Nudo Gordiano #4 - [Libre]

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[Libre]

8 cuentos Tema libre

2 poemas inĂŠditos p. 67

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No. 4

Enero/Febrero, 2019

NUDO GORDIANO Número 4: Libre

DIRECTORIO Consejo editorial: Adrián Alcántara Solar Eduardo López Albarrán

© Nudo Gordiano, 2019. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral.

Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca Dirección: Enrique Ocampo Osorno direccion@revistanudogordiano.com

Difusión: Erasmo W. Neumann Jefe de Diseño Editorial: Ernesto Sauce Redes Sociales: Claudia Monterrubio

Esta revista se edita desde Toluca de Lerdo, México. Contacto: contacto@revistanudogordiano.com

Todos los textos e imágenes publicadas en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores, y no necesariamente representan la postura oficial de Nudo Gordiano.


ÍNDICE

La Espada - Cuentos Carátulas y CDs, por Ximena Candia………………………… 4 De octubre hasta abril, por Pamela Trejo. …………………..9 A la hora de los milagros, por Juan Pablo Goñi Capurro……………………………………………………………..12 Shogun, por Gerardo Ugalde……………………………………23 Un seguro, por Erasmo W. Neumann…………………………30 Habitaciones de motel, por Cuasireloj Gerbos Abastos… 36 Aquae Deus, por Eric D. Haym Fielitz………………………..40 Fantasma sin límites, por Jorge Millán Nieto……………… 54

La Lanza - Poemas Aquellos recuerdos, por Yessika María Rengifo Castillo……………………………………………………………..67 El abrazo a la inocencia, por José N. Méndez……………. 69

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LA ESPADA

CUENTOS


LA ESPADA ⎪ CUENTOS

Carátulas y CDs Por: Ximena Candia

Mónica Ximena Sánchez Candia Escuer Trabajé muchos años en el servicio público hasta que pensé que era necesario hacer un cambio. Allí apareció la escritura. Ha pasado casi un año y creo que, paso a paso, he ido encontrando cierta particularidad al escribir cuentos que son, hasta el momento, mi formato preferido. Vivo cerca de la cordillera de los Andes, en las afueras de Santiago de Chile. Mis cuentos publicados están en el número 2 de Nudo Gordiano y en los n°27 y 35 de la revista argentina El Narratorio. La mayoría de mis escritos están en el blog Recurrencias. Blog Recurrencias: nopoderdecir.blogspot.com Twitter: @ximenanerd

Carátulas y CDs Por: Ximena Candia Se encontraron en una cafetería. Teresa traía los CDs de vuelta y Rodrigo no recordaba si debía devolver algo, seguro que no. A esa hora la mesa de siempre estaba disponible. Sentados uno frente al otro, desplegaron, con arte diplomático, los guiones que cada uno tenía para describir lo que pasó y lo bien que habían superado la situación. Ella propuso que no nos viéramos por un tiempo. Ambos sabíamos que era definitivo. La entendí, estaba tenso, me sentía mal. En algún momento me tenía que pasar la cuenta que ella fuera la ex esposa de mi hermano. Me la imaginaba con él y era una escena intolerable. También pensaba en mi hermano. Sufrió por ella. Es un buen tipo, no se merece esto. Ahora quedamos de vernos para terminar esto de buena manera y para que me devuelva los CDs que le llevé en un impulso. Quería que compartiésemos las mismas melodías, las mismas letras. La imaginaba escuchándolos y disfrutándolos tanto como yo.

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Cada vez lo quería más, quizás desde antes. No podía ser que algo tan fuerte apareciera de un momento a otro. Tal vez lo esperé demasiado. Me atrajo desde que era niña, antes que su hermano, pero nunca le interesé. Nos llevábamos bien. Me enamoré, o algo parecido, de su hermano. Un amor tranquilo, suave, seguro. A él pude verlo como un tipo inalcanzable que me tenía como a una amiga-casi-hermana. —Sí, claro que valoro la experiencia. Fue intensa y dulce. Por supuesto que te entiendo, tu reacción era lógica. Eres un buen tipo. Eso explica por qué me gustaste desde... eeeh, no importa desde cuándo en realidad. Dijo esas frases de corrido. No dijo que solo quería abrazarlo, que no podía dormir, que detestaba no poder escuchar sus canciones porque ahora todas se asociaban a él. Lo miraba y se veía que estaba bien, a salvo. Ella, por el contrario, trataba de equilibrarse como si hubiera sobrevivido a un tsunami. —Sí, mira, nos dejamos llevar. Fuimos humanos, “demasiado humanos”, diría el Señor Spock —ambos sonrieron—. Tal vez me confundí y exageré, te pido disculpas por eso. —No hay nada que disculpar —agregó Teresa, tomando un poco de café para poder tragarse esa parte de una vez. —Gracias por los buenos momentos. Bebió ahora, de un solo trago, todo el vaso de agua. Gracias a ti —dijo para complementar. Odiaba que le diera las gracias. ¿Acaso había sido un favor, un regalo?

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Me escribía cada cierto tiempo. No tengo claro por qué. Me leía en Facebook y me comentaba. Comenzó a insistir. Tal vez fui yo. Me dijo que no me atrevería a encontrarme con él. Cierto, no me creía capaz, pero un día dije sí, muerta de miedo. Sería algo emocionante, sin sufrimiento. Pensé en mi ex. Saqué la cuenta que más que la lealtad con él, ahora, tenía que ser leal conmigo. Por al menos una vez en la vida. Me pasa algo raro con Teresa, se adelanta a lo que voy a decir. Me adivina. No me había pasado con nadie más. Era la novia, luego la prometida, la esposa de mi hermano y ahora la ex. Me gustó un tiempo, antes que mi hermano apareciera, pero no me atreví a decírselo. Se divorciaron y seguimos en contacto, dice que me transformé en su stalker porque leo su Facebook y otras redes. Conozco las canciones que le gustan, cómo está de ánimo. Hoy, aquí, está como siempre, segura, orgullosa. —Mira, creo que nos pusimos cursis y románticos por la intensidad del momento, pero si lo pensamos en frío, como ahora, no era más que un invento fugaz. Y agregó: —¡Por favor! No te preocupes por mí. Dijo todo eso mirándolo fijo y casi sin pestañear. Lo había ensayado tanto que hasta pudo sonreír en los momentos precisos. Llegué a la cita y a las otras. No puedo explicarlo, fue como un shock. No podía creer lo que sentía. Me dijo que me quería, luego que estaba enamorado de mí. Yo estaba recién aceptando que nos atraíamos y él me aturdía con su amor, los detalles y las sorpresas. No pude evitar enamorarme. (…)

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(…)Sin ningún resguardo. Y justo cuando pensé que podíamos hacernos un espacio, sin la omnipresencia de su hermano, me doy cuenta de que no puede más, que se esfuerza, pero su lealtad con él lo traiciona conmigo. Rodrigo la miró directo a los ojos, también sonreía cuando ella decía que se había confundido por la efusividad del momento. Una sonrisa que intentaba ser socarrona y cómplice a la vez. —Sí, sé que eres una mujer razonable, te conozco hace tanto. Espero que esto no dañe el cariño. Sería una lástima, creo que podemos estar por sobre esto. No dijo que ella había sido una tormenta para él. Que no inventó nada. Se perdió por cómo se sintió. Pensó que podía controlar la situación. Se iba sintiendo más y más al borde de un precipicio. Cada vez que la veía era peor porque separarse iba a ser más difícil. No le dijo que todavía leía sus post para saber si ya lo había olvidado y no podía anticipar si ese olvido traería alivio o dolor. Teresa dijo luego que tenía muchas ideas en la cabeza y que retomaría algunos proyectos dejados de lado. Explicó en detalle las fases de la postulación a fondos de inversión social y otros aspectos que podía recitar de memoria. Se calló que lo veía por todas partes, que las calles por donde anduvieron estaban plagadas de fantasmas suyos y que no dejaba de imaginar que un día la iría a buscar, para un segundo después, darse cuenta de que era una tonta. No le dijo que le alegraba no tener que pasar por esa plazuela donde le pidió que le dijera en voz alta que lo quería. Hubiera querido decirle que fue valiente, llegó a la cita y el que se desmoronó fue él. No le diría que ella, ahora, ya no existía, era un holograma que la había suplantado en su vida diaria.

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Rodrigo opinó sobre el proyecto y los aspectos en los que debía poner especial atención: la evaluación del impacto. Ahí fallan todos. A veces me dan ganas de escribirle. Me quedo mirando la pantalla del teléfono. Me cuesta no decirle nada. Es mejor que se dé cuenta que no hay nada que decir. Ella entenderá. Me hice el torito de las pampas, la desafié. Y llegó. Con miedo, igual que yo. La última vez la abrazaba y veía a mi hermano observándonos. Casi podía escucharlo. Sentir tanta culpa me hizo caer en cuenta que no podía seguir. O la tomaba y rompía con mi familia o la dejaba ir. La dejé ir. Teresa agradeció sus consejos técnicos y dijo que lo llamaría si lo necesitaba. —Jamás, jamás —pensaba para sus adentros. —Por supuesto, cuenta conmigo para lo que necesites. El encuentro fue exitoso, breve, civilizado, racional, adulto, aséptico, inocuo y tan falso como ambos lo planificaron. Se despidieron con un glacial y rápido beso en la mejilla. Teresa se puso los audífonos y luego no lo soportó. Sintió en cada respiración la comprobación de todas sus hipótesis. Solo ella se había enamorado. Rodrigo caminó rápido hacia el metro. Al menos había recuperado sus CDs y la vida seguiría su curso sin más tropiezos. No vería de nuevo a Teresa. El tiempo hará su trabajo. Por lo visto, para ella, él había sido un desafío personal

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De octubre hasta abril Por: Pamela Trejo

Pamela Trejo

Escritora.

De octubre hasta abril Por: Pamela Trejo Era el año de 1994 y Alberto Santa Clara se levantó de la cama con la extraña sensación de que debía salir a buscar a alguien. A veces le ocurría, estaba sentado mirando la televisión y sentía el deseo incontrolable de buscar algo, no se sabe si se le perdió algo hace mucho tiempo o, en realidad, era algo que deseaba tener y que hasta ahora no había obtenido. Desempleado desde hace seis meses, Alberto se despertaba con los ruidos del tránsito de la calle Pino, alrededor del mediodía y con una sed incontrolable que lo llevaba hasta la cocina en busca de agua, quizá sería por la resaca constante o por el desgaste del tiempo sobre su cuerpo que parecía haber durado siglos. Se detenía a mirar por la ventana como si no supiera que iba a ver lo mismo de todos los días: transeúntes empleados agotados de la oficina, estudiantes de medicina agotados de la escuela, amas de casa agotadas de las labores del hogar, y así es como se imaginaba a sí mismo mirándose por la ventana desde su tercer piso, agotado de tanto observarse durante cada día de los últimos meses exactamente a la misma hora. Finalmente después de tanto pensar salió a la calle como todos los jueves; sin desayunar y con el ánimo indiferente se puso la chamarra gris que estaba en el perchero a lado de la puerta y encendió un cigarro. (…)

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(…)Tenía mucho tiempo que no se sentía mareado al sentir el viento helado que octubre traía consigo, desde el día en que su madre llegó a la casa con la piel pálida y apenas una lágrima que recién resbalaba en su cara, con la voz tan fuerte como siempre, pero que parecía ser ahogada por los suspiros: -Está muerto mi niño. Eran las 6:00 de la mañana. Apenas habían pasado seis meses desde que Ismael se había ido y Alberto ya se sentía tan solo como ese primer día en el que recordó las palabras de su hermano recién enterrado: “no la dejes sola”. «Ismael, te fuiste en días tan felices que todavía imagino que al estar de regreso te voy a encontrar en el mismo lugar de siempre, y no me sorprendería cruzar las palabras contigo otra vez, aunque sin sonreír, y en ese momento te daría la mano…» Muy poco tiempo había vivido junto a su madre, él y ella solos sin saber cómo comportarse o qué decirse uno al otro, las palabras eran inútiles en medio de la nostalgia que les traía el acontecimiento. Para Alberto Santa Clara las palabras siempre habían sido inútiles, nunca había conseguido decir lo correcto o encontrar el momento adecuado para decirlo, es por eso que ese día sentía poder hablar con su hermano porque tenía seis meses sin verlo y una vida sin decirle nada. «Ismael, te fuiste en días tan felices que aun siendo octubre siento que va a salir el sol cuando regreses, como cuando te fuiste…» Alberto Santa Clara tenía una profesión y una vida tan normal que al verlo por primera vez, nadie pensaría que una persona como él podría llegar a tener sentimientos que hablaran de la poca fortaleza que un hombre podría demostrar en esa época. Aquél ciudadano capitalino demostraba completa indiferencia hacia las circunstancias en general, su aura solo demostraba la infinita distancia en que se encontraba su mente con respecto a su presencia en cualquier lugar. (…)

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(…)El hombre salió de su casa con la ingenua expectativa de encontrarse con un fantasma que llevaba a lado desde hace poco menos de veinticuatro semanas. «Ismael, te fuiste en días tan felices que los perros están alegres porque no saben que no estás, y el otoño no ha secado el verde de tus ojos en nuestro retrato…» El muchacho Santa Clara caminó rápido como todos los días y se encontró en la memoria con todas las veces que había pensando en lo mismo, la estancia permanente de una máquina del tiempo que siempre lo enviaba hacia los mismos lugares; en el mejor de los casos eran escenas triviales e insignificantes de acciones y personas que seguían siendo parte activa de su cotidianidad, en el peor, eran los sueños prolongados hasta el medio día en el que se hallaba otra vez como en los días felices, sin saberse dichoso pero con un futuro que enfrentar, algo de lo que hoy hubiera querido tener, por lo menos un poco de lo segundo. A propósito de los sueños, Alberto Santa Clara sabía bien que soñar con muertos no atraía buen augurio, el día en que se levantó pensando en su padre era porque lo había soñado, traía en su sueño una camisa de vaquero como cuando era joven y sus botas color café que tenía puestas el día que lo mataron. Después entró su madre con la noticia. Ese día la casa había amanecido sin que Ismael llegara, la madre de ambos decidió levantarse a buscarlo y Alberto se quedó escuchando el radio. «Ismael, te fuiste en días tan felicites que aún escucho en todas partes la canción de Aerosmith que sonaba en el radio ese día, aunque ya casi no es 1994…» Alberto Santa Clara había caminado por la calle Pino, casi por la orilla del parque con la esperanza de encontrar algo que no halló y no hallaría nunca y que perdió hace tiempo, al mismo tiempo y de la misma manera que todos los que caminamos a diario llevando a lado una ausencia, un recuerdo y una palabra que no se puede olvidar

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A la hora de los milagros Por: Juan Pablo Goñi Capurro

Juan Pablo Goñi Capurro Escritor, autor y dramaturgo argentino nacido en 1966. Publicó: “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2015, y ganador de varios concursos internacionales de cuentos y de microrrelatos. Colaborador en Solo novela negra (relatos), Desafíos Literarios (sección erótica).Participó de antologías de género policial, terror y erótico, como Vicio, Historias Pulp, Ávila me Mata, Fantasmas, Cuentos Pecaminosos. https://www.facebook.com/ juanpablo.gonicapurro

A la hora de los milagros Por: Juan Pablo Goñi Capurro Era uno de esos pueblos que te hacen creer en la existencia de las máquinas del tiempo y te llevan a preguntarte si no has sacado pasaje en una de ellas. Una esquina sin ochava sostenía la marquesina auspiciada por una bebida muerta cuarenta años antes de mi nacimiento; debajo, la puerta cerrada con cadena y candado ratificaba que estábamos dentro del sagrado horario de la siesta. Cuando giramos, esperé toparme con sulkys y carretas, quizá con una partida extraviada de los Colorados del Monte, la sangrienta guardia de Juan Manuel de Rosas allá por el siglo XIX. Mi mujer dormía a pesar de los corcoveos a que me obligaban las desparejas calles de tierra. De haber estado despierta, sus quejas hubieran abortado mi fantasía. Por cierto, junto a la plaza no había guerreros a caballo ni carros atados a los palenques. El verdor irrumpió como un bálsamo para mis ojos, hastiados del asfalto rutero y el polvo de las pocas cuadras transitadas por la villa. La plaza cubría dos manzanas, los macizos florales se destacaban en las esquinas y una glorieta muy grande copaba el centro. Árboles sobre las veredas y árboles escoltando los senderos internos; árboles de copas generosas y sombras abundantes. Aproveché y estacioné bajo un eucalipto.

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Debía despertar a mi mujer, donde apagara el aire acondicionado el habitáculo se convertiría en un horno. Según el GPS estábamos en la localidad donde vivía su querida amiga Juana; la dirección completa era inhallable por esa vía, nadie se había ocupado de cargar el plano del pueblo en la base. Viendo lo que ofrecía Villa San Martín en materia de decoración, con suerte encontraríamos un teléfono de baquelita como última incorporación tecnológica. Con cierto temor sacudí con ligereza su hombro; las primeras reacciones de Adriana al despertar podían resultar temibles. —¿Qué es esto? —Villa San Martín, el pueblo de tu amiga. Se tomó unos segundos para contemplar el anacrónico panorama; en la puerta de la iglesia era ostensible un farol, de los que cargaban aceite o kerosene. Más acá, un local con descascaradas cortinas de hierro cerradas hasta el piso, sostenía que «Bazoka» era «el más hinchable» mientras el niño y la niña del cartel se desvanecían en el olvido, como los chicles. Supongo que hasta allí llegó su curiosidad, o que había tenido suficiente muestra con eso. —Villa Martín, Juan Pablo, Villa Martín. ¿Villa Martín? Adriana pasó las manos por sus sienes y continuó hasta izar el cabello desde sus laterales; eran las maniobras previas de un artillero a cargo de un cañón antitanques. Me apresuré a colocar Villa Martín en el GPS, intentando el fallido gesto de contraer las orejas. —Salgamos de esta... ¿vive gente en este lugar? —Es la hora de la siesta, Adri, en estos pueblos se las respeta.

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El GPS no encontraba Villa Martín. Aparecieron más de veinte localidades que incluían San Martín, desde Tierra del Fuego hasta Jujuy, pero ninguna Villa Martín. Le di un golpe al aparato, Adriana lo notó y apartó mi mando. —Dejame, inútil. Había demorado pero llegó el corolario de cada una de nuestras discusiones, una nueva certificación de mi inutilidad. La dejé que buscara, el auto en ralentí; especulé con los kilómetros y la nafta, no había visto gasolineras pero habría alguna de seguro, quizá con surtidores a manivela. Lástima, me había comenzado a gusta la idea de pasar un par de días en la antigüedad, hasta había escogido el banco en el cual me sentaría a leer el diario por la mañana, después de un café con auténtica leche de vaca, libre de químicos y de procesos dudosos. —Este GPS está desactualizado, te dije que no compraras el chino, pero nunca me oís, Juan Pablo. ¿Dónde pusiste el mapa? ¿Mapa? El puñetazo sobre la guantera me evitó una respuesta. —Lo sabía, no trajiste el mapa. —Tranquila, Adri, aprovechemos para estirar las piernas, caminando por la sombrita. En rato abrirán los negocios y conseguimos el mapa. —¡En este pueblo te venden mapas con la tierra cuadrada! Mi amiga Juana nos está esperando, debe estar preocupada… Dejó la frase y se estiró por la cartera. Sacó el celular. Me dediqué a observar el arreglo floral más cercano; rosas, en cantidad. —¡La puta que lo parió! ¿Dónde te metiste, pelotudo? Ni señal hay en este pueblucho.

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Ella me amaba, sólo que su forma de expresarlo no era comprendida por los extraños. Sonó a que me estaba retando pero en realidad estaba solicitando mi ayuda. Por pensar esas excusas, una manera de no mandarla a la mierda yo también, no reaccioné a tiempo para evitar un nuevo brote de pasión. —¿Qué estás esperando? Volvé a la ruta, idiota. Puse primera y avancé hasta el final de la plaza. Girando a la derecha regresaría y, en la última callejuela volvería a voltear para dar con el camino de entrada. Infalible. Adriana se puso de costado con la vista hacia afuera, la mano me cubrió su perfil. Mascullaba. Me tentó sintonizar la radio pero temí que la molestara. Llegué hasta la heladería del pueblo, «Helados Laponia» por supuesto; no se habían molestado en entrar las mesas y las sillas de la vereda, ¿quién se llevaría esos mamotretos con patas de hierro? Giré como había planeado. A las cuatro cuadras una alambrada y una arboleda nutrida certificaron que el pueblo había terminado; volví a girar a la derecha. A quinientos metros vi otra masa de árboles cerrando la calle, allí encontraría, a la izquierda, la salida. Adriana bufaba. Me hubiera gustado contemplar las casas pero estaban de su lado; un vistazo conllevaba el riesgo de toparme con una mirada asesina. Seguí por la polvorienta calleja, libre de vehículos. Me pregunté si el asunto de la siesta no sería más serio, solo faltaba que apareciera un policía a multarme por circular en horario prohibido para completar la furia de mi amada cónyuge. A los cinco segundos cambié de idea, hubiera pagado para que apareciera ese uniformado. Frené, desconcertado; el bosque no se interrumpía, a mi izquierda no se encontraba la salida, la calle por la que había entrado a Villa San Martín. —Juan Pablo, ¿de verdad te perdiste en este pueblo de cuatro casas?

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Intenté explicarle que no, que el cálculo era perfecto, el trazado de las calles era cuadricular, no existía la posibilidad de error. Miré a la derecha; a cien metros, el letrero de «Bidú Cola» visto al llegar. Se lo señalé. —Entramos por esta calle, te lo juro, pasé por esa esquina. No estaba el monte. De una mirada como la que me lanzó, no se volvía. O me internaba por loco o se divorciaba. Me hizo una señal inequívoca; intenté protestar pero decidí que era mejor dejarla manejar y que ella misma se convenciera. Apenas bajé, el calor me atacó con saña; pasar por delante del capó para instalarme en el asiento del acompañante me dejó empapado. Adriana aceleró antes que me sentara, tomó la curva en plena aceleración y no volcamos porque no había bordillo; logró girar a treinta centímetros de la pared de ladrillo viejo, perteneciente a una casa de persianas cerradas. Pisó a fondo, levantamos a cien kilómetros por hora, en nada se nos acabó el pueblo; clavó los frenos, el auto derrapó y el polvo vistió el aire de marrón. Aproveché para ajustarme el cinturón de seguridad y liberar la tensión de los brazos con que me había aferrado a la portezuela, primero, y a la guantera en el momento de la frenada. Por supuesto, delante nuestro había una alambrada y, un metro más allá, el mismo monte que rodeaba la Villa San Martín. —Vimos tres opciones, tiene que ser para allá —dijo sin tanta firmeza, señalando la última dirección sin recorrer. Aguardó que se asentara el polvo levantado. Apareció, al final de la calle, el consabido monte. Miré por el lateral y no vi hueco alguno que permitiera el paso de una calle. Mi esposa tragó con dificultad antes de poner primera. Quinientos metros para encontrar una respuesta lógica a ese delirio de siesta; ni rabia ni insultos, la perspectiva de no tener salida nos puso sombríos. Adriana partió calma, como si estuviera dando tiempo a algún demiurgo para que volviera las cosas a su lugar, apartara los árboles y dispusiera una vía por la cual pudiéramos dejar ese pueblo.

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Cuando detuvo el coche ante la última encrucijada, mi mujer había perdido todo ánimo de confrontar; me asusté, jamás había visto una expresión así en su rostro. Los ojos perdidos, la mano descansando sobre la palanca de cambios. No me atreví a repetir mi sugerencia de esperar en la plaza; aunque había comprobado que no existía una salida, yo seguía siendo el culpable de habernos metido en ese poblado. Aproveché esos segundos de quietud para observar el marcador de temperatura; informaba que en el exterior hacía veinte grados. El medidor estaba loco, superaba con holgura los treinta grados centígrados, lo había comprobado en cinco segundos de exposición. Adriana volvió a poner primera y giró a la derecha. Repitió la maniobra para dejarnos en la plaza; no iba tan distraída cuando realicé mi primer intento de encontrar la ruta, había contado las cuadras. No era tan difícil, pero lo había hecho. Estacionamos del otro lado, frente a una agencia con vidrio esmerilado; leí, tallado en el vidrio, que se trataba de una consignataria de hacienda, a la vez que estafeta postal y escritorio. Más allá, una raída bandera argentina sobre una edificación de paredes pintadas a la cal revelaba una repartición oficial. Era necesario bajar y sentarnos a la sombra; la vuelta sirvió para constatar que no tendríamos donde cargar nafta de agotarse el tanque. Adriana quitó el contacto; aguardé con el cinturón puesto, decidido a dejarle la iniciativa. Tomó su cartera, desprendió su cinturón y abrió la portezuela. El calor invadió el recinto y me apresuré en imitarla. Para cuando nos sentamos bajo un sauce llorón, los dos teníamos las ropas pegadas al cuerpo. Ella gozaba la ventaja de usar falda, pudo descubrir casi la totalidad de sus muslos. Sentí la necesidad de decir algo pero temí pecar de optimismo. A la sombra se podía respirar mejor; Adriana alzó la muñeca con su reloj, las tres de la tarde. Una hora, hora y media, dos horas nos aguardaban, si es que abrían los comercios. Como era esperable, me había quedado sin certezas.

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—La heladería. La heladería, sí, cien metros a nuestras espaldas; me pregunté que había querido decir con ello. Ocho años de matrimonio nos permitían escuchar las preguntas no pronunciadas. —Supongo que la heladería será la primera en abrir, digo, el calor alienta la venta de helados. —Puedo ir a ver si hay un letrero con los horarios. Dijo entones lo que no hubiera esperado oír de ella en cinco vidas consecutivas. —Ni loca me quedo sola, vamos juntos. Para nuestra fortuna, había sombra en todo el trayecto hasta la esquina. Adriana me tomó del brazo, percibí la rigidez de sus músculos. Íbamos más lento que en el recorrido por el pasillo central de la iglesia el día de nuestra boda. La diferencia era el entorno, aquí nos rodeaban bajas casas cerradas, persianas descoloridas, un cerco de ligustro sobre el que asomaba un tejado y una curiosa edificación apenas más alta, con una puerta minúscula en la pared rosada. Cruzamos la calle y sentí que el cuerpo de mi esposa hacía retranca, casi que la empujé para llegar a la vereda. En las mesas no había polvo, tampoco sobre las sillas. La heladería tenía dos ventanales grandes, con cortinas bajas; la puerta vidriada carecía de protección. No vi candado ni cadena. Adriana buscó un cartel indicando los horarios; no lo halló. Al sol, el calor reactivó nuestras glándulas sudoríparas. La situación me superó, el rostro demudado de mi mujer se tornó insoportable, necesitaba quitar esa expresión de abatimiento total pero no se me ocurrió una idea. Empujé la puerta por hacer algo. La puerta cedió. Sus ojos me respondieron que sí al consultarla. Me adelanté, abrí por completo. Ingresé, dejé que pasaran unos segundos para que mis pupilas se adaptaran a la penumbra. (…)

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Identifiqué con facilidad la heladera larga enchapada en blanco, con las tapas correspondientes a cada gusto. A un costado, una caja alta, dorada. Más sillas contra las paredes, un cesto. En la pared un tablero con los sabores de los helados. Vi cucuruchos y potes blancos. En uno de ellos, cucharitas plásticas de colores. Servilleteros de chapa, como en las pizzerías clásicas. —Hace calor. Adriana tenía razón, un local como ese debería estar un poco más fresco. Fue ella quien dio la vuelta y empujó una pequeña puerta batiente. Levantó una tapa, el letrero decía sambayón y me ofreció una nueva expresión de desconsuelo. No había helados. Se sentó detrás de la caja, me quedó su rostro oculto. Vivíamos una situación imposible y lo sabíamos. En la pared, a continuación del letrero, divisé unas cortinas de colores. Fui hacia allí, al correrlas descubrí una puerta de madera. Abrí y me introduje en una oscura habitación. El celular no tenía señal pero bastó para iluminar el pequeño recinto. —Hay un teléfono, Adriana. Me respondió una risa histérica. —Llamá, pelotudo, capaz que te atiende Matusalén. El insulto lejos de ofenderme me calmó un poco, la risa me había hecho temer un brote de locura en la mujer amada. Me sentí ridículo alzando el tubo de baquelita, ¿acaso no había ironizado al respecto apenas llegamos? Me volví, mi mujer no se había acercado; mejor, menos presión. Temía llevarlo a mi oreja, como si hubiera un monstruo oculto en el cable negro que lo conectaba a la base. En la habitación no había más que una mesa, grandes libros de contabilidad y papeles; un miedo irrazonable evitó que dirigiera la luz hacia ellos y averiguara las fechas de las anotaciones. Reuní coraje y llevé el auricular a mi oído izquierdo.

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Coloqué un dedo en el disco con los números. Esperé, no había tono. Sonreí, a pesar de la amargura. Los dedos de mi derecha jugaron con la horquilla. De golpe, oí un pitido. —¡Tiene tono, Adriana!, ¿a quién llamo? —¡A Mulder, infeliz! Esta vez el sentido del humor de mi esposa, ese que afloraba incluso en sus ataques de furia, no me resultó un rasgo atractivo. Quizá fuera nuestra última chance de conectar con el mundo; ojalá hubiera existido la posibilidad de comunicarme con un agente tipo Mulder y sus socios de Expedientes X, pero la realidad no funcionaba como las series de televisión. Era injusto que Adriana no aportara su propuesta, luego la culpa sería toda mía. —¿Se va a decidir o cuelgo para darle la chance de comunicar a otra persona? —¿Operadora? —No, caperucita roja. La voz de la mujer era agudísima, y su carácter tan simpático como el de la otra mujer que me aguardaba en el local. —Quisiera comunicarme con la policía, estamos atrapados en Villa San Martín y no podemos salir. —¿En Villa San Martín dijo? ja, ja, ja, ja… La estridente risa de la mujer recorrió como un repeluzno mi columna vertebral. Intenté hablar pero no cesaban las carcajadas, excepto para algún «hip». Giré y tuve otro sobresalto; Adriana estaba junto a la puerta, observándome. Intenté pasarle el tubo pero negó con sus manos; no existía un rasgo de enojo o de burla en las líneas caídas de su cara. Hubiera estrellado el aparato contra la pared pero no me atreví a perder nuestro único contacto.

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—Ah, en Villa San Martín, otro. Usted no necesita la policía, usted necesita un milagro, para milagros… Una estática interfirió, luego me aturdió un pitido más agudo aún que la voz de la operadora. Fantaseé que la chillona señorita continuaba diciendo «para milagros diurnos, marque uno, para milagros nocturnos, marque dos, para...». La voz de Adriana me sacó de esa lucubración que rondaba peligrosamente el delirio. —¿Me vas a decir qué te dijo? —Que precisamos un milagro. Aguardé agachando los hombros su andanada de improperios; silencio. Al volverme, había desaparecido. Oí sus pasos en el salón y corrí tras ella. La encontré en la vereda, dirigiéndose con resolución hacia la iglesia, a mitad de cuadra. Me atraganté y perdí unas lágrimas, creí que Adriana desvariaba; ¿iba a rezar por un milagro? La gruesa puerta rechinó, Adriana se introdujo en la oscuridad del templo. Empujé un poco más para hacerme espacio, soy bastante más gordo que ella. Aunque los tacos de sus sandalias eran bajos, resonaron con claridad sobre el piso duro. Una solitaria vela, envuelta en un vaso rojo, estaba encendida delante de una puertecilla dorada, detrás del altar. Tanteando los bancos, caminé por el pasillo del centro, guiado por los pasos de Adriana. Tropecé con sus talones y caí sobre ella, yendo ambos de bruces contra el altar; por centímetros nuestras cabezas no impactaron en la piedra. —¿Esas es tu idea de pedir un milagro, violar a tu mujer en medio de la iglesia? Conseguí ponerme de pie y retrocedí, Adriana había vuelto, mi esposa era otra vez la mujer que conocía. Podía dejarla a solas en ese templo oscuro, ella resolvería la situación. Me disponía a hacerlo, cuando sentí su mano aferrando mi pantorrilla. Me quedé, entonces. (…)

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(…)La mano continuó apretándome; dolía, pero acepté que me necesitaba allí. La luz roja no alumbraba otra cosa que la puertecilla dorada; tenía una función en la liturgia pero no pude recordarla. Me dio culpa, mi mujer orando y yo pensando idioteces; dejé de esforzarme e intenté algo parecido a una plegaria. Dije amén, la vela se apagó y la mano de Adriana me liberó. —Vamos. Giré, siguiéndola; la puerta entornada nos permitió salir sin dificultades. Anduvimos hasta el coche, Adriana volvió a instalarse al volante. Salió hacia la misma cuadra que transitamos, regresó por delante de la iglesia y giró en la esquina siguiente. Fui a decirle que era contramano pero me sentí un imbécil por sólo pensarlo. Pasamos frente al cartel de «Bidú Cola» y a los doscientos metros apareció el camino. Dos mil metros más adelante dimos con la ruta. Adriana redujo la velocidad y detuvo el coche en la banquina. Soltó el volante y lloró. Decidí que sería bueno devolver el gesto recibido en la iglesia y le apreté la pantorrilla. Se volvió; esta vez fue su pregunta la que no precisó enunciarse. —Te devuelvo el apretón que me diste en la iglesia, a mí me ayudó mucho. —Juan Pablo, ¿enloqueciste? Nunca te toqué en la iglesia, como para apretones estaba. Villa Martín apareció en el GPS sin que nos extrañara. Adriana condujo siguiendo las indicaciones. Dejé que eligiera la música y me mantuve en silencio. Esperé una hora hasta que llegamos a la siguiente estación de servicio, acallando ideas extrañas. Fui al baño y me bajé los pantalones; en el gemelo estaba la marca de cuatro dedos delgados, el pulgar se distinguía apenas, parte sobre la tibia. Me pasé el resto del viaje preguntándome cuál de los dos estaba loco; no me angustió tanto como lo hubiera hecho en otra situación, la locura era la más tranquilizadora de las explicaciones

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Shogun Por: Gerardo Ugalde

Gerardo Ugalde

Shogun Por: Gerardo Ugalde Le decían todos el Samurái, para mí solo era un cabrón con un machete.

Gerardo Ugalde. 1989. Zapopan, Jalisco. Su ficha de Wikipedia no arroja más datos.

Nos reuníamos alrededor de un bote de basura con leña ardiente esperando que el invierno terminara. Las edades de los que por ahí rondaban oscilaban entre los quince hasta los treinta y cinco. Éramos pobres. En su totalidad era este un barrio marginal. De los olvidados del novedoso Nuevo Orden Mundial, comandado por el Emperador del Japón; provincia Méjico. Las guerras feudales nos acosaban sin cesar. Cada camino, cada vía aérea o marítima estaba bloqueada por nuestro enemigos, algunos pocos recursos nos llegaban o eran intercambiados por los que a ellos les faltaban. La carencia de millones de personas era un pacto para alcanzar la paz. Poco a poco la población disminuiría hasta que se lograra un equilibrio de ecosistema. Al menos eso es lo que nos decían los del centro de reeducación. De camino a mi casa siempre me perdía entre las calles de la colonia, ya fuera para ir al Arcade o para evitar llegar temprano con mis frustradas hermanas.

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A los meses de hacer mi paseo fui conociendo cada rincón de concreto; estaba desde el tacaño tendero, el desconfiado frutero y el ama de casa triste, como decía Rockdrigo y es triste porque para decir ama de casa hay que usar el y no la. Sin embargo esto quiere decir que es una paradoja gramatical: //error//Alg; 4.5.+}{%&%&%}[125025-001]….ajustando el error: ¡Mierda! Es necesario que le recuerde a mi mamá que debe formatear mi memoria personal. O comprarme una extensión. La primera vez que vi al Samurái no llamó mi atención. Vendía elotes cocidos en su triciclo. Era joven, moreno, media casi 1.80 y era delgado. En su cara un débil bigote apenas ganaba la lucha de crecer. Pasaron más meses en lo que conseguía dinero para comprarle quelites. Cuando lo vi usar el cuchillo supe que era alguien excepcional, cuando vi sus ojos, tan calmos, con una retina blanca como una sábana nueva y esas pupilas negras igual a gotas de petróleo, que miraban el elote mientras su consciencia percibía todo el exterior, con eso supe de que lo seguiría viendo toda mi vida, en cada esquina, en cada parpadeo mientras caminara en este barrio condenado. Una tarde lo vi trabajando por primera vez, lo de los elotes era una simple fachada. El que fuera un asesino no era tan impresionante, en estos tiempos en que la vida no vale, hasta la muerte tiene precio, como dice el maestro Leone al final de cada sesión. El Samurái vendía tamales a una viejecita (más tarde me enteraría que ella le pasaba el trabajo), después montó en su triciclo, antes de llegar a la esquina estaba el camello del barrio: un imbécil sin futuro, condenado a vender sintéticos. El camello lo detuvo, imponiéndose en su trayecto. El Samurái bajó de la bicicleta simulando ser una garza delicada que vuela en el horizonte.

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Extrajo a una velocidad casi imperceptible su machete y le cortó la cabeza al camello, cuyo nombre era el Richie. El cuerpo del decapitado continuó caminando por seis metros. Luego cayó ocasionando un ruido ensordecedor, no producto de la caída, sino del concierto de aullidos por parte de las señoras que barrían la calle. Impactado por lo que acababa de observar no me percaté que el asesino ya había desaparecido. Un relámpago feroz. Que vende quelites. Pasaron meses hasta que apareció. Yo no había comentado nada de lo visto, igual mi historia no sería creída por nadie. Entonces guardé silencio al respecto, pero después de unos días, cuando a su regreso éste produjo murmuraciones considerables; yo lo platiqué en la comida. Mi madre se levantó de la mesa y me abofeteo: —De eso no se habla, pendejo, ¿quieres que nos maten? —Me quitó el plato de la mesa—. Los pendejos no comen, ándale a su puto cuarto por favor. En mi habitación me distraje con una de las fichas porno de mi hermano. Era albañil, pero técnico electrónico. Le iba mejor que a los otros. Era el objeto que más presumía mi mamá. Lástima que no lo conociera como yo: es una bola de estiércol, siempre fresca, calientita. Detrás de la oreja derecha me habían hecho la ranura. Últimamente escucho un pitido, espero que sea sólo la memoria y no un aneurisma digital. El Samurái caminaba afuera de mi casa. Lleva su humeante triciclo de quelites. Hoy vende tamales también. Baja del asiento y empuja unos cuantos metros su carga. Se detiene, llama a alguien, no alcanzo a ver quién es. Sirve en una bolsa unos tamales. Dos niños se acercan. Toman la bolsa y se van. Vuelve a montar su unidad, pedalea con su gracia divina, terminando el día. Al final de esa noche pienso en lo que hará, cómo será su casa, si tiene familia.

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¿Qué sentirá cuando mata? ¿Le dará miedo acaso? Entre tanta oscuridad quedo inconsciente. Algún algoritmo indica que la hora exacta fue a las 23:57. Caminando sin rumbo alguno me encuentro con un pepenador que empuja su carretón. Me acercó a él, salvando la distancia para no intercambiar la palabra. Su cargamento debe estar pesado. A pesar de no hacer un calor infernal, el pobre despojo humano suda copiosamente. Un pequeño bache desestabiliza el vehículo. De entre la basura un brazo sobresale. Tanto muertos, que ya hasta dan dinero por llevarlos al crematorio, según don Chuy, quien atiende un abarrote, utilizan a los muertos para mantener vivas las llamas de los hornos termoeléctricos. El cuerpo humano puede llegar a soportar temperaturas mayores a los doscientos grados, antes de hacerse cenizas. Según los cálculos de don Chuy si se juntaban tonelada y media de cadáveres podía generarse la suficiente electricidad para seiscientas horas. Es por eso que el gobierno nada más nos permite usar la energía por las noches, antes del toque de queda. Con las guerras en las selvas y en el desierto del Norte la violencia por carestía era pan de cada día. En el barrio y en sus alrededores los ajustes de cuentas se volvió cosa común igual que ver cadáveres. En un principio creía que la violencia era algo normal, que debía suceder como ir a trabajar, el amanecer o las mujeres embarazadas; sin embargo mi contacto con la lógica de cada muerte vino con el Samurái, con aquel terrible hombre que caminaba como si de un fantasma se tratara. Empujando su carrito de humeantes quelites, su afilado machete oxidado y esa cara de saber que todos los días uno está condenado a lo mismo. Entonces llegó el Soldado, un cholo rapado, tatuado en casi todo el cuerpo, malo muy malo. Mató primero al Joselo, un taxista que en las noches tenía un carro de hot-dogs. Supongo que por las noches vendía droga o simplemente estaba en la esquina equivocada.

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Le clavó su propio cuchillo cebollero, luego le metió varias salchichas en el pantalón o al menos, eso fue lo que leí en el Nota Roja. Su siguiente asesinato fue más espectacular, arrojó desde una azotea a unos de sus compinches, al parecer éste le había robado dinero. El tercero aunque se comentó en las calles solo fueron unos balazos contra una prostituta, mi hermano me dijo que era hombre no vieja, de ahí que el Soldado la matara. La razón de su apodo rondaba entre que era un verdadero ex-militar o porque siempre se cortaba el pelo de la misma manera. Sin embargo la fama de aquel animal infernal le concedió un respeto aterrador ante todos nosotros. Era imposible pensar que alguien pudiera verlo a los ojos. Como si estuvieras ante la misma muerte. Su risa era un aullido de coyote. Siempre fumando, oculto en las sombras, bebiendo cerveza. Junto a dos o tres tipos no tan horribles. No como él. El barrio se había vuelto más silencioso, sobre todo durante las noches; antes uno escuchaba los gritos, la música, las peleas, todo era normal. Unos cuantos balazos eran cosa común. Pero ahora hasta se extrañaban. Por las noches, cuando me conectó al tomacorriente para renovar mi RAM creo poder oír el viento. Es como un lamento, o al menos he escuchado personas llorar de tal manera. Un presentimiento, algún bug persistente, me dibujaba en la mente la posibilidad de que el Samurái y el Soldado se enfrentarían ¿Cuándo? Imposible saberlo, de lo único que estaría era que sería espectacular. En la escuela y en las charlas del corro en el estanquillo se apostaba por quien daría el primer paso y quien sería el vencedor. Salí de la secundaria temprano hoy, viernes, con algunas fichas en los bolsillos para ir a la miscelánea a jugar un rato en las maquinitas. Tenían una antigüedad con el legendario Snow Bros. (…)

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Todos los rapaces estábamos entusiasmados con aquellos monitos de nieve que escupían energía, saltaban torpemente, convertían a sus enemigos en bolas de nieve, batallando contra demonios, sapos, calabazas fantasmales. Toda una odisea electrónica de la era nostálgica. Ninguno de los ahí presentes presenció la caminata del Soldado, se rumoraba que estaba muerto, pero no era claro que muriera por la policía; ellos nunca matarían a alguien, no, claro que no. Mucho menos a un delincuente como él, que trabaja para el mejor postor. Estaba pedo, bastante perdido, si acaso no caía de repente, era porque un poder sobrenatural lo poseía. Fue ahí entonces, en esa visión que vi que era un fantasma; sentí lo mismo cuando observé al Samurái en el otro lado de la acera. Todo mi campo de visión era ahora en widescreen y la percepción corneal se agudizó hacia el costado, tiñéndose además de grises intensos los colores de la imagen. Atrás distintos murmullos alcanzaba a escucharse: —El Soldado retó al Samurái a un duelo a muerte. —Que al Samurái lo contrataron los mismos sicarios que contrataron al Soldado para que entre los dos se mataran. —Se disputan la plaza. —Que el Soldado mató a la viejecita que le daba trabajo al Samurái. —¡Miren, la trae en su carrito de quelites! La anciana era un pequeño bulto, su rostro estaba bañado de sangre, la cobija que la resguardaba también. Dio unos pasos firmes, no muy rápidos, pero tampoco lentos, seguros hacia el Soldado; éste temblaba como un coyote, sacó de su pantalón un revolver y le descerrajó tres tiros. El otro los recibió de pleno, continuó hacia el Soldado y lo decapitó con un fino tajo de su machete.

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Del torso el cómico chorro de sangre salió disparado hacia el aire. El cuerpo cayó al suelo. Con los tobillos el Samurái giró hacia nosotros, su respiración era agitada, su frente estaba empapada de sudor, igual que su pelo. Levantó el machete en noventa grados y con un grito se encajó el oxidado fierro en la boca del estómago. Como si no fuera suficiente, de su cadera una pequeña cantimplora colgaba, la tomó con suficiente fuerza, la destapó y se mojó; sacó un encendedor y un fuego naranja, de negro humo, lo envolvió. Pasaron los días y las cosas cayeron bajo su propio peso, todo siguió igual, lo que había pasado era ya anécdota para otras generaciones. A nosotros todavía nos quedaban más noches bajo las estrellas, rodeando el tambo de basura, calentándonos los huesos. (?¡% + *}{*) Error de discontinuidad, revisar las aplicaciones pendientes

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Un seguro Erasmo W. Neumann

Erasmo W. Neumann Autor de narrativa, articulista, productor y locutor de radio. Twitter: @vonrotterdam

Un seguro Por: Erasmo W. Neumann Era una noche oscura y tormentosa. Me encontraba en un bar de Avenida Juárez y las cavilaciones vertidas en un primer trago dieron pie a un segundo, un tercero y sabrán los dioses que rigen la medianoche a cuántos más. Lo cierto es que, cuando el cantinero se negó a rellenar mi vaso, el dinero en mi billetera apenas fue suficiente. A falta de efectivo, tendría que caminar de regreso a mi apartamento. Ello no habría sido inconveniente de haberme encontrado sobrio pero, por la embriaguez, las siete cuadras se me antojaron tan largas como los kilómetros que separan Maratón de Atenas. Ahora, si algo sabemos los bebedores sobre los licores balcánicos es que éstos son golpeadores perezosos: el aire fresco torna el leve mareo en vertiginoso vendaval y, víctima de tal efecto, vi las luces del alumbrado y los automóviles orbitar en torno mío mientras deambulaba por la acera. Al cabo de un errático paseo me detuve en un cruce y me aferré a un poste, presa de las náuseas. La luz proyectaba incongruentes sombras sobre el asfalto. Respiré profundo en aras de contener mis entrañas. Una vez me impuse al reflejo, levanté la mirada; estrellas y bombillas volaban cual dragones chinos ante mis ojos. La realidad se deslavó en trazos rojos, verdes y amarillos.

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Perdido en la psicodelia, eché a andar sólo para perder el suelo: me sentí flotar en medio de una luz blanquecina al tiempo que un chillido artificial rasgaba el aire. Todo daba vueltas. Tan pronto alcancé el cénit de aquel etílico paraje, me precipité con violencia a una insondable obscuridad. De alguna parte llegaban gritos consternados. Temeroso, manoteé en un intento por escapar de la gravedad, pero nada pude hacer: caí en picada y, conforme la negrura y el silencio me envolvieron, perdí noción de mí. Recobré el conocimiento en la penumbra. Un hormigueo me corría de la nuca a las piernas. Quise incorporarme, pero un agudo dolor lo impidió. Tenía las extremidades inmóviles y un zumbido clavado en las orejas. Me preguntaba si acaso me las había apañado para llegar a casa. Conforme las ideas se acomodaron en mi cabeza, la luz me regresó a los ojos y descubrí que no era así: me encontraba en la avenida, tendido sobre la acera. De a poco recobré la sensibilidad en manos y pies. Entonces hice acopio de todas mis fuerzas para levantarme. Dos cosas me fueron evidentes tan pronto lo hice: la primera fue que el mundo ya no daba vueltas (estaba sobrio); la segunda fue que una veintena de personas formaba un medio círculo en torno a un automóvil, justo en el cruce en donde me desplomé. Embargaba sus rostros una tremenda consternación. Me acerqué a averiguar qué los tenía así, mas al dar el primer paso sentí el cuerpo tan ligero que por poco pierdo el equilibrio. Puse especial cuidado a mis movimientos para desplazarme, pues era como si me hubiesen rellenado de helio. Ya me disponía asomar por encima de aquel muro de hombros cuando alguien tiró de mi chaqueta. Al voltear no di crédito: estaba junto a mí un personaje bajito y de caricaturescas proporciones, su cuerpo entero cubierto por un fino pelaje blanco y negro. Sus extremidades eran cortas, y mientras que las inferiores asemejaban patas antropomorfas, las superiores despuntaban en unas simpáticas manos provistas de cuatro dedos regordetes. (…)

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(…)Su abdomen describía una curva que bien podía tomarse por barriga, y dos largas orejas pendían de su acacahuatada cabeza. Por encima de la nariz, redonda y húmeda, sus ojos brillaban, ingeniosos. Incapaz de asimilar aquella visión, apreté los párpados y sacudí la cabeza, mas al abrir los ojos no me cupo más duda: tenía ante mí a Snoopy, tal como lo dibujaba Charles Schulz. Una sorpresa mayor me aguardaba más allá del grupo de curiosos: aquello que tanto miraban no era sino un cuerpo tendido sobre el adoquín, justo delante del coche. Un cuerpo con el cuello torcido en un ángulo imposible y cuyo rostro, pálido y con los ojos en blanco, era nada menos que el mío. Entonces retrocedí tan asustado que terminé una vez más sobre la acera, jadeando sin jadear, pues ya no habían en mí pulmones que recibieran el aire a mi alrededor. Antes de que pudiera cubrirme el espanto con las manos, Snoopy se acercó y me dio unas palmaditas en la espalda. Fue su tacto tan cálido que no hubo espacio para la congoja. Luego, con una pantomima bastante humorosa para la situación, me explicó lo sucedido: intenté cruzar la calle tras detenerme en el poste, mas era tal mi estupor que no vi el semáforo en verde y fui embestido por un automóvil que no logró frenar. El impacto me arrojó por los aires y la caída me rompió el cuello. “Con que así es como todo termina”, medité, triste, mientras contemplaba la escena del percance. Entonces Snoopy sacó, no sé de dónde, un pequeño portafolios. De allí extrajo un fajo de papeles que identifiqué como la póliza de mi seguro de vida. Pasó las páginas y se detuvo en una casi a la mitad del documento, impresa en una tipografía tan diminuta que tuvo que facilitarme una lupa para que la leyera. Señaló un renglón perdido entre artículos, apartados, cláusulas e incisos. (…)

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(…)Allí decía que uno de mis beneficios como contratante era que, en caso de defunción, la propia mascota de la compañía de seguros (Snoopy) se encargaría de conducirme al más allá. Lo confirmó con una servicial caravana. Enterado de esto, doblé las hojas por la mitad y me incorporé, más habituado a mi nueva condición. Dejé escapar un suspiro resignado antes de echar un último vistazo a mi accidente: los curiosos ya se dispersaban y una sirena aullaba calle arriba. Destellos rojos y blancos volaban por las fachadas de los bares y restaurantes de Avenida Juárez. Sin deseos de ver más, hice saber a Snoopy que estaba listo para acompañarlo. Ordenó que lo siguiera y fui detrás suyo con las manos en los bolsillos, cual Dante tras Virgilio. Observaba con detenimiento la calle, deseoso de memorizar la noche de mi muerte. Irrumpió la nostalgia una serie de interrogantes: ¿A dónde me conducía? ¿Cuál era la entrada más cercana al reino de los muertos y cómo sería allí? ¿De verdad había un lugar reservado para quienes llevaron una vida intachable y otro para aquellos que eligieron el mal camino, quizá dividido en nueve círculos como sugiere la Comedia? ¿O acaso caminaríamos hasta un oscuro muelle en donde pagaría dos monedas al barquero por trasladarme a la otra orilla del Aqueronte? De ser lo último cierto, me encontraba en un aprieto, pues no llevaba cambio conmigo antes del percance. Sin embargo, no llegamos al pórtico del inframundo — abandonad toda esperanza…— ni a la obscura orilla del río de la muerte, sino a un umbral perdido en la memoria de la ciudad: el Nuevo Teatro La Paz, otrora el centro de espectáculos predilecto de la zona. Snoopy fue a la taquilla y dio unos golpecitos al vidrio (uno de esos vidrios reflejantes que tanto odio porque nunca se sabe si hay alguien del otro lado). ¿Sería esa puerta, la puerta de un desvencijado teatro, el acceso a la vida más allá de la vida?

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Pronto confirmé que, cuando menos, era el inicio del trámite: alguien deslizó una hoja por debajo de la ventanilla, al parecer un formulario, seguida de un bolígrafo. El sabueso lo llenó a prisa para devolverlo al invisible burócrata. ¿Qué requisito sería aquél? ¿Qué aspecto de mi destino se resolvía allí? Aguardamos. Iba yo de un lado a otro, impaciente por conocer la eternidad, mientras Snoopy silbaba una alegre melodía y se limaba las garras. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me sonrió como para tranquilizarme. Cavilaba que estar muerto, después de todo, no era muy distinto a estar vivo cuando por fin regresó el documento. Una de sus caras mostraba un sello rojo. Snoopy lo leyó, extrañado, y comenzó a discutir con la persona al otro lado de la ventanilla. Profería quejas idénticas a las del dibujo animado de los 80 y recibía por respuesta balbuceos como los de la maestra de Peppermint Patty. Por la frecuencia con que me miraba, me figuré que la charla iba de mí y que eso no podía ser bueno. Al cabo de argumentar unos minutos, Snoopy y su invisible interlocutor llegaron a un acuerdo y aquél, victorioso, chasqueó los dedos. Una bombilla encendida apareció por encima de su cabeza y no pude sino preguntarme si la muerte sería siempre tan caricaturesca. El beagle tiró de mi chaqueta una vez más para que lo siguiera. Dejamos el Nuevo Teatro La Paz en pos de la esquina de mi fatal desenlace. Un paramédico ya aseguraba mi maltrecho cuerpo a una camilla. Entonces Snoopy me entregó el antedicho formulario. Por encima de las casillas de datos, estampado en gruesas letras rojas, se leía “RECHAZADO”, y justo debajo: Estimado asegurado: nos apena informarle que su póliza no lo ampara contra incidentes propiciados por su propia intoxicación. De antemano le pedimos nos disculpe por las molestias que esto le ocasiona. Estaba por exigir una explicación cuando descubrí a Snoopy a mis espaldas; corría hacia mí con una sonrisa bribona.

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A continuación me propinó tal puntapié —¡AAUGH!— que salí despedido hacia la camilla que cargaba mi cadáver. La inconsciencia me reclamó una vez más. Sorbía aire a bocanadas cuando desperté. Me sentía como quien, a punto de ahogarse, emerge de las aguas. Por mi inesperada reacción, el paramédico pegó un brinco y los pocos mirones echaron a gritar cual si hubieran visto un fantasma. Eso no era del todo desatinado. El corazón me retumbaba en el pecho, la cabeza me daba vueltas, las luces me cegaban, y la nuca me dolía como nunca en la vida, pero me las apañé para esbozar una sonrisa: igual que los dinosaurios animados de los 90, estaba de regreso. Cuando los chicos del forense se repusieron del susto, me examinaron con incrédulo detenimiento; habían confirmado y pronunciado mi muerte sólo para tenerme de vuelta en el reino de los vivos. Seguro que por un momento me tomaron por un zombi o un vampiro. Una sorpresa aún mayor se llevaron al desatar las correas de la camilla y verme andar como a cualquier otra persona. Claro: cualquier otra persona encorvada y con el cuello un poco chueco (al cabo de unas horas se habría enderezado, si bien los malestares persistieron durante semanas). Sin deseos de llamar la atención todavía más, les agradecí sus atenciones y me ofrecí a pagarles por la molestia; fue una suerte que se negaran a recibir recompensa alguna pues, recordarán, no llevaba dinero conmigo. Ignorante de los mirones que atestiguaron mi resurrección, me dirigí a casa cuan rápido permitieron mis piernas. El ascenso por las escaleras fue, por ponerlo en una palabra, tortuoso. En cuanto llegué a mi apartamento me desplomé sobre la cama y cerré los ojos. El dolor me calaba hasta los huesos pero mi cuerpo suplicaba descanso. Si bien apremiaba que me revisara un especialista, lo que deseaba en ese momento era dormir; celebrar la vida mediante el sueño, que a fin de cuentas era con lo que Calderón la equiparaba. Recuerdo que antes de hundirme en el sopor me asaltó una pregunta: ¿por qué no pude tener un guía al otro mundo normal como todos los demás?

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Habitaciones de motel Por: Cuasireloj Gerbos Abastos

Cuasireloj Gerbos Abastos Escritor.

Habitaciones de motel Por: Cuasireloj Gerbos Abastos “…sacó medio cuerpo fuera de la ventana, y extendió sus brazos hacia el vacío.” (Franz Kafka. El Proceso.)

Ambos miraron el techo de gotéle blanco del motel, bordeado por una moldura de yeso anaranjado. Afuera, el ocaso asediaba el cielo tupido de moho nocturno. ¿En qué piensas? En nada. Ella se sube la ropa interior, lentamente, como si de una vergüenza se tratara; con el antebrazo izquierdo, cubre sus pechos que reposan a los costados, entre sus costillas. En verdad lo siento. No sé qué me pasa. Bueno… en realidad, la moldura del techo me recuerda un poema. No sé por qué. Él la mira, estudia el perfil de su rostro, estudia cómo puede entrar aquel poema en todo esto. Lentamente, el joven estira su mano izquierda, con las yemas de sus dedos recorre el antebrazo que cubre los pechos de la mujer, siente sus bellos en el antebrazo, la delicada piel, hasta que llega a su mano y entrelazan los dedos; la va regresando a la cama, a las sábanas blancas, a él mismo, descubriendo así sus abultados pechos, quiere ver sus pezones erizados, quiere ver cómo se sombrean entre la oscuridad de la habitación por la luz del farol que custodia su intimidad tras la ventana. Tiene la piel del color de las ciudades por la noche, de un dorado transparente y acendrado.

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¿De qué iba el poema? De esto, de todo esto… eso creo. Entiendo. Sí. Puede ver el pequeño pubis de su sexo que sobresale de la delgada tela rosada de su ropa interior. Quisiera olerlo, quisiera besarlo, dormir, morir, vivir ahí, todo lo demás es sólo una desgracia, sólo ahí es reconciliación, sólo ahí es redención de su hombría. Pero es incapaz, es incapaz, demasiado… qué. Entonces ella lo voltea a ver, tras su rostro hay un espejo, y por eso el joven tiene miedo, no por el terror del reflejo, sino porque no puede verse a través de sus ojos, y sin embargo, vuelve a desviar la mirada, y la mano del joven se limita a recorrerle el vientre y el contorno de sus pechos; a veces, de vez en vez, cruza los dedos en sus pezones rosáceos, contorneando la delicadeza de la aréola; no puede creer lo frágil que un cuerpo puede llegar a ser. Entonces ella cierra los ojos, arquea su espalda baja, el vientre sobresale, se anchan las costillas, se tensan las extremidades, se suspira y se gime quedamente porque nada más importa, y el absurdo es tan grande que se abarca a sí mismo, y es tan bello, que nada de eso importa; es incapaz de poseerlo, para él, es sólo un dulce dolor, una tortura contemplativa, una flor que no entiende, un color que nunca ha visto, que le es tan desconocido la naturaleza de su belleza, y nada más, nada más puede hacer. Así, ella regresa a sí misma, su cuerpo descansa, se sabe sola y defraudada, frustrada. ¿Ahora en qué piensas? En nada. Piensas en algo. Pienso en la nada. Explícate. En el vacío. Sabe que eso es un reproche. Que sus labios le reprochan el abandono de su cuerpo por el aislamiento del suyo. Esperaba ella florecer en sus manos, pero sólo halló el vacío, porque todo él no tiene nada que ofrecer, así entonces, eso le dice, eso le confiesa. Pensar en el vacío ¿Eso sientes? Dije lo que pensaba, no lo que sentía. ¿Y qué sientes? Silencio, ella le da la espalda. Siente el silencio. Ya es la tercera vez que pasa ¿sabes? Lo sé, lo sé… El joven suspira. Se frota el rostro, intenta, más bien, lastimarse el rostro, presiona las uñas de sus manos con fuerza desmedida sobre la piel, hasta hacer temblar sus brazos. ¿Qué te ocurre? Nada. Nada, eso es lo que siempre le ocurre. Nada. (…)

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(…)Ella vuelve a posar su mirada en la ventana, escucha el sonido de la ciudad desarrollando la vida, mira la noche de oquedad, mira el farol, su guardián de luz ¿O es su verdugo? Mira entonces las otras habitaciones del motel. No somos los únicos. ¿Qué dices? Allá afuera hay otros cuartos, otras personas… No estamos solos. Estas palabras no las pudo escuchar ella, las susurró sólo para él, porque ella ya está resignada. Si tan sólo pudiera recordarlo. Era algo sobre las noches y las ciudades. Vuelve a suspirar, el joven recorre con la mirada y la mano toda la espalda, esa espalda de pliegues firmes, elegantes; las costillas que sobresalen de su piel, como las rallas del pelaje de un animal desconocido, adormilado; las estrechas caderas, las nalgas, que le insinúan cosas extrañas, es otra esperanza, es otro camino. Pero él no acerca su cuerpo al destino de esa posibilidad, sino que la esquiva, le avergüenza recorrerlo y fallar. Entiende, que el destino también puede perderse. Cuando se cerciora de que está dormida, se levanta, cubre con las sábanas de la cama el cuerpo desnudo de la joven, aún fresco, aún virgen. Entonces se dirige hacia la ventana, su cuerpo se inclina sobre el alféizar bordeado de macetas con flores. Quisiera acompañarse de un cigarrillo. Ve entonces cómo otro hombre, en otra habitación frente a la suya, sale también desnudo, encendiendo un cigarrillo y comenzando a fumarlo mientras inclina la mirada hacia la noche muerta, donde no hay estrellas. La luz del farol ilumina su rostro y el joven es capaz de reconocerse en él, pues son la misma persona, no hay sorpresa, no hay miedo, sólo una inquietante incertidumbre por aquél otro hombre; el otro lo voltea a ver, pero lo mira, como se mira cualquier cosa, indistintamente. De repente, sus miradas son interrumpidas, la mujer del joven sale por su espala, la luz del farol le ilumina también, el otro hombre se reclina sobre el alféizar, fuma de su cigarrillo. (…)

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(…)Ella lo abraza con secreta desesperación, se disculpa por su frío comportamiento, y lentamente va bajando los brazos hasta tener el miembro del joven entre sus manos. Poco a poco comienza a masturbarlo. Él quiere advertirle… No digas nada. Yo quiero esto. Quiero un testigo… La joven lo toca con más vehemencia hasta que comienza a surgir la erección tan deseada. Es lo que te gusta, ¿verdad? Ella posa sus ojos en los ojos del otro hombre. Entre jadeos dice: Ya recuerdo… de qué iba el poema. Era… era sobre por qué… son tan tristes las noches en las ciudades… ¿Por qué? Somos nosotros, somos nosotros quienes nos robamos las estrellas, y por eso son tan tristes. Entonces un leve gemido envuelve el silencio. Ella desvía la mirada del otro hombre, y besa tiernamente el cuello del joven. Los tres miran al cielo, luego ella baja la mirada. Mira ¿lo ves? Son las estrellas. El joven ve su semen sobre las hojas y las flores de las masetas que adorna el alfeizar de la ventana, fluorescente, blanquecino. Ella llora repentinamente. Él cree erróneamente que por su culpa, por orillarla a esto. Ella entiende que él piensa eso, e intenta consolarlo. No es nada. Pero es todo, tan inaudito es su repentino llanto, como el robo estelar. Y piensa… quién nos habrá robado esta noche… En la habitación, el otro hombre sólo es capaz de escucharla dormir: la respiración, su cuerpo revolviéndose entre las sábanas. Vuelve a mirar hacia la otra habitación, donde solamente ondula en el aire una cortina blanca. Avienta el cigarrillo hacia aquella dirección, y desaparece de la luz del farol, del la noche que en su tiempo conticinio le recrimina su robo. Regresa a la habitación, hacia sus propias sombras. Nadie le espera

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Aquae Deus Eric D. Haym Fielitz

Eric D. Haym Fielitz Eric D. Haym Fielitz (Montevideo, 1966). Uruguayo casi por casualidad, he publicado relatos y cuentos en “Muestra de Narrativa Uruguaya”, en “El Monje y la Pulga y otros relatos”- finalista del V Concurso de Relatos de Revista Hislibris -, y en las revistas Nictofilia, Cruz Diablo, Letras y Demonios, El Narratorio y Revista Moleskin, entre otras. En 2017 publiqué la novela “Variaciones Diabólicas”. El cuento "Aquae Deus" pertenece a un conjunto de relatos en construcción, sobre un pueblo donde ocurren cosas curiosas, algunas buenas y otras no tanto. Página web personal: http:// elescribabeodo.blogspot.com.uy/

Aquae Deus Eric D. Haym Fielitz Don Timoteo paró la oreja no bien el ingeniero se puso de pie. Sabía que, en algún momento de la noche, uno de los concurrentes a la mesa iba a hablar, a contar alguna anécdota de la historia de Montepelado, una entre miles de historias verídicas o inventadas, vaya a saber uno en qué medida, que conformaban ese conjunto de leyendas que servían de excusa para la existencia del pueblo y de sus habitantes. Esos discursos, esos recuerdos en voz alta luego de haber tomado más de dos ginebras en seco, eran la historia viva del lugar, desde los tiempos en los que don José Orígenes Pereira, el Manco, llegó al pueblo con un certificado del mismísimo virrey Del Abeto que le acreditaba como dueño de todas las tierras que abarcaba la vista y muchas más. En esas tierras estaba incluido Montepelado, que entonces no pasaba de ser un caserío sin orden ni forma, con una pequeña capilla mal administrada por un cura sordo y una pulpería, atendida por un paisano cuyo nombre verdadero nadie jamás supo, pero que le conocían como El Chato. —En realidad… —comenzó a decir el ingeniero Rodríguez mientras se ponía de pie y miraba a sus compañeros de mesa y a quienes le estaban escuchando desde las mesas vecinas— En realidad, esa famosa fuente de la juventud de la que todos hablan… existe.

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Comenzó a hacerse silencio entre los concurrentes al bar “Las Ruinas de Atenas”, que esa noche no eran demasiados, ya que llovía a cántaros y hacía bastante frío. —Hubo un tiempo —prosiguió Rodríguez luego de una pequeña pausa— en el cual a Montepelado llegaban todo tipo de visitantes, vendedores en carromatos, circos ambulantes, gringos que venían a medir la velocidad del viento, la altura de los cerros o la cantidad de agua que caía. Uno de esos gringos, cuyo nombre no recuerdo ahora pero que mi padre conoció en persona cuando era chico, vino buscando una fuente de aguas termales que le habían comentado que quedaba cerca o lindera al bosque de pinos y acacias que hay por el camino del sur, saliendo de Montepelado a unos cincuenta kilómetros como quien va a la capital. Mi abuelo, que en paz descanse, se ofreció a guiarle por esos andurriales que entonces, como ahora, estaban poco transitados y donde era muy fácil perderse. El ingeniero hizo una pausa. Sabía que muchos de los concurrentes no iban a creer una sola palabra de lo que estaba contando. Y no porque fueran descreídos o no confiaran en su persona, sino por el simple hecho de llevar la contra. Era casi un deporte local, una forma de mantener cierta independencia de criterios, aunque se tratara de temas que no se dominaban en absoluto. Todos eran doctores, todos eran científicos, todos eran literatos, incluso los que no sabían leer o escribir. Miró de reojo y descubrió que el escribano Gutiérrez, con sus casi 101 años a cuestas, se había quedado dormido. —Esto que les estoy contando sucedió poco tiempo antes que el Evaristo descubriera su condición de santo y se dedicara a bendecir urbi et orbis a todos… —¡Alto ahí, ingeniero! —le cortó el Dr. Pérez, dentista y barbero del pueblo—. Todos sabemos de su triste condición de agnóstico, pero háganos el favor de no burlarse de los santos y prosiga con su relato.

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—Mi dilecto amigo Dr. Pérez, en ningún momento he pretendido… —Le conozco bien, ingeniero… —dijo el dentista con cara de pocos amigos. —En fin… —suspiró el ingeniero con una sonrisa propia de la Gioconda— les comentaba, antes de ser interrumpido por nuestro sacamuelas predilecto, que todo lo que sucedió en esos tiempos alrededor del tema de la famosa fuente de la juventud, es cierto. Rodríguez volvió a hacer una pausa, esperando el efecto de sus palabras en los concurrentes, en especial en el Dr. Pérez, víctima preferida de sus dardos. En otra ocasión, de esto hacía ya mucho tiempo, habían tenido que separarlos antes que las cosas pasaran a mayores, cuando cerca de la fecha del viernes santo, al ingeniero no se le ocurrió mejor tema para hablar que de las incongruencias del relato bíblico, de lo poco confiables que eran las fuentes, de los detalles del martirio sufrido por el hijo del carpintero y de lo nada creíble del hecho de retornar a la vida luego de haber pasado por semejante paliza a manos de los romanos. El Dr. Pérez no tardó en injuriar al ingeniero, en recordar su bajo abolengo, en especial el de su madre, y agarrando una botella por el cuello a modo de arma mortal, abalanzarse sobre el ingeniero, quien no dudó en sacar el revolver que siempre llevaba consigo desde los felices tiempos de las guerras civiles. Esta vez, el Dr. Pérez permaneció en su lugar. —Resulta ser que cuando mi padre era chico, llegó a Montepelado un gringo contratado por el gobierno. Creo que trabajaba para el Ministerio de Sanidad, si no me equivoco. Había estado ya en varios sitios del país, tomando muestras de aguas termales y minerales para analizarlas en la capital y luego evaluar si servían para el consumo de la gente o si tenían propiedades curativas. Creo que medían el nivel de distintos minerales, la temperatura y la densidad para establecer si eran beneficiosas y, por supuesto, si se podía sacar algún rédito de todo ello.

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—¿Y cómo fue que llegó hasta acá? —preguntó don Marcos, el dueño del local donde todos jugaban a la quiniela— Estamos bastante lejos de cualquier camino… Y en la capital solo se acuerdan de nosotros cuando aumentan los impuestos y deben pasar por aquí a cobrarnos los hijos de mil putas… —Ah, de eso no estoy muy seguro… —contestó el ingeniero— pero mi abuelo me contó que ese gringo sabía bastante bien lo que estaba buscando y dónde podía encontrarlo. Hizo una pausa que aprovechó para mojarse los labios con su ginebra. De reojo observó al escribano, que comenzaba a roncar por lo bajo. Hacía un par de semanas, debieron atajarlo antes que se cayera de su silla. A esa edad, los golpes y las roturas de huesos podían ser fatales. —Según le contó el gringo a mi abuelo, —prosiguió— en las memorias de un viajero europeo que anduvo dando vueltas por estos pagos, a caballo o diligencia no lo se bien, pero que pasaba con frecuencia a uno y otro lado de la frontera con los lusitanos, parece ser que en esas memorias el tipo describió bastante bien nuestro pueblo y sus alrededores, los cerros pelados, los bosques, los campos fértiles, el ganado gordo, las buenas pasturas, y menciona unas fuentes de aguas termales, o lo que creía que eran aguas termales, en un sitio indeterminado cercano a Montepelado, que el viajero lo ubicaba al sur del poblado. No fue el único que menciona la existencia de dichas aguas, pero según he podido saber, ese viajero fue el primero en hacerlo. Muchos años después, este gringo contratado por el Ministerio de Sanidad se apareció un día por aquí, con sus bártulos e instrumentos que para entonces eran una rareza, y además de medir la altura de las nubes y la fuerza de la caída de la lluvia, quería conocer esas aguas termales… que aquí nadie conocía. —¿Nadie? —preguntó don Julio. —Alguien debe haber sabido algo, supongo… —agregó el Dr. Pérez, con sorna poco disimulada.

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—Sí, mis queridos amigos —prosiguió el ingeniero—. Alguien sí sabía o tenía una idea clara de dónde ir en búsqueda de esas aguas termales… Mi abuelo. No diga… —Sí, el mismo —contestó el ingeniero, acabando de un trago su ginebra—. El viejo era muy andariego. Parece que nunca se quedaba quieto y en aquellos tiempos tampoco había muchas cosas para hacer en este pueblo. No es que ahora las haya, pero entonces creo que era peor. Por lo que mi abuelo se dedicaba a recorrer los alrededores. Se llevaba una mula o un caballo si conseguía uno con algunas cosas para pasar la noche, se arropaba en su poncho y daba vueltas interminables por los cerros y los campos que nos rodean. Contaba que, en uno de esos paseos, se adentró en un bosque de acacias y pinos viejos que queda al sur, perdido entre varios montes, y que allí mismo se topó una fuente de aguas cristalinas, las más puras que él había visto en su vida. Hizo una pausa para servirse otra ginebra. Afuera la lluvia había amainado pero el contraste del frío intenso a la intemperie y el razonable calor dentro del local había empañado los vidrios. Don Timoteo estiró su brazo y limpió uno con la mano. Las luces de las farolas aparecían amarillentas y tristes, y un perro cruzó la calle temblando de frío. —Por eso, unos años después, cuando el gringo se apareció por el pueblo y preguntó por esas aguas, el único que pudo indicarle dónde buscarlas fue mi abuelo —prosiguió el ingeniero Rodríguez, atusando su bigote con la mano izquierda. —Así que un día, —prosiguió— luego que el gringo había terminado su trabajo para el Ministerio, salió junto a mi abuelo en la búsqueda de esa fuente de aguas termales. Contaba el abuelo que tardaron bastante en encontrar el rastro. Hacía muchos años que no regresaba a esos lugares y le pareció como que el bosque se había movido de lugar. Quizás habían crecido, mientras tanto, algunos cuantos arboles cerca de ahí y se confundió. (…)

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(…)Pero siempre dijo que le quedó la sensación de que aquel bosque de acacias se había mudado de lugar, como si un día decidiera tomar sus bártulos y buscar un sitio más cómodo, qué se yo… —Su señor abuelo tenía mucha imaginación, se ve — dijo don Marcos mientras enrollaba un cigarrito de tabaco oscuro. —¡Sí que la tenía, mi amigo, sí que la tenía! —Pero prosiga, ingeniero, que nos deja atragantados con el cuento. ¿Encontraron la dichosa fuente de la juventud o no? —le apuró el Dr. Pérez, fingiendo sorpresa e intriga. —Sí —fue la lacónica respuesta del ingeniero. —No diga… —Le digo. Sí, luego de tres días y sus noches dando vueltas por ese bosque de acacias y pinos, que parecía moverse de lugar cada noche, como si estuviera embrujado y Mandinga hiciera de las suyas por ahí, una mañana mi abuelo reconoció unas rocas que formaban un montículo natural. Atrás de ahí, unos pocos pasos dentro de un enramado casi impenetrable de acacias y vaya a saber uno qué otras plantas, había un pequeño riachuelo, un hilo de agua que se perdía entre las rocas. Lo siguieron haciéndose camino a fuerza de hacha y llegaron a una fuente que parecía surgir de entre varias piedras. Decía mi abuelo que saltaron y bailaron como dos locos. El gringo no podía creer que aquello fuera cierto, pero llenó varias damajuanas con aquella agua para llevarla a la capital y poder analizarla. Decía que, si bien no eran aguas termales porque no era agua caliente como para el mate, sí parecían ser muy cristalinas y puras. Le contó, y esto lo pude comprobar yo mismo en una visita que hice a los archivos del Ministerio de Sanidad hace unos años, que era fama desde hacía décadas, quizás siglos, que esas aguas eran milagrosas. (…)

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(…)Los indígenas de la zona, que nunca fueron muchos ni se quedaban quietos en ningún lugar, parece que las reverenciaban como un regalo de sus dioses. —Ignoraba que esa gente tuviera creencias… — murmuró el Dr. Pérez por lo bajo. —Por lo que el gringo supuso que se trataba de aguas tan puras que podían ser utilizadas en forma medicinal —prosiguió Rodríguez, ignorando el comentario del dentista. A lo lejos sonaron varios truenos. La lluvia helada estaba trayendo una tormenta, quizás con viento y granizo. La última vez que había sucedido, cayeron piedras de hielo del cielo que destrozaron varios tejados del pueblo y los contertulios debieron volver a sus casas corriendo para no caer mal heridos. —Creo que deberemos ir terminando esta velada, mis amigos… Se viene una lluvia de la gran puta —dijo Mateo, el mozo del bar. —No sin antes saber qué sucedió con esa famosa agua milagrosa —protestó el Dr. Pérez. —Esa agua fue analizada en la capital y confirmaron su excepcional pureza —dijo el ingeniero Rodríguez a modo de conclusión. —Pero de milagrosas… nada —refutó el dentista. —En realidad, sí, mi dilecto amigo —contestó el otro, con voz socarrona—. Milagrosas. En una carta que el gringo le envió a mi abuelo un tiempo después, le contó del extraño caso de la esposa de un colega suyo que bebió de esas aguas. Parece ser que el hombre se llevó a su casa una de las damajuanas y su esposa, una señora ya mayor y en edad de reposo, comenzó a tomar de esa agua y a tener ciertos apetitos que hacía años que no tenía. (…)

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(…)El pelo se le oscureció, desaparecieron las arrugas, el dolor del lumbago y su tos de tísica, y comenzó a corretear a su esposo por toda la casa. Dicen que el hombre dejó de frecuentar los lupanares del bajo de la capital, no solo porque su esposa estaba cumpliendo con creces con el débito matrimonial, sino porque de tanto hacerlo ya no podía mantener el “rigor virilis” en estricto rigor… Quizás usted debiera organizar una expedición en la búsqueda de esa fuente y así poder emular las hazañas del dichoso colega del gringo. —Es usted un mísero hijo de mil putas… —llegó a decir el Dr. Pérez, rojo de ira, antes que el ingeniero manoteara su revólver y le apuntara directo a la cabeza. Esa noche no hubo víctimas que lamentar. Entre Marcos y Mateo lograron calmar al dentista. Sabían que el ingeniero no iba a disparar a menos que fuera muy necesario. Ya tendrían ocasión de dirimir sus conflictos, que mezclaban la pertenencia a divisas políticas enfrentadas en el campo de batalla en un pasado demasiado reciente y desconfianzas personales que llevaban a que Rodríguez se atendiera en San Ignacio con otro dentista cada vez que tenía problemas con sus muelas. Don Timoteo quedó impresionado con el relato del ingeniero. Durante varios días anduvo como perdido, ensimismado en sus pensamientos. Atendía su negocio casi de memoria. Tantos años de boticario en Montepelado le permitía conocer al dedillo males y miserias de todos sus habitantes. Píldoras para combatir el estreñimiento, sales digestivas, laxativos, preparados para aliviar el exceso de bilis o los males del hígado, gotas para curar la tos o la migraña. Desde hacía más de cuarenta años, todos los días, sin reparar en domingos o días de santo, tomaba los recados que le enviaba el Dr. Espinoza o alguna enfermera del hospicio municipal, se encerraba un rato en su pequeño laboratorio de moderno alquimista y preparaba la droga con esmero. (…)

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(…)Los pocos dineros que recibía en compensación los invertía en comprar los mejores materiales y sustancias a un comerciante de la capital. Era su esposa, doña Fermina, quien con paciencia lograba hacerse con algunas monedas de la caja de la botica, para pagar las cuentas y tener una mesa decente al mediodía y en especial en la noche. Ella conocía muy bien a su marido y él confiaba mucho en ella. Lo que doña Fermina no sabía era que don Timoteo se estaba muriendo. —Así que usted quiere encontrar la fuente de la juventud, don Timoteo… Le había encontrado en un banco de la plaza principal de Montepelado, bajo la sombra escasa de un naranjal amargo. El boticario se puso de pie para saludarle y le invitó a quedarse un momento a charlar. —En realidad —comenzó don Timoteo, algo avergonzado— me impresionó mucho lo que usted contó la otra noche en el bar. No es la primera vez que escuchaba ese tipo de historias sobre cosas sobrenaturales… Usted conoce bien a este pueblo. —Es verdad, hay fantasmas y aparecidos en todos lados, desde el Joaquín que de vez en cuando le da un susto a alguien y le deja seco hasta nuestro poeta afamado, que el escribano jura que se desvaneció delante de sus ojos. Sin mencionar, por supuesto, a nuestro santo local, otro desvanecido. —Pero la historia a la que se refirió usted la otra noche es verdadera… —De principio a fin, querido amigo. Mi abuelo tenía algunas malas costumbres, pero la mentira no era una de ellas. Él encontró, junto al gringo, una fuente de aguas cristalinas, muy ricas en minerales que, si no servían para curar los males del hígado, de seguro sí lo hacían con los del corazón. (…)

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(…)Yo mismo pude encontrar en unos archivos olvidados y llenos de polvo allá en la capital los informes de los laboratorios que indicaban la presencia incluso de ciertos minerales ignotos que sospechaban que podrían ayudar a la recuperación de tejidos y órganos enfermos. Don Timoteo quedó un momento en silencio, contemplando la punta de sus zapatos. Un lejano dolor, a esta altura constante, en el hígado, le recordó que no tenía mucho tiempo. —Dígame, ingeniero, ¿por qué nunca se volvió a saber de dichas aguas? ¿Nunca se comercializaron? —Es una buena pregunta la que me hace usted, don Timoteo —dijo el ingeniero bajando la voz y con la mirada muy seria—. Tanto mi abuelo como mi padre intentaron encontrar esas aguas otra vez. La idea que tenían era la de poder embotellarla y venderla en el pueblo y los alrededores como agua mineral, la más pura del país y de todo el sur de las Américas. —¿Y por qué no lo hicieron? – preguntó el boticario. —Porque no las volvieron a encontrar… Así como usted lo oye: se desvanecieron. Muchas veces fueron a ese maldito bosque y siempre que regresaban juraban por lo más sagrado que ese paraje estaba embrujado, que los árboles cambiaban de lugar, que podían escuchar el agua corriendo entre las rocas, pero jamás daban con ellas. Volvían siempre con las manos vacías. —Increíble… —murmuró don Timoteo. —¿Y usted quiere encontrar esas aguas… para su botica? —Sí, así es… —mintió el boticario—. Unos botellones de un agua tan pura y rica podrían ayudarme mucho en mi labor. Y quizás dejarme unos vintenes en el bolsillo, que a esta edad son muy necesarios.

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El ingeniero Rodríguez sonrió mientras se ponía de pie para proseguir su paseo. —Cuando le dije que lo que conté la otra noche era toda la verdad, omití algo… La señora que se tomó un botellón de esa agua no solo se curó de todos sus males, que eran muchos y complicados, sino que rejuveneció. Sobrevivió a su marido y a todos sus conocidos y vivió hasta pasados los 116 años sin haber visto nunca más a un médico. —¿En serio es eso? —Absolutamente… ¿Es usted un hombre de fe, don Timoteo? —Algo… A pesar de jugar a la alquimia, tengo algunos momentos de duda y recurro a lo espiritual. Mi esposa es la come santos de la familia. Yo, en realidad, no tanto. ¿Por qué la pregunta, ingeniero? —Mi madre, que en paz descanse, solía decir que esas aguas esquivaban a quien recurría a ellas sin fe. Ella era muy creyente, quizás demasiado. Pero tanto mi abuelo como mi padre no lo eran, creo que mi abuelo de joven sí pero luego ya no, y ella decía que era por eso por lo que no podían encontrar la fuente de agua de dios, como ella la llamaba. “Aquae Deus” hubiera sido un buen nombre comercial. —¿Y el gringo…? —El gringo era un científico… Pero tenía una fe inquebrantable en que esas aguas existían. Quizás por eso las encontró, vaya usted a saber. Si sale en su búsqueda, quizás le ayude tener un poco de fe en lo que sea. Y si la encuentra, resérveme una botella para mí, que se viene la campaña política y quiero repartir un poco de fe en los quilombos de la frontera. Al quinto día de búsqueda, don Timoteo se sentó en el suelo de tierra, a la sombra de una acacia, exhausto y dolorido. Se le estaban acabando tanto la comida como el agua que trajo consigo. (…)

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(…)Le dolían los pies de tanto caminar y las manos de escarbar la tierra, remover piedras y arrancar arbustos. Con la barba crecida y la ropa sucia, nadie hubiera reconocido al respetable boticario de Montepelado. Unos pocos meses atrás, en un viaje de rutina a la capital, sintió un dolor a la altura del hígado que le dobló en dos. Sin ser médico, pero estar bastante entrenado en los secretos del funcionamiento del cuerpo humano, supo desde el principio que algo maligno estaba creciendo dentro suyo. Un par de visitas a su sobrino oncólogo y algunos análisis le confirmaron el panorama. Se negó siquiera a considerar la posibilidad de una operación o de un tratamiento de esos que había atestiguado muchas veces en clientes y conocidos de Montepelado, con sustancias que terminaban siendo tan nocivas como el propio cáncer que debían combatir. Ordenó a su sobrino mantener silencio sobre el tema y retornó al pueblo decidido a enfrentar su destino y, si tenía suficiente fuerza, doblarle el brazo. La advertencia médica fue contundente: sin tratamiento tendría pocos meses de vida, sufriría dolores insoportables, adelgazaría y si la enfermedad se extendía a otros órganos, el tiempo se acortaría aún más. Don Timoteo no se achicó con ese oscuro panorama. Retornó a Montepelado y siguió trabajando en su botica como si nada hubiera sucedido. Cambió un poco su dieta. Dejó de comer dulces, en especial unas mermeladas que hacía una vecina amiga de su esposa, que podían empalagar hasta a un muerto. Probó algunos preparados de su propia mano, hechos en base a plantas y sustancias minerales que tenían fama de ser anticancerígenas. Varios de los manuales de farmacología que guardaba en unos estantes de su laboratorio indicaban recetas para prevenir los tumores malignos y en algunos casos, combatirlos hasta hacerles desaparecer. (…)

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(…)Otros libros de herboristería y medicina natural también coincidían en el uso de ciertas hierbas para diluir los tumores. Timoteo probó todo. Sin embargo, los dolores eran cada día más agudos. Debe ser ya tarde, se dijo mientras caminaba por las frías calles de Montepelado, aquella noche en la que concurrió al bar. Sin embargo, se aferró a la única salida que le quedaba: encontrar esas aguas milagrosas. Sentado con la espalda apoyada en una roca grande, supo que estaba derrotado. Dos gruesas lágrimas le recorrieron el rostro surcado de arrugas. Las manos le temblaban y sentía que ese agudo dolor, que mantenía a raya a base de láudano y morfina, comenzaba a rebelarse una vez más. Sus fuerzas le estaban abandonando, tenía sed y probó el sabor de la mayor soledad en medio de un inmenso bosque de acacias y pinos. Pensó en rezar y encomendar su alma. Pero solo llegó a pronunciar una palabra, que sería la última que dijera en voz alta. —Mierda… Cerró los ojos, esperando que la muerte, esa maldita, le diera por fin alcance. Y fue entonces cuando lo escuchó. Era el inconfundible sonido del agua corriendo entre las rocas. Agudizó el oído y creyó sentir que ese sonido provenía de algún lugar a su izquierda. Se puso de pie casi sin fuerzas y con las piernas temblando comenzó a caminar. Se adentró en medio de unos matorrales y pisó algo mojado. Sí, allí corría un muy pequeño riachuelo, que provenía de más arriba. Esto es imposible, pensó don Timoteo, quien había pasado por ahí varias veces en esos días y no había encontrado rastros ni recuerdos de esa caída de agua. Con fuerzas sacadas de no sabía dónde y la mirada de un loco, siguió el curso del agua hasta encontrar la fuente, a unos setenta metros arriba de un montículo de piedras peladas. El agua, cristalina y muy fría, surgía entre algunas rocas con fuerza, como si alguien hubiera abierto una canilla. (…)

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(…)Don Timoteo gritó fuera de sí en un idioma inventado, bailó y sació su sed con grandes tragos. No existía bebida ni elixir de los dioses que se comparara con esa agua. Cuando su sed se calmó, pensó en ir a buscar sus cosas, que dejó más abajo, cuando decidió esperar a la parca. Pero en lugar de buscar su cantimplora vacía y los botellones que cargó durante cinco días, Timoteo se sentó junto a la fuente, respiró hondó y quedó contemplando el cielo de invierno, que comenzaba a perder color, mientras bebía cortos tragos haciendo un cuenco con sus manos. No supo ni se dio cuenta en qué momento su dolor desapareció, así como el temblor de sus manos, el dolor de sus pies, sus arrugas, su barba y su bigote. Siguió bebiendo hasta que la noche le alcanzó. No le importó el frío intenso ni la tormenta que se aproximaba por el sur. Varios meses después, a pedido de una inconsolable doña Fermina, el juez de Montepelado le declaró “persona ausente”. Varias partidas de guardiaciviles habían peinado la zona donde se suponía que don Timoteo había ido a acampar. El ingeniero Rodríguez declaró que el boticario había ido al sur, a ese inmenso bosque que se puede ver desde la carretera, en busca de una fuente de aguas minerales que se creía que había en ese lugar. Solamente un vecino, acostumbrado al aire libre y las inclemencias del tiempo, se adentró en el bosque sin perderse. Encontró, junto a una roca, el bolso de mano y los botellones. Más arriba, a unos veinte metros, estaban sus botas y una camisa. De don Timoteo no había rastros. Sin embargo, el vecino juró durante el resto de su vida que pudo ver, en lo alto de las rocas, una sombra pequeña que se movía, pero a contraluz no le pudo distinguir. Aunque sí sintió que desde ese lugar bajaba la inconfundible risa de un niño

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Fantasma sin límites Por: Jorge Millán Nieto

Jorge Millán Nieto https://www.facebook.com/ jorge.razorblade

Fantasma sin límites Por: Jorge Millán Nieto Los recuerdos que tengo de mamá son como agua en movimiento: imágenes ondulantes fuera de foco, escenas borrosas o imperceptibles en su totalidad para mi exigua memoria; más ahora que la retención de experiencias me resulta un verdadero reto cognitivo. Esta situación me produce un malestar recurrente debido a la imposibilidad psicológica de aprehender el recuerdo de un ser querido, pero que a su vez ha sido determinada por su temprana partida a mis cortos 11 años, y que se manifiesta como una huella imborrable del lacerado espíritu de quien escribe estas líneas. Supongo que esta es una de las principales razones por las que he optado inconscientemente hacer que aparezca en mis sueños, encuentros oníricos llenos de simbolismo que al despertar dejan un efecto ambivalente, diríase un sabor agridulce por la naturaleza ambigua del acercamiento. Sin embrago, el efecto bilateral producido siempre es el mismo: por un lado el goce emocional de estar en el mismo plano ilusorio e irreal de la figura materna que culmina con la sublimación sensorial, y a consecuencia de ésta, como juego de contrastes, la sensación de vacío existencial que genera en su etapa post-catarsis; una dinámica espiritual que, puedo decirles, deja la conciencia a la deriva.

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La experimentación de estos sucesos oníricos me han trasportado a un plano intermedio entre lo real y lo imaginario, es decir, vivo con la constante inquietud de saber si lo que percibo en mi entorno inmediato es parte de la realidad o producto de mi vínculo orgánico con el mundo alucinante, pues lo acontecido en ambos esquemas se mezclan para dar lugar a una interacción aleatoria de experiencias humanas. A su vez, esta cuestión ha dado pie a un nuevo tipo de cotidianidad, concretamente en lo concerniente a los códigos de interacción social; en los últimos años he optado por un comportamiento retraído, ensimismado y evitando constantemente las pláticas banales ya que me resultan intrascendentes. El lector de este relato podría percibir estos párrafos introductorios como el discurso apológico a mi egocentrismo, pero continuando la lectura entenderá que es un preámbulo fundamental para dimensionar un todo increíble y revelador. El punto de partida de esta narración se remonta a mis años de estudiante de preparatoria, etapa en la que transitaba entre la incertidumbre escolar con asignaturas aprobadas a tumbos, los partidos de futbol con los equipos de la escuela y el barrio, y por supuesto los inolvidables primeros años de un amor incondicional que conservo hasta la actualidad: el amor por los libros. Asimismo, mi pasión literaria era acompañada por una melomanía natural, un interés insaciable por empaparme del material de grupos de rock emblemáticos, así como de las propuestas emergentes en la escena independiente de la música. De esta manera, tanto la música como la literatura fueron durante estos años un escape de mi realidad inmediata; por un lado The Doors, The Beatles, Pink Floyd, Led Zeppelin, y por otro Poe, Lovecraft, Kafka, Verne removían en mi ser tejidos que me incitaban a cuestionar constantemente los paradigmas de mi entorno, lo cual siempre he interpretado como el germen de mi filosofía humanista pero que también me ha convertido en un sujeto más sensitivo que el promedio de las personas, con una propensión latente a experimentar sucesos que no concuerdan con el orden de la cotidianidad.

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Concretamente, el ciclo fantástico comenzó cuando iniciaba el último año de bachillerato en una escuela diferente a la que había arrancado esta fase educativa, determinada por mi pobre desempeño académico a causa de la apatía y desanimo que me afectaban en aquella época. En fin, esta nueva etapa inició de manera incierta con todos los factores y agentes involucrados, pero con una integración gradual alentada por los contenidos humanistas de las asignaturas, enfoques que al momento me abrían campos de visión y perspectivas refrescantes para mi ser vapuleado anteriormente por el sistema. Debido a esta reformulación del ambiente educativo, la reinserción en este entorno fue progresiva; parecía que lo que conocía como ‘escuela’ volvía a cobrar sentido y ello me encaminaba a un bienestar psicológico aparentemente imperturbable. Sin embargo, todo cambió durante esa semana de octubre que jamás olvidaré. El lunes asistí al colegio como dictaba el orden habitual: me levanté a las seis de la mañana, desayuné, tomé el transporte público, llegué y atravesé el portón de acceso a las 6:55 am, pues la primera clase empezaba a las 7:00 am en punto, la cual tuvimos con regularidad seguida del resto de asignaturas que comprendían el horario del día. Desde el transcurso de las primeras horas percibía un ambiente enrarecido, desde el tono de los maestros, la actitud de mis compañeros, el clima nebuloso del exterior, e incluso el aire que se respiraba en el aula, todo lo que me rodeaba estaba permeado de una rareza indescriptible que vaticinaba la mezcla de dos mundo: el material y el alucinante. Por esta serie de factores estaba convencido de que no era un día convencional, es decir, como a los que estaba acostumbrado desde mi reinserción, pues los acontecimientos hasta el momento sucedidos no concordaban con el orden de la normalidad correspondiente, y lo más intrigante era el desconocimiento del trasfondo de aquella alteración. (…)

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(…)Durante la última asignatura del día no pude evitar reflexionar sobre el asunto con gran devoción hasta llegar a un estado de abstracción exacerbado; la plática y los temas de la clase pasaron a un segundo plano que me resultaba distante y ajeno debido a mi cavilación concentrada. Empecé a cuestionarme a qué se debería esa irrupción anormal en mi espacio rutinario, y mientras lo analizaba surgían uno tras otro motivos -cada uno más inverosímil que el anterior-, por lo que lejos de esclarecer la situación mi mente empezó a divagar sin rumbo. La jornada escolar finalizó y yo no podía abstraerme de mi ensimismamiento, pues las ideas sobre todo tipo de cuestiones extrañas rondaban en mi cabeza. Una vez iniciada mi retirada de la escuela, apenas había avanzado tres cuadras cuando un carro pitó tenuemente tres veces, sonidos que indudablemente eran dirigidos hacía mi con la intención de acercarme al vehículo; diversos pensamientos pasaron por mi mente: un secuestro, algún pervertido persiguiendo menores, un carro fantasma, etcétera. La incertidumbre del acontecimiento despertó en mí relativa curiosidad, pues sólo una cosa era cierta: ese coche estaba llamándome y esperaba mi acercamiento. El suceso demandaba entereza de mi parte y actué en correspondencia; sin titubeos ni pretendiendo temeridad decidí atender el llamado, pues hubo algo en la situación que me transmitió un atisbo de confiabilidad balsámico. Mientras me acercaba al vehículo los latidos de mi corazón se aceleraron y la incertidumbre se incrementaba exponencialmente; creo que previo a la revelación de la naturaleza del encuentro estuve al borde de un colapso nervioso consecuencia de mis emociones reprimidas en búsqueda de escape. Finalmente, se esclareció ante mí la esencia de aquel atípico llamado; me paré frente a una de las puertas laterales y conforme el cristal de la ventana bajaba mis ojos vislumbraron una imagen entrañable que habían añorado durante años: el rostro de mi madre.

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El reencuentro fue catártico al instante, las emociones que hasta el momento habían sido contenidas se desbordaron sin control, desmesuradamente arremetieron la nostalgia, la alegría, la sorpresa, la incredulidad, se manifestaron de manera caleidoscópica; durante algunos segundos mi cognición se fragmentó por completo ante lo paranormal del suceso. Lo más estremecedor era la verosimilitud del encuentro, pues la escena que tenía frente a mis ojos atravesaba el umbral hacia lo real procedente de otra dimensión: un ser que ya no existía se materializaba con su corporalidad íntegra, con la misma forma que yacía en mi memoria, el mismo semblante carismático, la misma mirada pacífica, la misma sonrisa imperturbable, todos los rasgos que recordaba característicos de ella, y esta veracidad me dejaba atónito, sin saber cómo reaccionar ante la súbita experiencia, un limbo emocional que me dejó desorbitado. - “Hola mi amor, te he extrañado mucho, ¿tú no?”-, fueron las primeras palabras pronunciadas por aquel ente paranormal que yacía frente a mí. - “Mmm claro que sí, cómo no habría de hacerlo si cada día me pregunto cómo sería mi vida si estuvieras conmigo”fue mi respuesta sin pensarla demasiado. –“Lo sé mi amor, sé que me fui de repente, ni siquiera me dio tiempo de despedirme; creo que te debo una disculpa por eso. Pero aquí estoy, he regresado, y ya nunca más volveré a irme”, el encuentro me seguía demandando entereza y poniendo a prueba mi cordura, pero yo estaba decidido a develar el trasfondo del misterio. “¿Y por qué tardaste tanto tiempo en regresar? Tantos años sin tu compañía han sido difíciles, te he extrañado cada minuto desde que partiste, y supongo que no sabes lo mucho que he sufrido todos estos años, porque, de otro modo, no entiendo por qué regresas hasta ahora”-, le dije intentando convencerme de que en verdad era mi madre la que tenía ante mis ojos.

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La plática se prolongó durante horas con el coche en movimiento; al subir me dijo que me llevaría al lugar donde estaba viviendo para que fuera a visitarla cuando quisiera, lo cual me pareció buena idea para saber dónde poder localizarla. En el trayecto, la conversación consistió en dos roles discursivos: yo interpelándola con diversos cuestionamientos y reclamos acerca de su ausencia, y ella explicándome el trasfondo que había detrás de la misma y de su repentina aparición ahora tanto tiempo después; no pretendía sonar inmaduro o insensible, así que permití que respondiera con solvencia y profundizará en su argumentación después de cada una de mis interrogaciones. Sin entender del todo por el escepticismo que marcaba mi perspectiva, escuché la disertación apológica de mi madre sobre los motivos que la orillaron a mantener su distanciamiento, razones que escapaban a mi entendimiento por tener una procedencia mística, y que gradualmente se revelarían como fragmentos de la fantasía experimentada. Así, estas palabras lograron surtir efecto por cierta clase de hipnosis más que por lógica argumentativa, y el trayecto se convirtió en una experiencia onírica y surreal; incluso recuerdo que, al mirar por la ventana mientras transcurría la conversación, me eran revelados aspectos de la ciudad que nunca antes había percibido, generando la duda de si en verdad eran fragmentos urbanos nuevos o era el entorno de siempre modificado por mi estado de intriga mental; mis ojos observaban edificios y construcciones como nunca antes, generando un extrañamiento particular respecto a esta parte de la urbe que me resultaba inquietantemente ajena, dando la idea incluso de que era otra la ciudad en la que nos encontrábamos y no el lugar donde había crecido y vivido durante tantos años.

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De cualquier modo, el viaje continuó hasta llegar al lugar mencionado, una cabaña ubicada en las afueras, apartada del ambiente citadino, un sitio que me transmitió una calma y una paz que nunca antes había sentido, propiciadas quizá por el entorno natural que prevalecía, pues estábamos rodeados de vegetación. Al bajarme del carro pude apreciar la belleza del ambiente, árboles que se meneaban en compás con el viento, el silbido de las aves cantando en sus copas, el sonido de un río que corría en la cercanía, en fin, un escenario orgánico pletórico purificador, completado con la mejor compañía, la que había anhelado durante mucho tiempo y que me brindaba un sentimiento de alegría que había decidido no dejar ir nunca más. Sin mayor preámbulo, mi madre abrió la puerta y entramos a la casa, la cual emanaba un aroma reconfortante en cada una de sus piezas: un pasillo con cuadros de estilo postimpresionista -obras de Van Gogh entre ellos-, una estancia con muebles y chimenea rústicos, y en la que se encontraba un enorme librero con ejemplares antiguos y de colección -una edición única del Quijote destacaba en una de sus repisas-, una cocina con un horno de leña típico de casas de antaño y una alacena igual de anacrónica; para mí, un espacio hogareño de ensueño. Las recámaras también estaban compuestas acorde a esta estética vetusta que cobijaba al visitante con un entorno familiar, entrañable por su comodidad y su atmósfera que, al igual que el exterior, transmitía un aura de tranquilidad imperturbable. Debido a este bienestar y a la fluida plática entre madre e hijo, las horas pasaron volando en la estancia; conversamos de todo un poco: mi desempeño escolar, la relación con mi padre, el ambiente familiar en casa, mis relaciones amorosas, mi rendimiento deportivo y más temas que le generaban interés a mi madre y que, quizás influido por la sensación de la experiencia, me resultaba grato abordar. (…)

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(…)Le conté sobre mis diplomas de la primaria, de Berenice, mi novia de la secundaria, el torneo de fútbol en el que habíamos participado con el equipo, la personalidad obtusa y chapada a la antigua de mi padre -que ella ya conocía pero quería recordar con mayor nitidez-, en fin, anécdotas y fragmentos diversos del transcurso de mi vida en su ausencia, retazos del lienzo traslucido que era mi existencia en este mundo desde su partida. Después de una conversación prolongada durante horas, miré por la ventana y noté que estaba por anochecer, lo cual me hizo abandonar mi estado de abstracción enfocada en el diálogo y recordar que tenía que partir para no llegar tarde a mi casa. Le comenté a mi mamá que ya era hora de irme, y ella no pudo disimular su expresión de congoja ante mi partida, y a pesar de ello no dudo en ofrecerse para acompañarme y llevarme en su coche hasta donde pudiera tomar mi transporte sin dificultad, lo cual no dudé en agradecerle. Ya encaminados en el trayecto y antes de nuestra incierta despedida, le pregunté si volvería a verla, y ella respondió que eso dependía enteramente de mí, ya que si quería seguir viéndola no debía decirle a nadie sobre nuestro encuentro. -“¿Ni siquiera a papá?”, le pregunté con cierto escepticismo –“Absolutamente a nadie, principalmente a papá”, contestó tajantemente. Llegado el momento al acercarnos a la parada del transporte, nos despedimos con un dejo de aflicción de mi parte ante el presentimiento desalentador que me agobiaba, lo cual hizo que me despidiera con la zozobra de pensar que sería la última vez que vería a mí madre. Ella me dio un beso en la frente y partió por la ruta de la que veníamos, y a medida que el vehículo se alejaba no supe determinar si se desmaterializaba o simplemente desaparecía de mi rango de visión, algo que sigo cuestionándome hasta la fecha; de cualquier modo, al momento no le tomé mayor importancia y abordé el camión para ir a mi casa y llegar ya entrada la noche. (…)

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(…)Mi ausencia durante toda la tarde obviamente generó interés, pues mientras cenábamos papá preguntó a dónde había ido después del colegio, y recordando las palabras de mi madre decidí guardar silencio sobre lo ocurrido, e inventé que había ido a hacer tarea a casa de un amigo; papá escuchó sin cuestionar más. Sin embargo, la ansiedad por contárselo a alguien me consumía, quería desahogar el cúmulo de emociones que amenazaban con ser causa de un insomnio perturbador, por lo que, postrado en mi cama y meditando sin poder conciliar el sueño, decidí revelarle el acontecimiento a mi hermano, narración que duró aproximadamente una hora entre descripciones y detalles de la insólita experiencia. Por fin desahogado, traspasé el umbral de la vigilia sin la certeza de que mi hermano hubiera creído lo que le había contado, pero sí con la tranquilidad de haber sido escuchado por alguien sobre mi reencuentro con el ser amado en cuestión, sensación que me hizo sucumbir al sueño de forma inmediata y descansar como hacía tiempo no había podido hacerlo. Al día siguiente desperté con un ánimo renovado, un talante altivo y convencido de que todo iría mejor a partir de ahora: la escuela, el amor, la relación con mi padre, en fin, todo. Así, este humor me hizo retomar la rutina con una actitud positiva y dispuesto a sacarle provecho a todo lo que se presentara, pues el destino me había dado un incentivo espiritual que había provocado un replanteamiento filosófico sobre lo importante de la vida, con la convicción de no dejarme absorber por los tonos grisáceos imperantes y brillar con luz propia fiel a mi nueva visión del mundo. Con el ambiente rutinario normalizado finalizó una jornada escolar más, y yo escapé de ese lugar esperando tener otra recarga mística, así que sin pensarlo me puse en marcha en el camión que supuse me llevaría al lugar en el que había experimentado esa paz incomparable del día anterior. (…)

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Al ir sentado mirando por la ventana, las ansías por sentir nuevamente ese remanso de quietud labriega dominaban todo mi subconsciente, y desde antes de llegar mi mente ya había abandonado el cuerpo y se había transportado aquel sitio purificador, por lo que el trayecto consistió en un juego introspectivo de los sentidos que recurría al desprendimiento corporal para su satisfacer su demanda sensorial; no obstante, al llegar al lugar fui recibido por un inesperado giro de la realidad. Llegué caminando por la vereda de terracería que conducía a la cabaña, mis expectativas prevalecían en sintonía con la experiencia del día anterior, pues el escenario exterior mantenía su aura rural pletórica. No obstante, al acercarme cada vez más a la casa pude percatarme de su estado descuidado, pues la construcción aparentaba abandono en lo desgastado de su fachada y el deterioro de su estructura, una soledad longeva que me transmitió un halo fantasmal y que me ubicó en plena frontera entre la realidad y la fantasía. Determinado a investigar sobre este vuelco extraordinario, subí las escaleras del pórtico y llamé a la puerta de la morada, dándome cuenta que ésta se hallaba sin llave y de acceso libre al visitante, y al empujarla suavemente para ver hacia el interior, una brisa espectral me recorrió el rostro, dejándome helado de forma inmediata y con el cuerpo petrificado por la impresión fantasmagórica. A pesar de este contacto paranormal y con esa aura aun rondando en el lugar, superé mi temor impulsado por el instinto e ingresé a la estancia de la casa, pues mi curiosidad por revelar el fondo del fenómeno me incitaba a indagar aún más. Di unos cuantos pasos para adentrarme en la pieza principal, hice un paneo visual intentando identificar elementos que me permitieran estructurar una teoría sólida acerca del suceso sobrenatural, cuando sentí -con plena seguridad de ello- un beso en la frente como si unos labios se hubiesen materializado para la acción, acompañado a su vez de dos palabras que traspasaron mi alma como un bálsamo sanador y que entendí eran la epifanía que inconscientemente buscaba: (…)

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-“Adiós, hijo…”; lo supe enseguida, la despedida que mi espíritu había anhelado por tanto tiempo se consumaba con esas palabras que todavía mantienen su eco como si estuviesen siendo pronunciadas

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Aquellos recuerdos Por: Yessika María Rengifo Castillo

Yessika María Rengifo Castillo

Aquellos recuerdos Por: Yessika María Rengifo Castillo Aquellos recuerdos desgastan mi alma en noches sombrías. Aquellos recuerdos susurran tu nombre en el viento.

Escritora colombiana. Docente, licenciada en Humanidades y Lengua Castellana, especialista en Infancia, Cultura y Desarrollo, y Magister en Infancia y Cultura de la Universidad Distrital Francisco José De Caldas, Colombia. Desde niña ha sido una apasionada por los procesos de lecto-escritura, ha publicado para diversas revistas. Ha participado en diferentes concursos nacionales e internacionales, de cuentos y poesías. Autora del poemario: Palabras en la distancia (2015), y los libros El silencio y otras historias, y Luciana y algo más que contar, en el librototal.com. Ganadora d e l I Concurso Internacional Literario de Minipoemas Recuerda, 2017 con la obra: No te recuerdo, Amanda.

Aquellos recuerdos juegan con el tiempo que se detuvo en tu ausencia. Aquellos recuerdos desvanecen las margaritas que emanaban de tu cabello. Aquellos recuerdos marchitaron el trigo de las mariposas negras. Aquellos recuerdos se llevaron los días de verano. Aquellos recuerdos cerraron la ventana de nuestra luna. Aquellos recuerdos engalanaron la primavera con una tarde de invierno. Aquellos recuerdos se llevaron el unicornio azul de los sueños. Aquellos recuerdos trasladaron las melodías de nuestra canción.

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Aquellos recuerdos le quitaron al sol tu rostro. Aquellos recuerdos eliminaron nuestra constelación de las estrellas. Aquellos recuerdos cerraron la puerta de nuestros retoños. Aquellos recuerdos borraron las hojas del diario de nuestra vida. Aquellos recuerdos limpiaron tu sudor de nuestra cama. Aquellos recuerdos despojaron nuestras camelias del jardín. Aquellos recuerdos usurparon nuestros viajes al bosque. Aquellos recuerdos sustrajeron al Ciprés de nuestras montañas. Aquellos recuerdos danzan en las estrellas de tus ojos celestes. Aquellos recuerdos, no han podido aniquilar el fuego de tu amor

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El abrazo a la inocencia Por: José N. Méndez

José N. Méndez

El abrazo a la inocencia Por: José N. Méndez (A mis sobrinos, todos)

Vivo en La Calera Cundinamarca, soy autodidacta, mi educación superior se edifica mediante la curiosidad, la lectura, mis gustos literarios no tienen limite alguno; todo aquello que enriquezca el conocimiento tiene mi interés. Escribo poesía y relato, participo activamente en el GAB (Grupo de Amigos de la biblioteca) en la Biblioteca municipal Amadeo Rodriguez, aquí en La Calera, como representante; aún no he publicado por falta de fondos.

La inocencia se halla dormida en cueva de brazos ajenos; lejos del fantasma cuyos gritos; caballos grotescos galopando fuera de las tentaciones de San Antonio, alcancen su psique durante la cabalgata. Flor que estuvo contenida se abre despacio, con una veta inacabable de calma; proteína cuya deficiencia le ha sido diagnosticada al mundo.

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Descansa. Y una decena de mariposas guardadas en pupilas; arriban a las costas de su piel. Ola diminuta; cuyo leve intento por volverse marejada desata la alegría. Abrazo a la flor; flor que estuvo contenida, flor que abre, flor que me hace sintonizar en la voz el arrullo y en la balsa de Morfeo; viajar un par de décadas

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CONVOCATORIA PERMANENTE La revista Nudo Gordiano es una revista literaria colaborativa que acepta permanentemente propuestas en forma de cuentos, poemas, ensayos, fotografías y reseñas literarias. La convocatoria para recepción de propuestas para cada número se abre automáticamente cuando el número anterior es publicado. Considerando que algunos números son temáticos o tienen requisitos especiales para los textos a considerar, suplicamos a los interesados que revisen cada convocatoria vigente en la página oficial, www.revistanudogordiano.com, o en nuestra cuenta de Twitter, @NudoGordianoMx, que será publicada un día después del estreno de cada número. Las propuestas, independientemente de los requisitos especiales para cada número, deberán siempre ser enviadas al correo revistanudogordiano@gmail.com en español y en tipografía de 12 puntos con interlineado de 1.5. El consejo editorial se reserva el derecho de juzgar las propuestas para seleccionar los textos a publicar en cada número. Los autores de textos e imágenes publicados en Nudo Gordiano conservan siempre los derechos intelectuales de su obra y solo ceden a Nudo Gordiano los derechos de publicación para cada número.

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