Northeastern Illinois University. Entre mis libros se encuentran la novela Rezos de marihuana, el poemario Parte del polvo, la colección de cuentos Vocesueltas: Cuatro cuentistas de Chicago, el libro de cuentos El orden natural de las cosas, que fue galardonado con el International Latino Book Award en 2011 a la mejor ficción popular, también el libro de relatos Rojo sobre blanco, y más recientemente Grandes lagos vacíos, mi libro de cuentos. He preparado las antologías América Nuestra, una antología de la narrativa española en los Estados Unidos, Trasfondos, una antología de las narrativas españolas del Medio Oeste, Don’t Cry for me América, antología de escritores argentinos en Estados Unidos y Féminas, antología de infidelidades escrita por mujeres. Mi nuevo libro de cuentos se titula Grandes lagos vacíos, un libro de cuento que explora los temas de la Literatura del Desarraigo, que es la literatura en español en Estado Unidos, y son la soledad, el choque cultural, la identidad, la aculturación y la deculturación, entre otros.He sido director editorial de las revistas Contratiempo y Consenso, una revista de estudiantes graduados de la Universidad Northeastern Illinois. Vivo en Chicago, Estados Unidos.

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Decálogo para cuentos

1. El cuento debe tener más de una lectura, más de una historia. Al leer un cuento uno encuentra diferentes niveles, minihistorias que ayudan a crear un ambiente de crecimiento, de múltiples posibilidades. Casi podríamos decir que un cuento es una novela en progreso.

2. El cuento debe obligar a una relectura, los detalles hacen una historia interesante, provocar al lector es la mejor manera de generar una relación con la historia.

3. Terminar un cuento puede ser difícil, pero los personajes te ayudarán a llegar al final. pregúntales, ellos te guiarán hasta donde quieren ir.

4. Cuando escribes solo escribes para ti. Se honesto contigo mismo. Cuando el cuento está terminado, es un pájaro que dejas volar sin rumbo.

5. El corazón de un cuento es el conflicto, sin esto, el cuento no existe. Puedes contar anécdotas, experiencias vividas, pero un problema siempre necesita una solución, casi matemático, sin serlo.

6. No necesitas contar el trasfondo de las cosas. deja que el lector cree su propio trasfondo. Ayuda a inquietar al lector, no a hacerle más cómoda la zona de confort.

7. Un cuento es una pared en donde todos los ladrillos encajan: palabras, comas, tiempos. No agregues cosas innecesarias, golpea al lector con recursos literarios sin irte por las ramas.

8. El lugar perfecto para leer un cuento es el baño, no te excedas en la escritura para no exceder la lectura, los otros también necesitan ir al baño.

9. Un buen lector se da cuenta si conoces sobre lo que estás escribiendo, escribe sobre lo que sabes y aprende lo que no sepas. La honestidad literaria se paga con confianza leída.

10. La escritura viene de tu vida, vive, escucha, indaga, experimenta, el cuento llegará a ti sólo después. Vas a escribir lo que vives tan sólo para recordarla de una mejor manera, y luego se la contarás a los demás.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 45

Mosqueteros

Emilio está borracho otra vez. Los brazos extendidos sobre la mesa, la cabeza pendiendo sobre uno de los hombros. Los ojos desorbitados miran hacia una dirección perdida, pero en realidad no miran nada. Al menos nada en tiempo presente, estoy seguro de que miran el pasado. Él dice que no recuerda. Sé que no quiere recordar nada. Por eso, yo recuerdo por él. Sin ser su conciencia, sin ser el tipo que le reprocha lo que pasó alguna vez. Tan sólo recuerdo con el simple objeto de que su historia no se pierda. Los hechos que marcan a los hombres no deberían perderse.

Mintió a su padre sobre una beca en Estados Unidos, de otra manera, nunca hubiera podido dejar Veracruz. En realidad, un amigo en Chicago le prestó el dinero para cruzar la frontera. La cantidad exacta para llegar a Nogales y contratar un Coyote que lo llevara hasta donde quería. No fue difícil encontrar uno, había demasiados ofreciendo servicios. Un hombre lo convenció de su experiencia y de su aura de intocabilidad frente a los agentes federales. Acordaron encontrarse a la mañana siguiente, le encargó que trajera agua y comida para dos días, el tiempo necesario para llegar a destino.

Pasó la noche, por recomendación del Coyote, en un hospedaje de la periferia. Un recinto frecuentado por prostitutas, contrabandistas y gringos y mejicanos legales que cruzaban la frontera para tener una noche de diversión larga y barata. No pudo dormir, un poco por la tensión, otro poco por el ruido, hasta que bajó al bar y pidió una botella de tequila para llevarse con él. En el camino a la habitación, una mujer lo invitó a gastarse unos pesos en ella. Se negó de la mejor manera que pudo, estaba seguro de que los nervios le harían pasar vergüenza.

Al otro día, con los suministros necesarios para dos jornadas, agua mineral, frutas, tortillas y algunas cosas para llenarlas, esperó al Coyote en el punto convenido. Vio a otro hombre que también rondaba el lugar, pensó que era otro que esperaba por un pasaje al Norte. A la hora exacta del encuentro, una camioneta pasó por él. El hombre que se paseaba por los alrededores, misteriosamente había desaparecido. Apretadas y paradas en la parte trasera del vehículo, iban otras veinte personas. Todas con la misma cara de susto que Emilio, el susto que arrastra esperanza, el futuro, la incertidumbre y el riesgo de una vida nueva. Todos en silencio, todos con los ojos bien abiertos, todos con el miedo a lo desconocido. La camioneta tomó un camino secundario, y los vaivenes se dibujaban en el balanceo de los pasajeros. Emilio se agarró con más fuerza de los parantes del techo; al estar en el borde, podía caer al piso y lastimarse de mala manera.

Finalmente a la hora de viaje el vehículo se detuvo. Una voz los instó a bajar, deprisa y en silencio. La misma voz los reunió en un círculo.

-…si los coge La Migra, vuelven al mismo lugar. Al otro día volveremos a cruzar. Recuerden que yo doy las órdenes, el que no las cumpla, se queda en el camino –la voz mostró un revólver que los brillos del desierto mostraron negro y sugestivo.

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No era la misma persona que Emilio había contratado. La voz era mucho más joven, sonaba arrogante y alucinada. Se preguntó si había equivocado el grupo, pero la hora y el lugar de encuentro fueron los indicados. Asumió que había habido un cambio de última hora. Lo tomó como un presagio, algo que empezaba con un giro inesperado.

Caminaron unos quinientos metros hasta una casucha de mala muerte. Las veinte personas, más el joven Coyote y otro grupo que servía de apoyo, esperaron hasta el anochecer. Cuando las luces del día disminuyeron, el grupo de apoyo se marchó en silencio y con las luces del vehículo apagadas. Conocían el camino a la perfección de tanto haberlo transitado.

Las veinte personas y el joven Coyote, marcharon en fila india y en silencio. La frontera no se hallaba más que a pocos cientos de metros.

Se tentó varias veces de preguntar si ya habían cruzado la frontera, pero recordó la mala predisposición del guía. Se imaginó que algunas de las acequias que habían pasado eran las usadas como límite entre los países. Se imaginó también que el aire que en ése momento respiraba le sabía diferente, no podía explicar el por qué, pero estaba seguro de que la diferencia existía.

La noche del desierto fue fría. Los miembros del grupo caminaron encogidos y tiesos al mismo tiempo. Todos esperaban el amanecer y con él, el sol que calentaría los cuerpos y los espíritus. Ese mismo sol que después de unas pocas horas calcinaría el suelo que pisaban.

Hubo pocas palabras entre los miembros del grupo. Algunos comentarios aislados que siempre eran mal mirados por el líder. Le parecieron extrañas a Emilio las sucesivas detenciones. El Coyote tomaba su tiempo para recorrer los alrededores mientras el grupo descansaba.

El día pasó lento. El sol inclemente hacía pedir por la noche. Los dos extremos se mostraban demasiado alejados uno de otro. Hacían de la caminata un suplicio de diferencias de temperaturas, de estados de ánimo, y de arrepentimientos prematuros.

La noche llegó y encontró al grupo descansando en una quebrada. Hacía frío, pero al menos el viento no les molestaba. No tuvieron la dicha de un fuego reparador, la luz atraería a las autoridades, recordó el guía. A pesar de la baja temperatura, pudieron dormir por el cansancio de la jornada. Todos juntos, haciendo un bloque, mantenían el calor de los cuerpos. El despertar los sorprendió con el espléndido amanecer sobre el desierto, la suma de colores y tonos le daba un matiz de paraíso, una bocanada de esperanza, un drama sin contornos de la vida fugaz y etérea.

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Deberían haber llegado a destino al mediodía, pero según el Coyote, tuvieron que evadir controles y pasarían una noche más en el desierto. La comida y el agua eran sólo para dos días, a la mayoría se le empezaban a acabar los suministros.

El camino pasaba por varios desfiladeros, todos rocosos, todos sugerían cuidado. En esos momentos, cuando se mezclan la tensión, el cansancio y los nervios, siempre pasa lo inesperado. Una mujer cayó rompiéndose una pierna. La ayudaron como pudieron, pero medicamentos no había; agua y comida, escaseaban, y la paciencia iba desapareciendo.

Entre los hombres se fueron turnando para cargar a la mujer. Veinte minutos cada uno. Agradecían que fuera delgada y eso facilitaba la tarea.

Finalmente, al atardecer, el Coyote reconoció estar perdido. Instó al grupo a permanecer unido y a seguir obedeciendo porque el destino estaba cerca, sólo debían esperar un poco más. Era lógico que aparecieran fricciones. Algunos querían entregarse a la policía y ser devueltos a Nogales. Otros pedían un poco más de tiempo para resolver el problema que parecía estar cercano a la solución. Ninguno de los dos grupos escuchaba al otro. Tampoco escuchaban los lamentos de la mujer y su pierna rota.

Decidieron esperar. No hubo qué cenar esa noche, los últimos sorbos de agua se repartieron con la tapa de los envases. La noche fue larga, nadie durmió. Los sollozos de la herida llenaban el silencio del desierto. Su pierna cambió a un color oscuro, su tamaño había crecido considerablemente. Algunos trataban de consolarla, otros, empezaban a ignorarla. Al otro día ya fueron menos los voluntarios para cargarla, ahora se turnaban cada dos horas, eso implicaba retrasarse y ganar el mal humor de casi todos.

Las cosas empeoraron al anochecer. Hambrientos y cansados empezaron a reprochar a los cuatro vientos. El Coyote tuvo que mostrar un par de veces su revólver para calmar los ánimos. La mujer seguía sufriendo y alterando los pocos momentos de paz que existían. Por decisión de la mayoría, la dejaron unos cien metros alejada del resto. Al menos así, algunos podrían conciliar el sueño.

Emilio se quedó con ella. Un poco por piedad, otro poco por miedo. Le habló cosas tiernas, le acariciaba los cabellos, pero nada podía consolarla.

Al despertarse, se dio cuenta que los demás se habían ido. Sólo estaban él, la mujer herida, y el inmenso desierto. En el cielo vacío de nubes, revoloteaban negras siluetas.

La cargó cuanto pudo, sus fuerzan iban mermando con el hambre, la sed, el calor y el cansancio. Le hablaba continuamente, trataba de que se sintiera mejor y que no sufriera tanto. A veces, no se daba cuenta de que ella se había desmayado desde hacía un largo rato.

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Pasaron dos días más. Emilio empezaba a pensar en su propia muerte. Se vio a sí mismo tendido en la aridez del desierto de Arizona, tal vez como alimento de carroñeros. Sólo podía pensar en su familia, que nunca se enteraría de lo sucedido; en su cadáver descompuesto a la intemperie, devorado, destruido, corrupto.

Se sentó a descansar y ver si algo o alguien podía salvarlos. La vastedad era una respuesta silenciosa, cruel, demoledora. Preparó fuego para pasar una noche no tan fría como las anteriores. Poco le importaba a esas alturas el hecho de ser descubierto. Los reflejos del fuego se extendían por los rasgos de los cuerpos, demacraban aún más las hondas cicatrices del mal momento. Los dolores y las quejas volvían repentinamente, y se marchaban por escasos momentos de lucidez.

Nunca supe en realidad cómo llegó a Chicago. Era evidente que se había salvado y empezado una nueva vida de la mano de sus amigos. Todos coinciden que algo cambió en su mirada, nadie sabe qué, pero el cambio era más que notorio. Pareciera que sólo cuando se emborracha recupera algo de su antigua alegría, pero claro, se oscurece tan pronto como los recuerdos llegan.

Todavía Emilio permanece tendido al borde de la mesa. La cabeza sobre uno de los hombros, los brazos extendidos al infinito. El día que Emilio me contó su historia, me hizo recordar una secuencia del libro de Los Tres Mosqueteros, cuando Athos, completamente borracho, le confiesa a D’artagnan su trágica historia de amor.

Yo, al igual que D’artagnan, nunca confesaré haber escuchado esa historia. Alegaré haber estado borracho y con eso cubriré cualquier sospecha sobre su verdad. Seré un mosquetero y guardaré su secreto hasta el día que la parca me visite. En ese momento sabré que Emilio finalmente encontró la paz del espíritu perdida en el desierto.

Entiendo por qué Emilio no quiere recordar. Porque cada vez que recuerda, repite los mismos pasos que dio en el desierto. Si hasta cuando está borracho, solo, en un rincón, y piensa que nadie lo ve, junta los índices y los pulgares y hace un círculo con los dedos. El mismo círculo con que circundó el cuello de aquella mujer. Delicadamente, pidiéndole perdón a la mujer, a Dios, al desierto. Apretó con las fuerzas que ya lo habían abandonado días atrás. Con lágrimas que escapaban de sus ojos y caían en los ojos de la pobre mujer, que no entendía el por qué.

Por eso Emilio no quiere recordar, yo lo entiendo. Por eso yo recuerdo por él, para que su historia no se pierda. Los hechos que marcan a los hombres no deberían perderse jamás. Para entenderlos, para ayudarlos, para aprender de ellos.

Olszanski, Fernando (2017) El orden natural de las cosas y otros cuentos, editorial Ars Communis.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 49

SERGIO RAMÍREZ

Nicaragua

MI PRIMER CUENTO

Escribí mi primer cuento a los 14 años y lo envié al diario La Prensa en Managua, donde el poeta Pablo Antonio Cuadra dirigía una página literaria. Para mi asombro salió publicado un domingo con gran despliegue, los títulos en colores, y un grabado en madera como ilustración. Era un domingo de septiembre de 1956.

Del asombro pasé al horror, porque me sentía culpable de no sé que cosa, y corrí a esconderme en el excusado al fondo del patio, desde donde escuché la voz dichosa de mi abuela Petrona Ramírez que llegaba desde su casa, de la que casi nunca salía, con el periódico en la mano, a pedirme que le leyera el cuento en voz alta.

En mi narración recreaba un cuento de aparecidos de los que se cuentan en las cocinas, acerca de una carreta fantasmal que andaba a medianoche por las calles recogiendo de casa en casa a los que morían, el boyero un esqueleto, igual que los bueyes, y las estacas de la carreta huesos, seguramente fémures.

Pablo Antonio escribió una nota breve explicando que se trataba de “una versión de Masatepe”, de aquella historia que se contaba en todo Nicaragua, pensando que era yo algún viejo versado en leyendas vernáculas, con lo que cumplí, sin proponérmelo, una regla de oro de la literatura, que es engañar a quien lee para que crea lo que no es verdad. Había logrado suplantar la voz narrativa, había logrado que el autor pareciera ser otro de quien en verdad era, algo que funciona tan bien desde Cervantes.

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©Bernando De Niz

UN DECÁLOGO EXCEDIDO

1. Los personajes nunca deben agolparse al entrar en escena porque nada se presta más a la confusión.

2. Nunca reveles cómo se construye la trampa en que ha caído el lector incauto. Es tu secreto.

3. No pienses jamás que, porque el lector lee rápido, no se fija en la transparencia de un párrafo. Si lee rápido es porque no encuentra tropiezos.

4. No reveles de antemano algo que tienes que esconder, pero revélalo a tiempo.

5. Antes de atrapar al asesino, es necesario atrapar al lector

6. Nunca escondas lo que es innecesario esconder.

7. Las historias existen mientras progresan los episodios que están alimentados por trampas y obstáculos. La acción es el relato.

8. Nunca abandones a medio camino a un personaje, sin darle una solución a su salida de escena.

9. No debe olvidarse que a Cervantes se le olvidó que a Sancho le había robado el burro Ginés de Pasamonte.

10. Hay que cuidar de no volver a ofrecer la información que el lector ya tiene completa en un párrafo anterior, aunque sea muy atrás.

11. Si ya tienes el final desde el principio, mucho mejor.

12. No despreciar los golpes de efecto, sobre todo finales. Un golpe de orquesta siempre vale la pena.

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HOLA, SOLEDAD

Canto que emiten los pájaros: trino. Encadenamiento fatal de sucesos: destino. En la noche calurosa, su mano humedecía de sudor la página del Libro de Oro de Crucigramas, y, como siempre, se llevaba el lapicero a la boca para morderlo mientras buscaba las palabras. Su cabeza vivía llena de palabras horizontales y de palabras verticales. Y de letras de boleros de antes del diluvio universal, aquellos que interpretaba el vocalista de la orquesta de los hermanos Cortés imitando a Rolando Laserie, en las tertulias dominicales del Club Social donde una aprendía a bailar con los primos o con los noviecitos. Canción bailable de ritmo lento: bolero.

Vuela mariposa del amor, juguete del destino, un tocadiscos automático su cabeza tocando boleros, como el que Eduardo le había comprado recién pasada la boda, para que no te aburrás cuando estés sola, Soledad. Como entonces, cada long play de la pila cae sobre la tornamesa y da vueltas raspando la aguja en su cráneo, yo soy un pájaro herido que llora solo en su nido porque no puede volar.

La colmaba el desasosiego que la hacía impulsarse en la mecedora buscando que el vaivén fuera a calmarla, un ave de alas que el vendaval rompió, sola, sin hijos, sin padres, sin amigas. Y encima se llamaba Soledad. María Soledad. Dejó de mecerse, y los balancines se quedaron quietos bajo su peso.

Las nueve de la noche. Había resuelto permanecer en la salita de estar donde veía televisión, hacía crucigramas y a veces bordaba en punta de cruz. Medias de seda, zapatos de charol negro de medio tacón, una falda negra y una blusa blanca planchadas a la carrera. Seguía lloviendo en ráfagas que soplaban contra la casa de corredores abiertos anegándolos.

En la cocina continuaba el ajetreo. Los meseros de la funeraria habían traído bandejas de madera, una jaba con tazas y escudillas suficientes, y una percoladora con capacidad de 50 tazas. En la sala de visitas, una vez desalojados los muebles, toda la vida metidos en sus fundas plásticas porque nadie se sentaba allí, los operarios claveteaban para instalar el catafalco, colocaban la peaña, el cortinaje, el Cristo Crucificado de yeso. El cadáver llegaría a las diez.

Te seguiré hasta el fin de este mundo, te adoraré con este amor profundo. Que tiene el fondo muy distante de la boca o cavidad: profundo. Deja atrás ya los sesenta, pasada de peso, nada de Pilates, nada de salones de belleza, nada de cremas rejuvenecedoras, abandonada de sí misma en el encierro de la casa que de fuera parece deshabitada, salvo esta noche cuando se haya lleno de extraños. Asida a los brazos de la mecedora ahora quieta retrocede con cautela hacia la neblina del ayer perdido y se ve en su dormitorio de la casa paterna, un caserón de tres patios en el barrio San Juan:

Van a ser las dos de la madrugada, tiene diecisiete años y está a punto de tomar la decisión de su vida. Siente un pálpito en el estómago y de pronto unas ganas de vomitar provocadas por el miedo, que se aplacan solas. El dormitorio huele a Flit porque cada noche una empleada va de cuarto en cuarto fumigando los rincones con una bomba manual. El mosquitero de la cama de dosel se halla recogido con sus lazos de organdí en cada uno de los cuatro pilares. Su camisón está tendido sobre el cobertor rosado.

52 FIL GUADALAJARA

En la mesa de noche, en el bolso de piel de lagarto el pasaje de la KLM ManaguaPanamá-Willemstad-Ámsterdam-Ginebra, la libreta de cheques del viajero que se cierra con un broche, el pasaporte nuevo con sus páginas limpias salvo la que tiene estampada la visa suiza, y sobre el tocador el neceser donde van la vanidad de concha nácar, el lápiz labial rosa tenue, el lápiz de cejas, las pastillas de Gravol para el mareo en precaución de las bolsas de aire. Junto a la puerta las valijas de color celeste. El neceser, también de color celeste, se refleja en el espejo ovalado.

La salida rumbo a Managua su papá la ha fijado para las cinco de la mañana porque hay más de una hora por carretera desde León y a las ocho sale el vuelo del aeropuerto Las Mercedes. Tíos, primos, compañeras de colegio van a ir a despedirla en comitiva. Me voy, no me voy, me quedo, no me quedo.

Eduardo tenía treinta años, un hombre hecho y derecho. Huérfano de padre desde los quince, a esa edad se hizo cargo de la finca en Telica. Le iba bien en las siembras de algodón, él lo cosechaba y mi papá se lo recibía en rama en la desmotadora y lo exportaba, un buen trato para ambas partes, un joven correcto, esforzado, para qué, decía mi papá, llegaba a la casa a liquidar cuentas y a recibir los cheques de pago, así lo conoció, así se enamoraron.

Muy correcto, muy esforzado, pero lo que no tenía era apellido. ¿Por qué, Señor, los seres no son de igual valor? Al darse cuenta del noviazgo su papá acabó con el trato del algodón, nunca más vuelve a poner los pies en mi casa, pedazo de mierda igualado, qué sé yo qué pata puso es huevo, y a ella la había recluido interna en el colegio de las monjas de La Asunción, pero Eduardo le hacía llegar sus cartas clandestinas a través de la maestra de dibujo y perspectiva, a la que él volvió su cómplice.

Eran cartas rudas pero súper amorosas, y en ellas echaba mano sin ningún recato de los cancioneros y de las poesías de El Tesoro del Declamador, siempre escritas con tinta verde, nunca se detuvo ella a averiguar por qué escribía con tinta verde; y ya fuera del internado, después de bachillerarse, le siguió escribiendo a través de la misma maestra de dibujo que tenía vía franca en la casa, y en la última, la antevíspera del viaje, le decía amor te venís nada más con lo que andés puesto, dejás todo, ropa, lo que sea, no se te ocurra traer ni un centavo, menos los cheques de viajero que me dijiste que fue tu papá a comprarte al banco, rompelos en pedacitos, no quiero que nadie diga que a mí lo que me interesa es su dinero, ese señor igual que te puso interna como una prisionera por el solo delito de amarme, te quiere separar de mí sólo que ahora mandándote bien lejos, no sé nada de Suiza más que es el país donde hacen los relojes de pulsera, tu papá podrá tener millones pero yo te tengo a ti, es cierto que vas a causarles un dolor y lo mismo a tu mamá que es igual de orgullosa y también me ve de menos, pero más me lo han causado ellos a mí con su rechazo porque yo tengo mi dignidad y tampoco soy ningún mendigo ya que puedo darte una vida holgada y decente, voy a estar esperándote en la esquina del billar que está a dos cuadras de tu casa a las dos de la mañana en punto, hubiera querido llevarte al altar en la capilla del colegio y que dejaras tu ramo de novia al pie de la Virgen como vos decís que es tu ilusión pero no todo lo que uno quiere en la vida se puede y de todos modos nos va a casar el cura en Telica que fue amigo de mi papá, si no aparecés ya sé que no tuviste valor y no te culpo y entonces que te vaya bien en tu Europa, que te hallés tu príncipe de la realeza, nunca volverás a saber una palabra de mí, y hacé entonces de caso que no existo.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 53

Salió sigilosa de su cuarto dejando todo atrás, cartera pasaporte cheques del viajero neceser valijas ni una prenda de ropa, todo como él mandaba y quería, caminó al tanteo en la oscuridad hasta alcanzar el segundo patio donde estaban los cuartos de las sirvientas y llegó al tercer patio sembrado de mangos y caimitos, quitó la tranca del portón trasero y salió a la calle, caminó las dos cuadras y allí estaba él de traje oscuro y corbata sentado en las gradas de la puerta del billar bajo el resplandor amarillo de la luminaria fumando un Esfinge. Era extraño verlo vestido así a esas horas y en ese lugar pero iba casarse y no podía andar de cualquier manera, aunque ella, por su parte, de dónde iba a sacar un vestido blanco, el velo, la corona de azahares.

De pronto la vio, se levantó, botó el cigarrillo sin apagarlo, recogió el pañuelo que había puesto para sentarse, siempre hacía lo mismo, en la banca del parque Jerez se sentaba sobre el pañuelo cuando llegaba los sábados al mediodía a divisarla aunque fuera de lejos pues le tocaba salida, no se atrevía a acercarse porque el chofer mal encarado, sin quitarle ojo, fiel como un doberman a su patrón, sostenía abierta la puerta del Oldsmobile para que ella entrara.

Me acerco a paso lento. Eduardo no viene a mi encuentro, no sonríe. Nos miramos. No nos decimos nada. El nudo de su corbata está mal hecho, los picos del cuello levantados pero no me atrevo a arreglárselos. No me atrevo a tocarlo. A la vuelta de la esquina tiene parqueado su jeep, el jeep de sus viajes a la finca, sin toldo, un cajón al aire libre, puras latas, las llantas enlodadas, me siento a su lado, arranca y agarra velocidad por las calles desiertas rumbo a la avenida Debayle, el viento me golpea la cara y a mí me embriaga la felicidad aunque también me embriaga el miedo, miedo al futuro incierto, miedo a la felicidad misma, y un pesar, una gran tristeza, porque atrás quedaba para siempre mi casa oscura y en silencio donde estaban mis papás dormidos con el despertador de números fosforescentes puesto a las cuatro de la mañana, una hora para bañarse y alistarse y desayunar algo rápido antes del viaje. Todo tiene su castigo, pensaba, esto no se va a quedar así, este atrevimiento mío me va a costar un día lágrimas de sangre.

Mi papá me aplicó para siempre la ley del silencio, hay que entenderlo a él, decía mi mamá, que ella sí venía a verme en secreto al reparto Fátima, a esta casa que Eduardo había construido con las ganancias del algodón sin necesidad de prestarle ni un solo peso al banco. Hay que entenderlo a él. Él, llamaba ella a mi papá, con temor hasta de pronunciar hasta su nombre, como si fuera Dios mismo en persona bajado de los cielos, le quitaste su ilusión, tenés que entenderlo, su ilusión de ver a su hija única educada en Suiza, una hija que hablaría tres idiomas además del propio, francés, inglés y alemán como alardeaba en el Club Social delante de sus amigos entre rondas de Old Parr, al prospecto del colegio de monjas de Ginebra le prendió fuego con el encendedor, nunca se preocupó de reclamar el monto de la matrícula y el adelanto de pensión y colegiatura, un dineral, tampoco pidió el reintegro del pasaje a la KLM, ¿y mis ilusiones quién me las reembolsa?, se quejaba al borde de las lágrimas, mentira mamá, lo que quería era separarme de Eduardo porque lo veía poca cosa para mí, no hijita, eso puede ser cierto en parte, pero la ilusión que tenía no se las negués, si lo vieras, es otro, los pantalones se le caen de tan flaco, si le hablás tarda en contestarte como si estuviera en la luna de Valencia, la tranquilidad de espíritu ya no se la devolvió nadie desde aquella madrugada cuando sólo encontramos la cartera de charol en la mesa de noche, el juego celeste de valijas junto a la puerta, el neceser sobre el tocador, el trajín, preparándonos

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para el viaje al aeropuerto y ya no estabas en la casa, no está por ninguna parte señora, habías abandonado el hogar paterno al amparo de la noche como una cualquiera. Una ramera, fue la palabra que él había usado.

Su internado en el colegio del Sagrado Corazón en Lausana fue esta casa a la que recién casados se pasaron todavía sin terminar, toallas en las ventanas en vez de cortinas, los idiomas que aprendió fueron desengaño, rabia y tristeza, ahora ya ni se acuerda de qué color habían sido aquellas ilusiones que de todos modos son siempre color de rosa tal como las pintan en los boleros que se bailaban pegadito, se entregó a él en un motel de la carretera a Chinandega después de la boda, por lo menos eso, una boda por la iglesia, entraron sigilosos como ladrones al templo parroquial de Telica para que el cura, de mal genio por causa del desvelo, los casara en la sacristía que olía a cuita de murciélagos, y mientras vivieron en la finca, en la casa de tablas blanqueadas donde se respiraba toxafeno porque allí mismo almacenaban los barriles de insecticida para la fumigación que hacían las avionetas, Eduardo puso dos hombres armados en el portón, no fuera que a ese señor se le ocurriera alguna violencia y viniera a querer llevarte a la fuerza y entonces podía correr la sangre de ambos lados y sería una desgracia porque ni manco ni coto soy.

Y yo, en lugar de angustia y miedo por lo que pudiera pasar si mi papá, que de verdad tenía un carácter violento, se presentaba a buscarme, me sentía más bien protegida entre los brazos de Eduardo y ya podía venirse el mundo encima, olvidados del mundo, del tiempo y de todo, a mí que me importaba lo demás, aislada de mis amigas que desaparecieron para siempre, cero tertulias en el Club Social, cero baby showers, cero té canastas, para qué necesitás a esas tufosas, se reía Eduardo, conmigo en el mundo tenés más que suficiente.

Y mi papá, la soberbia en persona, le he suplicado, hijita, qué te cuesta un gesto, una palabra, pero él, cerrado, aquí que no vuelva, hacé de cuenta que nunca tuve una hija, o si la tuve está muerta, mi mamá lloraba al decírmelo y yo también lloraba, ya estaba embarazada y cuando el niño nació pensé que hasta allí llegaría la furia de su rencor pero no fue así, nunca vino a conocer al niño, y a los pocos meses le dio el derrame que lo dejó paralítico en la cama y fui yo la que entonces quiso ir a verlo, me mordía la culpa en el fondo del alma, a lo mejor yo era la causante de su mal, y Eduardo, cómo se te ocurre semejante dislate.

Comprensivo, me llevó en su jeep, ahora era un Land Rover nuevo, y me dejó a dos cuadras, en la misma esquina del billar donde me había recogido la noche en que nos fugamos, entrás sola, aquí te espero porque yo no me expongo a ninguna humillación. Entonces traspuse la puerta cargando al niño y la bolsa con los pañales y las biberones, una casa que me parecía ya tan extraña como si nunca hubiera vivido en ella, me recibió mi madre muerta de congoja al verme, hizo de tripas corazón y fue al aposento a decirle a él que allí estaba yo, tenía que escribir en una pizarrita de niño de escuela lo que quería decir porque el habla la había perdido, balbuceos nada más, puso aquí en la pizarra que te volvás por el mismo camino que has venido, “ya la lloré y ya la enterré”, y yo gemía con el niño en brazos, andá otra vez, decile que no sea ingrato, que soy sangre de su sangre, que me deje verlo, y fue mi mamá, borró ella lo escrito en la pizarra para que pudiera escribir de nuevo, regresó, que está bien, que podés acercarte a la puerta del aposento, que podés verlo desde la puerta, y que una vez que lo hayas divisado te

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vas. Y cuando me paré en el umbral cargando al niño, él, recostado sobre las almohadas en una cama de hospital, la cara y las manos lívidas, la boca abierta de la que le caía la baba, oliendo de lejos al agua de colonia con que lo friccionaban después de bañarlo cada día, no abrió los ojos. No quiso abrirlos. Lo vi pero él no me vio. Y murió sin conocer a su nieto.

Un padre que te declara muerta en vida. Un hijo que se me murió al año de nacido. Un marido que apenas habían pasado seis meses de vivir juntos, yo con mi embarazo, y al volver en la noche le sentía el tufo de otra mujer. Me armé de valor, le reclamé. Es cierto, me dijo, te soy sincero. Te estoy engañando, pero nada puedo hacer contra eso, quise dejarla pero no pude, hice el esfuerzo, pero no pude. Y no es que la encontré en mi camino después que nos casamos, ya existía desde antes, quiero que sepás. Y seguirá existiendo. Ése era aquel por quien lo dejé todo en la vida. Casa, padres, estudios en Suiza, herencia. Porque mi papá me desheredó.

Por qué fui dócil, por qué no le arañé la cara, porque no cogí camino en la oscuridad como cuando abandoné mi hogar. Me puso la mano en el hombro, la mantuvo allí, una mano cálida, pesada, el reloj de pulsera metálica entre los vellos enmarañados de la muñeca. Pidió su cena y por qué dije que se la sirvieran, por qué me senté a su lado a verlo comer, por qué le pregunte si iba a tomar café, como si nada.

No me abandonó y eso fue lo peor, que no me abandonara. Me hizo acostumbrarme. Salía para donde la otra y yo lo sabía. Se bañaba, se perfumaba, como si fuera a una visita de novios. A veces me traía de regalo un bonito vestido. Lo habrá escogido ella, pensaba yo. Luego al domingo siguiente me lo ponía para que él me lo viera. Un día no aguante más y se lo conté todo a mi mamá. Me arrojé en sus brazos llorando, necesitada de consuelo. Ay, hijita, me dijo, los hombres, si vieras a tu papá, nadie iba a creerlo, los dolores de cabeza que me dio con sus infidelidades, pero para qué contarte, no quiero revivir esas penas, conformate con las tuyas que así son ellos y no hay quién los componga.

Hasta hoy que vinieron a avisarme que le dio un infarto en la casa de la otra. Todavía no había empezado a llover cuando apareció el chofer, muy asustado con la noticia, era él quien lo llevaba y lo traía de esta casa a la casa de la otra. No he tenido nunca ninguna confianza con ese chofer, buenos días, buenos noches y se acabó, era su cómplice y por eso ahora se mostraba nervioso, a lo mejor esperaba verme llorar pero no me salía el llanto, y por primera vez en mi vida hice valer mi autoridad con él, vaya por favor a la funeraria Heráldica y que se hagan ellos cargo de traerme el cadáver ya preparado, escoja usted el ataúd, les dice que vengan a armar el catafalco aquí en la sala, vea si ellos mismos se hacen cargo del servicio para la vela, el café, los sándwiches, el pan dulce, y mañana temprano va al cementerio a arreglar lo del terraje y se encarga también de buscar los albañiles, sí señora respondía a cada rato, sí señora, y ya se iba de prisa a cumplir mis instrucciones cuando lo detuve. Espérese, tiene que llevar la ropa con que lo van a vestir, y fui al cuarto, saqué del closet un pantalón oscuro, camisa blanca, ropa interior, calcetines, zapatos, y le entregué todo, traje entero no tenía, desde la boda no volvió a ponerse otro. Señora, me dice el chofer, zapatos no se le ponen a los muertos. ¿Quién ha dado esa ley?, le respondí, y él se fue con la mudada sin decir nada más.

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Entonces volví al cuarto, me vestí en debida forma porque todo el día me la paso en chinelas y en bata, y ahora estoy aquí sentada, esperando. El último Libro de Oro de los Crucigramas está casi lleno, solo tengo unos cuantos pendientes en las últimas páginas. Antes hacía los de los periódicos y los de Vanidades y Glamour, pero no me duraban nada así que me pase a los libros, hay rimeros de Libros de Oro terminados en una cómoda. Palabras de cajón que con el tiempo me he ido aprendiendo de memoria y así la diversión pierde gracia, pero con cualquier cosa hay que engañar la soledad, los crucigramas, la televisión, sobre todo desde que Eduardo contrató el servicio de cable y además de las novelas me entretienen la vida de los animales, los muñequitos animados, los concursos de sabiduría, los shows de cocina. Y los boleros en el tocadiscos, que rondan eternamente mi cabeza.

Se van acercando las diez de la noche. Ha comenzado a escampar. Afuera se empieza a oír el ruido de vehículos, motores que se apagan. Dentro de la casa se oyen voces, cada vez más voces. Traen coronas. Vuelve a mecerse, empujándose con los pies. Ha comenzado a invadirla una cierta somnolencia, los párpados se le cierran pesados de sueño. Tendrá que pedir a uno de los meseros de la funeraria que le traiga un café. Para cuando el carro fúnebre llegue tiene que esperar el ataúd en la puerta. Mientras tanto, acerca el libro de crucigramas, toma el lapicero. Palabras verticales. Túmulo funerario: catafalco. Palabras horizontales. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía: soledad.

Ramírez, Sergio (2022)

Ese día cayó domingo, Editorial Alfaguara Managua, febrero 2006/enero 2012/marzo 2016/mayo/octubre 2017. Canto que emiten los pájaros: trino. Encadenamiento fatal de sucesos: destino.

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KEILA VALL

Venezuela

Nací en Caracas y vivo en Nueva York City (NYC) desde 2011. Suelo escribir varios libros en simultáneo, y me valgo de distintos géneros para contar lo que siento que debo contar. Mi primera colección de cuentos, Ana no duerme, fue finalista como mejor libro de ficción en el Concurso Nacional de Autores Inéditos Monte Ávila Editores (Caracas) y publicado en 2007 por esa editorial. En 2016 publiqué Ana no duerme y otros cuentos (Sudaquia Editores, NYC), mi poemario Viaje legado (Bid& Co, Caracas), así como mi primera novela Los días animales (OT Editores, Caracas), que recibió el International Latino Book Award en 2018 y en 2021 fue traducida por Robin Myers como The Animal Days (Katakana Editores, Miami). También, en 2021, publiqué mi libro de cuentos Enero es el mes más largo (Sudaquia Editores), y la antología bilingüe Entre el aliento y el precipicio, poéticas sobre la belleza (Amargord Ediciones, Madrid), que compila poemas y ensayos de 33 poetas americanos sobre los lazos entre lo bello y lo sublime. En 2022 publiqué la colección de crónicas El día en que corre Lola corre dejó sin aire a Murakami (Suburbano Ediciones, Miami). Soy fundadora del movimiento Jamming Poético, y coeditora de 102 Poetas en Jam ming (2014). En 2021 terminé mi novela Minerva (traducida por Robin Myers) y mi poemario Perseo en Si bemol. Soy Antropóloga (UCV), MA Ciencia Política (USB), MFA Escritura Creativa (NYU) y MA Estudios Hispánicos (Columbia University). Tengo dos hijos, colaboro con publicaciones de Estados Unidos e Hispanoamérica, y asesoro y enseño escritura creativa.

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©Pungui Muller

Credo Cuentístico

1. Ve por el mundo con los sentidos bien abiertos. La vida es misteriosa, todo puede terminar en un poema, un cuento, una novela. Desde un artículo de periódico, una fotografía familiar, un póster publicitario, un viaje en tren, un día en la playa o el cruce de miradas con el vecino de piso.

2. No todo cabe en un poema, no todo cabe en un cuento, no todo cabe en una novela. Recorta sin piedad. Sin pena o arrepentimientos. Saber desechar lo que no sirve en un superpoder. Y donde hay espacios vacíos, algo nuevo y con suerte bueno, crece.

3. Todo vale. Un personaje ha de tener la libertad de ser tan detestable o adorable como lo desee. No somos nadie para impartir clases morales. Ni a los personajes, ni a los lectores o lectoras. Las personas no leemos para ser aleccionadas.

4. Escribe sin culpa. Sin culpa por lo que los personajes son, por lo que la voz que cuenta dice. De la culpa no sale nada bueno. Si puedes, vive sin culpa también.

5. Escribe más de un proyecto a la vez. De esta manera cuando uno se estanque habrá otro latiendo y pidiendo atención, y al volver al libro en suspenso lo harás con nuevas ideas, con ganas, con hambre.

6. No hay lecturas inútiles, no hay escritos inútiles. Aprendemos de lo que consideramos bueno como de lo que no. En el discernimiento está la clave.

7. Cuidado en el ritmo y pulitura en la expresión son legados del poema a la prosa. Sigue la música y no expliques de más. Lee en voz alta para honrar ese legado.

8. Cada lectura tiene su momento. No te preocupes por “lo que se supone que deberías leer”. Es probable que el libro que dejaste a un lado te pida otra oportunidad un poco más adelante. Si no lo hace, por algo será.

Se ha dicho siempre y lo diré de nuevo: muestra lo que ocurre, no

El cuento es tan frágil como un poema, una novela es tan frágil como un cuento. Cuando termines de escribir, deja reposar. Luego lee una vez más. Pule de nuevo. Enamórate de ese proceso, sin premuras, sin

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Esto es inapropiado, debe ser incluso ilegal. Eso dijo la madre con un tono amenazante: esto luce inapropiado, tal vez es ilegal. Algo así expresó en vez de: dónde estabas metida, niña, y qué preocupación, horas buscándote y qué tienes en las manos, por qué tan negras. Ella no dijo: estaba preocupada por ti, dónde te metiste y por qué vienes tan sucia, tan llena de tierra. Todo era confuso, eso debo decir a su favor. La niña aún lloraba y a cada instante volvía con las uñas a la boca, las uñas negras de humus, para más señas, a la boca. Esto está muy mal dijo su madre. Dónde la llevaste, me preguntó. Qué hacían. Dónde está el pez. No más pronunció la palabra pez, la niña, que la miraba en el momento con los ojos aguados curvando incómoda el cuello desde abajo como un flamingo –que es como miran los niños cuando nadie se esfuerza en mirarlos bien– rompió en un alarido y luego en un llanto descontrolado que nadie intentó calmar.

Si no quiere que se le muera un pez no compre un pez, he debido decir a la señora. Son como las plantas. Misteriosos. Requieren ciertos procedimientos. Pero en cambio dije: – Ya lo enterramos.

La niña había salido a la piscina con la intención de liberarlo. Yo le había preguntado un día antes viéndola mecer la bolsa con el animal acuático dentro, mientras saltaba de dos en dos las escaleras hacia el lobby, si no le daba pena, si no le daba pesar el pobre pez: debe estar mareado, le había dicho. Y se ve que mi pregunta la inquietó. Decidió tomar medidas. Así que de cierta manera yo fui la responsable de todo aquello. El asunto es que la piscina estaba medio congelada, porque es otoño, pero en este pueblo perdido en la mitad de la nada en el punto cero del frío en la soledad absurda de una frontera que no pienso cruzar, ese día las temperaturas estaban especialmente bajas. El termostato del jardín, y decir jardín es generoso al menos en este tiempo del año –quién sabe si es siempre así y yo personalmente no quisiera averiguarlo– decía quince grados Fahrenheit. Es lo único que sé. Salió la muchachita con la bolsa plástica y transparente conteniendo a su mascota imposible al jardín yermo o invernal, se acercó a la piscina, a aquel rectángulo gris más que azul, se asomó, y al entender la imposibilidad de su proyecto de liberación, caminó de vuelta al lobby. En el camino hacia la puerta se sentó en el banquito que dice Welcome pensando en alternativas. Es extraño. Dice Welcome pero está en la puerta trasera del hotel. No entiendo si se trata de una invitación a sentarse o si la idea es evitar toda sensación de

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“Yo vine a enderezar problemas”

extranjería en aquel patio seco de piscina vacía, o nevado de piscina hecha hielo. No me consta, esto no me consta pues yo soy apenas una recién llegada, pero la anciana del 17, que vive acá no entiendo por qué, y no sale nunca, masculló hoy al recoger su desayuno en el umbral de la puerta de su habitación algo así como: amanecimos en invierno. Mañana será otoño otra vez. Cómo se esto, no viene al caso.

Volviendo al jardín, al hielo y al pez, y sobre todo al banquito amable, no se sabe si aquel mensaje: Welcome, busca invitar un regreso indoloro al alojamiento tan oscuro en el que me hospedo y donde ninguno de los forasteros con los que convivo, que yo sepa, permanece por asuntos de placer. Es imposible saber si aquel banco y su letrero intentan animar el regreso a los aposentos interiores del hotel, o si es una invitación a sentarse en él, a ocuparlo: bienvenida al banquito, Jaro. Bienvenida al banquito, niña.

No me quejo. Yo vine fue a resolver problemas.

Allí estuvo pues la niña frente a la puerta posterior del hotel disfrazada de entrada principal del hotel. Se sentó tal sobre la nieve en el banquito que dice Welcome. Posó la bolsa plástica junto a ella. Se dijo que no entrarían más, que si no le compraban una pecera para la mascota no volvería a entrar. También se dirigió al pez: Pez, si no te compran una pecera nos quedamos acá. Estamos en huelga, Pez. No sé cuánto tiempo transcurrió, cómo saberlo. Comenzó a sentir las orejas heladas, la nariz a punto de caerse. O había escuchado que a bajas temperaturas ciertas partes del cuerpo se congelan y se caen. Será cierto y qué miedo, pensaría angustiada. Temió así que se le cayeran las orejas, la punta de la nariz, y decidió entrar. Hasta luego, Welcome. Sin mirar, tomó la bolsa. Empujó la puerta. Welcome. No más cruzó hacia el lobby, la chica sexy de cabello corto en la recepción dijo: – ¡Ay!, ¿qué pasó?

– ¿Qué pasó? – preguntó la niña.

– ¡El pez!

¿Qué pasó?

Pues que el contenido de la bolsa, animal incluido, se había congelado. Pienso ahora en Damien Hirst y su tiburón flotando por siempre en una pecera de acrílico. Me digo Damien Hirst y viene a mi mente la imagen de una calavera incrustada en diamantes. Pienso en la calavera de diamantes y me digo: pastillas exhibidas como obra de arte. Y así. Pienso en enfermedades. Pienso en cosas horribles. No sé si ya lo comenté, pero yo vine fue a enderezar problemas. El mío, sobre todo, que son varios pero empieza con uno. Esa mañana, al terminar de desayunar,

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salí hacia la recepción preguntándome cómo lograrlo. Cómo decirle lo que había venido a decirle, mejor dicho, cómo podía comenzar por hacerle saber que yo estaba allí, que venía sin mala intención, que yo soy yo. Me preguntaba cómo decirle acá estoy sin que se ofendiera, sin que saliera corriendo, sin que todo terminara como había comenzado. Otra huida.

Venía pensando en el próximo paso: todo siempre tiene un orden. Me digo que el orden hay que respetarlo sobre todo si el objetivo es hacer las cosas bien, más aún si el objetivo es enderezar lo que viene mal, lo que ya se dañó o se petrificó. Venía pensando en esto y ahí es cuando me encuentro en pleno lobby con la niña batiendo la bolsa hacia los lados, mínimos trozos de hielo rotos dentro, algo de agua escarchada, y el pez. Damien. Lo llamaré Damien. Al pez.

Lo que hicieron debe ser ilegal. Seguro no está permitido, enterrar un animal en el jardín. Eso fue lo que dijo la madre de la niña cuando nos vio regresando, ella con las manos sucias, yo con las rodillas llenas de tierra y un cuchillo del restaurante: lo que usamos como pala para abrir el hueco donde depositamos a Damien.

– Yo vine a enderezar problemas – eso fue lo que respondí.

– Pues deberías empezar por ti – eso fue lo que dijo.

– Sí, a eso vine –dije. – No quiero problemas.

Yo no entiendo por qué el odio, pensé, la incomprensión se vuelve violencia y no entiendo por qué. Esto no terminará jamás, pensé. Una reflexión breve, porque ahí mismo la madre añadió:

– Límpiate la falda: estás sucísima.

– Gracias – respondí.

Me di media vuelta. Atrás quedó la niña llorando, ahora con más ganas. Creo que la madre la zarandeaba, tal como ella misma había zarandeado al pez minutos atrás, pero eso no me consta, lo de la niña. Yo no miré atrás. Me consta sólo lo de Damien. Y si digo Damien, ahora que está enterrado de qué me sirve pensar en lo otro, ya no hay pez congelado o en caja de acrílico. Digo Damien y ahora pienso en Daemon, en las mariposas que seguí para llegar hasta acá y en cactus. Y no, no tiene nada que ver pero la mente es así, tramposa, además yo no creo en esas cosas ni me interesan, pero cuando digo Daemon yo no sé por qué también me digo 666 y viene a mi mente: habitación 13. Esa es mi habitación. Que no se malentienda, no me molesta el 13. Cualquier número que no sea par, eso le pido, fue lo que dije a la señorita sexy del lobby cuando me entregó una llave con el número 8 tallado en la enorme superficie rústica de madera que hace de llavero a cada una de las veinte llaves de este hotel. No caben en ningún bolsillo. Mi falda no tiene bolsillos.

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– ¿Me daría cualquier número impar?

– ¿Piso uno o piso dos?

– Cualquier número impar.

Me dio el 13. Perfecto. Pensemos en cactus. Pensemos en mariposas. Pensemos en el murmullo de los aleteos que me trajeron hasta acá.

Yo me llamo Jaro. Realmente me llamo Jaroslav y eso, este nombre, es lo único que me dio mi padre antes de perderse. Este nombre inútil del que no puedo siquiera usar todas las letras porque honestamente yo no tengo cara de Jaroslav, es lo único que él me dejó. No puedo ser Jaroslav por varios motivos. En primer lugar, se nota que los países eslavos me quedan lejos. No soy eslavo, o ruso o ukraniano o checoslovaco. Esto es obvio. Tampoco soy eslava, o rusa o ucraniana o checoslovaca. Soy Jaro, la mujer que desayuna fresas a las ocho y treinta y cinco de la mañana. Jaro Duany. La mujer de la habitación 13 que vino a buscar a su amante. A explicarle todo. De ser necesario, a pedir perdón.

Dejé a la niña y su madre y me fui a la salita. Hablando de problemas: la chimenea de la salita no sirve. Ese problema si es verdad que no lo resolveré yo. Eso me dije: no resolveré yo lo de la chimenea. Claro que no. Es hora de hacer un plan, pensé. Me senté en el sofá de tres puestos. En la plaza del centro. Muy derecha. Manos en las rodillas. Cuchillo de jardinería, llamémoslo así, en una de ellas. Cerré los ojos. Tengo que hacer un plan. No dormí, permanecí.

En eso el frío y el cambio de luz. Se siente bajo los párpados. Cuando la anciana del diecisiete se acerca su presencia se siente bajo la piel. Dicen que ella sí vive acá. Asegura la señorita sexy de la recepción que tiene pocos muebles en su habitación y que si te toca, te seca. No estoy segura de lo demás, añadió al contarme, y yo me pregunté qué sería lo demás mientras ella continuaba: yo sólo sé que cuando le entregué la llave sus dedos apenas me rozaron y sentí un escalofrío y una liviandad. Como si de pronto pesara varias libras menos. Mucho frío. Como si de pronto hiciera quince grados Farenheit. Por eso ahora siempre uso guantes: ¿ves? Y extendió sus manos hacia mí como en una ofrenda.

¿Cuánto de todo esto será culpa de la señora?, me pregunté allí quieta en el sofá de la salita helada. Nada, Jaro. Esto no tiene nada que ver con la señora. Concéntrate. Tienes que hacer un plan. Eso me dije pero no lo logré o no instantáneamente, porque ella continuaba a mis espaldas, ahora indagando los libros en la pequeña biblioteca de atrás. Escondí el cuchillo de jardinería bajo el cojín. Hacía frío. Mucho frío.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 63

A ver, a ver. A ver, a ver, dijo. En eso sentí se aproximaba, y su voz ronca tras de mí: enhorabuena. No supe si dar las gracias en principio por saberme en desventaja. Esta mujer sabe algo que yo aún no sé, me dije. No te desconcentres, Jaro. Me puse de pie. Podría haber pensado en cambiarme la falda, pero no lo hice, sobre todo porque muda de ropa, no traje. Me traje a mí, que ya es bastante, y llegué al hotel a tiempo. No hay más nada qué decir. Yo vine a hacer las cosas bien.

Subí a mi habitación. Me quedé mirando las fotos en blanco y negro que cuelgan de las paredes del aposento. El lobby del hotel. El jardín seco del hotel. Otra imagen: la piscina, con agua. La entrada del hotel y el banquito que dice Welcome pero acá en esta foto aparece en la entrada principal. Fotos sin gente. Es extraño, cuando subo a mi habitación me encuentro de nuevo en la entrada del hotel. Al segundo día pregunté a la chica del lobby por el nombre del fotógrafo. No sabe. Comenté lo absurdo de unas fotos túnel que me llevan siempre al comienzo, que me llevan siempre a la entrada del hotel en el que intento hacer las cosas bien. La joven subió los hombros a las orejas como diciendo: lo que sea. Todo da igual. Me asomé a la ventana. Todo es perfecto. No todo da igual. Acaba de llegar. Viene con un cactus esférico en la mano cruzando el estacionamiento. Lo abraza. Yo me digo: que no se vaya a pinchar. Trae una pesada maleta en la que sé, viaja el amplificador y su ordenador portátil. Me parece que en cualquier momento tropezará. Que no se caiga ella. Que no se caiga el cactus. Son las diez. De dónde vendrá y dónde habrá dormido. De dónde habrá sacado el Geohintonia. Me miro al espejo, enderezo mi atuendo. Sacudo un poco la tierra. Reviso el maquillaje. Todo bien. Bajo las escaleras a toda velocidad sintiendo los listones de la pared de madera con los dedos de mi mano derecha. Llego al lobby.

– ¿La persona del cactus?

– ¿Cómo?

– La de la maleta. No hace falta que le explique. En ese momento escucho el retorno de un amplificador. Sigo el sonido que me lleva a la biblioteca. He llegado a tiempo, me digo. La mujer ceniza ya no está, gracias a los cielos helados de este pueblo perdido en la mitad de la nada antes de cruzar la frontera que no cruzaré. En la salita veo solo a la persona que he venido a buscar. Ha posado el cactus sobre la mesa junto a la ventana. Lo trata como a una mascota, parece que lo acaricia, aunque esto, claro, no es posible. Me asomo sin hacer ruido. Conecta los cables del amplificador a la laptop. Conecta los cables y micrófonos al cactus. Se calza los audífonos

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plateados. Creo que sonríe mientras recorre con la mano las agujas vegetales. En esto comienza a sonar la música. Y todo sería muy raro, un sueño más. Otra situación imposible si no fuera porque ya la he vivido o para ser más precisa, ya la he escuchado. Cada espina tiene un sonido distinto, los intervalos están en escala musical, esto me ha explicado la persona que compone canciones con un cactus, eso me ha explicado la persona que amo cuando en el pasado ha punteado las agujas del cactus. La conexión tiene sentido, afirmé yo aquella noche, la primera. Y claro, la mía era una forma sintética de decir todo lo demás. Si pensamos en la relación entre las matemáticas, la biología y la música, todo tiene sentido, eso dije. Todo está conectado. Y era una manera de afirmar todo lo demás. Las cosas que importan están siempre más cerca de lo que parece. No lo he dicho yo.

El tiempo se ha suspendido pero en eso escucho a mi espalda unos pasos apresurados y el reloj vuelve a andar. Alguien corre hacia mí, hacia la salita biblioteca, escucho los pasos acelerados a mi espalda y pienso en interrupciones. Me duelen los ojos. La persona que he venido a buscar continúa ante el globo y sus agujas, y el concierto continúa. Sin deseos de voltear, sintiendo lágrimas estancadas, lágrimas antiguas que no dejaré caer, yo una foto, una foto en blanco y negro progresivamente tomando color, percibo que los pasos se han detenido a mis espaldas. Ahora siento algo en mi mano. Una mano pequeña se ajusta a la mía. Miro hacia abajo y encuentro sus ojos. La niña me observa emocionada. Me hace señas, apunta hacia la planta y la mujer. Me inclino hacia ella y susurro:

– Es un cactus.

La niña responde en secreto: – Ya sé.

Sujeto su mano con fuerza. Nos quedamos allí. Todo detenido en la emoción antes de comenzar con lo que está por venir. El pecho ardiendo. Yo vine a arreglar las cosas, yo vine a hacer las cosas bien, me digo.

Vall, Keila (2021)

Enero es el mes más largo, Sudaquia Editores

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 65

RAFAEL VILLEGAS

Cuando comencé a leer, no sabía que existían personas dedicadas a escribir. Eso tuvo que ver, claro, con que en las portadas de mis primeras lecturas no se encontraba nombre alguno que indicara autoría. Leía enciclopedias de naturaleza, relatos mitológicos, cuentos de hadas, subtítulos de videojuegos de rol, revistas de viajes o misterios sin resolver; además, con cierta obsesión, una y otra vez, repasaba cada uno de los libros de la Biblia. Empecé a escribir cuando tenía alrededor de diez años: anoté en una nota de venta del negocio familiar el recuerdo de un sueño o delirio, no lo sé, que había tenido bajo los efectos de una fiebre de esas que queman. Mi educación básica fue lamentable, un trajín de escuelas con profesorado ignorante, autoritario o ausente, en plan de aviadores a fondo. Así que para cuando tuve noticia de la existencia del oficio de la escritura y de las múltiples tradiciones de lo literario, yo ya tenía vellos en la cara y algunos diarios de acontecimientos sin importancia intercalados con sueños. Nunca fui a escuela o taller literario alguno. Estudié historia porque el pasado siempre me gustó. El pasado es un país extraño, dicen por ahí, y a mí siempre me interesó todo aquello que crece en los márgenes de las cosas, en los intersticios del mundo. Andando por esas orillas he ganado algunos premios y he publicado trece libros (de poesía, cuento, novela, ensayo y sueños). Prefiero que mis palabras se entrelacen con imágenes, propias o de artistas con quienes colaboro. Disfruto saltar de una disciplina a otra, de un lenguaje creativo a otro. La exploración es mi verdadero oficio.

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©Rafael Villegas

Credo Cuentístico

Mis hermanos arman una representación teatral de uno de los cuentos que hemos grabado de la radio en casetes de 90 minutos. Es un evento importante. Ponen el audio a buen volumen y lo actúan con vestuarios y lip sync más o menos afortunados. Soy un niño demasiado achicopalado como para dejar mi papel de espectador. 1) El cuento es el juguete original.

Tengo diez años y leo Barba Azul en la oscuridad de la noche con ayuda de una linterna. 2) El cuento refracta la luz; la mirada de quien lo lee se desvía de manera oblicua hacia la misma noche.

Leo Barba Azul en una edición ilustrada. Cuando la joven esposa abre la puerta de la habitación prohibida, se despliega una imagen en doble página, tan preciosa como inquietante: la luz que entra permite adivinar el secreto de la habitación. 3) El cuento es un rompimiento de gloria que revela lo esencial, es decir, lo oculto.

En la penumbra descubro la horrorosa colección de cuerpos de Barba Azul 4) El cuento abarca, sin mostrarla, toda la oscuridad de cada habitación.

Espantado, cierro el libro y no termino de leer. 5) El cuento es latencia y, sólo después, si uno lo sobrevive, llega a ser síntoma.

A partir de entonces, mis sueños se vuelven vívidos y mis noches breves. Es mi pequeño síndrome de estrés postraumático. 6) El cuento abre la mirada interior, incendia el ojo salvaje.

Comienzo a registrar algunos sueños en papelitos y cuadernos. 7) El cuento despierta el deseo de fabulación. El relato-deseo.

Entonces no sé que eso que leo con luz de linterna y escucho en la radio se suele llamar cuento y literatura. 8) El cuento es, antes que nada, el cuerpo de un habla abierta en canal.

Escribo mis primeros cuentos imitando sin vergüenza la escritura de Juan José Arreola, Amparo Dávila, Juan Rulfo y Leonora Carrington. No sabía que las historias tenían propiedad. 9) Uno le pertenece al cuento.

Al terminar Juan sin miedo”, un cuento que grabé de la radio, viene poco más de un minuto de silencio. Después surge un audio grabado por mí, el niño que fui. Hablo bajito, como quien no quiere la cosa. Y digo: Hola, soy Rafa, y vengo a contarles un cuento. 10) El cuento se murmura como si fuera un conjuro riesgoso.

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 67

El se ha ido

Compramos el departamento cuando todo era un terregal en medio de una colonia horrible, pero nos ilusionaba hacernos de un lugar propio. Aquí sigo. Subo a la terraza todos los días, apenas se mete el sol. Estoy más flaca que antes. Hace meses que no limpio nada. Las plantas han muerto. Lo siento, sé que te gustaban. El sol fue demasiado para ellas. Procuro no gastar agua, no podemos desperdiciar; quiero decir, como humanidad, no podemos desperdiciar agua. Y así como están las cosas, siempre se pueden poner peor. Por eso me meto al jacuzzi sin agua. Retiro un poco el polvo, los insectos y las hojas secas que se acumulan. Me quito la ropa y pierdo el tiempo ahí hasta que anochece y ya no aguanto el frío. ¿Recuerdas que pusieron la tina al revés? Ya me acostumbré a ver el muro manchado. Hoy el cielo estaba limpio. Me estaba quedando dormida cuando surgió una nube sobre el muro. Era una nube, pero más bien parecía un líquido inyectado que se desparramaba en los entresijos del cielo. Vi todo el proceso. Era como una invasión. Imaginé que así deben verse las enfermedades cuando se apoderan de un cuerpo. Conforme la nube avanzaba, veía parvadas de pájaros que volaban en la misma dirección, como si huyeran de la nube. Pasaban en grupos de cinco pájaros. Siempre cinco. Salían disparados como esos aviones que dan espectáculos aéreos. Luego, ya no hubo más pájaros. La nube cubrió completamente el cielo. Seguía moviéndose y yo me preguntaba qué tan grandes pueden ser las nubes. Un insecto se asomó por una de las salidas de agua del jacuzzi. Nunca había visto un insecto así. De vez en cuando, últimamente, aparecen insectos que nunca había visto. Si estuvieras aquí, seguro pensarías que son especies que han cruzado a nuestro mundo desde otra dimensión. Eso dicen algunos, ¿sabes? Que todo lo que ha pasado desde el año pasado es una invasión de una realidad a otra. Yo no me creo nada. Pero lo que quería decirte es que este insecto me miraba. Lo juro. Nunca noto esos detalles, pero los ojillos del insecto estaban fijos en mí. Es algo que sentí y ya. Me salí de la tina de un salto. Cuando lo hice, el insecto desapareció. Pensaba ahogarlo llenando de agua la tina. Agua caliente, agua hirviendo. Pero creo que ya no queda gas. No lo sé. Me alimento por las tardes de lo que me trae mi hermano, no ceno, desayuno cereal. Antes de aislarme y dejar de gastar, conseguí un montón de cajas de cereal de pan de muerto. Lo hubieras odiado, realmente sabe a pan de muerto, con todo y toque a flor de azahar. Estarías tan enojado conmigo. No seas coda, me dirías, no pasa nada, gasta. El dinero es para eso. No acumules, tienes síndrome de McPato. Me hacía gracia que dijeras eso, que tenía el mal de una de mis caricaturas favoritas. Te molestaba que me pareciera tanto a tu mamá, que nunca gastó en sabritas o refrescos, ni siquiera en vacaciones o cumpleaños. Pero así me amaste, ¿no? Estabas tan orgulloso de haberme elegido bien. Tú no eres una loca como la vieja

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de mi hermano. Él siempre las escogió así, maniacas, autodestructivas. Tú, el contenido. El controlado. El sensato. El sabio. El ejemplo a seguir. Yo estoy viva y soy culpable de todo lo que quieras, incluso de locura. Qué vergüenza te habría dado andar con una cucú. Lo bueno es que ya no andas por aquí. ¿Te confieso algo?

A veces soy Elizabeth Short. Sí, tu Dalia Negra. La mujer que era el parteaguas, decías. El inicio del siglo, de la época. Toda época, decías, inicia con un crimen. La muerte de Beth inició una era que no ha terminado. La verdad, te ignoraba un poco cuando hablabas de Beth. Hablabas tanto de ella, y apenas lograste escribir dos o tres páginas del libro que le dedicarías. A lo mejor no te escuchaba de manera consciente, pero de alguna manera me pasaste tu obsesión. Así se pasan las ideas, como un virus. Nuestra cabeza, lo que somos, no nos pertenece. Somos las ideas de otros. Y esos otros son las ideas de otros que ya no están, que no conoceremos, que tal vez ni eran humanos. Por eso soy Beth, me doy cuenta. No creas que lo digo en sentido figurado. Soy ella. La muchacha en pedacitos, la de la sonrisa siniestra. La misma semana que dejé el trabajo, la coordinadora de la carrera me dijo que no dejara de sonreír. Lo hizo por teléfono. Cuando colgué, me puse a sonreír usando la cámara del celular como espejo. No tengo ganas de pararme frente al espejo de verdad, ese feo espejo con marco rústico azul pastel como de boda que elegiste en Idea Interior. Elegiste tantas cosas de este departamento. Todo es una herencia inmerecida. ¿Sabes que desaparecieron tres muchachos? Las personas, las pocas que quedan, han salido a las calles, ahora tenemos una Glorieta de los Desaparecidos y las Desaparecidas. No dejo de pensar en esa pobre gente. Vivos los queremos, así como vivos se los llevaron. Eso decimos, pero todos sabemos que están muertos. Tú sabrías que ya no regresarán y me lo dirías aunque eso me causara pesadillas. Siempre tuviste una visión dura de las cosas. El mundo es una roca y somos un accidente. No lo creo, incluso en la situación en la que estamos. Es decir, sí, el mundo es una roca y nosotros un accidente que tiene un viaje gratis por el espacio, pero eso es bello, de alguna manera. No sé cómo, pero es bello. A veces me gusta pensarlo, para dejar de pensar en lo demás. Me alivia que no estés. Y sé que sientes lo mismo, andes donde andes. Lo veía en tu cara, en la manera ausente como me dabas masajes mientras yo intentaba armar una clase. Tú sabes hacerlo, me decías, tú sabes tanto, eres tan lista, tienes tanto a tu favor, estamos mejor que antes, acuérdate cuando dormíamos sobre un colchón inflable prestado y usábamos una maleta como mesa para comer, este departamento es nuestro, mira qué bonita vista, aquí podemos salirnos y ver algo más que la ventana del vecino, aquí sí entra el sol, aquí podemos tomar el fresco de la noche cuando estemos tristes, aquí podemos invitar a tus amigos a una carnita asada, mira qué bonito asador, parece catarina, pero sin puntos, mira cómo se mecen los árboles de esa finca, mira las grúas que levantan edificios frente a nuestros ojos todos los días, mira allá abajo,

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 69

los perritos, mira cómo juegan con los niños, míranos a ambos, llevamos tanto tiempo juntos, podemos salir de esto. Y yo me sentía como aquella vez, cuando empezamos a vivir juntos, que me puse a llorar porque no creía que nos fuera a alcanzar el dinero. Nos sentamos en un café y empezaste a hacer cuentas en una servilleta. Siempre fuiste así. Hombre de evidencias. Creíste que dejé de llorar porque tus cuentas encajaban perfectamente, pero lo hice porque mi capuchino estaba muy rico. Yo también tenía secretos. Y conozco el tuyo: te fuiste antes de que me pusiera así, te habías ido incluso cuando me consolabas y tratabas de entender mi tristeza, te fuiste porque descubriste que estabas bien así, sin mí, solo. Cuando me veías sentías culpa. Pero no fuiste tú, o no únicamente tú, lo que se rompió. El asalto. El viejo departamento vaciado y orinado por desconocidos. Tú lo minimizabas: cosas materiales, repetías, estamos bien, son cosas materiales. Pero esos hombres, los vimos en cámara, ellos reían y escribían algo con orina. Debimos comprar una de esas lámparas de luz ultravioleta para ver su mensaje. Algo nos decían. Quizá nos advertían que pronto el mundo moriría lentamente, que el cielo se cubriría por nubes de tinta negra, que insectos desconocidos serían capaces de mirarnos a los ojos. O, tal vez, sólo nos avisaban que regresarían, que nos hallarían dormidos y caerían sobre nosotros con cuchillos o almohadas. Nos advertían que les pertenecíamos. Nos dejaron un símbolo, una marca para nosotros. Sabríamos lo que venía. Nos hubiéramos preparado para el terremoto diario y de bajísima intensidad en el que vivimos desde un año. Todos tus simulacros no sirvieron de nada. Tus cincuenta segundos de antelación. Tu alerta sísmica. Estaba tan cerca este sismo, agazapado, esperándote. Te esperaba a ti, porque debiste morir en el sismo de tu infancia, el que tumbó tu casa, el que hizo que tus papás huyeran lejos. Era ese mismo sismo. Porque el terror es paciente, es un depredador astuto y sin hambre. Debiste morir en ese sismo también. Debiste morir aquella tarde lluviosa cuando nos atropellaron. Traíamos un enorme paraguas amarillo y aun así la mujer no nos vio. O nos vio y quiso matarnos. Todo es posible. ¿Te das cuenta? Decías que ese día el universo se partió en dos, y tal vez tenías razón. Y tal vez tienen razón los que dicen que ahora mismo hay dos universos invadiéndose mutuamente. En el otro universo moriste y en este, quizá, también. Eres tú, no yo. Es tu familia la que tiene una maldición de primogénitos que mueren en accidentes de auto. Eres tú y yo estaba a tu lado. Te hablo en presente, como si estuvieras. Eres tú el que trae la muerte y la tristeza encima. Te sentabas diario a rumiar un vacío. Algo te falta y no lo entendía entonces. Ahora lo entiendo, en cierta forma. Porque lo que a ti te falta es una cosa menudita comparada con todo esto que percibo como un demonio gordo dormido sobre mi pecho. Ya hasta siento ternura por él. Y sé que se recuesta sobre los cuerpos de los que quedamos vivos. Lo he visto en el semblante de mi hermano. Ahora todos conocemos al demonio. No es competencia, claro, solo trato

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de entender. Imagino tu demonio como algo pequeñito, pero latoso. Era lo que te hacía encerrarte, según me contabas, días enteros en tu habitación, sin que tu pobre madre supiera qué pasaba. Ese demonio te metía el pie y te hacía desmayar de la nada. Ese demonio convenció a tu corazón de padecer disfunción diastólica en grado dos. Ese demonio te tiró dos horas al suelo e hizo que te preguntaras si acaso morir era eso. Ese demonio te puso rojos los testículos y el pene; te orilló a rascarte sin parar con un frenesí tragicómico. Te recuerdo en la sala, sentado sobre el sofá rojo, viendo talk shows sin parar. Esta cosa me ayuda a dejar de pensar, decías, me deja en blanco cuando las voces me recuerdan que viajamos de polizontes sobre una roca. Al final del día, dejabas el sillón y me preguntabas si no quería ir por unas flautas. Y lo hacíamos, porque me gustaban las flautas y me gustabas tú. Pero sentía, incluso entonces, incluso cuando reías y me abrazabas, que una parte de ti caía en un agujero negro. Tenías culpa de llevarme contigo, pero al final yo caí por mi propia cuenta y tú lograste agarrarte a la orilla. ¿Cómo estás pasando la soledad en ese otro mundo?, ¿cómo te ha sentado? Podrías traer la barba cerrada, imagino. Por fin, no tendrías que preocuparte de picarme la boca cuando nos besamos. Leo que encontraron a un estudiante colgado de un árbol al fondo de la Barranca. Me entero de jóvenes que mueren y desaparecen en situaciones misteriosas. Jóvenes como los alumnos que saben que soy un fraude cuando les hablo de temas que no domino. Jóvenes como tú y yo cuando íbamos al bosque a reír o cuando me masturbabas en la entrada de mi casa. Mira bien, ahí donde estés, si estás, si sigues en esto, si estás solo, si miras las cosas como antes, si has cambiado, si eres otro, mira bien cómo va muriendo todo allá afuera. Cuando entro a la tina veo muy claro esas nubes negras, de tinta, como cabelleras lacias y mojadas, que oscurecen todo. Crean una sombra que se impregna a las cosas, una mancha como de test de Rorschach. Dicen en la tele, en el único canal que aún capta la antena, que lo que nos mata es invisible. Pero yo tengo dos ojos especiales. Ojos miel, Pepita Miel, decías, ojos que ven sin filtro. No te preocupes, aquí me quedaré, no saldré de casa. No lo haré hasta que esté segura de que tú y lo demás han desaparecido por completo.

Villegas, Rafael (2022) Short, Elizabeth, Editorial Dharma Books

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 71

HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES

POR ORDEN ALFABETICO, DEL 2007 AL 2021

• Adaf, Shimon ~ Israel

• Aguilar, Elvira ~ México

• Aguilera, Marco Tulio ~ Colombia

• Alemán, Gabriela ~ Ecuador

• Ampuero, Fernando ~ Perú

• Ampuero, María Fernanda ~ Ecuador

• Bagunyá, Borja ~ España

• Barrera Tyszka, Alberto ~ Venezuela

• Baudoin, Magela ~ Bolivia

• Beltrán, Rosa ~ México

• Birmajer, Marcelo ~ Argentina

• Bonvicini, Caterina ~ Italia

• Boone, Luis Jorge ~ México

• Bracher, Beatriz ~ Brasil

• Briceño Martín, Carlos ~ México

• Calcedo, Gonzalo ~ España

• Castán, Carlos ~ España

• Cavazzoni, Ermanno ~ Italia

• Cebrián, Mercedes ~ España

• Cerrada, Cristina ~ España

• Chimal, Alberto ~ México

• Clavel, Ana ~ México

• Conde, Rosina ~ México

• Consiglio, Jorge ~ Argentina

• Correa Fiz, Valeria ~ Argentina

• Costamagna, Alejandra ~ Chile

• Cozarinsky, Edgardo ~ Argentina

• Cruz, Afonso ~ Portugal

• Delgado Aparaín, Mario ~ Uruguay

• Enríquez, Mariana ~ Argentina

• Escapa, Pablo Andrés ~ España

• Espejo, Beatriz ~ México

• Esquinca, Bernardo ~ México

• Esteban, Patricia ~ España

• Eudave, Cecilia ~ México

• +Fonseca, Rubem ~ Brasil

• Franz, Carlos ~ Chile

• Freire, Espido ~ España

• García Bergua, Ana ~ México

• García, Elpidia ~ México

• García-Galiano, Javier ~ México

• Garrido, Felipe ~ México

• Giardinelli, Mempo ~ Argentina

• Giralt, Marcos ~ España

• Hadley, Tessa ~ Reino Unido

• Halfon, Eduardo ~ Guatemala

• Heker, Liliana ~ Argentina

• Herbert, Julián ~ México

• Hernández, Claudia ~ El Salvador

• Hernández, Jorge F. ~ México

• Hussin, Jabbar Yassin ~ Irak

• Iwasaki, Fernando ~ Perú

• Jeftanovic, Andrea ~ Chile

• Jorge, Lidia ~ Portugal

• Karmele, Jaio ~ España

• Keret, Etgar ~ Israel

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• Kumerdej, Mojca ~ Eslovenia

• Lara, Jordi ~ España

• Lavín, Mónica ~ México

• Luján, Marcelo ~ Argentina

• Mairal, Pedro ~ Argentina

• Marse, Berta ~ España

• Martín Briceño, Carlos ~ México

• Mejía, Andrea ~ Colombia

• Mellado, Isabel ~ Chile

• Mellado, Marcelo ~ Chile

• Merino, José María ~ España

• Mesquida, Biel ~ España

• Monge, Emiliano ~ México

• Montiel, Mauricio ~ México

• Montoya, Pablo ~ Colombia

• Morábito, Fabio ~ México

• Morellón, Alejandro ~ España

• Muñoz Valenzuela, Diego ~ Chile

• Murguía, Verónica ~ México

• Nettel, Guadalupe ~ México

• Neuman, Andrés ~ Argentina

• Ojeda, Mónica ~ Ecuador

• Ortuño, Antonio ~ México

• +Padilla, Ignacio ~ México

• Palma, Felix ~ España

• Parra, Eduardo Antonio ~ México

• Paz Soldán, Edmundo ~ Bolivia

• Perezagua, Marina ~ España

• Petrovic, Goran ~ Serbia

• +Piglia, Ricardo ~ Argentina

• +Pitol, Sergio ~ México

• Proulx, Monique ~ Canadá

• Puntí, Jordí ~ España

• Quintero, Ednodio ~ Venezuela

• Raphael, Pablo ~ México

• Rey Rosa, Rodrigo ~ Guatemala

• Rivera Garza, Cristina ~ México

• Rivero, Giovanna ~ Bolivia

• Rodríguez, Eider ~ España

• Rodríguez, Solange ~ Ecuador

• Rosero, Evelio ~ Colombia

• Rubiano, Roberto ~ Colombia

• Salinas Basave, Daniel ~ México

• +Samperio, Guillermo ~ México

• +Saumont, Annie ~ Francia

• Schulze, Ingo ~ Alemania

• Schweblin, Samanta ~ Argentina

• Sepúlveda, Luis ~ Chile

• Shua, Ana María ~ Argentina

• Simic, Roman ~ Croacia

• Stamm, Peter ~ Suiza

• Tinoco, Paola ~ México

• Tizón, Eloy ~ España

• Torres, Mariana ~ Brasil

• +Uhart, Hebe ~ Argentina

• +Uribe, Álvaro ~ México

• Valenzuela, Luisa ~ Argentina

• Viejo, Paul ~ España

• Villoro, Juan ~ México

• Welsh, Irvine ~ Reino Unido

• Young, Ha Kim ~ Corea

• Yushimito, Carlos ~ Perú

• +Zepeda, Eraclio ~ México

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 73

HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN

Alemania

Schulze, Ingo ~ 2012

Argentina

Birmajer, Marcelo ~ 2009, 2016

Consiglio, Jorge ~ 2019

Correa Fiz, Valeria ~ 2018 Cozarinsky, Edgardo ~ 2018 Enríquez, Mariana ~ 2020 Giardinelli, Mempo ~ 2016 Heker, Liliana ~ 2014

Luján, Marcelo ~ 2020 Mairal, Pedro ~ 2008 Neuman, Andrés ~ 2007 Piglia, Ricardo 2010 † Schweblin, Samanta ~ 2008 Shua, Ana María ~ 2013 Uhart, Hebe ~ 2014 † Valenzuela, Luisa ~ 2007

Bolivia

Baudoin, Magela ~ 2021 Paz Soldán, Edmundo ~ 2013 Rivero, Giovanna ~ 2011

Brasil

Bracher, Beatriz ~ 2016 Fonseca, Rubem ~ 2007 Torres, Mariana ~ 2015

Canadá

Proulx, Monique ~ 2008

Chile

Costamagna, Alejandra ~ 2013 Franz, Carlos ~ 2009 Jeftanovic, Andrea ~ 2015

Mellado, Isabel ~ 2011 Mellado, Marcelo ~ 2012 Muñoz Valenzuela, Diego ~ 2019 Sepúlveda, Luis ~ 2008

Colombia

Aguilera, Marco Tulio ~ 2007

Mejía, Andrea ~ 2021 Montoya, Pablo ~ 2016 Rosero, Evelio ~ 2012, 2017 Rubiano, Roberto ~ 2007

Corea

Young, Ha Kim ~ 2012

Croacia

Simic, Roman ~ 2012

Ecuador

Alemán, Gabriela ~ 2016 Ampuero, María Fernanda ~ 2020 Ojeda, Mónica ~ 2021 Rodríguez, Solange ~ 2019

El Salvador

Hernández, Claudia ~ 2015

España

Bagunyá, Borja ~ 2011 Calcedo, Gonzalo ~ 2010 Castán, Carlos ~ 2021 Cebrián, Mercedes ~ 2017 Cerrada, Cristina ~ 2017 Escapa, Pablo Andrés ~ 2010 Esteban, Patricia ~ 2010 Freire, Espido ~ 2009 Giralt, Marcosv2011 Lara, Jordi ~ 2018

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Karmele, Jaio ~ 2013

Marse, Berta ~ 2009 Merino, José María ~ 2010 Mesquida, Biel ~ 2011 Morellón, Alejandro ~ 2017 Palma, Felix ~ 2019

Perezagua, Marina ~ 2015 Puntí, Jordí ~ 2012

Rodríguez, Eider ~ 2019 Tizón, Eloy ~ 2014 Viejo, Paul ~ 2013

Eslovenia

Kumerdej, Mojca ~ 2012

Francia

Saumont, Annie ~ 2007 †

Guatemala

Halfon, Eduardo ~ 2020 Rey Rosa, Rodrigo ~ 2016

Inglaterra

Hadley, Tessa ~ 2015 Welsh, Irvine ~ 2015

Irak

Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007

Israel

Adaf, Shimon ~ 2018 Keret, Etgar ~ 2012

Italia

Bonvicini, Caterina ~ 2008 Cavazzoni, Ermanno ~ 2008

México

Aguilar, Elvira ~ 2019 Beltrán, Rosa ~ 2007 Boone, Luis Jorge ~ 2014 Briceño Martín, Carlos ~ 2019 Chimal, Alberto ~ 2014, 2017 Clavel, Ana ~ 2010, 2016 Conde, Rosina ~ 2019 Eudave, Cecilia ~ 2021 Espejo, Beatriz ~ 2017 Esquinca, Bernardo ~ 2015, 2020 García, Elpidia ~ 2018 García Bergua, Ana ~ 2010 García-Galiano, Javier ~ 2010 Garrido, Felipe ~ 2014 Herbert, Julián ~ 2013 Hernández, Jorge F. ~ 2008 Lavín, Mónica ~ 2010 Martín Briceño, Carlos ~ 2019 Monge, Emiliano ~ 2009 Montiel, Mauricio ~ 2015 Morábito, Fabio ~ 2010 Murguía, Verónica ~ 2017 Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013 Ortuño, Antonio ~ 2009, 2017 Padilla, Ignacio 2016 † Parra, Eduardo Antonio ~ 2008, 2021 Pitol, Sergio ~ 2007 † Raphael, Pablo ~ 2011 Rivera Garza, Cristina ~ 2009 Salinas Basave, Daniel ~ 2018 Samperio, Guillermo ~ 2010 † Tinoco, Paola ~ 2010 Uribe, Álvaro ~ 2013 † Villoro, Juan ~ 2012 Zepeda, Eraclio ~ 2007 †

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2022 75

Ampuero, Fernando ~ 2016 Iwasaki, Fernando ~ 2011 Yushimito, Carlos ~ 2017

Portugal Cruz, Afonso ~ 2018 Jorge, Lidia ~ 2020

Reino Unido Hadley, Tessa ~ 2015 Welsh, Irvine ~ 2015

Serbia Petrovic, Goran ~ 2008

Suiza Stamm, Peter ~ 2011

Uruguay Delgado Aparaín, Mario ~ 2014

Venezuela Quintero, Ednodio ~ 2007 Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009

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