Nudo Gordiano #14

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Septiembre/Octubre 2020 No. 14

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

Editora en Jefe

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2020. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral

Ana Lorena Martínez Peña

contacto@revistanudogordiano.com

Difusión

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Erasmo W. Neumann

Ilustrador Esteban Hernández


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Índice Cuentos la Espada El Perfume de las Flores Silvestres

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Estefanía Mejía Negrete

Graciela por El Viento

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Gustavo Daniel

Replicación Felina

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Sebastian Echegaray Rivera

Gudari

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Carlos de domingo

Libre

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Hernando Orozco Losada

Poemas la Lanza

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Sigilio Angélica González Guerrero

Miro Saúl Gómez Jiménez

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Remos de Aires Nuevos Abraham Schweizer

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La Rebelión Cristian More Torres

33

Elipsis Jonathan Javier Hernández

34

Nuestras Penumbras Jesús Espinosa Arellano

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Ensayos El Buey La filosofía y la Sofofilia Rafael Félix Mora Ramírez

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Reseña el Yugo Paisaje de humo que somos Verónica Vidal

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Estefanía Mejía Negrete El día que perdí a mi mamá fue el último en que reconocí mi imagen reflejada en el espejo. Desde muy pequeña, ella me había prohibido que me cortara el cabello y se encargaba minuciosamente de su cuidado. Me lo trenzaba cada mañana, y cada noche me deshacía la trenza para luego peinarlo suavemente con el cepillo de plata, que había pertenecido a mi abuela. Me lo cepillaba cien veces antes de acostarme, sentadas al borde de mi cama porque decía que de esa forma se volvía más sedoso y brillante. Cien veces exactas o el truco no iba a funcionar. Siempre tuve bastante volumen, así que esa acción podía demorar hasta una media hora abundante. Para mí, se trataba de un ritual mágico, y sentir las cerdas que me acariciaban la nuca me relajaba tanto, que me envolvía entre las sábanas que olían a lavanda, y caía en un sueño profundo. Como una princesa víctima de algún sortilegio. Pero cada amanecer no podía salir de la puerta, sin que mi mamá me amarrara el cabello en una trenza sólida y compacta, que se me había vuelto imprescindible para mantener el equilibrio como la cola es para los gatos.

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Ella decía que ver mi cabello lacio y largo como un manantial de montaña, y negro como un cielo sin estrellas, podía suscitar envidias y celos en las demás. Me explicó que no todas tenían esa misma suerte, y que no importaba cuán delicados podían ser sus rasgos, sin una cascada de cabellos como los míos, eran incapaces de verse plenamente bellas. Así que podría crearme bastante enemistades y, lo peor de todo, había el peligro de que me lanzaran brujerías y maldiciones para que se me cayeran uno a uno mis preciados cabellos, hasta quedarme completamente calva. Esta posibilidad era la más aterradora y se manifestaba en mis peores pesadillas, así que siempre tuve un extremo cuidado para que nunca nadie viera mi cabello suelto. Aun así, mi trenza del tamaño de una soga siempre despertó bastante interés en mis compañeras del colegio, quienes al tocarla, se sorprendían de su suavidad. Durante el recreo les gustaba adornarla con margaritas, y casi todos los días me insistían para que la desamarrase; eran curiosas de saber cuánto medía mi pelo, y si corría el riesgo de pisármelo al caminar. Nunca cedí y mi mamá, hasta cuando sus párpados se cerraron por última vez, fue la única que me vio sin trenza. La única mujer en el mundo que jamás hubiera podido probar ni celos ni envidia hacia mi persona, pues su amor incondicional desconocía sentimientos tan oscuros. Solía recoger agua del pozo con un balde donde dejaba macerar unos cuantos pétalos de flores silvestres. Cada domingo me lavaba el pelo con limón, y luego me lo enjuagaba repetidamente con esa agua perfumada, hasta que se fuera el olor a cítrico que me cosquilleaba la nariz. Era el único día en que me autorizaba quedarme con el pelo al natural para dejarlo secar dentro de las cuatro paredes domésticas, con las cortinas rigurosamente cerradas. Ahí solo vivíamos las dos, pues mi padre se había marchado hace mucho tiempo en busca de fortuna, y nunca más lo volvimos a ver. Yo solo tenía tres años así que nunca llegué a extrañarlo, ni siquiera a percibir su ausencia. Cuando cumplí dieciocho años el pelo ya me había crecido hasta los talones, pero aun así mi mamá se rehusó a cortarme ni unos cuantos milímetros. Según lo que me contaba y lo que su mamá le había dicho a ella, la melena de una mujer contenía la quinta esencia de su feminidad, y desprenderse de ella podía voltearle el útero y causarle una esterilidad permanente. También me decía que los cabellos son los hilos de la memoria y que tejen tu historia. Registran tu origen, tu niñez, tu primera regla, y la transición a la edad adulta.

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Todas las emociones vividas, las encrucijadas que dejas atrás, los amores que te han quitado el sueño, y esos que te han devuelto un pedazo de ti, las lágrimas derramadas, las risas, las sorpresas. Cada vez que se te ha acelerado la respiración por algún susto o que el corazón ha empezado a latir fuerte al rozar otra piel. Los besos que te han robado, y los que te roban el aliento. Absolutamente todo estaba contenido en mi trenza, que, según esas creencias andinas, trazaba así el destino de mi existencia. Quizás al fin y al cabo tenían razón, porque hace más de veinte años que he dejado de sentirme “yo”, y hasta hoy en día, cada vez que paso mi mano por mis cabellos plateados, tan cortos y pegados a mi nuca, advierto que me falta un pedazo importante, y temo que nunca más volveré a sentirme entera. Pero es justo que ese pedazo se haya ido contigo, mamá, y después de tanto tiempo no me arrepiento de la decisión tomada. Mientras estabas en vida, no dejaste pasar ni un solo día sin repetir nuestro amado ritual. Hasta de anciana, con los huesos de las manos flacos y doloridos, seguiste peinando y trenzando mi cabello. Cada vez te demorabas más, pero nunca perdiste la paciencia, ni cuando sabías que solo te quedaba un puñado de horas por delante. En aquel entonces, algunos mechones grises ya salpicaban mi pelo, y no estaba totalmente convencida de que alguien pudiera sentir envidia por el cabello de una señora, cuya belleza estaba desfloreciendo. Pero tú fuiste inflexible hasta el último, quizá porque tus ojos de mamá eran incapaces de ver los rastros de la edad sobre mi cuerpo decadente de mujer adulta. ¿Cómo me viste, mamá? Hasta aquel segundo antes de dejarme llorando a mares sobre tu cadáver mudo. ¿Como la bebé que apretaste por primera vez contra tu pecho, luego de darla a luz?, ¿o como la niña que tenía miedo a los truenos, y que durante las tormentas se pasaba a tu cama y frotaba sus pies contra los tuyos bajo las colchas? No tuve ninguna duda sobre lo que tenía que hacer. Besé tu mejilla tibia por última vez, y fui por las tijeras que se estaban oxidando al fondo del cajón de mi mesa de noche. Me senté frente al espejo y acomodé mi larga trenza sobre un costado, en mi hombro izquierdo. La corté de un tirón con un corte neto y decidido.

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Si se me volteaba el útero ya no importaba, total, Tomás ya tenía diez años, y no pensaba tener un segundo hijo. Él era, y es, la única razón de vida que me queda tras tu partida. Así que me quedé inmóvil mirando la trenza que apretaba en mi puño, tan negra como un tizón, y los hilos blancos que resaltaban como chispas incandescentes. Mi destino que se había interrumpido, y que me negaba a continuar sin ti. Tú eras mi fortaleza, mamá. Si no estabas tú para trenzarme el pelo, ¿quién me habría protegido del mal de ojo y de la crueldad de la gente?, ¿y a quién abrazaría durante las tormentas? Esa trenza la enterré contigo, el día de tu funeral. La arrojé al fondo del hoyo donde yacía tu ataúd, pues mi historia te pertenecía y solo tú podías conservarla y cuidarla hasta el día en que nos volviésemos a encontrar. Pero por fin llegó ese día. Siento que te encuentras cerca, que estás del otro lado esperando por mí. Huelo el perfume de las flores recién recogidas, de nuevo vas a poder lavarme el pelo y peinármelo. Esperaremos juntas hasta que crezca nuevamente, pues ya no tendremos ninguna prisa, debido a que en el más allá el tiempo depone su corona. Esperaremos hasta que esté lo suficiente largo para trenzarlo. Imagino que me estás cepillando, y me invade una profunda paz. Solo faltan diez cepilladas más para llegar a la número cien. Los párpados se vuelven cada vez más pesados. Pienso en Tomás, sé que encontrará la manera de sobrevivirme, así como yo lo hice contigo. Cepillada número noventa y nueve. Las fuerzas se me escapan, y siento una antigua alegría desbordar mi corazón. Esta es la número cien. Me ciega un resplandor. Ya voy, mamá… yo ya no me reconozco, pero sé que tu me reconocerías entre millones.

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Gustavo Daniel Te divertirías mucho aquí con mis amigos. Una diversión que crece como las hojas de un árbol, y más tarde te deja una fruta. Llevamos horas caminando junto al dique. Alexander me pasa un palo, Nacho nos apunta con la GoPro, y Nando me tira una bosta petrificada a la que le doy un batacazo. El sorete hace una parábola hacia la ventanilla de una camioneta que acaba de estacionar en la playa. Rajamos. Al rato volvemos y seguimos el camino.

Llegamos al cementerio. Hay millares de flores de plástico y cintas al viento. Cruzamos la pirca y nos recibe un gatito. El silencio de los cementerios es diferente a otros silencios. Aquí hay una mordaza de tierra. Una mordaza. Me acuerdo de tu voz.

Retomamos nuestra discusión. Yo no. Voy viendo qué hacer cuando lleguemos. Empiezo a pensar en vos.

Nando vive en Buenos Aires, y volvió por unos días. Nacho es de Salta, y Alexander ya se va. Ellos también están de paso. Desde mi vida los veo llegar y los veo partir. Soy la cuenca de un río que pasa. Y ahora estamos sentados en tumbas de un cementerio, escuchando la guitarra y el viento.

¿Te acordás cuando metías una gomita en mi cerveza, y me preguntabas qué haría si me dieran a elegir entre la cicuta o el destierro? No comprendíamos a Sócrates. ¿Cómo puede el destierro ser peor que la muerte? Claro, los siglos nos han disecado, y la tierra se ha vuelto nitrato, fosfato y arcilla. Pero antes era mucho más que eso. Igual que las bestias humanas, que éramos más que nuestras reacciones químicas caminando sobre el planeta. ¿Dónde está para nosotros lo sagrado?, ¿en la fe?, ¿en la ciencia?, ¿el arte? Los veo discutir a mi lado, ebrios de amistad en el ventarrón de esta pradera, y sospecho otra opción. Creo que me darías la razón, pero igual te me reirías, porque también para vos la lógica no era mucho más que un muñequito articulado.

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Nos sentamos en las tumbas. Saco la guitarra y arpegio bajito. No hablamos. Estamos.

Graciela, vos deberías volver para decirme cuánto he crecido, o si solo estoy mareado de dar vueltas. Deberías abrazarme como una llovizna y decirme que sí, que el espacio no importa, que mi pueblo es un pueblo disperso en la vía láctea. Que en cualquier sitio podría, como en este momento, sentirme por fin en casa.


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Sebastián Echegaray Rivera Y comenzaron a aparecer gatitos por todas partes. En un día fueron dos, y al siguiente cuatro. Desde que comenzó todo esto, hasta ahora, ya hay más de ciento cincuenta. Nos los encontrábamos en nuestra habitación, en las escaleras, en la cocina, en el baño, en la sala, en el patio. No había rincón de la casa que no se librara de la invasión de estas pequeñas plagas peludas. Los miaus prolongados que se seguían uno tras otro como ecos infinitos, perduraban las veinticuatro horas del día sin dar tregua a un pequeño descanso sonoro, lo que nos tenía en un estado de estrés agudo, tanto como por el hecho de tener que alimentar a ese gran ejército felino que cada día se volvía más insaciable. Al principio se nos hizo tierno. “Su majestad” y yo, pensábamos que Adolf, nuestro gato, había logrado secuestrar con éxito a sus pequeños cachorros. Lo supusimos debido al gran parecido que estos tenían con él. De un color negro azabache lustroso con un par de ojos esmeralda, una gran mancha blanca en el pecho en forma de bronquios, unas botas del mismo color que cubrían sus patas delanteras y un bigote lechoso formado por unos finos pelillos blancos que a modo de trapecio estaban estampados debajo de sus narices, he ahí el porqué del nombre de Adolf. Los adoptamos sin pensarlo dos veces. Aunque para ser sinceros, sí fue el segundo pensamiento. El primero fue tratar de buscar a la mamá de los gatitos, y de esa forma llegar donde los dueños con quienes podríamos tranzar algún acuerdo, sin embargo, esa tarea resultaba imposible porque en todo el barrio había una cantidad cuantiosa de familias que tenían gatos. Así que nuestra segunda alternativa, y que alabamos en su momento, fue hacernos de ellos y criarlos. Dos no serían gran carga. Pero al siguiente día aparecieron cuatro más, uno encima del sofá de la sala, otro dentro de la tina del baño, el tercero sobre nuestra cama, y el último metido dentro del cesto para ropa sucia. Sin sospechar nada, supusimos que se trataban de los mismos gatitos, pero al recordar que estos habían sido guardados con todas sus indumentarias en el cuarto de visita, se nos hizo raro. Quizás Adolf era de aquellos padres que no les gusta que sus hijos estén encerrados, por lo que su instinto paternal lo condujo a sacarlos de la habitación. 12


Pero al llegar ahí nos topamos con que los dos primeros gatitos estaban en su sitio. Corriendo y jugando con la pelota de lana que les habíamos dejado. Su majestad y yo nos miramos asombrados, y luego procedimos a mirar a Adolf quien se enroscaba en nuestras piernas como si nada pasara. No sabíamos si ver a Adolf como un padre responsable que recuperaba a sus hijos para hacerse cargo de ellos, o como uno irresponsable que se hace de hijos sin pensar, sabiendo que hay unos terceros que se encargarán de ellos. Pero primaba más lo segundo porque él no tendría que hacer absolutamente nada, ni alimentarlos, ni cambiarles la arena, ni por úl-

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timo hacerles jugar, porque la actitud que demostraba hacia ellos era de una indiferencia total, lo cual nos hizo dudar que se tratasen de sus crías, aunque el parecido gritaba lo contrario. Si seis eran muchos para nosotros, imagínense encontrarse con ocho más al día siguiente, que sumados a los anteriores, hacían un total de catorce. Los muchos maullidos fueron el despertador que nos hizo notar que los pequeños Adolf´s habían aumentado. “Su majestad” gritó cuando, al querer ponerse las pantuflas para ir comprobar nuestras sospechas, se topó con una bola de pelos huesuda que estaba en el lugar de estas, que, al ser pisada, sonó como esos muñecos de plástico para bebés. Al encender la lámpara para ver de qué se trataba, la luz de esta disipó todas nuestras dudas, vimos a tres de ellos rondando por ahí, todos idénticos. La felicidad primaria había evolucionado a una preocupación agravante. Mientras desayunábamos, comenzamos a sopesar las distintas alternativas que teníamos para lidiar con aquella situación. Sin embargo, era difícil tratar de dialogar con el incesante maullido de esos gatitos. Un maullido en extremo agudo y punzante que desinflaba nuestras ideas. Era como si supieran que en ese momento se estaba debatiendo acerca de su destino; destino que obviamente era el buscarles un nuevo hogar, y trataran a como dé lugar, de evitar que esa reunión se llevara a cabo. Así que, sabiendo que su malévolo plan era tal, lo desbaratamos yéndonos al patio. Una vez ahí, la primera alternativa que propuso “Su Majestad” a modo de broma, fue cambiarle el nombre a nuestro gato, porque de Adolf no tenía nada, a excepción del bigote. Su capacidad de reproducción era tal que bien podría ser rebautizado como Abraham. La pequeña gracia surtió su efecto deseado, y despejó el territorio de mala hierba para poder hablar con tranquilidad. Regalarlos fue lo más idóneo, pero la pregunta que vino a continuación fue, a quiénes. Yo conocía a pocas personas que gustasen de los gatos, y a los que sí, ya los tenían, por lo que carecía de opciones. Últimamente nadie se quería hacer cargo de nadie. “Su majestad” dijo que podría hacer unas llamadas para consultar, así que cogió el celular y lo hizo. Quince llamadas después, de las cuales seis solo timbraron sin ser respondidas, no teníamos a quién regalar. Fue así como pasó un día más, y juntó con él, la nueva multiplicación de los cachorros. Ahora había dieciséis más, una cantidad exorbitante de crías para una familia, y ni qué decir para un gato, por lo que la situación ya se había tornado muy rara y sobre todo desesperante. Notamos que aumentaban de manera proporcional, la nueva cantidad era la duplicación de la anterior. Así que teníamos un total de treinta bolas de pelo. Era tanta la cantidad, que nos empezamos a sentir extraños en nuestra propia casa, invadidos por unas bestiecitas que actuaban como un virus. Teníamos que tomar medidas inmediatas antes de terminar nadando en una piscina de gatos, y más que nada porque ya se nos empezaba a agotar la comida. 14


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Yo metí quince en una caja y “Su Majestad” la cantidad restante en otra, y nos fuimos a andar por toda la ciudad. Para el anochecer ya había logrado deshacerme de todos, mientras que ella regresó con uno, no porque no haya podido regalarlo, sino porque no hay gatito bebé al que uno no se resista. Aligerados de tremenda carga, por fin pudimos dormir tranquilos aquella noche, no sin antes reflexionar sobre tan extraño suceso. Todo habría terminado aquí, de no ser porque las plagas no se extinguen hasta que no se haya encontrado su origen. Y eso, ni yo, ni “Su Majestad” lo habíamos previsto. Pero cuando fuimos despertados por un bullicio felino infernal, incluso mucho más estruendoso que el de la vez pasada, deducimos con horror, que la plaga había regresado, y en efecto, así fue, y mucho peor. Al encender la lámpara, vimos que decenas de gatitos se hallaban apelotonados encima de nuestra cama. Cuando quisimos salir de inmediato de ahí, nos topamos con muchos más, dispersos por diferentes lugares de la casa. Hasta Adolf mismo estaba horrorizado, tanto que caminaba entre ellos como evitando pisar una mina. Para bien suyo, su agilidad gatuna lo rescató de esa marea esponjosa, permitiéndole sitiarse en la cima de un estante. Mientras que, a nosotros, viéndonos vencidos, solo nos quedó abandonar la casa. Llamamos al control de plagas, quienes lo primero que hicieron fue preguntarnos sobre a qué se tenían que enfrentar para así llevar el veneno correcto. No podíamos decirles que a cientos de gatitos, era imposible que accedieran a tan descabellada petición, así que les dijimos que a ratones, de seguro el efecto del veneno en ellos sería el mismo. Llegaron tres, y una vez imbuidos en sus escafandras de exterminadores, ingresaron a la casa. A los dos minutos, los tres salieron furiosos, pero cada uno con dos gatitos en cada brazo. Su enojo se debía a que, según ellos, los habíamos engañado vilmente, ya que por más que se dedicasen a exterminar animales, no quería decir que podían matar a cualquier animal, mucho menos a esos tiernos y encantadores gatitos. Antes de irse nos dijeron que mejor llamásemos a alguna sociedad rescatista de animales. Ellos sabrían qué hacer, pero que esta vez hablásemos con la verdad. Lo hicimos. En media hora llegaron y se los llevaron. Tuvieron que llamar a dos furgonetas más para poder meter a todos esos animalillos. Nos preguntaron que de dónde habían salido. No supimos qué responder. Solo les dijimos lo que habíamos creído en un principio, que eran los hijos de nuestro gato. Sus rostros algo confundidos, tanto más que los nuestros, ocultaban la incredulidad reinante. Sin decir más, subieron a sus vehículos, y enrumbaron quién sabe a dónde, llevándose consigo a esas pequeñas fierecillas. 15


Una vez libres de nuestros indeseables inquilinos, procedimos a efectuar las operaciones de limpieza correspondientes. Ningún rincón de la casa quedó exento de nuestro poder aséptico. Trapeamos el piso, cambiamos las fundas de los muebles, reemplazamos los edredones, y hasta bañamos al gato. Tal fue nuestro afán que, ahora que ya las luces de alumbrado público están encendidas, podemos decir orgullosos que no quedó ni un solo pelillo de gato, ni siquiera los del mismísimo Adolf. Aunque por desgracia sabemos que este gusto no nos durará mucho tiempo. Mientras les cuento esto, Adolf ya debe haber expulsado una cantidad considerable de pelos. Nos empezaremos a dar cuenta cuando usemos una ropa clara, o cuando sintamos una hebra muy delicada queriendo ingresar por nuestra boca o nariz. Por suerte, la mayoría de nuestra indumentaria es de color oscuro, así los pelillos pasan inadvertidos. No me imagino el calvario de las personas que les gusta usar ropa oscura y tienen un gato blanco, debe de ser una auténtica pesadilla. Tener que pasarle cinta de embalaje a su ropa a cada instante, o esos rodillos especiales que venden para deshacerse de los pelos. Fue precisamente que, para evitar ese inconveniente, optamos por adoptar un gato negro, aunque como sabrán, Adolf no es del todo negro, pero la parte blanca que posee no genera tanto problema. Muero de sueño. Todo este embrollo me ha mantenido en vela por mucho tiempo. Por lo visto, al fin podremos dormir en paz, sabedores de que esas bestiecillas ya no están. Aunque hay una gran interrogante que impide que mis párpados se cierren, y es el saber de dónde aparecieron todos esos gatitos. Por más vueltas que le di a mi cabeza durante los días que duró la plaga, no logré hallar una respuesta convincente que satisficiera mi intriga. Quisiera seguir pensando y llegar al origen de todo, pero ya será mañana. ¡Oh no! Ya es de mañana, son la una de la madrugada. De razón a mi cerebro le había entrado la pensadera. Pero a esta hora, ya deberíamos estar durmiendo porque tenemos que despertarnos temprano para ir a trabajar. No creo que al jefe le guste verme con ojos de mapache, ¿qué le diría, que me trasnoché limpiando las huellas de una plaga de gatitos que invadió la casa? No, obviamente no, si no quiero que me despida por chiflado. Así que será mejor que deje de escribir, y me vaya a acostar. Pero aguarden un momento, oigo un pequeño y quedo maullido que proviene de la cocina. No, debe ser producto de la psicosis por lo recién acontecido. Algo similar a cuando sientes que te mensajean el celular, pero no es así. 16


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Lo vuelvo a oír, ahora sí no tengo la menor duda de que lo escuché. “Su Majestad” aparece y me pregunta que si lo oí. Le respondo afirmativamente. Llamamos a Adolf por si las dudas, y aparece desperezándose, y con su cara soñadora. Nuevamente el maullido, pero se va repitiendo por otros iguales que refleja que aumentaron de cantidad. La pesadilla regresó. Nos dirigimos con sigilo al sitio de origen, y la escena que ahí acontecía sobrepasa a todo onirismo, a toda forma de sueño concebido por mente humana. En una esquina de la estancia, siguiendo un orden antinatural, muchos pelillos de esos desperdigados por el piso se apelmazaban, uno encima de otro formando una especie de ovillo, se atraían hacía sí por una especie de fuerza magnética que los juntaba, poco a poco, esa deforme bola de pelos iba adquiriendo forma, le comenzaron a salir patas, cola, cabeza, ojos, nariz y todos los rasgos felinos, dando como producto final un perfecto ejemplar de gato, una auténtica réplica de Adolf. Parados ahí, con los ojos desorbitados, “Su majestad” y yo nos miramos, y solo atiné a pensar en una cosa, sé que ella también, había que rapar al gato.

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Carlos De Domingo Soler No necesito más impulso que el aberri. Mi dedo es una extensión del gatillo. Mis ojos solo conocen el triste negro de no poder ver el verdor de mi tierra. Euskal-Herria. Un pitillo que se termina, humo que se disipa, un pitillo que se enciende, humo que impregna la cabina de un coche robado en Iparralde. Imagino los ojos de mi compañero, inyectados en sangre, puestos sobre el retrovisor, observando personas, observando cosas, observando enemigos con el cacharro en la mano. Hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, ancianas, nuestros enemigos. Y tengo tiempo para pensar, para saber que pienso, para pensar que odio y amar el odio que siento por todo lo que sé: amo el aberri y odio al enemigo. Euskal-Herria. Soy un soldado, un patriota, un gudari, un abertxale, un amante, un poeta, un aizkolari, un loco. Muero por palabras recién nacidas, muero por esta bandera mía, recién nacida, cuyos colores aún no conozco. Amo lo que sé amar, lucho la batalla de mi padre, de mi abuelo. Lucho la batalla que me inculcaron. Odio al enemigo porque odio mamé de los pechos de mi madre. Mi madre: Señora Muerte, ríe, canta y llora. Cuando mi madre me parió al ritmo de las txalapartas, quedé ciego. Ciego por entrar mis ojos en contacto con el aire de mi pueblo oprimido. Putos maketos. Ciego crecí y ciego maduré, en los gaztetxes, sin ser excusa mi ceguera para saber disparar un arma. Viví en tierra de gigantes, oyendo en las montañas las voces de los míos clamando. Ahora oigo las voces de mi padre, de mi abuelo, quienes fueron ciegos antes que yo. Pienso en mi hijo, que ya sabe distinguir calibres y explosivos, y deseo que su ceguera no dure mucho. Nos pienso juntos, admirando el verde de mi tierra, escuchando Hertzainak y Kortatu. Euskal-Herria. Huelo a tres hijas de txakurra jugando en la plaza, saltando a la pata coja sobre una comba. Tres cuerpos que hoy dormirán carbonizados en un lecho de carrocería negra. Tres cuerpos que dormirán la noche larga tras oír un cuento de metralla y c4. Mi compañero, mi lazarillo, prende con su mirada el enésimo cigarrillo y me lo ofrece. Fumo. Mi pecho se acompasa. Al final del día, veré la tierra prometida. 18


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Euskal-Herria. Pienso en los míos. Trato de descifrar el orgullo que sentirán al limpiar la oscuridad con la que nací en los ojos. Señora Muerte reirá, cantará y llorará. ¿De qué color tendré los ojos? Las hijas de txakurra gritan en júbilo, impasibles ante mi ceguera. Me desafían. Sus chillidos taladran mis tímpanos. Oigo las risas de las hijas de txakurra, hablando sobre sus primeros besos, sobre sus colecciones de inocentes y desesperadas caricias. Maldicen a sus padres por la guerra, por impedirles saborear la vida nocturna. Yo también los maldigo. Maldita guerra que solo nos trajo ceguera. Mi compañero me avisa, me dice que me prepare. Falta poco. Me da palmadas en la espalda, está orgulloso de mi. Él recuperó la visión cuando solo era un niño, pero nunca es tarde, dice. Nunca he matado. Podré ver nuestros ríos y nuestras piedras, los troncos que perforan la tierra. Me entrega un mando de pequeña dimensión. Los txakurras corren a abrazar a sus hijas. Mi compañero me da un golpe en el brazo y aprieto el botón. Oigo a los míos aplaudiendo, mi nombre en el mural de la ikastola, vítores de ángeles, y a mi tierra respirar. Huelo el fuego, al enemigo calcinado. Huelo el horror de los txakurras al no saber distinguir los miembros amputados de sus hijas, y sonrío. Huelo la humedad que impregna mi pantalón. Mi primera eyaculación. Sonrío por Euskal-Herria y sonrío por mí. Mi compañero arranca el coche. Conoce la ruta y no tarda en llevarnos al piso franco. Lo celebramos, nos reciben como a héroes. Señora Muerte ríe, canta y llora. Vierte una jarra de agua sobre mis ojos, y masajea mis córneas. Ríe, canta y llora. Noto sus dedos, noto la alegría que me rodea. Sé que sus dedos son Euskal-Herria. Me entregan una toalla áspera para secarme el agua de los ojos, y limpiar mis párpados y mejillas de oscuridad. Me seco, y retiro la toalla de mi cara. Oigo sorpresa y aplausos, me abrazan y felicitan. Dicen que tengo los ojos verdes. Como nuestras praderas. Celebran mi bautismo. Pero no comprendo la alegría de los míos, no la comparto. Veo en televisión imágenes del atentado, veo hijas de txakurra en el suelo, sin caras, y veo a sus padres rasgándose las vestiduras, apagando el fuego que aún abrasa los miembros de sus hijas con la corriente de sus lágrimas. Tartamudeo, y tiemblan mis piernas. Desfallezco y quiero morir, porque después de matar perdí la ceguera que era mi más fiel compañera. Desfallezco y quiero morir, porque ahora veo. Porque más odio ver que la ceguera que ahora añoro. Me miro en un espejo. Mis ojos no son verdes. Son rojos. No veo Euskal-Herria. Veo una triste bandera riendo, cantando y llorando.

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Hernando Orozco Losada Una convicción me despertó. Comenzaría una nueva vida en esta ciudad y estaba preparado para ser libre, para volar. Soltaría el caparazón que me lastraba y me hacía sentir cada día como una larva que repta en su caverna llena de desechos, con miedo de quedar atrapada al estrecharse la salida. Haría lo que no era capaz si seguía con temor a la metamorfosis que vivía. Desde ese renacimiento, el reloj parecía detenerse mientras mis deseos se convertían en hechos, al elegir la vida que quería, al desplegar mis alas, al realizar mis sueños. Harto de mi familia, dije a mi mujer y a mis hijos que me iba para siempre, y que los olvidaría, no preguntaron nada y aceptaron la petición de nunca buscarme. Me fui complacido de romper esa telaraña pegajosa y abandonar esos capullos que me parasitaban, que exprimían mi vitalidad, que sepultaban mis anhelos bajo sus sedas. Pasé mi carta de renuncia en la oficina, me ofrecieron el aumento que quisiera para quedarme, y no acepté. Mis garras no seguirían ocultas por la estupidez de mi jefe y las impertinencias de los compañeros, ya no tendría que soportar los deseos y quejas de los clientes, ni la miseria del sueldo. Olvidaría esa vieja profesión que no me satisfacía, y me dedicaría a la aventura. En un restaurante, mis fauces devoraron manjares que siempre miraba desde la vitrina, y pagué la cuenta de aquellos amigos que no merecían ser extrañados. En un centro comercial compré todo lo que se me antojó, al salir se lo regalé a los mendigos, se reunieron alrededor para alabarme y escapé de ellos. En una explosión creativa, escribí la novela que me haría inmortal, se la envié a un editor y firmé bajo un pseudónimo. El amor en busca de pasiones me llevó a encontrar en una calle la mujer que siempre había deseado en silencio. Mis palabras fluyeron en caricias, y la seducción nos fusionó, pero para no ser atrapado por su encanto, me fui y la olvidé. El odio me puso frente a frente con mi peor enemigo, peleamos, pero los golpes no aplacaron mi impulso asesino. Un sicario pasó, y al escuchar mis maldiciones lo ejecutó sin pedir nada a cambio más que mi aprobación, y antes de irse, me regaló su pistola como recuerdo. Su rostro me pareció familiar y sentí satisfacción cuando disparaba sin piedad. En el cine exhibían mi predilecta, Matrix, estaban en la escena en que Morfeo le da a escoger a Neo entre la pastilla azul y la roja, entre los espejismos y la realidad. Supe que era el momento de actuar, entré en la pantalla y me paré frente a Morfeo, tomé la pastilla roja y salí de la proyección, Morfeo sacó otra y continuó. El público me miró perplejo. 20


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Llegó el atardecer con sus claroscuros, y me senté en un parque con la convicción de que mi grandeza era tal, que ese día solo podía terminar con la máxima decisión de mi libertad. Saqué la pistola, abrí la boca, saboreé el metálico frío de su cañón con mi lengua. Y estando en un éxtasis sin par, escuché los gritos de una madre pidiéndome que salvara a su hijo. Una sombra alada opacó las pocas luces del crepúsculo. Una enorme bestia se paró entre nosotros dándome la espalda y ligeramente de lado, con lo cual pude mirar su perfil. Era una esfinge, y estaba apoyada en unas patas gruesas como las de un piano, cubiertas de un vello hirsuto y coronadas por garras afiladas que parecían cortar el pavimento. Su lomo tenía 2 pares de alas con escamas metálicas dispuestas en barras horizontales intercaladas de amarillo y negro. Su boca emitía un bufido aterrador a través de una trompa que se alargaba como probóscide por entre dos tenazas mandibulares. Tenía en su espalda esculpida una especie de rostro macabro amarillento, una calavera que me miraba fijo, como si me interrogase. Con su probóscide arrancó al bebé de los brazos de su madre, lo acercó a sus fauces, y de ella salió un estilete que se introdujo en la boca del bebé. La madre me rogó matar al monstruo, dudé, pero finalmente disparé. La bestia se desvaneció. Tiré la pistola a la basura y me escondí de la multitud que se aproximaba al escuchar los tiros. Llegó la noche, y me sentí embriagado en mi soledad. Saqué mi billetera, encontré una foto familiar, anhelé tener un hogar pero no recordaba dónde vivía, ni lo que por ellos sentía. En otro bolsillo encontré una carta de renuncia, quise tener un trabajo, una profesión, pero no recordaba hacer nada.

La angustia y el hambre me llevaron a un restaurante, al ir a pagar no tenía dinero y mi tarjeta salió sin fondos. Me sacaron a patadas del lugar, y estando en el suelo vi pasar a una mujer que sentí conocer, me gustó, ella me reconoció, me miró con desprecio y se marchó. Fui con el editor para pedirle un adelanto por mi novela, me la devolvió y me acusó de plagio. Entré al cine, y estaban en la última función de La rosa púrpura del Cairo, en la escena en que Henry, el personaje de Tom Baxter, baja de la pantalla de la misma película para conocer a Cecilia. Corrí hacia la pantalla para entrar en ella. Después de estrellarme varias veces, los guardias me sacaron en medio de rechiflas. En un psiquiátrico no me creyeron nada aunque les mostré la carta de renuncia y les mencioné mi acto heroico. Me consideraron un loco pueril sin remedio, pero por no ser peligroso, no tener trabajo, ni fondos con que pagar, decidieron no internarme. Salí en medio de sus risas a la calle, y una lluvia intempestiva disolvió mis alas y derritió mis garras. En el parque desesperado, me arrastré bajo las rejas hasta la basura por mi pistola. Tembloroso y cubierto de lodo, jalé el gatillo sosteniendo el cañón en la boca; el clic del tambor me hizo comprender que no tenía más balas. En ese momento pasaron dos policías que buscaban un sicario, alguien me señaló y me detuvieron a pesar de que les dije que yo no había matado a nadie, que todo era un error y que me confundían. Esta mañana me desperté con una convicción nueva. Deseo ser libre, recuerdo a mi familia y a mi profesión, quiero volver a mi vida de antes. Pero un paisaje de sombras, horarios y muros, me confirma que he comenzado una nueva vida. 21


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Saúl Gómez Jiménez La yerba ser, verde filigrana, la veo empaparse de Amanecer bajo aquellos acuosos adminículos que la noche les presta, y el día les recoge. Veo a la naturaleza repartir sus secretos, vivir , perecer.

Se muere tanto a veces que se olvida, que también se vive.

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Abraham Schweizer A veces es necesario alejarse, respirar otro aire que no sea tu aliento, sentarse en la rama de un árbol, improvisar una hamaca, sobreponerse a la ley de gravedad, teorizar sobre Mandala y escuchar tu silencio. Retrotraerse (te ríes porque me cuesta pronunciarlo al leerlo) a las charlas de amigos confidentes, en las que creábamos Prometeos, e intervenían fantasmas y ánimas, metáfora del amor, aquel esqueleto. A veces es necesario alejarse, navegar otros mares y estar sediento, sentarse en la proa de los sueños, soltar las amarras, desechar la brújula, izar las velas, andar sin anclas y sentir tu cuerpo.

Regresar a tierra firme, envolverse en remos de aires nuevos, respirar la tranquilidad que pocos respiran, exhalar de un suspiro todos los miedos.

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Tomaron al poeta, por asalto; sacudieron su limbo, sin modales; lo hirieron, escupieron, desnudaron y, crueles, lo arrojaron a la calle. Estrujaron su cuerpo en el asfalto, furiosas, y en el acto mĂĄs infame, -al filo de un instante de quebrantoescribieron un verso con su sangre. SonrĂ­en celebrando su proeza y danzan, complacidas, en su vientre. La noche tiene el rostro de la muerte. Callando algunos gritos, torpemente, una lĂĄgrima rueda en la maleza: Mientras cruje... se alejan ya las letras. 26


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Jonathan Javier Hernández

A Melena de Oro

Soles azules, tus ojos: alimento de mi huerto. Lianas de plata, tus cabellos: columpio perpetuo de mis dedos. Pequeña Venecia mía, tu piel: temor de mi brújula. Almohadas de cereza, tus labios: cuna de mis sueños de Vishnú. Colinas de avena, tus pechos. Cruz de mis penas, tu voz. Hogar de mi animal secreto, tu entrepierna.

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Jesús Espinosa Arellano Suspiros Sublime arena forjadora de cristal, del cual surge el llanto sediento; oasis venenoso de la vida. Yaces en el regazo del invierno, sin vida en tu aliento, nada existe en el paraje de tus ojos. La fría noche sofoca el dulce calor de muerte, entre la niebla y el rencor las dunas dolorosas dibujan el horizonte. Saludos grises en el abrir del dolor, el viento fluye como marea lunar borrando tus pasos.

Caminante de las palabras Caminantes de las palabras, búsqueda incesante de imágenes, letra perdida en la neblina, llanto plasmado en el papel del tiempo. Soledad entre los escritos, perlas cultivadas en las escaleras de la oscuridad, vuelo imaginario en el desvelo de la imagen, mano herida por las hojas del otoño. Manchas de sangre en las alas de los libros, un arrullo de martillos entre la voz de los dedos, un océano de tinta plasmada en la mañana, a la vista de los senderos de las escrituras. 28


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Casa de sueños Bostezo en los ojos, vacío de las palabras, mordidas de las hambrientas hojas del rosal, desde la luna surcan las líneas del paraíso plateado, música de las musas entre los rayos de las estrellas, notas que rompen el silencio de los bosques amanecer de oscuros corazones; pesadillas en el nacimiento de la mente, la sangre en las rocas del alma, y la luz de la arena respiran la inevitable muerte en la casa de los sueños; se torna brillante la respiración en la soledad del mar, las escrituras perdidas en el vaivén de las olas.

Niebla Camino por los senderos, sin saber que podré recibir la sangre del cielo, sentiré las alas en mis manos, espero el llanto de la niebla para respirar en el amanecer. He besado el corazón, sé lo que es sentir el veneno de la amapola, la cercanía nos lleva alejarnos lentamente al paso del tiempo, es el ocaso de los suspiros. Me sigue los sueños como briznas de humo y veo el reflejo de un moribundo, me causa temor ver la luna en la niebla de tus ojos. 29


En el color de tu ser Sombras en el último recuerdo de esa sonrisa moca, un penetrante aroma de mujer en tu llanto azul; un blanco lienzo es tu piel donde se pintan las rojizas caricias y besos celestes. En las olas de tu cadera se posan lo recuerdos de la verde niebla de nuestra dormidera. Me acompañan en las horas del ardiente anochecer; negra, la mentira de tu saliva que rompen mis venas. Promesas de carmesí atardecer, caricias en nuestra gris voz, música lenta en el peregrinar del viento; son los colores de tormentosa pasión. Un blanco final en nuestras palabras.

Lágrimas negras Regresas con lágrimas negras entre los dedos enfriando el latido de la esperanza; líneas delgadas, anzuelos de plata que muerden las mentiras en el filo de las palabras; he rogado por ellas al oscuro infinito. Ojos que ocultan el odio de la falsedad; son puertas en el otoño de tu piel, libertad que cobija la frialdad de mi recuerdo, las lágrimas negras nunca desaparecen, regresan entre los dedos manchando mi fe.

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Mi muerte en la pequeña mirada de tus manos En esa pequeña mirada de odio brotan flores púrpuras, un bello jardín en la obscuridad de tus manos. ¿Podré encontrar el camino en las dunas de tus miradas? Marcan las veredas de tus dedos las quemantes espinas del tiempo, en ellas pasan lentas las sombras del silencio. No existen palabras en el prado de tus ojos, me llenas de un resplandor de dulce muerte, lentamente agoniza mi sombra; es la pequeña mirada de tus manos.

Reina de las penumbras Reina de las penumbras, hija de los susurros del cosmos, gótica madre del caos, sonrisa de la tempestad, las estrellas cierran los ojos del universo al escuchar tu destino plasmado en los hierros de tu aliento, entre la noche las palabras susurran mensajes en la leyenda de los sueños, nocturna cena de los astros bajo la mentira de los comentas, lluvia de luces en el llanto de la luna, marea de odio levantan los pasos del caballero negro en el infinito espacio de tu ser.

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Rafael Félix Mora Ramirez 1. La palabra “filosofía” Siempre que una persona no letrada, víctima de la curiosidad, se entera que fulanito de tal estudia filosofía, las preguntas inmediatas que le invaden se cargan de una exigencia tan grande que terminan brotando de modo inmediato. Así, nuestro recién informado de que está ante alguien que va rumbo a convertirse en filósofo, con todo derecho, interroga: “¿A qué se dedican los filósofos?, ¿qué es lo que tú estudias específicamente?, ¿por qué decidiste ser filósofo?, ¿cuál es tu opinión como filósofo de tal o cual tema?, ¿dónde trabaja un filósofo?” Seguramente, cualquiera que sea estudiante de filosofía, que se haya topado con un estudiante de dicha carrera, o con un filósofo ya licenciado, acreditado y legitimado por su casa de estudios, se ha puesto a examinar este cuestionario tratando de darle respuestas definitivas (o, al menos, satisfactorias) motivado únicamente por completar su conocimiento mínimo de cultura general. Y, probablemente, lo que se habrá sostenido es lo más corriente: que la palabra filosofía proviene del griego philos (amor) y sophia (sabiduría), por lo tanto, la dichosa palabra filosofía significaría: el amor al saber. Incluso, dando un salto más atrevido, se podría llegar a defender que la filosofía sería: 1) la necesidad de saber y conocer de todo un poco, 2) la búsqueda de la sabiduría por la sabiduría misma, 3) y la incesante persecución de la verdad definitiva. Estos tres puntos, de alguna forma, están contenidos en la idea de filosofía como amor al saber. En consecuencia, para la persona que llegue a esta conclusión, la imagen de la filosofía se convierte en una especie de incesante investigación sobre cualquier saber, sea el que sea. Asimismo, los filósofos se entenderían como seres exclusivamente interesados en dedicarle demasiado tiempo a las lecturas, búsquedas bibliográficas, o investigaciones acerca de tópicos interesantes (aunque poco cotidianos). Principalmente, el desprendimiento y el desinterés económicos, serían los rasgos más notorios de su accionar porque ello exigiría que toda su actividad intelectual no necesite pedir nada a cambio (a no ser que sea el conocimiento mismo). Finalmente, se concibe al filósofo como alguien distraído de lo más común pero concentrado en cosas profundas, porque en todo lo que piensa intenta encontrar la verdad de las cosas, el fundamento de todo y la raíz de los problemas. 34


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Esta visión de la filosofía, que es la más tradicional y preponderante, encuentra su explicación en el sistema de vida, que hace posible enfocar a la susodicha tal y como se la ha descrito hace poco. Para ser honestos, tendremos que indicar que la concepción y/o definición de cualquier actividad humana se relaciona inevitablemente con el sistema político y social que garantiza el mismo statu quo. 2. La filosofía y el sistema La siguiente estrategia argumentativa involucra que examinemos otras palabras emparentadas con el vocablo filosofía. Por ejemplo, tenemos: la filarmonía, la filatelia y la filantropía. Estos términos aluden, respectivamente, a una afición por la música o el canto, a un arte de conocer los sellos de los correos, y al amor hacia el género humano. Analicemos este último concepto por ser más afín al significado de filosofía. Con filantropía nos referimos a la predisposición que tienen aquellos que actúan para privilegiar al hombre mismo, sin buscar ganancia alguna a cambio de ello. Estos también son llamados humanistas porque sus ideales se vinculan al respeto y a la máxima valoración de la dignidad del ser humano. Haciendo un paralelismo 35


entre ambos conceptos, podemos plantear que la filosofía y la filantropía, tienen similares características que tendremos que notar considerando el contexto social que permite entender el significado del término filantropía. Siendo la filantropía una virtud propia de la gente que ayuda a quien se encuentre en desgracia, podemos decir que, análogamente, la filosofía es una virtud exclusiva de aquellos que gustan averiguar los aspectos problemáticos de algún acontecimiento que demanda una explicación urgente. En este sentido, se sostiene que la filosofía forma parte del sistema normal de vida, que reclama que las personas desarrollen su curiosidad en relación con los fenómenos que carecen de justificación. Reforcemos este punto con la siguiente reflexión antropológica. Cuando decimos que el hombre es un animal racional, no parece que se esté asumiendo una posición política. Pero esto es engañoso. De acuerdo con la anterior manera de entender al ser humano, podemos decir también lo que no es un hombre. Ese ente que no es hombre, por comparación de contrarios, es el animal irracional. Fijémonos en el mismo caso humano y notaremos, enseguida, que existen ciertos hombres que no son racionales. Por un lado, tenemos los irracionales inofensivos, que son llamados locos. Por otro lado, están los irracionales peligrosos, que reciben la denominación de criminales. Los primeros están guardados en el manicomio; los segundos, recluidos en la cárcel. Incluso entre los criminales podemos distinguir a los delincuentes comunes y a los monstruos. Estos últimos son aquellos que cometen actos que no encajan entre los delitos típicos: pedofilia, antropofagia, parricidio, etcétera. Todo este tipo de incidencias irracionales van en contra de lo que el sistema promueve como lo que se debe hacer en tanto racional significa: actuar cómo se debe actuar, pensar cómo se debe pensar, vivir cómo se debe vivir, etcétera. Con esto, queremos mostrar que aquello que llamamos irracional es lo que no va de acuerdo con el sistema, por lo tanto, en vista de que no hay manera de deshacerse de esos elementos deshumanizados, se recurre a ocultarlos de la sociedad, tratando de mantener el orden social mostrando solo a esos seres que obedecen pautas racionales de conducta: trabajar, casarse, viajar, estudiar, votar, etcétera. Por ende, la definición de hombre como animal racional va asociada a una preferencia política, que acepta solo a las personas que tengan una conducta coherente con el orden público y el desarrollo normal de la sociedad. Volviendo al punto de cual partimos, lo que tratamos de establecer es que esto mismo ocurre con el entendimiento de la palabra filosofía. A la luz del razonamiento anterior, la filosofía se convierte 36


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en una actividad bien vista, porque hace efectiva aquella acción intelectual compatible con el cuidado de la armonía social. La libertad, con la filosofía, se consolida para garantizar el respeto a toda investigación dentro de los cánones de lo aceptable. De ahí que podamos decir que la filosofía es un hobby, es decir, una afición que ejercitamos por propia voluntad, sin coacción, en nuestro tiempo libre cuando nuestros actos dicen mucho de nuestra verdadera personalidad.

3. Defectos del filosofar La filosofía como proceso reflexivo está referida a la sabiduría, y esta nace de una interacción entre la información y un sujeto que busca tomar decisiones. Siendo así, la sabiduría se entiende como una administración de las estrategias que se requieren para lograr un determinado fin. Además, consideremos que cuando la filosofía es puesta en movimiento por un sujeto pensante, pasa a ser filosofar, es decir, la filosofía expresada dentro de las humanas posibilidades lingüísticas y mentales. Pero el problema es que no siempre el filosofar se constituye como una actividad ética recomendable. Ocurre que la filosofía procura en quienes la cultivan, una personalidad egocéntrica, no depresiva, más bien, orgullosa. Si bien, a primera vista, la filosofía se ve como la preferencia que alguien desarrolla por un objeto teórico, esto no significa que esté desvinculada de los intereses propios. El filosofar se ve como un sacrificio difícil de hacer si es que uno no busca ser reconocido por ello. En vista de esto, podemos afirmar que no existen los actos de puro desprendimiento: toda acción apunta a conseguir alguna ventaja. Por ello, es posible afirmar que todo aquel que se dirige a la filosofía, aunque no consiga reconocimiento por ello, logra obtener la satisfacción de afinar su mismo saber hasta el punto de hacerlo más abstracto, más sólido, más compacto. En relación con lo sostenido líneas arriba, la filosofía se decía era una actividad desinteresada y desprendida económicamente hablando; pero, ahora notamos que, psicológicamente hablando, la filosofía procura 37


una actitud cargada de satisfacción ególatra en quien la cultive. Si bien el verdadero interés ha aparecido, su rango de acción se reduce a la persona misma que filosofa. Así, la filosofía puede ser concebida con una valoración negativa, debido a que genera personas con actitudes que no toman en cuenta el desarrollo adecuado, armonioso y próspero de las relaciones sociales. Básicamente, la soberbia se asocia con la sabiduría: el sabio, si conoce, tiene derecho a creer que su postura es la verdadera. Esa sabia soberbia ya la notó Platón cuando nos hablaba de la caverna, y de los hombres liberados que salen para luego regresar siendo estimados con desprecio. Los filósofos, dice el griego, son los llamados a encontrar esa respuesta que reciba mayor apoyo gracias a las decadentes y propicias circunstancias sociales. Así, los filósofos logran tener una odiosa y afortunada respuesta a los problemas sociales: esta consiste en replantear desde cero todos los aspectos de la estructura social, bajo un enfoque poco intuitivo desde la perspectiva de los no filósofos. Esto podría denominarse lo malo de la filosofía debido a que engendra, en quien la practica, convicciones que atentan contra esa organización social imperante que, a pesar de sus falencias, ha hecho posible la reflexión intelectual. Incluso, entre filósofos no existe la justicia en relación con la defensa de sus posturas. Los filósofos aplican ciertos métodos en sus razonamientos que el otro involucrado en la discusión no domina y, en caso de ser refutados, exigen que se expresen adecuadamente las premisas de las que se parte. Y resulta que en esta pugna uno sale ganando, y el otro sale perdiendo, no por haber sido refutado del todo sino por no haber dominado cierto método, y por no elaborar premisas precisas en relación con la discusión. El que pierde en el enfrentamiento, se vale de una metodología deficiente. Todo ello está relacionado con el hecho de que la mentalidad de los filósofos se beneficia de esa desarrollada capacidad de salir y entrar del lenguaje como si se tratara de una plataforma temporal del significado de las palabras usadas en la argumentación. Esto es lo que generalmente se llama artificio. En estas circunstancias, se comprende la molestia que causan los filósofos. Ellos elaboran un discurso bien pulido, garantizado y sustentado por varias lecturas. De ahí que estos se crean los que tienen la verdad. Y, aún si el contenido de sus pensamientos desemboca en una ofensa, se considera su opinión como algo interesante de estudiar. 4. La sofofilia como alternativa Frente a lo señalado, pretendemos ofrecer una particular concepción de la filosofía: la sofofilia. Las palabras pedofilia, zoofilia, necrofilia son palabras morfológicamente semejantes. Con ellas queremos denotar ciertos defectos, a saber, el gusto bajo e inhumano de tener relaciones prohibidas con algún menor de edad, animal o muerto. Dichas palabras aluden a preferencias, pero que resultan injustificables, ilegales o mal vistas en un clima democrático. En analogía con lo sostenido, la sofofilia será considerada como el gusto ilegal, inmoral o peligroso hacia el saber. La sofofilia se muestra, así como una especie de obsesión por conocer, solo conocer, y nada más que conocer. La sofofilia es la búsqueda de la verdad, aunque duela, aunque no nos 38


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convenga, aunque eso signifique que perdamos algo que pudo haber sido nuestra gran felicidad (es un sacrificio que se hace solo por llegar a saber). Así entendida, la sofofilia es la filosofía al revés. Esto implica sostener que la sofofilia solo se queda en el nivel informativo, y no se atreve, sino solo a modo de bluff, a derivar conclusiones. La sofofilia busca combinar más que construir. Su origen se relaciona a la idea del informático mundo virtual. Este sistema permite una mínima interacción social que nunca se igualará a la real pero que bien podría, en algún momento, sustituirla. Es el exceso de información (aunque sea falsa), lo que provoca el clima para conversar de lo que sea, aunque esto nos lleve al desamor o la infelicidad. La sofofilia implica un estado de cosas propicio para la discusión, pero inapropiado para la autorreflexión. El fin es discutir hasta el cansancio sin que ni uno ni otro muestre satisfacción por ello. Así como la información está al acceso de todos, la sofofilia (que nada más es un conjunto de informaciones), estará al alcance de cualquiera. Uno de sus más importantes fines, es desarrollar estrategias argumentales, no le interesa en qué o cómo sean usadas (esta es una de las características de la filosofía que proponemos: la interpretación de los textos-argumentos, fuera de cualquier contexto). Casi se podría decir que la sofofilia es la filosofía del mundo virtual. Esta busca un conocimiento despersonalizado que la acerque a una verdad más completa y exacta de la naturaleza humana. La sofofilia busca que ese conocimiento repudiable (o académicamente no interesante), se integre al total imperante y conforme un conocimiento integral de verdad. Esta requiere hablar sobre cosas de las que no se hablan como se debe, por algo llamado discreción. Los sofófilos serán aquellos seres humanos que habiendo cultivado el conocimiento bueno, se preparan para vivenciar el conocimiento malo. El conocimiento bueno es el conocimiento de la lógica, el malo, en cambio, es el de la autosatisfacción por saber algo más que cualquiera para luego alejarse explícitamente de la sociedad. Si alguien lidiando con el conocimiento más alto, al día siguiente amanece con un déficit de conocimiento (o locura), decimos que esta persona es sofófila. Pensar es lo único que hacemos, pero si nuestra mente nos engaña nada podrá indicárnoslo. Los problemas mentales asociados al esfuerzo intelectual forman parte de los estudios de la sofofilia. Por decirlo de algún modo, esa cantidad de esfuerzo mental que uno invierte en recordar algo, es lo que la sofofilia aprovecha. Esta reconoce como predecesores a los lógicos más reputados (como George Cantor, Kurt Gödel y Alan Turing), que habiendo logrado tocar lo más intrínseco del pensamiento estructurado con su maquinaria intelectual, pescaron una tara mental que los hacía merecedores de títulos tales como genios locos o sabios dementes.

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Verónica Vidal Reseña del poemario Arde Plegaria

La editorial LP5 ha publicado recientemente Arde Plegaria, un poemario del escritor venezolano Liwin Acosta, uno de los poetas más transgresores e irreverentes del estilo en el panorama literario actual, que ha trabajado de forma cuidadosa y crítica este libro desde hace más de un año. Acosta, se ha dedicado a experimentar con la fusión de géneros literarios y cinematográficos, con el propósito de ir más allá de la sensorialidad desde múltiples perspectivas. El ejercicio de la observación y el desande, han impreso nuevas luces en su obra, y Arde Plegaria es una fotografía que se revela poema a poema. La voz del poeta se transforma en humo, y emprende el viaje desde el centro de la oscuridad, donde a momentos adopta cuerpo de pájaro que huye, se esconde, no vuela, y luego es una figura de acero que solo escucha su propio pulso. La partida forzada del hogar y la inserción en otra sociedad, unidas a una lucha solitaria por la supervivencia, han marcado las letras de autores como la uruguaya Cristina Peri Rossi, y el venezolano Rafael Cadenas. Lo que evidencia las heridas del fuego de América Latina y la universalidad del migrante. Arde Plegaria contiene uno de los poemas que describe con mayor precisión al hermano que descubrimos en otro país durante el exilio. Ese hermano que nos recibe y, de forma ignorante, a menudo nos han presentado como el enemigo por ser diferente. Acosta ha dibujado a su enemigo como un igual, un contrincante tan desprovisto de palabras, tan débil frente a la vida que solo queda sentarse con él a fumar, y a recibir sonrientes, las maldiciones de los transeúntes puritanos. Sin embargo, el humo que estructura este viaje también 42


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descompone en recuerdos al poeta. Lo vuelve un poco más blando frente a las riquezas de su primera vida: el vientre de la madre, el maletín lleno de experiencias del padre, la mirada de hogar de la hermana y, como eterna mordida sobre la carne: la casa con todas sus historias. Mientras la tinta se acaba, el poema alcanza su último verso y no hay empleo, solo un guion citadino qué seguir, y que a la vez dicta el ritmo revelador de incómodas verdades: el silencio y el ruido vacío que aumentan el dolor de las memorias, los amores perdidos, los intentos fallidos por alcanzar una cima, y al final, solo convierten nuestros pasos en huellas profundas, que esconden hogueras. El exilio parte el flujo de la poesía en dos caminos: la plegaria por superar el aire extraño del lugar que no conoces, de la cultura que no te ha moldeado y debes adoptar para camuflar el desacierto, y el ardor de la ilusión que asalta el espíritu. El sueño de volver a dormir junto a la madre y el padre, como si nunca hubiésemos sido entregados al mundo para crecer en sabiduría con pequeñas desgracias que, al parecer, nos hacen mejores. Leer Arde Plegaria me ha hecho experimentar, una vez más, la incertidumbre del migrante, y el sabor amargo de reinventarse cada día sin éxito, mientras la poesía sigue siendo el enigma que, a su modo, llega hasta nosotros a través del duelo y la confusión de las almas para dar un knock out al verdadero enemigo: la vida que nos hunde sus garras. Arde plegaria (2020) Autor: Liwin Acosta Editorial: LP5 (Chile) Género: Poesía

Verónica Vidal (Venezuela, 1995) Escritora. Profesora de idiomas, editora adjunta de la Revista Literaria Awen (Venezuela) y Coordinadora editorial de Ediciones Palíndromus. Forma parte de la antología de poesía venezolana ANT[ROP]OLOGÍA DEL FUEGO y de la antología de cuento Palabrerías (México). Mantiene las columnas de entrevistas: Antiliteratura de las cosas (Revista Littengineer, México-USA) y La Maga y el Quetzal (Revista El Camaleón, Guatemala). Ha participado en talleres de creación literaria en México y Estados Unidos. Ha publicado la plaquette de narrativa Cartuchos Vírgenes (Ediciones Awen, 2018) y el poemario Nardos Casi Despiertos (Ediciones del Útero, 2020). Sus textos han sido publicados en revistas y plataformas literarias de Venezuela, Colombia, España, Francia, Chile, México, Perú y Estados Unidos. Actualmente vive en la ciudad de Lima. 43


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