Nudo Gordiano #35

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Marzo-Abril No.35

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2024. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

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Cuentos - la Espada

Poemas - la Lanza

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Divagando 6 Juan Martínez Reyes El Poder de la Oración 8 Reynaldo Bernal Cárdenas (1+1)+1= 10 Rodrigo Castro Moral Los Tres 12 Jesús Loarte Entre el Sueño y la Pesadilla 16 Jesús Loarte Agua...Sólo Agua 18 Walter Hugo Rotela Muerte, Compañera Anhelante 22 Rubén Hugo Carballo
Quítame el Aliento 26 Isabel María Hernández Rodríguez El Cansancio Infinito 28 Hugo René García Valladores Herencia Familiar 32 Gerardo Javier García Arroyo Háblame 34 Natasha Cares Leiva
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El poema se desangra entre las hojas mustias lleva un nombre inscrito entre las soledades se esconde bajo la levedad de la tarde el viento trae un sonido silente de una vaga sonrisa alguien camina

mirando la utopía que se escapa lentamente el rumor de la mañana avanza nadie te recuerda

todos han partido sin gloria eres el último rapsoda sí el último has aprendido el arte de alargar la vida pobre a nadie le importa la poesía. Una estela en el firmamento va muriendo entre las nubes tornasoladas y despabilas una ráfaga como un destello en tu ser cuando las palabras vencen el vacío la espesura de la nada viaja entre las hojas y el silencio habita tu sendero incierto.

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Reynaldo Bernal Cárdenas

Aquel día temprano un resplandor leve y caprichoso se coló por el ventanal y tuvo un efecto estimulante sobre mi creatividad aletargada. Hacía días que sentía como que cargaba siglos de infecundidad creadora; no había ideado nada importante en mucho tiempo y mi vida se blandía en una sensación de mansa inexistencia. Desde luego aproveché el carácter propicio del momento, (que con la edad suele presentarse con menor frecuencia), y tras una ducha tibia y un desayuno frugal, me aboqué por rutina al asunto en la tranquilidad de mi estudio.

Tomé una hoja de papel, la puse en la máquina de escribir y la numeré; moví los dedos sobre el teclado y los estiré tres, cuatro veces, hasta que la tensión cedió por completo. Miré los tipos con un arrojo incierto, saqué de mi escritorio algunas fichas en las que había tomado notas sobre el cuento que quería escribir y las leí. Entonces, cuando una idea ambigua del primer párrafo por fin apareció, me dejé ir hacia las imágenes de ficción instaladas por meses en mi cabeza que ahora reclamaban autonomía para buscar su propio color y movimiento. Clac, clac: “La mujer recibió el vaso con agua, se tragó la pastilla y, temblorosa, sorbió el líquido hasta que sintió alivio en su garganta volcánica…”. ¡No! el término volcánica suena fatal. Ummm. Ya lo revisaré, me dije, y volví a entregarme a la familiar felicidad de ver correr dócilmente las frases. Había que esmerarse con las primeras líneas, claro, aunque por primera vez intentaría proseguir sin detenerme a corregir. La premisa nada original, desde luego, era retratar

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las circunstancias tortuosas que hundían en la adversidad las vidas de una mujer enferma y de su hija de ocho años, (que para efecto de la historia constituía su única compañía), tejerlas con delgados hilos narrativos y valerme de los artificios literarios para pergeñar en el argumento mis inflexibles convicciones ateas. Intentaría demostrar que el concepto de Dios era una argucia bien diseñada; nada distinto al consuelo simple de cualquier desventurado. Eché mano de aquel planteamiento lastimoso porque me pareció que bien podría ser real y se ajustaba a la intención y efecto que buscaba. Por otro lado, para sugerir la percepción de verosimilitud y profunda zozobra, ambienté el cuento en el extrarradio de los barrios bajos de una ciudad cualquiera y en la estrechez de un pequeño rancho de latas desbordado de pobreza infame donde el infortunio rompía, implacable, los diques debilitados de la voluntad de las dos mujeres, y donde sólo el afecto, hacía mella a aquel régimen de penurias.

Volví la vista a las fichas. ¿Qué escribí en ésta? Ah, sí: “…por las noches, a la luz de una flébil lamparilla, la niña velaba con estoicismo las horas de aflicción de la madre, y por las mañanas se dirigía, con el sueño aún adherido a los párpados, a los vertederos donde rastreaba cualquier cachivache que pudiese vender para comprar las medicinas, o bien, allegándose de un carretón de mercado y rescatar mercadería vencida o frutas a medio pudrir que aún pudiesen ser consumidas…” ¡Sí, ya tenía la estructura argumental más o menos definida!

virtiendo indiferente tal infortunio, ni siquiera en la ficción literaria. De manera que llevé a los personajes al límite. Ummm. Ahí me detuve. Releí. Estaba cayendo en un lugar común.

El relato —pensé— sería apenas burdo melodrama si la madre se recuperaba y todos contentos. Para no arruinarlo, indefectiblemente debía morir. En eso estaba cuando me di cuenta que, luego de veintidós páginas, diez horas de obcecada labor de escritura, y veintitantos cafés, la noche me había encontrado peinando mi blanca barba con la mano y buscando la manera más justa de dar por terminada la historia; quería encontrar un final inesperado por completo asombroso, fantástico quizá. De tarde, y ya vencido por la fatiga, tuve que irme a la cama dejando el cuento inacabado.

El tipo de narrador sería omnisciente, por supuesto, era el que mejor me iba. “Un gran progreso”, pensé. Seguí estudiando posibilidades mientras escribía frases deshilvanadas, farragosas, que claramente cambiaría después en la corrección; así avancé unas cuantas páginas. Inferí también que debía mostrar al lector un grado de extrema adversidad acechando a los personajes a lo largo de la historia, pues eso reforzaría la impresión de que un ser todopoderoso, al cual iba a referirme unos párrafos más adelante, no podía existir ad-

Me dormí en la certidumbre de terminarlo con las primeras cenizas del alba, sabía que algo se me ocurriría. Y sucedió que, en el fondo de mi sueño, vi a la niña arrodillada al lado del lecho de su mamá, (me sorprendió lo reales que eran, ¿tendría ya mi final?), con las palmas de sus manitas juntas, buscando el cielo ilusorio de mi estudio e implorándome en oración: “Sabes que me he portado bien, te pido que no te lleves a mi mamá. ¡Eres un buen Dios y no querrás quitármela…!” Y continuó el rezo por varios minutos con tanta devoción que yo en el sueño sentí que debía —y podía— tocar su pequeño corazón. Y lo hice. Así que aquel personaje infantil tomó la mano de la madre que reposaba sobre una biblia que acababa de ponerle en el pecho, miró a lo alto con entereza y sonrió esperanzada. Fue entonces que tuve exacta conciencia de mi propia realidad. Tras una mullida sensación de levedad que no puedo explicar (de repente perdí adherencia, quise asirme con desespero a cualquier forma de materialidad), comprendí que no iba a despertar del sueño en el que creía estar porque la aserción de mi existencia gravitaba en la certeza de mis propias convicciones. Así que cuanto creía ser no pasaba de una mera ilusión. Todo quedó claro en un instante: yo no había imaginado una historia y unos personajes. Ellos me imaginaban a mí.

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La luz de la tarde se filtra por las ventanas de la sala y cae como manto dorado sobre el papel mural, sobre la mesa de centro y sobre la alfombra donde Andreíta juega a que es doctora. Desde el comedor, sentado en la cabecera de la mesa vacía, yo la veo desvestir a su paciente, una muñeca destartalada, de trapo, cuyo relleno brota como maleza a través de las costuras sueltas. De un estuche con corazones rosados, Andreíta saca un estetoscopio de plástico y lo posa en el pecho de la muñeca. “A ver, Adela, respira profundo”, le indica con el ceño fruncido, “aguanta el aire… Ya, muy bien. Ahora suéltalo de a poquito…”.

Son casi las cinco de la tarde y si bien llevo aquí más de una hora, aún no me saco el overol, supongo que es porque me gusta el olor que lleva impregnado: olor a alcohol mineral y a libros viejos que en tardes asoleadas como esta, no sé bien porqué, me hace recordar a mi abuelo. Es un recuerdo difuso, fragmentado y lleno de estática que a pesar de lo nebuloso, me produce leves destellos de calma.

Creo que hoy es martes. Martes o miércoles. No lo sé con exactitud. Lo que sí sé es que es fin de mes; lo sé porque lo primero que hizo Claudia cuando llegó fue acordarse que mañana hay que mandar el cheque de la renta. “¿Dónde habré dejado los sobres?”, preguntó exasperada mientras escarbaba el cajón de la cocina donde guarda los artículos de escritorio. “Amor, ¿has visto los sobres?”. Quisiera fumar, pero la idea de tener que levantarme y salir al balcón me produce escalofríos.

Entrelazo los dedos a la altura del mentón y al sentir el olor a nicotina que me impregna las yemas, me muerdo un costado del labio inferior con ansiedad. “Debería dejar el cigarrillo de una vez por todas, carajo”, pienso con la mirada perdida en Andreíta que, con cara de preocupación, devuelve el estetoscopio al estuche y saca una jeringa de color verde. “A ver, Adelita, te voy a poner una inyección”, dice apoyando la jeringa en el brazo de la muñeca. “Te va a doler un poquito pero después te vas a sentir mejor, ¿ya?”. Corrijo mi postura hasta que mi espalda alcanza el respaldo de la silla. Empujo con las piernas y cuando las patas delanteras de la silla se despegan del suelo, miro hacia el otro lado, hacia la cocina donde Claudia, vestida aún con el uniforme del Narragonia Inn, prepara un par de sándwiches. Acomoda los ingredientes sobre el mesón y mientras pone las rebanadas de pan en la tostadora, tararea una canción que si mal no recuerdo pertenece a un grupo ochentero de pop español.

Según el termostato hace calor, pero lo que yo siento es un frío húmedo, pegajoso, que me recorre el espinazo y me cala hasta los huesos. Me toco la frente para medirme la temperatura y cuando retiro la mano, descubro con sorpresa que estoy empapado en sudor. “No pasa nada”, digo de los dientes para adentro. Me seco la mano en la tela de los pantalones y desvío la atención hacia la sala donde Andreíta, arrodillada en el suelo, intenta aplacar el malestar de la muñeca. “¿Todavía te duele, Adela?”, pregunta con voz temblorosa. “A ver, mi niña, respira… No te alteres. Respira…”.

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Rodrigo Castro Moral

Respiro profundo, con fuerza, y percibo el tenue aroma a pan tostado, a detergente y a jugo de mango que emana de la cocina. “Sombra aquí y sombra allá, maquíllate, maquíllate”, canta Claudia mientras esparce mayonesa sobre las lonjas de pan. “Un espejo de cristal y mírate, y mírate”, completo el estribillo susurrando, moviendo apenas los labios. Sonrío con dejos de culpa, consciente de que no debería dejarme llevar por impulsos pueriles. Levanto la mirada y con total apatía, reviso mi reflejo en el cristal del cuadro colgado en el comedor. Reparo en mis párpados caídos, en mis mejillas hundidas y en mis encías hinchadas, y si bien no me sorprende el desgaste que evidencia mi rostro, siento como si una repentina ola de cansancio me envolviese de pie a cabeza. La luz de la tarde se desplaza lentamente por el piso de la sala hasta alcanzar a Andreíta, que se pone de pie de un salto y comienza a mecer a la muñeca con apremio. “¿Qué te pasa, Adelita?”, gime en voz baja, haciendo movimientos cortos, casi bruscos. “¿Por qué te sacudes así, mi niña?”. Me aliso la frente con los dedos, incómodo e irritado. Poso las manos sudadas sobre el mantel y más por inercia que convicción, repito en silencio que esto es sólo un episodio y que ya luego va a pasar.

En la cocina, un cuchillo cae al piso. Claudia balbucea un improperio, se agacha a recoger el utensilio y después de limpiar con una servilleta las manchas de mayonesa que ensucian las baldosas, voltea la cabeza y mira fijamente hacia el comedor. Cuando sus ojos alcanzan los míos, su mirada me atraviesa como si lo que hubiese llamado su atención estuviese ubicado al otro lado del comedor. Se aparta un mechón de pelo de la frente y luego se acerca presurosa hasta el umbral de la puerta. “¿Qué pasa, amor?”, pregunta con una mezcla de ternura y preocupación. “¿Estás bien?” Yo quisiera decir que todo está bien, que no hay nada de qué preocuparse, pero los gemidos de Andreíta, cada vez más agudos y estridentes, me obligan a mirar hacia la sala. “Di algo, Adela”, suplica la niña. “Háblame, Adelita linda… ¡Dime algo!”. Aprieto las mandíbulas hasta que me duelen los dientes. Claudia endurece las facciones y da un paso al frente hasta que uno de sus pies alcanza la huincha de luz que se cuela por la ventana. “¿Qué te pasa?”, pregunta angustiada. “¿Otra vez se enfermó la Adela?”.

El alarido de Andreíta me hace cerrar los ojos. Empuño las manos sobre las rodillas, agacho la cabeza y de forma inevitable pienso en lo que se viene: citas médicas, cajas y más cajas de pastillas, malestares estomacales, fiebres delirantes y una montaña de formularios. ¡Tantos formularios! “Ya va a pasar”, digo en voz alta sin abrir los ojos, mareado y aturdido por la nitidez del espejismo. Porque eso sí lo tengo claro: esto es un espejismo. ¡Una quimera! Eso lo entiendo. Lo acepto. No lo niego. A pesar del desconcierto y la zozobra, soy consciente de que la realidad, irrefutable y definitiva, es que en este preciso instante sólo hay dos personas aquí en el departamento.

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Jesús Arturo Loarte Ramírez

—¡Agh! Este maldito perro —refunfuñó el gato.

Los arbustos eran su clásico refugio. A pesar de que algunas ramas lo lastimaban, estas eran mejor que los colmillos de su agresor. Lo sabía por experiencia. Lanzó unos zarpazos en señal de defensa, pero no atinó ninguno. Ladrido tras ladrido, el acoso continuaba. Tras unos minutos, el perro chilló y huyó espantado por los humanos.

—Oh, Dios. Ya era hora.

La tripa aún le sonaba y la sed le hacía doler cada maullido lastimero que intentaba. Sin más qué hacer para mitigar el hambre, se echó una siesta a ver si en la noche se topaba con ese escurridizo ratón.

Un escobazo en el lomo fue suficiente para hacerlo huir.

—Gato del demonio. Por su culpa me pegaron.

Ya había sufrido varios de esos y el ponerse bravo ante los humanos no siempre servía de mucho ya que raudamente llegaban otros con cuerdas, palos o lo que encontrasen de camino solo con el fin de castigarlo. En medio de la calle y para el gentío que viene y va, el perro no era digno de recibir las miradas, alguna migaja de pan o tan solo unas palmaditas en la cabeza como consuelo. Su estómago rugió. Quizá entre las plazuelas, los callejones o los puestos de comida ambulante conseguiría algo de misericordia. A ver si ahora funcionaba esa carita patética de inocencia. Lástima que su humano favorito no haya estado por el lugar para salvarlo de los golpes y el hambre.

A prisa, entre piernas y muebles, corría por los recónditos pasillos del convento. Si lo veían, sería ratón frito. Su sola presencia causaba asco, indignación y una persecución que, de perderla, le costaría la vida de la manera más cruel conocida por cualquiera de su especie. En sus fauces, colgaba un pedazo de pan del que podría satisfacerse si llegaba al escondite. Su amigo humano se lo había regalado a espaldas de sus hermanos de hábito. Una vez a salvo, tomó la comida con sus pequeñas patitas y la devoró lo más rápido que pudo. Asomó la cabeza y vio cómo el fraile le guiñaba el ojo. —Mañana te volveré a buscar, amigo. Con la panza satisfecha, el ratón se echó a descansar.

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La tosca mano del fraile acariciaba su lomo. Echado en su regazo, con la tripa llena y la guardia baja, el gato no podía ser más feliz. A diferencia del día anterior, había vencido a sus otros dos rivales en la carrera por el alimento. —Quizá algún día haya suficiente comida para todos. Así no tendremos que pelear entre nosotros mismos —pensó el felino. Se rió de sí mismo por su ingenuidad. La comida aún estaba tibia. Desesperado, el perro comenzó a devorar guiso, arroz y pan. El fraile se agachó para acariciarlo y el can le agradeció lamiéndole la cara. Se sentía un triunfador, astuto y afortunado animal. Qué bueno era olvidarse por un día del hambre, la apatía y la invisibilidad que su estatus le daba. —No es que me dé pena, pero ¿qué comerán hoy los otros dos? Por un momento, se sintió culpable de solo él recibir la bondad del fraile.

La tarde de otoño era fría y los habitantes de Lima continuaban con sus rutinas tras acabar la hora del almuerzo. Los monjes volvieron a las clásicas tareas de limpieza, oración, penitencia y educación. Nadie en el convento se quedaba sin algo qué hacer. Quizá por eso el ratón pensó que sería un buen momento para husmear entre despensas y basureros. Silencioso, recorría la cocina de aquí para allá. Su propio tamaño era una gran ventaja por sobre sus rivales. Con poco se saciaba. Con encontrar una miga, una hoja de lechuga o un poco de guiso, que a algún descuidado se le haya caído, se daba por bien servido.

Tal era su hambre que su paso era más apresurado que de costumbre. Errático y descuidado. Cuando vio un poco de arroz en medio del lugar, no dudó en correr hacia él. Hasta que de pronto el mundo se puso de cabeza y un dolor paralizante lo hizo ponerse panza arriba. El can llegó al convento varios minutos después de que los humanos volvieran a su rutina. No había logrado conseguir la piedad de los transeúntes. Solo una patada en el trasero que majaderamente contestó gruñendo y enseñando los colmillos. Debió huir con avidez antes que una lluvia de piedras hiciera que el hambre fuera el menor de sus problemas.

Alzó la mirada y vio por una de las ventanas del lugar a su humano favorito que rezaba de pie ante un crucifijo. Rezando con tanta devoción que parecía abstraído del mundo. Por alguna razón, había algo raro en él. Parecía más alto de lo normal. En anteriores ocasiones, desde la misma posición, solo distinguía ver el cuello y la cabeza del monje. Ahora lo veía de cintura para arriba. Como si flotara. Se dio una sacudida de cuerpo entero. Qué importaba cómo estaba. Había muchas cosas que no entendía de los humanos como porqué unos eran buenos y otros malos. O porqué los que decían pregonar el bien, lo detestaban y golpeaban solo por haber nacido en las calles.

Solo quería llenar la tripa para ser feliz, luego los dejaría en paz con sus problemas y actitudes. Llegó hasta la puerta enrejada y como pudo se deslizó entre los barrotes como tantas otras veces.

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Se había ocultado entre los arbustos del jardín esperando la distracción de los monjes. Esperaba esa absorción que llevaba a los humanos a olvidarse de que siquiera estaban vivos. Solo así podría empezar su invasión al convento. Una pata por delante, el lomo recto, la cola levantada. El gato estaba listo para emprender la carrera. Una vez dentro, pensó, habría mil formas de evitar las miradas. Solo debía saltar hacia un estante, un candelabro o escurrirse por debajo de los muebles donde su elástica anatomía lo haría invisible.

Emprendió la marcha a toda prisa. Tres monjes que trabajaban en el jardín le daban la espalda y no sintieron su ágil presencia. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando chocó con otro humano que se dirigía hacia las afueras. Lanzó un maullido de sorpresa y espanto. Trastabilló y el humano que lo interceptó, un gordo malhumorado, aprovechó en tomarlo por el cogote y lanzarlo con violencia hacia la tierra seca. Un bullicio se empezó a formar al que luego se le unió el llanto de un can.

Como pudo se puso de pie. Al ratón le retumbaba la cabeza, el sol lo cegaba y el ambiente estaba cargado de miedo y ansiedad. Se hallaba en el jardín. Más precisamente arrinconado. Rodeado de hombres armados con palas, espátulas, mazos y trinches. A su lado no estaban más que sus rivales… otrora rivales. En la misma situación que él. Muertos de miedo, sin estar listos para el dolor y la violencia. Inocentes y miserables animales. Hasta ahí habían llegado sus intentos por sobrevivir. Su lucha diaria tratando de llegar al siguiente. Ante los ojos de los humanos, su fealdad ensuciaba la casa de Dios. Eso se acababa ahora. Entonces, una voz resonó y todos voltearon la mirada.

—¡Ya basta! —Era el fraile amigo de los animales —. ¿Qué les pasa a ustedes, hermanos? Estas criaturas son hijos de Dios. Así como tú, tú, tú y como yo —apuntando a cada uno de ellos.

El fraile se abrió camino entre la multitud. Se agachó, extendió la mano y el ratón subió hasta su hombro. El gato saltó a sus brazos y el perro le lamió la cara. Solo así se sintieron a salvo. Solo así el corazón de los tres dejó de estar desbocado. —Hace mucho escuché de algo llamado “milagro” —dijo el gato —. Dicen los humanos blancos que hombres antiguos curaban heridas, revivían muertos y quitaban demonios.

—Lo he oído —respondió el perro —. Los cuentos que narran parecen antiguos y de tierras lejanas que quizá no existan.

—Quizá no —añadió el ratón —. Pero para nosotros, que no conocemos el mundo, este milagro es todo lo que tenemos y todo lo que necesitamos.

Los tres animales continuaron comiendo del mismo plato. A su alrededor, los monjes miraban absortos cómo Fray Martín de Porres había unido a tres enemigos mortales en armonía y colaboración. Este, se encontró satisfecho y orgulloso de haber obrado con la bondad que Dios le enseñó.

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Se retiraba apenas tantito, un pasito fuera nada más, tomaba distancia, y no era necesario que fuese demasiado, giraba el cuello y daba una espiadita. Entonces la realidad se le develaba. Un paraíso natural en planes de exterminio. Hendiduras profundizándose, buscando sus entrañas. Y una mancha de mugre y sangre esparciéndose por todas partes. Intentaba despertarse. Regresaba y con los ojos bien abiertos, en el sueño intentaba no tropezar. Sacaba un metro para medir sus palabras, esperaba el eco difuso de las mismas, y leía el manual instintivo para saber cuándo guardar silencio sin que su vida perdiera el hilo que la sostenía. Con cierta agitación escondía todo objeto cortopunzante: las tijeras, los cuchillos, las agujas, su lengua y sus palabras. Debía ser discreto, aseguraba el instructivo, si pretendía ver caer más hojas de los calendarios, escuchar más el tic tac de los relojes, o ver crecer a sus hijos.

Hacía otro intento por despertar y era imposible. Intentaba otro grito que no escapaba de la garganta. Caminaba en puntillas para no despertar a los gendarmes que salvaguardaban la riqueza de los que habían decidido torcer los sueños.

En ese sueño salía al trabajo cada mañana y colocaba candados en cada parte de su cuerpo, sin ofrecer copia de las llaves a nadie. Tenía que desconfiar de su sombra, en eso se les educaba. Regresaba por la noche, y ponía a nixtamalizar los sueños para que mudaran de piel. Les contaba ficciones a sus hijos. Les aseguraba que todo era bonanza, que en la calle los geranios se multiplicaban y se acababan de extinguir las hierbas malas. Escondía la mentira y les hablaba de la justicia divina que todo lo veía y castigaba, y siempre, rutinariamente, reforzaba todo encendiéndoles la televisión. Y solo así se iba a la cama creyendo que las pesadillas eran premoniciones de dulces sueños como ésta de la cual se le dificultaba despertar; pues al final, los sueños, (dormidos y despiertos), eran apenas masturbaciones del inconsciente. Durmió en el sueño creyendo en la certeza del despertador, en la seguridad que le ofrecía el sistema por extraviar el camino, amañar las brújulas, falsear los astrolabios, y que el siguiente día llegaría esperanzador.

Despertó. Lavó su rostro y continuó con su rutinario vivir, sin aceptar que habitaba en otro sueño.

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Era la mañana del séptimo día del mes primero del año 23 del nuevo milenio. El calor se incrementaba rápidamente. Estaba llegando a los 40 grados Celsius y al unirse con la humedad generaba ese bochorno tan característico de la región mesopotámica.

—Agua… sólo agua… —dijo el hombre de cabellos entrecanos — No entiendo, ¿por qué tanto alboroto? Pagar para ver agua... La punta del obelisco… Me están jodiendo —refunfuñó —¡Sólo a vos se te ocurre venir a ver agua! —dijo mirando a su mujer quien se mezcló entre la gente con la mirada perdida.

El cielo estaba despejado tras un día entero de tormenta de lluvia que cayó como el mismísimo tiempo del diluvio. Pero todo tiene un principio y un final. Era el séptimo día y el sol rajaba la tierra.

Los verdes pastizales de las banquinas, como los sembradíos, lucían incandescentes; los rojos pálidos del jacarandá brillaban como chillando de alegría. El pavimento casi que parecía un mar por la acción de Ra, el Dios Sol, sobre él; pero aún quedaban vestigios de agua del cielo encapotado del día anterior, en los charcos de las banquinas del camino ondulado hacia arriba y hacia abajo, serpenteante zigzag, de la tierra color sangre.

Terreno donde los misioneros con la cruz y la espada doblegaron a los nacidos caminantes de estas tierras y los llamaron, ¡qué ironía!, “bárbaros... sin cultura”, aquellos que nacieron aquí y recorrieron y crearon las más de mil lenguas que aún se hablan en las Américas.

No era este cielo que brilla resplandeciente, era otro, el del día anterior, pero tan pronto surgió aquel de tonos grises oscuros, se desvaneció como toda tormenta de verano cambiante al igual que la vida misma.

—Agua sólo agua… —repetía el añoso señor de camisa beige y sombrero de alas. Y peor aún se puso cuando a pocos metros de entrar al santuario del “Y” leyó el cartel que rezaba: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás”. Parecía a propósito, como que le estaban dejando esa nota justo para él. Casi se da media vuelta, pero había pagado, y si pagó, quería ver lo que hubiese que ver. La guita es lo más importante, siempre lo dijo y lo cree de verdad. El resto es pura tontería, nada más. Más de mil visitantes pululaban en el parque recorriendo los cientos de senderos, con la guía de los trabajadores, de los guarda-parques, y de la gente que cuida el santuario.

Incluso un tren pequeño recorre el territorio de las mil gamas de verde, donde aún las aves se visten de ese color en sus distintas tonalidades, desde las más pálidas a las más oscuras que parecen sombras del pasado. Con unos amigos iniciamos el recorrido. Conseguimos un plano del territorio a conquistar o que nos conquistaría... Y debatimos qué sendero recorrer primero. Un rato después nos fuimos adentrando en zonas de suelos enladrillados, luego en otros de metal y barandas cruzando cursos de agua con vistas cada vez más impresionantes. Caían cientos o miles de litros, millones de gotas desde paredes difícil de medir; sin embargo, nos veíamos —los humanos— tan pequeños ante aquellas moles de agua en movimiento,

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ante esos verdes imponentes que dejaban escapar zumbidos, chirridos, sonidos que llegaban desde lo más profundo del matorral o de los lejanos follajes de árboles altos que se diseminan por doquier. Incluso, un oscuro y serpenteante animal se enroscó en unas ramas al borde de un sendero y varios registramos con nuestras cámaras y celulares la maravilla de la naturaleza allí presente.

Era como la serpiente del paraíso tentando allí mismo. Nadie se espantó. Pero, cincuenta metros más adelante, una joven chilló sorprendida al percibir que algo caía sobre sus hombros. Era un trozo de liana que sucumbió al peso de una lechuza que se posó, adormilada, sobre ese sector de liana.¿Cómo explicar? Lo pequeño se sentía gigante, lo grande inabarcable, y sin embargo, nada parecía medible realmente. Una mariposa suave se posaba para ser captada por la mirada de un niño y la cámara de un aficionado, como quien ve el más grande espectáculo del mundo. Y quizás lo era. La expresión de la naturaleza en forma de agua cayendo y derramando vida por doquier.

Gotas, chorros de agua se escapan y salpican la ropa, los anteojos, las cámaras y las pantallas de los celulares —que tantos hay como el agua— en manos de los turistas, de los andantes que semejamos hormigas en esos caminos labrados en la roca, para ver y ser el espectáculo. Porque es menester aclarar que los humanos así somos… Tanto nos gusta apreciar el espectáculo como ser parte de él. Y enseguida nos ingeniamos para dar la nota.

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Como la mujer de cabellos rubios recién estrenados que dirigió una mirada furtiva a unos adolescentes uniformados de camisa beige y pantalones bermudas y un pañuelo sujeto con una argolla en el cuello, que correteaban por los senderos de metal, y le espetó, con firmeza en la voz a su sonriente marido de paciencia ilimitada que hiciera algo, que los niños tenían calor, que los hijos debían tomar una bebida o un helado, y que ella no daba más de empujar el cochecito de la bebé. Y siguió dejando escapar una suerte interminable de oraciones... Cual rezo de un orante postrado ante la imagen correspondiente, como la que vimos en el sur de Corrientes, en la capilla de San La muerte. Una mujer adulta lamentaba la presencia de tantas personas allí. Un adulto, de corta edad, se espantaba los mosquitos —o vaya a saber qué— pero se golpeaba con vehemencia los brazos, la espalda y el pecho, como quien tiene una culpa gigante. Otros... sólo esbozaban amplias sonrisas y sacaban fotos como quien desea retener algo en la memoria y el capturar imágenes fuese el único modo de conseguirlo, de conquistar para la eternidad ese preciso momento en que el niño arrimó la mano a la mariposa y ésta se posó, un par de minutos eternos, donde para no molestar, el inocente humano en crecimiento casi dejó de respirar, a fin de no molestar.

—Agua… Sólo agua —escuchamos nuevamente en el aire, mezclado con el rugir furioso de la cristalina sustancia que se precipitaba por doquier, de muros altos o debajo de nuestros pies, al alcance de la mano, perdiéndose más allá de nuestra vista en esa posición arriba de los andenes metálicos hoy, de cemento y roca, antes, pues quedan vestigios visibles, de otros que el agua llevó, en algún momento del tiempo, que como el agua, no para, no da marcha atrás. Como no quiso dar marcha atrás el señor de camisa beige, que tras ver caer su lindo sombrero al agua y percatarse de la poca profundidad se deslizó hacia ella.

Rescataría, cueste lo que cueste, su lindo y costosísimo sombrero que se movía, suavemente, hacia la próxima roca que afloraba por encima de la superficie del agua en movimiento...

—¡No! ¡No! ¡No se precipite! —Gritó un señor, muy bien intencionado. Otro miró y luego repitió, como el canoso que estaba con el agua hasta las rodillas, dos o tres metros delante de la rampa metálica: —¡Agua… Sólo agua! —aparentemente en calma y poco profunda, cristalina, inocente, pura, sin ataduras. A continuación siguió su camino. Varios hicieron lo mismo. En general, porque no se percataron de la situación. De haber estado en un navío en el mar, alguien gritaría: “¡Hombre al agua!”. Como no era el caso, nadie dijo nada. Además, todos estaban intentando capturar algo de una de las siete maravillas naturales del mundo actual. La esposa del señor que se escurría en medio del líquido elemento tras su sombrero, había avanzado —quince minutos antes— hacia el inicio del sendero inferior. No pudo ver, no pudo ocuparse del deslizamiento del sombrero y de su marido tras el mismo. Estaba contemplando la majestuosidad de las espumas, el fuerte estruendo de una cascada, el desliz ininterrumpido del líquido elemento. Sin embargo, creyó ver en la lejanía un tronco caer. En realidad, después se enteró que había visto, tangencialmente, a su esposo precipitarse y fundirse con la sustancia vital en esa tarde calurosa.

Cada siete de enero a eso de las tres de la tarde poco más o menos, llega al santuario de San La Muerte, una mujer, ataviada con ropas simples. Viene a rezar, a orar. Repite una suerte de letanía que apenas es audible: “Agua… Sólo agua. Agua… Sólo agua…”

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Tomemos un café... Te escucho.

Vomita tus sueños carroñeros, desbasta tus angustias inmortales… Comprendo el vacío contenido de tus ojos. Desde que engendrados fuimos, asida a nuestras vidas has ignorado incumbencias.

¿Cuánto de azúcar? ¿Por qué frunces el ceño? No sabes. No. Lo siento. Tú no has degustado nada dulce… Nada.

Menos una caricia de nieta, un abrazo amigo, la deseada tersura de los ojos amados, un sutil beso que invita, el néctar prohijado por abejas cual sol, el acompasado vuelo de hojas de roble en dorados otoños, acunadas por brisas de aleteos de mariposas de oriente. Veo… Lágrimas secas en vacíos ojos.

En fluidos creativos hemos amanecido, sustancias impropias nos alimentaron, caricias de energías amorosas acunaron nuestras ansias ignoradas, lágrimas no propias conmovieron nuestras cándidas almas. Tú con nosotros estabas, sabes de tales indefinidas sensaciones e iniciáticas corporalidades. Has escuchado primordiales latidos de nacientes corazones, y sangres que inauguran vías inexploradas. Sabes que hemos respirado a través de sagradas conexiones al umbilical cosmos. ¿Es acaso tu designio, entonces, un fracaso? No. Adoleces por hastío. Tantos sueños vívidos has dejado en inacabados caminos. ¿Cuáles angustias y lágrimas germinan en ti florecidas?

Resumo tu velo. No existen flores ni aromas en tu sigiloso tránsito. No sabes... Solo de silencios y omisiones, ¿Qué ves en aquellos vivos ojos que vislumbran tu infausta presencia? ¿Miedos, conmiseración, espantos, ignorancias, desprecios, sensación de ya no ser, en sí y en otros?

Tanto ignoras. Desestimas algarabías, llantos, risas y poesías, cantares y caricias, músicas y atardeceres piadosos frente al mar en creciente marea, abrazados los amores en tiempos así infinitos, en todos aquellos instantes sublimes en el que nuestros sentidos exponen existencia. No estás allí, Muerte. No estarás... Aunque nos convoques mil de mil veces, no nos hallarás. No en nuestros ayeres, no hoy. En otros tiempos quizá te concedamos vida. No es hora aún... ¡Háblame! Desgaja el silencio... Desahoga penas por gestas que inmolan vidas insensatamente. ¿Cuáles designios te invocan presencia perpetua? Todos los pesares y dolores conllevas. Sorprendes vidas en instantes de reposo y en tiempos creativos, e ilusiones lapidas impidiendo nonatas vivencias. En vientres y en sueños…

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En luchas fratricidas, o por irracionalidades fanáticas, que truncan vidas ilusionadas, aún con atisbos de amor y sol en sus ojos. Victimaria de siglos de siglos, insistes. Infringes para tu regocijo, atroces sufrimientos insensatos, y por capricho, invalidas ya la vida de segundos antes.

Eres tan muerte que, algunas veces, permites que seres impiadosos te representen, ostentando la nada misma en libre albedrío. Otras tantas te conceden vidas agobiadas por sus realidades que no juzgas y sostienes en sus últimos alientos… Inseminas y diseminas atrocidades genéticas que devastan humanos sueños.

Actúas lenta y despiadadamente a veces, otras tantas con innecesaria presteza. Desgarras los dolores de quienes amamos, comprendiendo el proceso inexorable que conlleva a tu encuentro... Más, si somos lacerados por lágrimas impensadas, imprevistas, sin ayeres, nos has rozado cruentamente, nos has sustraído parte de nuestras almas que buscarán por los tiempos el vestigio que les falta…

Todas las muertes, todas, tu presencia inmanente cobija. Has nacido en vidas y extinguirás tu razón de ser sin ellas. Más, consuela. Cosmos infinitos alimentarán tus ansias, más no definirán tus insensibles sentidos, no eres esencia creadora, tú solo asumes existencias. Sin embargo, de tanto en tanto te redimes, cuando eres convocada a veces mansa e inocentemente, toda vez que nuestros fatigados años requieren sosiego.

Según noto en tu inerte reacción, que sublimas tu palabra blandiendo eternos silencios, y ves sólo oscuros negros profundos, sin rasgos nuevos, y no escuchas sinfonías de lágrimas, ni el piar armonioso de bendecidos jilgueros, y tampoco el susurro de la brisa sobre un estanque koi cubierto de camalotes, ni el aleteo de garzas rosadas migrantes que embelesan el Amazonas. Menos aún el vaivén acompasado de las espigas de trigo al son de los vientos del sudeste…

Trato de entender, trato. Más el conocimiento me es negado. No comprendo el significado de lo justo, para mí todo es incierto, indiferente. Surge a la vera de múltiples senderos la excitación de mi presencia. No soy, yo no soy la Muerte, pero ella está en mí, la contengo, la expongo con inexpresivas manos, con ojos inmersos en el inasible dolor de otros… No elijo quién es a mí ahora, ni más tarde, ni en ayeres ni en mañanas. Observo indiferentes gestaciones que, percibo, no llegarán a su fin… Lo sé y nada hago, más no esgrimo dolor por el sueño nonato… Humanas conductas alteran insaciables vidas de vidas de antaño, de ahora y en más. Nada opuse, ni opongo ni opondré. No evito pestes inhumanas, ni llagas en sangre de ahora y siempre. Los despojos por hambrunas son, han sido y serán. Las devastaciones de hijos inmisericordes de dioses omisos, recuerdo y recordaré. Ustedes que ansían piedad, sepan que ignoro, que todo sentimiento me es esquivo. Que no sé, no sé… Que ignoro lágrimas secas por mi alma yerma. No soy la Muerte… Es mi esencia...Pena mi alma, Muerte… Sé en mis entrañas que nuestra vida sin tu presencia es vana.

Vivir intensamente para morir en paz deseamos…

Cobijamos tiernamente los recuerdos, acariciamos mansamente el devenir, ensoñamos atardeceres de otoño y nos sonrojamos con abrazos amados. Caminaremos entonces con pasos de no llegar… Más sosiega hacia ti vamos…

Se ha enfriado tu café, Muerte. ¿Deseas otro? No… Estás exhausta. Reconocer las naturalezas humanas es de pocos. De nadie. Descansa tus ignorancias, Muerte, bajo la sombra de un ombú de antaño, mientras vela tu alma estéril un cielo azabache con reflejos de estrellas extintas.

Alguien suplica…

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Ven y quítame el aliento de mi cuerpo ardiente que te desea y no encuentra la calma; vivo sin temor y abrazo el agua de la lluvia calada hasta los huesos por tu amor.

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Ven y abriga el frío de mi pecho con tu capa de terciopelo, y atusa mi pelo despeinado por el viento; vuelo tras de ti apasionada, desesperada como una ninfa desalentada.

Llévame a tu cielo azul y envuélveme en tus brazos, y dame mil abrazos que sosiegue mi pecho desbocado; despiértate a mi lado en las auroras desoladas de mi sueño como si fueras mi dueño.

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Isabel María Hernández Rodríguez
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Ámame sin tregua y apaga la vehemente flama que inflama mi piel herida por la ausencia, de la miel de tu mirada enamorada, y bájame las estrellas doradas prometidas; sella mi boca grana sin temor que te llama embelesada.

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I

Con el cansancio en mi pecho, Me adentro en un mar de quejas, Agonías y mil tareas, Que drenan mi vida, ¡qué desecho!

II

Las horas corren sin cesar, Y el tiempo se mezcla en mis venas, Todo me cansa, hasta las penas, Que siempre insisten en molestar.

III

Cansado estoy de amar sin medida, De dar sin esperar nada a cambio, Cansado de este eterno letargo, Donde todo se difumina.

IV

Me cansa la lluvia que cae, Y el cielo gris de los inviernos, Las malditas grises ciudades, Y los días que pasan sin sueños.

V

Cansado estoy de la monotonía,

De las rutinas que aprisionan,

Me aburren las mismas canciones

Y el sabor de la comida fría.

VI

Y aún así, en este cansancio infinito, Hay algo que no me agota,

Es esa chispa que veo en tus ojos, Que aviva mi alma en un soplo.

VII

Me cansa la hipocresía,

La falsedad desbordante, La indiferencia imperante, Y las promesas vencidas.

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Hugo René García Valladores

Cansado estoy de los días grises, Y de los sueños rotos por el tiempo, Pero tu mirada colma mis días, Y en tus brazos encuentro alivio.

IX

Me cansa el ruido de la ciudad,

Y la prisa que todo lo devora, P ero tu sonrisa es un oasis

Que me transporta a otra aurora.

X

Cansado estoy del trajín del mundo,

De luchar sin descanso por mi sueño, Pero tu amor es mi ancla segura, Mi refugio en el cansancio más hondo.

XI

Me cansa el dolor que se oculta, Y el peso de las heridas

abiertas, Pero tu abrazo cura mis penas,

Y me alienta a sanar mis puertas.

XII

Cansado estoy de esta realidad, De los miedos que me detienen, Pero tu compañía es mi fuerza, Y en tus brazos encuentro el lienzo.

XIII

Me cansa la fugacidad de los días, Y la prisa con la que todo se esfuma, P ero en tu risa encuentro la eternidad, Y el cansancio se convierte en bruma.

XIV

Cansado estoy de luchar sin cesar, De buscar respuestas al vacío, Pero en tus ojos encuentro consuelo, Y el mundo cansado es solo un río.

XV

Me cansa el paso del tiempo implacable, Y la vejez que se acerca sin piedad, Pero en tus brazos descubro la juventud, Y el cansancio se vuelve eternidad.

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www.revistanudogordiano.com VIII

XVI

Cansado estoy de pelear contra el destino, De buscar respuestas sin encontrar razón, Pero en tu sonrisa hallé la paz,

XVII

Me cansa el bullicio de la vida agitada, Y las prisas que nos arrastran sin piedad, Pero en tus palabras encuentro calma,

Y el cansancio se pierde en la inmensidad.

XVIII

Cansado estoy de buscar sin descanso, En libros, en personas, en cada rincón, Pero en ti encuentro el sentido,

Y el cansancio se deshace en canción.

XIX

Me cansa el desamor y la indiferencia, Y las heridas que nunca sanan,

Pero en tu abrazo encuentro reparo, Y el cansancio se convierte en hazaña.

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Cansado estoy de todo lo que me

cansa, Y de lo que no me cansa Y el cansancio se convierte en canción.

también,

Pero en tu amor encuentro mi fuerza, Y el cansancio se desvanece ¡por fin!

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www.revistanudogordiano.com XX

Mi herencia familiar es un arma en mi boca. Caliente como el infierno mismo, y a su vez, ligera como una pluma. Sin querer queriendo me enseñaron a usarla, aun cuando me dijeron que nunca lo hiciera, pero con tantas balas reprimidas una tenía que salir a cobrarse una víctima.

No existe tiempo para el perdón ni lugar donde llorar en un mundo consumido por el fuego, donde cada día es una balacera en este campo de batalla llamado hogar.

Me arrastro entre la mugre y la sangre buscando un simple gesto de amor, pero es difícil de identificar entre todos los cadáveres que sucumbieron antes las balas perdidas.

Me pregunto si esta guerra conocerá un final o se continuará heredando hasta que el odio entierre a todos nuestros soldados.

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Gerardo Javier García Arroyo
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Hablame del universo, de tu último pensamiento metafísico antes de dormir, de qué colores te gusta el atardecer, sobre cuál libro amas y deseas haber escrito, sobre el silencio adorado que flota encima de toda cuestión mundana, sobre los miedos o terrores que despiertan con vos al amanecer, sobre lo injusto de la vida y lo hermoso que es resistir, hablame sobre aquella carne que anhelas morder, sobre ese cielo cada vez más lejano, sobre el barro que cubre tus dedos al caminar sobre pensamientos turbios, sobre eso que odias pero secretamente admiras porque te sostiene, hablame del sol, de la dictadura del ominoso tiempo, sobre la muerte y la guerra en los campos sedientos de tu mente, hablame de la noche y sus artilugios para guardar tantos fantasmas, como esta noche, como tantas otras noches.

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Natasha Cares Leiva
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