Quito, Monumentos patrimonios y leyendas

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Quito monumentos,

Es patrimonios y leyendas Cultura


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MINISTERIO DE TURISMO DEL ECUADOR

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ncluso en tiempos republicanos, el mito popular ha enriquecido ciertos acontecimientos históricos; arquitectónicos, en este caso. La cosa es que hasta el año 1887, la huerta del convento de los padres agustinos se extendía largamente por lo que hoy corresponde a la manzana formada por las calles Olmedo, Guayaquil y Flores.

La Lagartija que abrió la calle Mejía


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ra un solar sin ninguna utilidad, lleno de hierbajos. Además, impedía la recta prolongación de la calle Mejía, que descendía junto a la muralla y huerto de los agustinos. No había forma, entonces, de que la calle llegara hasta la plazuela de la Marín, entonces conocida como Plaza de Armas, sino se derribaba la masa del edificio conventual. Además, a consecuencia de las varias erupciones del Pichincha, sobre todo las de 1660 y 1662, la construcción había sufrido algunas rajaduras. Por ello, los padres agustinos habían construido un alto estribo triangular de cal y canto arrimado al cuerpo principal del edificio. La forma de este gran estribo que apuntaba hacia arriba semejaba a los turbantes de los penitentes enmascarados del Viernes Santo, de allí que se lo llamaran también Cucurucho de San Agustín, que ha alimentado otra leyenda de amor en una calle cercana. Ahora bien, en el año 1878, Francisco Andrade Marín, elegido como primer concejal del cantón Quito, ideó el proyecto de reconstrucción de la antigua Plaza de Armas, pero, para ello, se debía prolongar la calle Mejía y derribar el cucurucho de piedra. Desde luego, para ello, habría que afectar la propiedad de los agustinos. Andrade Marín, entonces, le dirigió una nota muy diplomática al padre José Concetti, provincial de los agustinos de Quito, para que le permitiera cortar la huerta y alargar la calle: “Vea,

le dijo, si usted accede a este pedido, hará un gran bien a la ciudad y otro gran bien a su comunidad y a usted mismo; porque, fíjese, por este gran cucurucho tan lleno de hierbas y malezas, algún buen día van a subir las sabandijas del campo hasta las mismas celdas y tendrán que arrepentirse de sus negativas”. El cura mayor respondió: “Oh, no, señor doctor, despreocúpese usted de este asunto y déjenos seguir viviendo en paz a los agustinos. No accedo, terminantemente, a su solicitud.” Luego de un mes, cuando ya el proyecto se daba por perdido, un lego de San Agustín se acercó al despacho del primer concejal del cantón. A nombre del padre Concetti, le pidió amablemente que lo acompañara hasta el convento para tratar de un “asuntillo interesante”. Cuando Andrade Marín llegó al convento, el padre mayor le dijo: “Señor doctor, tiene usted toda mi autorización para cortar la huerta, demoler el cucurucho y prolongar su calle”. El concejal, sin duda, se quedó perplejo y le pidió que le explicara este cambio tan repentino. “Pues nada menos, le contestó el padre Concetti, que anoche al acostarme encontré… Oh, qué horror… una lagartija debajo de mi almohada, y entonces he creído que usted y su ciudad son o brujos o profetas que me pronosticaron las visita de sabandijas en mi propia celda”. Entonces, la calle Mejía se abrió gracias a una lagartija.


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ngel Paz y su familia, como muchas en el nor-occidente de Quito, fueron agricultores y ganaderos que cambiaron los bosques nublados megadiversos por pastos para vacas y cultivos de caña. Esto cambió un día de 2004 cuando Ángel encontró una grupo de machos del Gallo de la Peña y su fascinación por ellos le motivó a hacer un sendero para contemplarlos.

El encantador de aves


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e a poquito se convirtió en amigo de las aves y se familiarizó con ellas, a tal punto que después de pocos meses se encontraba en medio del bosque hablando con ellas e imitándolas. Así, Ángel creó un santuario que se llama Paz de la Aves, en este sitio las aves brindan espectáculos programados cada dos horas y se comportan como verdaderas estrellas del canto. Paz de las Aves cuenta entre su elenco a varias Gralarias: María, una Tororoi gigante; Willie, un macho de Grallaria flavotincta, José un macho del Licuango chico y Shakira una hembra del Tororoi piquigualdo. A estas aves se suman Gallos de la Peña, tucanes tucanetes y decenas de especies de colibríes.


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Una Basílica Consagrada al Corazón de Jesús

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na leyenda popular dice que, el día en que se termine de construir la Basílica en su totalidad, el Ecuador desaparecerá. Más de un siglo ha sido necesario para erigir este imponente edificio, considerado el templo neogótico más grande de América. Ha sido una labor titánica y será lo único que sobreviva en mucho tiempo. Sin embargo, nunca estará construida en su totalidad, aún hoy hacen falta detalles decorativos y pequeños espacios por terminar. Hay piezas invisibles que esperan por ser depositadas, muros que aguardan ser pintados.


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l vacío y el silencio revelan la presencia de una fuerza estremecedora que habita no sólo en los cimientos sino en el aire mismo que recorre cada uno de los pasillos. La estructura por fuera y tal como se ve hoy, fue terminada en el año 1924. Justo en ése instante las campanas de las torres se escucharon en toda la ciudad y anunciaron su increíble nacimiento, sin embargo todos sabían que no había sido terminada. La de torre más grandiosa está construida con las piedras más valiosas y raras. Se la bautizó “La Torre de los Cóndores”. Se halla a 115m de altura y fue provista de enormes cóndores de roca para su protección. Éstos son los únicos animales que podrían realizar tal trabajo porque necesitan al menos esta altura para emprender el vuelo. Nadie se ha atrevido a extraer o dañar ninguna de ellas, ya que se cuenta que una bandada de cóndores es uno de los fenómenos más violentos de la naturaleza. Durante mucho tiempo, y para persistir con la construcción, se recolectaron donaciones de innumerables creyentes, los cuales proveyeron dinero, mano de obra y materiales de construcción a cambio de grabar sus nombres eternamente en las piedras. Desde entonces la Basílica acoge a miles de almas que vuelven a la vida únicamente cuando son nombradas. Muchos aseguran que aquí se encuentra el secreto, pues son éstos entes quienes evitan que el templo sea terminado y se encargan de hacerla lucir siempre incompleta. Los feligreses que dieron su vida cumplieron su anhelo pues gracias a sus espíritus, los cuales actúan a manera argamasa, el imponente edificio jamás podrá ser derribado por ningún ser humano.


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l ilustrísimo sacerdote y doctor José Pérez Calama gobernaba por esos tiempos coloniales la Diócesis de Quito. Tenía una inaudita capacidad para pronunciar autos condenatorios y lanzar excomuniones. Los clérigos del obispado estaban, pues, a la merced de su estricta moral. No había disoluto en la ciudad que no hubiera puesto en regla el prelado Calama, que ahora ha dado nombre, irónicamente, a una de las calles más concurridas de la zona rosa de la ciudad.

Promesa de fe


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olo uno de aquellos bohemios indomables de la franciscana ciudad lo tenía a mal andar. Se trataba del doctor don José Albuja, aficionado a la guitarra, con una voz de barítono capaz de seducir a cuanta buena moza se le aparecía. Ya contaba el clérigo por cientos las confesadas guapas que, además, acudían a oírlo cantar en el coro de la Catedral en alguna misa de fiesta gorda. Amonestación tras amonestación del Obispo, el doctor Albuja prometía nunca más volver a ofender a Dios. El padre José Calama lo encerraba ya en San Francisco, ya en el tenebroso convento de San Diego, desde donde salía, luego de varios días, el clérigo lloroso, compungido y arrepentido. Pero todos estos buenos deseos se evaporaban nada más volver a tomar una guitarra o aspirar el perfume de una muchacha. Llegó la cuaresma y el doctor Albuja estaba lo más de lo lindo. El Obispo, por su parte, cada día más preocupado. No sabía qué hacer con él. Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando el clérigo se le presentó, humillado y arrepentido, a decirle: “Ilustrísimo señor, perdone Vuestra Señoría que ose presentársele este pecador empedernido. Reconozco mis faltas, y estoy listo a repararlas. Soy indigno de todo perdón, pero la bondad de Dios es grande. Él me llama, Ilustrísimo Señor: oigo su voz que clama, como amoroso pastor por la oveja descarriada. Ilustrísimo Señor: quiero entrar a los ejercicios de san Ignacio que se dan en este tiempo en la santa casa de la recolección de la Merced: estoy seguro de que la gracia de Dios me ha tocado, y que saldré de estos ejercicios convertido…”

No podía más de júbilo el obispo Calama, que le facilitó inmediatamente el ingreso al convento de El Tejar. Allí, el doctor Albuja dio ejemplo de buen comportamiento y verdadero arrepentimiento. Salió, pues, con la mejor disposición para llevar una vida ejemplar. Y así sucedió, el clérigo Albuja empezó a ser un modelo de virtud. Un día, se paseaba el Ilustrísimo Calama por la Loma Grande junto con sus familiares, cuando un hombre se le acercó: “Señor, le dijo, allí está el doctor Albuja dando un escándalo. Es una lástima ver cómo los sacerdotes de Dios andan así perdidos en francachelas…” “Miente, hermano, le interrumpió el Obispo. Es imposible, el doctor Albuja lleva ahora una vida ejemplar. No puedo creer sin verlo…” Y el hombre lo llevó hacia el sector conocido como la Mama Cuchara. Allí, en una casita de la plazoleta, se oía el tañer de una guitarra y gran algarabía. Entró, entonces, el padre Calama y se paró en la puerta de un aposento que daba al zaguán. El doctor Albuja, pañuelo en mano, bailaba con una guapísima chola una de aquellos bailes mestizos que dicen: “alza, que te han visto”. La música, ante la presencia del Obispo, se paró en seco. El doctor Albuja se quedó petrificado, en la postura del baile en que fue sorprendido. Furioso, el padre Calama exclamó: “¡Pero, doctor Albuja! Esto es para nunca acabar! ¡Esto es la vida perdurable!” Y el padre Albuja, cabizbajo, contestó: “No, señor, esto es… ¡la resurrección de la carne!” Aquella era su fatalidad.


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El Cucurucho de San AgustĂ­n

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uchas han sido las i n s i g n e s leyendas que de las calles de esta ciudad han venido a dar hasta nuestros dĂ­as, como aquella del enamorado don Pedro de Esparza y su amada Magdalena.


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orría por allá el año 1650 de los dominios españoles y en la calle que hoy llamamos Flores, se había asentado uno de los más ilustres hidalgos que por estas tierras habían venido: don Lorenzo de Moncada, natural de Madrid, casado con doña María de Peñaflor y Velasco. Tal matrimonio, crème de la crème de la sociedad quiteña, había concebido a una hermosa muchacha trigueña capaz de quitarle el aliento a cualquiera: la lozana Magdalena. Nuestro don Lorenzo de Moncana, por otra parte, tenía como administrador y mayordomo de sus muchos bienes a un hijodalgo español llamado Jerónimo de Esparza y García, unido en matrimonio con doña Josefina Piñera y padre del infausto Pedro de Esparza, de veintitrés años buenos mozos de edad. Don Lorenzo de Moncada, su patrón, lo había rescatado de la desgracia de haber perdido su hacienda. Pasó, entonces, lo que se prevé en estos casos, que se enamoraron la bella Magdalena y el joven conquistador don Pedro. Se amaron, en suma, vehementemente como es propio de esos amores juveniles. Y no supieron ocultarlo. Doña María de Peñaflor, con ese olfato particular de toda madre, había empezado a sospechar de aquellos amoríos. Sin titubear, se lo comunicó a su marido. Don Lorenzo no pudo reprimir su rabia frente al hecho de que el hijo de su favorecido pretendiese a su mimada Magdalena y la obligó a olvidarse de su amante. Así era, en esos tiempos, respetada la ley del padre. Sin compasión, además, despidió a su mayordomo por la afrenta recibida. A don Jerónimo no le quedó de otra que abandonar su oficio. La guapa Magdalena lloró y sufrió amargamente su primer amor juvenil. Sin poder reprimirlo, siguió frecuentando a don Pedro en sus visitas a la iglesia de San Agustín. Cuando no

iba acompañada de su madre, el apuesto joven la esperaba en la puerta y le ofrecía agua bendita. Sin embargo, esta relación no podía continuar así. Pedro se devanaba los sesos para encontrar la forma de adquirir fortuna para alcanzar su preciada meta. Fue así que el osado amante se enlistó en una de las expediciones hacia las provincias del oriente, junto a don Martín de la Riva y Agüero. Se despidió de su amada con no poco dolor pero convencido de ganar gloria y fortuna. La expedición, sin embargo, tuvo un fin desastroso. Muchos de los expedicionarios murieron y entre ellos se contaba a don Pedro de Esparza. Magdalena volvió a llorar y a sufrir amargamente. Pero su luto tuvo que durar poco tiempo. Apareció por esta ciudad otro joven hijodalgo, caballero gallardo y de fortuna cuantiosa, llamado Mateo de León y Moncada. Este galante joven de la Villa y Corte, como era de suponerse, pidió en matrimonio a la desconsolada Magdalena. A su padre, por supuesto, no le supo mejor el ofrecimiento y aceptó gustoso la unión. Ella, apenas curada del mal sabor del amor pasado, tuvo que aceptar el arreglo. El himeneo sería uno de los más comentados de esta ciudad. Se fijó para el sábado 27 de marzo de 1655, por la noche. La víspera, se encontraba ya doña Magdalena ocupada en arreglar su ajuar cuando una esclava suya le entregó una esquela que decía: “Señora de mí dueña: Sé que mañana os casáis con un guapo mozo que os vale. Me creíais muerto, y aún vivo para adoraros. ¿Consentiréis que os vea esta noche en vuestra reja? Os besa los pies. Don Pedro de Esparza”. Naturalmente sorprendida por la noticia de su amor resucitado, doña Magdalena no supo qué hacer. Sin embargo, respondió


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por su honor: “Mañana, como sabéis, me caso: no me pertenezco ya, don Pedro. Vos mismo lo habéis querido así, ya que me habéis dejado creeros muerto. Mi honor me prohíbe hablaros. Olvidadme. Adiós.” El día aciago de la boda llegó pero nuestra Magdalena no pudo menguar su melancolía. Su amor por don Pedro había renacido. Se acostumbraba durante las horas anteriores al himeneo, que la novia repartiera limosnas a los pobres que se presentaban en su casa con el objeto de implorar del Cielo abundancia y felicidad en el nuevo hogar. Acudieron así todo el día mendigos, mancos, ciegos y tullidos de la ciudad. No faltó uno solo. Incluso los vergonzantes, también llamados cucuruchos, por su vestido talar y la larga capucha que les cubría el rostro, no se hicieron esperar. Ya llegada la tarde, acudió el último de ellos. La bella Magdalena se encontraba ya en sus aposentos pero decidió bajar a dar limosna al mendicante. Cuánta fue su sorpresa al mirar a este cucurucho con el mismo porte y talante que su don Pedro de Esparza. Creyó todo una ilusión y le tendió una moneda. El cucurucho avanzó hacia ella y, febrilmente, sacó un puñal de los pliegues de su hábito para clavarlo en el pecho de la joven. Doña Magdalena cayó muerta al instante. La gente se arremolinó a sus alrededor intensamente sorprendida. El hombre huyó y muchos lo siguieron hasta que se detuvo en el muro del convento de San Agustín. Allí, descapuchado y sin temor, miró a sus persecutores con desafío. Se trababa del mismísimo don Pedro de Esparza, el resucitado, puñal en mano. Desde allí se ha dado en llamar a esa cuadra de la calle Flores como El Cucurucho de San Agustín.


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Cantuña salvo su alma

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a capilla de Cantuña es un templo anexo al convento de San Francisco. La leyenda dice que Cantuña, el constructor, tuvo que hacer un pacto con el Diablo porque no había trabajado suficiente y la capilla no estaría lista para la fecha de entrega pactada. En la desesperación por cumplir, a falta de pocas horas, Cantuña le ofreció su alma al Diablo a cambio de que este último le diera energía para trabajar sin descanso hasta el último minuto y así poder acabar la obra. Cantuña acudió con resignación para agradecer al Diablo por haberle permitido terminar la capilla, de esa manera debía también entregarle su alma. Cabizbajo por la impotencia notó que faltaba una piedra, y con astucia quiteña explicó al Diablo que la piedra faltante significaba que el templo no estaba terminado, por ello su alma le seguía perteneciendo.


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o imaginaron los jesuitas que dos años después de terminado su templo, uno de los más impresionantes de la América colonial, serían expulsados de estas tierras por orden del rey Carlos III de España en 1767, a sabiendas de que tomó aproximadamente 160 años en construirse, desde 1605.

La Compañía de Jesús o el exquisito gusto jesuita


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o que sí sabían los jesuitas era que tenían la iglesia más representativa del estilo barroco quiteño y quizá el más grande acervo artístico de la Colonia. Luego de su extrañamiento, la Compañía de Jesús quedó abandonada hasta 1794, fecha en la se confió a la los frailes camilos. Este monumental complejo se encuentra en la esquina formada por las calles García Moreno y Sucre, en el centro histórico de Quito. Se la ha llamado también “Templo de Salomón de América del Sur”, ya que está recubierta totalmente en su interior por una rica ornamentación de láminas de oro. Los sacerdotes jesuitas llegaron a Quito el 19 de julio de 1586. Querían establecer una iglesia, un monasterio y un colegio en esta ciudad. Un año después el cabildo les concedió un lote del lado Sur de la Catedral. Mediante la compra varios solares vecinos, sus propiedad creció hasta completar toda una manzana de grandes proporciones, que se extendía desde el costado sur del actual Palacio de Carondelet hasta la hoy llamada calle Sucre, y desde la calle de las Siete Cruces (hoy García Moreno) por el oriente hasta la actual calle Benalcázar por el occidente. El sacerdote italiano Nicolás Durán Mastrilli, entre 1605 y 1614, recibió los planos de la iglesia, llegados desde Roma y aprobados por la orden de la Compañía de Jesús, y comenzó a edificarlos con la ayuda del arquitecto vasco Martín de Azpitarte, bajo la dirección de obra del también jesuita Gil de Madrigal (español). En 1614, ya parte de la iglesia estaba abierta al culto. Fue el hermano Marcos Guerra quien llegó de Italia en 1636 para imprimirle el gusto y la forma renacentista. Introdujo las cúpulas y bóvedas de cañón, además de las capillas laterales ornamentadas con cupulines. También se le atribuyen los mejores retablos, la decoración completamente de oro y el púlpito.

La llamativa portada exterior del templo está tallada íntegramente en piedra andesita ecuatoriana. Se inició en 1722 bajo las órdenes del padre Leonardo Deubler, pero la obra se suspendió en 1725. Se retomó en 1760 por el hermano Venancio Gandolfi, quien la terminó en 1765. Los jesuitas eran propietarios de canteras dentro de sus hacienda de Yurac, en la parroquia de Píntag, donde se ejecutaron las columnas, estatuas y las grandes decoraciones de la fachada, que tiene más del barroco italiano que del plateresco español y, en las altas pilastras, cierto acento del barroco francés. Las diseño concebido por el artista europeo se puso en práctica por artistas indígenas y mestizos de Quito, que le imprimieron su estilo personal. Esto puede verse a través de las representaciones de flora nativa y símbolos de los pueblos ancestrales de la Audiencia en toda la construcción. Sus barroquísimas formas en madera de cedro tallada, policromada y bañada con pan de oro de 23 kilates sobre fondo rojo son la mayor característica de la decoración interna de La Compañía de Quito. Se ensalzan, sobre todo, el Retablo Mayor, en el ábside, y el púlpito ricamente decorado. Toda la ornamentación interna de este templo es magnífica en sus detalles. Los muros laterales del presbiterio se forraron con revestimientos de madera, con dos tribunas caladas sobre medias pilastras que flanquean las puertas de salida; todo ello lleno de una gran decoración floral estilizada. Ocho capillas de planta cuadrada, abovedadas, con cúpulas rebajadas sobre pechinas y comunicadas entre sí por grandes arcos forman las dos naves laterales. Las dos últimas capillas tienen dos asombrosos cuadros: El infierno y El juicio final, realizados por el maestro Hernando de la Cruz en el año 1620. La Compañía es, sin duda, el atractivo religioso más importante del centro histórico de esta ciudad.


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Un hidalgo asesino

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orría el año de 1770 cuando llegaron esta franciscana ciudad dos hijodalgos provenientes de Castilla la Vieja. Los dos hermanos se llamaban Andrés Fernández Salvador, doctor por la Universidad de Salamanca, y su hermano Juan. Se radicaron en Quito y pronto obtuvieron, debido a su esclarecida nobleza, puestos importantes. Sobre todo el primero, gran orador y docto magistrado en leyes reales. Hacia el año 1792, don Andrés había logrado llegar al edil de Fiel Ejecutor del Cabildo, oficio que consistía en velar por el fiel cumplimiento de las leyes de la ciudad y sus cuatro leguas.


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se mismo año, un hombre llamado Gregorio Díaz había cometido un cruel asesinato en Cotocollao: “había lavado en la sangre del seductor la honra mancillada de su hermana”. La ley colonial, desde luego, era rígida: quien a hierro mata, a hierro muere. Así, debía morir en la horca a manos del verdugo. El tal Gregorio Díaz fue puesto a buen recaudo en capilla de la cárcel pública, donde se hallaba en calidad de detenido. La cárcel estaba emplazada en la calle Angosta, hoy calle Benalcázar. La función de Fiel Ejecutor requería hacer una última visita a los condenados, en la noche previa a su ejecución. Regla era, por lo demás, que se le concediese un último deseo. El 27 de octubre del dicho año, a las nueve de la noche, concurrió don Andrés Fernández a cumplir su misión desde su casa, situada en la plaza de San Francisco. Entró, pues, el Fiel Ejecutor en la mazmorra y encontró al preso en un gran suplicio. Gregorio Díaz, al verlo, se incorporó para pedir su consuelo: “¡Señor, dijo, tengo mujer e hijos, Señor! Tengo siete hijos, todos pequeñitos; van a quedar mañana sin padre que los proteja. ¡Señor! No tengo nada que dejarles. Quiero, Señor, bendecirlos antes de morir, verlos abrazados, decirles un último adiós”. Conmovido por la sinceridad del reo, don Andrés Fernández solicitó claridad en su petición. “¡Señor, dijo el preso, tened misericordia de mí! Dadme cuatro horas para ir a abrazar a mi familia, y os juro por esos siete angelitos, que mañana se quedarán sin padre, que al expirar el plazo, estaré de vuelta”. Tanta era la conmoción que había manifestado Díaz que el Fiel Ejecutor accedió sin más. Él mismo lo acompañó hasta la puerta. La honda impresión lo había cegado y no le permitía observar lo riesgoso de su acto. Pronto empezó a pensar

con mayor raciocinio, lo que lo llevó a desesperarse. Se estaba volviendo loco. Paseo largamente por la Plaza de San Francisco sin que el sueño lo turbara. Las horas pasaban y la espera se volvía un infierno. El plaza finalizaba a las dos de la mañana. Don Andrés Fernández las oyó llegar desde el campanario como dos martillazos. Y el asesino, nada. Espero con ansiedad insuperable hasta las dos y media. Y nada. “¿Sería posible?”, pensó ingenuamente. Por fin, sin ninguna esperanza, se decidió a bajar hacia la Plaza Mayor, bordeando las Casas Reales. De pronto, cuando ya se acercaba a la Real Audiencia, oyó la respiración fatigosa de un hombre que se le acercaba. El hombre tropezó con él y se derrumbó a sus pies. Se trataba del reo: “¡Perdón, Señor, sollozó, comprendo las horas terribles que ha debido pasar. Vueseñoría ha debido pensar que yo no regresaría jamás. ¡Perdóneme, Señor! La despedida ha sido muy tierna. Mis hijos me tenían abrazado. Mi mujer me aconsejaba huir. Pero aquí estoy, Señor, bendiciendo vuestra piedad.” Absorto, el Fiel Ejecutor se tranquilizó al ver al preso, al que ya creía un fugitivo. Y le dijo: “Vete, vete, no te dejes aprehender. Yo cargo con toda la responsabilidad”. Se volteó y volvió a su casa. Al día siguiente se presentó muy sereno a la Sala del Crimen de la Audiencia de Quito y se declaró culpable. Sin embargo, su capacidad oratoria pudo más que el incumplimiento de su mandato. Los Oidores no supieron qué partido tomar. Apresar a un hidalgo caballero como él no podría conducir a nada, no sería más que un escándalo. Entonces, echaron tierra sobre el asunto.


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i ya el poder de la Inquisición había puesto a temblar a la América colonial, mucho más lo hacía en manos del licenciado don Juan de Mañozca, inquisidor apostólico contra la herética pravedad y apostasía y visitador de la Real Audiencia de Quito.

Un inquisidor insoportable


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e tal empleo gozaba en el tribunal de Lima, hasta que fue enviado a Quito para investigar la conducta de los magistrados, someterlos a juicio y castigarlos según los cargos que se les imputaran. Toda la administración colonial quedaba, por voluntad del rey, a su jurisdicción. Ante él tenían que doblegar la cabeza el presidente, los ministros de la real Audiencia, los oficiales reales, los corregidores y los de sotana y cogulla. Tenía, pues, más poder que el mismo rey en Quito. ¡E hizo sentir su autoridad! Enjuició a unos, juzgó a otros y hasta abofeteó a alguno que otro fraile criollo. El licenciado don Juan de Mañozca era temible en Quito. Todos le hacían reverencia, a su pesar. El presidente estaba desterrado de Quito; el fiscal de la Audiencia, encarcelado; los oidores, dispersos; y el obispo andaba por los pueblos de Dios realizando una visita interminable para no tener que verlo. Los criollos, por su parte, no tenían voz ni voto: para el visitador los mestizos no podían tener la razón en ningún asunto. Los curas dominicos, que antes de la llegada de Mañozca estaban tranquilamente gobernados por un provincial pacífico llamado fray Sebastián Rosero, elegido por mayoría hace poco, vieron encenderse el fuego cuando Mañozca sentó al contrincante perdedor, fray Gaspar Martínez, en el provincialato. El visitador no respetó ningún fuero,

simplemente impuso su autoridad. Los frailes dominicos estaban exasperados y, ahora, divididos. Algunos disidentes huyeron del convento y los que estaban en la caldera pugnaban por la clausura. El inquisidor Mañozca, de su lado, no tuvo límites a sus excesos. Los frailes lo excomulgaron a él y a sus criados; él desterró y encarceló a los frailes. Los agustinos se metieron en la colada, a favor de los frailes dominicos y la guerra fue terrible. Ya, al fin, los frailes desesperados enviaron un documento al Real Consejo de Indias, un memorial sobre la tiranía del inquisidor Mañozca. Para su fortuna, Su Majestad mandó suspender inmediatamente la visita del santo inquisidor, para que las cosas volvieran a la normalidad. La alegría de los alborotados fue inmensa. La Cédula Real se publicó por bando y todos quedaron satisfechos. Se les ocurrió, entonces, a los frailes dominicos otorgarle una serenata de despedida al inquisidor. El hombre escuchó los roncos instrumentos que se tañían bajo su ventana. Se tocaban marchas fúnebres de las que se dan para acompañar a un muerto, pero en lugar de pedir al cielo que cerrara las puertas del infierno, los frailes pedían que se abrieran de para en par para el licenciado Mañozca. El santo inquisidor se retorcía en su lecho, como los mismo reos de la Santa Inquisición, y exclamaba: “¡Así han padecido los santos…!”


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Un Paseo por las siete cruces

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odo el mundo la llama “La calle de las siete cruces”, así ha sido por casi 200 años aunque su nombre original sea García Moreno- dice el anciano.


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l niño se detiene a admirarla; la calle y es larguísima y a través de ella se levantan grandes estructuras de piedra que delatan la presencia de capillas, iglesias y conventos. Su abuelo le contó hace mucho mucho tiempo, esta ruta era utilizada para transportar mercadería desde la quebrada de Jerusalén (hoy avenida 24 de Mayo) hasta la pendiente de San Juan. Lo que muy pocos niños (como él) saben es que antes de que los españoles aparecieran estos dos montes eran centros de adoración y observación del Dios Sol y la Diosa Luna. -Para los indígenas, estos astros representaban Cuando la iglesia católica se encontraba en el territorio, se dieron cuenta de que era un lugar sagrado- asegura el venerable hombre y continúa -Entonces, se colocaron cruces, las cuales representan la salvación y renovación. La energía de espiritualidad ha flotado desde siempre en el ambiente, el niño la siente y aprieta la mano de su abuelo. Se siente emocionado sin siquiera saber por qué. -Allí está Santa Bárbara, en donde hay un pequeño nicho, allí se encuentra una de las reliquias más bellas de la ciudad: un relieve en piedra de Santa Bárbara, que es scretamente invocada en las tempestades. Los dos caminan juntos tres cuadras más al sur, allí se localiza la Iglesia de La Concepción, fundada en 1575 como el primer monasterio de la ciudad. Este sitio era un centro de ayuda para las viudas en la época colonial. Su cruz fue desmontada durante la Revolución Liberal. -La quitaron para evitar que fuese destruida por aquellos por

los movimientos antirreligiosos- sentencia el anciano. Más allá en el cruce con la calle Eugenio Espejo, se levantan La Catedral y El Sagrario, edificados en 1562 y 1699 respectivamente. Sus muros recuerdan algunos hechos memorables, entre los que se encuentra la proclamación de la Independencia de la República, en 1809, los nombres de los fundadores de la ciudad y la declaración de Quito como Patrimonio Cultural de Humanidad, en 1978. El abuelo apunta a la catedral, allí se encuentra la única cruz que se ha mantenido como originalmente era. -Todas las demás cruces son copias de las originalesCerca de allí se aprecia La Compañía, constituida en 1613. Su cruz es la más grande y cuenta con 4,30 metros de dimensión. En aquel entonces, la orden jesuita contaba con mayor presupuesto. El abuelo y su nieto llegan al final de la ruta desde donde se pueden observar el monasterio Carmen Alto y la Capilla de San Lázaro. -Allí es donde antes vivían las personas más locas de la ciudad- sonríe el anciano –Pero no debes tener miedo, muchas veces los locos son unos verdaderos genios-. El niño observa todo el trecho que han caminado, preguntándose cuántos miles años de historia pueden caber en una sola calle. -Esta ciudad es realmente maravillosa- piensa para sus adentros y vuelve a apretar la mano de su querido abuelo.


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n Chimbacalle no era un miércoles cualquiera. El ruido de los martillos se detuvo y la gente corría al que habíase convertido en uno de los barrios insignia de la clase obrera. Allí, trabajadores, nobles e –incluso- algunos clérigos se rendían ante la fantasía del ferrocarril. Atrás habían quedado esas voces que proclamaban una rotunda oposición a su llegada y que acompañadas de sotanas negras habían dispuesto mañanas completas a la proclamación de una oposición divina de la que consideraban, una “aberración modernizadora”.

El clavo de oro en Chimbacalle


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n clavo de oro en la mano de América A l f a r o , hija del Viejo Luchador, bastó para detener el bullicio en la estación. Ese solo objeto insinuaba el fin de la obra y con ello la llegada de un nuevo país. Colocado sobre la última riel de la Estación de Chimbacalle, los presentes esperaban un solo golpe que rompa el silencio del lugar. La sombra de una “águila roja” cubría la mano que agitó el martillo sobre ese trozo de oro. Era el 17 de junio de 1908 y se sellaba la obra de infraestructura más grande del país. Ocho días después, en esa misma estación, la gente se volvería a reunir, el 25 de junio de 1908, para ver arribar el Ferrocarril desde Durán. Hoy en día, con una infraestructura restaurada, la estación de 17.856 m2 y que permaneció abandona por 27 años aún esconde ese clavo de oro. Son varios aquellos que se han aventurado en su búsqueda, motivados por la idea de que en las noches de luna llena el brillo del oro es inconfundible. Otros, sin embargo, están seguros que ese clavo descansa en la casa de alguna vecina de Chimbacalle junto a una vieja fotografía de Don Eloy Alfaro.


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L

a torre sur, levantada en 1868 es el monumento más notorio puesto que la misión geodésica francesa usó su pináculo como vértice para determinar un arco de meridiano terrestre, en otras palabras como afirma un famoso dicho “El metro tuvo su cuna en Cuenca”. Debido a esto se grabó allí la famosa inscripción: “Torre más célebre que las pirámides de Egipto” El interior es rico en arte y posee 3 capillas internas pertenecientes a la época colonial, con artesonados de madera, pinturas y retablos barrocos. La iglesia se ha establecido como un museo que guarda bienes de sumo valor artístico, como el Púlpito de madera de estilo

barroco, los retablos menores de Santa Marianita y la Virgen de los Imposibles, cuadros de las Estaciones, y la pintura más antigua de la ciudad, emplazada en una de las paredes internas. Al fondo se ubica la Sacristía, mientras que del lado de la calle Sucre, se encuentra el coro donde se halla el antiguo órgano de fuelles; una de las obras artísticas religiosas más importantes de Cuenca. La Catedral Vieja se revela como símbolo del origen del pueblo cuencano y se ha mantenido como uno de los baluartes y testigos del desarrollo de su identidad, convirtiéndose en la huella indeleble que no sólo contiene su pasado sino que

se levanta ante las generaciones futuras, como un recuerdo de sus orígenes.


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