14 minute read

Rafael Villegas (México

RAFAEL VILLEGAS

Advertisement

México

©Rafael Villegas

Cuando comencé a leer, no sabía que existían personas dedicadas a escribir. Eso tuvo que ver, claro, con que en las portadas de mis primeras lecturas no se encontraba nombre alguno que indicara autoría. Leía enciclopedias de naturaleza, relatos mitológicos, cuentos de hadas, subtítulos de videojuegos de rol, revistas de viajes o misterios sin resolver; además, con cierta obsesión, una y otra vez, repasaba cada uno de los libros de la Biblia. Empecé a escribir cuando tenía alrededor de diez años: anoté en una nota de venta del negocio familiar el recuerdo de un sueño o delirio, no lo sé, que había tenido bajo los efectos de una fiebre de esas que queman. Mi educación básica fue lamentable, un trajín de escuelas con profesorado ignorante, autoritario o ausente, en plan de aviadores a fondo. Así que para cuando tuve noticia de la existencia del oficio de la escritura y de las múltiples tradiciones de lo literario, yo ya tenía vellos en la cara y algunos diarios de acontecimientos sin importancia intercalados con sueños. Nunca fui a escuela o taller literario alguno. Estudié historia porque el pasado siempre me gustó. El pasado es un país extraño, dicen por ahí, y a mí siempre me interesó todo aquello que crece en los márgenes de las cosas, en los intersticios del mundo. Andando por esas orillas he ganado algunos premios y he publicado trece libros (de poesía, cuento, novela, ensayo y sueños). Prefiero que mis palabras se entrelacen con imágenes, propias o de artistas con quienes colaboro. Disfruto saltar de una disciplina a otra, de un lenguaje creativo a otro. La exploración es mi verdadero oficio.

Credo Cuentístico

Mis hermanos arman una representación teatral de uno de los cuentos que hemos grabado de la radio en casetes de 90 minutos. Es un evento importante. Ponen el audio a buen volumen y lo actúan con vestuarios y lip sync más o menos afortunados. Soy un niño demasiado achicopalado como para dejar mi papel de espectador. 1) El cuento es el juguete original.

Tengo diez años y leo Barba Azul en la oscuridad de la noche con ayuda de una linterna. 2) El cuento refracta la luz; la mirada de quien lo lee se desvía de manera oblicua hacia la misma noche.

Leo Barba Azul en una edición ilustrada. Cuando la joven esposa abre la puerta de la habitación prohibida, se despliega una imagen en doble página, tan preciosa como inquietante: la luz que entra permite adivinar el secreto de la habitación. 3) El cuento es un rompimiento de gloria que revela lo esencial, es decir, lo oculto.

En la penumbra descubro la horrorosa colección de cuerpos de Barba Azul. 4) El cuento abarca, sin mostrarla, toda la oscuridad de cada habitación.

Espantado, cierro el libro y no termino de leer. 5) El cuento es latencia y, sólo después, si uno lo sobrevive, llega a ser síntoma.

A partir de entonces, mis sueños se vuelven vívidos y mis noches breves. Es mi pequeño síndrome de estrés postraumático. 6) El cuento abre la mirada interior, incendia el ojo salvaje.

Comienzo a registrar algunos sueños en papelitos y cuadernos. 7) El cuento despierta el deseo de fabulación. El relato-deseo.

Entonces no sé que eso que leo con luz de linterna y escucho en la radio se suele llamar cuento y literatura. 8) El cuento es, antes que nada, el cuerpo de un habla abierta en canal.

Escribo mis primeros cuentos imitando sin vergüenza la escritura de Juan José Arreola, Amparo Dávila, Juan Rulfo y Leonora Carrington. No sabía que las historias tenían propiedad. 9) Uno le pertenece al cuento.

Al terminar Juan sin miedo”, un cuento que grabé de la radio, viene poco más de un minuto de silencio. Después surge un audio grabado por mí, el niño que fui. Hablo bajito, como quien no quiere la cosa. Y digo: Hola, soy Rafa, y vengo a contarles un cuento. 10) El cuento se murmura como si fuera un conjuro riesgoso.

El se ha ido

Compramos el departamento cuando todo era un terregal en medio de una colonia horrible, pero nos ilusionaba hacernos de un lugar propio. Aquí sigo. Subo a la terraza todos los días, apenas se mete el sol. Estoy más flaca que antes. Hace meses que no limpio nada. Las plantas han muerto. Lo siento, sé que te gustaban. El sol fue demasiado para ellas. Procuro no gastar agua, no podemos desperdiciar; quiero decir, como humanidad, no podemos desperdiciar agua. Y así como están las cosas, siempre se pueden poner peor. Por eso me meto al jacuzzi sin agua. Retiro un poco el polvo, los insectos y las hojas secas que se acumulan. Me quito la ropa y pierdo el tiempo ahí hasta que anochece y ya no aguanto el frío. ¿Recuerdas que pusieron la tina al revés? Ya me acostumbré a ver el muro manchado. Hoy el cielo estaba limpio. Me estaba quedando dormida cuando surgió una nube sobre el muro. Era una nube, pero más bien parecía un líquido inyectado que se desparramaba en los entresijos del cielo. Vi todo el proceso. Era como una invasión. Imaginé que así deben verse las enfermedades cuando se apoderan de un cuerpo. Conforme la nube avanzaba, veía parvadas de pájaros que volaban en la misma dirección, como si huyeran de la nube. Pasaban en grupos de cinco pájaros. Siempre cinco. Salían disparados como esos aviones que dan espectáculos aéreos. Luego, ya no hubo más pájaros. La nube cubrió completamente el cielo. Seguía moviéndose y yo me preguntaba qué tan grandes pueden ser las nubes. Un insecto se asomó por una de las salidas de agua del jacuzzi. Nunca había visto un insecto así. De vez en cuando, últimamente, aparecen insectos que nunca había visto. Si estuvieras aquí, seguro pensarías que son especies que han cruzado a nuestro mundo desde otra dimensión. Eso dicen algunos, ¿sabes? Que todo lo que ha pasado desde el año pasado es una invasión de una realidad a otra. Yo no me creo nada. Pero lo que quería decirte es que este insecto me miraba. Lo juro. Nunca noto esos detalles, pero los ojillos del insecto estaban fijos en mí. Es algo que sentí y ya. Me salí de la tina de un salto. Cuando lo hice, el insecto desapareció. Pensaba ahogarlo llenando de agua la tina. Agua caliente, agua hirviendo. Pero creo que ya no queda gas. No lo sé. Me alimento por las tardes de lo que me trae mi hermano, no ceno, desayuno cereal. Antes de aislarme y dejar de gastar, conseguí un montón de cajas de cereal de pan de muerto. Lo hubieras odiado, realmente sabe a pan de muerto, con todo y toque a flor de azahar. Estarías tan enojado conmigo. No seas coda, me dirías, no pasa nada, gasta. El dinero es para eso. No acumules, tienes síndrome de McPato. Me hacía gracia que dijeras eso, que tenía el mal de una de mis caricaturas favoritas. Te molestaba que me pareciera tanto a tu mamá, que nunca gastó en sabritas o refrescos, ni siquiera en vacaciones o cumpleaños. Pero así me amaste, ¿no? Estabas tan orgulloso de haberme elegido bien. Tú no eres una loca como la vieja

de mi hermano. Él siempre las escogió así, maniacas, autodestructivas. Tú, el contenido. El controlado. El sensato. El sabio. El ejemplo a seguir. Yo estoy viva y soy culpable de todo lo que quieras, incluso de locura. Qué vergüenza te habría dado andar con una cucú. Lo bueno es que ya no andas por aquí. ¿Te confieso algo? A veces soy Elizabeth Short. Sí, tu Dalia Negra. La mujer que era el parteaguas, decías. El inicio del siglo, de la época. Toda época, decías, inicia con un crimen. La muerte de Beth inició una era que no ha terminado. La verdad, te ignoraba un poco cuando hablabas de Beth. Hablabas tanto de ella, y apenas lograste escribir dos o tres páginas del libro que le dedicarías. A lo mejor no te escuchaba de manera consciente, pero de alguna manera me pasaste tu obsesión. Así se pasan las ideas, como un virus. Nuestra cabeza, lo que somos, no nos pertenece. Somos las ideas de otros. Y esos otros son las ideas de otros que ya no están, que no conoceremos, que tal vez ni eran humanos. Por eso soy Beth, me doy cuenta. No creas que lo digo en sentido figurado. Soy ella. La muchacha en pedacitos, la de la sonrisa siniestra. La misma semana que dejé el trabajo, la coordinadora de la carrera me dijo que no dejara de sonreír. Lo hizo por teléfono. Cuando colgué, me puse a sonreír usando la cámara del celular como espejo. No tengo ganas de pararme frente al espejo de verdad, ese feo espejo con marco rústico azul pastel como de boda que elegiste en Idea Interior. Elegiste tantas cosas de este departamento. Todo es una herencia inmerecida. ¿Sabes que desaparecieron tres muchachos? Las personas, las pocas que quedan, han salido a las calles, ahora tenemos una Glorieta de los Desaparecidos y las Desaparecidas. No dejo de pensar en esa pobre gente. Vivos los queremos, así como vivos se los llevaron. Eso decimos, pero todos sabemos que están muertos. Tú sabrías que ya no regresarán y me lo dirías aunque eso me causara pesadillas. Siempre tuviste una visión dura de las cosas. El mundo es una roca y somos un accidente. No lo creo, incluso en la situación en la que estamos. Es decir, sí, el mundo es una roca y nosotros un accidente que tiene un viaje gratis por el espacio, pero eso es bello, de alguna manera. No sé cómo, pero es bello. A veces me gusta pensarlo, para dejar de pensar en lo demás. Me alivia que no estés. Y sé que sientes lo mismo, andes donde andes. Lo veía en tu cara, en la manera ausente como me dabas masajes mientras yo intentaba armar una clase. Tú sabes hacerlo, me decías, tú sabes tanto, eres tan lista, tienes tanto a tu favor, estamos mejor que antes, acuérdate cuando dormíamos sobre un colchón inflable prestado y usábamos una maleta como mesa para comer, este departamento es nuestro, mira qué bonita vista, aquí podemos salirnos y ver algo más que la ventana del vecino, aquí sí entra el sol, aquí podemos tomar el fresco de la noche cuando estemos tristes, aquí podemos invitar a tus amigos a una carnita asada, mira qué bonito asador, parece catarina, pero sin puntos, mira cómo se mecen los árboles de esa finca, mira las grúas que levantan edificios frente a nuestros ojos todos los días, mira allá abajo,

los perritos, mira cómo juegan con los niños, míranos a ambos, llevamos tanto tiempo juntos, podemos salir de esto. Y yo me sentía como aquella vez, cuando empezamos a vivir juntos, que me puse a llorar porque no creía que nos fuera a alcanzar el dinero. Nos sentamos en un café y empezaste a hacer cuentas en una servilleta. Siempre fuiste así. Hombre de evidencias. Creíste que dejé de llorar porque tus cuentas encajaban perfectamente, pero lo hice porque mi capuchino estaba muy rico. Yo también tenía secretos. Y conozco el tuyo: te fuiste antes de que me pusiera así, te habías ido incluso cuando me consolabas y tratabas de entender mi tristeza, te fuiste porque descubriste que estabas bien así, sin mí, solo. Cuando me veías sentías culpa. Pero no fuiste tú, o no únicamente tú, lo que se rompió. El asalto. El viejo departamento vaciado y orinado por desconocidos. Tú lo minimizabas: cosas materiales, repetías, estamos bien, son cosas materiales. Pero esos hombres, los vimos en cámara, ellos reían y escribían algo con orina. Debimos comprar una de esas lámparas de luz ultravioleta para ver su mensaje. Algo nos decían. Quizá nos advertían que pronto el mundo moriría lentamente, que el cielo se cubriría por nubes de tinta negra, que insectos desconocidos serían capaces de mirarnos a los ojos. O, tal vez, sólo nos avisaban que regresarían, que nos hallarían dormidos y caerían sobre nosotros con cuchillos o almohadas. Nos advertían que les pertenecíamos. Nos dejaron un símbolo, una marca para nosotros. Sabríamos lo que venía. Nos hubiéramos preparado para el terremoto diario y de bajísima intensidad en el que vivimos desde un año. Todos tus simulacros no sirvieron de nada. Tus cincuenta segundos de antelación. Tu alerta sísmica. Estaba tan cerca este sismo, agazapado, esperándote. Te esperaba a ti, porque debiste morir en el sismo de tu infancia, el que tumbó tu casa, el que hizo que tus papás huyeran lejos. Era ese mismo sismo. Porque el terror es paciente, es un depredador astuto y sin hambre. Debiste morir en ese sismo también. Debiste morir aquella tarde lluviosa cuando nos atropellaron. Traíamos un enorme paraguas amarillo y aun así la mujer no nos vio. O nos vio y quiso matarnos. Todo es posible. ¿Te das cuenta? Decías que ese día el universo se partió en dos, y tal vez tenías razón. Y tal vez tienen razón los que dicen que ahora mismo hay dos universos invadiéndose mutuamente. En el otro universo moriste y en este, quizá, también. Eres tú, no yo. Es tu familia la que tiene una maldición de primogénitos que mueren en accidentes de auto. Eres tú y yo estaba a tu lado. Te hablo en presente, como si estuvieras. Eres tú el que trae la muerte y la tristeza encima. Te sentabas diario a rumiar un vacío. Algo te falta y no lo entendía entonces. Ahora lo entiendo, en cierta forma. Porque lo que a ti te falta es una cosa menudita comparada con todo esto que percibo como un demonio gordo dormido sobre mi pecho. Ya hasta siento ternura por él. Y sé que se recuesta sobre los cuerpos de los que quedamos vivos. Lo he visto en el semblante de mi hermano. Ahora todos conocemos al demonio. No es competencia, claro, solo trato

de entender. Imagino tu demonio como algo pequeñito, pero latoso. Era lo que te hacía encerrarte, según me contabas, días enteros en tu habitación, sin que tu pobre madre supiera qué pasaba. Ese demonio te metía el pie y te hacía desmayar de la nada. Ese demonio convenció a tu corazón de padecer disfunción diastólica en grado dos. Ese demonio te tiró dos horas al suelo e hizo que te preguntaras si acaso morir era eso. Ese demonio te puso rojos los testículos y el pene; te orilló a rascarte sin parar con un frenesí tragicómico. Te recuerdo en la sala, sentado sobre el sofá rojo, viendo talk shows sin parar. Esta cosa me ayuda a dejar de pensar, decías, me deja en blanco cuando las voces me recuerdan que viajamos de polizontes sobre una roca. Al final del día, dejabas el sillón y me preguntabas si no quería ir por unas flautas. Y lo hacíamos, porque me gustaban las flautas y me gustabas tú. Pero sentía, incluso entonces, incluso cuando reías y me abrazabas, que una parte de ti caía en un agujero negro. Tenías culpa de llevarme contigo, pero al final yo caí por mi propia cuenta y tú lograste agarrarte a la orilla. ¿Cómo estás pasando la soledad en ese otro mundo?, ¿cómo te ha sentado? Podrías traer la barba cerrada, imagino. Por fin, no tendrías que preocuparte de picarme la boca cuando nos besamos. Leo que encontraron a un estudiante colgado de un árbol al fondo de la Barranca. Me entero de jóvenes que mueren y desaparecen en situaciones misteriosas. Jóvenes como los alumnos que saben que soy un fraude cuando les hablo de temas que no domino. Jóvenes como tú y yo cuando íbamos al bosque a reír o cuando me masturbabas en la entrada de mi casa. Mira bien, ahí donde estés, si estás, si sigues en esto, si estás solo, si miras las cosas como antes, si has cambiado, si eres otro, mira bien cómo va muriendo todo allá afuera. Cuando entro a la tina veo muy claro esas nubes negras, de tinta, como cabelleras lacias y mojadas, que oscurecen todo. Crean una sombra que se impregna a las cosas, una mancha como de test de Rorschach. Dicen en la tele, en el único canal que aún capta la antena, que lo que nos mata es invisible. Pero yo tengo dos ojos especiales. Ojos miel, Pepita Miel, decías, ojos que ven sin filtro. No te preocupes, aquí me quedaré, no saldré de casa. No lo haré hasta que esté segura de que tú y lo demás han desaparecido por completo.

Villegas, Rafael (2022) Short, Elizabeth, Editorial Dharma Books