El Cuaderno 65

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ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Febrero del 2015 www.elcuadernomensual.es

EN SERIE: LA TELEVISIÓN DESPIERTA Mary Jo Bang Tomás Sánchez Santiago Eduardo Moga Joaquín Álvarez Barrientos Tim Parchikov


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Número 65 / Febrero del 2015

Portada:

Tim Parchikov: Roma, 2005 Suspense Centro Cultural Niemeyer-Avilés Hasta el 22 de marzo

Desde aquellos tiempos remotos en los que la comunidad se reunía en torno a un fuego para contar historias, el serial ha gozado de una aceptación popular inusitada en sucesivos registros y dispositivos. Actualmente, las series se han convertido en una mitología televisual y on line cuyos discursos y representaciones trascienden las figuras y valores del contexto en que se producen. Más allá del puro entretenimiento, se habla mucho de las nuevas series como modelo de narrativa actual, una caracterización del fenómeno que, quizá por primera vez, cuenta con el aval del usuario y de la crítica académica. Como dice Jorge Carrión, autor de Teleshakespeare, un ensayo sobre las series norteamericanas que en este momento son referentes literarios, «Nosotros, no los cuatro académicos, millones de televidentes, hemos decidido que Breaking Bad es una obra maestra y lo hemos hecho en tiempo presente». Nunca hasta ahora habían coexistido tantas ficciones televisivas de alta calidad ni tanta pluralidad en lo referente a guiones, tramas, estéticas y contextos globales de producción, distribución y descodificación. El anuncio de que Woody Allen rodará una serie on line para Amazon, publicaciones recientes como Serial (El Gaviero, 2014), una antología de poemas basados en series de televisión, Todavía voy por la primera temporada (Léeme, 2014), volumen de ensayos coordinado por Edu Galán en torno a las series favoritas de sus autores, o la novela Brilla, mar del Edén (Galaxia Gutenberg, 2014), en la que Andrés Ibáñez recrea la mítica Lost, sirven de motivación a este dossier. De entrada, Javier García Rodríguez propone una visión generalista sobre el auge del fenómeno y, a continuación, tanto Cristina Gutiérrez Valencia como Luna Miguel escriben sobre la antología Serial desde una perspectiva externa e interna, respectivamente. Andrés Ibáñez nos hace partícipes de los entresijos de Brilla, mar del Edén con un making of escrito en exclusiva. Por su parte, Fernando Menéndez y Enrique Bueres toman como referente Todavía voy por la primera temporada, volumen en el que ambos participan, para escribir el primero de ellos una sugerente autobiografía basada en las series de televisión y ofrecernos el segundo un compendio de su texto publicado en dicho volumen. De manera independiente, José Luis Merino propone una lectura fronteriza de The Bridge que da paso a perspectivas más estructurales, como la de José Luis Molinuevo al plantear una amena reflexión en torno al tráiler, y la de Oriol Capel, guionista entre otras de las series 7 vidas y Aída, al compartir su experiencia como tal. En el último capítulo, Hermes González recrea a modo de diario su personal localización mental de emblemáticos personajes de serie. Mando en mano, todos al sofá.

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o tengan cuidado ahí fuera ¿Cultura popular? ¿Desarrollo necesario de la ficción narrativa? Las series llegaron para quedarse y siguen aquí ofreciendo productos de calidad. Cada espectador tiene su serie. Si no la encuentra aquí, vaya a verla a su casa.

Javier García Rodríguez Del Cabo de Gata al de Finisterre se extendía, según los libros de texto, un bosque mítico y carpetovetónico que atravesaban, saltarinas, columpiándose y saltando por las frondosas copas de los árboles, las francas ardillas peninsulares. Del Cabo de Gata a Cape Code, otro cabo allá por Massachusetts, donde la gran Angela Lansbury —incombustible actriz carne de personaje de dibujos en la familia Klamstein de Muchachada Nui— desentrañaba, travestida de Jessica Fletcher, la madeja de sus labores y la de los misterios domésticos que se le presentaban en su locus amoenus de la Nueva Inglaterra peregrina, no hay tanta distancia como para que no podamos tomarnos sus relaciones en serio, quiero decir en serie. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de que hay que ver. Hay que ver. Hay que ver. Hay que ver la gente cómo está con J. R., cantaba el gran Pepe da Rosa en forma de rap primigenio (el propio Pepe sería poco después protagonista de las películas Le llamaban J. R., de 1979, y de J. R. contraataca, de 1982). El antihéroe de Dallas, Larry Hagman, merecía su copla popular por haber sido capaz de inundar los corazones nacionales de genuina maldad petrolera

y adúltera. Si ya por entonces los juglares patrios como el sin par da Rosa entonaban homenajes musicales, cantos épicos y catódicos, era porque las series (miniseries, seriales, telecomedias, culebrones, sitcoms, y sus variantes) eran ya, y para siempre, carne de mito, territorio abonado para la memoria. Pocos años antes, en 1976, el humoristacantante había comenzado a establecer el canon seriéfilo hispano al lanzar a los cuatro vientos sus «Sevillanas de los cuatro detectives». El Olimpo de las series y de sus personajes, más allá de unos pocos precursores indies de corazón dramático y cámara fija, comenzaba a establecerse en esta flor nueva de romances viejos que se abrían con el (de)tonante «Robaron un camión de chirimoyas…», tenían su punto de giro en «Se busca, que hay un caso y tiene tongo…», se animaban hacia el clímax con «Un banco de Chicago han atracao…» y llegaban a su desenlace con el amaneramiento de «Acaban de robarme en el chalé…». Y allí estaban el teniente Kojak, el teniente Colombo, el policía local McCloud y el guaperas de Banacek (¡mucho recorrido hubo, por cierto, desde este investigador y detective freelance hasta el coronel John «Hannibal» Smith del Equipo A!). Era un intelectual el bueno de Pepe da Rosa, tanto que para encontrar una rima apropiada para «permiso», se permitió el lujo cultista de cantar «lo mismo sabe dónde está el occiso» (palabra que, por cierto, ha dado mil quebraderos de cabeza a las páginas de internet que transcriben la letra y que aceptan como bueno «el ozizio», «los sisos» o hasta «los chichos»). En los tiempos (¿o ya no?) de series.ly con su doble sentido cuando se lee «seriamente»; del hola don pepito.com, adiós don josé.com; de series. movistar.es; de netflix (que tiene su sede central en Los Gatos, California, sentaditos en su tejado) y otras ofertas no menos tentadoras que la manzana de Eva, resulta difícil recordar que antes de esto

existían el deuvedé y las cintas de vhs para el vídeo (que había matado, el muy cabrón, a la estrella de la radio). Y hasta hubo un tiempo en que las series se estrenaban. En los años setenta, tve emitía los domingos un espacio titulado «Estrenos tv», que incluía capítulos salteados de varias series detectivescas norteamericanas, como El comisario McMillan y esposa (Rock Hudson y Susan Saint James), Banacek, McCloud (Dennis Weaver) y Colombo (protagonizada por el gran Peter Falk). Venían estos detectives desde la norteamericana nbc y de sus Mistery Movie, que se desglosaba en NBC Sunday Mystery Movie y The NBC Wednesday Mystery Movie, de 1971 a 1977. Eran los años de Hombre rico, hombre pobre (¡Falconetti rules!), de Séptima Avenida y otros grandes relatos, de Kung fu… Y ya no lo dejamos. Eso era antes de los showrunners, de la hbo, de los davidchases, los sorkins y los bruckheimers, de internet (que mató a la estrella del vídeo, sic transit…), de la narrativa expandida, de la writer’s room, de los transmedia, de los estándares de producción, de la contraprogramación, del consumo individualizado y a la carta, de las — varias— edades de oro de las series…, cuando todo el mundo sabe que la edad de oro tuvo sus chicas, que la edad media tuvo sus isabeles y sus fernandos (tan socialdemócratas y tan políticamente correctos) y sus juegos de tronos (mejor la boda roja que las águilas rojas), que la edad del pavo tuvo sus veranos azules, sus físicas y sus químicas, sus salidas de clase, que la edad no se les nota a algunos amigos si viven en Manhattan, que la edad adulta recuerda siempre lo maravillosos que fueron aquellos años y nos los cuenta con nostalgia, transiciones y tapices de ciervos en la pared del salón familiar, que con la edad sigue gustando la sopa, que hay una edad en la que los ricos también lloran, que doña Adelaida no tenía edad cuando analizaba a su manera [•]


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[•] los culebrones (Cristal, La dama de rosa), que la edad de oro es siempre. Detectives y policías ha habido muchos. Pero ninguno como el Furillo de Canción triste de Hill Street (antes los títulos se traducían, y se traducían muy mal), aunque los polis de Fargo o de Broadchurch tengan su punto, y qué decir de The Wire. También la profesión médica ha dejado sus pildoritas: entre la cámara al hombro de Urgencias y el abuelo Peña(zo) de Médico de familia, entre el ácido House y la blandita Anatomía de Gray, entre la farmacéutica de guardia y el psiquiatra radiofónico Frasier (un spin-off de mayor recorrido que su madrastra Cheers). Los abogados —también los del diablo— han abundado en La ley de Los © Patri Tezanos Ángeles, The Good Wife, Allie MacBeal, Juzgado de Guardia o Turno de oficio (desde entonces se multiplicaron los «pedetes lúcidos» bautizados Barrimore y siendo repetidamente rechazado), cupor Echanove). Los periodistas se han encarnado lebrones latinoamericanos (Patito feo, Atrévete a en Tristeza de amor, Periodistas, Lou Grant, The soñar, Gata salvaje, No tengo madre, Agujetas de Newsroom. Y los extraterrestres, en Alf, en los color de rosa). siempre huidizos entes de Expediente X, o en los En 1989 se estrenaba Twin Peaks. En 1999, lagartos comerratas de V. Los políticos (aunque, Los Soprano. Y nada volvió a ser igual (valen otros ¿qué serie no es política?) nos asaltan en El ala oesejemplos, claro). ¿Profundidad shakespereana? te de la Casa Blanca o Scandal. Y los forenses (tan¿Violencia gratuita y satisfactoria? Dice el neutos, que son incontables como las arenas del desierrólogo Antonio Damasio que «los seres humanos to), los militares (insuperable mash), los bares. Y los tenemos una fuerte inclinación hacia la violencia. Es parte de nuestro cerejóvenes. Y las familias, que bro de primates, por cuesvan desde los aristócratas En 1989 se estrenaba Twin tiones de supervivencia. de Downton Abbey a MaLa furia se encuentra en trimonio con hijos. Y las Peaks. En 1999, Los Soprano. minorías étnicas (La hora Y nada volvió a ser igual (valen nuestro programa genético». Pero nuestro de Bill Cosby, Cosas de caprograma — nunca mejor sa, El príncipe de Bel Air), otros ejemplos, claro) dicho— genético también y ficciones que son falsos acoge la necesidad de ficción. Reírse con las comedocumentales (The Office), o con cámaras presendias y con sus situaciones, enrolarse en larguísimas tes en el discurso (Cómo conocí a vuestra madre, sagas (que están en nuestra naturaleza, con otras Modern Family). Escritores salidos, vigilantes de «formas simples», como postulaba André Jolles), playa, Holmes rejuvenecidos, nerds coleccionables, llorar culebrones (en la película Deuda de sangre, familias amarillas, chanquetes, albañiles manolos al personaje interpretado por Clint Eastwood, rey benitos, presidiarias con vitamina C, hombres locién trasplantado, le pregunta su antagonista para cos, detectives reales, casas de cartas, padres tranmofarse de él: «¿Cómo te sientes con el corazón de sexuales, perdidos, girls desinhibidas (y muy inteuna tía? ¿Ahora te gustan los culebrones?), odiar/ lectuales: Hannah Horvald al parecer se va a hacer amar a los villanos (Angela Channing de Falcon un curso de Escritura Creativa a la Universidad de Crest, tantos otros) porque en esto de las series no Iowa), perdidos, puentes entre México y Estados da igual ocho que ochenta: porque con ocho basta Unidos, o entre Dinamarca y Suecia, Xena la priny ochenta días son, ochenta nada más para dar la cesa guerrera, doctores en Alaska, tres es compañía, vuelta al mundo con Willy Fog, Rigodón y Tico. soap operas interminables (qué guiño tan precioso Al parecer, Woody Allen ha sido contratado ver a Matt Leblanc, el actor que dio vida al ligón e para escribir y dirigir una serie para Amazon, que inconstante Joey Tribbiani de Friends, convertise verá en Prime Instant Video. Yo, desde que me do en actor de culebrón en el remake de Los ángeles enteré, tengo cuidado ahí fuera. ¢ de Charlie, pidiendo siempre matrimonio a Drew

Guia básica y reciente para escribir e interpretar series Álvarez, Rafael, The wire: Toda la verdad, Principal de los libros, 2013. Carrión, Jordi, Teleshakespeare, Barcelona, Errata Nature, 2011. Colubi, Pepe, ¡Pechos fuera!, Madrid, Espasa, 2008. Doc Pastor, Los sesenta no pasan de moda, Dolmen, 2014. Douglas, Pamela, Cómo escribir una serie dramática de televisión, Barcelona, Alba, 2011. Galán, Elena y Begoña Herrero, El guion de ficción en televisión, Madrid, Síntesis, 2011. Lejarza Ortiz, Mikel y Santiago Gómez Amigo,

Televisores cuadrados, ideas redondas, Temas de Hoy, 2013. Lozano Delmar, Javier, Raya Bravo, Irene, López Rodríguez, Francisco J. (coords.), Reyes espadas cuervos y ladrones. Estudio del fenómeno televisivo «Juego de tronos», Fragua, 2013. Martin, Brett, Hombres fuera de serie, Barcelona, Ariel, 2014. Medina, Guillén, ¿Quién mató a Laura Palmer? Personajes de la tele que nunca olvidaremos, Diábolo Ediciones, 2014 Montijano, Juan José y M.ª Carmen Olivero, Lagarto lagarto. Cuando los visitantes invadieron la tierra, Diábolo

Ediciones, 2013. Ruiz Iriarte, Víctor, Dramáticos para TV, Fragua, 2010. Toledano, Gonzalo y Nuria Verde, Cómo crear una serie de tv, Madrid, T&B, 2007. Vargas-Iglesias, J. J., Los héroes están muertos: Heroísmo y villanía en la televisión del nuevo milenio, Dolmen, 2014. vv. aa., Breaking Bad en 530 gramos (de papel) para serieadictos no rehabilitados, Barcelona, Errata Naturae, 2014. vv. aa., El guion para una serie de televisión, Madrid, iortv, 2012.

Ana Santos Payán y Luna Miguel (selección y prólogo) Serial: antología poética sobre series de televisión El Gaviero Ediciones, 2014 16,00 ¤

Cristina Gutiérrez Valencia Decir que una serie es mítica, hablar de teleseries de culto es un lugar común de este nuevo siglo de oro de la televisión. Pantallas planas y personajes redondos, una geometría diseñada para la capacitación de lo sagrado doméstico, el rito cotidiano y hogareño al calor del fuego cautivador de cada nuevo episodio. Las series de televisión, esas placenteras drogas psíquicas de nuestro tiempo, han aprehendido lo mejor del cine: la consciencia de la eficacia de la imagen como lenguaje, el catálogo de planos audiovisuales, últimamente también sus presupuestos, directores y actores más talentosos. Pero también han bebido del cáliz consagrado de la literatura (dejando lejanas telenovelas aparte): la periodicidad del folletín y las novelas por entregas o por intrigas, el funcionamiento de los arcos narrativos en la arquitectura de la acción, la configuración progresiva de personajes de largo recorrido, la trascendencia literaria de ciertos diálogos (no en vano, Jorge Carrión, uno de los gurús españoles de las series de televisión, ha hablado con frecuencia de una categoría de «series literarias») o la construcción de grandes relatos, con héroes y mitos modernos. Cierto es que, en general, los héroes televisivos no son, claro, hombres y mujeres fuera de serie, sino más bien antihéroes, personajes marcados por su humanidad —la fuente de la debilidad, la maldad, la ambigüedad, la mortalidad, al fin y al cabo, lo es también de la cercanía que hacia ellos somos capaces de sentir, de la empatía y la atracción—, pero las series, esa pequeña nueva religión con millones de adeptos, donde el spoiler es blasfemia, han aprendido también (se acabó la caja tonta) de otros grandes relatos, además del poder de la palabra, la clave del éxito: la divinización y mitificación mediante el acercamiento, la humanización: las


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La imagen constituye el único lenguaje efectivo que queda y Dios querría ser efectivo. En Televisión y en sus varios retoños, ahí es donde lo buscaríais si creyerais que ha vuelto. Creedme, Jesús hablará por Televisión. —¿Entonces sería un telepredicador? —dijo Alyona. —No, demasiado limitativo. Pienso más en la línea de una estrella gorda de teleseries. Sergio de la Pava, Una singularidad desnuda

teleseries y sus protagonistas habitan entre nosotros. La cultura intermedial y el storytelling actual son, sin embargo, una apabullante masa informe que se presenta en ocasiones bastante inabarcable: películas, series, libros, videojuegos, cómics y todas sus relaciones de familia. En semejante océano ingente de materia desconocida, en el que si no coges cada nueva ola la resaca acaba por convertirte en náufrago de muchas conversaciones, no es fácil seleccionar aquello que más merece la pena. En el proceloso mar de los libros relacionados con las teleseries, asoma tímidamente una tormenta lírica de rayos catódicos: se trata de Serial: antología poética sobre series de televisión, donde la siempre sorprendente editorial El Gaviero ha reunido poemas de veintiún autores sobre sus respectivas series de ficción

preferidas. Sí, la poesía sale en la tele, o la poesía sale de la tele, y se empeña en demostrar en cada verso que las teleseries no son de arte menor, más bien al contrario, son objeto de literaturización porque forman parte del imaginario social más perdurable, y son obras literarias o artísticas en sí mismas en la medida en que con su forma encumbran a nuestro repertorio cultural, simbólico y mitológico a todos esos personajes inexistentes. El multitudinario mito moderno puede nacer de los distintos géneros culturales o salir de otras trincheras y pasar por ellos como filtro de mitificación, puede ser pura acción o detener el tiempo, apelar al espectáculo visual o mimar el guion, pero está de una manera u otra imbricado en nuestra intimidad, y es en ella donde paradójicamente triunfa: en nuestra educación sentimental, nuestras afinidades

Selección de Serial: antología poética sobre series de televisión Harkaitz Cano The Wire

Way Down in the Hole (fragmento) Nevermore, Baltimore? Again and again, Baltimore! Alambre inyectado en carroña, Baltimore; cumplir las reglas es dejar escapar al malo, Baltimore; fogata y lumbre en bidones, Baltimore; sofás con muelles salientes en punta, que te pinchan —fuck you fuck!— el culo del alma y viceversa; cadáveres irlandeses sobre mesas de billar; patos abrevando en bares; tentaciones y atajos para llegar al placer, al dólar y a la carne. Baltimore, Maryland, again and again

María Eloy-García The L Word

Bollería industrial (fragmento) los labios latifundistas de la élite americana las piernas largas el pómulo retocado al alza los terribles intentos por confirmar el aire qué extraño es lo normal para quien ha adiestrado lo clandestino entonces no teníamos piscina en barrio residencial nos conjugábamos copulativas a través del agujero de reconocerse de mirar hacia adentro la belleza intachable de lo andrógino soportábamos estoicamente el beso adentro el sexo adentro la mierda adentro el abandono adentro bolleras estoicas con sonrisa arcaica electivas, en la complicidad del sofá y la manta, en el reducto del ocio compartido por millones que a la vez nos singulariza, nos impacienta, nos emociona. Es aquí donde más sentido cobran proyectos como Serial; poesía y mito nacieron en la Antigüedad de la mano, la lírica actual vuelve al mito, esta vez al moderno, a aquel que no le hace renunciar a lo emotivo y lo personal, que posibilita el pequeño espacio interior de lo sagrado, los pequeños altares que unen el yo intimista con la referencia cultural. En el prólogo de Serial, firmado por Luna Miguel, se aprecia con claridad: «Aquella ficción debía convertirse en algo profundamente nuestro». La propuesta que se lee en él muestra cómo el espacio compartido de la ficción televisiva puede ser todo un refugio de intimidad («Por la pantalla umbilical que nos une»), y este libro, último antologado por Ana Santos y Luna Miguel, madre e hija, se convierte en un homenaje a Ana Gaviera y todas las series que tristemente ya no podrá ver, y en un recordatorio de que en la Gavia no hay lugar para la carta de ajuste: «Hagamos algo juntas… Recuperemos los minutos que invertimos en series de televisión y convirtámoslos en literatura».

Poesía y mito nacieron en la Antigüedad de la mano, la lírica actual vuelve al mito, esta vez al moderno, a aquel que no le hace renunciar a lo emotivo y lo personal, que posibilita el pequeño espacio interior de lo sagrado, los pequeños altares que unen el yo intimista con la referencia cultural Comienza la temporada con un haiku al Tyrion Lannister de Juego de tronos, poema tan breve como lo condensado de su personaje. A partir de aquí hacemos varios viajes al pasado glorioso de la televisión, a Aquellos maravillosos años en los que nos enamoramos de la niña con tirabuzones de La casa de la pradera, nos inquietamos con Twin Peaks [•]


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Estíbaliz Espinosa Futurama

«¡Vamos, universo! ¡Infinito, casi vacío y medio imbécil! ¡Dame toda la energía!» (fragmento) ¿Y si por un píxel de sílex el aire oliese a pasado y futuro a un tiempo? ¡Qué retrogusto en la punta de la lengua qué buenas noticias, chicos! 001 010 011 ¡Quién no se lanzaría a gritar láser como una cosa larga! ¡Quién no cagaría materia oscura de pura emoción sideral! ¡Si a la vuelta de cualquier nebulosa, por fin el perro de Fry! [tendríais que ver mi cara cuando escribo esto]. Nuestros seres queridos aún dejándosenos querer como buenos cacho-carne sin benzodiacepinas, sin suicidios, en una proposición infinita pero numerable, ¡por el amor de Bender Rodríguez! [la hora de los reyes catódicos •] o revivimos la infancia colorista desde la focalización ingenua de Punky Brewster. Reímos a ratos con The Big Bang Theory o Futurama, lloramos con A dos metros bajo tierra o Los Soprano, perdemos la vergüenza y la inocencia natural en Los vigilantes de la playa o sentimos el dilema rutinario o extremo en Californication, Black Mirror o Breaking Bad. También vibramos, recordando, con la oda al Baltimore de The Wire, y pensamos en lo apropiado del uso del monólogo dramático en el poema donde habla Hannah, la protagonista de Girls. Todos ellos nos hacen, en definitiva, sonreír, como lo hace aquello que ha formado parte de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestra cotidianeidad. También apuntamos alguna

serie aún por ver, y sentimos, sin conocer los personajes y las situaciones que los versos van enhebrando, que en ellos entramos en la habitación privada de quien los ha escrito, y notamos incluso ese cierto pudor de los poemas confesionales que en este caso prevén buenas horas de entretenimiento delante de la pantalla. Anotamos también —esa es una de las ventajas de este tipo de antologías con las que nos obsequian desde El Gaviero— los nombres de algunos de los poetas participantes que todavía no hemos revisado a fondo: sin caer en el hype, habrá nuevos protagonistas para una próxima temporada en la poesía española. Destaca, de todas formas, entre las veintiuna propuestas que se presentan, la rotundidad poética de los versos de los

ya experimentados Harkaitz Cano, María Eloy-García, Javier García Rodríguez, Antonio Lucas, Javier Rodríguez Marcos o Elena Medel, cuyas composiciones son un concentrado enérgico de toda la fuerza de las series en las que se basan (y que rebasan), y algunos de cuyos versos son tan inolvidables como una buena season finale. En el volumen, de 444 ejemplares numerados, sobresalen también las magníficas ilustraciones de la debutante Patri Tezanos, que contribuye con imágenes sencillas pero de astuta puntería para acertar con lo esencial de cada serie (inolvidable Omar, inmortal Tony Soprano, mítico ya,

cómo no, Walter White) a que la obra en su conjunto sobreviva en nuestras retinas más que cada píxel. Los veintiún poemas que componen Serial, en suma, son tan diferentes como cada uno de sus cinéfilos autores, que escogieron de entre la exitosa narrativa serial de las últimas décadas estos títulos variopintos y no otros (un catálogo de ausencias llevaría a una segunda temporada también antológica) y los resucitaron de nuestra memoria emocional. Tienen en común, no obstante, todo nuestro tiempo compartido, la potencia de las palabras de la tribu, la ya inevitable materia catódica de nuestra autobiografía. ¢

Elena Medel Girls

Mi vida como Hannah Horvath (fragmento)

Padre, madre, amigas, hombres que dormís conmigo cinco o seis noches, que me despertáis porque os habéis despertado: esto es el fuego. Esta es la manera en la que una mujer dice: esta es la manera en la que el dedo índice de una mujer choca contra su nuca —fijaos en el discreto posesivo, fijaos en cómo calla la nuca de quién—, en que la piel raspa la piel —fijaos— y entonces prende. Esto es el fuego; esta es la forma en la que arde una mujer. Si yo tuviera un hijo de cada uno de vosotros —padre, madre, amigas, hombres que dormís conmigo y cuyos cuerpos tanteo porque preferís con la luz apagada, para no tropezarme; cuerpos con los que he dormido cinco o seis noches, pero de los que desconozco lunares y otras marcas con las que vuestras madres tampoco os reconocerían tras arder— nacería con una brújula dentro del estómago.

Antonio Lucas Los Soprano

Gestión de residuos (Elegía por Los Soprano) (fragmento) Porque la vida era esto: la traición, los placeres prohibidos, la amistad —ese viejo experimento—, el afán de intercambiar un sueño de agua curva por un mal carbón de contrabando. Los locales de humo denso. Los cuerpos, su derrota, su belleza vulnerada, su alto traficar, su cárcel, su estampido. Porque el hombre no ha cambiado desde el hombre y siempre ha sido igual: una larga gestión de residuos. Somos lo que al arder dejan las cosas: restos, espumas, cenizas, esa verdad impecable de cuanto se ha olvidado ya. James Gandolfini. James Gandolfini. Ese dios contra el asfalto donde no se oyó otro ruido. La venganza. El negocio compartido. Qué honda lección de delincuencia. Qué crímenes de sed en cada whisky. La corrupción. El dinero que aúlla en todas direcciones. El alto don de asesinar y morir olvidado, perfeccionando cada vida en su final. La gracia de invocar la mecánica del mundo sucumbiendo a su idiotez y a sus excesos.

© Patri Tezanos

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Sobre Serial y otros asuntos familiares Luna Miguel Los libros no nacen porque sí. Todos y cada uno de los poemarios, novelas, ensayos o antologías que nos emocionan en este mundo tienen un lugar, un motivo y una misión especial, fáciles de sentir, pero largos de explicar. Eso es lo que a mí me ocurre cuando se me pide que hable de Serial: antología poética sobre series de televisión, un libro que ni siquiera he escrito yo, pero que cuando leo, toco, miro, disfruto, en realidad, siento como si estuviera leyendo mi propia vida. Porque un libro también es eso: vida. Porque la vida es eso: historias. Porque las historias son esas cosas que nos preocupa grabar a fuego en nuestra memoria con la incertidumbre de si, cuando no estemos, alguien más podrá recordar.

Serial es muchas cosas, sí, y todos los que se hayan acercado alguna vez a ese librito podrán intuirlas: una antología de poesía, un cuaderno sobre series de televisión, una reunión de amigos que se han decidido a hablar de cómo pasan el rato, o de quiénes son sus personajes de ficción preferidos, etcétera. Pero Serial, además, es la obsesión de las dos personas que lo crearon, una invitación, precisamente, a que aquellos recuerdos que guardaron en su memoria queden expuestos al público con el deseo de que nunca mueran, de que siempre estén presentes y de que, pase el tiempo que pase, todo el mundo los pueda intuir. Un lugar en el mundo. Un motivo. Una misión. Si tuviera entonces que describir cómo nace Serial, no podría decir que un día Ana Gaviera y

Javier Rodríguez Marcos The Big Bang Theory Risas enlatadas Si lo pienso, 13.700 millones de años me parecen muy pocos (ayer, como quien dice). ¿Tú te acuerdas de Rubin (Vera Rubin)? Su marido la esperaba en el coche mientras ella estudiaba el doctorado nocturno. No tenía carnet de conducir y en Princeton no la habían dejado matricularse. Era ayer (1912) cuando Henrietta Swan Leavitt nos enseñó por fin a medir el espacio (lo hizo a base de fotos; las mujeres tenían prohibido el telescopio). Ahora hablamos de Hubble, de Sheldon, Howard, Leonard y Raj, pero la musa canta tus hazañas de laboratorio, tu manera de seccionar cerebros, tu forma de provocar en nosotros lo mucho más auténtico: esta risa enlatada.

© Patri Tezanos

yo decidimos crear un libro sobre las series que están de moda, sino que debería remontarme, qué se yo, hasta una tarde cualquiera de un barrio almeriense en 1997. Es ahora donde entra el flashback, y donde el lector se ríe viendo a la narradora con un aspecto minúsculo y dos trenzas en el pelo.

Uno

La hora de la merienda era sagrada. Allí estábamos Ana y yo con nuestros respectivos chándales y nuestras respectivas caras repletas de pecas y de sueños. Allí estábamos, con la televisión encendida a punto de dar comienzo al festival. Habíamos terminado la tarea y el premio de cada tarde era un vaso de leche y quizá una palmera de esas que hacían tan ricas en la panadería de la plaza Santa Rita. Las tardes se hacían largas, y se hacían breves, y se hacían perfectas con cada uno de los capítulos de esas series que Ana me dejaba ver, no por otra cosa, sino porque ella también era un poco niña y quería verlas. Recuerdo que no teníamos mando, porque nuestra tele era un aparato viejo que mis padres habían heredado de no sé qué tía lejana. Para la comodidad de ellos, su hija de proporciones minúsculas podía sustituir a la tecnología levantándose cada vez para hacer zapping. La ausencia de mando, a veces, [•]


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Unai Velasco

Los vigilantes de la playa La tira elástica del bañador deja pequeñas marcas en la cintura (fragmento) Para salvar una vida humana hay que tener la taquilla limpia y el corazón templado Michael Newman tenía un brazo ligeramente más largo que el otro toda clase de información sobre las aves de Santa Monica, L. A. y cierta inclinación progresiva hacia la tristeza pesaba la playa por la tarde gaviotas volaban al ras y se desconcentraba triste si estaría triste Pam bajo las palmas su primer ahogado le costó cuarenta quilómetros a medio gas entre los pinos y un reguero de pinocha estremecida en la segunda pensó en Paul ojos azules sin saber que escribirían de su brazada en el Tampa Tribune con los años también con los años se adjudicó un método para el miedo a mediodía cuando el hambre administraba mal los riesgos Newman media su caseta de vigilancia de un modo digamos místico y el miedo y el calor quedaban sometidos a una figura rectangular casi casi transparente como una cometa desarbolada por el sol o una toma subacuática

Serial es muchas cosas, sí, y todos los que se hayan acercado alguna vez a ese librito podrán intuirlas: una antología de poesía, un cuaderno sobre series de televisión, una reunión de amigos que se han decidido a hablar de cómo pasan el rato, o de quiénes son sus personajes de ficción preferidos, etcétera

[bienvenidos a una nueva temporada •] nos obligaba a ver cosas que no nos gustaban pero que la pereza por levantarnos del sofá nos obligaba a ver. Allí estábamos, entonces, cambiando de un canal a otro y dejando que la noche se apoderara del salón. Las series de dibujos y las series de «personas de carne y hueso» se sucedían y nosotras nos enamorábamos de todos y cada uno de aquellos personajes a los que unos créditos despedirían hasta el día siguiente.

Dos

A mis padres me une la sangre, obvio. Pero más aún me unen los libros y, si me apuráis, la televisión. Nunca fuimos grandes cinéfilos pero mirábamos cantidad de programas, deportes, informativos y series en nuestra caja tonta. Habíamos tirado la tele vieja y por fin podíamos pelearnos por el mando. Ana y yo nos enganchamos a infinidad de series de adolescentes o de humor, y Pedro se ponía enfermo cuando repetíamos capítulos de Friends o de Los Simpson por enésima vez. Yo ya estaba en Bachillerato cuando Antena 3 entregó al mundo una de las peores series de la tierra: El internado. A nosotras nos dio absolutamente igual que fuera mala, porque nos enganchamos como dos tontas. Ver aquella serie se convirtió en nuestro pasatiempo preferido de la semana. Hacerlo juntas, además, era lo que más nos gustaba.

Tres

Me marché a estudiar Periodismo a Madrid. O más bien a hacer como que estudiaba Periodismo. Recuerdo que durante el tercer año, las clases eran por la tarde, y entonces yo pasaba las mañanas y las noches enganchada a todas las series que nunca había visto. Aprendí qué era Mad Men, aprendí quiénes eran los herederos de la sitcom de colegas, aprendí por qué absolutamente todo el mundo

© Patri Tezanos

a mi alrededor hablaba de las horas que pasaban pegados a las pantallas. Así, cuando volvía a Almería a visitar a mis padres, Ana y yo contemplábamos juntas, otra vez, todos esos capítulos que yo ya conocía pero que quería ver a su lado. En aquella época ella ya había caído enferma (hablo de hace prácticamente cinco años). Cuando estábamos juntas, hablábamos de tantas cosas que nos hubiera gustado describir juntas. Nos enamoramos de Sheldon, de Piper Chapman, de cada cabeza cortada en Game of Thrones.

Cuatro

Vomit, una antología de poesía que hicimos juntas, tardó en construirse tres años. La enfermedad y el cierre continuo de El Gaviero Ediciones nunca permitieron que Ana pudiera terminar a tiempo todos los libros que tenía planeados. Por eso,

© Patri Tezanos

cuando un día me llamó para hacer Serial, nuestro propósito fue el de no retrasar ni un minuto más la antología, ocurriera lo que ocurriera. Ella llamó a sus amigos, colaboradores de siempre en El Gaviero: Javier Rodríguez Marcos, Antonio Lucas, Elena Medel. Yo llamé a los míos, algunos jóvenes poetas en los que confío y que formarán parte siempre de esta familia: Arturo Sánchez, Layla Martínez, Berta García Faet. Como Ana siempre fue muy curiosa, tenía una gran lista de blogs de ilustradores geniales. Le ilusionaba especialmente el de Patri Tezanos, una chica aficionada además al cómic con quien contactó para que nuestro pequeño libro fuera deslumbrante.

Cinco

Hay temporadas que acaban tristísimas. La narradora suelta una lágrima solo de recordarlas. Hay capítulos finales que nos dejan con el corazón encogido, y por eso, cuando Ana Gaviera se marchó de este mundo, lo único que pudieron hacer los dos personajes que más la querían fue continuar con su sueño. Un homenaje, una venganza de vida, un grito de guerra, no lo sé. La nueva temporada vino fortísima, y con Serial bajo el brazo, conseguimos vencer. Allí estaba el último libro que ella hizo, allí estaba nuestro último trabajo juntas. Allí se encontraban, reunidas, las voces de nuestros amigos y las horas de nuestra juventud tan, tan, tan apacibles frente a un televisor sin mando a distancia en qué sé yo cuál de nuestras tardes almerienses, año 1997. Los libros no nacen porque sí, decía. Y puede que a primera vista Serial sea solo una antología finísima con tipografía Helvética y un montón de ilustraciones bonitas. Sin embargo, ahora lo sabéis, este libro nació con una voluntad más grande: la de vencer a la muerte. La de contar nuestra historia. ¢


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Andrés Ibáñez Perdidos (Lost) es una de las narraciones más asombrosas que he disfrutado en mi vida. La primera temporada me fascinó completamente, como es lógico, pero veía sus episodios poseído por una inquietud creciente, ya que, me decía yo, la acumulación de mis-

terios y enigmas era tan grande que parecía imposible que llegaran nunca a resolverse. Y ya sabemos cómo acaban esta clase de narraciones: en la entropía, en el desastre. En el caso de Perdidos no es así, y a partir de la mitad de la segunda temporada la narración comienza a revelar una poderosa estructura interna que desemboca en

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el que las leyes que conocíamos ya no funcionan. A principios del siglo xxi vivimos, en efecto, completamente «perdidos», aunque nuestra isla sea un planeta entero y también, y al mismo tiempo, la isla de nuestra propia mente. Así es la isla de Perdidos, un mundo en miniatura, pero también la mente humana, llena de terrores, de [•]

la asombrosa tercera temporada, la mejor de todas, una de las grandes narraciones de la historia del cine. Perdidos es la narración central de nuestra época. Todo lo que sucede en la serie habla de nosotros, de nuestra situación presente. ¿No es este el verdadero «realismo»? Nuestro mundo es, como la isla, un lugar cambiante en

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Muchos afirmarían más tarde que habían visto la isla desde lo alto unos minutos antes del accidente. Esto significaría una altura de unos diez mil metros, aunque es posible que el avión llevara ya un rato descendiendo. No lo sé. Yo no la vi. El hecho es que en un cierto punto del viaje, cuando nos encontrábamos en medio del océano Pacífico, calculo que cerca del meridiano 170, los sistemas eléctricos del avión dejaron de funcionar. Los pasajeros notamos el fenómeno inmediatamente. Las pantallas de vídeo se apagaron, así como las luces de los innumerables pilotos led que hay siempre encendidos en un avión, y las toberas de alimentación de aire acondicionado dejaron de lanzar su chorro de aire helado. Los que estaban en los servicios golpearon en las puertas al verse de pronto atrapados en la oscuridad. La situación era totalmente anómala, porque no solo habían fallado las luces, el vídeo y el aire acondicionado, sino que todos los aparatos eléctricos que se encontraban dentro del avión habían dejado de funcionar, incluidos los ordenadores personales, los teléfonos móviles y las consolas de juegos. Nada de esto era grave, por supuesto. Lo verdaderamente grave era que los sistemas de navegación de la aeronave se habían apagado también. De pronto el avión, un Boeing 747 con casi cuatrocientos pasajeros a bordo, se había convertido en una piedra arrojada a los aires impulsada solo por su propia inercia.

Recuerdo lo rápido que sucedió todo, lo poco que tardamos en darnos cuenta de que algo iba mal. Las azafatas corrían por los pasillos y se hablaban a gritos de un extremo al otro del avión. No funcionaban los altavoces ni los intercomunicadores, de modo que la puerta de la cabina, me imagino, hubo de abrirse, y el copiloto tuvo que dar las instrucciones a los auxiliares de vuelo en alta voz. Sea como fuere, la información recorrió el avión como una oleada, desde los asientos de primera clase del piso superior hasta los de clase business y luego hasta la cola del avión. Los sistemas eléctricos han dejado de funcionar. Los motores se han apagado. A no ser que la avería se solucione en unos pocos minutos, nos veremos obligados a amerizar. Yo nunca había creído realmente que un jet pudiera posarse sobre el mar. Siempre había pensado que todas esas instrucciones que se dan a los pasajeros en caso de amerizaje eran o bien una ilusión fantástica o bien una forma de distraerles o incluso de tranquilizarles. Jamás he oído que un avión tenga problemas técnicos y haya tenido que posarse en el agua del océano. Siempre he supuesto que lo más probable en caso de intentar un amerizaje sería que el avión chocaría con las olas y se hundiría en el mar con todos los pasajeros que llevaba a bordo. Ha habido muchos aviones que se han caído al mar y se han hundido, pero jamás he oído hablar de un avión que americe en mitad del océano. Más tarde me dediqué a investigar un poco el tema (quería saber si lo que nos había sucedido había sucedido antes en algún lugar del mundo o, dicho de otro modo, si lo que nos había sucedido nos había sucedido realmente) y averigüé que, en efecto, los casos en que una aeronave comercial, es decir, un avión de enorme tamaño se ha visto obligada a posarse en el mar son muy raros, y que el resultado ha sido trágico en la mayor parte de los casos. Con una excepción: el amerizaje del Airbus a320 de

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(Principio de la novela) 01. Caemos


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[•] sueños, de memorias del pasado que vuelven, de zonas salvajes y desconocidas. Perdidos trata sobre el caos y la esperanza en la discusión permanente entre Jack (el científico que solo cree en el azar) y John Locke (el místico que está convencido de que existe un sentido). Trata también sobre la esclavitud y la manipulación, y contiene decenas de historias y centenares de escenas que forman una especie de diccionario o antología de posibles formas de dominación (psicológica, política, emocional, por medio del miedo, del sentimiento del deber, de la esperanza, de la ciencia, de la religión, del teatro, de las relaciones familiares, de la medicina). Toda la isla está llena de sistemas de control que proporcionan información infinita sobre cualquier cosa a sus diabólicos y quiméricos dueños, que saben todo lo que sucede en la isla, conocen las vidas de todos los náufragos, ven todo lo que hacen y escuchan todo lo que dicen. Todo esto ¿les suena de algo? Creo que la idea de escribir mi propia versión de Perdidos surgió cuando

terminé de ver la tercera temporada, con sus referencias a Stalker de Tarkovski, sus vuelos junguianos y su densa y poética sensación de misterio. En la última escena, que tiene lugar en el futuro, cuando los náufragos al parecer ya han logrado abandonar la isla, vemos a Jack que, con gesto de tragedia, afirma: «Hay que regresar a la isla». Ese deseo increíble de regresar al lugar donde se sufrió tanto me conmovió de una manera especial. Me conmocionó el recuerdo de situaciones similares en las que yo había deseado volver a lugares o a situaciones en las que había sufrido horriblemente, esa sensación de que hemos perdido una bendición que no entendíamos o que no supimos aprovechar. Aparecía a continuación la página de inicio del dvd, donde se ve a John Locke sentado en la ladera de una colina contemplando el bellísimo paisaje de la isla. Es una imagen apacible, pero también épica: se nota en

Perdidos es la narración central de nuestra época. Todo lo que sucede en la serie habla de nosotros, de nuestra situación presente. ¿No es este el verdadero «realismo»? Nuestro mundo es, como la isla, un lugar cambiante en el que las leyes que conocíamos ya no funcionan

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us Airways en el río Hudson en el año 2009, un caso especial porque el jet acababa de despegar del aeropuerto de LaGuardia y no tenía ni mucha velocidad ni mucha altura, porque un río es un cuerpo de agua singularmente liso y tranquilo y porque, a los cinco minutos exactamente de caer en el agua, el aparato estaba rodeado de embarcaciones que comenzaron a recoger a los pasajeros. Pero ni siquiera en este caso las cosas funcionaron perfectamente: las balsas de goma se hincharon, pero la mayoría de los pasajeros no pudo llegar a ellas, y salieron a las alas del avión, donde estaban amontonados y con el agua por los tobillos cuando comenzaron a ser evacuados, ya que el avión se hundía rápidamente. Muchos de ellos no se habían puesto el chaleco salvavidas. Si hubieran estado en mitad del mar la ayuda nunca podría haber llegado tan rápido y habrían muerto todos ahogados. Sin embargo, cuando oí aquello de que íbamos a vernos obligados a amerizar no sentí miedo en absoluto. Si acaso excitación, nerviosismo. El mar estaba allá abajo. Se veía a través de todas las ventanillas. Lo único que había que hacer era descender hasta aquel suelo azul y posarse sobre él. Las azafatas se situaban en los pasillos pidiendo calma, diciendo que nos abrocháramos los cinturones y que no nos levantáramos de los asientos. Estábamos experimentando «dificultades técnicas», nos dijeron, pobres muchachas de 22 años pensando en el fulgor de los centros comerciales de Singapur, señoras de mediana edad pensando en sus hijos adolescentes y en jubilaciones anticipadas. Los viajeros les hacían todo tipo de preguntas, alguno incluso se puso de pie y demandó hablar directamente con el capitán de la nave. Había algo muy extraño: el silencio. No es que los viajeros estuvieran callados, precisamente: muchos de ellos hablaban e incluso gritaban. Me refiero al silencio de las máquinas. Qué terrible es el silencio de las máquinas cuando la vida depende de las máquinas.

Los reactores estaban mudos y también el aire acondicionado, y de pronto los oídos registraban una ausencia de saturación que resultaba intrigante. Uno nunca es consciente del volumen de ruido que hay en un avión. Incluso con el aislamiento de la cabina, el estruendo de los motores es ensordecedor. Descendíamos a una velocidad vertiginosa, y a pesar de todo, la bajada se me hizo eterna. El avión sufría fuertes bandazos como los que se experimentan cuando hay turbulencias, golpes repentinos, la sensación súbita de caer en vertical desde una altura de diez pisos. Saltábamos, literalmente, en los asientos. Luego se estabilizaba, sin duda a consecuencia de las corrientes de aire, y parecía que estaba completamente inmóvil, como si de pronto nos hubiéramos posado en tierra y estuviéramos detenidos. Unos segundos más tarde sentíamos de nuevo una angustiosa sensación de caída en el vacío y el avión comenzaba otra vez a sufrir fuertes sacudidas. A mi alrededor, los pasajeros gritaban y lloraban. Algunos rezaban. A veces la fuerza del viento levantaba el avión con ímpetu y luego lo volvía a dejar caer. Era verdaderamente espantoso sentir aquella caída muerta, sin motores que nos impulsaran, sin tren de aterrizaje, sin protección ninguna, con la conciencia cada vez más clara y terrorífica de lo que nos esperaba allá abajo. Un mundo salvaje de olas, de viento. Un abismo azul iluminado de medusas. La muchacha que había a mi lado estaba tan asustada que se había quedado completamente blanca. «Estoy asustada», me dijo con un hilo de voz. Era la primera vez que se dirigía a mí en todo el viaje. Era muy hermosa, una de esas muchachas de largo cuello y preciosos ojos, de labios rugosos y barbilla perfecta. En un cuento de hadas habría sido una princesa. «No te preocupes —le dije—, no va a pasar nada». Entonces noté que me temblaba la voz. «¿Tú crees?», dijo ella. Y luego: «¿Estás seguro?». Era muy joven, no debía de tener más de 20 años. Recuerdo que me dijo: «Por favor, dame la mano». Yo cogí

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ella el gran amor de Locke por la isla. De pronto, yo sentía que Locke y yo éramos el mismo, y que los dos amábamos la isla a pesar de sus muchos horrores, y tuve además otra sensación: que la Praderabruckner, la Pradera de mi primera novela, La música del mundo, la novela que yo había empezado a escribir quizá con 18 años y que me costó once años de trabajo, la Pradera, en fin, estaba en aquella isla. En La música del mundo, la Pradera era algo así como el corazón del libro: una especie de jardín cerrado, de forma rectangular, dividido en dos niveles por un escalón central, en el que suceden cosas mágicas siempre relacionadas con la música, ya que la Pradera es una pradera pero también es una composición musical. Y ahora volvía a aparecer una vez más, de forma inesperada, ¡y estaba precisamente allí, en aquella isla! Entonces decidí hacer lo mismo que hago siempre que una historia me gusta: escribirla yo a mi manera. Pensé en la forma en que la novela se ha alimentado siempre de formas de la cultura que llamamos popular para fertilizarse: los libros de caballerías o la novela bizantina para Cervantes, la cultura carnavalesca para Rabelais, la ciencia ficción para Nabokov o para

sobre la esclavitud y la manipulación, especialmente sobre la forma en que las creencias nos esclavizan. Terminó siendo mucho más que eso (algunos creerán que mucho menos), al proponer nuevos caminos para el desarrollo de la civilización y de nuestra forma de entender la vida. He luchado con todas mis fuerzas para hacer de Brilla, mar del Edén un libro cuya lectura haga feliz y sacie completamente al lector. He querido escribir un libro de lectura absorbente, lleno de amor, de sensualidad, de aventuras, de humor, de terror, de emoción, de misterio, de violencia, pero también de reflexión y de profundidad poética. Nunca había ido tan lejos. Nunca me había arriesgado tanto. Es un libro de vidas cruzadas que se desarrolla en la isla sin nombre, en Madrid, en Estados Unidos, en Japón, en México, en Australia y en la India, y tiene más de cien personajes, pero es también la larga historia de amor, íntima y privada, de Juan Barbarín y Cristina. Es una reflexión sobre el mundo contemporáneo y una propuesta. Algunos lectores me han dicho que han llorado al leerla. Nunca, como con este libro, había tenido la sensación de haber hecho realmente algo. ¢

Mi propósito fue escribir una novela basada libremente en Perdidos, utilizar la premisa básica, algunos de los personajes y algunas de las situaciones y luego llevar mi historia y mis personajes hacia el lugar que yo quería

Pynchon, el relato de detectives para Borges…, y pensé también en el ideal renacentista de la imitatio, la imitación de obras preexistentes, que es, en realidad, una de las formas en que se desarrolla la evolución artística.

Cervantes imita el Amadís, cuyo autor imita la materia de Bretaña; Virgilio imita a Homero, Milton imita a Virgilio, Blake imita a Milton; El crotalón, un libro del Renacimiento español que me influyó profundamente, es una imitación de Ariosto, que a su vez imitaba a Boiardo, que imitaba los romances artúricos; y no hablemos de Shakespeare, cuyos argumentos están todos tomados de otras fuentes… Mi propósito fue escribir una novela basada libremente en Perdidos, utilizar la premisa básica, algunos de los personajes y algunas de las situaciones y luego llevar mi historia y mis personajes hacia el lugar que yo quería. En un principio, el centro de la novela era la Pradera. Luego el centro se transformó, se movió hacia lo alto…, pero no deseo contar nada de la historia, ni mucho menos del final. Brilla, mar del Edén comenzó siendo una novela

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su mano de largos dedos fríos, y le dije: «Lo que deberíamos hacer es ponernos el chaleco salvavidas». Las azafatas iban por los pasillos diciendo que nos pusiéramos el chaleco salvavidas pero que no lo infláramos. Nos decían que permaneciéramos sentados y con el cinturón de seguridad abrochado, pero había muchos pasajeros tan histéricos que no les hacían caso. Algunos se levantaban de los asientos, y muchos, después de colocarse el chaleco salvavidas, tiraban de las cuerdas para inflarlo a pesar de que acababan de decirles expresamente que no lo hicieran. A mi izquierda había una pareja de color, un hombre y una mujer, y el hombre se había soltado el cinturón de seguridad y parecía decidido, por la postura que tenía, a salir corriendo por el pasillo. Una de las azafatas se le acercó y le dijo muy seria: «Si no se pone el cinturón y se queda en su sitio, morirá». Creo que solo en ese momento comencé a darme cuenta de lo grave que era la situación. «¿Cómo?», dijo el hombre. Era muy alto, corpulento, e iba vestido con un traje azul muy elegante, con gemelos de oro en los puños de la camisa. Se llamaba Ngwane. Su esposa se llamaba Omotola. Eran nigerianos y trabajaban en la industria del cine de su país. Claro que todo esto lo supe más tarde. «Cuando el avión tome contacto con el agua, sufriremos un impacto terrible —le explicó la azafata a Ngwane con una calma glacial—. Si usted no tiene el cinturón abrochado, saldrá despedido de su asiento y se destrozará el cráneo». Yo miré la placa de la azafata. Se llamaba Eileen. «Eileen —le dije—, ¿ha vivido alguna vez un amerizaje?». Ella se volvió a mirarme como si no me entendiera. Comprobó que tenía puesto el cinturón y me dijo: «Coloque las manos sobre el asiento de enfrente y apoye la frente en las manos». «Eileen —repetí—, ¿alguna vez ha vivido algo así?». «Nadie ha vivido nada así —me dijo—. Pero nos han entrenado para la eventualidad de que suceda». Entonces vi que también ella estaba muy asustada, mucho más asustada que todos los demás.

Los padres ponían los chalecos salvavidas a sus hijos. Las mujeres lloraban. Se oían rezos en distintos idiomas, dedicados a distintas deidades. En ese momento, todos los nombres de Dios sonaban igual, todos sonaban como el nombre de un perro lejano, un perro gris que se volvía a mirar, vagamente asombrado de lo que había hecho. La muchacha de mi lado estaba tan pálida que pensé que iba a desmayarse. «Por favor, por favor, por favor», murmuraba. «¿Cómo te llamas? —le dije—. Mírame —le dije—, ¿cómo te llamas?». «Swayla —me dijo—. Swayla Sanders». «Yo me llamo John —le dije—, John Barbarin». «John —dijo ella—, ¿vamos a morir?». Poco a poco se aproximaba el momento del amerizaje. El tiempo, de pronto, se abrió, del mismo modo que se abre una flor o que se abre un libro. Cogemos el libro, un objeto que cabe en la palma de la mano, lo abrimos y de pronto se convierte en un objeto infinito. Lo mismo sucedió entonces con el tiempo. Yo entré en un tiempo distinto del habitual. Creo que algunas veces se describe esta forma de vivir la temporalidad como la sensación de que las cosas suceden «a cámara lenta». Veía a las personas que gritaban y lloraban a mi alrededor, pero no me sentía involucrado. Me sentía libre, indiferente, poseído por una especie de placidez. Es como si llevara toda la vida esperando aquel momento, el momento del supremo peligro. Como si por fin hubiera llegado lo que siempre había sabido que llegaría.

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Andrés Ibáñez Brilla, mar del Edén Galaxia Gutenberg, 2014 759 pp., 29 ¤


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donde habita el estilo

Enrique Bueres

Ha ganado quince premios Emmys y cuatro Globos de Oro, pero ni eso ha salvado a Mad Men de entrar en proceso de despedida, que no de defunción. El comienzo del final llegó con el estreno del primer episodio de la séptima temporada, emitido por Canal+ el día de la República, el 14 de abril de 2014, sólo unas horas después de su estreno en Estados Unidos. La séptima temporada está dividida en dos partes. Siete episodios que se han visto en 2014 y otros tantos a partir del 6 de abril de 2015. Víctor Lenore, en su polémico ensayo Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing), dice que Mad Men es como un libro de Corín Tellado, pero con mejor packaging. O Lenore no ha leído a Corín Tellado o no ha visto la serie de Matthew Weiner. Me inclino a pensar que no ha hecho ninguna

de las dos cosas. Quisiera empezar este desordenado artículo comparando un aspecto de Mad Men con Breaking Bad. ¿Por qué? Porque me da la gana. Igual que Lenore al hacerlo con la escritora asturiana autora de Me lo dijo Fran, No me burlo de ti o Mi querido

fanfarrón. La principal evolución en los personajes de Breaking Bad se produce en el personaje del espectador: comienzas comprendiendo, justificando y admirando a Walter White y antes de que te des cuenta te parece un cabronazo (en expresión del académico espadachín Pérez-Reverte) digno de llevarse la medalla de oro en las olimpiadas de las vesanías universales. Heisenberg no evoluciona, o al menos no tanto como sus adictos espectadores. Con Don Draper las cosas son bien distintas. Ya en el primer episodio te das cuenta de que es el tipo de hombre intenso que no desearías que conociese a tu esposa, ni siquiera a tu mujer o a tu novia. Si es a tu cuñada, quizá no te importe tanto, después de todo —como aseguran en el foro enfemenino.com—, las cuñadas a veces son peores enemigas que las suegras. ¿Qué sabemos de Don Draper? Casi nada. Llegas a la séptima temporada de la serie y la vida del creativo pu-

blicitario más enigmático, turbio y caprichoso sigue siendo una incógnita para todo el mundo. La inestabilidad es su centro de gravedad permanente, como diría el cantante favorito del poeta Martín López-Vega. Draper es un existencialista: arrastra la losa de un secreto que podría acabar con él, pero al mismo tiempo se comporta como un caníbal lleno de una vitalidad (sexual) irresponsable, voraz y desesperada. Don es un cínico sin voluntad moral que considera que por mucho que lo intentes, las cosas no van a cambiar. Lo mejor es resignarse y dejarse caer, como la silueta de la cabecera de la serie que homenajea a Saul Bass. La calidad de Mad Men es indiscutible. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Y otros, claro, aunque no Víctor Lenore. Mad Men es la serie más poética de la televisión. Es la visión ultrapersonal de Matthew Weiner, un showrunner enfermo de literatura. Durante su

el mundo a ambos lados de la frontera José Luis Merino La ficción televisiva se ha erigido en los últimos años por propio peso como un elemento esencial dentro de la vida cultural moderna. El último episodio de Seinfeld, por ejemplo, lo vieron más de 75 millones de espectadores; el último de Friends, 50 millones. Para desgracia de la nbc, lejos han quedado las audiencias millonarias de los años noventa, y la explosión de series, la fragmentación de las audiencias en televisión y la distribución por Internet hacen complicado el recuento exacto de cuántos espectadores han visto realmente la última temporada de Juego de tronos o de Modern Family, pero nadie en su sano juicio duda de su influencia. A día de hoy, no ver el último capítulo de la serie de moda tiene el mismo efecto que no haber visto los partidos del Mundial o la última película de

Woody Allen: el de quedarse fuera del circuito habitual de conversaciones. Decía Jorge Carrión en Teleshakespeare que «Las teleseries norteamericanas han ocupado, durante la primera década del siglo xxi, el espacio de representación que durante la segunda mitad del siglo xx fue monopolizado por el cine de Hollywood». Como resultado evidente podríamos fijarnos en los temas de los que hablan los jóvenes en las paradas de metro o autobús, quizá podríamos echar un vistazo a toda la producción de merchandising típicamente cinematográfico que se vende en las grandes superficies o por Internet, o tal vez deberíamos prestarle atención a la aparición de ediciones especiales creadas para esos fans que han descargado semana a semana vía torrent los capítulos de la serie y que, una vez finalizada, deciden pagar religiosamente, almacenarla como un tesoro y jamás prestarla a sus amigos.

La temática o el punto de vista de las series de televisión ya no está restringido por un público familiar que quiere ver una sitcom ligera antes de dormir. Repetimos: ya no estamos en los años noventa y aquí ya vale todo, especialmente en el drama. Tenemos desde excelentes series de ciencia ficción como Battlestar Galactica, Firefly, Fringe o la popular Lost, que bien podrían haber dado lugar a taquilleras películas o sagas de películas, hasta retratos ficcionalizados de la realidad, como pueden ser The Wire, Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca o Breaking Bad. Y The Bridge juega a posicionarse en la misma liga que estas últimas. Bron/Broen (‘el puente’, en sueco y en danés) nace en el año 2011 como una coproducción sueco-danesa que resultó ser un éxito de audiencias millonarias en unos países donde hablar de millones de personas viendo algo resulta inaudito por la poca población

de los mismos. La serie comienza con un asesinato en el puente de Oresund, una obra de ingeniería de 16 kilómetros de longitud que une las ciudades de Copenhague (Dinamarca) y Malmö (Suecia). En medio del puente, justo en la línea que separa la frontera entre ambos países, aparece un cuerpo sin vida, y dos detectives, Saga Norén (sueca) y Martin Rohde (danés) serán los encargados de resolver el homicidio. La trama irá avanzando a medida que las grandes diferencias entre ambos personajes y las sutiles diferencias entre ambas sociedades se entrelazan y nos muestran un mundo con sus propias reglas y muy particular. El éxito de Bron/Broen en sus países de origen hizo que la bbc4 emitiera la serie y la convirtiera en un clásico instantáneo en todo el mundo. Pronto surgiría la idea de adaptarla en otras fronteras: The Tunnel es una coproducción franco-inglesa que traslada la acción al Eurotúnel que cruza el canal


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adolescencia le impresionó mucho la visita que hizo a su instituto el poeta W.S. Merwin (La sombra de Sirio, Perdurable compañía, ambos editados por Jordi Doce en la editorial Vaso Roto). En sus años universitarios, Weiner estuvo durante muchos meses escribiendo un poema semanal que luego comentaba y corregía con el poeta y profesor Frank Reeve, padre del actor Christopher Reeve (Supermán). La inspiración del aroma que desprende Mad Men remite a mezclas de las vidas decadentes de John Cheever y a notas

España, que ha visto Mad Men, ha leído a Corín Tellado (No me burlo de ti, Apasionadamente frívolo, La esposa de mi hermano), ha traducido a Cheever y hasta sabe quién es Ron Cey. «Lo del antes y el después es una cuestión muy subjetiva. Para mucha gente hay un antes y un después de Mad Men, como para otros lo hubo con The Sopranos. Dado mi natural viejuno, yo voy más atrás y marco mi antes y después con Twin Peaks, una extravagancia que no sé si hoy día financiaría alguien. El éxito

la actualidad me lo permita. No sé si hay un antes y un después de Mad Men, pero, sin duda alguna, es una gran serie». Gracias, España. Como nos recuerda Ramón, hbo le dio con la puerta giratoria en las narices a Mad Men. En España el primer episodio se estrenó en Canal+ el jueves 8 de mayo de 2008. Pero el origen del proyecto nació siete años antes de su

La oficina y el vestuario como entidades dramáticas

Mad Men es la serie más poética de la televisión. Es la visión ultrapersonal de Matthew Weiner, un showrunner enfermo de literatura de la fragancia del vacío existencial que impregna la obra de Richard Yates. Pero a pesar de todas sus virtudes, valores literarios y cinematográficos, ¿es realmente Mad Men una serie que haya marcado un antes y un después en la historia de la televisión? Habría que tener una perspectiva temporal más amplia para poder contestar a la pregunta con cierta objetividad. De momento, no me atrevo a profetizar. Soy alérgico al pensamiento mágico: mi maestro es Sherlock Holmes. Mejor se lo pregunto a mi oráculo de Barcelona, el infalible Ramón de

de La Mancha; y The Bridge, la versión norteamericana estrenada por FX en 2013, está ambientada en la frontera entre Estados Unidos y México. Aunque The Bridge sigue el esquema que marca la serie original, pronto encuentra su propio camino. Sonya Cross (Diane Kruger) es la detective americana que llevará el caso. Es inteligente, rubísima, alta y obsesionada por su trabajo, pero con dotes nulas para las relaciones sociales y personales (quizá una versión un poco exagerada de la doctora Brennan, Huesos, de Bones). En el otro lado de la frontera nos encontramos con Marco Ruiz (Demián Bichir), el seductor detective mexicano. Él, por el contrario, está casado y tiene varios hijos, aunque encarna a la perfección el estereotipo de hombre latino que tienen los norteamericanos, y además sabe moverse por los entresijos del sistema para conseguir lo que necesita saltándose siempre que sea necesario toda la burocracia, aunque eso implique saltarse la ley. Los dos detectives son los representantes visibles de dos sociedades que crecen a ambos lados de la frontera y que se creen muy diferentes entre sí, pero que tienen mucho más en común de lo que podría parecer a simple vista. Y, como buena pareja de detectives, cada uno aportará sus cualidades para ayudar a desenmascarar al asesino.

de Mad Men tiene mucho de insólito. Sobre el papel, ¿a quién le interesa una historia con tintes de Cheever sobre publicistas de Manhattan a principios de los 60? hbo pasó de ella, y probablemente aún lo lamenta: no se dieron cuenta de que era la primera serie en la que un traje o un sofá tenían tanta entidad dramática como los personajes protagonistas. Yo me quedé en la sexta temporada porque no paran de salir cosas interesantes para cuyo disfrute necesitaré varias reencarnaciones, pero prometo ponerme con la séptima en cuanto

y tuvo que conformarse con un canal menor, amc (la cadena de The Walking Dead y Breaking Bad), que por entonces no tenía ninguna serie de producción propia. Al principio no tuvo grandes audiencias, pero como las cosas buenas siempre caen por su propio peso, al final la verdad se impuso. Como dirían los hermanos mormones de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la verdad como el aceite, queda encima siempre.

primera temporada, en el año 2000. Matthew Weiner le presentó la idea de la agencia publicitaria de la Avenida Madison al productor David Chase, alma de Los Soprano. Weiner grabó el piloto de Mad Men, pero no logró captar la atención de las grandes cadenas

Lo que los personajes de Mad Men viven en la serie es parte de lo que nosotros experimentamos en nuestra vida diaria. Sufrimos lo que suele llamarse política de oficina: estamos rodeados de gente que compite por mejores posiciones, gente celosa, inestable o demasiado segura, gente que bebe demasiado café, que fuma demasiada metanfetamina, gente que roba bancos, bancos que roban gentes, en fin, toda la gama de las emociones humanas compactada en un espacio del que sólo se sale para ir a dormir. Matthew Weiner dice que la oficina te hace mentir porque tu empleo siempre está en juego, tratas de adaptarte pero la realidad del día a día te hace mentir. No seré yo quien le lleve la contraria. Aunque bien pensado, como diría Godard a través de Enrique Vila-Matas, ¡al contrario! [•]

cía corrupto. Todos estos personajes son parte de este inusual ecosistema construido a partir de una valla levantada por el hombre, que dosifica el trasiego de idas y venidas y la mezcla de culturas. La frontera entre Estados Unidos y México tiene una longitud de 1.951 millas (3.185 kilómetros) y es la frontera con mayor afluencia del mundo. Las ciudades de Ciudad Juárez (México) y El Paso (Texas, Estados Unidos) están enfrentadas en medio del desierto. Ambas ciudades están separadas por el río Bravo o Grande, nombre que John Ford ¿Por qué alguien dejaría un cuerpo en mitad de un puente? ¿Por qué motivos alguien secuestraría a una muchacha joven e inocente y dejaría que todo el mundo viera cómo muere deshidratada? Como pronto averiguarán los detectives, es simplemente para enviar un mensaje, para poner en primera página de los periódicos el problema de la inmigración y de la gran diferencia social que existe entre ambos países. Si una chica mexicana es raptada, violada, asesinada o simplemente desaparece de la noche a la mañana, nada sucede, se considera algo relativamente habitual; mientras que si la chica es blanca y ha crecido al otro lado de la frontera, los medios para encontrarla y

Los dos detectives son los representantes visibles de dos sociedades que crecen a ambos lados de la frontera y que se creen muy diferentes entre sí, pero que tienen mucho más en común de lo que podría parecer a simple vista la preocupación social crecen exponencialmente. A través de la investigación policiaca empezaremos a conocer a diferentes personajes de la heterogénea realidad de ambos países: el jefe del cartel de la droga, el periodista alcohólico que se ve envuelto en la trama, los inmigrantes que pasan la frontera arriesgando sus vidas o el jefe de poli-

se encargó de grabar a fuego en la historia del cine con ayuda de John Wayne y Maureen O’Hara. Para pasar de un lado a otro habrá que cruzar irremediablemente la frontera y alguno de los cinco puentes que unen las dos ciudades. Pero por supuesto hay otras maneras de cruzar: túneles ocultos que recorren kilómetros y kilómetros donde todo está a un [•]


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[mad men •] En la mayoría de las películas de los 50 y 60 los hombres visten trajes grises. En Mad Men hay un sentido más realista de la ropa. Los hombres usan camisas de colores, corbatas que asoman uno o dos dedos por encima del cinturón, los trajes son ajustados y los pantalones entallados. Las mujeres pivotan sobre sostenes puntiagudos, llevan fajas, medias y cinturones anchos. Todo es tan auténtico que las espectadoras comparten con los personajes femeninos las dificultades para respirar y a los espectadores no les importaría hacerles el boca a boca para darles un poco de ventilación asistida. Cuando ves por primera vez a Christina Hendricks, te preguntas cuánto tardará en entrar en parada cardiorrespiratoria. Todos los actores de la serie han coincidido en afirmar que el vestuario tan realista les facilita la mitad del trabajo, los mete en el personaje, los somete a él. Gracias a Mad Men ha aumentado el fetichismo por la ropa de las mujeres de aquella época. Y por las mujeres en general.

Sutilidades: Kitty entiende que Salvatore entiende

La sutileza y la elipsis son dos de los muchos atributos que caracterizan la elegante escritura de Mad Men. (¿Podemos decir lo mismo de la escritura de Corín Tellado en obras

[the bridge •] paso de derrumbarse o camioneros sin escrúpulos que llevan ocultos en sus entrañas a inmigrantes y que los sueltan a la menor señal de problemas. Aquí, en España, donde llevamos tantos años viendo imágenes de pateras atestadas, de cuerpos más muertos que vivos al llegar a playas que parecen el paraíso pero que siempre son trampa; aquí, donde ya nos hemos acostumbrado a las historias de niños agazapados en los bajos de un camión por una oportunidad o a saltos de la valla imposibles, las historias y las imágenes de mexicanos cruzando la frontera no nos resultan ajenas y son parte de una realidad ante la que ya no podemos cerrar los ojos. Pero allí, en Estados Unidos, no es así, y una mirada directa en formato televisivo y en prime time a la inmigración es algo inusual y casi prohibido. La inmigración se considera un problema del sur, una anécdota para poner de relleno entre la victoria de los Spurs y la increíble racha de los Red Sox de estos últimos años, y no un tema del que hablar ni al que prestar demasiada atención. Sonya, la detective norteamericana, a pesar de vivir en El Paso, vive ajena a la realidad que sucede al otro lado de la frontera. Ella se defiende en español, pero no concibe que

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como Cuidado con el paleto o No me burlo de ti). Para mí, la apoteosis de la delicadez y la intensidad emocional conyugal llevada a un guión se concreta en una escena del cuarto episodio de la tercera temporada, el titulado «The Arrangements». En ella Salvatore Romano, el director creativo (en realidad ilustrador) y homosexual reprimido (en realidad gay), comparte una escena de alcoba con su esposa, Kitty, telefonista de la agencia. Ella entra en la alcoba vistiendo un salto de cama verde que ha comprado en las rebajas. Sal la rechaza aduciendo que está nervioso, bloqueado por el trabajo, teme perderlo y tiene una gran responsabilidad por el spot que tiene que rodar para una marca de bebidas dietéticas llamada Patio. La mujer se muestra comprensiva pero le dice que siempre está poniendo excusas, que está raro desde hace tiempo. Sal insiste en que no puede fallar en el rodaje del anuncio porque es una toma única basada en el principio de Bye Bye Birdie (película de 1963 protagonizada por Ann-Margret, Janet Leigh y Dick Van Dyke). «No recuerdo cómo empieza», dice Kitty. El marido le comenta que es una escena en la que sale la actriz cantando sobre un fondo azul, con la voz aniñada. Salvatore salta de la cama y le sigue explicando los detalles de la escena: «La chica nos ofrece una lata de Patio, camina hacia

el mundo que hay cruzando el río Bravo sea tan diferente al suyo. El caso le servirá a Sonya (y a nosotros, espectadores de este lado de la frontera que separa la televisión y el sofá) para adentrarnos en un mundo donde la corrupción llega hasta las más altas esferas de la política y la policía, donde mirar al otro lado no está mal visto si hay un gran fajo de dinero al lado y donde cada uno hace lo que tiene que hacer para sobrevivir, independientemente de a quién pise, de a quién haga daño. Aunque probablemente The Bridge no será recordada como una de las grandes series de esta nueva oleada de la ficción televisiva, sí que consigue recoger el testigo de la serie original con acierto y, al trasladarlo a terreno propio, lo transforma en algo lo suficientemente interesante como para que pueda ser consumido por el público norteamericano. Cantaban Family eso de «procura no cruzar al otro lado / no dejes que te engañe la frontera», pero por desgracia ya es tarde para nosotros porque The Bridge nos ha atrapado y queremos seguir viendo lo que sucede en la segunda temporada que ha terminado hace algunos meses en EE.UU. y que sigue contándonos lo que sucede a ambos lados de ese puente y de esa línea imaginaria creada por el hombre. ¢

nosotros en una cinta andadora que no se ve. El viento agita su melena y nos canta que Patio es baja en calorías. Extiende así la mano y se despide. Retrocedemos con ella, pero se para. Se coge así el vestido y corre rauda hacia nosotros. Entonces se da la vuelta y mira sensual por encima del hombro. La cámara se aleja pero ella corre hacia nosotros una última vez. Se acerca bailando a la cámara. Se encoge de hombros, se contonea, enseña la lata y sonríe: hola Patio.» Durante su explicación Salvatore acompaña sus palabras y sus «así» con una imitación de lo que tendrá que hacer la actriz que emule a Ann-Margret en el spot. Lo hace tan bien, tan metido en el papel femenino, que cuando termina su mujer ya ha descubierto la razón de las reiteradas evasivas sexuales de su marido. La escena concluye con la pareja abrazada; él sonriendo satisfecho por lo bien que ha interpretado la mise-en-scène del anuncio, y ella meditativa y con la mirada enajenada fruto de la revelación que acaba de tener. También el espectador se queda así, un poco pasmado, maravillado de cómo se puede contar tanto sin contar nada. Para mí, sólo por esa escena, Mad Men ya sería inolvidable y aceptaría no ver nada más. Como dijo Wilde, soy un hombre de gustos sencillos. Siempre me conformo con lo mejor.

Beber, fumar y todo lo demás

¿Es una exageración la cantidad de priva que se trasiegan los empleados de Sterling, Cooper, Draper & Pryce? Pues no. En los cincuenta y sesenta había una permisividad laboral que ahora sería inconcebible. En España, los albañiles subían a los andamios sin arneses pero aferrados a una bota vino; los camioneros conducían las 24 horas de Le Mans de Gijón a Algeciras de una tirada; en las oficinas se bebía,

se fumaba y lo que terciase. El sexo no tenía protección. Para qué. ¿Moría más gente? Pues sí. Pero nacía mucha más. En el caso de Estados Unidos, el periodo que retratan las primeras temporadas de Mad Men, los cincuenta, fue como el comienzo del final de la edad de la inocencia, que llegó después con la muerte de Kennedy y la locura de Vietnam. Había una gran promiscuidad sexual. Ahora no. Tampoco en España. ¿Nace más gente? Pues no. ¿Qué esperabas?

Cumpleaños y libros

El inicio del primer episodio de la quinta temporada es para mí, y para otros (aunque no para Lenore), uno de los grandes momentos ignífugos de la serie. Megan (Jessica Paré) protagoniza no sólo la escena, sino que roba el capítulo entero y casi toda la temporada gracias a su interpretación francesa de la canción gala Zou bisou bisou, un hit francés que popularizó Gillian Hills en 1961 y que también grabó Sofía Loren. Los guionistas probablemente se inspiraron en una secuencia de A Swingin’ Summer, una película de 1965 en la que Rachel Welch y su biquini se lanzan al escenario donde están tocando Lewis & the Playboys para cantar I’m Ready to Groove. La cara de Don Draper mientras su ingenua y apasionada esposa canadiense le canta y baila Zou bisou bisou es todo un poema. Sinfónico. Varios libros han explorado el universo de Mad Men desde disciplinas como el ensayo, el cómic, el libro ilustrado o la filosofía: Mad Men. Reyes de Madison Avenue (Capitán Swing), Mad Men, su mundo ilustrado (Norma Editorial), Mid-Century Ads: Advertising from the Mad Men Era (Taschen), Mad Men and Philosophy: Nothing is as it Seems (John Wiley & Sons)… El que más me interesa es el


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Nada en Mad Men es lo que aparenta ser. Los melodramas de los años cincuenta de Douglas Sirk no podrían captar el ruido de fondo de los complejos personajes creados por Matthew Weiner, a pesar de que compartan la misma colorida estética publicado por Taschen, un coffee table book gigantesco, digno de haber sido editado por Gerhard Steidl. Fui a comprarlo hace tiempo a la Fnac de Callao, donde entré deslumbrado por vez primera la noche de su inauguración, en diciembre de 1993. Entonces era una tienda que vendía libros y discos, ahora es un almacén que vende juguetes, tazas, cuadernos, electrónica y algunos libros. No sé si tiene discos porque la segunda planta me la salto. De hecho no sé si siguen existiendo cedés. Sólo conozco a una persona que continúa comprándolos, Ramón de España, y lo hace en la tienda del emprendedor Jeff Bezos. Bueno, el caso es que fui a Callao dispuesto a llevarme el libraco, que además había bajado de precio hasta situarse en unos asequibles 38€. Lo que no había decrecido era su peso; yo diría que unos 6 kilos, pero para ser exactos mejor lo compruebo en el buscador creado por Larry Page: 5,9 kg, ¿qué te dije? El doctor Ángel Villamor es uno de mis traumatólogos favoritos, aunque tengo más: Pedro Luis Ripoll, Óscar Martín Ballesteros y Juan ÁlvarezLinera Prado. Las segundas y aún terceras opiniones son importantes. En realidad Álvarez-Linera no es traumatólogo, es neurorradiólogo, pero como es asturiano y una eminencia mundial en su especialidad, también lo traigo aquí. Se parece a Jon Hamm y siempre me da sabios consejos cuando los necesito, sobre todo en el momento de interpretar y evaluar la tomografía axial computarizada que semestralmente me hago para ver cómo evoluciona mi

pensamiento complejo o si se observa al menos algún pensamiento. Pues bien, como Villamor, Ripoll, Ballesteros & Draper ya me habían advertido de los riesgos que afrontaba si se me ocurría levantar libros de la categoría pesos pesados, sopesé los pros y contras de la adquisición. El diablillo rojo, que sabía idiomas, me decía al oído que Mid-Century Ads: Advertising from the Mad Men Era iba a quedar de lo más aparente colocado en la mesa del salón, y que su lectura y contemplación me depararían grandes momentos de placer acompañados de una humeante taza de té mientras la chimenea crepita y mis niños y esposas preparan en la cocina americana deliciosas muffins de zarzamoras y nuez con crumble. Por su parte, el angelito blanco, con un tonillo de voz similar al de Urs Bühler, el del medio de Il Divo, me informaba de las posibilidades que se me abrirían para protagonizar la segunda parte del Jorobado de Notre Dame en 3D. Salí de la Fnac cabizbajo, un poco triste, como una hormiga a la que acaban de pisotear su hormiguero.

Apariencias y simulacros

Nada en Mad Men es lo que aparenta ser. Los melodramas de los años cincuenta de Douglas Sirk no podrían captar el ruido de fondo de los complejos personajes creados por Matthew Weiner, a pesar de que compartan la misma colorida estética. En cambio el aire de las novelas de Richard Yates y la espuma de los relatos de John Cheever sí impregnan el alma de los personajes de la serie, que

esconden sus miserias, ambiciones, dramas conyugales y enredos en el teatro de las apariencias de la cotidianidad. Nos reflejamos en Mad Men y nos identificamos con ella porque casi todos los personajes viven atrapados en su propio simulacro —que, como recuerda Braudillard, siempre remite a una ausencia—, torturados y alienados como nosotros mismos, ejemplos ellos y nosotros del hombre contemporáneo, confuso y perdido en una sociedad cada vez más saturada de ruido y furia.

Beatles, Stones, lsd y otras músicas

Musicalmente hablando, los tipos de la agencia no son los más modernos del mundo, pero saben que tienen que estar al tanto de lo que suena en la calle para que los jóvenes no se escapen del target de sus clientes. Como hombre de los años cincuenta, Draper no puede entender, por ejemplo, a los Beatles, pero invita a su hija Sally, la rebelde, a ir a verlos al Shea Stadium el 15 de agosto de 1965, concierto que presenta Ed Sullivan. Como publicista Draper sabe que tiene que entender a los jóvenes. No le queda más remedio. La escena de la visita al backstage del concierto de los Rolling Stones (en el episodio «Hojas de té», el tercero de la quinta temporada), es una muestra de lo que está dispuesto a hacer con tal de complacer a sus clientes. La idea es convencer al grupo británico para que grabe un anuncio para Heinz (alubias en salsa de tomate), haciendo que su éxito Time Is On My Side se transforme en

Heinz Is On My Side. Se trata de abrirse a una nueva generación de consumidores de productos enlatados. Draper asiste a uno de los dos conciertos que Jagger, Richards y asociados ofrecieron en Nueva York el 2 y 3 de julio de 1966. Su objetivo es hacer una investigación de campo preguntando a las jóvenes fans minifalderas lo que piensan de los Stones. Aunque Brian Jones ya había grabado en 1963 un anuncio para Kellogg’s alabando las virtudes de los Krispies, en 1966 era muy improbable que los Stones aceptasen participar en una publicidad de Heinz: ellos representaban la contracultura y sus seguidores no les perdonarían aliarse con una compañía de salsas. Draper no consigue su objetivo, pero, como en otras ocasiones, tampoco parece que le afecte demasiado. Roger Sterling prueba el lsd en «Lugares lejanos», el episodio sexto de la quinta temporada. Lo hace rodeado de gente sofisticada de clase media alta entre la que se encuentra una psiquiatra y un doctor que podría ser un trasunto guionizado de Timothy Leary, fundador en 1966 de la Liga para el Descubrimiento Espiritual, una religión que ponía al lsd al nivel de un sacramento. El viaje de Roger va acompañado musicalmente por el «I Just Wasn’t Made For These Time», del álbum Pet Sounds de los Beach Boys. La secuencia, que dura más de diez minutos, representa uno de los momentos de exploración contracultural más impactantes de Mad Men. El lsd entonces era legal y estaba de moda. Ahora, ni lo uno ni lo otro. Tampoco hay contracultura. Nos tenemos que conformar con un puñado de indies, hipsters y gafapastas en Malasaña. Qué pena da todo.

El suicidio del director financiero

Tiendo a recordar los momentos tristes de todo lo que veo. Todavía me acuerdo del coscorrón (y me sigue doliendo) que me dio un maestro cuando tenía cinco años porque no conseguía leer bien la palabra «golondrinas». No pongo el nombre del docente asturiano, aunque se llamaba Medardo, por si acaso aún no ha prescrito el delito. Yo no sabía leer «glondrinas», aunque las conocía muy bien: había dos nidos en el corredor de la casa centenaria en la que vivía entonces y las golondrinas solían llamarme jugando con el ala en los cristales de mi habitación. Lo que siento hacia aquel maestro no es rencor, es memoria selectiva. También recuerdo el tortazo que me dio un médico cuando tenía nueve años. Me llevaron a urgencias al Memorial Hospital Central de Asturias porque la cabeza me giraba descontroladamente de derecha a izquierda, no de arriba abajo como el perro de la parte de atrás. Todavía no había visto El exorcista. El galeno dijo a mis padres que había niños que con tal de llamar la atención eran capaces de hacer [•]


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[mad men •] cualquier cosa. Oiga, Doc, le dije, ¿dónde le han dado a usted el título? ¿En Venezuela? (Yo tenía parientes allí). ¿O es que ha tomado ácido lisérgico? Bueno, el caso es que estuve ingresado en observación cuatro días. Al salir, aquí paz y después gloria. Nadie supo qué había pasado. Pero yo sospecho que aquel «ataque» fue resultado de dos factores: era día 25 (un número muy nefasto, además era un jueves de otoño y con aguacero) y en la radio sonaba una canción de Karina. Recuerdo todos esos datos porque tiendo a conservar en la memoria los momentos más tristes. Por eso, el fallecimiento autoinfligido que sufre Lane Pryce, el director financiero británico de scdp interpretado por el actor londinense Jared Harris (hijo de Un hombre llamado caballo) es uno de los momentos de Mad Men que no olvidaré mientras esté vivo. Ocurre en el capítulo final de la quinta temporada, «Comisiones y honarios». Donald Draper, Roger Sterling y Peter Campbell lo encuentran colgado detrás de la puerta de su despacho en el TC 0:40:33. Lo recuerdo porque Canal+ multidifundió ese episodio el jueves 25 de abril de 2013 y porque tiendo a recordar los momentos más dolorosos.

Canción final

La música es un personaje más de la serie. Weiner utiliza muy bien las canciones de cierre porque sirven para amplificar la acción y proyectarla hacia el futuro, le dan una inusual intensidad emocional y dejan al espectador con un sabor agridulce, entre pensativo y desconcertado. La música nos hace sentir que la última escena y el capítulo se extienden mucho más allá de lo que alcanzamos a ver en el espacio de la pantalla. Querríamos saber más de lo que sucede allí, pero por supuesto resulta imposible. Con frecuencia tengo la impresión de que lo que observo en las escenas que más me conmueven de Mad Men son escenas de mi propio pasado. Como no me considero raro, supongo que esto mismo es lo que les ocurre a millones de seguidores de la serie. Por eso algunas escenas me gustan tanto y las recuerdo. «Bye, bye, blackbird. No one here can love or understand me, what hard luck stories they all hand me. Make my bed, light that light. I’ll be home late tonight, blackbird, bye, bye...» NOTA: Este texto es un mashup actualizado del capítulo «20 momentos de Mad Men que no olvidaré cuando esté muerto», incluido en el libro Todavía voy por la primera temporada (Edit. Léeme).

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José Luis Molinuevo El «fenómeno» de las reductivamente llamadas series de televisión (un formato cada vez menos utilizado y una secuencialidad escasamente respetada) presenta unos caracteres que rebasan, por una parte, el marco audiovisual heredado del pasado siglo y, por otra, obligan a poner en cuestión categorías estéticas provenientes del mismo. Ya no se trata solo de falsas antinomias como alta y baja cultura, cultura de masas y de élites, de entretenimiento y de culto, correspondientes a imaginarios estéticos no operativos. Quizá lo más importante es que dan cuenta de una complejidad social que los medios audiovisuales reflejan y, no solo eso, fomentan a través de la complejidad perceptiva. Al emplear la palabra fenómeno se indica que las series tienen una textura y recorrido social que ni empieza ni se agota en las diferentes pequeñas pantallas. Ello implica un cambio profundo en las relaciones de los creadores con aquellos a los que ya no se puede denominar en términos estrictos como espectadores, sino más bien como coautores. Una de las razones es que las series, como las películas, se acaban de montar en las redes sociales, pero otra, la más importante, es que se ha alcanzado ya tal grado de complejidad icónica que su éxito no depende solo del gusto directo, de la emoción, sino indirecto, de la curiosidad e inteligencia, es decir, de si son interesantes o no, la nueva categoría estética de las sociedades complejas. Algo es interesante, no solo misterioso, solo si es capaz de albergar y alumbrar una contradicción de gran fuerza cognitiva. En sus orígenes decimonónicos, lo interesante aparece ya vinculado a la literatura de entregas, luego recogida en libros, con profusas ilustraciones, reflejando el nuevo gusto estético por las contradicciones sociales a las que no daba respuesta la estética idealista. Antes, como ahora, las formas más logradas de esa nueva forma de comunicación eran el signo de una insólita cultura para cultos que no respondían al sentido tradicional de la palabra. Antes, como ahora, la exigencia de nivel impide confundir el interés por las series de culto con el culto a las series.

Si antes las imágenes ejemplificaban la teoría, ahora su éxito está en haber superado esa dicotomía, haciendo que la imagen sea ya teoría, pero recurriendo con frecuencia a un tipo de literatura que en diversos formatos es garantía de excelencia creativa. Y no solo de eso, como veremos. Este componente de creación, más que de simple recepción, se pone especialmente de manifiesto en los fructíferos cruces entre literatura y series. No solo en las memorables versiones de la bbc de obras del romanticismo inglés, sino en aquellos casos en los que lo literario está insertado como código dentro de la serie, por no hablar, y en España hay numerosos y excelentes ejemplos, de confluencia entre la creación literaria y la icónica. Por icónico se entienden aquí las imágenes audiovisuales en general, la coexistencia (a veces dialéctica) de lo sonoro y lo visual, no únicamente cuando se trata de canciones. Se ha subrayado la colaboración fructífera entre literatura y series, pero ello no implica ignorar las consecuencias del empleo de las imágenes que modifican las semejanzas entre la disposición literaria y audiovisual, al menos en un punto sobre el que merece la

pena detenerse, y es la relación con frecuencia asimétrica entre el prólogo literario y el tráiler icónico. Hay series en las que los tráileres no se limitan a su condición semántica de avance, sino que configuran un núcleo de claves cerrado en sí mismo que no garantiza que se vayan a ir resolviendo conforme avanza la temporada. Quizá porque esta no es su finalidad, no son claves narrativas, sino icónicas. Son los tráileres autorreferenciales. Aquí la hermenéutica deja paso a la percepción. El conjunto son unas imágenes visuales y sonoras que no solamente rompen los esquemas lineales y en bucle, sino que tienen autonomía propia, vuelven constantemente sobre sí mismas, al hilo de su propio paso, son el tráiler bien temperado. Este parece ser el caso de Luck. Un tráiler de Chris Marker. Con instantáneas líquidas, autorreferenciales, el parpadeo de felicidad aleatorio y un color que empieza a ser habitual en series para un futuro que se escribe con colores de crepúsculo ensimismado en el presente y, sin embargo, tenso, no vintage. El tráiler de Luck juega con los primeros planos y las veladuras en la poesía sonora


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de Splitting the Atom (Massive Attack): «The summer’s gone before you know»; con lo sublime apagado de la ciudad que arde como el ascua fría en la noche de una isla, a lo lejos; con la cercanía deslumbrante de los iconos de neón en los casinos, moteles, que palidecen ante la ternura de los ojos de los caballos; con el desvalimiento melancólico de los perdedores que se esfuerzan por estar a la altura de una racha de buena suerte. No se pretende aquí hacer un elenco de casos a los que aplicar la teoría esbozada, sino, más bien, destacar un tráiler como muestra de dónde procede aquella. Es el teaser para la segunda

simbolizaría (con toda libertad) los restos de las piernas del rey de reyes: un pequeño barco a la deriva en la nada del desierto. Estos y otros hallazgos hermenéuticos han sido compartidos con pulsión tuitera. Nada agrada tanto a este llamado presente líquido como el poso de unas gotas de historia. Es un historicismo sin pasar por la historia, muy del gusto de la época e ingrediente casi indispensable de cualquier blockbuster que se precie de tal: no basta la excelencia icónica, es preciso reforzarla, cuando no sustituirla, por la referencia literaria que actúa como sedimento de la percepción, garantía última de una posible identidad. El blockbuster es la fórmula comercial por la que se trata a la mayoría como si fuera una inmensa minoría. No es fácil, y algo queda siempre en el camino de esa escala de Jacob en que lo divino se muestra con rostro humano. Huelga decir que la asociación entre Ozymandias-Ramsés II y Walter White-Heisenberg es más bien peregrina, un pastiche

literaria, quizá algo más que un mero recurso apropiacionista. Porque, si en los primeros se pretende conseguir el efecto de la intriga, aquí se introduce el misterio. Y todavía algo más, lo definitivo. El espectador se muestra interesado justamente porque no sabe dónde va, más aún, porque sospecha que ya no sabe dónde está y, en el límite, quién es. En los primeros tráileres se anunciaba que se iba a contar una historia; ahora sospechas que, contra todo pronóstico, se va a contar tu historia. Tampoco es exacto, al menos si se entiende de manera personal, pues no se trata de una reedición de las estéticas de la vivencia en las que se promueven procesos de identificación. No, aquí se trata de estéticas de conocimiento, de educación de la sensibilidad. Lo que muestra la sucesión de imágenes no es tanto un hilo narrativo temporal para entender la figura de un personaje (de hecho, no aparece en el tráiler) como una discontinuidad espacial de experiencias en imágenes en las que

Hay series en las que los tráileres no se limitan a su condición semántica de avance, sino que configuran un núcleo de claves cerrado en sí mismo que no garantiza que se vayan a ir resolviendo conforme avanza la temporada parte de la temporada quinta de Breaking Bad. En ese tráiler promocional, Bryan Cranston, un Walter White mutado en Heisenberg, recita con voz grave y cadenciosa el poema de Shelley «Ozymandias» mientras se suceden a gran velocidad una serie de imágenes visuales, interrumpidas por un prolongado fundido en negro y con el fondo de un tambor de latido sordo. El sentimiento que produce el conjunto ha sido descrito con una palabra: ominoso. Algo terrible va a suceder. El capítulo 5 × 14 de la serie, titulado Ozymandias, sería en buena lógica el despliegue final del tráiler, con un ritmo, contrastes y brillantez expositiva que ha merecido el reconocimiento casi unánime en las redes sociales como el mejor de toda la serie. Dadas las claves literarias por el poema, no sería difícil seguir la transcripción icónica en el rostro aplastado contra la arena del desierto hasta llegar a la concesión irónica posmoderna en la imagen del sombrero que

romántico de enorme eficacia, que gusta al igual que pudieron gustar en su momento los frontispicios kitsch al estilo faraónico, romano, hitita, da igual, en los hoteles de Las Vegas, delicia de la arquitectura posmoderna, al decir de Venturi. En cierto modo, seguimos «aprendiendo de Las Vegas». Pero esta observación, aunque fuera pertinente, es lo menos significativo en este caso. Si se repasan los tráileres de las temporadas anteriores, resultan más bien sosos, incluso toscos, carentes de interés, centrados en preludiar la acción narrativa sin más pretensiones. Y no deja de sorprender retrospectivamente tamaña simpleza en una serie que desde el principio se revela llena de matices, con un tiempo propio, el de la acción lenta que ralentiza a voluntad una narración viva. Aquí ha cambiado el registro de forma radical. Y ello lleva a cuestionarse su papel en el conjunto de la serie y también el sentido y alcance de la referencia

está inmerso cualquiera que lo ve. La poesía habla de un naufragio en el tiempo, las imágenes de un naufragio en el espacio. En ambos casos se trata de un naufragio en tierra firme, ciertamente, pero estéril. Es lo que atrapa al espectador tradicional, anunciándole que va a dejar de serlo, que va a ser abandonado en la balsa de la Medusa de la identidad. En un primer paso, y como es sabido, la fórmula intemporal para introducir el misterio en lo cotidiano se llama, desde Novalis, romantizar. Ese es el sentido de la clave literaria, lo que el espectador tradicional, la inmensa minoría, percibe con satisfacción, siendo las imágenes únicamente un apoyo simbólico, índice de futuras pistas. Pero el tráiler ofrece también una clave icónica. No son la misma, incluso contradictorias, y es ahí donde alcanza toda su complejidad, siendo la garantía última de éxito. El tráiler ya no solo intriga, inquieta por el misterio, sino que se vuelve

muy interesante. Como que va a hablar de ti, al menos eso parece, aunque no de la forma que esperas. En este momento estamos empezando a ser coautores de otro tráiler: la clave literaria habla del colosal naufragio del poder absoluto; la clave icónica muestra la tragicomedia del doble incapaz de aquello. La primera viene del romanticismo oscuro, irresistible, de los héroes del mal; la segunda, del romanticismo ciudadano dividido entre los imaginarios estéticos de la seguridad y la aventura. La primera responde al imaginario estético de un Shelley sustentado en un fake histórico: OzymandiasRamsés II se muestra en sus estatuas no ceñudo, sino satisfecho, dejando que hablen por él, de su grandeza, sus obras, no construidas precisamente con los restos del naufragio. Pero a Shelley lo que le interesa en una época antidemocrática es subrayar la caducidad del poder absoluto, el final barroco de los grandes imperios. Y es irresistible la tentación de utilizarlo ahora en una sociedad democrática, igualitaria, aburrida, gris, de personajes zarandeados por las circunstancias, para fantasear con paralelismos de ejercicio del poder absoluto y los efectos fatales causados en el hombre corriente al dejarse llevar por su hybris. El tráiler da la clave icónica (no literaria) de la serie, permitiendo recorrerla a la inversa y no hacia adelante: es la figura del doble y sus metamorfosis hasta el desastre final en que todo ha salido como quería, es decir, no quería. Digámoslo ya, el protagonista sufre cíclicamente las metamorfosis involuntarias del doble: fantasea con ser un gran criminal pero acumula los desastres allí por donde pasa, víctima de sus orígenes como un Quijote de Albuquerque en el que las acciones hace tiempo que se han emancipado de sus intenciones. Quiere proteger a su familia, pero su familia no sabe cómo protegerse ya de él; es un superviviente que no encuentra otro camino que segar vidas ajenas; no quiere, pero provoca la muerte de su cuñado Frank, y en una de las escenas visualmente más bellas (para reservar en la iconoteca particular), el asesino profesional Mike no puede por menos de pedir con desprecio a ese [•]


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[un tráiler... •] desastre ambulante, ansioso de disculparse por haberle disparado por equivocación: Las claves icónica y literaria se reencuentran en otro lugar. Lo facilita Shelley para observar icónicamente no ya la metamorfosis de un personaje, sino la del espectador, al que se ha desprovisto de la distancia de seguridad y arrojado a la balsa de sí mismo. No hay ese primer plano de cortesía en el encuadre para hacer pie y observar cómodamente el naufragio a una cierta distancia, no hay orilla. Si se analiza detenidamente el vídeo, se puede comprobar que ha sido realizado

El tráiler da la clave icónica (no literaria) de la serie, permitiendo recorrerla a la inversa y no hacia adelante con una técnica de inmersión cercana a los efectos del 3d. En 1 h 11 min se le obliga al espectador tradicional a seguir dos ritmos distintos que le sumen en el vértigo: atender a la cadencia del recitado y ser arrastrado por las imágenes, mientras un sonido sordo de fondo marca inexorablemente otro tiempo. Ya no se le pide ni que sienta (la inmensa minoría) ni que reflexione, el espectador literario, sino que perciba, el coautor ilustrado en imágenes. No se trata de que piense con lo que dice la poesía, sino de que perciba el conjunto: la fugacidad, su fugacidad. Shelley afirma taxativamente en On Life: «Nada existe sino como es percibido». Lo hace en nombre de la filosofía de su tiempo para una cultura que vendrá luego y a la que, olvidándola, permanece ajena la filosofía actual. La frase no debe leerse solo como una paráfrasis del conocido dicho de Berkeley, una

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profesión de fe idealista referida a las cosas, sino también, y sobre todo, a la percepción del yo, reducido según unos, ampliado según otros, por Hume a «… un haz o colección de percepciones diferentes que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento». El sujeto Ozymandias, sustancialista, que alimentó el fake de una modernidad históricamente inexistente, la modernidad del sujeto, se ha disgregado en un haz de percepciones que responden a nuestro humilde nombre. El yo es un nombre. Lejos de inducir a la desesperación que sugiere el poema, el sentimiento es de alivio. El vídeo que preludia el final muestra toda una secuencia aparentemente aleatoria de imágenes de ciudad, gasolineras, caravana, casa, desierto, alambre de espino, torres de alta tensión, árbol de la vida solitario y tembloroso, sombrero caído testigo del último viaje. Las imágenes motean el canto de un libro de horas ilustrado, no en el centro, sino en los bordes de las hojas de los días, pasadas a gran velocidad con el dedo del cerebro, componiendo en su diversidad fragmentaria la ilusión de la imagen única, de un yo. Lo que ofrece el vídeo no es, ya queda claro, tu historia, sino una posibilidad de ver tu historia sin ti. No se trata, pues, de experimentar ya el vértigo de la caída de otros, sino la disolución de sí mismo en la percepción para intentar ganarse allí definitivamente. Esta es la nueva apuesta en la época de lo audiovisual que ofrece el tráiler. Y, a fin de cuentas, ¿qué ha hecho Walter White-Heisenberg, qué has hecho tú hasta el momento de su/tu muerte?: pase lo que pase al final, dice Shelley, hay algo en ti/ él en perpetua enemistad con la «nada y la disolución» y, concluye, «este es el carácter de todo ser y de toda vida». ¢

Una autobiografía desordenada Fernando Menéndez Juego de tronos

La fantasía es una corrupción del tiempo. Hoy los airados se creen dragones. Las lecciones tienen trazo de amenaza. Se conjuga por hartazgo un presente continuo.

Homeland

Siempre sacábamos la trama de la nevera a la misma hora. Por entonces

desconfiaba de los alimentos perecederos de la misma forma que desconfiaba de las casualidades. Cada noche le pedía a mi mujer lo mismo: vela por el vértigo, vela por el vértigo.

Doctor en Alaska

A nadie le sonaba el nombre de Defoe. La camarera cantaba los días impares mientras servía pasteles y trozos de tarta que animaban el devenir del mundo. Después de que el médico

Oriol Capel Como guionista, no puedo evitar esbozar una sonrisa cada vez que oigo algo tan manido como lo de «actualmente, la mejor ficción no está en el cine, está en la televisión». Con sus múltiples variaciones, esta frase, que de tanto repetirse últimamente se ha convertido en un lugar común tan pegajoso y cursi como puede serlo «la natación es el deporte más completo», «el desayuno es la comida más importante del día» o «China es otra cultura». Pero esto no siempre fue así, y de hecho, yo pertenezco a una generación para la que la televisión todavía cargaba con toda su leyenda negra de caja tonta alienante, tan insaciable en su búsqueda de lo comercial como inútil como vía de expresión artística. En mi época de estudiante de cine, el segundo lustro de los años noventa, la televisión era vista solo como una ventana para el entretenimiento. La verdad, la calidad, el cine, estaba en las salas comerciales y en las filmotecas, y era a lo que aspirábamos dedicarnos. Pero,

para todo aquel que quisiera verlo, algo estaba cambiando. No recuerdo en esa época ver en salas (o festivales) una sátira tan brillante e irreverente como lo eran Los Simpson, o una comedia que diseccionara tan bien las miserias, fobias y mezquindades de la vida urbana como Seinfeld, o un thriller más extraño e inquietante que Twin Peaks. Para muchos futuros profesionales, la televisión, con sus limitaciones, dejaba de ser esa caja tonta que nos habían contado para convertirse en algo más, en mucho más. Pero ¿eso también podía suceder aquí? En España las televisiones comerciales privadas aparecieron en 1990, rompiendo un monopolio que hasta el momento había permanecido en manos del Estado. Una situación audiovisual tan excepcional, como excepcional había sido nuestra historia reciente. Y pese a esa singularidad, o a lo mejor gracias a ella, en nuestro país se había hecho muy buena televisión, premiada internacionalmente y que contó con el talento de muchísimos autores que consiguieron trascender

soportara sus manos bajo el agua del deshielo, apareció McCarthy a lomos de un alce. El funesto optimista inició un censo de las truchas del río. Su pretensión era enseñar a los niños a distinguir una a una. Luego se iría con ellos a tumbarse en la nieve.

La casa de la pradera

Treinta y tantos

Los ángeles de Charlie

Los ángeles de Rilke vestían cazadoras de béisbol y había una madre vocacional con la que todo el mundo quería acostarse. También un pelirrojo barbado antes de barbarse todo el porvenir. Sabía encontrarle sentido a las canciones más ñoñas. Conciliar los contrarios, destrozarse a sí mismo.

Entre septiembre de 1974 y marzo de 1983, algunos incrédulos se decían ante el televisor: para qué, si todas las familias felices son iguales. Antiamericanos según la Administración Reagan. Subversivos según la Triple A. ¿Quién era ese narrador omnisciente aficionado al parchís? ¿Qué extrañeza sintió el Doctor Watson en las playas de Malibú? ¿Y el niño obsesivo de mentón pronunciado que se enamoró perdidamente de una rubia karateca?

The wire

La escritura pierde su apariencia: es el cobre de la moneda, la piedra por


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el medio para penetrar e impactar en la cultura popular del país como ningún otro medio de comunicación de masas había hecho antes. ¿O hay alguna obra que cuente mejor el tardofranquismo que La cabina de Antonio Mercero? La irrupción de las privadas no solo trajo consigo la libertad editorial, la creación de grandes grupos de comunicación o a las mamachicho; también supuso la creación de algo que nunca habíamos tenido, o no habíamos tenido muy en serio: la creación de una industria audiovisual. La ficción patria, con sus millonarias audiencias, pronto se convirtió, junto al fútbol, en la gallina de los huevos de oro de las televisiones, y no había cadena que no buscara su Farmacia de guardia o su Médico de familia, que conseguían sentar frente al televisor a cinco, seis, siete millones de espectadores. Las series daban dinero, mucho, por lo que surgieron decenas de productoras dispuestas a proveer de contenido a las cadenas, desarrollando una industria en la que se aprendía sobre la marcha, con un ojo puesto

en la industria norteamericana y otro en las limitaciones e idiosincrasia locales, y que demandaba de manera voraz técnicos, directores, realizadores, productores y… guionistas. La audiencia quería ver ficción, y alguien tenía que imaginarla. Se suele decir, y no sé el origen de la expresión, que si el medio del actor es el teatro, y el del director es el cine, el del guionista es la televisión. En un sistema de producción industrial, en el que hay que alimentar de contenidos la parrilla de emisión

pulir. El tal Simon es un intruso que tiene un puñado de paradojas por esgrimir, una estilística de la mala conciencia. La escritura es sólida, nunca líquida. El tal Simon sabe, al igual que Borges, que la resolución de un enigma nunca está a la altura del enigma planteado. Y en caso de duda, seguir el rastro del dinero. No hay héroes ni villanos. Sólo ciudades: eternas en su autodestrucción.

trolada. En los últimos capítulos de Breaking bad vemos a un kamikaze en el fragor de la batalla; a un hombre ebrio de mentiras, de desesperación. Ebrio de cáncer. Desterrado a un lugar anegado por la nieve, vuelve al que fue su reino de forma clandestina, con el fin de concluir la historia a su gusto. Durante este peregrinaje terminal hace un alto en el camino para visitar su antiguo hogar: derruido y abandonado como la estatua de Ozymandias. Sólo le reconforta la posibilidad del mito (una obra siempre del pasado) al descubrir el nombre de Heisenberg pintado en las paredes de su vieja casa. Delgadísimo, con el cráneo cubierto de pelo. Probablemente recuerde en ese momento lo que Jes-

Breaking bad

Mike no lo puede decir más claro: «tú eres igual que una bomba y no pienso estar cuando explote» (refiriéndose a Walter White). Y efectivamente así va a ser: Mike ya no estará aunque la explosión será una explosión con-

A diferencia de otras disciplinas «literarias», incluso a diferencia de algunas series de televisión más de «autor», en la televisión comercial la escritura es un trabajo de equipo

como si fuera la caldera insaciable de una vieja locomotora, la figura no tanto del guionista como del equipo de guion pasa a ser una pieza clave del engranaje. Para crear una serie, para escribir trece o veintiséis capítulos por temporada, es necesario tener un equipo creativo robusto, bien conjuntado y bien dirigido. A diferencia de otras disciplinas «literarias», incluso a diferencia de algunas series de televisión más de «autor», en la televisión comercial la escritura es un trabajo de equipo. Y si hay un género paradigmático del trabajo de equipo en televisión, ese es la comedia. ¿Cómo un acto tan íntimo como el de escribir se puede transformar en algo colectivo? Pues con sus más y sus menos, obviamente, pero aquí vuelvo al estudiante de cine veinteañero que se reía con Seinfeld, Friends, Frasier o Los Simpson, que se maravillaba ante los recursos e ingenio de sus compañeros guionistas y que tuvo la suerte de encontrar, en los inicios de su carrera, a otros como él, con los mismos referentes y los mismos gustos. Compañeros que le hacen reír a uno y al que uno hace reír, con los que aprende a la vez los mecanismos de la escritura y de la condición humana. Pero si la figura del equipo de guionistas es necesaria en televisión, la del productor ejecutivo (o showrunner, como le llaman los americanos) es indispensable. Usando un paralelismo fácil y rápido, un showrunner es tan responsable del resultado final de una serie como un director de cine lo es de su película. Tanto en Estados Unidos como, cada vez más, en España, el productor ejecutivo suele ser un guionista, y es el creativo responsable de la idea original de la serie o, si más no, el encargado de llevarla a cabo siguiendo su criterio personal y guiando al equipo para realizarla. Por eso no es extraño que la mayoría de guionistas de televisión soñemos con ser algún día showrunners y nos sintamos un poco como Iznogud, el

personaje de cómic creado por Goscinny, cuya ambición era «ser Califa en lugar del Califa». Pero lo más importante es que la aparición de la escritura en equipo o de la figura del equipo de guion también supone la eclosión de la figura del guionista en nuestro país: nunca antes había habido tantos profesionales en activo, ni tantas escuelas ni másteres ni posgrados dedicados a la formación

Tanto en Estados Unidos como, cada vez más, en España, el productor ejecutivo suele ser un guionista, y es el creativo responsable de la idea original de la serie de guionistas, que eran de inmediato reclamados por esas decenas de productoras que tenían la necesidad de crear series. El guionista ha conseguido una visibilidad y un reconocimiento como nunca antes había tenido, por lo que tiene que oír constantemente eso ya tan manido de «actualmente, la mejor ficción no está en el cine, está en la televisión». Una expresión que encierra una trampa, ya que, normalmente, se refiere a productos hechos para televisiones por cable que no se someten tan duramente al examen de las audiencias, sino que son elaborados pensando en el público potencial de esas cadenas, muy diferente de las cadenas comerciales en abierto. Para comparar la televisión comercial en España habría que hacerlo con la televisión comercial made in usa, en la que las series más vistas son The Big Bang Theory o ncis. Lo que es innegable es que la televisión despierta un interés cultural como nunca antes lo había hecho, hasta el punto de que un icono del cine como Woody Allen prepara una [•]

se Pinkman le dijo cuando se rapó la cabeza por primera vez: «se parece a Lex Luthor». Lo que no querrá recordar de su socio es un premonitorio reproche: «usted sólo se concentra en lo negativo». Pero ya nada importa. Ha regresado para asegurar el futuro de la familia y para proclamar su expansión poética: «Lo que he hecho lo he hecho por mí. Porque me gustaba. Me hacía sentirme vivo».

El ateo se compadece y envidia al fatigoso padre de familia que no renuncia a su nocturnidad y alevosía. El agente Rusty Cohle relee a Bernhard y a Dostoievski por seguir el rastro de un asesino en serie. El ateo no soporta los crímenes envueltos en papel de sacramento. Él tiene sus pesares y no por ello peregrina en comunidad. Un individuo es una moral, lo es en su escasez, en su ausencia de prójimo.

True detective

Colombo

El ateo es el más religioso de todos los religiosos. Apóstata de sí mismo, se hace detective por hurgar en la neblina gótica que se condensa en los pantanos.

¿Conocerá Frank Bascome a este hombrecillo que se encorva como un interrogante? Devotos de lo penúltimo, Frank y el teniente viven por encadenar los instantes previos a [•]


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[¿sigue siendo la televisión...? •] serie de televisión… para Amazon, que ni siquiera es una cadena de televisión, sino una plataforma de contenidos digitales (entre otras cosas). Y ese es el paradigma del gran cambio que se ha producido en los últimos años y que ha marcado la forma de consumir televisión, quizás para siempre: ya no hay que esperar a una emisión semanal, ni a que sea interrumpida por la publicidad. Podemos ver nuestra serie favorita

Lo que es innegable es que la televisión despierta un interés cultural como nunca antes lo había hecho, hasta el punto de que un icono del cine como Woody Allen prepara una serie de televisión… del tirón, bajo demanda y en cualquier pantalla, ya sea una tableta, un teléfono móvil o un ordenador portátil. Lo seguimos llamando televisión. Es en ese punto en el que el estudiante de cine de los noventa fan de Los Simpson está tan desconcertado como el resto de profesionales, y siente cómo el medio al que se ha dedicado profesionalmente hasta ahora y en el que pisaba con cierta firmeza es cada vez más quebradizo e inestable, mientras alguien siempre le dice: «Actualmente, la mejor ficción no está en el cine, está en la televisión». ¿En la televisión? Seguramente. La duda es si deberíamos seguir llamándola así. ¢

[videoteca •] cuando todo sucede. Quien parece olvidarse de todo es quien queda para contarlo.

Luther

El hombre se aviene a reglas por amor al prójimo. Un jugador que acierta cuando yerra. Un ser impulsivo y voluminoso que se topó con Campanilla para ser custodiado.

Treme

Lo mismo en verbenas que en funerales entonamos: no hay tiempo para el tiempo, no hay tiempo para el tiempo. Una imposición legal ese enredo de días, meses, años.

Walter White

Adèle Verter

Cuando llego a casa, la casa duerme. Soy corrector de prensa escrita y mi jornada laboral finaliza pasada la medianoche. Apenas ceno. Después de siete horas leyendo, hay hartazgo en el silencio. «Por don sencillo y palabras trabadas / el corazón humano aprende / la Nada. / «Nada» es la fuerza / que renueva el mundo». Las pocas veces caigo en alguna viñeta. Me cuesta mantener la cabeza erguida, transitar por una de esas carreteras cuyo principio está en la próxima curva o en un perro; sí, un perro sin raza. Vuelvo a sentarme delante del ordenador y me coloco los auriculares. Me debo una hora. Que la cabeza descanse. En dicho silencio, la muerte envida…

No fue la mancha de mostaza en la bata blanca del oncólogo. Piensa, piensa. La cabeza boca abajo en la resonancia. El reflejo del rostro sobre la mesa de cristal oscuro. El cuadro de un paisaje montañoso. Algo de vegetación. La altitud de los alveolos y las toses del desierto. Unos pantalones caen del cielo. Pudiera ser también un avión. El ojo del peluche de un niño pasajero por el sumidero de la piscina. Las muletas de un hijo cuyo nombre es otro. La hija por venir. En la piscina las cerillas que se encienden y no llegan a consumirse. ¿Cómo sienta ser viejo? Los relojes digitales no suenan. El off del tictac intramuros. La química es el estudio de la materia. Mejor, el estudio del cambio. La vida, crecer y caer. La baba de un caracol. La desnudez de una babosa. Transformación. La pistola pesa mucho. Un cerebro tan grande como una casa, pero eso no cuenta. La mujer que fue narradora subasta cachivaches. Seguro no hay nada. La confianza en Dios es de color verde. Los pantalones del capitán cocinero salen volando por la ventana de un adosado. Los Pollos Hermanos. Hay sirenas de bomberos, de policía. Luces de ambulancia. El movimiento centrífugo. La pistola gira sobre la mesa. Sentado espera la muerte. El niño espera la muerte. Reconversión de los tiempos verbales. El punto de mira mira la planta dormidera.

Alguien dijo: nace un niño, nace un cadáver. El aleteo de una mariposa muerta rompe el cristal del cuadro. La presa que da luz. No saber quién se refleja en los charcos. El bote de una pelota. El anuncio de la espera de un bebé. El apagón en la estación de servicio. Un monumento con la forma de un anillo. El anillo no se cierra. Estar aquí para sentirse mejor. Desorden. Estar hambriento. Estar hambrienta. Palpita la luz en la videoteca. Dicen que a quien reza se le escucha. Escuchar con sus palabras. Fingir la realidad. Necesitar algo que ayude a dormir. ¿Qué está haciendo aquí? De un lado la manilla se mueve. Verse con el vestido de novia. Del otro se oye la palabra mamá. En el pasadizo sangra el vientre. Prender fuego a las fotografías. Arde la sala de estar. Pensar que se ha terminado. Visitar la tumba propia. El nivel de las aguas desciende. Tirarse por la presa como bate sus alas una mariposa. O algo así. Entre el interruptor y el dibujo, la niña bailarina. Tal vez haya perdido el sentido de la orientación. No es el momento de tener miedo. Las cicatrices de una cama elástica. Los resucitados no quieren regresar dentro. La gente no teme a los ángeles. Quién necesita comprender. A esta hora casi no hay nadie. Perder el equilibrio. Guardar un secreto. Abrirse las venas. Nada se hace a propósito. La mujer del capitán, la mano tendida.

Twin peaks

Castle

Un hombre en casa

Hermes González

Fue una noche muy larga. Hans Christian Andersen y Vladimir Propp trataban de maniatar a sus orígenes a un hombre terco, con un mechón blanco en el flequillo. Pero él lo tenía muy claro: las raíces hay que cortarlas; en todo caso, retorcerlas.

Sherlock

¿La soledad? Tener siempre algo por concluir. Que haya gente que precise de tus servicios. Disimular a base de elocuencia y buenas maneras. Por cada misterio, la ausencia de una rutina, de unas verduras en el mercado; del bullicio del transporte público.

La celebridad, al igual que la vida diaria, es una antología de lugares comunes. Manifestarse frívolo ante lo evidente y afectado ante lo excéntrico. Mantenerse frívolo ante el inventario de agravios y reparos es una dieta de barroquismo. Una forma contemporánea de ser anacrónico.

CSI Las Vegas

Bradbury también hubiese encontrado una decisiva relación entre coleópteros y crímenes pasionales. Las Vegas es un sueño. Nunca ha existido. Igual que Marte. A no ser que Gregorio Samsa y Luciano de Samósata nos digan lo contrario respectivamente.

Bodegones de Winston, pata de elefante y vino peleón. Siempre hay unos vecinos empeñados en ser tus pastores. Mi padre identificaba la moqueta con ser una familia respetable. De Robin imité el jersey de cuello cisne, la gabardina trinchera.

The shadow line

Puede darse el caso de que a un crimen le sobren autores que se autoproclaman de forma licenciosa. Mirando fijamente el mar, Joseph Conrad aprendió mejor que nadie los mecanismos de la política. Y luego está la crueldad de que detrás siempre hay algo detrás.


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Fox Mulder

Laura Palmer

Friedhelm Winter

Catherine Cawood

La historia se inspira en informes documentales reales. Él miró. Vio la rueda en el suelo. Tenían cada uno cuatro caras. Y cuatro alas cada uno. El bosque como una circunferencia. El fundido en blanco. Dos punciones en la parte inferior de la espalda. Ha vuelto a suceder. Cuando avanzaban ellos, avanzaban ellas. La bóveda del sótano. El siniestro replegó sus alas y se produjo un ruido. Querer creer. Hijo de hombre, proteína del espacio. Las respuestas están ahí, solo hay que saber buscarlas. La i: lamentaciones, gemidos y ayes. Hermano de hermana. Pedir cuentas de su sangre. Vivirá él por haber sido advertido. La equis fijará su rostro. El vendedor no volverá a lo vendido. El primate quiso volar. Quién cuenta a los desterrados. Habitar en medio de la casa de la rebeldía. Ceniza presa en vuestras manos. El tiempo ha desaparecido. Solo son picaduras de mosquito. Hermana de hermano. Dentera de luz. Las agujas marcan la hora del país de los mercaderes. Reverdecerá la fosa. La cadena de producción despreciará al hijo, despreciará al hermano. Ella apila borbotones. Indolente el oráculo. Será ella quien barra lo no visto. Él piensa que no estamos solos. Los días se desvanecen y toda visión se prolonga. El profeta entrecomilla su alianza. Convertíos y vivid. Ahora, quebrada la evidencia, el perímetro tiene cinco lados.

Comprende el todo. El pájaro del río cuando su estómago se halla vacío. Irse a pescar con viento sur. Los árboles no se mueven. Envuelta en un plástico como un ramo de flores. El interior es infinito. La repetición de su nombre. Gira el ventilador. Junto al hotel, la cascada. La ternura de la carne misma. La llamada urgente. Cuando llega el orden, la vida a medio hacer. Un sendero guía la espiral del grito. Maderos cortados y la falta de puntualidad alemana. Burbujean las sirenas. Solo diecisiete años llenos de monstruos. En la sala de cadáveres el viento sopla. Pasando lista lo visible de la silla vacía. No hay paisaje. El trance de la voz por los pasillos. Su retrato en la vitrina de los trofeos. La misma foto con el pelo recogido en la sala de estar. El paracaídas bulle. Detrás de la madre, la hambruna de su melena. Avanzan sobre todos las ondas del agua. El tarareo de la serrería. Ve quien cambia las vías. En mitad del puente. El investigador tiene hambre de imágenes concretas. ¿Qué árboles son estos? La medusa lee pensamientos. El transformador falla. Otra vez lo mismo. Anular y uña. Una erre. Lugares a los que los demás no tienen acceso. Bobby mira. El ojo de ella se acerca a quien mira. Para ser hay que alejarse. De noche los diminutivos crecen. El semáforo tenta monosílabos. Ella es un paquete lleno de cordeles.

El hermano pequeño. Pequeño podría ser su apellido. Pero es invierno. La palabra proscrita. Acribillamiento de nieve. Verso libre en la tradición familiar. Cuatro letras, dios griego de la guerra. La tranquilidad en el momento de la muerte. Corre hacia la trinchera quien trae provisiones. Permanecer junto al hermano. Convertirse en algo. El futuro de Alemania. También a cuestas el crucigrama de los padres. Desplazado el brindis, la casaca sobre los hombros de quien es elegido. Son cinco los dedos de una mano. Inseparables. Hasta que se separan. La torpeza en el combate. La guerra convierte en hombres a los hombres. Llamadlo toque de queda. El frente interno. Marchan las leyes, repetible la Navidad. Pertenece la mácula al invencible. Ir lejos, lejos, más lejos. La creación es del cobarde. Recitado de poemas. El frente es de los primogénitos. Compulsa la equivocación. Insepultable la mano, el dedo apretará el gatillo. De nuevo la vida, un grupo de resistencia. De soslayo el idioma, la creencia, pústulas que se esparcen. ¿Quién se ofrece voluntario? Tiradores migratorios. Caminera de caídos. Sutura para las hendiduras de los mástiles. Suelas con barro tras la ejecución sumaria. El tiro de gracia en el sexto día. Navegable el séptimo para la lectura. Ya nadie sale. Es aliento: «Oui, j’ai les yeux fermés à votre lumière».

Alivia el valle. Baldía la distancia que amenaza con prenderse fuego en un parque infantil. ¿Quién humilla a los hombres huecos? Prédica de espuma: los pájaros que quedan. Formal el aumento. Formales los cierres patronales. Los gatos maúllan en los patios. En las casas las familias de trapo rumian. La mayoría de las veces. El lenguaje es feo. El té, a todas horas. De la ranura no sale el Sol. Gradualmente quien fue seguirá siéndolo. La ternura no tiembla, paraliza. En otra tumba alguien ha dejado bolígrafos. Lo dice el niño que dibujará zombis. La invalidez de las autocaravanas. El vuelo del milano sobre la arena de construcción para edificar duelos. Tartamudea el cauce. Las barcazas crecieron en la misma calle. No crecen flores a la puerta. Queda el amargor en las teteras. Hay quien toma café. En un cuenco el odio hubiera valido la pena. El niño se frustró porque tuvo dificultades con la lectura. Debiera ser validez su nacimiento. El tiempo futuro ahoga. ¿Qué hacer con el presentimiento? El andamiaje solo es un requisito. Ir tras ellos. Donde el valle se ensancha, el rebaño bala. Viene de paso Dios con su desesperanza. Tumbada la sangre, se yergue la ribera. Podría describir la desafección, la camioneta de los helados. Ella sabe de lázaros y leprosos. Mujer de ley, ¿quién heredará la tierra?, ¿habrá nada en este feliz valle? … buenas noches. ¢

Los Soprano

Cheers

Yo, Claudio

siempre por un hombre de traje negro y una mujer escotada.

Vimos que era algo más que reescritura al fijarnos en su rostro tan familiar, tan de toda la vida. Nos salimos del género sin dejar de estar en él. En el futuro se estudiará la paradoja Tony Soprano en todas las universidades de renombre. Se descubrió la posibilidad del gángster en deconstrucción. Los cenizos insistirán en que, después de Coppola, nada.

Verano azul

La versión en imágenes del himno español de la Transición. La entronización de la nostalgia que es un himno amable, carente de virilidad y épica; pero himno al fin y al cabo.

Son muchas tertulias concilios de proscritos, de gente que se ríe por todo y evita hablar del trabajo y de la familia. Amparados en los bares que son estancias propicias a la utopía.

El ala oeste de la Casa Blanca

En el caso del espectador, la suspicacia es una obligación: así que prefiero asumir la verosimilitud como una forma de fantasía. El realismo ni siquiera existe. Veo la Casa Blanca como la nave «Enterprise». Decir «La estrella de la muerte» sería demasiado obvio. Pero qué Jefe de Estado no es Darth Vader bajo la casulla blanca de Luke Skywalker.

Vivir en un nudo continuo y narrarlo de manera aristotélica: sin prescindir de un planteamiento ni de un desenlace. Lograr reducir un imperio a escenas interiores y dejar los grandes hitos a la solemnidad de los historiadores. Desconfiar, en fin, del mero escrutinio notarial.

Mad men

En una anodina oficina de la novena planta de un rascacielos se reúnen por turnos insignes ciudadanos. A las 9.45 h, por ejemplo, se ven las caras Andy Warhol, Virginia Woolf y Cole Porter. Se devanan los sesos pensando en la gente de la calle. Debaten educada pero apasionadamente. Custodiados

A dos metros bajo tierra

Frank Capra nos sopló desde el cielo su afición por los espectros y la comida mexicana. Como siempre hay alguien a la escucha pelirrojo e insomne, lo demás fue sólo cuestión de elegir un tema. La familia. Aunque sólo sea por devolver el favor a Capra.

Retorno a Brideshead

Durante un tiempo seguimos la dieta de una Inglaterra esbelta y unos modales ambiguos. Para un chaval de barrio era una revolución al alcance de su poder adquisitivo: encender el televisor para aprender a vocalizar y ser elegantes. ¢


elcuaderno

ENSAYO

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¿C M uá a nd ry o Jo es B su an fic g ie nt e?

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Mary Jo Bang nace en 1946 en Missouri, Estados Unidos. Es autora de los libros de poesía Apology for Want (1997), Lousie in Love (2001), The Downstream Extremity of the Isle of Swans (2001), The Eye Like a Strange Balloon (2004), Elegy (2007; Elegía, Bartleby Editores, 2010), galardonado con el National Book Critics Circle Award, The Bride of E. (2009) y The Last Two seconds (2014)

PN Review 216, vol. 40, nº 4, marzo-abril 2014 [La autora ha hecho algunas correcciones al original para su publicación en El Cuaderno] Traducción de Andrés Catalán Hace años, una amiga que vivía en Nueva York se encontraba en medio de una conversación con el anfitrión en una fiesta cuando Monica Lewinsky — recientemente famosa en aquellos momentos por los detalles privados de su desastrosa aventura con un presidente de los EEUU— hizo acto de presencia. Cuando se digirió al anfitrión, él la saludó y se volvió a mi amiga y le preguntó, a manera de presentación, «M..., ¿conoces a Monica Lewinsky?» Mi amiga respondió, «No, no la conozco... aunque tengo la sensación de que sí». Todo el mundo se rió. La gracia, por supuesto, viene del hecho de que hay un momento crítico en cuanto a la cantidad y el tipo de información que uno puede conocer sobre otra persona antes de empezar a sentir que se guarda una relación estrecha con ella, sin importar que nunca la hayamos visto. A la luz de las incontables biografías —más las ediciones íntegras de los diarios; las selección de cartas; las poesías completas; los dos volúmenes de Ariel, tanto el que Hughes editó y publicó en 1965 como la edición «restaurada» publicada por Frieda Hughes en 2004, que sigue la selección y el orden del manuscrito original que dejó Plath cuando se suicidó; el corpus de prosa breve; la novela autobiográfica; la larga hilera de papel que forman los artículos que abordan las luchas intestinas entre Ted Hughes y su hermana Olwyn por un lado y, por el otro, las feministas de segunda ola que se sintieron obligadas a celebrar el equivalente de una farsa judicial a fin de acusar públicamente al infiel Hughes del suicidio de su deprimida mujer; y el resto de riñas y disputas territoriales entre aquellos que conocieron y eran afines a Plath, y aquellos que conocieron pero no eran afines a Plath— cómo no vamos a sentir, coincidiéramos o no con ella, que la conocemos. O que la conocíamos. Si la hubiéramos

conocido de verdad, tal vez la abundancia de lo que se nos ha permitido ver hasta ahora nos habría parecido suficiente. El problema se ve agravado por el hecho de que Plath muriera tan joven. Cuando una vida se trunca tan prematuramente tendemos a sobrevalorar cualquier pequeño pedazo que quede. Si hubiera seguido viviendo, tendría hoy ochenta y dos años. En ese caso, los dibujos a pluma y tinta hechos a la edad de veinticuatro resultarían probablemente demasiado insignificantes para merecer un libro de pasta dura impreso en papel de alta calidad. Lo mismo para las dos breves misivas escritas a su madre y firmadas como «Sivvy». E igualmente respecto a la despreocupada entrada del diario y la intensa carta a su nuevo marido, escrita cuando él no era más que el amante idealizado, y aún no el repugnante traidor. Lo interesante es cómo las cartas dejan ver a una Plath que disfruta con la aprobación y el apoyo de Hughes y cómo claramente creía entonces que iba a ayudarla a llevar a cabo sus ambiciones artísticas. La confianza que Plath sentía que le daba Hughes nos ayuda a entender qué sumamente doloroso tuvo que resultar luego su abandono. Le escribe entusiasmada a su madre sobre los dibujos, «Espero que te gusten; mándaselos a Mrs. Prouty, por favor; ¡enséñale lo creativa que me ha vuelto Ted!». La muerte temprana de Plath tiende a transformar cualquier cosa relacionada con Plath en un pretérito memento mori: «recuerda que vas a morir» se convierte en un «recuerda que murió». Gracias a su indiscutible brillantez, sus poemas gozan ahora de vida independiente. Existen fuera de la biografía, o cómodamente a un lado. Los lectores inteligentes dudan entre leer los poemas a través de la lente de los sucesos clave, o leerlos como si no conociéramos su biografía. De la misma forma que leemos a Shakespeare. Y esa es la otra parte del problema de nuestra ansia desmedida. Como con Shakespeare —¿fue WS o el decimoséptimo conde de Oxford el que escribió los sonetos? ¿Por qué WS dejó a su mujer

su «segunda mejor» cama?— nos vemos atrapados por la irresistible intriga de un relato incompleto. En el caso de Plath, cualquier mención biográfica devuelve nuestra atención a los elementos de una trama que empezó antes de que ella naciera y se extiende después de su muerte y bien entrada la época actual. No importa en absoluto que la historia de Plath no sea asunto nuestro. Es asunto de un personaje con el cual nos hemos involucrado en gran medida y acerca del cuál conocemos demasiados detalles para que no sintamos interés por los misterios que aún existen: ¿qué sucedió con su último cuaderno? ¿Lo destruyó Assia Wevill? ¿Lo hizo Hughes? ¿Fue Olwyn? No podemos saberlo todo. Muchos hombres engañan a sus mujeres, muchos poetas padecen episodios recurrentes de depresión clínica, muchas mujeres pierden a sus padres a una edad temprana y sienten rabia a partir de entonces. Ninguno de esos elementos hacen inevitable el suicidio y la autodestrucción seguirá siempre produciéndonos desconcierto. Es razonable que sintamos interés en los primeros trabajos de un artista. En el caso de Plath, en los poemas. Sus primeras obras muestran una promesa que se cumplió en los poemas «tardíos» (donde «tardíos» es a la edad de 30 años). Pero los últimos poemas son también obra de una poeta muy joven, una que tenía una inteligencia poética excepcional y que poseía una gran ambición. Es entristecedor pensar, como un amigo afligido, en el potencial del fallecido para seguir produciendo grandes obras de arte. Pero el hecho es, en lo que concierne a los poemas, que no habrá más y tenemos que contentarnos con lo que tenemos. Vale la pena atender a borradores de poemas primerizos para ver como cada poema ha ido evolucionando, y vale la pena examinar las diferencias entre dos ediciones de Ariel —una, el libro que Plath concibió para su publicación, y el otro el libro que Hughes decidió ofrecerle, escogido y dispuesto de una manera que algunos han sostenido que muestra su muerte como algo causado solamente por el trauma del fallecimiento de su padre. Vale también la pena conocer


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algo de la biografía que se atisba bajo la superficie retórica de los poemas. En el mismo sentido en que es interesante leer la sección de «Habitaciones» del Delicados botones de Stein contrastándolo con el hecho de que fuera escrito en torno a la época en la que Alice B. Toklas se mudó a su apartamento y su mosqueado hermano, Leo Stein, se marchara de su piso. Es interesante, biográficamente hablando, pero solo hasta cierto punto: La hermana no era un señor. ¿Fue esto una sorpresa? Lo fue. La deducción se produjo al no haber disposición. Siempre que se planteó una pregunta hubo una decisión. Reemplazar a una amistad pasajera por una hija común y corriente no tiene por qué producir un hijo.

Ahora, ¿qué debemos hacer con este pequeño libro de delicados bocetos juveniles que fueron acaparados por Ted Hughes hasta poco antes de su muerte en 1998 y ofrecidos en este momento por su hija al siempre voraz público más de cincuenta años después de la trágica desaparición de su madre? Los dibujos no son grandes obras de arte. En su mayor parte son representaciones bien hechas de objetos y paisajes. Eso no quiere decir que carezcan de encanto. Algunos se parecen a las clásicas ilustraciones de los libros para niños de los años cincuenta. Muchos encarnan la estética particular de las ilustraciones de las revistas de los sesenta. La asociación con épocas previas alimenta la nostalgia que tenemos de un pasado cultural. Si Plath se hubiera convertido en una artista plástica de importancia, los bocetos podrían resultar interesantes de cara a mostrar un punto de partida. Proporcionarían una forma de medir la madurez que habría tenido que adquirir en su camino a la grandeza. Nada aquí, sin embargo, sugiere que Plath hubiera podido acabar siendo una gran artista plástica. En aquel momento, su ambición no era la grandeza sino algo muchísimo más modesto. Escribe a su madre que espera que la revista New Yorker muestre algún interés en usarlos como pequeños dibujos que a veces se insertaban en una columna de texto para aliviar la monotonía visual de una página ininterrumpida de texto. La decisión curatorial de Frieda Hughes de intercalar los dibujos entre tres cartas, una entrada del diario y el borrador de un poema escrito a máquina que estuvo una vez enmarcado junto a uno de los bocetos, convierte a los dibujos, y los recuerdos que contienen, en una prueba forense irrefutable de que hubo una época, si bien efímera, de inocencia dichosa y grandes expectativas. Nada aquí augura el momento en que el apasionado romance mutó en un crispado matrimonio que finalmente

LOS BOCETOS DE SYLVIA se descontrolaría después de que Plath descubriera la infidelidad de Hughes. A la larga, Plath haría frente a la traición tanto con rabietas como con los brillantes poemas que creativamente hacían uso de detalles personales para acusar a todos aquellos que le parecía que habían sido injustos con ella. Es posible que los brillantes poemas tardíos de Plath no hubieran sido escritos sin la provocación de la infidelidad de Hughes. No es difícil imaginar cómo la intensa ira desencadenada por su comportamiento, y la necesidad de ejercer un nuevo grado de control poético, empujaron a Plath hacia un nivel más alto.

Sylvia Plath en 1955

Uno de los muchos biógrafos de Plath, Anne Stevenson, en una carta al editor en el número del 10 de octubre de 2013 de New York Review of Books, en respuesta a un ataque injurioso y estúpido a Plath por parte del crítico feminista Terry Castle en el número del 11 de julio (con el pretexto de una reseña de dos recientes libros sobre Plath), describía el matrimonio Plath-Hughes hasta 1961 como una saludable «asociación que produjo algunos de los mejores

elcuaderno 23 poemas de mediados de siglo; es improbable que el talento de Plath hubiera saltado de la farragosa mediocridad de sus primeros trabajos a la afinada profesionalidad de sus poemas tardíos sin el apoyo y el estímulo de Hughes». Es bastante posible que Plath se beneficiara del antiguo apoyo y estímulo que vemos reflejado en este librito, pero el insulto que supuso la infidelidad de Hughes es lo que dio origen a algunas de sus mejores obras. Lo trágico es que aquellos sucesos también desencadenaron la grave depresión clínica que inexorablemente condujo a su muerte. Estos dibujos —una vaca, un quiosco parisino, la cabeza de Ted Hughes, un cardo— son esbozos de momentos felices. La hija, que se ha convertido en la protectora de ultratumba tanto de la madre como del padre, parece estar diciéndonos, «Veis, entonces ella era feliz. Y era todo obra de él». Entiendo el impulso de contrarrestar los retratos de Hughes como ogro mujeriego e igualmente contrarrestar los retratos de Plath como la mujer gruñona que empujó a su marido a los brazos de otra y al que luego castigó suicidándose porque encontrara un consuelo en aquello. Me imagino perfectamente por qué una hija querría pintar una imagen que restaurara a Hughes y Plath a sus dichosos comienzos. El único problema es que hay poca cosa en el libro que no estuviera disponible en otra parte, excepto la carta de Plath a Hughes. Las otras cartas han sido publicadas o citadas, los diarios están disponibles en su totalidad en un solo volumen, y muchos de los bocetos fueron publicados en artículos online cuando la colección fue expuesta en una galería de arte de Londres (The Mayor, en Cork Street) en noviembre de 2011. Este libro, aún así, podría servir a aquellos que todavía siguen queriendo ver todo lo que alguna vez tocó la mano de Plath. Y sirve claramente a la hija que deseaba al menos un retrato sonriente más de la feliz pareja que fueron sus padres antes de que su mundo, y el de ella, se hiciera pedazos. ¢


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POESÍA

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as

Un escenario muy visto. La burla de la historia. Una vida que imita. El resultado detenido. Ella se descubre pensando en historias de detectives

Po em

M ar yJ o

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Mulholland drive

en las que la lección se muestra ridícula en un estado conceptual. La lógica sugería que el arte debía exagerar. Sorprendente extrañeza Mary Jo Bang

Luna Miguel

Los poemas seleccionados, entre los que incluimos uno dedicado a la serie televisiva Mulholand Drive, pertenecen a la antología bilingüe El claroscuro del pingüino, selección y traducción de Patricio Grinberg y Aníbal Cristobo, prólogo de Luna Miguel, Kriller71 Ediciones, 2014

No estamos acostumbrados a ver pingüinos más allá de los dibujos animados, o aquellas imágenes alocadas en la película Mary Poppins. Cuando imaginamos a esos bichos vemos nuestra infancia: la visita al zoo con el colegio, las galletas y el chocolate en la merienda mientras un pájaro incapaz de volar mueve sus alas insistentemente en la pantalla del viejo televisor... El pingüino es un ser extraño tan negro y tan blanco, y tan elegante en nuestras cabezas. Sin embargo, hay algo que rompe lo rígido de su presencia: ese pico naranja chillón. Ese toque de color alegre. La poesía de Mary Jo Bang es de color naranja, porque se encuentra en ese lugar alto, brillante y neutral desde el que mirar lo claro, lo oscuro, lo feo, lo hermoso, lo mágico, lo infantil, lo hiriente y lo necesario. Naranja como síntoma de la palabra. Naranja como metáfora de aquello a lo que nunca prestamos atención pero está ahí. Naranja como el disfraz de Alicia. Que ahora es Mary. Que ahora es este libro. Que ahora eres tú.

Un cálculo basado en las figuras en escena Todavía hay muchas maravillas, sabes. Los festivales de los viernes. El tabique en el medio de la tierra baldía. De este lado—carne; del otro—una garra de hierro y un tornillo nuevo que cayó por la ventana de la fábrica a mediodía. El doctor de muñecas lleva el brazo otra vez al enchufe. «Ahí», le dice. El día se acabó. Le gustaría fumar pero lo dejó hace mucho tiempo. La suela de goma del zapato derecho de la enfermera hace un chirrido cuando ella entra en el cuarto. El silencio envuelve la cama vacía. El cuerpo está en otra parte. «Cuando quieren más», dice ella, «se los doy». «Cuando quieren menos», dice ella, «se los quito. Siempre dejo que elijan». El doctor hace sonar sus dedos contra el abdomen plano de la muñeca. Un mar de sangre avanza y retrocede hacia una canción sin piedad.

en la que lo «ridículo» es nada menos que la naturaleza. El acto de ver. El ahora. A simple vista somos humanos. Un producto doble, lo humano y el sentido. Los ojos de cada uno son diferentes. En una proyección clásica de la verdad de los otros, cada una está equipada para descubrir pistas. La narrativa coexiste con la certeza apenas por unos segundos. Los personajes juegan juegos dentro de un círculo a cierta distancia del mundo. Y aquí, una pista falsa, el resplandor de un cigarrillo en la luz de luna de un bungalow. La heroína debe notar algo. Alguien canta una legendaria «Llorando». Alguien llora. Poner, con precaución, la ambigüedad y la incertidumbre en la media luz de una sombra. Una calle oscura. En cámara lenta una limusina cruje sobre la grava. La femme fatale ahí, enredada en la trama. Un mundo de sombras y chicas Cindy Sherman. No más impulsos mortales de electricidad conectando imperativos. Lo que pasa desaparece—o es el resbalar sepia del pasado. Fascinado, pequeño mundo, sombras fundiéndose en un flashback. La tarde está decayendo. El Presente finaliza después de todo en la luz que ilumina la oscura representación del melodrama de un universo subterráneo de bondad y maldad, donde todo es incierto. El objeto es conocimiento consciente. La ficción recreada en la sintaxis se mueve desde la observación a un modo plano: El coche desaparece y la mujer es eso en lo que está pensando. (The Eye Like a Strike Balloon, 2004)


MARY JO BANG

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El terremoto mientras ella dormía

Louise

Durmió durante un terremoto en España. Al día siguiente todo estaba lleno de cosas muertas. Bueno, no lleno, pero hubo unas cuantas. Llegando a la puerta de entrada, sintió el crujido de un caparazón bajo su pie. En el baño, una cucaracha enorme descansaba patas arriba sobre el borde del mármol; la antena muerta anunciaba el futuro, apuntaba hacia el ojo plateado que más tarde se tragaría el agua con que ella se lavó la cara. ¿Quién no hubiera deseado la vuelta rápida del sueño de anoche? La idea, lo sabía, era seguir despierta, y mientras caminaba a través de la niebla gris del día, falsear lo vaporoso como si se tratara de algo concreto: el humo de un cigarrillo, por ejemplo, podría convertirse en un edificio diminuto de Lego visto en la ventanilla de un autobús que bloqueaba la calle. La gente a veces se piensa como una foto que coincide con un anhelo inventado: un bosque de juguete, un grillo mutilado, el más o menos precioso loto. La noche antes del temblor, ella tomó un tren para ver una ópera bufa de trama inverosímil. Notó a un hombre de abrigo tostado y corbata que se parecía mucho a Kafka. El día después, llamó a un amigo para quejarse de los insectos. Desde una ciudad lejana—su voz muy baja y un poco quejumbrosa—él le dijo ¿no te encuentras bien? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

Era sepia, dijo Louise con un dejo de nostalgia. Cobrizo, hubiera dicho él, después de ver un facsímil de la famosa foto de la mujer que se había teñido el pelo de rojo. Abajo, ella dijo, bajando los peldaños de la escalera que los llevó hasta la puerta de nuevas profundidades. Representación, dijo ella, emergiendo para decirlo y fracturando el hechizo bajo el cual nadaban en el momento que había terminado hace un eón. Cisnes, dijo ella, refiriéndose a las aves de cuello largo blanco y negro que bordeaban hacia abajo el pasillo que uno caminaba para llegar al río donde se alejaban patinando.

(The Last Two Seconds, de próxima aparición) •••

Sabes Sabes qué estamos haciendo aquí, ¿no es cierto? La tarde cae al suelo como una pelota playera al desinflarse. Estamos mirando a los espectadores en las gradas. El de la camisa azul dice «supe, desde que era un niño, que mi mente le agregaba color a los momentos». El de rojo dice: «En el sueño, había un niño bateando una pelota de aquí para allá. Y entonaba esa rima espantosa sobre el tiempo que finalmente termina con el cuerpo haciendo el movimiento de un metrónomo». A modo de demostración, se mueve mecánicamente de un lado al otro mientras hace un ruido de click. Sus amigos apartan la mirada. Todos saben cómo funciona un metrónomo. Tú y yo seguimos observando porque no tenemos nada mejor que hacer. Esperamos por lo que inevitablemente viene: sabemos que la multitud se pondrá de pie cuando se lo indiquen y contará— uno-cien, dos-cien, tres-cien—como si la historia fuera un sonido que pudiera forzar un abismo creciente con el mar debajo. Y eso será así. La multitud sólo se calmará cuando el mar nos alcance. (The Last Two Seconds, de próxima aparición)

(Louise in Love, 2001) •••

Una puerta mosquitera golpea Dejamos el tractor rojo de mi hermano estacionado en el césped raído, subimos la colina, espiamos a través de los arbustos lo prohibido: vías del tren y jungla de vagabundos. Perdemos de vista el barranco, la serpiente gorda y negra que cae al final de cada jardín. Es viernes por la noche, pescado frito en el Cuartel de Bomberos. Los adultos beben cerveza en diminutos cubos de metal. Mi hermana saca un pez de lata de una tina de metal. A un costado, una niña con Síndrome de Down, de seis años de edad, ladeada sobre una silla de ruedas. El pelo gris de la madre se aleja de su rostro tenso y desafortunado. Se inclina sobre la hija, murmurando en una manta de viaje, para limpiarle la baba. Cabeza oscilando, mandíbula floja, lengua prominente. Un vestido azul inmaculado, cuello perfecto terminado con encaje blanco. No mires, dice mi madre. Y yo, la misma edad, el aire teñido con el olor a pescado y margarina, aprieto mi rostro contra el olor de algodón planchado de la falda de mi madre, susurro, no lo hacía. (Apology For Want, 1997)


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NOVELA

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Crónica apócrifa de una ciudad

Nueva edición de una novela deslumbrante Tomás Sánchez Santiago Calle Feria Segovia, Isla del Náufrago, 2014 632 pp., 24,00 ¤

/José Ángel Barrueco/

En el año 2007 nos deslumbró la lectura de Calle Feria, la primera y por ahora única novela de uno de los escritores más talentosos y secretos del panorama literario contemporáneo: el zamorano, afincado en León, Tomás Sánchez Santiago. Por entonces la publicó Algaida porque acababa de obtener un premio; pero el galardón es lo de menos: los premios se olvidan, las obras perduran. Y es esta una obra que perdurará y que ahora edita de nuevo, con mimo, la editorial segoviana Isla del Náufrago. Un libro que nos hipnotizó

en su momento y que, estoy convencido, fascinará hoy a quienes aún no lo conozcan.

Uno de los mejores

De Tomás no puedo hablar objetivamente porque lo he considerado siempre como uno de mis maestros. Maestro de la literatura, pero también maestro de la vida. Ejemplo a seguir y amigo en la distancia. Tomás es lo contrario de esos escritores obstinados en publicitar su imagen y quedar guapos en las fotos de las ferias literarias y los saraos y en conseguir reseñas aunque deban doblar el espinazo ante cualquiera, más empeñados en esa labor de ascenso que en construir una bibliografía sólida, madura y paciente. Si lo conozco de veras, y creo que sí, Tomás procura ser esquivo con todo lo que huela a entrevista, a reportaje

en el que él sea el epicentro, a parabienes que lo ensalcen. Al final, si lo presionas demasiado, acabará aceptando a regañadientes porque su naturaleza benévola, humilde, le impide hacer faenas a terceros. Apuntaba antes que es uno de los escritores con más talento de España, y no exagero: los ejemplos están en sus obras. Ruego al lector que las busque (aunque sea una tarea complicada porque siempre lo han publicado en editoriales minoritarias, locales o ya desaparecidas). Que busque los poemas de El que desordena o Cómo parar setenta pájaros. Que se divierta con los artículos de Salvo error u omisión. Que se asombre con esas crónicas minuciosas de lo cotidiano y de lo mínimo y de la «lumbre baja» que conforman Para qué sirven los charcos y Los pormenores (y, pronto, La vida mitigada).

Tras leerlos, comprobará que el lugar que debería ocupar Tomás es el que ocupan otros escritores más famosos pero de menor valía, duchos en amasar beneficios económicos mediante colaboraciones en prensa, charlas, debates y concursos. Pero si algo tuviera que destacar de la escritura de Sánchez Santiago, si solo pudiera quedarme con un valor, subrayaría su celo por el lenguaje, su obsesión por elegir las palabras, mimarlas, hacerlas bailar en la frase. Esto es evidente en la novela que nos ocupa, donde el ejercicio narrativo es siempre luminoso. Aunque Tomás no se queda ahí, en la forma, porque además cuenta buenas historias, se fija en pequeños detalles de la cotidianidad, escucha a los personajes que pululan por los pueblos y las ciudades. De él aprendí (aprendimos) a leer lo que podríamos llamar «la otra es-

POESÍA

OTROS

Camino de las cárceles Luis Fernández Roces Todo es ahora y nada / Tot és ara i res Joan Vinyoli Traducción de Marta Agudo El sol tras el bosque Robert Hass Traducción de Andrés Catalán Marco Valerio Marcial. Antología de epigramas Marco Valerio Marcial Traducción de Pedro Conde Parrado Antología poética Stanislaw Baranczak Traducción de Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska

El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía Javier Pérez Escohotado Español con estilo. Antología de textos sobre el uso correcto del español Ignacio Gómez Font Cuestión de oficio. Unas memorias artísticas de Emilio Sagi Alejandro Carantoña Lidiando con sombras. Antología de Benito Jerónimo Feijoo Elena de Lorenzo Álvarez, Rodrigo Olay Valdés y Noelia García Díaz (eds.) Bendice estos animales que vamos a recibir Pepe Monteserín Coedición con el Colegio Oficial de Veterinarios de Asturias

NARRATIVA

POESÍA

NARRATIVA

OTROS

www.trea.es

Diario de París con 26 notas a pie Miguel Herráez La reconversión humana Ángel Falcón

Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es


critura de las calles»: los avisos que coloca en la puerta de su negocio el boticario que ha salido un momento a hacer un recado, los letreros escritos a mano que anuncian ofertas en los escaparates de las pequeñas tiendas de barrio, las pintadas con faltas de ortografía o graves errores gramaticales…

Tratado de comercio

En su origen, cuando Tomás la escribía con el mismo mimo artesano con el que sus personajes comerciantes tratan a los trajes y a los zapatos, Calle Feria se titulaba Tratado de comercio, que es el título de un artículo que su autor publicó hace años, y que recupera en el libro que nos ocupa. Pero vamos con su argumento, en líneas generales. En la calle Feria (o calle de la Feria, como la llamamos hoy), dos amigos, Muñoz y el narrador, comparten los rigores de la época franquista, la emoción de los primeros deseos carnales, el lujo de escuchar la cháchara colmada de palabras nuevas de los viajantes

Si algo tuviera que destacar de la escritura de Sánchez Santiago, si solo pudiera quedarme con un valor, subrayaría su celo por el lenguaje, su obsesión por elegir las palabras, mimarlas, hacerlas bailar en la frase. Esto es evidente en la novela que nos ocupa, donde el ejercicio narrativo es siempre luminoso que recalaban en las respectivas tiendas de sus padres y el gusto común por las historias… Historias que rescatan de aquellas gentes humildes que trabajaron en la sombra mientras el poder se recortaba al fondo, con su yugo y sus flechas y sus censuras y sus cortapisas: el barbero enamorado de Palmira la frutera, los vecinos que se reunían en el serano (hermosa palabra esta, exhumada para la ocasión), el palomero que se impuso su propia reclusión domiciliaria, el hombre encargado de un taller de reparaciones eléctricas y a quien le encargaron las críticas cinematográficas para el periódico (y las firmaba con el pseudónimo de Mature: ¡grandioso personaje, inmenso como la vida, legendario para siempre gracias a esta novela!), el cura que daba las contraseñas de los precios a los comerciantes… Muñoz y el narrador, además, inventan historias inspiradas en la realidad: las que atañen a Delhy Tejero y a García Lorca; e historias con vínculo fantástico, en las que hombres se extravían en otros mundos, en la otra orilla del espejo. Realidad y ficción. Literatura, en una palabra.

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TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO

Número 65 / Febrero del 2015

Un relato real Paralelamente a la reedición de la novela Calle Feria, en Eolas Ediciones se publica también un nuevo libro de Tomás Sánchez Santiago. En la línea de otros libros suyos de la misma temperatura y características (Para qué sirven los charcos y Los pormenores e incluso los artículos contenidos en Salvo error u omisión), encontramos aquí una miscelánea de textos: aforismos, vistazos al

mundo en forma de anotaciones, relatos tomados de la realidad, apuntes del tiempo de hospital, retazos de diario e incluso un extenso cuento inédito que posee mucho de juego entre la realidad y la ficción. Un libro delicioso, cocido a fuego lento, con «lumbre baja», como al autor le gusta decir, y del que ofrecemos uno de los relatos incluidos en la parte titulada «Historias naturales».

El pésame Se le acaba de morir su marido y está empezando a pagar el precio mortal de una extrañeza insoportable. Para colmo, en estos días va a una residencia geriátrica a dormir junto a su prima anciana, que se está muriendo («voy para que no esté sola si ocurre cualquier cosa», dice). Pero ayer vinieron familiares jóvenes, matrimonios recién compuestos, novios… Venían desde lejos al rito del pésame. Y sorprendo al pasar cerca de las mujeres una de esas misteriosas conversaciones de complicidad femenina con risas menores y excusas llenas de deliciosa festividad. Llevaba la batuta ella otra vez, cargada con su luto reciente, sí, pero diciendo a las muchachas jóvenes que «a ver si el año próximo alguna traéis ya un niño». Ah, las mujeres. Admirables y de gigantesca estatura interna. Dispuestas siempre a despedir y a recibir. Dispuestas a ponerse entre mortajas o entre pañales con la misma intensidad. Siempre cerca de los ángulos más profundos, decisivos, de la vida. •

Anuncio para una escapatoria Se necesita poeta para leer en acto literario. Dispuesto a llegarse a lejana ciudad del Poniente. Imprescindible gozar de buena salud (no importa dureza de oído) y ser, sin intemperancia, divertido en el trato. No es para llegar a relaciones serias (con la poesía), no hacerse ilusiones. Preferiblemente reconocidos en ambientes públicos (se valorará la sonoridad del nombre). Absténganse poetas ancianos, delicados y atrabiliarios. También arriesgados: aquí se viene a disfrutar. •

El delito de estar solo A un hombre japonés le han impuesto una multa por llamar 2.600 veces a un mismo número de teléfono. Al parecer, era un teléfono de información y el hombre solamente llamaba para hablar con alguien porque se encontraba solo. Entonces hacía eso: marcaba y marcaba ese número y se ponía a hablar sin más. Pero eso de que los débiles atraganten las relaciones sociales no es admisible. Hay que pagar un precio por no saber resistir la soledad, algo para lo que, por cierto, no se educa en el mundo saturado de objetos y de números que nos gobierna.

Tomás Sánchez Santiago La vida mitigada León, Eolas Ediciones, 2014 302 pp, 15 ¤

Los dos amigos entrelazan estos cuentos con crónicas, recortes y documentos oficiales, y los atan con un cordel: la calle de su infancia. La infancia: cuando ambos fabulaban sobre la realidad circundante para derrotar a la tristura de los días, en ese ambiente angosto, enrarecido y sofocante que fue el franquismo en una ciudad pequeña. Sánchez Santiago, en este libro hermoso y necesario, nos habla de los hombres en la sombra, de quienes aguantaban el tiempo manejando palabras y oficios. Nos cuenta la historia que por los cauces oficiales no nos quisieron contar.

La solidez del narrador

Tomás está dotado de esa solidez de los narradores de antes, que se toman su tiempo para explicarnos las conductas y el entorno de los personajes. Y, sin embargo, la novela no suena a antigua porque el autor también se sirve de otros procedimientos que, en algunos capítulos, se aproximan al collage (que, de acuerdo, no es algo nuevo, pero al mismo tiempo es seña de identidad de los posmodernos) y, así, adereza las historias con críticas de cine de contenido muy literario y creativo («Este cronista se queda a veces rezagado en la butaca, tras el pase. Y mira cómo abandona la muchedumbre el barco. Los hay que se levantan sofocados y con los ojos hirvientes. Los hay soñolientos…»), interrogatorios que se aproximan a la obra de teatro (aunque con menos acotaciones), diarios que rompen algunas reglas estilísticas (véase el «Diario roto de un barbero»), noticias del periódico local (y a dos columnas, además), cartas (las que se cruzan en la última parte del libro) y, por supuesto, relatos (los que Muñoz y el narrador se intercambian, en un afán de construir un territorio donde converjan lo real y lo fabulado). Con esos materiales, el autor logra que paseemos por su ciudad (que también es la mía), que viajemos a otra época, la de los años cincuenta y sesenta (y hay dos cuentos que se remontan a los años veinte y a los treinta), que nos adentremos en una jungla de nombres, calles, cines, farmacias, barberías, tiendas de calzado… Y logra que no olvidemos algo muy importante: que, pese a los malos tiempos, de represión y dictadura, siempre nos quedan un par de cosas que nadie nos puede arrebatar: la palabra y la imaginación. Lo explica mejor uno de los personajes, en una misiva:

Estábamos demasiado pendientes de fundar una manera de vivir, la que queríamos, la que no nos daban más allá de nuestra calle. Tuvimos esa intuición de colorear la vida mejor de lo que ella estaba, tan pobretona y resignada a aquellas circunstancias». ¢


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MOGA

ANTOLOGÍAS

Número 65 / Febrero del 2015

una aproximación Eduardo Moga El corazón, la nada. Antología poética (1994-2014). Prólogo de Jordi Doce Amargord, 2014, 240pp., 14 ¤

/Alex Chico/

En Unánime fuego, el sexto libro de poemas de Eduardo Moga (Barcelona, 1962), encontramos uno de esos versos que resumen a la perfección el alcance poético de su autor. Nos dice: «A todo asisto como si me ensanchara». Ahí está la clave, la síntesis, en la convicción de que la escritura nos permite acercarnos a «la otra orilla», donde se congrega lo que, por velado u oculto, resulta inalcanzable. Qué supone la literatura si no eso mismo: una «operación cartográfica», una transición hacia regiones recónditas, desconocidas por sobradamente cercanas, como señalaba Gil-Albert. Una forma, en fin, de alumbrar lo oscuro y al mismo tiempo de ensombrecer lo aparentemente diáfano. Así se edifica un universo literario. Nos adentramos en él y lo habitamos por un tiempo indefinido. Al hacerlo también nosotros nos ensanchamos. Por eso sus lectores estamos de enhorabuena, con la publicación, por parte de la editorial Amargord, de El corazón, la nada. Antología poética (1994-2014), una edición que cuenta, además, con un estupendo prólogo de Jordi Doce y con un epílogo firmado por el propio autor. Tal vez me equivoco si digo que una de las verdaderas pruebas de fuego para un poeta reside en su capacidad para soportar la edición de sus obras completas o de una antología de sus poemas. Añadiré también en su poética, en la teoría que hay detrás de cada texto. Es aquí donde vemos la auténtica dimensión de un escritor, y aquí también donde podemos apreciar si ha sido o no capaz de convertir la suma de sus libros en un universo literario reconocible. El corazón, la nada nos demuestra que Moga ha sabido construir el suyo propio.

Ya en Ángel mortal (1994), su primer libro (no su primera publicación), identificamos algunas claves que nos aproximan a ese universo, algo que confirma, dicho sea de paso, la importancia de la primera obra en la trayectoria literaria de un autor. Desde el principio y casi sin darnos cuenta elegimos aquellos motivos esenciales que aparecerán de una forma o de otra en libros posteriores. En el único poema de Ángel mortal que se incluye en la antología logramos reconocer, siquiera como un eco, la voz poética de Eduardo Moga. Por ejemplo, en su predilección por el poema

El autor disecciona hasta el límite cada hecho, lo radicaliza y conduce hasta el final, en un juego en donde cada pieza parece relacionada entre sí, sin fastos ni estridencias largo, discursivo, que comienza en un punto, se extiende hacia muchos lados y vuelve de nuevo al punto de partida. Un comienzo, eso sí, que no es el mismo al del inicio. Su poesía implica un tránsito, un desplazamiento. Por eso tenemos la sensación de que el autor es otro, igual que los lectores. La sucesión de imágenes, la creación de un mundo vivo, abrasador, la disección de un instante que guarda en sí todos los instantes, su manejo del lenguaje y de los recursos literarios, todo eso, reunido en un pequeño espacio, nos cambia, nos modifica, nos convierte en seres ya distintos. No es fácil, ni tampoco frecuente, que un autor consiga desplazarnos de esa forma. Moga, sin embargo, lo consigue, en este y en los libros siguientes, que van conformando ese universo literario que mencionábamos antes. Ocurre en su siguiente poemario, La luz oída (1996). La sinestesia de su título nos avisa de algo muy característico en su obra: el lector está condenado a percibir lo que sucede a través del mayor número de sentidos posibles.

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Nos exige que seamos capaces de confundir uno y otro y alcancemos así, en la disparidad de percepciones, una experiencia extrema, inagotable. Lo que en realidad nos enseña es que debemos estar atentos, en un «estado latente de alarma», como felinos al acecho. Sólo de esa manera estaremos en disposición de distinguir la extraña armonía que alberga todo desconcierto o la inquietante uniformidad que relaciona elementos de naturaleza dispares («acaso solo en la fragmentación haya unidad», Dices). A todo se asiste en la poesía de Moga: a uno mismo y a su contrario, a la luz y a la sombra que proyecta, a lo que sucede y a su reverso, al idioma del cuerpo y a la intimidad del espíritu. La voz poética persigue y es perseguida, devora para ser también devorada. El lenguaje (tenso, vivificado, poderoso) es el mecanismo o el medio para estar en todas partes. También en lo que se esconde detrás de nuestra propia existencia. El autor disecciona hasta el límite cada hecho, lo radicaliza y conduce hasta el final, en un juego en

donde cada pieza parece relacionada entre sí, sin fastos ni estridencias. Lo figurativo y lo abstracto forman parte de un mismo escenario. Están ensamblados de una forma tan natural que incluso asusta. El poema es una cámara oscura cuya realidad es poliédrica. En sus innumerables caras reside lo visible y lo oculto, la paradoja que todo acontecimiento guarda en su interior, como «el agua pétrea/ que habita en lo invisible» («Lugar sin mí», El barro en la mirada). Debajo de ese universo todo pasa y sucede una y otra vez, transcurre hacia lo esencial o lo latente, hacia lo que subyace en cada cosa, aunque esté diluido y apenas quede de él un leve rastro. Aquí reside una de sus mejores cualidades: es capaz de sostener un edificio antes de que se derrumbe del todo y no quede ni la más mínima huella de su paso por el mundo. Sus poemas lo atrapan un minuto antes de que se extingan para siempre. Puede ser un paisaje devastado, destruido, devorado, pero es, a la vez, un territorio que logra avanzar en su inmovilidad. Que se despliega de

«EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO» Tomás Moro Últimas cartas (1532-1535) Edición de Álvaro Silva Acantilado, 2014 240 pp., 24,00 ¤

/Gabriel García-Noblejas Sánchez-Cendal/

Muchas son las virtudes de este libro y tontería querer enumerarlas, pues nos quedaríamos cortos; señalaremos solo algunas en estas líneas. La edición en sí misma es la primera. Obra de Álvaro Silva, un especialista internacional en Tomás Moro († 5 de julio de 1535), consta de varias partes: un prólogo, una selección de cartas traducidas maravillosamente bien del inglés y del latín, unas extensas notas y un índice de nombres propios. El prólogo y las notas ahondan con claridad y sin pedantería, con agradable erudición, tanto en el momento histórico como en el humano de los remitentes y destinatarios de las misivas, y son tan buenos que uno bien puede leer la obra saltando de parte a parte en un ir y venir constante, pues se comprende así mejor tanto las

cartas como los personajes que saca a escena nuestro libro. Las cartas seleccionadas abarcan el último trienio de la vida de Tomás Moro, pero datan mayoritariamente de los últimos quince meses, los más cercanos a su decapitación. Los destinatarios son varios y de varia condición (el rey Enrique VIII, Erasmo de Róterdam, Thomas Cromwell, sor Elizabeth Barton, por ejemplo), pero destaca entre ellos uno: Margaret, la hija mayor del santo y la mayor destinataria de las confesiones epistolares más íntimas y delicadas. Como los destinatarios, también los remitentes son varios. A pesar de que sea uno el principal, se han incluido aquí, con magistral ojo crítico, algunas cartas que se escribieron terceras personas entre sí sobre, digamos, «el asunto Moro», como son, por ejemplo, las que la mujer de este envió al rey Enrique o las que se cruzan dos de sus hijas. Desde la primera a la última, que nuestro protagonista dirigió a Margaret la víspera de su decapitación, se va dibujando ante el lector una historia narrada a retazos por varias voces.


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tal manera que nos invade. De ahí que un plano se superponga a otro, que un acontecimiento nos lleve hasta otro suceso aparentemente distinto. Cada elemento interviene o participa en el siguiente («Pasa un coche. Estoy vivo», poema XXX, Las horas y los labios). Al final nos encontramos con un centro en donde habita un nuevo centro, una raíz que es el origen de otra raíz diferente. Hallamos la nada, sí, pero es una nada que sucede. Haré un paréntesis, al hilo de lo expuesto. Se equivoca quien vea en la poesía de Moga un ejemplo de literatura hermética, inaccesible. Me atrevería a decir que es todo lo contrario: no es inaccesible aquello que nos permite acceder a otros mundos. Quizás no pretenda darnos una llave, sino la posibilidad de encontrarnos nuevas puertas y cerraduras, aunque no sepamos cómo abrirlas. Es, en ese sentido, una poesía fuertemente cosida a la realidad, porque la explora hasta el límite, la agota y la sacude. Leemos en un poema de El corazón, la nada (1999): «Digo «el mar es un duro animal» o «qué pronto anochece», y a lo mejor he abierto una tumba, o visto lo inexistente, bajo el resplandor del flexo. Son palabras que escribo, sólidas sombras, las que crean la verdad». Frente a una literatura que sólo atiende a lo más banal de la cotidianeidad, la obra de Moga nos propone, por el con-

He ahí otra virtud: la estructura. Se trata de un libro —las cartas— contado a varias voces. Una aria. Silencio de días o de meses. Otra aria, otra carta. Más silencio. Entre carta y carta, o, mejor dicho, de carta a carta, el lector rellena huecos y silencios. De cada epístola, el lector extrae conclusiones, deduce situaciones, vislumbra intenciones, adivina trampas, descubre ayudas solapadas e imagina el discurrir de los acontecimientos. Las misivas son las escenas clave de una historia no narrada que el lector va trabando y comprendiendo sin conectores. Comprendiendo lo invisible. Comprendiendo lo incomprensiblemente comprensible. Y comprendiendo, así, por qué. Otra virtud: las cartas son escenas de lo invisible; retratan almas. Las almas de todos: de Moro antes y después de ser encerrado en la torre de Londres, pero también de sus amigos y allegados, y de quienes lo condenan a morir. Muerte del cuerpo, no del alma. De ningún otro modo podría ser un buen libro sobre Tomás Moro sino siendo un libro sobre el espíritu, sobre el alma, pues el asunto central de su vida, es decir, su modo de muerte fue

MOGA / MORO

Se equivoca quien vea en la poesía de Moga un ejemplo de literatura hermética, inaccesible. Me atrevería a decir que es todo lo contrario: no es inaccesible aquello que nos permite acceder a otros mundos trario, una ficción que nos explica una verdad. Una mentira cuya veracidad supera lo que creemos incuestionable. La poesía, al menos la poesía que más me interesa, es ante todo inestable, porque está condenada a la caída. La función del escritor es describir lo que encuentra en ese descenso, con una mezcla de perplejidad y extrañeza. Moga se precipita hacia abajo y al hacerlo nos trasmite lo que se cruza en su camino. Más que trasmitir, se diluye en lo que observa. No le basta sólo con mirar, sino con fundirse en la mirada, algo que le acerca a otros muchos seres, semejantes y opuestos («Encuentro un verbo entre las sábanas: nació en el sueño y fue hostil […] Los otros que me habitan regresan a su ausencia», poema I, Las horas y los labios). Si sus poemas nos expanden como lectores, es por su forma de identificarse con lo que le rodea. La voz poética no habla del otro, es el otro. La literatura se vuelve entonces un lugar de encuentro radical, quizás el más

Eduardo Moga

intenso que existe. Moga lo desplaza hasta el extremo, como un yo que contiene multitudes. Sabe que él es, tan sólo, un «punto que se pierde/ en la insignificante sucesión/ de puntos» que le forman. Un proceso de despersonalización que le permite observarse a sí mismo y al resto de sombras con los que se reúne. Se convierte en alguien desgajado, dividido, fracturado, pero precisamente por esa capacidad de

He ahí otra virtud: la estructura. Se trata de un libro —las cartas— contado a varias voces. Una aria. Silencio de días o de meses. Otra aria, otra carta. Más silencio

Tomás Moro

un asunto del alma. El político espiritual. El político que decidía mirando antes al Señor del cielo que a la Ley del rey. Su modo de muerte. Cuando el católico rey Enrique VIII quiso cambiar de esposa, pidió a las personalidades del reino que firmaran un juramento para refrendar sus intenciones. Jurar significaba aceptarlas, darlas por buenas, aprobar el divorcio del rey y la conversión de este, además, en la nueva cabeza de la

Iglesia de Inglaterra, arrebatando al papa tal dignidad. Un rey laico, no un hombre de religión, dirigiría la Iglesia de Inglaterra, reino que —conviene recordarlo— había sido fiel a Roma ya durante varios siglos. Tomás Moro perdió la cabeza por no firmar tal documento. Salvo algunos monjes, casi todo el mundo firmó en Inglaterra. Moro jamás explicó por qué él no. Y toda explicación consistió en decir que no podía, porque se interponía su conciencia. Nunca criticó a quien firmaba. Nunca incitó a no firmar. Nunca atacó al rey por lo que pretendía hacer. Solo guardó silencio y quiso apartarse de la corte, la política y el mundo. Fue fiel a su conciencia hasta el final. La conciencia: la voz de Dios en el corazón. ¿Te imaginas, lector, a Rajoy, a Zapatero, a cualquier presidente de Gobierno (tal cargo tuvo Moro) perdiendo la cabeza con alegría y serenidad por ser fiel hasta el extremo a su conciencia? Otra virtud del libro: ¿te los imaginas —inténtalo— perdiéndolo todo, cargo, casa, bienes, poder, cuentas bancarias, por ser

elcuaderno 29 multiplicación la fragilidad se hace fuerte, se intensifica («El día se disloca: se perfecciona», poema XIV, Bajo la piel, los días). La levedad se robustece. Se trata, por emplear sus propias palabra, del «poder cicatrizador de lo ramificante». De buscar, en fin, lo que de permanente hay en toda acción fugitiva. Como escribe en uno de los poemas de Insumisión, «el antagonismo fortifica». Identidad y lenguaje, esos son dos de los ejes que vertebran buena parte de la obra de Eduardo Moga. Su poesía indaga constantemente en la relación del yo y su entorno, así como en su forma de comunicarse con él. Por eso sus libros siempre nos parecen un libro distinto. Por eso también nunca acabemos de extraer completamente lo que da de sí una obra como la suya. Moga escribe para vivir más, porque sabe que la imaginación proporciona una mayor realidad a la realidad misma. Artísticamente hablando, quizás no haya nada que supere ese punto de partida. De ahí que su universo literario sea también el nuestro. Sabernos dentro, o aproximarnos al menos, nos genera una satisfacción inigualable. ¢

honestos hasta el fin? Yo, no. Pero no tanto porque los vea flojos de aguante, que también, sino porque creo que no creen en nada. Nada por lo que merezca la pena dar la vida, quiero decir. Otra virtud de este libro: la vida. Ningún personaje es un personaje. Tomás Moro era un hombre de carne y hueso. Como tú y como yo. ¿No? Un hombre que tenía paz de espíritu estando al borde de su muerte, que tenía fe en la bondad infinita del Hacedor del universo y los destinos de los hombres a pesar de que pareciera el suyo notablemente adverso, que tenía una infinita humildad en ese estado de permanente silencio con el Poder Político y Judicial y de vivo diálogo con el Absoluto, y valor para perder la vida transitoria y el cuerpo de barro y así ganar la vida eterna del alma de luz, y fortaleza para no vender su alma por contentar al jefe, a un rey que inaugura, o casi, el absolutismo moderno. Y honestidad, honestidad ante el hacha que no pone fin a nada sino que da principio a todo. Paz de espíritu, fe, humildad, honestidad, valor. Leer este libro nos hace querer ser un poco mejor persona. En el cadalso, tras haberle dado una moneda al verdugo recomendándole que hiciera un buen trabajo, acaso pensó, como hiciera María Estuardo en idéntica coyuntura, «En mi fin está mi principio». ¢


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elcuaderno

CAUSA ABIERTA

El crimen de la escritura Joaquín Álvarez Barrientos El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas Abada Editores, 2014 450 pp., 24 ¤

/Elena de Lorenzo Álvarez/

estas categorías fronterizas, que permite percibir los distintos ropajes con que se disfrazan según los tiempos, y también la pervivencia de un puñado de actitudes y modos comunes. La obra abarca mixtificaciones desde la catalanista Curial e Güelfa que dio a conocer Milá y Fontanals, a las falsas citas de Antonio de Guevara —«el obispo es un narrador travestido de historiador apócrifo»— y las exitosas continuaciones cervantinas; o aborda la creación de heterónimos desde Tomé de Burguillos y Melchor Díaz de Toledo para desembocar en la invención del Sabino Ordás de Aparicio, Mateo Díez y Merino. En una obra de este alcance, cada lector preferirá uno u otro episodio de esta historia de impostura, juego y superchería. Pero quizá pocos episodios puedan mostrar todos los flancos desde los que se propone aquí leer las obras como el capítulo dedicado al Fragmentum Petronii de José Marchena (Basilea, 1800), editado por el propio Álvarez Barrientos (Espuela de Plata, 2007). Aquel fragmento del Satiricón de Petronio que el erudito exiliado y siempre relegado de la República de las Letras hizo imprimir por un supuesto célebre doctor en Teología llamado Lallemand cuestionaba el método filológico germano de unos pares que tardaron en desfacer el entuerto y lo refrendaba como el buen latinista que era. Por otro lado, es buena muestra de la festiva sociabilidad literaria de un siglo que también concebía la literatura como un juego: el fragmento de Petronio y las notas de Lallemand eran fruto del tiempo entretenido por Marchena y algunos oficiales del ejército recluidos, literalmente, en los cuarteles de invierno.

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Las falsificaciones literarias ocupan un lugar muy secundario en la historia de la cultura: cuando se saben espurias, quedan estigmatizadas por su falsa paternidad y son criminalizadas y relegadas del canon. A reflexionar sobre si esto es de justicia, poética si se quiere, obliga Joaquín Álvarez Barrientos en El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas. El autor subraya cómo, en cierto modo, en el hijo se castiga al padre: el destierro de la obra al limbo cultural es la reacción de un orden que se siente traicionado por quien ha roto el pacto de confianza entre el escritor y el lector. Lógica consecuencia de esta visión es lo que esta obra reivindica: una lectura libre de prejuicios morales que, capaz de olvidar el carácter vicario de las falsificaciones ­—su pecado original—, las valore como creación literaria en función de parámetros estéticos, históricos o culturales; reivindica, a fin de cuentas, su reincorporación a la historia de la literatura y la cultura, en la serie que les corresponda. Que sepamos que Los poemas de Ossián son la impostura de un autor deseoso de renombre y beneficios económicos no invalida su calidad literaria, ni borra su influencia en la

estética europea, ni nos impide leerlos como legitimación política de la identidad escocesa. Por eso tuvieron y tienen su público, al que preocupa más bien poco, y seguramente con razón, que los expertos dictaminaran su falsía y delataran a Macpherson; por eso son una obra fundamental, no de la cultura celta, pero sí de la Europa dieciochesca. Pese a ser un campo fructífero y sugerente, este de las falsificaciones literarias no ha sido tema demasiado transitado en España. Un poco al modo de Las falsificaciones de la historia de España de Julio Caro Baroja, esta historia ofrece precisamente lo que echábamos en falta en Falsarios y críticos. Creatividad e impostura en la tradición occidental de Anthony Grafton (1990; Crítica, 2001): los casos españoles. Estos casos son variados porque, como señala Álvarez Barrientos, «no son las mismas categorías, aunque a veces se solapen, el plagio, la contrahechura, el fraude, la falsificación, el apócrifo, el pastiche, lo espurio, ni tampoco heterónimo ni seudónimo» (p. 25). Y a veces se solapan y mucho, porque el propio concepto de falso cultural, como se señala reiteradamente en la obra, cambia con el tiempo. Del mismo modo que a la hora de producirlos hay un antes y un después de la invención de la imprenta, a la hora de concebirlos y juzgarlos, hay un antes y un después de los derechos de autor y la propiedad intelectual que se esbozan en el siglo xviii. De ahí el interés, y la dificultad, del recorrido diacrónico por

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Por último, como en el diccionario de Pierre Bayle, que de hecho parece ser una de las fuentes, importan para la historia de la cultura del siglo xviii más las notas del supuesto filólogo que el falso fragmento: seis notas que, a modo de caballo de Troya, se amparaban en Petronio y presentaban bajo el disfraz de la erudición histórica y las citas clásicas un mensaje profundamente anticlerical, provocador y licencioso, que reivindicaba, frente a la castidad o la continencia, la libertad y el disfrute sexual, la masturbación, a las alcahuetas y cortesanas o la homosexualidad: «La religión cristiana prohibió rigurosamente este amor, los teólogos lo colocaron entre los pecados

Pese a ser un campo fructífero y sugerente, este de las falsificaciones literarias no ha sido tema demasiado transitado en España que ofendían directamente al Espíritu Santo. Yo no tengo el honor de saber exactamente por qué se irrita con esto más que con otra cosa; sin duda tiene sus razones. Se ha señalado que son los mismos sacerdotes del Señor, y sobre todo los monjes, quienes ejercen más generalmente esta profesión entre nosotros» (p. 224). Por todo ello, que el texto sea un falso de Petronio y que el editor sea apócrifo no impide que sea abordada como obra auténtica de Marchena, que la impostura sea leída como una prueba del nueve de cómo el neoclasicismo mira y se sirve de la Antigüedad, que sus notas sean analizadas como parte el ensayo ilustrado y que sea un texto fundamental para reconstruir, no ya la historia de las falsificaciones españolas, sino la historia de la sexualidad, el anticlericalismo o el materialismo en España. Esta historia de los falsos españoles tiene mucho que ver no ya con los textos, sino con la indagación y la pesquisa del contexto del engaño: conocer al autor, el móvil de su impostura, los medios de que se sirvió, quién cayó en la trampa y quién y cómo destapó el asunto. Hay aquí muchos culpables, muchos medios y muchas víctimas, pero sobre todo muchos móviles: desde el mero pane lucrando de quien fragua un fraude, al patriotismo de campanario, pasando por el gesto festivo, y a veces despectivo, de quien desde los márgenes desafía el orden académico y cultural. Por eso El crimen de la escritura gira en torno al crimen y a la historia de la investigación del crimen, como toda buena novela policíaca. ¢


La melancolía del detective

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/Juan Carlos Gea/

Los que hayan pasado ya la cincuentena recordarán aquellas cajitas con un puñado de recortes de película de celuloide que, acompañadas de un rudimentario visor de plástico, se vendían por dos perras en los puestos de baratijas. Eran virutas de la salas de montaje, fotogramas aleatorios y casi por completo indescifrables de películas sin referencia; pero producía un extraño placer elevar al trasluz, uno a uno, aquellos fragmentos a la espera del vislumbre de un cowboy o un Maciste de péplum, de cualquier esquirla de información que permitiese conjeturar un relato en el que engarzarla. Algo a menudo imposible. Era mucho más sencillo ante los paneles con fotos fijas que atestaban los vestíbulos de los cines. Al menos, eran bien visibles y sus imágenes sí contenían —o eso suponíamos— información significativa para suplir con historias posibles el contenido de películas en cartel a las que los críos no teníamos acceso, o de otras que jamás se proyectaron y jamás se proyectarían. Montarse películas era entonces exactamente jugar ese juego. Es el mismo que, llevado al extremo con minuciosa deliberación y técnica

EXPOSICIÓN

apabullante, propone Tim Parchikov el cine a su origen mismo. Y de paso, en Suspense: una caja de fotogramas evidenciar la tensión no solo hacia la gigantescos para excitar la imagina- significación en general, sino muy esción del espectador e invitarle a que pecíficamente hacia la ficción, que se se monte su película. Salvo que, en este genera en cualquier situación u objecaso, la película como tal no existe. El to por el mero hecho de ser fotografiajoven fotógrafo moscovita agrupa en do. La expresión cinematográfica foto esta serie realizada entre 2005 y 2010, fija es una redundancia porque toda aunque abierta todavía, algo más de foto fija por sí misma un momento 50 instantáneas, tomadas en esce- de una realidad en transcurso. Pero narios habitados o desiertos y por lo Parchikov parece estirar esa obviedad general nocturnos hasta el infinito, y o crepusculares de sugerir que toda fodistintas ciudades to es foto fija en ese v o ik h rc Tim Pa europeas, que debeotro sentido añarían funcionar codido: que la fijeza Suspense vilés mo falsas fotos fijas. de toda fotografía iemeyer - A N l ra u lt u C Centro En su realización el contiene una irrede marzo cineasta se ha aliado sistible potencia Hasta el 22 con el flanêur y el recinematográfica portero urbano: los (es decir, cinética recursos técnicos y retóricos del pri- y narrativa) a la espera de ser descumero se han aplicado a la sensibilidad bierta y desplegada. O, visto desde para el hallazgo casual del segundo, pe- un punto de vista más general y proro —y esta es la clave— el cineasta que fusamente argumentado mediante Parchikov es por mirada y formación la teoría y la práctica artística en las ha aceptado serlo en este caso dentro últimas décadas, que la ficción está de los límites estrictos de la fotografía. tan esencialmente vinculada a la fotoEs decir: ha renunciado al tiempo su- grafía como pasa por estarlo la verdad. cesivo del cine y restringido su volun- Seguramente, más. tad de narrar al tiempo suspendido de Pero además —suspense sobre la fotografía. Ese es un primer y esen- suspense— Parchikov utiliza los cócial sentido del título de esta serie. digos del género cinematográfico que Así, lo que Parchikov ha buscado es da título a la serie para poner en esimplantar en el documento fotográfi- cena las situaciones reales de las que co la semilla de la ficción fílmica, o bien parte. Es canónica la definición de contraer el tiempo fílmico en el tiempo suspense del gran crítico hitchcockiaabolido de la fotografía, devolviendo no Jean Douchet como «la dilatación

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• Tim Parchikov: Istambul, 2008

de un presente atrapado entre dos posibilidades contrarias en un futuro inminente», y a ella se ciñe puntualmente Tim Parchikov al emplear los ingredientes básicos de esa receta: la ambigüedad, la tensión y la expectación. Todas las situaciones que aíslan sus imágenes-en-suspensión buscan provocar en el espectador algún tipo de desasosiego basado en el desequilibro entre la aparente banalidad de lo que ve y la inquietud ante algo indefinible y más o menos ominoso que está ahí presente, pero que no se deja ver con la claridad del resto. Como en la escena de un crimen, los objetos, las personas, los escenarios se sobrecargan de sentido, transformándose en indicios, signos, señales, advertencias con un mensaje añadido que el detective debe esclarecer. Solo que aquí todavía no se ha consumado ningún crimen. Y aun así tendemos a derogar la presunción de inocencia de todo lo que vemos y, de nuevo, la primera inocencia abolida es la de la propia fotografía, que deja de ser el medio transparente que microtomiza la pura sincronía de las-cosas-como-eran, inmovilizadas en un pasado cancelado, y cambia la dirección de su flecha del tiempo, de la consumación a la expectación. Lo que contemplamos no es por tanto la última imagen de un pasado con todos sus significados a la vista, sino la primera de un [•]


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elcuaderno

Tim Parchikov

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Parchikov invierte el juego. Su mirada de detective anula la de turista. Este busca acomodo inmovilizando en forma de pasado instantáneo la evidencia de lo inhabitual: aquel remueve lo habitual para escrutar lo que se esconde debajo. O lo que se esconde después • Tim Parchikov: Camargue, 2009

[•] futuro en el que todo puede adquirir un significado completamente nuevo. Esos dos monstruosos bulldozers atrapados en la cal de una cantera de las afueras de Moscú en realidad no están fosilizados; están a punto de ponerse otra vez en movimiento. Ese hombre cuyas extremidades entrevemos a través de la ventana abierta podría no estar durmiendo. Podría, de hecho, no moverse nunca más. La luz que ilumina esa flecha de dirección junto a una carretera comarcal de la Toscana podría apagarse de golpe, ocultando para siempre un desvío oportuno, quizá providencial. Pero hay un sentido del suspense aún más subterráneo y sutil que involucra otro estado de ánimo, quizá el más subyugante de los muchos que provocan las imágenes de Parchikov. Douchet, de nuevo, apela al emblema por excelencia del suspense: la espa-

da de Damocles que, según el crítico, «exprime la más antigua de las actitudes filosóficas» y «lleva en sí misma la forma primitiva de la angustia existencial, puesto que está ligada a un sentimiento de inseguridad fundamental». Por lo general, la fotografía funciona como un paliativo de ese sentimiento. Susan Sontag describe esa función casi terapeútica a propósito de la compulsión del turista por fotografiar los lugares a los que viaja: «Si las fotografías permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura». Parchikov, una vez más, invierte el juego. Su mirada de detective anula la de turista. Este busca acomodo inmovilizando en forma de pasado instantáneo la evidencia de lo inhabitual: aquel remueve lo habitual para escrutar lo que se esconde debajo. O lo que

se esconde después. La fotografía no le sirve para apropiarse del escenario fotografiado sino para documentar lo que pueda tener de sospechoso. Pero, como viajero, tampoco tiene tiempo de convertirse en fotógrafo forense; no le es posible permanecer el tiempo suficiente para confirmar cómo se resolverá la tensión, si el cabello se romperá finalmente, si caerá la espada y lo que pasará con Damocles. En los términos existenciales que Douchet ve en el suspense, estas imágenes no dan, pues, testimonio de que se estuvo allí sino que apenas se estuvo; nunca el tiempo suficiente para saber qué hubiese pasado de haber seguido un poco más en aquel lugar. Nunca el tiempo suficiente para fotografiar el futuro. Tim Parchikov es la contrafigura James Stewart de The Rear Window: el fotógrafo forzado a estar en un mismo lugar indefinidamente, la

insistencia de la mirada que acaba por descubrir el arco completo del drama en curso, que emerge finalmente y nos hace partícipes de él. Tal podría ser la verdadera historia negra y terrible que invitan a imaginar estas poderosas fotos fijas y que las conecta a todas ellas entre sí, y quizá con el resto de todas las fotos disparadas a lo largo de la historia: una historia sobre la imposibilidad de quedarse, de resolver las expectativas. De ahí la melancolía que, más que horror o inquietud, acaban transmitiendo. Es la doble ansiedad del detective y del intérprete ante el mundo constantemente sobrecargado de señales, de historias, de esperas; la melancolía ante la narración siempre frustrada, el futuro que nos excluye, la amenaza irresuelta que justifica el suspense porque —siempre, seguro— al final hay un muerto. Aunque no siempre haya un crimen. ¢


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