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Francisco Trinidad. Final de Alicia Ramírez

Francisco Trinidad

Final de Alicia Ramírez en dos tiempos (y 2)

Desperté —luego supe que de un coma de un par de días— como quien sale de una piscina, tras haber mantenido la respiración durante un tiempo. La sensación de la piscina me la dio tal vez la sudoración que me envolvía. Lo cierto es que estaba confuso, ajeno al lugar en que me encontraba, con un terrible dolor de cabeza y una sensación de desconcierto que bordeaba el enajenamiento. Supongo que a todo ello ayudaría el que, de pie junto a mi cama, estaba un hombre que no conocía y que, en cuanto me vio despierto, se apresuró a salir de la habitación. Regresó a los pocos minutos con la enfermera y una doctora (inconfundible con su fonendoscopio al cuello), ambas jovencitas y sonrientes. Mandaron salir al hombre y me hicieron todas las preguntas del mundo. Cuando terminaron su exploración y ante mis propias preguntas me dijeron que había recibido un fuerte traumatismo craneoencefálico, pero que estaba fuera de peligro y en pocos días estaría en disposición de irme a mi casa.

Salieron ellas y volvió a entrar aquel hombre que había visto al despertar. Se presentó como inspector de no recuerdo qué comisaría y me dijo que se llamaba Ibáñez y que había venido a traer mi cartera, que me había dejado olvidada en el Asador Las Cubas, donde había comido poco antes de que la cornisa cayera sobre mi cabeza.

En ese momento aumentó mi confusión. —¿Una cornisa?

Recordé al hombre del anorak granate detrás de mi y le pregunté al inspector si no habría sido ese hombre el que me atizara el golpe en la cabeza, que por cierto me dolía como si me lo hubieran dado entonces mismo.

fotomontaje sobre una foto de pepe latas

Se presentó como inspector de no recuerdo qué comisaría y me dijo que se llamaba Ibáñez y que había venido a traer mi cartera, que me había dejado olvidada en el Asador

—Ese hombre del anorak fue el que vio como le caía la cornisa, que si le da un poco más en el centro de la cabeza le mata, y el que avisó inmediatamente a la ambulancia. Nos dijo que tenía que hablar con usted, para disculparse por no sé qué, y por eso le seguía. Debe estarle agradecido.

Luego siguió hablando, del móvil, de mi mujer a la que ya habían avisado, de la cartera que me había dejado olvidada y de no sé qué otras cosas que en mi estado de desconcierto me resultaban incomprensibles. Después salió deseándome suerte y una pronta recuperación y agregó que cuando me dieran el alta pasara a verle si quería presentar una reclamación por daños al inmueble cuya cornisa me había descalabrado.

Al final de la mañana, después de que la enfermera entrara varias veces con sus dosis de medicamentos y una cura que me levantó mayor dolor de cabeza, llegaron un hombre y una mujer, con aire tímido y ofreciendo todas las disculpas. Al principio me costó reconocerlo, pero en cuanto empezó a hablar caí en la cuenta y sobre todo cuando me presentó a su esposa. —Y esta es mi señora —me dijo—, Alicia Ramírez.

Era una mujer más bien regordeta, pero de buen porte y amplia sonrisa, a la que, por qué no decirlo, me hubiera gustado conocer en otras circunstancias y con distinto ánimo.

Les di las gracias por la visita y especialmente a él por la atención que había tenido conmigo después del golpe; y agregué con más oficio que convicción: —Y lamento todas las molestias que les he causado con mi desafortunada elección del nombre de mi personaje.

Lo dije mientras la miraba a ella que mantenía una sonrisa que no supe interpre-

tar.

Cruzamos pocas palabras más y salieron con el mismo gesto de timidez con que habían entrado. Como a la media hora, sumido yo en aquel vaivén de aturdimiento, entró de nuevo la mujer, la que en realidad se llamaba Alicia Ramírez, ahora sí, como una furia. —¿Cómo tienes tanta cara? —me soltó con gesto de desprecio—. Me seduces como una colegiala con tus artimañas de donjuán y ahora sales con que todo es cuento y no me conoces de nada. No eres más que un mamarracho.

Y salió de la habitación sin esperar que le contestase y dejándome más confundido de lo que ya estaba por el golpe y por todo lo que había conocido aquella extraña mañana. Cerré los ojos, para buscar un punto de equilibrio mental, cuando volvió a abrirse la puerta. Temiéndome lo peor, seguí con los ojos cerrados, que abrí al sentir el beso en la frente de mi esposa que acababa de llegar de Gijón para acompañarme en el tiempo de hospitalización que me esperaba.

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