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Gloria Soriano. El negacionista

Gloria Soriano Gloria Soriano

Foto: Isadora del Valle

El negacionista

Le pregunté cómo había llegado a ese conocimiento tan profundo, me dijo que leyendo, y me recordó a Don Quijote en lucha contra gigantes. La tecnología y las mentiras eran los monstruos modernos de los que había que proteger al mundo. A su lado, yo, Sancho Panza.

Estaba pasando unos días en su casa cuando sorprendido por un endurecimiento de las medidas de alerta, me quedé allí confinado. Nos turnábamos para sacar a Toby, yo siempre con la mascarilla recomendada por los expertos. A su entender, mi obediente credulidad era señal de ignorancia, y en su mirada notaba conmiseración.

Al llegar a casa, tras dar unas vueltas con el perro, mi amigo llenó las tazas de café y nos sentamos a desayunar. —Eso que te tapa la boca embrutece tu pensamiento— me dijo mientras me apuntaba con el dedo. —No, no. Eso mata virus y bacterias.

Me miró con los ojos a punto de saltar fuera del trazo maquillado, un tizne que de tanto pintarlo parecía de nacimiento. En cierto modo lo era. Desde que llevaba los párpados de negro (me explicó que le ayudaban a enfocar), se había convertido en otro.

Cuando me puse de pie con el pretexto de ventilar la habitación, pude sentir sus ojos enardecidos flotando sobre mis escápulas. Estaba a punto de abrir la ventana y pensé que si en un movimiento rápido me inclinaba hacia adelante, saltarían al vacío. Yo no quería que sucediera algo así. Me demoré un poco en girar la manilla, pretendía dar tiempo para que los ojos regresaran a sus cuencas. Cuando me volví respiré con alivio. Sus pupilas brillaban con la luz de una verdad para él incuestionable.

Mirando al techo, abrió los brazos, implorante. Después los bajó hasta cubrirse con ellos la cabeza. Con la espalda recta y las manos sosegadas de nuevo, dijo: —Amigo mío, ese gas que impregna las mascarillas también mata las neuronas, y amansa a los que se han de vacunar. Todo está pensado para poner fin al libre albedrío, para acabar con la raza humana.

Continué escuchando sus elucubraciones y me dejé llevar a su mundo apocalíptico que incluía el convencimiento de la implantación de microchips. —Puedo ver en los brazos de los ya vacunados un circuito con transistores. Las señales que emiten los internan en lo oscuro hasta hacerlos caer en el abismo. De allí emerge un hombre sin humanidad. A mí nadie me engaña.

Cuando anocheció subimos a la azotea y apagamos las luces para mirar el cielo. La casa estaba lejos de la ciudad y no había luna. Donde yo identificaba constelacio-

nes, él percibía una inquietante obra de construcción, un nuevo orden en el universo. Me dolía el cuello y dejé de mirar estrellas para observarle. Con su blusón negro hasta las rodillas, en aquella oscuridad, solo distinguía su cabeza: una tez pálida con dos puntos brillantes que se movía de un lado a otro como si no tuviera asiento.

Por fín un día pudimos ir a la ciudad, yo con doble mascarilla, él a cara descubierta. Entre la avenida comercial Carrasco y el parque Benengeli había una glorieta con tenderetes de libros, y algún cliente merodeando. En una caseta más concurrida, el vendedor anunciaba mascarillas. El comerciante tenía la vista puesta en nosotros cuando dijo: — ¡Eh, señor!, está de suerte, las tengo en color negro antialérgicas, amorosas, perfumadas.

En los ojos de mi amigo volvieron a refulgir chispas. En un par de zancadas se subió al primer banco. Me quedé mirándole como si mirara una estrella. Sus palabras estallaron atronadoras y la gente hizo corro en torno a él. —No os dejéis engañar, la pandemia no existe, es una invención de científicos sin ética al servicio del poder, solo buscan infundir miedo entre la población, que hombres, mujeres y niños, ordenados en mansas filas, se acerquen a recibir la inyección del microchip que llaman vacuna. No os dejéis engañar, si no ponemos remedio, el ser humano será robotizado.

El vendedor de mascarillas, que se había quedado sin clientes, gritaba enfurecido: no le escuchéis, es un maldito negacionista.

De repente a mi amigo se le quebró la voz. Movía los labios sin emitir sonido alguno y gesticulaba sin parar. El público se fue marchando. Él aún siguió un rato de pie en el banco con la expresión de un perro rabioso, la mirada clavada en la copa de un árbol. Mientras yo buscaba entre las hojas lo que él veía, sonó un golpe, había saltado a tierra. Echó a andar tan deprisa que tuve que pasar un semáforo en rojo para no perderlo. Cuando conseguí ponerme a su lado le escuché salmodiar están por todas partes, están por todas partes. Había recobrado la voz, pero no parecía la suya. Ya mejorará, pensé, él no necesita mascarillas, ni vacunas. Me sorprendí de estos pensamientos, pues yo no creía en teorías conspiratorias.

Nos detuvimos al borde de una fuente. Los chorros subían con fuerza y al caer, las gotas rompían contra la piedra y el agua volaba. Respirar aquel aire nos cargó de positividad. El resto del día transcurrió tranquilo, parecía sacado de aquellos años en que después de una intensa ruta en bicicleta, nos sentábamos ensimismados a ver la puesta de sol.

Al poco de vacunarme me di un golpe en el pie que me tuvo cojo durante algún tiempo. A cada paso él me repetía mírate, convertido en un mecano, no digas que no te avisé. Intenté explicarle la razón de mis andares pero me interrumpió.

—Bobadas, bobadas. Miedo me das. Y pena.

Empezó a hacer observaciones sobre mi transformación: que tienes los ojos más vidriosos, que las orejas te han crecido, que el cráneo se te ha estrechado, que ese giro de muñeca te chirría, que tu voz suena a metal. Ante el espejo yo no me notaba ningún cambio, pero de noche soñaba que era la réplica de lo que él describía, y me despertaba el crujido de mis articulaciones al cambiar de postura.

Cuando recuperé la movilidad, el siguió mirándome como si cojeara. Continué a su lado. Andábamos sin más compañía que la de Toby. Aislado en sus teorías, persistía en su empeño por salvar al mundo de una amenaza tergiversada que me hacía reflexionar. Una noche oscura, mirando al cielo, entre Andrómeda y Casiopea vi desfilar un hormiguero de luces y tuve que darle la razón: en el Universo había un nuevo orden.

Primero fue un dolor de cabeza. Después la tos, falta de aire y lo demás. Hubo que ingresarlo.

Tiene delirios de fiebre, me decían las enfermeras que dentro de aquellos trajes parecían mujeres de otro mundo: la carne y los huesos amorfos; la cabeza sin pelo, sin boca, los ojos plastificados. Yo les entregaba cartas para que se las leyeran, le decía que esa cosa que no existe jamás lo podría vencer. Y me lo creía.

Seguí creyéndolo cuando salió del hospital, apagado y sin maquillaje. Protegido con mi vacuna, le pinché con lo que él siempre había dicho, la pandemia no existe, amigo mío. Quería hacerle volver a su realidad, sacarlo de su mutismo. Por fin habló. Me pidió disculpas: —Siento mucho haber sido tan insensato, he puesto tu vida en peligro. —No te vayas a confundir ahora —le contesté— tú no eres el peligro, tú me has abierto los ojos. Tenías razón. En estos días he recordado mucho tus palabras mientras observaba los cambios que se están produciendo. — ¡Yo me equivocaba!

Parecía fatigado y nos quedamos en silencio. Pensé en el efecto demoledor de perder las ideas que te construyen. A él se las habían borrado en el hospital. Tenía que ayudarle a recuperarlas.

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