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Francisco Trinidad. La tumba de mi hermano

La tumba de mi hermano

Era un tema tabú en mi familia. Algo que se susurraba entre dientes, siempre en voz baja y pendientes de que “no hubiera ropa tendida”, como solía metaforizarse para evitar que los niños nos enteráramos de incidencias y detalles de aquellas historias que no nos merecíamos o directamente no nos concercían. Pero atando cabos sueltos, trozos de verdades a medias e indiscreciones a destiempo, fui haciéndome mi propia configuración de la historia: yo había tenido un hermano allá en el pueblo, un pueblo al que nunca se mencionaba por su nombre y un hermano del que jamás se me hablaba; y si alguna vez, al hilo de una conversación al respecto, preguntaba yo por uno o por otro se me despachaba siempre con un silencio muy ensayado y con aquella elipsis permanente que encerraba ambas realidades en un paréntesis al que me resultó imposible acceder mientras fui niño.

Sin embargo, cuando cumplí los quince años, en mitad del rubicón adolescente, se dio una circunstancia que me puso al corriente de cuanto había pasado. Mi primo Felipe Basteiro, unos años mayor que yo, empezó sus estudios de Periodismo en Madrid y se vino a vivir a nuestra casa, dada la buena relación de ambas familias. Había sitio para él, en una casa en que solo vivíamos mis padres y yo, y resultaba, además, más fácil el control de un joven que, según escuché en una charla de mis padres con los suyos, podía perderse en un Madrid con todas las tentaciones a su alcance. Mis padres prometieron un control férreo de entradas y salidas y, en la medida de lo posible, de las compañías y amistades.

Así que mi primo Felipe llegó en el tren del Norte, un día de finales de septiembre, con una maleta con su ropa y un par de cajas llenas de productos gallegos —quesos de tetina, dulce de membrillo, un lacón y un par de botellas de ribeiro casero y otra de orujo— que enviaban sus padres para que no nos olvidáramos de aquel pueblo que yo no conocía. Lógicamente, me convertí en su cicerone durante los primeros días de su estancia madrileña. Le enseñé las cuatro cosas que hay que saber del Metro, sobre todo para poder acercarse a la Ciudad Universitaria; le llevé un domingo al Rastro y otro domingo al Santiago Bernabéu y le enseñé a moverse por el barrio, tiendas, bares y paradas de autobús.

Y todo ello charlando distendidamente y con un importante grado de complicidad, ya que, aunque él tenía dieciocho años, la diferencia de edad no era tanta, sobre todo porque teníamos intereses comunes: a mí también me tiraba el Real Madrid y había pensado, aunque todavía no lo tenía muy claro, estudiar Periodismo o Filosofía y Letras.

Con mi primo Felipe hablábamos de todo, especialmente de música y de libros: la música nos gustaba a los dos y compartíamos mi tocadiscos, en el que sonaban los vinilos que poco a poco iba comprando, aprovechando sobre todo las ofertas de algunas tiendas que se deshacían así de sus excedentes, y la radio familiar. Los libros eran nuestro pasatiempo favorito en aquellos tiempos en que todavía no teníamos televisión y las tardes en que teníamos poco que estudiar se alargaban,

Cuando llegó la primavera comenzamos a salir de paseo algunas tardes por Madrid, charlando insaciablemente, de todo y de nada. Muchas de aquellas tardes, a eso de las 8, terminaba nuestro paseo en la glorieta de Alonso Martínez donde él solía citarse con una compañera de la Facultad con la que, a pesar de su silencio, siempre he sospechado que compartía más que los apuntes que a mí me decía. Aunque, eso sí, como a buen gallego nunca pude arrancarle ninguna confesión al respecto.

Lo que me costó menos fue que me contara la historia de mi hermano. Quise adivinar, o fue mi propia ofuscación, que estaba acostumbrado a hacerlo, como un secreto a voces mantenido por la familia desde que ocurriera.

Mis padres vivían todavía en la provincia de La Coruña, en aquel pueblo de Galicia que jamás se mencionaba y donde ambos habían nacido y en el que mi padre era maestro. Cuando estalló la guerra civil y comenzaron los “paseos”, mi hermano, que no tendría al decir de mi primo más de diez años, vio un día de atardecida como un grupo de falangistas aporreaba la puerta de un vecino mientras él jugaba a la peonza al lado de la casa. Para que no le vieran o para ver él más cómodamente lo que pasaba, que había dudas sobre uno u otro, se escondió en la medianera de ambas casas, un callejón estrecho que a aquellas horas de la tarde comenzaba a estar oscuro. Desde allí pudo ver como los falangistas echaban la puerta abajo y salían al rato dando culatazos y patadas al hombre que allí vivía, un campesino más del pueblo cuyo mayor delito era haberse significado como socialista durante la República. Al salir de la casa, por puro instinto, pegó un empujón a sus captores y echó a correr por el callejón en que estaba mi hermano. Los disparos de los falangistas acabaron con él y alcanzaron también a mi hermano, que acabó tendido y olvidado en el callejón mientras se llevaban a rastras al vecino, cuyo cadáver estuvo dos días expuesto en la plazuela del pueblo para escarmiento de la población.

Mi hermano siguió tendido en el callejón hasta que la noticia llegó a casa de mis padres y fueron a recogerle, varias horas después, entre la rabia de mi padre, los sollozos incontenibles de mi madre y el silencio del pueblo entero.

Mi primo me contó todo esto en dos ocasiones, sin más detalles que los necesarios; y una noche, durante la cena, les dije a mis padres que mi primo me había contado lo que le había pasado a mi hermano. Ellos callaron, como hacían siempre, bajando la vista, dejándose embargar por ese dolor que ahora sé que les ha acompañado toda su vida. Entonces se me ocurrió preguntar cómo se llamaba mi hermano y se hizo un silencio oscuro, más doloroso que en otras ocasiones, en el que vi los ojos de mi madre al borde de las lágrimas y los labios de mi padre fruncidos en una línea atormentada. —¿Cómo se llamaba? —volví a preguntar, ante su silencio angustiado.

Mi madre suspiró y mi padre intentó desviar la mirada sin lograrlo. También sus ojos estaban ya húmedos. No contestaron y yo no insistí, consciente de que aquel nombre que me ocultaban les traía demasiados recuerdos tristes, demasiadas noches sin dormir, demasiadas lágrimas imposibles de enjugar.

Pero al día siguiente, en un momento en que mi primo Felipe y yo leíamos en el sofá de la salita, se lo pregunté a él, abiertamente.

Al salir de la casa, por puro instinto, pegó un empujón a sus captores y echó a correr por el callejón en que estaba mi hermano. Los disparos de los falangistas acabaron con él y alcanzaron también a mi hermano, que acabó tendido y olvidado en el callejón...

—¿Tú sabes cómo se llamaba mi hermano? —Sí… —me dijo después de un carraspeo—. Se llamaba como tú, Alberto.

Desde el día en que supe que había “heredado” —era una forma benévola de decirlo— el nombre de mi hermano, no volví a preguntar más. Procurando aceptar, aunque no la entendiera, la actitud de mis padres, dejé que pasaran los días y, cuando llegaba el curso a su fin, allá por el mes de mayo, mi primo Felipe me habló de la posibilidad de que pasara unos días del verano con él y sus padres en La Coruña, donde vivían. Mis padres no opusieron mucha resistencia, a pesar de que no les satisfacía la idea, y así me vi a primeros de julio en La Coruña, disfrutando de la ausencia de Madrid y anhelando acercarme al pueblo a ver la tumba de mi hermano.

Fuimos mi primo y yo a los pocos días de llegar, una tarde que amenazaba lluvia. El cementerio estaba desierto y nos costó encontrar aquella tumba solitaria, rodeada de algunos yerbajos y abrojos, menos de los que yo había supuesto. Estaba coronada por una lápida gris, de hormigón desgastado en la que podían leerse sin dificultad, a pesar de su desgaste, mi nombre y dos apellidos y dos fechas muy anteriores a mi nacimiento: 19311939.

Aquello resumía la tragedia de mi familia. No sé el tiempo que estuve allí, mirando aquella tumba. En silencio, dejando que la oscuridad de la tarde me abrazara, comprendí que mis padres hubieran abandonado el pueblo huyendo de aquella resonancia permanente, que se hubieran encerrado en un mutismo protector y que hubieran aceptado el dolor como única forma de unirse a sus recuerdos, ya que el olvido era imposible. Aquella lápida olvidada en aquel pueblo lejano era como una campana doblando en la distancia a pesar del tiempo transcurrido. Y a pesar de que yo, su sustituto, hubiera vivido mucho tiempo ajeno a las circunstancias que habían llevado mi propio nombre a aquella lápida.

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