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Habitaciones de motel, por Cuasireloj Gerbos Abastos - Cuentos

Habitaciones de motel

Por: Cuasireloj Gerbos Abastos

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“…sacó medio cuerpo fuera de la ventana, y extendió sus brazos hacia el vacío.”

(Franz Kafka. El Proceso.)

Ambos miraron el techo de gotéle blanco del motel, bordeado por una moldura de yeso anaranjado. Afuera, el ocaso asediaba el cielo tupido de moho nocturno. ¿En qué piensas? En nada. Ella se sube la ropa interior, lentamente, como si de una vergüenza se tratara; con el antebrazo izquierdo, cubre sus pechos que reposan a los costados, entre sus costillas. En verdad lo siento. No sé qué me pasa. Bueno… en realidad, la moldura del techo me recuerda un poema. No sé por qué. Él la mira, estudia el perfil de su rostro, estudia cómo puede entrar aquel poema en todo esto. Lentamente, el joven estira su mano izquierda, con las yemas de sus dedos recorre el antebrazo que cubre los pechos de la mujer, siente sus bellos en el antebrazo, la delicada piel, hasta que llega a su mano y entrelazan los dedos; la va regresando a la cama, a las sábanas blancas, a él mismo, descubriendo así sus abultados pechos, quiere ver sus pezones erizados, quiere ver cómo se sombrean entre la oscuridad de la habitación por la luz del farol que custodia su intimidad tras la ventana. Tiene la piel del color de las ciudades por la noche, de un dorado transparente y acendrado.

¿De qué iba el poema? De esto, de todo esto… eso creo. Entiendo. Sí. Puede ver el pequeño pubis de su sexo que sobresale de la delgada tela rosada de su ropa interior. Quisiera olerlo, quisiera besarlo, dormir, morir, vivir ahí, todo lo demás es sólo una desgracia, sólo ahí es reconciliación, sólo ahí es redención de su hombría. Pero es incapaz, es incapaz, demasiado… qué. Entonces ella lo voltea a ver, tras su rostro hay un espejo, y por eso el joven tiene miedo, no por el terror del reflejo, sino porque no puede verse a través de sus ojos, y sin embargo, vuelve a desviar la mirada, y la mano del joven se limita a recorrerle el vientre y el contorno de sus pechos; a veces, de vez en vez, cruza los dedos en sus pezones rosáceos, contorneando la delicadeza de la aréola; no puede creer lo frágil que un cuerpo puede llegar a ser. Entonces ella cierra los ojos, arquea su espalda baja, el vientre sobresale, se anchan las costillas, se tensan las extremidades, se suspira y se gime quedamente porque nada más importa, y el absurdo es tan grande que se abarca a sí mismo, y es tan bello, que nada de eso importa; es incapaz de poseerlo, para él, es sólo un dulce dolor, una tortura contemplativa, una flor que no entiende, un color que nunca ha visto, que le es tan desconocido la naturaleza de su belleza, y nada más, nada más puede hacer. Así, ella regresa a sí misma, su cuerpo descansa, se sabe sola y defraudada, frustrada. ¿Ahora en qué piensas? En nada. Piensas en algo. Pienso en la nada. Explícate. En el vacío. Sabe que eso es un reproche. Que sus labios le reprochan el abandono de su cuerpo por el aislamiento del suyo. Esperaba ella florecer en sus manos, pero sólo halló el vacío, porque todo él no tiene nada que ofrecer, así entonces, eso le dice, eso le confiesa.

Pensar en el vacío ¿Eso sientes? Dije lo que pensaba, no lo que sentía. ¿Y qué sientes? Silencio, ella le da la espalda. Siente el silencio. Ya es la tercera vez que pasa ¿sabes? Lo sé, lo sé… El joven suspira. Se frota el rostro, intenta, más bien, lastimarse el rostro, presiona las uñas de sus manos con fuerza desmedida sobre la piel, hasta hacer temblar sus brazos. ¿Qué te ocurre? Nada. Nada, eso es lo que siempre le ocurre. Nada. (…)

(…)Ella vuelve a posar su mirada en la ventana, escucha el sonido de la ciudad desarrollando la vida, mira la noche de oquedad, mira el farol, su guardián de luz ¿O es su verdugo? Mira entonces las otras habitaciones del motel. No somos los únicos. ¿Qué dices? Allá afuera hay otros cuartos, otras personas… No estamos solos. Estas palabras no las pudo escuchar ella, las susurró sólo para él, porque ella ya está resignada. Si tan sólo pudiera recordarlo. Era algo sobre las noches y las ciudades. Vuelve a suspirar, el joven recorre con la mirada y la mano toda la espalda, esa espalda de pliegues firmes, elegantes; las costillas que sobresalen de su piel, como las rallas del pelaje de un animal desconocido, adormilado; las estrechas caderas, las nalgas, que le insinúan cosas extrañas, es otra esperanza, es otro camino. Pero él no acerca su cuerpo al destino de esa posibilidad, sino que la esquiva, le avergüenza recorrerlo y fallar. Entiende, que el destino también puede perderse.

Cuando se cerciora de que está dormida, se levanta, cubre con las sábanas de la cama el cuerpo desnudo de la joven, aún fresco, aún virgen. Entonces se dirige hacia la ventana, su cuerpo se inclina sobre el alféizar b o r d e a d o d e m a c e t a s c o n f l o r e s . Q u i s i e r a acompañarse de un cigarrillo. Ve entonces cómo otro hombre, en otra habitación frente a la suya, sale también desnudo, encendiendo un cigarrillo y comenzando a fumarlo mientras inclina la mirada hacia la noche muerta, donde no hay estrellas. La luz del farol ilumina su rostro y el joven es capaz de reconocerse en él, pues son la misma persona, no hay sorpresa, no hay miedo, sólo una inquietante incertidumbre por aquél otro hombre; el otro lo voltea a ver, pero lo mira, como se mira cualquier cosa, indistintamente.

De repente, sus miradas son interrumpidas, la mujer del joven sale por su espala, la luz del farol le ilumina también, el otro hombre se reclina sobre el alféizar, fuma de su cigarrillo. (…)

(…)Ella lo abraza con secreta desesperación, se disculpa por su frío comportamiento, y lentamente va bajando los brazos hasta tener el miembro del joven entre sus manos. Poco a poco comienza a masturbarlo. Él quiere advertirle… No digas nada. Yo quiero esto. Quiero un testigo… La joven lo toca con más vehemencia hasta que comienza a surgir la erección tan deseada. Es lo que te gusta, ¿verdad? Ella posa sus ojos en los ojos del otro hombre. Entre jadeos dice: Ya recuerdo… de qué iba el poema. Era… era sobre por qué… son tan tristes las noches en las ciudades… ¿Por qué? Somos nosotros, somos nosotros quienes nos robamos las estrellas, y por eso son tan tristes. Entonces un leve gemido envuelve el silencio. Ella desvía la mirada del otro hombre, y besa tiernamente el cuello del joven. Los tres miran al cielo, luego ella baja la mirada. Mira ¿lo ves? Son las estrellas. El joven ve su semen sobre las hojas y las flores de las masetas que adorna el alfeizar de la ventana, fluorescente, blanquecino. Ella llora repentinamente. Él cree erróneamente que por su culpa, por orillarla a esto. Ella entiende que él piensa eso, e intenta consolarlo. No es nada. Pero es todo, tan inaudito es su repentino llanto, como el robo estelar. Y piensa… quién nos habrá robado esta noche…

En la habitación, el otro hombre sólo es capaz de escucharla dormir: la respiración, su cuerpo revolviéndose entre las sábanas. Vuelve a mirar hacia la otra habitación, donde solamente ondula en el aire una cortina blanca. Avienta el cigarrillo hacia aquella dirección, y desaparece de la luz del farol, del la noche que en su tiempo conticinio le recrimina su robo. Regresa a la habitación, hacia sus propias sombras. Nadie le espera.