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El perfume de las flores silvestres por Estefanía Mejía Negrete

por Estefanía Mejía Negrete.

El día que perdí a mi mamá fue el último en que reconocí mi imagen reflejada en el espejo. Desde muy pequeña, ella me había prohibido que me cortara el cabello y se encargaba minuciosamente de su cuidado. Me lo trenzaba cada mañana, y cada noche me deshacía la trenza para luego peinarlo suavemente con el cepillo de plata, que había pertenecido a mi abuela. Me lo cepillaba cien veces antes de acostarme, sentadas al borde de mi cama porque decía que de esa forma se volvía más sedoso y brillante. Cien veces exactas o el truco no iba a funcionar. Siempre tuve bastante volumen, así que esa acción podía demorar hasta una media hora abundante. Para mí, se trataba de un ritual mágico, y sentir las cerdas que me acariciaban la nuca me relajaba tanto, que me envolvía entre las sábanas que olían a lavanda, y caía en un sueño profundo. Como una princesa víctima de algún sortilegio.

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Pero cada amanecer no podía salir de la puerta, sin que mi mamá me amarrara el cabello en una trenza sólida y compacta, que se me había vuelto imprescindible para mantener el equilibrio como la cola es para los gatos.

Ella decía que ver mi cabello lacio y largo como un manantial de montaña, y negro como un cielo sin estrellas, podía suscitar envidias y celos en las demás. Me explicó que no todas tenían esa misma suerte, y que no importaba cuán delicados podían ser sus rasgos, sin una cascada de cabellos como los míos, eran incapaces de verse plenamente bellas. Así que podría crearme bastante enemistades y, lo peor de todo, había el peligro de que me lanzaran brujerías y maldiciones para que se me cayeran uno a uno mis preciados cabellos, hasta quedarme completamente calva. Esta posibilidad era la más aterradora y se manifestaba en mis peores pesadillas, así que siempre tuve un extremo cuidado para que nunca nadie viera mi cabello suelto.

Aun así, mi trenza del tamaño de una soga siempre despertó bastante interés en mis compañeras del colegio, quienes al tocarla, se sorprendían de su suavidad. Durante el recreo les gustaba adornarla con margaritas, y casi todos los días me insistían para que la desamarrase; eran curiosas de saber cuánto medía mi pelo, y si corría el riesgo de pisármelo al caminar. Nunca cedí y mi mamá, hasta cuando sus párpados se cerraron por última vez, fue la única que me vio sin trenza. La única mujer en el mundo que jamás hubiera podido probar ni celos ni envidia hacia mi persona, pues su amor incondicional desconocía sentimientos tan oscuros.

Solía recoger agua del pozo con un balde donde dejaba macerar unos cuantos pétalos de flores silvestres. Cada domingo me lavaba el pelo con limón, y luego me lo enjuagaba repetidamente con esa agua perfumada, hasta que se fuera el olor a cítrico que me cosquilleaba la nariz.

Era el único día en que me autorizaba quedarme con el pelo al natural para dejarlo secar dentro de las cuatro paredes domésticas, con las cortinas rigurosamente cerradas. Ahí solo vivíamos las dos, pues mi padre se había marchado hace mucho tiempo en busca de fortuna, y nunca más lo volvimos a ver. Yo solo tenía tres años así que nunca llegué a extrañarlo, ni siquiera a percibir su ausencia.

Cuando cumplí dieciocho años el pelo ya me había crecido hasta los talones, pero aun así mi mamá se rehusó a cortarme ni unos cuantos milímetros. Según lo que me contaba y lo que su mamá le había dicho a ella, la melena de una mujer contenía la quinta esencia de su feminidad, y desprenderse de ella podía voltearle el útero y causarle una esterilidad permanente. También me decía que los cabellos son los hilos de la memoria y que tejen tu historia. Registran tu origen, tu niñez, tu primera regla, y la transición a la edad adulta.

Todas las emociones vividas, las encrucijadas que dejas atrás, los amores que te han quitado el sueño, y esos que te han devuelto un pedazo de ti, las lágrimas derramadas, las risas, las sorpresas. Cada vez que se te ha acelerado la respiración por algún susto o que el corazón ha empezado a latir fuerte al rozar otra piel. Los besos que te han robado, y los que te roban el aliento. Absolutamente todo estaba contenido en mi trenza, que, según esas creencias andinas, trazaba así el destino de mi existencia.

Quizás al fin y al cabo tenían razón, porque hace más de veinte años que he dejado de sentirme “yo”, y hasta hoy en día, cada vez que paso mi mano por mis cabellos plateados, tan cortos y pegados a mi nuca, advierto que me falta un pedazo importante, y temo que nunca más volveré a sentirme entera. Pero es justo que ese pedazo se haya ido contigo, mamá, y después de tanto tiempo no me arrepiento de la decisión tomada.

Mientras estabas en vida, no dejaste pasar ni un solo día sin repetir nuestro amado ritual. Hasta de anciana, con los huesos de las manos flacos y doloridos, seguiste peinando y trenzando mi cabello. Cada vez te demorabas más, pero nunca perdiste la paciencia, ni cuando sabías que solo te quedaba un puñado de horas por delante. En aquel entonces, algunos mechones grises ya salpicaban mi pelo, y no estaba totalmente convencida de que alguien pudiera sentir envidia por el cabello de una señora, cuya belleza estaba desfloreciendo. Pero tú fuiste inflexible hasta el último, quizá porque tus ojos de mamá eran incapaces de ver los rastros de la edad sobre mi cuerpo decadente de mujer adulta.

¿Cómo me viste, mamá? Hasta aquel segundo antes de dejarme llorando a mares sobre tu cadáver mudo. ¿Como la bebé que apretaste por primera vez contra tu pecho, luego de darla a luz?, ¿o como la niña que tenía miedo a los truenos, y que durante las tormentas se pasaba a tu cama y frotaba sus pies contra los tuyos bajo las colchas? No tuve ninguna duda sobre lo que tenía que hacer. Besé tu mejilla tibia por última vez, y fui por las tijeras que se estaban oxidando al fondo del cajón de mi mesa de noche. Me senté frente al espejo y acomodé mi larga trenza sobre un costado, en mi hombro izquierdo. La corté de un tirón con un corte neto y decidido.

Si se me volteaba el útero ya no importaba, total, Tomás ya tenía diez años, y no pensaba tener un segundo hijo. Él era, y es, la única razón de vida que me queda tras tu partida. Así que me quedé inmóvil mirando la trenza que apretaba en mi puño, tan negra como un tizón, y los hilos blancos que resaltaban como chispas incandescentes. Mi destino que se había interrumpido, y que me negaba a continuar sin ti.

Tú eras mi fortaleza, mamá. Si no estabas tú para trenzarme el pelo, ¿quién me habría protegido del mal de ojo y de la crueldad de la gente?, ¿y a quién abrazaría durante las tormentas? Esa trenza la enterré contigo, el día de tu funeral. La arrojé al fondo del hoyo donde yacía tu ataúd, pues mi historia te pertenecía y solo tú podías conservarla y cuidarla hasta el día en que nos volviésemos a encontrar.

Pero por fin llegó ese día. Siento que te encuentras cerca, que estás del otro lado esperando por mí. Huelo el perfume de las flores recién recogidas, de nuevo vas a poder lavarme el pelo y peinármelo. Esperaremos juntas hasta que crezca nuevamente, pues ya no tendremos ninguna prisa, debido a que en el más allá el tiempo depone su corona. Esperaremos hasta que esté lo suficiente largo para trenzarlo. Imagino que me estás cepillando, y me invade una profunda paz. Solo faltan diez cepilladas más para llegar a la número cien. Los párpados se vuelven cada vez más pesados. Pienso en Tomás, sé que encontrará la manera de sobrevivirme, así como yo lo hice contigo. Cepillada número noventa y nueve. Las fuerzas se me escapan, y siento una antigua alegría desbordar mi corazón. Esta es la número cien. Me ciega un resplandor.

Ya voy, mamá… yo ya no me reconozco, pero sé que tu me reconocerías entre millones.

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