7 minute read

Juan Depunto. El tiempo pasa

Juan Depunto

El tiempo pasa

El rescate

II. Toda una vida*

Toda una vida me estaría contigo no me importa en qué forma ni dónde ni cómo pero junto a ti…

Los Panchos, 1944-1981

Te pusiste a ojear tu cuaderno de notas de campo buscando una reseña y te encontraste con este relato:

Ayer lo dedicasteis al descanso y la reflexión, tras el agotador viaje que os trajo a Picos. Además llovió durante toda la jornada o casi toda. Y en el “casi” se basa el motivo de esta crónica.

Por la tarde comenzaron a abrirse algunos claros en el cielo. Las enormes masas de algodón blanco con esas otras grises de lluvia, que ya casi las teníais olvidadas en el sur, se fueron separando y dejando entre sí agujeros por los que se veía el azul que aquí también tiene el cielo.

Os animasteis a dar por concluido el descanso y organizar una pequeña salida, para la que buscasteis justificación en enseñarle a vuestra religiosa madre el cercano Monasterio de Santo Toribio. Pero no quiso salir, quedándose en la casita rural que habíais alquilado y entonces continuasteis con vuestros planes, ahora con motivo de enseñárselo a los amigos invitados, menos religiosos pero más curiosos.

Al entrar en el monasterio escuchasteis los engolados gorgoritos del Padre Alfonso, al parecer encubridor de algunos de sus paisanos de violentas costumbres, allá por las provincias vascongadas. Tras santificar la tarde leyendo en el claustro algunas de las estrofas del Apocalipsis, transcrita por El Beato, pensasteis en dar un pequeño paseo por los alrededores del monasterio. Se lo comentaste a tu hermana que, en su natural tono dominante y enérgico, vociferó a su prole, a los “añadidos”, y a la tuya, con un algo así como “todos al paseo”, que te recordó a las voces cuarteleras de tu mili cuando te mandaban a formar. Como sonó a orden de brigada que no conviene discutir, todos marcharon ipso facto en fila de a uno, es decir, india, por el arrullador sendero tapizado de álamos negros, nogales y algún que otro roble; también abundaban las encinas por donde el camino empezó a estrecharse.

El paseo, algo más largo de lo previsto, se convirtió en travesía, llegando hasta la Ermita de San Miguel, la más alta de las dos que desde Potes se divisan, allá por las estribaciones de la Viorna. En la ermita algunos de los mozalbetes se encaramaron a la espadaña, realmente lo único que queda de la ermita, poniéndoos en apreturas la zona cervical de los mayores. La foto da fe del hecho. Múltiples y recordativas fotos del evento entretuvieron a la comitiva más tiempo del que hubiera sido deseable para volver con buena iluminación al monasterio, además que al relator se le ocurrió, por aquello del “ya que estamos”, aprovechar para acercarse a la cercana ermita de Santa Catalina, la otra que se ve desde Potes. A todos les pareció bien, aunque con algunas voces incrédulas que cuestionaban si el camino era por allá o por acá. Así que tuviste que usar de tu autoridad y señalar tajante un “por ahí”, cual sargento de gastadores, e * Se puede ver en el n.º 75 de Luz y Tinta, página 46, la nota “Cambio de rumbo” acerca de la estructura general de la obra “El tiempo pasa”, de la que forma parte este capítulo. Ahora seguimos con los capítulos de su segunda parte, “Toda una vida”. Enlace: http:// amantesdelafotografia3.ning.com/ profiles/blogs/luz-y-tinta-no-75

iniciaste tú mismo el descenso en cabeza de tu pelotón. La inclinación del sendero, ya totalmente cubierto de árboles y por tanto con poca luz, era cada vez mayor, dando la sensación de introducirse en cueva de lobos.

Viendo que la cosa se ponía difícil y a algunas almas les empezaba a fallar la fe en su guía, es decir, en ti, enviaste a tu cabo de gastadores, o sea a tu hijo, a realizar una exploración adelantándose al grupo, para confirmar así si aquella ruta os llevaba realmente al objetivo perseguido. Mientras él bajaba veloz acompañado de un amigo, los demás componentes de la expedición continuasteis vuestro lento descenso, no sin algunos grititos de ese pánico que se presagiaba solo como un preludio de lo que estaba por suceder.

Te adelantaste al grupo y al poco encontraste parado y con cara de preocupación a tu emisario y su ayudante. Le preguntaste si acaso os habíais equivocado pero te respondió que no, solo que a partir de esa zona la senda se ponía vertical y llena de un resbaladizo barrillo. Cuando dijo vertical, el muchacho fue tan preciso como Newton cuando lo de su manzana. Comprobaste lo que te dijo, que era tal cual lo describió. En ese momento llegó el resto de la expedición; dos mujeres con vértigo, tres chicas más sin problemas dinámicos pero sí estáticos (una de ellas además con pánico a las alturas) y alguna vestida como para ir a misa, con elegantes zapatos de tacón bajo, pero tacón; y cuatro caballeretes, es decir, los gastadores, algo mejor vestidos para el bosque.

Hubo que pensar muy bien el descenso de esa zona vertical para evitar accidentes; no serían más de 100 metros, pero parecieron 100 kilómetros de caída libre a los infiernos de barro y pinchos (acebos y encinas jóvenes y pinchudas por doquier). Pero ya abajo se veía en la penumbra del anochecer la espadaña de Santa Catalina y, como si estuvierais en la terraza de el Coloso en llamas, más abajo aún se veían los aparcamientos del monasterio con sus cochecitos como si fueran de bomberos, con sus mangueras rezumantes, y bocanadas de turistas ya de vuelta. Estos turistas se percibieron de los grititos de terror de las asustadas criaturas y comenzaron a señalar

y hacer corrillos con dudas de si llamar a los bomberos o a la guardia civil (equipo de rescate de alta montaña, por supuesto). De momento se limitaron a fotografiar con sus móviles, aunque a esa distancia es dudoso que sacaran algo que no fuera el paisaje, y decidieron esperar para evitar el interrogatorio típico de la benemérita de si los que hay que rescatar son diez o quince, que si hay niños de pecho en el grupo, etc.

Los gastadores, convertidos ahora en rescatadores avezados, fríamente, como si fueran profesionales, actuaban con impasividad a la presión psicológica de las circunstancias. Los turistas os miraban pero no os veían en la espesura del bosque, mientras que vosotros a ellos sí que le veíais con sus vestimentas multicolores y los accesorios propios de su estatus: cámaras de fotos, algunos prismáticos, gorritos ridículos, escasos bastones (menos llevabais vosotros, ninguno), pantaloncitos cortos, etc. Al fondo de valle se visualizaba Potes.

El sargento de gastadores-rescatadores, es decir tú, ordenó a su cabo, es decir tu hijo, que se situara al final de una cadena humana que se te ocurrió improvisar entre vosotros y los dos amigos en medio, contigo a la cabeza, es decir abajo. Os colocasteis bien asegurados con una de las manos a un árbol y la otra para dársela a la dama entaconada y a las demás, por el suelo resbaladizo, a fin de ir bajándolas aseguradas de esta manera. Cuando habíais recorrido un buen trecho, os desplazabais al siguiente y así sucesivamente fuisteis descendiendo hasta llegar a zonas donde fue necesario desarrollar sofisticadas técnicas de rappel utilizando las raíces, afortunadamente desnudas de los árboles, por la abundante agua caída que algo bueno tuvo esa lluvia que aunque todo lo embarró dejó al aire esas raíces a donde agarrarse. Y así hasta que finalmente alcanzasteis la explanada en la que esperaban los turistas el desenlace, recibiéndoos con cerrada ovación.

De los improperios e imprecaciones a los dioses, blasfemias duras a la divinidad suprema y otras lindezas que las excursionistas propinaron al cielo y a su guía, cual si fuera un emisario del infierno, no tomaste nota ni grabación, cosa que deberías haber hecho, porque ahora, que vas teniendo ya una edad, comienzan los fallos de memoria y solo puedes dar fe de lo que has contado.

Laus Deo

JuanDepunto

P. D.: Mis disculpas por la calidad de las fotos, pero están tomadas a principios del milenio con una de las primeras cámaras digitales que por aquellos años surgieron, una CyberShot de Sony con solo 1,5 Megapíxeles.

This article is from: