El Cuaderno 79

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Primera época

elcuaderno

mil ciruelas caídas

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Tercera época Cuarto trimestre 2016

Ediciones Trea C/ María González, la Pondala, 98, nave D 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es

Segunda época

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elcuaderno 79 Jorge Ordaz

Tomás Sánchez Santiago

José Luis Cancho

Elías Moro

Manuel Rico

Esther Prieto

Sergio Chejfec

Juan Ignacio González

Juan Carlos Suñén

César Iglesias

Miguel Rojo

Eduardo Moga

Luis García Jambrina

Eli Tolaretxipi

Hipólito G. Navarro

Manuel Vilas

Pere Saborit

Miren Agur Maebe

Agustín Fernández Mallo

Luis Muñiz

Juan Carlos Márquez

Mario Perez Antolin

Agustin Vidaller

Jordi Doce

Xandru Fernández

Ana Merino

Julio Mas Alcaraz

Juan Ignacio Torres

Sergi Bellver

Daniel Salgado

José Ángel Barrueco

Pablo Lopez Carballo

Alberto R. Torices

Aitor Francos

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Ruth Llana

Milo J. Krmpotić

Miguel Floriano

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Nacer en otro tiempo. Antología de jóvenes poetas españoles

Tatiana Goransky Manuel Astur Miguel Ángel Gómez

Pedro Fano

Juan Soto Ivars

Miguel Barrero

ISSN: 2255-5722. Trimestral de cultura Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016 / 10 ¤ http://issuu.com/elcuadernocultural


TREA Ediciones Trea | C/ María González, la Pondala, 98, nave D | 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España Tel.: (34) 985 303 801 | trea@trea.es | www.trea.es

narrativa Miguel Barrero Las tierras del fin del mundo. De Oviedo a Compostela por el Camino Primitivo

Vanessa Gutiérrez La cama

Chus Fernández Paracaidistas

Miguel Barrero La existencia de Dios

Ricardo Menéndez Salmón Los caballos azules

Jorge Ordaz Diabolicón

Karin Reschke El diario de Henriette Vogel

Raoul Hausmann Hyle. Ser-sueño en España

Ricardo Labra La llave

Emiliano Fernández Prado Escenas de la guerra contra Sertorio

José Manuel Sariego Los reinos tristes de Acilina Francisco León Instante en Lucio Fontana Ángel Falcón La reconversión humana Miguel Herráez Diario de París con 26 notas a pie Luis Fernández Roces Ageón Pablo Rivero La balada del pitbull Pablo Rivero Últimos ejemplares

Fernando Poblet Tú serás Baudelaire Pepe Monteserín Tráeme pilas cuando vengas Ibrahim Aslán Turno de noche José Antonio Mases Las estancias provisionales José Ramón GonzálezRegueral La noche ancha Fulgencio Argüelles A la sombra de los abedules

Miguel Barrero Camposanto en Collioure Miguel Barrero La tinta del calamar. Mito y tragedia de Rambal Agustín Vidaller Costas perfumadas Eladio de Pablo La larga noche de bodas de Anita Ozores José Antonio Mases La cordillera


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Número 79 / Tercera época, nº4. Cuarto trimestre 2016

ISSN: 2255-5722 D. L. : As-02972/2012

Editorial

Edita Ediciones Trea, S. L. Coordinación Jaime Priede Consejo editorial Juan Cueto Miguel Barrero Álvaro Díaz Huici Jordi Doce Javier García Rodríguez Juan Carlos Gea Julio César Iglesias Elena de Lorenzo Álvarez Helios Pandiella Corrección Celeste Sánchez Martínez Diseño gráfico Pandiella y Ocio Imprime Gráficas Apel Edición digital Descarga gratuita en http://issuu.com/elcuadernocultural

© de los textos: sus autores © Ediciones Trea, S. L. Polígono Industrial de Somonte, c/ María González la Pondala, 98, nave D. 33393 Gijón Tel.: 985 303 801 / trea@trea.es www.trea.es

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Cubierta:

Pedro fano: Caminando en círculos , 2015, óleo sobre lienzo, 114 µ 46 cm

A partir de la primera semana de marzo de 2017, la edición de El Cuaderno adoptará el formato digital con plataforma propia, un proyecto ambicioso y profesional de Ediciones Trea determinado por el afán de alcanzar una difusión más rápida y amplia, que mantendrá el mismo espíritu editorial y el mismo consejo de redacción, aunque ampliando sus contenidos y adaptados al ritmo que marca una edición digital, ya que se irán renovando secuencialmente a lo largo del mes de modo que a la vuelta de 30 días el número haya cambiado completamente. Además de este edición digital, El Cuaderno contará con una edición especial impresa de periodicidad semestral. Esta edición será independiente de la digital y de carácter temático, dedicada fundamentalmente a la creación y al ensayo. A lo largo de estos seis años, El Cuaderno ha ido evolucionando y reinventándose en sucesivas etapas que han transformado su formato y su periodicidad. Desde su inicio como suplemento cultural de La Voz de Asturias, siempre tuvo la peculiaridad, frente a los demás suplementos, de ser producido y realizado de manera independiente por Ediciones Trea. Precisamente por ese motivo, El Cuaderno pudo continuar su andadura cuando, lamentablemente, el diario impreso La Voz de Asturias se vio obligado al cierre. Tras unos meses de tambaleo, pero con la solidez de una línea editorial, de un consejo editorial y de unos colaboradores que suponen el mejor patrimonio posible, El Cuaderno pasó a formar parte del diario digital Asturias24 como suplemento cultural mensual del mismo y con doble edición digital e impresa, aunque la primera se limitaba a difundir la edición impresa en streaming a través de Issuu, con posibilidad de descarga en formato PDF. Finalmente, en 2016 iniciamos una etapa independiente con periodicidad trimestral impresa y formato de 132 páginas, consolidación de un proyecto que ha resistido el azote de la crisis y las dificultades de difusión sin ceder en ninguno de sus planteamientos iniciales, aquellos que habían sido marcados como sostenedores de la línea editorial fundadora del proyecto: resistencia, pluralidad y vocación de servicio. Actualmente, estamos en vísperas de iniciar una nueva etapa de consolidación y profesionalización definitivas. El Cuaderno se difundirá bajo el dominio elcuadernocultural.es y elcuadernocultural.com con los mismos principios y enfoque de contenidos que ha mantenido desde su primer número. Lamentablemente, la situación actual de las revistas culturales impresas, incluso de los medios impresos en general, tiende a un lento declive que posiblemente no tenga marcha atrás en cuanto a su difusión se refiere. Si bien la edición semestral impresa en formato libro será nuestra pica en Flandes, porque no renunciamos a tocar el buen papel, la edición digital nos permitirá mayor versatilidad, dinamismo, actualidad y difusión. Todo ello nos anima a realizar este paso adelante con la máxima ilusión. Un desafío en el que nos volcaremos en atender y difundir la calidad que se genera en un amplio elenco de géneros culturales y que integrará también la producción cultural asturiana, con la que siempre hemos estado comprometidos, en un contexto mucho más amplio que compartirá con nuestro enfoque de la actividad cultural hispánica y universal. A ello vamos con dicha vocación de servicio.


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ÍNDICE

Número 79 / Tercera época, nº4. Cuarto trimestre 2016

N 4 Jorge Ordaz

5 José Luis Cancho

6 Manuel Rico

9 Sergio Chejfec

15 Juan Carlos Suñén

17 Miguel Rojo

19 Luis García Jambrina

21 Hipólito G. Navarro

24 Pere Saborit

25 Agustín Fernández Mallo

27 Juan Carlos Márquez

30 Agustín Villader

38 Xandru Fernández

40 Julio Mas Alcaraz

41 Sergi Bellver

47 Aitor Francos

50 Alberto R. Torices

54 Milo J. Krmpotić

59 Juan Jacinto Muñoz Rengel

62 Tatiana Goransky

65 Manuel Astur

67 Miguel Ángel Gómez

69 Juan Soto Ivars

NARRATIVA


ÍNDICE

Número 79 / Tercera época, nº4. Cuarto trimestre 2016

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P 72 Tomás Sánchez Santiago

74 Elías Moro

78 Juan Ignacio González

80 Esther Prieto

82 César Iglesias

84 Miren Agur Meabe

86 Eduardo Moga

88 Eli Tolaretxipi

90 Manuel Vilas

92 Luis Muñiz

94 Mario Pérez Antolín

96 Jordi Doce

98 Ana Merino

100 Juan Ignacio Torres

102 Daniel Salgado

104 Pablo López Carballo

106 Aitor Francos

108 Ruth Llana

110 Miguel Floriano

POESÍA

C 112 Nacer en otro tiempo

CÓMIC

E 120 Pedro Fano

ENSAYO

124 Miguel Barrero


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NARRATIVA

Jorge Ordaz Barcelona, 1946. Ha publicado los libros de relatos Celebración de la impostura (1980) y Gabinete de Ciencias Asturales (1981), en colaboración con Juan Luis Martínez; así como las novelas: Prima donna (1986), finalista del premio Herralde; Las confesiones de un bibliófago (1989); La Perla del Oriente (1993), finalista del premio Nadal 1993; Perdido edén (1998), El cazador de dinosaurios (2005), El fuego y las cenizas (2011), premio de la Crítica de Asturias, y Diabolicón (2013). «Búsquedas» forma parte del libro inédito La mariposa y el mapa.

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Búsquedas

Todo escritor debería visitar de vez en cuando, a modo de cura de humildad, las librerías de viejo. Además de encontrar ejemplares de su gusto, puede ser que encuentre algunos de sus libros a precio de saldo. Es bueno que esto pase. Significa que la vida de un libro sigue su curso habitual, y que algún día alguien lo comprará y lo leerá. Otra cosa, no tan deseable, sucede cuando uno se topa con un ejemplar de sus libros que hace un tiempo dedicó «con todo mi afecto» a un amigo. Sobre todo si el libro está nuevo, por estrenar. Entonces uno tiene el derecho a pensar que aquel tipo no era un amigo, pues ni siquiera había leído el libro. He tenido la suerte hasta el momento de no encontrarme con una situación de estas características (todo se andará), pero sí me he encontrado con libros míos dedicados por otras personas. El más curioso es un ejemplar de La Perla del Oriente que encontré en un puesto de los Encantes de Barcelona no hace mucho. La dedicatoria, que es toda una declaración de amor, dice así: «Miguel, solo pronunciar tu nombre me hace temblar todo el cuerpo. Estas sensaciones, estos sentimientos míos que no puedo expresar con palabras solo pueden significar una

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Búsquedas

cosa: te quiero. Y te necesito porque te quiero. Marta. Sant Jordi 1993. Espero que te guste». Me pregunto qué habrá sido de Miguel y de Marta. Pero teniendo en cuenta que ahora tengo yo el libro, muy bien no pudo terminar la cosa. A lo largo de los años habré visitado docenas de librerías de lance en busca de obras de Frederic Prokosch. Desde luego que mis visitas a este tipo de librerías no estaban destinadas exclusivamente a esta finalidad, pero los cierto es que raramente entraba en una de ellas sin tener en mente dicha búsqueda Solo unas pocas veces mis pesquisas tuvieron éxito, y si lo tuvieron no fue porque al preguntar al librero de turno si disponía de algún ejemplar del autor de Los asiáticos contestara afirmativamente, sino que el azar o la serendipia hicieron que al mirar las estanterías abarrotadas de volúmenes de todo tipo mi vista fuera a fijarse, como atraída por una especie de invisible imán, en un ejemplar determinado y no en otro, y que este resultase ser, por ejemplo, una novela de Prokosch que no tenía. De este modo me veo recorriendo librerías de viejo de las calles Aribau y de la Palla de Barcelona, el Mercat de Sant Antoni y los puestos más bien cutres de detrás de la Universidad, ya desparecidos. Me veo recorriendo otros ámbitos, otros lugares: el Rastro madrileño, las casetas de la Cuesta de Moyano, las ferias del Libro Antiguo y de Ocasión, los mercadillos de El Fontán y El Campillín en Oviedo… En muchos casos aún recuerdo los sitios donde adquirí tal o cual ejemplar (no tanto el cuándo, porque no tengo

por costumbre apuntar la fecha de mis adquisiciones). Así, por ejemplo, Los asiáticos (edición de 1987) lo compré en la librería Ojanguren, en Oviedo; Voces en la misma ciudad, pero en Cervantes; la edición inglesa de The Skies of Europe en una librería londinense de Charing Cross; The Conspirators en Addiman Books de Hye-on-Wye; The Assassins en The Poetry Bookshop del mismo pueblolibrería, Chosen Poems en la gigantesca Strand de Nueva York (aquí encontré varios libros de Prokosch, entre ellos una primera edición de Voices, con dedicatoria autógrafa. Como llevaba ya muchos libros seleccionados me dije que ya pasaría al día siguiente a por él. Nefasta decisión, como es sabido en esta actividad azarosa que es la caza del libro, pues al día siguiente el ejemplar de marras había volado, y alguien, más rápido y listo que yo, se lo había llevado.) Recuerdo muy bien el día que adquirí Voces. Memorias. Fue una tarde de finales de marzo de 1984. Después del trabajo en la Facultad fui a la librería Cervantes, entonces en el número 7 de la calle del Doctor Casal, en Oviedo. Entré y miré la mesa de novedades. Allí estaba, el nuevo libro de Frederic Prokosch, con el nombre del autor bien grande en la cubierta y con la reproducción del cuadro «La musa inspirando al poeta», de Henri Rousseau. Debajo del título venía este reclamo: «Una autobiografía que retrata admirablemente nuestro siglo y sus ambientes literarios y mundanos». Lo hojeé un buen rato, aunque la idea de comprarlo ya estaba tomada. Fui al mostrador y pagué por él 750 pesetas,

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Jorge Ordaz

Búsquedas

como aún viene escrito a lápiz en la esquina superior derecha de la hoja de respeto. Cuando salí de la tienda llovía. No llevaba paraguas, de modo que escondí el libro debajo de la gabardina y eché a correr hacia mi casa. Llegué empapado. Sin tiempo apenas de secarme saqué el libro de la bolsa y me puse a leer. Y no podía dejar de leerlo. Recuerdo también algunas anécdotas relacionadas con estas búsquedas, La más chocante, tal vez, fuera la que me ocurrió en una pequeña librería de viejo en Brighton (no diré el nombre). Pregunté al librero –un hombre mayor, algo encorvado, con unas cejas prominentes- si tenía algún libro de Frederic Prokosch. El hombre se quedó pensando unos segundos y a continuación me dijo que creía que sí, pero de tenerlo debía estar en el almacén. El llamado almacén era una trastienda a la que accedió tras pasar una cortina de terciopelo verde bastante sobada. Dentro, por lo que pude atisbar, había montones de libros en pilas que se elevaban desde el suelo sin orden aparente. Mientras yo me dedicaba a mirar los estantes de la librería a ver si veía algo interesante, el hombre seguía hurgando entre los rimeros de libros. Transcurrieron cinco minutos, luego otros cinco, y el hombre no salía del almacén. Yo ya no sabía si quedarme o irme. Por fin salió con una sonrisa en la boca y un librito en la mano, como diciendo: ya sabía yo que tenía algo… Satisfecho, me enseñó el libro. Cuando lo vi no supe qué pensar. Mi mente se quedó en blanco, no acertaba a decirle nada. Escuché que el librero me preguntaba si es

que ya lo tenía, pero yo seguía mirando, atónito, la cubierta del libro. Se trataba de una traducción inglesa de ¡La Mesíada, de Friedrich Klopstock! Me pregunto aún hoy en día si mi pronunciación fue tan torpe como para que entendiese Klopstock en vez de Prokosch, o si el pobre librero era duro de oído. O las dos cosas a la vez. Naturalmente, le di las gracias, le compré el ejemplar y me fui. Pero no siempre las pesquisas fueron tan chuscas. En 1986 (recuerdo bien la fecha, pues fue el verano en que cumplí cuarenta años), hallándome en París, entré por casualidad en la Librairie Stanislas Fourquier, de la calle Gay Lussac. Después de husmear un rato entre los estantes encontré, y separé, uno de los 210 ejemplares numerados de Sept fugitifs, en la edición sobre papel de hilo de LafumaNavarre, impresos por Gallimard en 1948. Al pasar por caja el dependiente –un señor de mediana edad con gafas de muchas dioptrías y guardapolvo de color gris- me dijo: —Excelente elección. Sin que tuviera tiempo de responderle añadió: —¿Sabe que conocí a monsieur Prokosch? Entró un día aquí, hace años, preguntando si disponíamos de algún ejemplar de Don Juan ou la vie de Byron, de André Maurois. Y también alguna antología de Maurice de Guérin. — ¿Y tuvo suerte? —pregunté. — Con Guérin, no; con Maurois, sí.

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José Luis Cancho Valladolid, 1952. Ha publicado El viajero junto al mar (Dossoles, Burgos, 1999), Grietas (DVD, Barcelona, 2001), Indicios (DVD, Barcelona, 2004) y Lento proceso (papeles mínimos, Madrid, 2013). Este texto corresponde a un capítulo de Los refugios de la memoria, obra que verá la luz próximamente en papeles mínimos.

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Los refugios de la memoria Dentro de mí llevo mis rostros anteriores, Como un árbol lleva los anillos de la edad. Tomas Tranströmer

A medida que envejezco mi lengua se empobrece. Me siento en mi propia lengua como un aprendiz de una lengua extranjera. Me consuelo pensando en Beckett y en su elección del francés como lengua literaria. «Escribo en francés para empobrecer aún más mi escritura, para trabajar desde la impotencia», afirmaba Beckett. Tengo una relación confusa con las palabras, tardo en encontrar el término que busco. Ni siquiera el diccionario puede venir en mi ayuda: la mayor parte de las veces desconozco por qué letra empezar a buscar. Y lo que es casi más grave, como si hubiese retrocedido a la infancia, me asaltan dudas elementales sobre ortografía y sintaxis. Es desesperante toda esta confusión. Decididamente he empezado a perder memoria, lo que no sé evaluar es hasta qué punto. Me ha dado por pensar que mis problemas con el lenguaje están relacionados con el rechazo que siento hacia todo lo que tenga que ver con las iglesias y el arte sacro. También lo relaciono con el hecho de que hace años que no voy al cine, exactamente desde que se implantó el nuevo sistema de sonido. El ruido en las salas es atronador.


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NARRATIVA

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José Luis Cancho

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Todo esto es un poco absurdo. Cuantas más cosas he dejado de hacer (ir al cine, visitar iglesias, viajar...) menos palabras asoman a mi cabeza. Es como una condena que no solo no acaba de cumplirse con el transcurso del tiempo, sino que aumenta a medida que pasan los días. El mundo se me ha reducido a lo esencial: dormir, pasear, leer, comer… Bueno, ni siquiera de la comida hago un alarde. Simplifico los alimentos al mismo ritmo que se simplifica y estrecha mi lenguaje. No fumo, no bebo, no conduzco, no viajo. Recuerdo que hubo una época en la que sí fumaba. Fue en la cárcel, unos cigarrillos rubios sin filtro que entintaban los dedos de amarillo. En cuanto salí de prisión, abandoné el tabaco. Jamás he vuelto a fumar. Relaciono el tabaco con el hecho de estar preso. Lo de no beber tiene otra explicación, pero por mucho que uno quiera justificar esta falta de vicios, la verdad es que resulta sospechosa tanta abstinencia. «Tengo una gran desconfianza por los hombres que no fuman ni prueban un vaso de alcohol. Deben ser terriblemente viciosos», escribió Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso. El alcohol y el amor me producen dolor de cabeza. El amor es empalagoso, como un vino demasiado dulce. Mi única pasión es la indiferencia. Escribir desde la perspectiva de un muerto, ese es mi propósito. Al menos en una ocasión estuve muerto. Al igual que un judío que ha sobrevivido a la experiencia de los campos de concentración, puedo afirmar que soy un superviviente.

Manuel Rico Madrid, 1952. Es poeta, narrador y crítico literario. Licenciado en Periodismo, ha colaborado en diversos diarios y revistas (El Mundo, Cuadernos Hispanoaméricanos, Ínsula, Letra Internacional, Mercurio, Turia…). Ejerce la crítica de poesía en el suplemento Babelia, del diario El País. Es autor, entre otras obras, de los libros de poemas La densidad de los espejos (Premio Juan Ramón Jiménez de 1997), Donde nunca hubo ángeles (2003), Fugitiva ciudad (2012). Premio Internacional Miguel Hernández, y Los días extraños (2015). La mujer muerta (2000 y 2011), Los días de Eisenhower (2002) y Verano (2008), Premio Ramón Gómez de la Serna 2009 son sus últimas novelas. Es autor del ensayo Memoria, deseo y compasión (2001) sobre la poesía de Vázquez Montalbán y de los libro de viajes Por la sierra del agua (2007) y Letras viajeras (2016). Dirige la colección de poesía de Bartleby Editores y colabora con artículos de política y cultura en el diario digital Nueva Tribuna. Con Un extraño viajero ha obtenido el IX Premio Logroño de novela.

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Dos capítulos de Letras viajeras

En León, con Gamoneda y su infancia En mi particular imaginario, León está vinculado a la experiencia de mi entrada, un día de agosto de finales de los noventa, en su catedral. El verano, la luz multicolor llenando la estancia, la belleza casi provocadora de sus vidrieras… Veníamos del norte, de la Asturias limítrofe con Cantabria, habían sido días inestables, de lluvia y viento, y en León nos recibía un cielo limpio, azul intenso, y una luz inabarcable. Fue mi primer conocimiento de la milenaria urbe castellana. Con el tiempo y con nuevas visitas y, sobre todo, con la lectura de algunos libros con esa ciudad como escenario, cambió aquella primera sensación. Se hizo más poliédrica y diversa. La última visión de León me ha llegado a través del libro de un enorme poeta. No ha sido un libro de viajes. Tampoco un poemario: hablo de Un armario lleno de sombra, de nuestro premio Cervantes Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931). Son sus memorias de infancia y primera adolescencia a par-


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Manuel Rico

Dos capítulos de «Letras viajeras»

tir de los 3 años, que es cuando su familia se traslada a vivir a esa localidad. Al leerlas uno viaja a una ciudad sombría, en la que la niñez y la pubertad se construían bajo el desamparo de la guerra y de la postguerra. León de grandes nevadas, de escasez y busca, de sotanas y omnipresencia de la religión, de muros de piedra oscurecida por el musgo y el humo de las cocinas económicas de combustión precaria y de calles apenas iluminadas en las que anochecía demasiado pronto, de edificios todavía heridos de metralla, de miedo. Gamoneda realiza un duro alegato que nos contagia. El viaje aquí es caminar por calles con tiendas de tejidos, entrar en tiendas de ultramarinos donde la gente habla de habitaciones realquiladas y viviendas compartidas donde se hacinan familias enteras. Es adentrarse por El Crucero, una zona hoy absorbida por la ciudad pero que entonces, en el libro del poeta, todavía era extrarradio al otro lado del río Bernesga: «Aquel barrio era entonces un espacio suburbial, en la margen derecha del Bernesga, al oeste de la ciudad en que sigo viviendo». No lejos de ese barrio se llega a la vieja estación de ferrocarril (hoy modernizada), en la que el niño Antonio quedaba fascinado por el mundo ferroviario, entonces marcado por el carbón y las humaredas y a quien acompañaban los trenes en momento decisivos del día: «Eran muy importantes para mí los trenes; esperaba el paso de algunos desde la galería», escribe. En otro pasaje se refiere a los trabajadores del ferrocarril como «empleados de Caminos de Hierro del Norte de España», una alusión no ajena al poema

que aportó el pasado año al libro colectivo En legítima defensa (Bartleby, 2014):

En Un armario lleno de sombra, el poeta nos cuenta sus viajes, sobre todo un «descabellado viaje a Oviedo» en coche, y nos percatamos de cómo el tiempo y los avances técnicos han cambiado su carácter: «Había que atravesar el tortuoso puerto de Pajares. El vehículo era un «balilla» […]. Hubo que parar varias veces. Mi madre se deshacía en vómitos». Evoca otro viaje a La Coruña, pero sobre todo, nos hace viajar por las calles y barrios de León y por el tiempo en sombra de aquellos años. En la ciudad dominan el luto y los rezos. Hay un ambiente opresivo de cotilleos y delaciones del que el niño Gamoneda huye buscando la soledad de unas afueras que todavía son campo aunque aspiran a ser ciudad: «Me pierdo en los frutales extendidos sobre la Vega —una finca extendida entre el Bernesga y los terrenos de matorral que se levantan hacia el oeste—«. En la ciudad hay huellas

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Dos capítulos de «Letras viajeras»

de los gremios del Medievo a los que se refiere sin nostalgia el poeta: el pellejero, el mielero, el panadero, el afilador, los húngaros de raza gitana que cada año llegaban con su menguado espectáculo… Hay un café cantante que se llama Lion d’Or, un nombre lleno de evocaciones. En la ciudad perdura una memoria turbia y asustada: no lejos de su casco urbano, en el aeródromo militar de la Virgen del Carmen, tenía su base la Legión Cóndor. De allí partían las escuadrillas que bombardearon Guernica sembrando dolor, destrucción y muerte sin límite. Pero el León de la infancia de Gamoneda es también la visita al mercado y el paso por sus plazas. Recuerda así aquella experiencia de la mano de su madrina: «En alguna ocasión fui con Sergia al mercado, que era doble: uno en el local cubierto de la plaza del Conde y su alrededor inmediato, y el otro, más grande, dominado por campesinos, en la explanada y soportales de la plaza Mayor. Y, como un complemento del mercado, evoca las plazas con sus singularidades: los pavos de la citada plaza Mayor, los charlatanes de la del Conde, los viejos comerciantes «que venían a León acompañando a hijos y nueras» de la plaza del Grano. Pero el León de la inmediata postguerra en que crece el poeta era represión y silencio, presos políticos y desesperanza. El hoy parador de San Marcos era un campo de concentración («el penal mayor») y la cárcel de Puerta Castillo estaba atestada. Viajemos con don Antonio a sus recuerdos: «Los inviernos en León son muy duros. Los presos y presas

de Puerta Castillo tenían que permanecer en los patios desde la siete de la mañana hasta las siete de la tarde. En el patio de las presas, las que querían y cabían, trataban de protegerse de los hielos refugiándose en la que llamaban «la cuadra», un barracón donde se conservaban, desde fechas muy lejanas, las herramientas para los ahorcamientos». La vida, sin embargo, tenía que prevalecer. Por eso, Gamoneda nos cuenta su experiencia colegial en los agustinos, o sus visitas a la Librería Pastor, o el chocolate «que distribuían, tableta a tableta, en Casa Pachón». Y los misterios de la fisiología, y del sexo, y el acoso de clérigos y asimilados, y la humillación y el dolor infantil, y el asco…. Es decir: viajamos con él a una ciudad y un tiempo metidos en la dialéctica del crecimiento y la maduración del niño que fue en una época de impunidades, abusos y dictadura. Un armario lleno de sombra llega a su final al tiempo que lo hace la niñez de su autor. Ese final lo marca el comienzo de su experiencia laboral. En 1945, con catorce años, comienza a trabajar en el Banco Mercantil «como recadero y meritorio con muy particulares tareas añadidas; encender la calefacción, por ejemplo (el frío no se iba de León aquel año), en doble jornada que pocas veces terminaba antes de las ocho de la tarde». Después, vendría la juventud y la poesía. Pero para ese viaje me falta la alforja fundamental: un nuevo volumen de sus memorias. Quedo a la espera. Confío en que la impaciencia no me traicione.

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Aún ahora, todavía, guardo la sábana negra de mi niñez, la sábana que envolvía los sábados mi adicción a los muertos y a la sombra inguinal de Pilar, primogénita del señor [Juan Ceballos, el maquinista y sordo universal, finalmente absuelto por el monóxido de carbono de Caminos de Hierro del Norte de España.

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NARRATIVA

Manuel Rico

En la Peña de Francia, con Unamuno

Número 79 / Tercera época, nº 3. Cuarto trimestre 2016

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Don Miguel de Unamuno, viajero inagotable (lo estamos viendo en este libro, en el que en varias ocasiones hemos viajado por su obra), era amigo de la soledad de las montañas, de los lugares jamás visitados o visitados solo ocasionalmente. En su libro Andanzas y visiones españolas nos cuenta una excursión a la Peña de Francia, un promontorio situado en plena Sierra del mismo nombre que se mira en las tierras de Extremadura de un lado y en la Castilla salmantina de otro. Antes, Unamuno había pasado por Las Hurdes y tal vez la dura experiencia hurdana tuviera mucho que ver con el motivo último de la excursión a la Peña. Don Miguel escribe: «Para descansar de las visiones de miserias de los barrancos hurdanos, para digerirlas más bien, ¿qué mejor sino la cumbre de la Peña de Francia, al abrigo del venerado Santuario?». Y convencido de ello, paso a paso, se dirige allá arriba con la clara intención de «hacer provisión de sol y de aire y de reposo». Unamuno busca la soledad, la quietud, medita sobre el paso del tiempo y sobre las servidumbres de una vida urbana que todavía está lejos de ser la que se viviría décadas después pero que ya entonces, en el verano de 1913, le perturba. El poeta ha llegado a la cumbre y mira en derredor. Nos dice que detrás del intrincado bosque de montañas de Las Hurdes ve, a lo lejos, el llano de Extremadura, y que, del lado del norte puede vislumbrar «este mi campo de Sa-

lamanca, este dorado campo de mis ensueños de otoño». Y si se sitúa de «cara a la ciudad», intuye a lo lejos la sierra de Béjar, el Calvitero y, más acá, el río Francia y abajo, más cerca, San Martín del Castañar, «con las ruinas de su castillo cubiertas en parte por el manto verde de la yedra». El escritor no renuncia a la fantasía y se imagina bajando, en vuelo, hacia cada uno de los pueblecitos que se ven desde la altura, y evoca el tiempo de esplendor de unos castillos que ya son ruinas que «habitaron acaso señores cuando los señores vivían en el campo». Es un hombre leído y parece tener nostalgia de un tiempo que no vivió pero que ha llegado hasta él desde los libros de historia y a través de la literatura de distintas épocas. Allí, en la Peña de Francia, viendo a lo lejos los restos del castillo de San Martín del Castañar, no es difícil que su imaginación se funda con el raciocinio y dé lugar a la meditación: «Los castillos de Castilla», escribe, «están vacíos, y los nietos de los que los levantaron no es que no los habiten, es que los dejan arruinarse y abatirse a tierra. A le mejor –a lo mejor peor- sirven sus piedras para hacer cercas». Pero el poeta acaba acotando la perspectiva para detenerse en la existencia de un pueblo cercano, «detrás de la loma», un pueblo lleno de encanto. Ve los contornos borrosos de los tejados, la torre de la iglesia, pero sobre todo pone a funcionar la imaginación: «Y cerrando los ojos veo las negras calles de La Alberca, los balconajes de madera, los aleros voladizos de sus casas».

Manuel Rico

Dos capítulos de «Letras viajeras»

El lector/viajero diría que Unamuno se ha olvidado de los seres que pueblan esos lugares, que sólo le interesa su propia vivencia de la soledad espiritual y los elementos estáticos que contempla. Sin embargo, en la descripción de las calles imaginadas de La Alberca humaniza el paisaje, añade a casas y tejados y soportales «las mujeres sentadas en el umbral de las puertas y los niños jugando en la calle, y allí, en la fuente, una moza llenando el cántaro. Y corre la vida como el agua de un arroyo que baja de la cumbre entre guijarrales», escribe. Y, a la par que escribe, recuerda otras experiencias viajeras a la Peña de Francia y nos habla de un amanecer en que se levantó y vio desde arriba un «mar de nieblas» cubriendo la llanada y en el que descollaban algunas colinas «como islotes» mientras por algunos desgarrones imprevistos asomaba el verde de las arboledas. En esa descripción, tocada por el barniz poético que de vez en cuando Unamuno se permite mostrar, encontramos una palabra que yo creía desaparecida de nuestra lengua: añublo, añublar…. Voy al diccionario de la Real Academia de la Lengua y me aclara lo que ya sospechaba: «Dicho del cielo: cubrirse de nubes». Así nos lo dice Don Miguel: «Se añubla el alma, como el trigo, bajo la niebla que forma el vaho de nuestras mismas concupiscencias». Como la vista, cuando es ayudada por la imaginación, no encuentra límites, Unamuno es capaz de advertir desde la cumbre otra sierra, aquella que desde Ávila se va adentrando en Extremadura: «Allá, lejos, tras la enorme parva del

Calvitero, asoman los dientes de la sierra de Gredos, cual mordiendo al cielo». En todo viaje hay siempre un final. Unamuno piensa en la ciudad lejana, un lugar que es el reverso de lo que está viviendo en la Peña y en su Santuario y en el que el tiempo discurre de un modo más abrupto: «allí caen las horas con ruido, como la lluvia sobre el empavesado de sus calles, sobre las losas estériles». Tras cavilar sobre ello, se deja vencer por la inminencia de lo irremediable y se dispone a volver, a dejar la montaña y sus rocas milenarias hasta despedirse de ellas del siguiente modo: «Hay que bajar de la cumbre, dejando a los buitres que se ciernan sobre ella. Dentro de unos meses la veré a lo lejos cubierta de nieve». Pero para entonces habrá muerto el verano y el otoño abandonado sus ropas y don Miguel probablemente se refugie en la lectura junto a la estufa de una vieja casa campesina mientras el invierno blanquea la Peña de Francia.

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Sergio Chejfec Buenos Aires, 1956. Entre 1990 y 2005 vivió en Caracas y desde entonces reside en Nueva York. Ha publicado las novelas: Lenta biografía (1990), Moral (1990), El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (que contó con el apoyo de la beca Guggenheim, 2004), Baroni: un viaje (2007; Candaya, 2010), Mis dos mundos (Candaya, 2008) y La experiencia dramática (2012, Candaya 2013). ¶ Es autor también del libro de cuentos Modo linterna (2013, Candaya 2014), de los libros de poemas: Tres poemas y una merced(2002) y Gallos y huesos (2003), y del libro de ensayos El punto vacilante (2005). En el libro colectivo Sergio Chejfec. Trayectorias de una escritura (Edición de Dianna C. Niebyski), quince autores de diferentes nacionalidades analizan la totalidad de su obra. ¶ Su obra narrativa —traducida al inglés, francés, alemán, portugués y hebreo— ha sido analizada y reivindicada por prestigiosos críticos y escritores.

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[Relato incluido en Modo linterna, Candaya, 2016]

Entonces llegué a Caracas como si fuera la primera vez, pero sabiendo que ese deseo, el de la primera vez, sólo es posible cuando se regresa. Recuerdo haber sentido que algo se apagaba mientras atravesaba los accesos de la periferia. Estaba cansado de andar, era temprano de madrugada, venía rodando desde los confines, y la ciudad dormida, con ese régimen autónomo que cunde en las noches sin lluvia, o sea el pulso perfectamente audible de la naturaleza en frecuencia nocturna, aún más opulenta que durante el día, se me presentaba, la ciudad, dócil e incomprensible, hospitalaria y artera en un mismo movimiento. Lo dejado atrás, el territorio interior así llamado profundo, venía a ser lo informe y a la vez lo auténtico, siempre había funcionado de esta manera. Siempre había sido así, pensaba, en todos estos países. No obstante había algo que no me convencía en la descripción —aun cuando, lo sabía muy bien por propia experiencia, era muy fácil convencer me de cualquier cosa con el primer argumento—. ¿Lo profundo es el pasado? ¿Es lo no urbano? ¿Es la vida sin máquinas? ¿Es lo que solamente se visita?

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El auto avanzaba solitario y rodeado de sombras. Las luces encadenadas, superpuestas dada la lejanía, que en ese momento brillaban pálidas al fondo de la hondonada donde la ciudad se concentra como un enjambre —un enjambre de qué, podía preguntar, pero prefería no responderme—; esos destellos se mostraban vacilantes, o más bien amenazados, como pendientes de un error a punto de producirse. Habitar el mundo produce cansancio y melancolía, vivir empeora las cosas, y cuando notamos que nuestro sitio es impreciso y todavía más, indecidido, nos rendimos sin ilusiones ni resistencia. Dentro de la ciudad no alcancé a ver a nadie en las calles. La única actividad era la de los semáforos, que titilaban en amarillo. Hacia los costados se sucedían edificios a oscuras con muy pocas ventanas iluminadas, tras las cuales se discernían los típicos pulsos o reflejos de los televisores encendidos.

recibía una especie de pierna ortopédica, o de yeso, de manos de esos repartidores o mensajeros que visten uniforme de pantalón corto. El empleado ofrecía la pierna y con la otra mano adelantaba la planilla o aparato para registrar la entrega. Los otros observaban desde la primera ventana la escena del repartidor. El hombre murmuraba algo, aunque no se podía saber si lo hacía para sí mismo, para alguna persona que no estaba visible, o si le hablaba al loro, quien parecía prestar mayor atención. Mientras tanto el de la poltrona ex tendía los brazos para recibir la pierna, despachar al mensajero y así, uno suponía, volver a mirar por la ventana. La revista era un poco fatua. En la última página de cada número aparecían tres viñetas. Una venía sin leyenda, para que los lectores la inventaran. No se trataba de acertar con un diálogo verdadero, sino de sugerir el más divertido o inteligente —según la revista—. Por mi parte, era la primera vez que veía algo por el estilo. La viñeta premiada de esa semana transcurría en la jungla: árboles gigantes, lianas y profusa vegetación. Al pie del árbol más grande estaba Tarzán mirando hacia arriba. Miraba hacia Jane que, sentada casi en la punta de la rama más elevada, sola y con las piernas cruzadas, murmuraba algo. Jane tenía un embarazo como de nueve meses; lo indicaba su barriga —sobre todo el escueto vestido de piel de leopardo que la ceñía—. Desde aquella altura podía seguramente disfrutar de una increíble visión aérea sobre el territorio circundante.

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Ese paisaje de ventanas insomnes me recordó una viñeta que había encontrado tiempo atrás en una revista. El dibujo mostraba una tupida zona de edificios durante la noche; en la oscuridad se destacaban dos ventanas iluminadas. Por una de ellas se asomaba un vecino en camiseta que parecía estar tomando aire junto a su loro, cuya jaula había puesto al costado. Los dos miraban hacia el mismo lugar. Tras la ventana del otro edificio, un segundo vecino estaba recostado sobre una poltrona. Justo en ese momento

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Fue lo que presumí, porque el ganador de la semana había propuesto estas tres palabras para el parlamento de Jane: «El tiempo vuela». ¿Era réplica o era lamento? Imaginé que se refería tanto a la inminencia del parto, después de una espera de largos meses, como a la exagerada elevación desde donde tales palabras se pronunciaban. O sea el tiempo vuela porque se escurre sin que uno se dé cuenta, como todo el mundo sabe, pero también vuela si se lo considera desde la altura, en la medida en que transcurre en cualquier lugar que uno esté. Incluso el diálogo podía sugerir que Jane, in capaz de poner en práctica las acostumbradas acrobacias debido a su condición, había encarado algún misterioso vuelo como la única manera de alcanzar la última rama. Tomé estas complejidades de la jungla como un desafío y se me dio por imaginar el diálogo más adecuado para el dibujo del loro y los dos vecinos. Entendía que debía tener relación con «La ventana indiscreta», la famosa película, ya que el trance de la pierna y el hombre en el sillón, pensé, aludía a ella. Y a la vez supuse que el loro reclamaba una participación importante, porque como testigo de lo que ocurría estaba condenado a la ambivalencia: al pertenecer a otra especie era un observador privilegiado, pero a la vez por motivos obvios no estaba en condiciones de ofrecer su versión u opinión acerca de los hechos. Pensé que si el dibujante lo había puesto allí era para que se comunicara con el amo.

Por lo tanto, muy probablemente acababa de proferir una de sus aprendidas frases de loro, que sin duda provenían más de las obsesiones del dueño que de observaciones propias. Y me dije que el loro acababa de decir una frase habitual del amo, probablemente inconveniente, referida al vecino de la poltrona. El amo hubiese preferido que el vecino no escuchara, pero no había podido evitarlo debido al silencio de la noche. De todos modos la aparición del mensajero con la pierna había dejado la voz del animal en un cono de sombras, dado que el de la poltrona se había distraído momentáneamente, o había encontrado la coartada perfecta para hacer como que no había escuchado. Y ahora el dueño regañaba al loro por su imprudencia. Mientras avanzaba entre las solitarias calles caraqueñas pensé: «¿Qué podía estar diciendo el dueño del loro?». Lo pensaba porque aún no había dado con una frase que me conformara; era un enigma que regresaba cada tanto. El paisaje de edificios a oscuras y esporádicas ventanas iluminadas era muy semejante al de la viñeta, debía encontrar alguna inspiración en ello, me dije. Y sin embargo nada se me ocurría. A lo sumo llegaba a fórmulas sin gran consistencia, último recurso de mi flaca imaginación, pero que a la vez encontraba sabias y, a su modo, inteligentes, cosa que en secreto me enorgullecía. Por ejemplo, se me ocurrió que el hombre le dijera a su loro: «Te dije que no lo saludaras». Me parecía un probable intento de falsear el comentario ofensivo del animal, haciéndole pensar al

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vecino que el loro no había soltado lo que claramente había dicho. Al rato el viaje había por fin terminado y me encontraba esperando la llegada del ascensor. Mi edificio pertenecía a una familia de torres que por entonces crecían como hongos por los barrios medianos de la ciudad, la familia «Jardín». Este se llamaba «Jardín de Los Ruices», nombre que resultaba cómico porque estaba en las antípodas de cualquier sentido recto o figurado de la palabra: una mole vertical de hormigón, mosaicos grisáceos y paredes de envejecido color rosa, todo deprimente pese a que había sido construido tan solo un par de años atrás. Subir hasta el piso 13 era el ascenso que precede al calvario, nunca quería llegar a mi apartamento, pero siempre, como en esta circunstancia, acabaría llegando. Y sabía lo que ocurriría: apenas abriera la puerta el ruido de la calle me azotaría como un viento caliente y brutal. Las ventanas daban a una avenida troncal que a esa altura toma forma de elevado, como llaman en Caracas a los puentes urbanos: la calzada subía para sortear el cruce con otra calle de mucho tráfico, la Avenida Principal de Los Ruices. Y la batahola empeoraba por la marcha forzada de autos y buses, y por los frenazos y topetazos que se producían después, en las bajadas, cuando por motivos desconocidos perdían el control con demasiada frecuencia. El único sitio del departamento donde el ruido no llegaba era el baño, aunque una vibración que viajaba por las

paredes parecía secuela inevitable de los temblores del ele vado. A veces, encerrado en el baño, me consolaba pensando que esa cabina aislada, casi un búnker a nivel tan aéreo, una máquina inmóvil o sencillamente un refugio, desde donde, a veces, podía otear desde la altura, representaba el único privilegio que me había sido concedido. Pero no por eso, por el capricho de gozar de un privilegio, sino por el aislamiento que ofrecía, pasaba largos ratos en el baño, llegada cierta época paulatinamente un poco más cada día, baño estrecho, pero en el que había conseguido acomodar varias cosas necesarias para convertirlo en un refugio más funcional y así gozar de más autonomía. El único inconveniente era que parecía lindar con el baño del apartamento vecino, donde vivían dos hombres, uno de ellos invisible. Esto puede sonar fantasioso y difícil de creer, pero ha si do rigurosamente cierto. De toda la gente conocida, duran te el largo periodo en que viví en ese lugar, la urbanización Los Ruices, nadie me creyó. Algunos lo tomaban como una broma y otros me miraban sin entender. Conocían mis extenuantes quejas contra la avenida y el elevado, y acaso pensaban que había decidido contarles un chiste demasiado elíptico o que ya estaba definitivamente trastornado.

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La excepción fue Rafaela Baroni, cuya reacción espontánea fue preguntar si me había comunicado de algún modo con el vecino invisible.


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Estábamos en Tapa-Tapa, en las afueras de Maracay. En ese momento la dueña de casa, una comadre de Rafaela, se había retirado a atender asuntos de familia, el llamado de una hermana o cuñada, no recuerdo, o el de algún hijo que vivía por ejemplo en Paraguaná. Su casa era uno de esos lugares que de un modo intrigante exteriorizan el mundo, todo lo que está afuera es de pronto subalterno y hasta ilusorio, porque si bien esa casa no era más grande que cualquier vivienda normal, era el jardín posterior, que parecía escondido en las profundidades vírgenes del territorio, desd e donde se irradiaba la fuerza que empujaba hacia más allá lo circundante. Mientras la comadre estuvo ausente, entre Baroni y yo se produjo uno de los silencios más empáticos que haya vi vido nunca. Enseguida voy a referir los detalles, por ahora digo que influido por su presencia recordé en ese momento un episodio de la semana anterior, en mi edificio. El recuerdo me llevó a decir frente a Rafaela —lo menciono así porque en realidad fue como si hubiese pensado en voz alta—, me llevó a decir que un vecino mío era invisible. Le expliqué a Rafaela que los dos habíamos compartido el ascensor como en muchas otras ocasiones, aunque en este caso sin hablarnos; él invisible, y yo como de costumbre, visible hasta como supongo que por lo general me presento. Acoté que debido a ello había creído estar solo dentro del ascensor. Un momento después Baroni dijo, en apariencia sin dirigirse a mí, abstraída como si también estuviera sola, que

nunca había visto a nadie invisible, pero sabía de animales que a veces lo eran. A continuación pareció regresar de donde la imaginación la había llevado, y fijando sus ojos en mí quiso saber si me había comunicado con el vecino. Respondí varias veces que sí, quise parecer certero, no dejé de confirmárselo hasta que Rafaela dibujó en el aire un amplio ademán abstracto, como si quisiera saludar a alguien o espantar un insecto. Rafaela pertenece a una zona montañosa de aisladas y pequeñas fincas familiares. Al rato me dijo que alguna vez había oído hablar de un cencerro, por ejemplo, que sonaba suspendido en el aire, y de los quejidos apagados del animal que lo movía, incapaz de hacerse visible hasta para sí mismo.

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y obviamente como muestras de confianza y amistad, cosa que por supuesto me halagaba. Veía el número —no sé de qué otro modo llamarlo— de la puerta que se abre o se cierra sola; del portafolio suspendido en el aire, del ascensor con espacio pero sin lugar y donde, dada la estrechez, sólo podía subir una sola persona a la vez; para no mencionar también el truco de la voz sin cuerpo, que en mi caso no implicaba solamente asistir a los diálogos de pasillo de mis vecinos, sino también, cuando estaba solo con el invisible, significaba tener adosada una especie de voz en off. En tales ocasiones cualquiera de los dos que fuera el invisible se sentía a gusto con su papel, digamos, de relator. La voz de la descripción documental se compadecía con lo incorpóreo, con la falta de densidad, la ausencia de espesor y de imagen. Y además la invisibilidad física le daba un matiz impersonal a ese hablante en off, aun cuando aprovechara el viaje del ascensor para contarme alguna circunstancia súper privada.

Árboles y plantas nos rodeaban por los cuatro costados, y si no se tenía una impresión de amenaza era obviamente porque en ese breve rato resultaría imposible calibrar el verdadero crecimiento de lo silvestre. Pero estaba el agua, una cisterna o quebrada en algún rincón profundo del monte, desde donde ascendía el arrullo continuo, no muy definido pero bastante adormecedor, que combinado con las voces inesperadas o regulares de los animales a diferente distancia y desde distintas direcciones, producía un clima de envolvente impaciencia, de tiempo martillante. Así como, hay que reconocerlo, aquella tarde la idea de peligro parecía extranjera a cualquier circunstancia, el ambiente plácido resultaba bastante sospechoso. No obstante, Rafaela estaba como si nada, para ella todo transcurría bien y de lo más apacible. Contemplamos el ascenso de una pereza hasta la cima oculta de un árbol cercano. La operación llevó bastante rato. Merced a su gran parsimonia el animal cuestionaba cualquier noción de lentitud, noción que por otra parte aportábamos nosotros como observadores. Una prueba de ello es que suscribimos lentitud a tranquilidad, incluso a una disposición humana probablemente mantenida en secreto por esos animales. La pereza se detenía de a ratos por más tiempo que el habitual. Estos intervalos dobles le servían para girar el cuello y mirar hacia abajo, operación que también efectuaba con la mayor parsimonia, sorprendente además por lo extremado

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La comadre de Baroni vivía en Tapa-Tapa desde muchos años atrás. Al entrar yo a la casa y mostrar sorpresa frente a la exuberancia vegetal del fondo, me dijo que en el pasado todo aquello había sido todavía más selvático. Sin embargo, observé, era claro que pese al tiempo transcurrido la lucha no estaba del todo dirimida. La dueña de casa no contestó, a lo mejor tomó a mal mi comentario admirativo.

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Yo conocía el secreto, era mi prerrogativa como vecino, por eso conmigo actuaban normal —no como si fueran visibles, sino como si lo normal fuera no serlo—. Los vecinos se turnaban; solamente uno a la vez tenía el don de ser invisible —por el lapso que gustara o pudiera, per o nunca más de uno a la vez—. Quizás habría un pacto entre ellos, un convenio de alternancia como cuando dos personas se ponen de acuerdo para usar algo que no admite ser compartido. Asistí a todas las muestras o «efectos de verdad» imaginables, esa clase de trucos que aparecen en las pantallas de los cines y sirven para convencer de que se trata de personas realmente invisibles. Pero en este caso yo veía esas pruebas no como trucos preparados sino como circunstancias habituales

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del movimiento, digno de un contorsionista. Parecía obvio que no se daba vuelta por aprensión, ya que su capacidad de reacción frente a cualquier peligro hubiera sido nula. A lo mejor era un ardid del cansancio, el simple deseo de mirar el camino hecho o quizá, más convincentemente, el intento de diluir el compás del ascenso, lento pero al fi n y al cabo uniforme como para pasar desapercibido. Me pareció que la regularidad podía ser una amenaza para este animal, por eso le preocupaba durar, y que cualquier avance, por simulado que fuera, lo condenaba al peligro físico y, en un sentido más abstracto, digamos, a la fugacidad psicológica o moral. Pero sobre todo impresionaba esa conjunción entre extrema versatilidad física —por ejemplo, tal cual recién describí, el cuello completamente doblado hacia atrás como si se tratara de un autómata— y la definitiva lentitud de todas sus acciones. Y digo acciones porque también me refiero a operaciones sin movimiento, porque era evidente que la pereza, en lo que podía interpretarse como un simple gesto de vacilación, en realidad evaluaba sin apuro las condiciones imperantes. Mientras esperaba el ascensor que me llevara al piso 13, pensé en las subidas y declives a bordo del auto por esa accidentada geografía. Y también pensé en los sinuosos tramos, algunos de ellos especialmente panorámicos, descubiertos tras intermina-

bles y serpenteantes recodos. Justamente yo me plegaba a tales pensamientos, pensaba con ironía, que jamás me habían conmovido ni apenas impresionado los así llamados grandes paisajes de la naturaleza. Y sin embargo era incapaz de engañarme, porque esas vistas majestuosas seguían sin conmoverme. La emoción, sentía mientras esperaba el ascensor, provenía de otra circunstancia, difícil de describir, mezcla de amargo anhelo y definitiva confusión. Digamos que estaba embargado por la densidad de la experiencia. Aunque dicho de este modo parezca un poco afectado. No había hecho prácticamente nada a lo largo del día aparte de viajar, y muy poco los días anteriores, más allá de contemplar animales, estribaciones, quebradas, valles y terrazas montañosas, y de conversar obviamente con Rafaela. Nada decisivo había ocurrido, ni siquiera importante. Tampoco podía decir que regresaba con alguna enseñanza clave o con anécdotas de provecho; tampoco nada me había perturbado especialmente. Y sin embargo esperaba la llegad a del ascensor exhausto y dichoso como si hubiese vivido el momento más próximo a la felicidad más plena y me hubiese enfrentado a la realidad más densa o resistente. Es probable que el sentimiento obedeciera a circunstancias de distinto tipo. Me había ocultado varios días en las montañas y al regresar a la ciudad, dado lo avanzado de la hora y el silencio de la noche, Caracas, como siempre sucede, se había trastocado en un lugar vacío y desposeído, urgido y acosado por la naturaleza nocturna. Rumores, aro-

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mas, silencios y reverberaciones; al confundirse, los sonidos llegaban como si fueran lejanos, como advertencias de una emboscada alevosa e inocente a la vez. Y esa mezcla de cansancio físico, agotamiento mental y, digamos, percepción abstracta de la naturaleza, en Caracas, me hizo sentir como una especie de personaje de mí mismo, un héroe cultural a pequeña escala. Sentía que un pliegue diminuto, pero pliegue al fi n, del país, se me había revelado, y que el precio pagado por ello era el cansancio físico y el agotamiento nervioso. Ambos iban a pasar, obvio, pero su recuerdo quedaría desde entonces asociado a la experiencia de esa plenitud. Estaba entonces esperando el ascensor, embriagado por la ambigua sensación de ventura, sintiéndome algún tipo de personaje protagonista. Un momento después la puerta se abrió y no salió nadie. Inmediatamente supe que se trataba de alguno de mis vecinos. Sin embargo no me saludó, a lo mejor debido a la sorpresa de verme a esa hora tardía, o quizá debido a cierta vergüenza, ya que fue evidente que había dejado caer un envoltorio de papel medio sucio, sin levantarlo del piso. Sin darle importancia al asunto murmuré un saludo y subí al ascensor. Pero en el trayecto al piso 13 comencé a mirar hacia el piso. El papel era una bolsita de estraza, de esas que las panaderías de la ciudad usan para envolver los bocados que la gente compra. Tenía manchas de aceite y estaba medio estrujada, con el extremo blanco de una servilleta de papel asomando desde el interior.

Observé la bolsa, su volumen medio aplastado, definitivamente desfigurada pero sin un desgarro, y recordé el comentario de un amigo cuando, en cierto momento de una larga conversación didáctica, meses atrás, que abarcó desde el único árbol de sándalo en pie en el país hasta el arte de soltar el humo cuando se fuma cigarros, al explicarme someramente lo característico de la topografía venezolana hizo un bollo con un pedazo de papel de estraza que tenía a la mano y después lo recompuso a medias, para decirme «Así son estas tierras». La improvisada maqueta mostraba un desorden de líneas, fracturas y elevaciones, resultado según mi informante de la gran cantidad de movimientos tectónicos, como se los lla ma, desde el pasado geológico más remoto hasta la actualidad, y que él había abreviado con aquella maniobra de la propia mano. Pues bien, en la cabina del ascensor tuve un sentimiento de compasión hacia aquel papel en el piso, porque dada mi gran susceptibilidad del momento, el mencionado arrobo o sorpresa ante la «densidad de la experiencia» que me invadía producto del contacto con aquel territorio, la bolsa, si bien anodina, se me reveló como un guiño del azar: después del largo viaje, la geografía mandaba un representante inerte en forma de miniatura de sí misma. Y el hecho de haber elegido para ello a un agente invisible como mi vecino, subrayaba todavía más el carácter dirigido y personalizado de la señal: podía sentir que toda esa gran masa geográfica

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recorrida durante largas horas de alienación me recordaba y me ofrecía su reconocimiento. Ignoro si tomé la decisión de recoger el bollo; sé que a la altura del décimo piso directamente lo levanté del piso. Fue uno de esos actos irreflexivos pero certeros, que se disfrazan del aplomo o ligereza que sólo permite la inconciencia. La bolsa era un pequeño trofeo. Devaluado, sin duda, sucio también, pero al fi n y al cabo la máscara portable de un territorio poblado de enigmas que si bien no me reclamaban, me concernían. Los sábados por la mañana se instalaba un mercado ambulante en la calle trasera de mi edificio. Este sector de Los Ruices era un enjambre de edificiostorre, con cientos de departamentos en cada una. Pero hacia los costados la densidad de las edificaciones se reducía, el paisaje se amortiguaba para contener calles alargadas, grandes galpones y talleres si uno iba en una dirección, y cas as bajas, en general de colores claros y techos rojos, hacia la otra. Por esas cosas de la precisión enunciativa que muchas veces ocupa a los venezolanos, la calle del mercado abierto se llama Primera Transversal de Los Ruices. La calle siguiente es la Segunda, etc. A veces encontraba en la Primera Transversal a uno de los vecinos, el visible del día, en la cola de algún puesto esperando ser atendido, y entonces cambiábamos unas palabras sobre cualquier tema. Después, al regresar a mi casa, en el baño a salvo de los ruidos, escuchaba

tras las paredes de mosaicos la voz del mismo vecino mientras le contaba al otro que me había visto en la feria. En general, las conversaciones entre ellos se perdían entre acontecimientos sin demasiada importancia y reiteraciones —instrucciones, saludos, opiniones, exclamaciones— convertidas en cosas esenciales. Los únicos momentos para mí dramáticos, en el sentido de intrigantes, se producían cuando les tocaba decidir quién asumiría la invisibilidad. Eso podía ocurrir a cualquier hora. Asumir la invisibilidad en general resultaba para ellos una carga que no podían evadir, y creo que de haber podido transferirla a otra persona lo habrían hecho con absoluta satisfacción. En el baño, a un costado del espejo encima del lavatorio, me preguntaba si dentro de su casa el vecino invisible sería visible, o exactamente en qué circunstancia precisa y de qué forma concreta solía efectuarse el «traspaso» de la invisibilidad. ¿Había una ceremonia, aunque fuera sucinta y ya automatizada para ellos —igual a cualquier otro de los actos repetidos que se instalan en cualquier sitio— luego de tanto tiempo?; ¿eran necesarios unos preparativos, por ejemplo unas palabras, o una pócima simbólica? Y estas preguntas me llevaban a otras interrogantes —como dicen los venezolanos—: ¿El vecino invisible sufría mayor o menor cansancio físico que el visible?; ¿había un límite?; y si lo había, ¿cómo se medía? Resultaba evidente que buena parte del problema radicaba en el hecho de que eran invisibles en una época

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en que todo aquello había pasado a ser insustancial, casi irrelevante. La invisibilidad podía servir como metáfora, como posición si se quiere ideológica o como blasón existencial, hasta como actitud nerviosa, pero nunca como apelación a una singularidad ni como refutación a nada conocido. Y por eso yo en tanto vecino de ellos me enfrentaba a desafíos o contratiempos prácticos verdaderamente minúsculos, que parecía n pertenecer a un teatro de la intrascendencia, pero por otra parte absolutamente arteros en términos materiales. En esa fatal ausencia de singularidad social el vecino invisible encontraba su verdadero drama, del que se liberaba momentáneamente cuando el colega de apartamento ocupaba su lugar. De hecho, cierta mañana nuestra circunstancial conversación de pasillo terminó con lo que me pareció una queja bastante amarga contra su condición y contra el mismo mundo. «Invisibles eran los de antes», concluyó mientras se alejaba. Lo imaginé más allá de la puerta, literalmente atravesado por el bullicio del tránsito —del que yo buscaba excluirme cuanto antes en el baño—, dudando por un momento entre tomar hacia la derecha o hacia la izquierda. En ambos casos lo esperaban rampas de autos, veredas discontinuas, todo ese aire de accidental-instalado-a-perpetuidad de Caracas y que tanto me fascinaba, porque le daba una condición o apa-

riencia de ciudad inestable y a la vez muy definitiva. Inestable y definitiva hasta el fi n de los tiempos.

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Le comenté a Rafaela que en un primer momento me había asombrado conocer personalmente a alguien invisible, pero que ello implicaba ponerme a veces en su lugar. No imaginaba fácil esa vida, no sólo por las complicaciones prácticas sino, como había dicho, por la inadecuación temporal. Según mi punto de vista, la invisibilidad era en nuestra época un atributo sobre todo técnico, aunque tan contundente que se convertía en extemporáneo. Sometía al invisible a una vida efectista, propuse. Rafaela me escuchaba sin pestañear. La pereza se había perdido en la altura, la comadre se demoraba más en regresar. Antes de dejarnos había apoyado en la mesa de hormigón y piedra, que servía como núcleo logístico de su jardín y parecía reinar incólume en esa naturaleza palpitante, había dejado tres copas gigantes de jugo, como de un litro cada una. Por cortesía, ni Rafaela ni yo estábamos dispuestos a tomar de ellas antes de que volviera la dueña. Estuvimos largo rato en silencio. Supuse que para Rafaela los casos de seres invisibles se equiparaban a las historias de condenaciones; historias de fantasmas, aparecidos y almas en pena. Lo sobrenatural, digamos, para ella, podía tener un rango natural, mientras que desde mi punto de vista los seres invisibles eran deliberadamente diferentes,


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y por lo demás consideraban la invisibilidad consecuencia obligada de cierta sofisticación. Que no pudieran liberarse del mecanismo una vez adquirida la destreza —o sea, que la condena fuera posterior a la nueva condición— no cambiaba esencial mente las cosas. Acaso para desviar el curso de una conversación que le resultaba un poco árida, Rafaela quiso leerme la cédula. Después de su periodo de ceguera, varios años atrás, durante el cual se había dedicado a leer el alma y predecir el futuro palpando cráneos y rostros de quienes la consultaban, una vez recuperada la vista había adoptado como instrumento de lectura las cédulas de identidad. Yo sabía de su don, y por esas cosas de creerse uno fatalmente alejado de lo mejor que pueda ocurrir, siempre había pensado que este momento nunca llegaría; por eso no atiné a responder. Rafaela interpretó mi sorpresa como vacilación, y para animarme me dijo que no me cobraría por la lectura. Busqué en mis bolsillos y le di la cédula. Luego reclamó mi mano izquierda. Extendí el brazo y sentí el frío de las piedras incrustadas en el concreto. Casi tocaba dos de las copas de jugo, cualquier movimiento nervioso podía golpearlas. Rafaela tenía mi mano en la suya y deslizaba el otro pulgar sobre la cédula, en especial sobre la superficie de la foto como si quisiera palpar el rostro impreso en ella. Mientras tanto entrecerraba los ojos y leía en voz baja la numeración (ochenta y dos millones, etc.), a veces en orden y a veces no.

Los pájaros seguían oyéndose, lógicamente también el arrullo de las aguas escondidas y el rumor de ese mundo vegetal y autónomo. Pero no exagero si digo que por un momento todo aquello se silenció para mí, absorto frente a la concentración de Rafaela. La media sombra de la enramada protegía buena parte de su cuerpo; y el rostro, salpicado de porciones diminutas de luz, parecía una máscara dramática. En cierto momento abrió los ojos y dijo que yo era una buena persona. Viniendo de ella, no podía considerar muy individualizado su comentario. Podía estar de acuerdo en que era certero, pero Rafaela es de esas personas que encuentran el lado bueno de todo el mundo. Vi la fuerza con que se debatía sin resultado. Mi mano estaba a merced de la suya, bastante húmeda debido al trance de la lectura. La cédula brillaba en su otra mano y la so baba con insistencia, como para sacarle algún inesperado indicio que compensara, pensé, lo negativo que iba encotrando. Rafaela precisaba hablar pero no quería, como si creyera que aquello que captaba no le era dictado. Por mi parte no me animaba a interrumpirla, de tanto que esperaba sus palabras. Un momento después se detuvo y admitió que no era capaz de decir lo que había entrevisto. Soltó mi mano y regresó la cédula, también húmeda, por detrás de las copas de jugo. De a poco su cuerpo se fue relajando. Había sido una escena difícil. Lo difícil había instalado la sospecha. Yo no creía poseer un futuro más inapelable o definitivo que cualquier otro mortal, ni que mis honduras,

Sergio Chejfec

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si opacas o escabrosas, fueran inapropiadas para describir con palabras. Se me ocurrió entonces preguntarle: «¿Rafaela, ¿no puedes decir lo que has visto o sencillamente no me has visto?»

como se le pide a esas leyendas, pero había sido certera —y por lo tanto me decidí a ponerla en el recuadro donde la escena se desarrollaba—. Ese alguien que venía a ser yo, repitió entonces frente a la persona que venía a ser Rafaela, y que no respondió entonces ni después, por lo menos durante el tiempo inmóvil en que se desarrolló la escena, repitió lo siguiente: «¿No puedes decir lo que has visto, o sencillamente no me has visto?» Una vez en el apartamento, estuve tentado de usar la bolsa recogida en el ascensor a modo de máscara, aunque fuera por posar frente al espejo a ver cómo me veía. La bolsa sería el objeto ideal para ocultarse, un simulacro de pertenencia o nacionalidad, o la prueba ostensible de nuestra definitiva condición invisible. Pero no lo hice, naturalmente por temor a que no se cumpliera esta ni ninguna otra promesa; quizás en el futuro, pensé. Mientras tanto fui a apoyar la bolsa sobre un mueble como si se tratara de una de esas típicas máscaras artesanales hechas con extrema simplicidad —pero sumamente enfáticas—. Reflexioné sobre todo esto dentro del baño. Un momento más tarde, gracias a la mencionada densidad de la experiencia, que todavía duraba como los efectos de un gran trago, y pese a la confusión del cansancio físico y nervioso, me puse a escribir.

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En la madrugada, cuando en medio de esas calles solitarias recordé las viñetas, se había activado un cuadro flotante —sólo impreso en mi mente— en cuyo interior estábamos Rafaela y yo en Tapa-Tapa, como si todavía transcurriera la tarde de ese mismo día. A lo mejor, el cansancio y el delirio de la carretera me habían llevado al sueño mientras manejaba despierto. Recapitulé la historia del loro y la pierna ortopédica, la de Tarzán y su esposa, y también me vi frente a una escena en la que dos individuos, mujer y hombre, están tomados de la mano mientras una pereza sube por el tronco de un árbol de hojas grandes y esporádicas. La escena parece bastante densa en términos dramáticos, por lo menos conmovedora. Hay sobre la mesa tres copas que por su tamaño podrían ser jarrones, llenas de un líquido indiscernible. Navegaba por las sinuosas autopistas de la ciudad sin nadie a la vista. Trataba de pensar en un probable diálogo, ¿qué palabras podía predicar el dibujo? Y me dije, probablemente entre sueños, bajo las luminarias ambarinas que se iban sucediendo, que mi réplica real, bajo el yagrumo por donde subía la pereza, podía no haber sido ocurrente o divertida,

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NARRATIVA

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

Juan Carlos Suñén Madrid, 1956. Se declara incapaz de gestionarse a sí mismo, poeta por exclusión, crítico literario por inercia, profesor por necesidad, activista social por lógica, ocasional caricaturista y compositor frustrado. Vive actualmente en Magaz de Abajo, en el Bierzo, dedicado a la lectura, la relectura, la escritura y la reescritura mientras aprende a defenderse de una naturaleza poco dada al diálogo. Merecida o inmerecidamente ha obtenido los premios de poesía Rey Juan Carlos (1991), Ciudad de Melilla (1996), Francisco de Quevedo (2004) y de la Crítica de Madrid (2012). Su último libro publicado es La habitación amarilla (Bartleby, 2012).

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La habitación conserva un aire turbio, huidizo. La escoba, tras la puerta, hace un ruido de niñas curioseando. El periódico, que no cambia una coma ni de ti ni del mundo, sigue desordenado sobre la mesa, bajo la contundencia del grueso cenicero de loza. ¿Quién eres? No podría decir a qué hora exactamente se encendió la primera ventana amarilla al otro lado de la carretera, ni la siguiente, ni cuántas se encenderán y se apagarán aún o cuántos meses, años llevan muertos los muertos en el suceso pugnaz y el deseo reescrito en la noche desfigurada. Vaciar el pasado en el objeto al azar, entregar la memoria a la naturalidad de lo fortuito. Un elevado número de palabras considerando el poema, una indeterminada sucesión de veranos en la misma fotografía. La mujer que se acerca en nocturnas visiones cada vez más precisas, la duda, el tiempo muerto, el sexo. Los objetos celestes, la primavera de 1980, el otoño de 2001, la repetición, la consciencia. El puente sobre la ancha perspectiva del río, la pura perspicacia sin embargo del viaje de sus orillas. Varios de esos trabajos aborrecibles,

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En el hotel

la intuición y la lógica, la canción, las canciones. La zozobra imponiéndose a la violencia. La ilusión de la luz en el descansadero de la jauría.

la derrota una noche, y otra vez la canción, y la maestría. La maestría posando un vaso de vino sobre el rodal insistentemente borrado. La nieve, el sol, los muertos, los animales, el muro. Lo subjetivo poniéndose a salvo del contragolpe.

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Lo fatal se ha instalado como un ocelo redondo, de simplificación, ha conseguido adherirse a la ciudad como al vidrio no dando noticia alguna, y ya ni asombra ni ratifica; mordisquea la idea sin complacerla, trocea tus vocecitas sin dejar que conserve ninguna de tus versiones. Recopilo: una frase tras otra para volver al último derrotero (ahorro verdades, ese honrado comercio, lo narrativo del corazón). Acato las enumeraciones, desobedezco la cronología. Hace apenas un rato, a punto el día de desaparecer tras una intensa ráfaga de culpabilidad, me parecía mentira haber creído alguna vez que las palabras fueron buenas conmigo, que si se inmiscuían en el presente era para salvarme de lo poco de ti que resistía en las otras. Pero ahora los huesos atajan, a su manera, esa importancia autocompasiva. Morosamente ascienden hacia el timbal los huesos; roen el parche desde dentro, como viejos ladridos afantasmados. Cúpulas aceradas, señales interminables y carreteras intermitentes. El yo de la madera delatando la clandestinidad soberana del compost, el yo de la lombriz en el pico del petirrojo y enseguida la flor desabotonada hasta el mar. La suavidad del oro en su cama de arsénico. La llegada del tiempo con el amor, la derrota. Aprender a entenderse con

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Hay una vela sobre el escritorio, en una palmatoria de latón pajizo; cuando la enciendo, y apago la luz eléctrica, el techo ondea en desbandada y del sudoroso espejo de la derecha emerge, convocado por esa formalidad, un personaje y mi deformación profesional extrae de su mirada inexpresiva un ruido de polea subiendo agua, de su imaginación una camisa en un balde junto a un imponente tejo que parece atrapado, como un artista grotesco, por la intrincada acuarela que lo rodea en todas direcciones hasta desvanecerse en un anillo de gravedad. Presiento haber tomado la iniciativa en su día, haber reunido durante años alguna clase de jefatura (reviso los anaqueles si necesito una pausa, no descuelgo teléfonos, dicto café y traen café). Un instante después, el metrónomo reina en la música improvisada y ya no existe lo breve. Albedrío: pavesas en el cielo nocturno. ¡Fu! Golpeo los nudillos del whisky en la humedad de estas cuatro paredes que se declaran al pecho como piel segunda, que amenazan tomarlo para su propio relato. Vuelvo a encender la luz, vuelvo a sentir la nausea que boquea en la calle, ante la falsa neutralidad de la época.


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En el hotel

Bebo. Desde la nada desciende solicitando ser percibido el pequeño acróbata camelista; pero si pienso «pájaro» incumplo, según parece, alguno de los grandes mandamientos de la contemplación y una polilla de ropa lo suple oportunamente y protesta: baila un motivo de pólvora sobre mi larga calavera de asno. Lo que el suspiro a la idea es esta polilla al pájaro, supongo (reside en su limitación como yo en la del huésped). Se posa sobre la página que aguardaba un propósito menos accidental que el suyo, me observa con desparpajo de ninfa cosmopolita, como a un demonio demasiado grande para dar miedo. Se eleva y se extravía (desparece) evocando cierta inquietud familiar, y sé que no me interesa por más que vuelva a ser cosa en el inframundo. De este lado o del otro: entre la tumba y tú, cada vez habrá menos distracciones. Pero no bebo por eso.

Antes del fin se confía: no se incomoda en la pobreza, no se extravía en la inferioridad. Reputado creyente, reconoce a mi madre olvidando que no la quiso: por esa dádiva innecesaria permanezco a su lado a pesar del honor. Veo lo relativo de los empeños, la miga y su ostentosa fatalidad en todo a partir de aquí. No reacciono, obedezco. Nunca había sentido contra los labios un dedo (ni siquiera el de Ovidio) tan fácil de obedecer.

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Mi madre me recibe imponiéndome su silencio. Mi padre, que hablaba siempre de lo que fue (campeón de algo viril, tacaño), desde un cuerpo sujeto a la elación de la sonda, no articula palabra. Nunca se alimentó, después de todo, sino de la envidiada digestión de los otros esperando vengarse un día en su paraíso esnob. Considero ese clavo bajo este olor y el terror que lo aclara.

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El parpadeo de linterna mágica, el martilleo de la tradición sobre el hombro como una mano sincera, se mezclan con abogados y cobradores. Oigo cerrarse una puerta de condolencias con excesivo énfasis y veo pasar a mi personaje con el aspecto del hombre que ha concebido un mérito difícil. Asiento sin atender a su progreso. Ahora me ocupan sólo dos cosas: el castrense batir de la arena sobre la tapa del muerto y la certeza de que marqué algunos lugares con piedras planas en cada reanudación del carácter. No son momentos de los que vaya a desentenderme, al contrario: mantienen extendido un mantel de vendimia para tus titubeos. ¿Quién eres? Giraría sin más cuidado sobre mí mismo hasta la mejilla, y te regalaría la intimidad del prado y su veneno asombroso, belleza y duración a cambio del diminuto perfume de tus pestañas. A esa distancia del final las palabras son un estado difícil de la materia, forman pequeños visos de levadura, vibran, no están y están.

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Hubo una travesía, un comienzo distinto (en el que quizás fui feliz huyendo de la liturgia de tierra firme, de la rutina y de ti) mas no diré por ello que me arrepiento del alma o su desarraigo. ¿Posees algo más, alguna cosa mía que no aciertes a darme?, ¿o eres sólo mi voz, el eco destemplado del oleaje que codicio y declino y codicio y declino hasta ser y no ser sino vuelta cernida, ruina certificada? La razón no ha dejado de cortejar al devenir, no ceja; desde el surco a la cima se esfuerza entre los pulmones del universo, pero no sacia nunca su enorme ahogo. ¿Quién eres? La imagen nada sabe, las metáforas no resisten fuera de sí, y la moraleja se pierde en su poco calado. Pero la ausencia madruga, llena la almohada de brea, la alcoba de evidencias inconcebibles y de estocadas zigzagueantes, toda su obra es de cal. Sólo el símbolo acude puntualmente con su herramienta quirúrgica a suturar esa grieta, y es enternecedora su concentración. Hace muy bien su parte el símbolo por suerte: espera, moral y quieto, como una araña en su lugarcito.

Es una mala caída; pero el abrazo del recepcionista, más elocuente que firme, la ha evitado otras veces. Algunas cosas, señor, nacen con cada uno, empiezan a devorarlo en la misma cuna. Con los ojos aparto al considerado. Los froto con las mangas de la resaca, sacudo bajo mis párpados el escozor del abatimiento. Bajo el polvo de tiza, en el suelo cubierto por el suelo fiable, doy con la perspectiva que extravié aprendiendo.

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Me encadeno al fracaso como el buen matemático a sus incógnitas; necesito la negra boca insaciable de la voluntad con su tormenta hasta vaciarme, borrar una tras otra las apariciones de tus arterias sobre el recato de la pizarra, borrar una tras otra tus conjeturas en la esperanza que todo lo documenta.

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Algo ha precipitado el ciclorama sobre la máquina de la niebla estropeando la gracia del ejercicio aparatosamente; y aunque prosiga como si tal cosa, ya no ondeará el prestigio tras la sorpresa. Ahora soy sólo un hombre bajo el cañón de la luna. Un actor contra el muro, el pelotón contra el descampado. Es una posición que abusa de mi histrionismo, literalmente juega con el residuo de mi dignidad. Sólo observar ciertas pautas (la espalda recta, las manos orientales, el doblez triangle fold como una condecoración occidental, la mesa, la sensibilidad de una uña enguantada sobre los cantos vírgenes del mazo recién desempaquetado) me ayuda a sentirme proyección de un linaje y no residuo de un sueño. Pero aún así perturba verse privado de la tramoya. Otros, sin duda más seguros, quizás mejor dotados por la estrategia, habrían defendido la función con breves fulguraciones propias de escuela literalista, etcétera. Yo no pienso tanto en el público como en la atractiva asistente a


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medio vestir en el tocador de la trascendencia. Yo respiro en el texto sin puntuación y en el tabaco blasfemo, amo la rosa intrusa como lo mío: lacayos conspiradores, perros infieles, mapas… y el decorado a la espalda que más ofenda a la crítica. (Continuará )

Miguel Rojo Tineo, Asturias, 1957. Obtuvo el Premio Xosefa Xovellanos con su novela Asina somos nós (1989). Autor de Tienes una tristura nos güeyos que me fai mal (1989) y de Hestories d’un seductor (Memories d’un babayu) (1993), dos de los libros de narrativa más vendidos de la literatura asturiana. Ha escrito también literatura infantil y poesía. El cortometraje Xicu’l topeiru de Gonzalo Tapia está basado en uno de sus relatos y la productora Iguana Films adquirió los derechos para la gran pantalla de su novela Hestories d’un seductor. En 2005 y 2008 obtuvo el Premio de la Crítica de Asturias en Poesía y Literatura Infantil respectivamente, por sus libros LLaberintos y El viaje de Tin y Ton. Entre sus últimos títulos, destacamos El paseo /El paséu (edición bilingüe asturiano-castellano. Ediciones Seronda, 2011) y L´amor suicida (Trabe, 2015).

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Ca N’Alluny

La casa de Robert Graves tiene algo de fortaleza, quizás porque está en alto y un tanto alejada del pueblo de Deià en Mallorca, Ca n’Alluny (casa alejada), como para protegerse de lo indescifrable, con sus sólidos muros de piedra, sus formas casi cúbicas de resistencia, y esa altura de miras con la que todos los tímidos debemos cubrirnos las espaldas. Alrededor de ella, para suavizar la idea, está el jardín; un jardín que el propio Graves plantó con limoneros y naranjos de varias clases, algarrobos, higueras y almendros que, además de dar color y olor al mundo, servían para que cada mañana fuera a cortar naranjas para prepararle un zumo a su pareja la poeta Laura Riding, mujer «difícil» como confesaba el propio Robert atosigado por su fuerte personalidad que hacía que los campesinos de aquel Deià de 1929, gente sencilla y apegada a la sequedad de la tierra, acabaran creyendo que Robert Graves, aquel hombretón de casi dos metros de altura y nariz de boxeador, era su criado. Así lo confiesa él con cierta amargura. Pero con ella diseñó y levantó esta casa que tiene tanto de huida como de sueños literarios: la casa entera se pliega a


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Miguel Rojo

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esta función con un despacho para cada uno y otro más para las visitas que necesitaran trabajar; y luego, la más luminosa de todos los estancias, la única que tiene tres ventanas, para instalar la imprenta Albion que aún se conserva con sus cajas y sus plomos tipográficos, y que habían traído desde Inglaterra. «Mallorca es el paraíso si puedes resistirlo» le previno Gertrude Stein en una entrevista que tuvieron en 1929. Y, claro, varios meses después, Graves desembarcó en la isla. ¿Quién puede resistirse a conocer el paraíso y, más aún, a saber si uno está preparado para soportarlo? Camino por el jardín de la casa con sus flores y sus árboles ya cargados de fruta, subo la pequeña escalera y pienso que me va a salir a recibir el Robert Graves de pelo alborotado, el pañuelo rojo al cuello Y es que la casa se conserva prácticamente igual a como él la dejo al morir, los manuscritos sobre la mesa de trabajo, sus libros y las primeras ediciones, cuadros y enseres personales… como esa raquítica cama en el primer piso que obliga al visitante a imaginárselo con la piernas dobladas mientras su cabeza persigue al tartamudo emperador romano Claudio por las sendas de las traiciones y del poder, su «Yo, Claudio», que lo hizo famoso y lo libró definitivamente de los agobios económicos. Recuerdo que habíamos leído una entrevista en la que Robert Graves decía que en la tierra rojiza, en la roca desmenuzada que había detrás de su casa encontraba la energía necesaria para crear. Estábamos por entonces, long time

ago, en Palma de Mallorca haciendo la mili, y leímos aquella información. A mi amigo Juan y a mí no nos atraía el Robert Graves de «Yo, Claudio», ni sus estudios sobre los mitos griegos o la vida de Jesús, nos gustaba el Graves poeta, aquel que había escrito: «No hay poesía en el dinero, ni dinero en la poesía», y nos fuimos a verlo. Cogimos el autobús y nos acercamos a Deià aún no muy convencidos de atrevernos a ir a su casa. Caminando por las calles del pueblo aturdidos por la luz cegadora del verano y por las voces de los turistas, acabamos buscando un poco de sombra y tranquilidad en el cementerio que hay en lo alto del pueblo; desde allí, mientras preparábamos como estrategas novatos las líneas de nuestro ataque a la intimidad del viejo escritor, las primeras palabras que habríamos de decirle cuando nos abriera la puerta, contemplábamos aquel paisaje de altas montañas, las laderas cubiertas de olivos y al fondo, hacia el oeste, el azul limpísimo del mar. Y entonces ocurrió, cuando paseábamos por el cementerio nos llamó la atención una pequeña tumba a ras de suelo cubierta de flores, muy discreta, sin lápida alguna, en lo que parecía ser la enterramiento de un niño. Al leer el nombre garabateado con mano infantil sobre el cemento, mi amigo y yo nos miramos estupefactos, la boca abierta y una cara de gilipollas que nos duró el resto del día y varios más días y hasta ahora mismo cuando lo recuerdo:

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A la sorpresa le siguió un ataque de risa. Supongo que, en el fondo, agradecidos a la muerte por haberse adelantado unos meses a nuestra visita y no tener así que pasar por el mal trago de llamar a una casa en la que no habíamos sido invitados. Hoy, treinta y un años después, tras visitar la casa de Graves he vuelto al cementerio. La tumba sigue igual. Desde allí se puede ver, a lo lejos, alluny, su casa, las ventanas desde donde alguna vez se asomó para contemplarse a sí mismo tumbado aquí arriba bajo el vértigo de la muerte. Mi amigo que me acompañó entonces también ha muerto, como tantos otros, porque los amigos que se pierden es como si se murieran. Yo, de alguna forma, también he sufrido la muerte del tiempo pues ya nada queda de aquel joven que una vez quiso conocer a Robert Graves . Por lo demás, el día es igual de soleado que entonces, el paisaje igual de hermoso y los «guiris» continúan igual buscando la tumba del escritor de novelas históricas que siempre quiso, hasta en la muerte, ser poeta.

Robert Graves. Poeta. 24-7-1895 - 7-12-1985

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Luis García Jambrina Zamora, 1960. Ha publicado los libros de relatos Oposiciones a la morgue y otros ajustes de cuentas y Muertos, S. A., así como de los ensayos De la ebriedad a la leyenda, Claudio Rodríguez y la tradición literaria y La otra generación poética de los 50. Con El manuscrito de piedra (Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza) inició una saga novelística protagonizada por Fernando de Rojas que hasta el momento ha tenido continuidad en El manuscrito de nieve. Es, además, autor de las novelas En tierra de lobos, Bienvenida, Frau Merkel y La sombra de otro, sobre la vida de Cervantes. Su última obra es La corte de los engaños (Espasa), en la que novela el atentado sufrido por el rey Fernando de Aragón a finales de 1492.

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El último café ¡Yo ya no soy; mi canto sobrevíveme y lleva sobre el mundo la sombra de mi sombra, mi triste nada! Miguel de Unamuno A la memoria de Filomena Domínguez y de su nieta Ana Santos Payán.

Era el último día de 1936, y Salamanca había amanecido cubierta por una capa de hielo delgada y quebradiza como azúcar escarchado. En contra de lo que muchos pensaban, tras el incidente del 12 de octubre, don Miguel de Unamuno no estaba secuestrado en su propia casa. Se trataba tan sólo de un encierro parcial y voluntario. Para demostrarlo, salía todas las tardes, de tres a cuatro, a dar un pequeño paseo y a tomar un café en la plaza Mayor. Filomena era entonces una niña. Sus padres eran vecinos de don Miguel, y a ella le gustaba seguirlo, con disimulo, desde la entrada de su casa hasta la puerta del café Novelty. A Filomena le fascinaba ese anciano vestido siempre de negro y con esa barba blanca que le recordaba el algodón de azúcar que vendían en las ferias. En alguna ocasión, la niña había creído observar que a los dos los seguía, a gran distancia, un hombre gordo, con aspecto de policía despistado. Don Miguel andaba muy despacio y

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encorvado, como si le costara abrirse paso entre la niebla o le doliera atravesar el aire frío que azotaba algunas calles. Pero, cuando llegaba cerca del café, bajo los soportales de la plaza Mayor, se ponía muy erguido y entraba con paso firme en el local. Filomena seguía observándolo a través de los cristales. Sin quitarse el abrigo, el anciano se sentaba muy cerca de la cristalera que daba a la plaza. Lo hacía con actitud desafiante, sin importarle que los otros le dieran la espalda o no se atrevieran a mirarlo. Esa tarde, la última de 1936, don Miguel acudió puntual a su cita. El camarero, nada más verlo, le preparó su café con leche; después, dejó la taza en una bandeja metálica que estaba encima de la barra. Justo al lado, había un hombre sentado en un taburete. Llevaba puesto el sombrero y vestía un abrigo elegante y unos guantes de piel de cabritilla que no se había quitado. Mientras el camarero iba hacia el otro extremo de la barra, para pasar por debajo, como hacía siempre, Filomena vio cómo el hombre del abrigo elegante abría una pequeña bolsa de papel y dejaba caer un polvillo blanco en la taza de la bandeja. Filomena pensó que era azúcar, un bien escaso en esos tiempos. A ella le gustaba mucho el azúcar, pero sus padres le decían que había que tomarlo con moderación, si no quería que se le cayeran los dientes. Por fin, apareció el camarero, cogió la bandeja y se acercó a la mesa de Unamuno. Depositó la humeante taza sobre el mármol y se llevó las monedas que el escritor había apilado meticulosamente en un platillo. Era el precio justo de la consumición, ni un céntimo más.

Unamuno cogió el terrón de azúcar que había junto a la taza y empezó a quitarle el envoltorio. A punto estuvo Filomena de repicar en el cristal y decirle a don Miguel que no le echara más azúcar al café, que ya llevaba bastante. Pero no se atrevió. Seguramente, el anciano no le habría hecho caso; al fin y al cabo, era una mocosa. Tampoco creía que a esas alturas fuera a preocuparse mucho por sus dientes. De modo que observó con resignación cómo Unamuno echaba el azucarillo en el café y le daba vueltas con mucha parsimonia. Mientras lo hacía, el anciano no dejaba de mirar al hombre del abrigo elegante, que permanecía de espaldas, absorto en la lectura del periódico. No era la primera vez que Filomena lo veía por allí, siempre en el mismo sitio, con el cuello del abrigo levantado y el sombrero calado hasta las orejas. A don Miguel le gustaba tomarse el café caliente, casi de un trago. Tal vez lo hiciera con la intención de calentarse por dentro o para salir del sopor de la hora de la siesta. Después, se quedó un rato contemplando la plaza, en esos días llena de militares y falangistas que iban de un lado para otro, urgidos por las necesidades de la guerra. También había algunos niños ociosos en busca de aventuras para pasar la tarde. Cuando dieron las cuatro menos cuarto en el ronco reloj del Ayuntamiento, Unamuno se puso en pie y salió con decisión a la calle. Cruzó la plaza en diagonal, y se dirigió a su casa dando un rodeo por El Corrillo, Juan del Rey y San Benito, hasta desembocar, por Compañía, en el Palacio de Monterrey. Filomena lo seguía a distancia, parándose a cada rato

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para ver escaparates o jugar a rayuela en las resbaladizas losas de las aceras. No eran aún las cuatro, cuando Unamuno entró de nuevo en su casa. «Hasta mañana, don Miguel», dijo para sí misma Filomena. Hora y media después, moría el escritor. Desde el portal, Filomena pudo oír las voces angustiadas de María, una de sus hijas, y de Aurelia, la sirvienta. Al poco tiempo, oyó salir a su madre y ella se fue detrás. Mientras subía la escalera, su madre le pidió que esperara fuera, por si tenía que mandarla a hacer algún recado. En el rellano, olía a goma quemada. Luego supo que, cuando don Miguel se desplomó sobre la mesa camilla a la que estaba sentado, una de sus zapatillas había ido a caer en el brasero de cisco. Dentro de la casa, se sentía una gran agitación. Por la rendija de la puerta, que Aurelia había dejado entornada, pudo ver a un hombre sentado en una silla de la entrada. Las manos le cubrían la cara, y no paraba de repetir, entre sollozos, que él no había sido, que no lo había hecho, que no lo había matado. Tres negaciones que sonaron como tres aldabonazos en el silencio gélido de la tarde. En la habitación del fondo, doña María le explicaba a su madre que don Miguel había muerto de forma repentina, mientras hablaba acaloradamente del futuro de España con ese profesor de la Universidad que había ido a visitarlo. A Filomena le hubiera gustado entrar a despedirse de don Miguel, pero le entró tal congoja que no podía moverse. Esa misma tarde, comenzó a circular por Salamanca el rumor de que Unamuno había muerto envenenado. Este era

el mensaje difundido también por la emisora republicana que escuchaba su padre en la cocina. Escondida detrás de la puerta, Filomena le oyó hablar con su madre sobre la posible veracidad de tales rumores. Para algunos, el principal sospechoso era precisamente el profesor que había ido a verlo a casa. Se llamaba Bartolomé Aragón. Era un joven militante falangista, y, en alguna ocasión, lo habían visto discutir con Unamuno en la Universidad. Luego estaba el famoso incidente del 12 de octubre. Filomena se enteró, con asombro, de que don Miguel se había enfrentado a un temible general en el Paraninfo universitario, durante la celebración del Día de la Raza. Según decía su padre, a un ciudadano cualquiera lo habrían fusilado de inmediato, pero Franco era muy astuto y sólo había exigido que lo vigilaran hasta nueva orden. De hecho, la madre de Filomena había pensado que Bartolomé Aragón era uno de los encargados de cumplir esa triste tarea. Sin embargo, un hijo de Unamuno le había contado que el joven profesor admiraba sinceramente a don Miguel y que tan sólo había ido a mostrarle unos escritos y, tal vez, a intentar persuadirlo para que se convirtiera en uno de los líderes espirituales de la Falange. Por último, su padre comentó que él tampoco creía que los falangistas estuvieran interesados en matarlo. «Pero bien pudieron ser otras las manos asesinas», añadió con voz misteriosa. Fue entonces cuando Filomena recordó al hombre del abrigo elegante y los guantes de piel de cabritilla. «¡Dios mío, el azúcar!», pensó casi sin querer. Entró en su cuarto como

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El último café

un autómata, y se metió en la cama con una tremenda desazón. Tardó mucho en dormirse, y, cuando por fin lo consiguió, tuvo que padecer una terrible pesadilla. Soñó que el hombre del abrigo elegante la llamaba desde la puerta del café y le ofrecía una gran bola de algodón dulce a cambio de su silencio. El local estaba lleno de militares que la miraban y se reían sin cesar. En el rincón de la ventana, se encontraba don Miguel. El camarero había dejado sobre su mesa un platillo con un reloj de arena, sólo que, en vez de arena, tenía dentro granos de azúcar que caían a gran velocidad. Ella intentaba darle la vuelta al reloj, pero unas manos invisibles se lo impedían, hasta que al fin se despertó. Al día siguiente, fue el entierro de don Miguel. Desde uno de los balcones de su casa, Filomena veía cómo la calle de Bordadores se iba llenando de gente. Algunos acudían a rendirle un silencioso homenaje al amigo, al profesor, al escritor; a otros les movía simplemente la curiosidad; los más ruidosos pretendían, en fin, servirse de su muerte y secuestrar su cadáver, ya que en vida no habían podido ganarlo para la causa. En uno de los corrillos más próximos al portal, creyó ver, de repente, al hombre del abrigo elegante; estaba de espaldas, hablando con un militar que llevaba un parche en un ojo. Nada más verlo, Filomena tiró de la manga de la chaqueta de su padre, para llamar su atención, pero éste le rogó silencio con el dedo índice sobre los labios. Ella se puso tan nerviosa que a punto estuvo de derribar un tiesto. En ese momento, el hombre del abrigo elegante se dio la

vuelta y dirigió la vista hacia el balcón. Tenía una mirada fría y cortante como una navaja de afeitar. Era él, seguro que era él. Debía decírselo a su padre antes de que el hombre desapareciera en el tumulto de uniformes militares y camisas azules. Tiró de nuevo del brazo de su padre, para que se agachara y poder decírselo al oído. Pero, al final, no se atrevió, o, si lo hizo, no le salió la voz, o acaso sus palabras se perdieron en el tenso griterío que se había formado en la calle, cuando los falangistas les arrebataron el féretro a los representantes de la Universidad. Lo que sí se oyó fue la voz de Miguelín, el nieto de don Miguel, que gritaba asustado en el zaguán de la casa: «¡Que se llevan al abuelo, a tirarlo al río!»

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«Desde entonces no ha habido un solo día en que no haya pensado en don Miguel. Me tortura la idea de que podría haber evitado su muerte, o, al menos, haber señalado a su presunto asesino. Ahora que la mía está próxima, he querido descargar mi conciencia con usted, y contarle lo que recuerdo o creo recordar de aquella tarde en que don Miguel se tomó su último café. Al hombre del abrigo elegante no volví a verlo nunca. Es muy probable que se lo llevara el viento frío de la guerra; aunque también es posible que haya estado conviviendo entre nosotros, sin enterarnos, durante mucho tiempo. Cada vez que descubro a alguien endulzando su café, no puedo evitar un estremecimiento. Yo, por mi parte, no he vuelto a ponerle azúcar a nada: esta ha sido mi pequeña penitencia. Y eso es todo, don Luis. Si lo desea, puede usted


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utilizar esta carta para la biografía que está escribiendo sobre don Miguel. Ojalá sirva para aclarar su muerte, después de tantos años, y hacerle un poco de justicia, aquí en la tierra». Pocos días después de enviarme esta carta, murió Filomena en el hospital de la Santísima Trinidad. La noche antes, una de sus nietas me llamó para avisarme de que estaba muy grave. Yo habría querido hablar con ella, darle las gracias, preguntarle algunas cosas, pero, cuando llegué por la mañana al hospital, su cama estaba ya vacía. En la mesilla de noche, había un vaso con restos de café y un sobre de azúcar sin abrir.

Hipólito G. Navarro Huelva, 1961. Es autor de una novela, Las medusas de Niza (Premios Ciudad de Valladolid 2000 y Andalucía de la Crítica 2001), y de los libros de relatos El cielo está López (1990), Manías y melomanías mismamente (1992), El aburrimiento, Lester (1996), Los tigres albinos (2000) y Los últimos percances (2005, Premio Mario Vargas Llosa NH a mejor libro de cuentos publicado). Sus relatos, traducidos a nueve idiomas, están recogidos en numerosas antologías del género en España y Latinoamérica. La antología El pez volador (2008, Premio El Público de Narrativa), preparada por el escritor Javier Sáez de Ibarra, ofrece una cuidada selección de sus cuentos.

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Leo en el autobús. No me queda otro remedio. Pero no sólo por tener ahora esta criatura que llora de sol a sol desde que nació, no, es que me toca desde entonces pagar en largos viajes la idea feliz de cambiar una relajada existencia en el centro por la modernidad de esta urbanización, por no hablar de otros asuntos más peliagudos ya de entrada. Así es que yo ahora, lo que son las cosas, leo en el autobús. Todos los días, de lunes a viernes. Podría tal vez leer en el metro, o en los taxis, pero no, leo en el autobús, exclusivamente y por obligación. Lo del impermeable amarillo sí es por gusto, nada ni nadie me obligan a llevar semejante facha. Leo pues, vestido de amarillo, en el autobús y en ningún otro sitio. En los autobuses. Varias líneas son las que me trabajo: CR-6, 18, 7, 51, 32, en unas combinaciones que de haber empleado en la lotería otro gallo quizá me estuviese cantando ahora. El recorrido de todas y cada una de las líneas es premeditadamente barroco, el de la 51 casi rococó. No hay más que comprobarlo sobre un mapa para ver enseguida que lo mismo avanzan que retroceden,


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picoteando aquí y allá las esquinas del montón de barrios que conforman esta periferia. Y cómo contrasta este diseño de las líneas de superficie con la terca esquematización de las que escarban por debajo, con una eficacia de ratones equipados con tiralíneas. Qué odiosa rectitud, me digo siempre ante las feroces bocas del metro. La urbanización. La urbanización es una urbanización más, ninguna jauja. El trazado de las calles hasta podrían haberlo dispuesto los mismos que dibujaron las líneas del metro; si no los mismos, sí al menos algún cerebro con idéntica obsesión. Las calles y las casas son todas iguales, de tal manera iguales que aquí se le pone la cosa cuesta arriba —y parecerá un ejemplo— al alcoholismo y otros entretenimientos parecidos, pues qué borracho o soñador iba a encontrar aquí una puerta distinta a las demás. Vetadas las salidas de la poesía o del alcohol, valga pues un sustituto más civilizado, o casi, esta ocupación de leer durante horas, vestido de amarillo, en las idas y a las vueltas, siempre en autobús. La urbanización le había gustado a Clara desde siempre, pero acabó por convertirse en una verdadera obsesión cuando el embarazo, cuando no supimos negarnos a la evidencia de qué cosa tremenda sería que nos saliese el hijo con ese antojo, igual los lunares verdes de los pinos que las manchas rojizas de las fachadas de los adosados. El temor, supongo, de un embarazo a destiempo, rebasados con creces los cuarenta, casi llegando al medio siglo. Meses y meses hipotecados más que con la casa con complicadas

analíticas y ecografías, un fantasmal remolino de antojos (fresas en noviembre, Clara), pero nunca, o por lo menos muy improbables entonces, esos ojos tan depuradamente azules como el agua de las piscinas, que todavía hoy no sabemos o no quiero saber yo al menos de dónde han salido, no de los abuelos ni de los bisabuelos desde luego. Trucos de la genética, cromosomas antiguos que ahora asoman, explican los especialistas. Pudiera ser. Clara se ocupa todo el tiempo de nuestro Félix y cada día dibuja menos, por más que desde la galería le pinchen de continuo con pedidos, como si le aterrara volver al centro. Y yo he pasado de una felicidad casi quieta de lector compulsivo en el tiempo que me dejaba libre una jornada laboral de siete horas justo al lado de casa a este desquiciamiento de los transportes públicos, que me ha inflado la jornada con otras casi cuatro horas de traqueteos cuando no de insoportables esperas. A todo se acostumbra uno. Hay que saber sacarle punta a la adversidad. Ni tenemos la boyante economía de los que pueden permitirse el lujo de los taxis, ni los taxis llegan siquiera tan lejos tan temprano, algo así como si a esas horas no estuviesen ni puestas todavía las calles. Hice la prueba los primeros días, todavía luciendo Clara un bombo escandaloso, como de gemelos, y me asustó de verdad el desangramiento de billetes, el cálculo a groso modo del presupuesto que necesitaría para un mes, no digamos para un año; ni quiero pensar en las cifras, antes me empantanaría otra vez con la calculadora en el

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entretenimiento de saber cuántos cigarrillos llevo fumados hasta hoy: a 84 milímetros de largo cada uno, una cajetilla diaria treinta años, puestos en fila, qué países atraviesa la nicotina de este vicio, y otras operaciones de ese tenor; pero esos son argumentos que no vienen al caso en esta historia, los residuos del pasado cercano de mis alegrías nocturnas con los libros y la imaginación, felices irresponsabilidades vistas desde aquí y ahora. Leo en el autobús, digo. Porque además desde siempre fui un negado para eso de conducir y ahora Clara no puede llevarme cada mañana y recogerme luego. Se lo he pedido algunos días, sobre todo cuando llueve (las tormentas me dan miedo, odio llegar al trabajo como una sopa, pierdo todos los paraguas, los míos y los ajenos), pero siempre está ahí Félix, su mirada azul, dulce como pocas en el mundo, más aún para Clara, y es tan complicado... Aprovecha entonces Clara esos momentos —no se lo reprocho—, y procura convencerme para que tome el metro, guerra perdida de antemano, porque es el metro un medio de transporte que siempre he visto bien para los otros, en absoluto para mí. Aborrezco el metro, aborrezco su profundo y anónimo desparpajo, la calidad de espejo de sus ventanillas, y desde que nació Félix aborrezco secretamente sobre todo su eficacia, su velocidad. No. Prefiero, y cómo, el autobús. Leo en el autobús, en los autobuses, pues. Debo coger primero el 32, una tartana de esas que llaman lanzadera y pretende sus salidas cada tres cuartos, para acercarme a las

paradas del 7 o el 18, dos autobuses que se internan por los vericuetos del centro y dan su último resoplido neumático en la famosa plaza de Lemures, que es final del larguísimo trayecto, todavía a diez minutos andando de mi trabajo, al lado de aquella casa nuestra prepapás. Para el regreso, bien entrada la tarde, la cosa se complica, pues si bien el 18 o el 7 me dejan casi casi donde los cogí por la mañana, la lanzadera del 32 ha terminado su servicio (sólo de horas punta) y tengo que escoger entre el 51 o el CR-6, que llegan por un mismo recorrido hasta el barrio del Aldeire, para un poco más lejos bifurcarse sus caminos, ninguno de los cuales me conviene. En Aldeire tomo entonces el microbús M-14, que me deja ya a las puertas de la urbanización, bueno, siempre un poco a la derecha, enfrentado justo a la rampa para minusválidos. En total, la ida y la vuelta, si los transbordos no se tuercen, vienen a zamparse cuatro horas, página más, página menos, pues ya no relleno esas horas de minutos y segundos sino de redondas, bastardillas y negritas, los dígitos o manecillas de la letra impresa. Leo, por no decir vivo, en el autobús. Ayer, sin embargo, a la vuelta del trabajo, el libro de relatos de C. con el que llevaba unos días me la jugó buena. Se me pasaron tres paradas. Luego tuve que volver andando y llegué a las tantas, cabreado y echando pestes de los cuentos de C., por ser tan condenadamente buenos. Por eso mismo decidí dejar su libro en los estantes para otra ocasión mejor, y dedicarme desde ahora a mirar por la ventanilla del

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autobús las tantísimas vidas que pasan por las calles, que son muchas. Además tengo por otro lado el problemita de los paraguas, la estupidez de esos murciélagos tan negros. Quiero decir tenía, porque de entre tantos conflictos desde el embarazo de Clara es éste de los paraguas el único que tengo medio resuelto. Yo ya he perdido demasiados paraguas para la edad que tengo. Muchísimos. De algunos me consta que me los robaron, pero ésos no cuentan. Cuentan los otros, los que he perdido en el autobús, en el teatro, en los bares, en los taxis... Los pierdo siempre, los míos y los ajenos. Y para la edad que tengo ya está bien de perder paraguas. Quizá por eso ahora ya no gaste paraguas y vaya con este impermeable amarillo chillón a todas partes, aunque no pueda decirse que sea éste un impermeable que le vaya bien a la edad que tengo, o al menos eso dice Clara, pareces un canario, un plátano, esas asociaciones facilonas. Pero eso sí, este impermeable amarillo chillón es en el fondo el impermeable amarillo chillón que siempre quise tener, desde niño. Me gusta sobre todo la especie de boina amarillo chillón que lo acompaña, sus trazas de gurumelo, su cosa cateta, su desfachatez. Y me gustan también su tacto oloroso de caucho, la terquedad de las arrugas rectísimas que se le forman, su largura de batón, sus profundos bolsillos cuadrados. Hasta la etiqueta me gusta, para decirlo de una vez. No se me escapa sin embargo que provoco más de una sonrisa así vestido, pero qué puede importarme esa certidumbre si a la vez me estoy

asegurando de no perder jamás otro paraguas. Eso todo lo compensa, hasta la edad que tengo incluso. No es el impermeable un disfraz, aunque pueda parecerlo. Más bien todo lo contrario: es en el interior de esta prenda resbaladiza y amarilla donde mejor de últimas me reconozco, donde más a placer me encuentro (¡y lo bien que caben los libros en sus bolsillos!). Tiene únicamente ventajas: sin dejar de ser yo mismo, podría, de quererlo, ser muy otro. Eso al menos insinúan más de una vez los antiguos compañeros de Clara, la nómina al completo de la galería, con Leonardo al frente, coleta, tres pendientes en cada oreja, tan moderno en su silla de ruedas automática. —No le apetece dibujar, Félix se lleva todo el tiempo — les explico—; tampoco salir de casa, le gusta tanto esa casa. Yo sólo traslado sus mensajes, sus disculpas. En fin, conjeturas aparte, la verdad es que desde hace meses vengo siendo muy otro tanto con impermeable como sin él, aunque queda más o menos claro que prefiero con mucho este empaquetamiento. Ahora bien, me digo a veces: tantísimo amarillo debe ser la manifestación exterior de otra cosa, pero no se me alcanza aún muy bien qué clase de cosa. Guardo en mis grandísimos bolsillos el penúltimo talón que aportan los dibujos de Clara. Leonardo me despide con una sonrisa amarilla, quizá suya, tal vez reflejo de mi indumentaria. Me pongo siempre la gorra amarilla, llueva o no llueva. Y los días que llueve me cruzo a veces, tan temprano, con

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algún que otro conductor de autobús a su faena, y me alegra ver su impermeable azul idéntico al mío, también con su gorrilla, cuando nos regalamos una sonrisa de complicidad casi cofrade, gremial, en unos encuentros que deben también tener algo de raro augurio, guiños que no sé descifrar. Demasiadas carambolas ahora que ya ni leo ni me divierto ni cojo el metro. Veces hay que me quedo absorto contemplando los buzones de correos en las esquinas, como si fuesen un yo mío quieto, ausente, paralítico. Qué distinto aquel tiempo de Clara premamá, con aquel bombo escandaloso, como de gemelos. (Si en algún momento fueron dos, si en alguna fase del desarrollo pretendieron las divisiones celulares ofrecer dos individuos, ya Félix mucho antes de ser Félix se encargó de borrar ese dibujo. Félix con sus ojos azules intensos.) Pero son muchas las tantísimas vidas que pasan por las calles, sin un libro que amortigüe el traqueteo de estas líneas tan barrocas de la superficie. La vuelta siempre se complica —en el bolsillo no C. con sus cuentos, sino el talón de los penúltimos dibujos de Clara firmado por Leonardo—, pues si bien el 18 o el 7 me dejan, como de costumbre, casi casi donde los cogí por la mañana, ya la lanzadera del 32 terminó con su faena (sólo de horas punta) y por los pelos subo al 51 y luego en Aldeire al microbús M-14, antes de abrazar a Félix, todavía empaquetado yo a conciencia de amarillo. Sé que puedo lastimarlo con este olor a caucho, asustarlo con la desfachatez de gurumelo de la boina (payaso, dice Clara muy bajito), pero de qué manera asombrosa juegan aquí su

papel ciertas leyes del color y de la óptica, cómo la mirada de Félix, de tan azul, refleja el amarillo de mi prenda y me da a mí, que quiero ser su padre, la mezcla de unos ojos tan verdes como los míos, tan verdes como los míos, tan verdes como los míos. De madrugada, a veces, me levanto, porque tendido junto a Clara, viendo su rostro en la penumbra, no puedo pensar en nada, apenas en los autobuses igual de quietos y callados en sus cocheras. También me levanto hoy. La urbanización es silenciosa, aunque menos que mi insomnio. A ellos no los molesto. Desnudo, prendo un cigarrillo, contemplo desde la terraza las puertas de la urbanización, un poco más a la izquierda —vista desde aquí— la rampa para minusválidos, y sin querer comienzo a echar otra vez las cuentas: 84 milímetros cada uno, una cajetilla diaria treinta años, puestos en fila, qué locura o irresponsabilidad atraviesa la nicotina de este vicio; operaciones de ese tenor hasta la última calada, cuando regreso adentro y la brasa del cigarro ilumina muy brevemente la habitación y puedo ver juntos, hermanados en la misma percha, la boina, el impermeable y las pequeñas prótesis de Félix, descansando de nosotros por unas cuantas horas. Enciendo entonces hoy la luz, tomo el libro de cuentos de C. de los estantes, y vuelvo sin darme cuenta a leer, ya no en el autobús.

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Pere Saborit

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Selección de fragmentos de El plato preferido de los gusanos Lo que más atraía a X. de la astronomía era que se tratase de una ciencia capaz de suscitar su interés. Fruto de un extraño cruce del tiempo psicológico, el tiempo cronológico y el tiempo cosmológico en la persona de X., este fue inmortal mientras vivió.

Manlleu (Barcelona, España), 1961. Es profesor de Filosofía en la Universidad de Barcelona. Ha publicado, en español, Anatomía de la Ilusión (Pre-Textos, 1997), Política de la alegría, o los valores de la izquierda (Pre-Textos, 2002), Vidas adosadas (Anagrama, 2006), que fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo, y Cuentos para idiotas, imbéciles y estúpidos (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2015). En catalán, es autor de Breu Assaig sobre no res (Amarantos, 1984), El plat preferit dels cucs (Edicions 62, 1987) -traducido al castellano por José Luis Trullo (Trea, 2016-, Introducció al desconcert (Edicions 62, 1991), e Històries del senyor X. (Elipsis, 2008).

X. desconfiaba del valor de la historia, ya que creía que pasan cosas mucho más importantes que el tiempo. X. abandonaba sus anotaciones filosóficas justo en el punto en el que sólo faltaba la mirada irónica de un lector inteligente para cuajar y redondear su sentido. X. creía que realmente podremos certificar el retorno definitivo del hijo descarriado del saber al hogar de la vida cuando una bella adolescente se masturbe leyendo la Crítica de la razón pura.

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Pere Saborit

A X. le habría gustado ser poeta, aunque fuera fracasado, pero ni eso. Nunca había logrado escribir un solo verso puro, que no fuese el germen de una narración o la culminación de un razonamiento. A X. le sacaba de quicio que la ciencia estuviera en condiciones de predecir con total exactitud cuándo se iba a producir el próximo eclipse de Sol, y en cambio no tuviera la menor idea de en qué momento él padecería su próxima depresión. No por ser muy corriente creía X. que el acto de abrir los ojos y mirar cara a cara a alguien dejase de ser el momento más importante de su vida. X. creía que el mundo ya hacía tiempo que se había acabado, y que lo que ocurría era que el último hombre se había olvidado de apagar la luz.


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Agustín Fernández Mallo La Coruña, 1967. Es licenciado en Ciencias Físicas. Autor del Proyecto Nocilla (Alfaguara), consta de las novelas, Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab, galardonadas con diferentes premios, traducidas a varios idiomas. Autor del libro de relatos, El hacedor (de Borges), remake. Su última novela es Limbo también editada por Alfaguara. Es autor de varios poemarios, recogidos en Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012) (Seix Barral, 2015). Su libro, Postpoesía, hacia un nuevo paradigma, fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2009. Su blog personal es El Hombre que Salió de la Tarta.

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Seguramente Descartes nunca vio un simio seguramente Descartes nunca vio un simio Carolus Linnaeus

O como aquella otra vez que, en el avión que me llevaba de Madrid a México DF, una mujer, sentada a mi lado, y demasiado joven como para tener problemas de espalda, ya antes de despegar había encajado en su cuello uno de esos flotadores hinchables con forma de herradura de la suerte, que te mantienen la cabeza elevada y son prescritos para evitar dolores cervicales. Aquél resultaba llamativo pues sobre un fondo negro se distribuía un estampado de tazas, cuchillos, ollas, tenedores y otros motivos de cocina. Cuando la azafata pasó ofreciendo los pequeños auriculares de cortesía, la chica los aceptó pero no los conectó. Mientras iniciábamos el despegue, su mirada se perdió a través de la ventanilla y de modo tembloroso se dedicó a jugar con ellos entre sus manos, como si el cable fueran las cuentas de un rosario y el extremo el crucifijo. Minutos después cogió de su bolso una revista de crucigramas, la abrió por una página cualquiera y antes de rellenar una sola casilla se quedó dormida con la cabeza ladeada, orientada hacia mí, de modo que su aliento,

Agustín Fernández Mallo

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sorprendentemente dulce, impactaba directamente en mi cara. También yo, muy pronto, extraje un papel de mi bolsa de mano y comencé a tomar apuntes para un trabajo que debía entregar a mi regreso, acerca un tema tan específico como en apariencia inabarcable: las metamorfosis, texto para la homónima exposición del artista Bernardí Roig. Dejé a un lado el reino mineral y el vegetal y me concentré en repasar las clases de humanos metamorfoseados que creí recordar, no es que tuviera intención de usarlos específicamente en el texto final, se trataba de un mero ejercicio, lo que en jerga se denomina hacer dedos. 1) zombi: más bien estáticos y torpes, actúan en manada. Un zombi solitario carece de sentido, no es más que un insecto. Sólo el grupo da carácter al zombie. El cristianismo en este sentido es claro: si la verdadera vida nos espera tras nuestro último aliento, ahora mismo estamos en la no-vida, en la mismísima muerte, somos zombies, legítimos muertos vivientes. 2) clon: hay algo en el clon que alude a la copia del medicamento genérico, el cual en principio es idéntico al fármaco corporativo. Pero esto no resulta del todo cierto pues el verdadero carácter de las cosas no viene dado por su principio activo sino por su principio cultural, por todo aquello que las rodea, su medio ambiente, y es ahí donde reside la imposibilidad real de la clonación, no hay dos cosas iguales. 3) alienígena: en principio no queda claro que el venido del mundo exterior sea un metamorfoseado, pero esta duda se despeja cuando nos damos cuenta de que el extraterrestre es un deseo nuestro y sólo nuestro, una mera

declaración de intenciones aparecida cuando los humanos no podemos conquistar más tierra, cuando ya hemos pisado y mapeado palmo a palmo nuestro Planeta y deseamos entonces ser conquistados, queremos que desde más allá de Orión lleguen los otros a decirnos cómo somos, ser salvajes para ellos, de colonos pasar a colonizados, ver qué se siente en el otro lado. 4) vampiro: lo característico del vampiro es, naturalmente, libar sangre humana: su carácter caníbal, y con ello la pérdida de esa identidad tan propiamente humana que es la salvaguarda de la especie. Tan borrada está esa identidad en el vampiro que, de hecho, no hay espejo que refleje a un vampiro, y sin cuerpo reflejado, como es sabido, no hay ego. 5) cyborg: esta metamorfosis viene definida por las prótesis que les son adosadas a los cuerpos. Basta pensar bien el asunto para darse cuenta de que el humano siempre ha sido un cyborg en tanto que todo él se fundamenta en una superposición de prótesis: ropa, maquillaje, artefactos electrónicos, etc., incluso la propia cultura y el lenguaje son prótesis tecnológicamente imperfectas, de ahí que un cyborg nunca esté terminado del todo. Abordé por último aquel que de pronto me pareció el más inquietante, el que de algún modo los aglutinaba a todos: el mutante. Sobre éste no supe o no me atreví a anotar nada. Después pensé que en toda mutación, para que tenga sentido, algo ha de permanecer constante, pues la mutación absoluta equivaldría a la aparición de algo desde la nada, argumento que, por descabellado, cualquier mente cuerda debería desechar. Por ejemplo, ¿no

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es cierto acaso que todas las iglesias del mundo, desde una pequeña capilla en Houston hasta la Capilla Sixtina pasando por la iglesia de su barrio, huelen igual? Tal aroma asegura secretamente la propagación de la fe. Entiendo que, por ello, y dentro de su específica y única metamorfosis, el fiel es todos los fieles del mundo en tanto que es aromatizado por ese mismo olor. ¿O no es caso cierto que el mismo principio de perfume común rige en los centros comerciales de tal o cual franquicia, o en los estadios de fútbol o en los gimnasios? Estos pensamientos fueron interrumpidos por la chica que, a mi lado, se despertó con un movimiento brusco. Hizo un ajuste del flotador en su cuello, retomó el crucigrama. La primera palabra que rellenó por completo fue orgasmo.

materiales que abarcan de la época prehispánica a los inicios de siglo xx, hallados en ese mismo lugar cuando en el año 2009 fueron iniciadas las obras de ampliación del edificio. Vi muros de primitivas viviendas, púlpitos para rituales y variados utensilios domésticos, pero dos objetos llamaron especialmente mi atención: una mandíbula prehispánica prodigiosamente grafiada, y un revolver calibre 38 de inicios del siglo xx. La similitud entre ambos objetos, tanto en forma y en color como en sus respectivos usos originales, se me hizo evidente.

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Cuando hube llegado a México DF, el primer día, en una calle cercana a mi hotel, entre un montón de basura veo un flotador de viaje, inflado, y exactamente igual al de aquella joven. La primera parte de la mañana, que invertiría en visitar unas ruinas arqueológicas que hay detrás de la popular Plaza del Zócalo, no pude quitarme de la cabeza la imagen de aquel flotador en la basura. Imaginaba que regresaba a por él y que ya en mi habitación de hotel abría la válvula y me la acercaba a la boca y aspiraba todo el aire, dulcísimo, de los pulmones de la joven. La segunda parte de aquella mañana me acerqué a la exposición permanente del Centro Cultural de España, titulada Más de Siete Siglos de Ocupación Ininterrumpida, alojada en el sótano de esa Institución: vestigios

Fue al detectar este capricho de las formas y del tiempo cuando volví a recordar el flotador que horas atrás había visto en la basura, y el aire de los pulmones de aquella chica que yo había imaginado aspirar, y pensé que todos llevamos dentro moléculas de algún dinosaurio o de algún roedor que hace millones de años habitó la Tierra, de tal modo que no se

Agustín Fernández Mallo

Seguramente Descartes nunca vio un simio

puede decir que todo eso esté extinguido, las cosas se propagan más allá de lo evidente. Después, en diagonal, atravesé la plaza del Zócalo con intención de llegar al hotel y comer cualquier cosa, que pediría al servicio de habitaciones. En el trayecto fui abordado por gente que a cambio de unos pesos me invitaban a algún tipo de pacto con la muerte, que rechacé. Cuando llegué a mi habitación se había esfumado el hambre. Frente a la ventana, vi pasar un avión de pasajeros, lo hizo muy cerca de los edificios, lo suficiente como para apreciar que no tenía distintivo comercial alguno; fuselaje y alas totalmente blancas. Nada en el cielo hay completamente blanco, me dije, salvo cosas que son meros deseos como una paloma o un ángel, y vino a mi memoria la película Simón del desierto, que me permito recordar: en el siglo ii, el estilita Simón se abandona a la penitencia subido a lo alto de una columna romana que hay en un desierto, en ocasiones viene gente a verle, devotos que le piden cosas, especialmente milagros, pero hay un momento en el que Simón ya no entiende lo que esa gente le dice, conoce sus palabras pero no sus significados, indistintamente responde «ve en paz, hermano», lo dice mecánicamente, como a motor. Otras ocasiones se le aparece el diablo en forma de mujer desnuda, quien prueba todos los trucos de tentación pero bajo ninguno se deja degradar Simón. Casi al final de la película aparece un avión, surca el cielo para, en un brutal salto temporal, llevarse a Simón a un club de jazz de la Nueva York del siglo xx, y ese avión no tiene dibujado el nombre de ninguna compañía

aérea, cosa que parece lógica pues un avión del siglo II no puede tener distintivo comercial alguno, pero no es lógico. Y es que el diablo no cesa de inventar historias materializadas en objetos, el diablo es el más antiguo y mejor novelista, un perenne Premio Nobel si fuera posible su candidatura. Probablemente ese avión que pasó ante la ventana de mi hotel es aquel que ya volaba en el siglo ii: el diablo propicia toda clase de metamorfosis en la materia y en los cuerpos, pero él no las sufre. El diablo es lo único que no lleva dentro a un humano remoto. Turbado por esta idea eché un trago de agua, me senté en la cama, observé un cuadro de dos juncos en flor, idénticos, que colgaba en la pared. Instantes antes de dormirme, me vino a la cabeza una imagen del inicio de aquel viaje, hasta entonces olvidada: desde la ventanilla del avión había visto a uno de esos trabajadores que vestidos con chaleco reflectante guían a los pilotos en la pista. Con gestos precisos levantaba los pulgares, ponía los brazos en cruz o alzaba uno mientras con el otro realizaba un movimiento de giro. Cuando hubo posicionado al avión en la línea de salida, su rostro se relajó, sonrió a la cabina de pilotos, y con un gesto que me pareció idéntico al de una madre que en la parada del bus despide a su hijo el primer día de colegio, levantó la mano y sencillamente la agitó.

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Juan Carlos Márquez

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El corazón de mi padre

Bilbao, 1967. Es licenciado en Ciencias de la Información y máster de Periodismo por el diario El Correo y ha ejercido el oficio en diversos medios, pero desde hace algunos imparte talleres y cursos en Escuela de Escritores y la red de bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Suyos son los libros Oficios (Castalia), premio Tiflos de Cuento 2008; Llenad la Tierra (Menoscuarto); Tangram (Salto de Página), premios ‘Sintagma’ 2011, ‹Euskadi› de Literatura 2012 y publicado recientemente en inglés; Norteamérica profunda (Ayuntamiento de Montijo 2008/ Salto de Página 2012), premios Unión Latina y Rafael González Castell; Lobos que reclaman la noche (Tropo. 2014), con fotografías de Agurtxane Concellón; y Los últimos (Salto de Página. 2014), finalista del Premio Celsius. En 2012 fue uno de los escritores que representaron a España en el festival cultural londinense Spain now! El autor es columnista habitual de la revista literaria Quimera y asesor de contenidos de Cuentos para el andén. Sus relatos, con los que fue finalista de la I Edición del Premio de Relato Ribera Duero y en dos ocasiones del Premio Setenil, están recogidos en varias de las principales antologías panorámicas de los últimos años.

Ese día mi padre apareció en el umbral de nuestra casa con el corazón en un puño. —Se me ha caído ahora mismo, hijos, pero aún late. Llamad aprisa a vuestra madre. Ismael salió corriendo a avisar a mamá, que en ese momento estaba tendiendo la ropa con una pinza en una mano y otra entre los labios. Yo tomé la mano libre de papá entre las mías, como solemos hacer las mujeres, hasta que llegó mamá. Traía consigo un cubo y una fregona. —Dios santo, pero qué te ha pasado. —Ha sido en el ascensor, me he agachado un momento para anudarme los cordones y lo he visto caer, como un pájaro muerto. Mamá me dio el cubo y la fregona para que limpiara aquella sangría, un reguero que llegaba hasta la puerta del ascensor y caía, en un goteo acompasado, sobre el parqué y los zapatos de papá. Ismael, como si tuviera un ventanillo ante sí, se alzó de puntillas para mirar por el hueco que el corazón había dejado en mi padre. Echó una ojeada y luego, con un tirón seco, me arrancó de las manos la fregona. —¿Puedo?

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—No. —Una vez, mamá, sólo una vez. —He dicho que no, hijo, ni se te ocurra atravesar con la fregona el pecho de tu padre. El corazón seguía aún rumiando los últimos restos de sangre, aunque eso a mi padre no parecía sobrecogerle. No diré que permanecía sonriente, pero sí con cierta serenidad, como si se hubiera quitado un peso de encima. —Tengo que asearme. —Te acompaño, pero antes dale eso a la niña. Quemaba como un trozo de carne recién asada. Lo metí en un tarro de cristal y, no sé por qué, se me ocurrió cubrirlo con agua del grifo y colocarlo en la sala de estar, sobre el televisor. Ismael se lo quedó mirando muy de cerca un buen rato. —Se ha movido. —No digas idioteces. —Te juro que se ha movido. —Anda ya. Mis padres tardaron algún tiempo en reunirse con nosotros. Aparecieron al final del pasillo agarrados de la mano, como dos novios, y nos invitaron a tomar asiento en el sofá, igual que solían hacer con las visitas. Mi padre llevaba puesta una camisa limpia y una corbata y estaba recién afeitado. —Vuestro padre tiene algo que deciros, anunció mamá. Papá se quedó un momento pensativo, con la vista fija en el tarro de aguas sanguinolentas que contenía su corazón. La voz le salió rasposa, entrecortada, de una hondura abisal:

—Hijos, a partir de hoy ya no podré quereros más, pero os seguiré tratando bien. —No te preocupes, papá —dije lo más deprisa que pude en nombre de los dos—. Ya nos has querido bastante. Y luego apoyé la cabeza sobre el mullido de gasas y vendas con que mamá había rellenado el vacío de su corazón.

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II Por la mañana, muy temprano, Ismael vino a mi cama dando voces. —Corre. Tienes que ver esto. El corazón de papá había crecido considerablemente y el frasco de cristal donde lo metimos la víspera apenas podía contener su musculatura de aurículas, ventrículos y válvulas. Parecía un alienígena con la cara aplastada contra una ventana. Mi madre, armada con un martillo, le hablaba muy despacio, como interrogándole. —¿Quién eres? ¿Quién te crees que eres? Desde el sofá, papá la alentaba entre sorbo y sorbo a un café con leche. —Dale, dale sin miedo. —¿Y por qué no le das tú? Al fin y al cabo es tu corazón, no el mío. —Yo no puedo. Eso sería ir contra natura. —Pues yo tampoco. Al final, fue Ismael quien dio el martillazo, pero lo hizo sólo para romper el frasco y poder sacar de allí el corazón.


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Mamá llenó una olla expres con agua y metió las manos en un par de guantes de plástico antes de depositarlo en el fondo. —Esto es provisional, susurró. Pienso comprarte una pecera.

«Me da igual que tengáis bici, coged una cada uno de las más caras de la tienda y punto. Si no te caben ya más coches en el scalextric, te aguantas. Una barbie siempre necesita más pares de zapatos, eso es vos populi. Si yo decido unilateralmente subiros la paga, tenéis que aceptarlo. Para algo soy el cabeza de familia Así están las cosas y no hay más que hablar.» A Ismael y a mí nos hacía gracia la nueva situación, pero no terminábamos de digerirla del todo. Habíamos sido educados con mucho cariño y no pocos caprichos, pero no estábamos acostumbrados a tenerlo todo, incluso aquello que no deseábamos. Sin embargo, no podíamos oponernos a los deseos de mi padre, pues, aun en ausencia de su corazón, bajo aquella marea de obsequios materiales latía un sentimiento asimilable al amor.

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III No esperábamos a papá, así que nos hizo mucha ilusión que viniera a recogernos al colegio en nuestro coche. Ismael le dio a través de la ventanilla el dibujo del zombi con el corazón desgarrado y la nota de su señorita. Papá la leyó. Después la hizo confeti. —Le dices que te ha dicho tu padre que se meta en sus asuntos y que no nos da la gana de ir a ver a ningún psicólogo. Subid. Arrancó muy deprisa. A punto estuvo de llevarse por delante a una vieja que estaba cruzando por donde no debía. —¡Es usted un desalmado! —No exactamente, dijo mi padre, y presionó el claxon para evitar oír las quejas cada vez más airadas de la mujer. Hacía una tarde preciosa, conque fuimos al parque. Papá insistió para que nos tomáramos un refresco o un helado sobre la hierba. —U os tomáis un helado ahora mismo u os castigo un mes sin televisión. Esa fue la primera de la serie de amenazas que siguieron los días sucesivos para que tomáramos sin rechistar o aceptáramos todo cuanto nos ofrecía:

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IV —¿Y eso? Eso, el objeto de la pregunta de mi padre, era un acuario, un bloque de océano plantado sobre la mesa de nuestro salón. En aquel ecosistema de pececillos de colores y líquenes, el corazón de mi padre parecía un pulpo con los tentáculos arrancados de raíz o un atolón volcánico de sístoles y diástoles. —No cabía en ninguna pecera. V El dormitorio de mis padres era a menudo un enclave selvático al otro lado del tabique, un cofre nocturno de ruidos.

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Ismael se rindió pronto al sueño dejando tras de sí un rastro de babas sobre la almohada, pero yo me desvelé y los oí hablar entre dientes. —Son dos palabras. Qué te cuesta decírmelas. —Que no. Eso sería peor que engañarte. Yo si quieres te echo otro, pero eso no te lo voy a decir. —No. Con uno basta. Lo que yo quiero es sentirme querida. —¿Y no te vale con que te abrace y te rasque la espalda? —No, quiero que me las digas. Son dos palabras. ¿Tanto te cuesta decírmelas? —No es que me cueste, es que no puedo. No me salen. Papá y mamá se quedaron pronto en silencio, dormidos quizá, pero la casa no se quedó callada. Por encima del ruido de fondo de la noche, de ese murmullo del paso del tiempo, se hicieron notar otros sonidos, uno acuático y fugaz, y luego una intensa, rítmica y constante percusión. Me levanté y vi a mi madre sentada en el sofá. Había arrimado a su pecho el corazón de mi padre, grande como una nutria, y lo mantenía abrazado en esa postura, latiendo contra el suyo y chorreándole de agua salada el camisón.

til, como de astrónomo, con que poco antes había mirado a aquellos sólidos ungibles. —Algún día me lo agradecerás, hija. A los padres siempre se nos llena la boca con todo lo que nos sacrificamos por los hijos y bla, bla, bla, pero somos muy pocos los que en realidad lo hacemos. Yo te ofrezco un ciclomotor en sacrificio. No puedes rechazarlo. —Haz el favor de no presionar más a la niña, intervino mi madre. —No la estoy presionando, sólo quiero mostrarla, mostrarles a los dos, el camino. En la vida, lo malo llega por añadidura, porque sí, no podemos elegirlo, es una contingencia. Ya que no podemos elegir lo malo, si aspiramos a vivir una vida equilibrada, tampoco debiéramos elegir lo bueno. La cosa es así: no importa que quieras o no ese ciclomotor, hija, eso es irrelevante. Lo esencial es que lo quieras o no, vas a tenerlo. Vas a tenerlo por tu bien. Ismael, que hasta ese momento había permanecido absorto en su archipiélago de cereales, no pudo contenerse tras oír la perorata de papá: —Entonces ¿qué hay de mi avión? —¿Lo deseas de veras, hijo? —Sí. —Pues no cuentes con él.

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VI —No insistas, papá. No necesito un ciclomotor. Ni siquiera tengo edad para conducirlo. Mi padre terminó de extender una concha de mermelada de albaricoque sobre la margarina de su panecillo. Acto seguido me miró con la misma expresión concienzuda y volá-

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VII El estruendo nos cogió en la cocina, dándole los últimos mordiscos a una pizza hawaiana. Fue un estrépito con su camarilla de reverberaciones, como la pisada de un gran mamífero, al que acompañaron un retortijón de vidrios rotos y un siseo húmedo. El espectáculo que nos encontramos en el salón nos dejó boquiabiertos, con los bolos de pizza a la vista. El acuario se había quebrado en una infinidad de astillas. Los peces boqueaban sobre un lecho insuficiente de agua que seguía su curso pausado hacia el resto de las habitaciones. El corazón de mi padre, que sobresalía de la mesa, bombeaba el vacío con una ferocidad sauria y en su epicardio se adivinaba la rutilancia de algunas escamas. —Esto se tiene que acabar ahora mismo, dijo mi padre internándose en la cocina. Segundos después regresó blandiendo un machete en su mano derecha. Mamá se arrojó sobre el corazón para protegerlo. Decenas de cristalillos quedaron clavados como fauces en las suelas de sus zapatillas. —No dejaré que lo hagas, dijo tras asegurarse de que la totalidad del corazón quedaba eclipsada por su cuerpo. —Apártate, mujer. —No. —Que te quites. —Que no. Para cuando papá dejó caer el machete al suelo, la mayoría de los peces habían dejado de boquear. A mi padre empezaron a temblarle las manos.

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tanto como la primera vez que lo toqué. Tenía el tacto húmedo y viscoso de la gelatina. —Es suficiente, dijo mi padre. Acabemos de una vez. Papá y mamá pusieron el corazón sobre la baranda y a la cuenta de tres lo arrojaron al mar. El órgano fue tragado por las aguas y, tras unos momentos de incertidumbre, emergió a la superficie con la flotabilidad de una boya. Se fue alejando poco a poco a la deriva de las olas, adentrándose en el mar bajo el vuelo de las gaviotas, poniendo rumbo hacia el nacimiento del sol. Durante un rato seguimos en silencio la visibilidad sutil de sus pálpitos. Nos enredamos quizá en esos pensamientos que no se dicen. En si llegaría a absorber el océano como una esponja, acabaría convertido en tierra firme o si partiría hacia ese lugar remoto en que los corazones nunca vuelven a ser lo que fueron. —Tenemos que irnos, dijo papá al fin. Mamá tomó una mano de mi padre entre las suyas y se lo quedó mirando con cierta ternura. —Si no te importa, cariño, preferiría quedarme un rato a solas. Llévate a los niños a dar una vuelta. Mi padre asintió. Nos ofreció las manos para que se las cogiéramos. —Estoy pensando en compraros un cortacéspedes, anunció. Habíamos dado apenas unos cuantos pasos cuando oímos un ruido fuerte, el chocar de algo contra el agua. Los tres nos volvimos por inercia.

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—De acuerdo, dijo, si tanto te desagrada, no lo haré; pero mañana temprano sin falta nos desharemos de él. Mamá se puso en pie y recorrió la distancia que le separaba de mi padre. Los cristales clavados en sus zapatillas producían chillidos sobre el parqué mojado. —Es tu corazón, imbécil, míralo, dijo a papá con un velo de humedad en los ojos, ¿es que no te duele separarte de él? —No. Entre los dos, uno de cada ventrículo, llevaron el corazón hasta la bañera y lo cubrieron con agua tibia. Ismael y yo nos quedamos recogiendo los peces, echándolos dentro de un cubo con agua por si alguno revivía. Mi hermano distrajo un pez payaso y se lo metió con disimulo en un bolsillo, pero no le dije nada. Supuse que quería hacerle la disección. VIII Papá dejó el coche en el aparcamiento de la playa y entre mamá y él sacaron el corazón del maletero y lo llevaron a hombros hasta el mirador del rompeolas. Ismael y yo caminamos tras ellos con lentitud, con la pereza de las sombras. A esas horas el sol apenas era un proyecto de luminiscencia y sólo se oían el rumor de las olas, la sirena de algún pesquero y los latidos sin sangre del corazón de mi padre. —Hijos, es la hora de la despedida, dijo mamá. Ismael posó los labios sobre el corazón con la levedad de un insecto. Yo hice lo propio. Estaba caliente, aunque no


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Agustín Vidaller Pomar de Cinca, Huesca, 1967. Ha publicado Costas perfumadas (Trea, 2005) y relatos en diversas revistas. Trea publicará próximamente Exotique, al que pertenece este relato.

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Morirán conmigo —pero no hay tristeza en ello— las gestas que hablan del origen de Ôm Titán. La erección de los templos que jugaban a ser pirámide, la edificación de las murallas cuyo color mudaba con la incidencia del Sol, el dibujo de las avenidas que siempre conducían a la acrópolis. Bien se sabe que Ôm Titán acabó siendo la ciudad —o el continente— donde los hombres olvidaron la medida de su mortalidad. Con el tiempo, los palacetes y los maidanes contaminaron tanto la cordillera como el desierto, y hubo una noche en que un guerrero oriental llegó hasta nosotros y nos dijo, antes de expirar, «hará dos años que abandoné otras ínsulas cabalgando hacia la puesta de sol. Ahora sé que nunca beberé de los jardines del Oeste. Disponed de mi oro, cremadme con sándalo. Si alcanzáis a verlos en esta vida, decid a los míos que la Ciudad es infinita». Entonces fue que nosotros, los que todavía exhibimos la estatura y el cabello trigueño de los arios, quisimos desmentir al jinete y mensurar la obra de los reyes. Diez de nosotros —el «tretrarkis» como número mágico, suma de los cuatro primeros dígitos— fuimos escogidos por nuestro valor e ingenio, y tras ser ungidos por el sumo sacerdote, que atesora

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la Cifra y el Báculo —y que confió en la inconstancia de nuestra juventud— nos arrojamos al Mundo recordando nuestro designio de no volver sin traer en nuestras ropas y en nuestras pupilas azules una medida de la arena aurífera que hacia el Este delimita Ôm Titán. Nuestros aurigas eran tracios de rostro pintado, nuestros caballos provenían de la rica Media. Atrás quedó mi resignada madre y Cintia, la de los rizos. Progresamos hacia el amanecer cuyo efecto magnificaba el perfil de pagodas y almuédanos. Por boca de hombres supimos de otras expediciones que, bien orientadas hacia el Norte o hacia el Sur, guiadas unas por la Rueda, otras por la Segur, habían sido consumidas por el Olvido. «Vayáis hacia donde vayáis, la Ciudad os sofocará» nos vaticinaron, no sin apiadarse hasta las lágrimas, aquellas bestias mínimas de vello negro. Fuimos arrogantes, nos dijimos «sea el Oriente nuestro mausoleo o nuestra fama». Dédalos de callejuelas o avenidas sacramentales testimoniaron nuestro celo. Diversas cuadrillas de salteadores fueron burladas o disminuidas por nuestras flechas. A la noticia de nuestra llegada las vírgenes eran recluidas. Las gentes nos miraban con recelo o con secreta admiración de tímidos. No en vano éramos de una raza distinta. Ni las cáfilas de etíopes concupiscentes ni los habitantes del progresivo hormiguero amarillo eran suficiente opuesto a nuestra galanía. En la pretensión de dejar una huella fehaciente, frecuentamos el sexo y la violencia. Tenues dáricos de plata eran todo cuanto pedían las prostitutas de Ishtar. En otras islas

de costumbres menos relajadas, acuciados por nuestra mocedad tuvimos que recurrir al estupro. Jinetes númidas en busca de sueldo nos guiaron hasta el calor de insólitas guerras en las que se disputaba un cruce de caravanas o una mina de azogue. Más allá de ciertos hitos los hijos de África nos señalaron con el índice las columnas de humo y las atalayas truncadas. Buscando gloria y botín nos sumamos a una u otra de las facciones, deseosas de contarnos entre los suyos a la vista de nuestros carros falcados, la más sofisticada arma en batallas libradas mayoritariamente con azadas y hoces. Nuestras armaduras de bronce y nuestra inconsciencia nos confirmaban en la unánime sospecha de inmunidad. Agradecidos por los despojos y la inmortalidad de la victoria, ampulosos reyes nos sentaron a su diestra y nos ofrecieron, en vano, esposas y esclavos. Les hablamos de nuestros votos y partimos una vez más hacia el orto. Pero tiene Ôm Titán la costumbre de corregir a aquellos que no la temen. En el plano de la Ciudad nosotros no éramos más que un frágil accidente de insolencia e ingenuidad. No tardó la hora en que nuestra altivez fuese puesta a prueba. Aquel día, victoriosos de nuevo sobre la descarriada falange y los pusilánimes elefantes de guerra, sufrimos la inesperada retribución de inmisericordes fábricas voladoras, de cuya entraña nos llegó el fuego inextinguible. Sin poder reunir la totalidad del cadáver, lloramos como mujerzuelas la pérdida de un primer compañero, de nosotros el más bello. En el cuerpo del otro vimos el propio, súbitamente

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despiertos a las ecuaciones de la carnalidad. Nuestra aritmética ritual y toda sensación de invulnerabilidad fueron gravemente desmentidas. Ante la pira mortuoria, que enriquecimos con la hecatombe de una anfisbena, pálidamente renovamos nuestro juramento sin dejar de espiarnos mutuamente, esperando el primer asomo de flaqueza o miedo. Advertidos de nuestra falibilidad, tanto tracios como mauritanos desertaron en la noche. No nos quedaba otra patria que el camino. Éste se prolongaba en forma de arquitecturas ingentes e inimaginados pueblos, pero todo empezó a parecernos idéntico, así como un primer cansancio nos fue corrompiendo. Lánguidamente nos percatamos de la improbabilidad del retorno, y en nuestras conversaciones de campamento se abrió la discusión de gravedades como la añoranza y la superación de la primera juventud. Desde nuestra altura de aristócratas Ôm nos había sido propicia hasta poco atrás, pero ahora no pasó mucho tiempo sin que vaticinásemos la conspiración de la Ciudad. Más de una vez, susceptible a las lágrimas, me oculté recordando a Cintia, que ya habría quebrantado sus promesas de fidelidad. La presunción del complot se reveló cierta. Sentíamos sobre la nuca el hambre de la bestia. Las gentes, ahora tan esquivas, nos espiaban arteras desde cada celosía. Para cruzar los anchurosos ríos, tuvimos que amenazar a anónimos barqueros. Bandas de juramentados nos esperaron en ciertos recodos del camino. Para saber sobre el cabecilla cuyo dominio hollábamos, torturamos a los

leprosos, también confabulados. En una rosaleda o en la exótica heredad de un cenobio lejano de alguna manera perviven las cenizas de otros caídos. En cada temerosa noche velamos sobre nuestras armas, temerosos de la depredación. Llegado el horroroso momento, sufrimos la impotencia de ver robado el cadáver en el predio de una nación de innombrables usos. Reducido a tres nuestro número, convinimos lacónicamente que no conocíamos un país, no un imperio, sino las entrañas de un animal. Cada hombre que matábamos no era más que el ínfimo elemento del monstruo tentacular. Para entonces ya habíamos constatado en el espejo mutuo la abrasión de nuestra apostura. Nos creíamos más sabios que en la partida, pero tal incremento era inútil frente a aquel otro de nuestro miedo. Ôm Titán nos estrechaba, adversa a cualquier cartografía, celosa de su fama de infinitud. Esta contumacia me sugirió un propósito que no osé compartir. Ése fue el comienzo de mis pecados. Sobrevivir, igual que ser feliz, es a veces la más impropia elección. No se dio razón alguna que me llevase a perdurar en el Tiempo más allá de mis últimos hermanos. No hubo ley que me hiciese más perentorio, más inevitable. No fui más ágil, mi caballo no fue más afortunado. Igual que los otros, fui vulnerable como la nazuna cantada en el haiku. Pero sospecho una magia. Quizá la muerte transija con aquellos que más dispuestos se muestran a tener una vida que no comprenda

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necesariamente la dignidad. A mi penúltimo conmilitón lo abatió el dardo envenenado desde la espesura de higueras y azoteas. Al último lo perdí en una refriega con hombres leopardo, a quienes vi empezando a mutilar el equilibrado cuerpo. Poco después, al llegar a la anchura de un maidán, planté mi espada en el centro del claro y sobre ésta apilé mi panoplia de bronce. Luego rasgué mi breve túnica púrpura y me acuclillé, desnudo y manso, cerrados estrechamente los ojos para no ver a la turba, cada vez más audaz en busca de mi tacto. Casi asfixiado ya bajo la cobriza multitud, ésta se abrió asustadiza ante el paso de los sacerdotes, que allí se distinguen por su cráneo rasurado y su toga del color del ocaso. Ante ellos, me postré hasta besar el polvo y en lengua de clerecía juré por mi vida, y por mi reencarnación, la necesaria, la indudable, la incuestionada infinitud de Ôm Titán. Superadas las penitencias, que incluyeron la suspensión y el ayuno extremos, toda idea de traslación fue expiada, toda curiosidad abolida. Se me dio una mujer de diez años y el torno de un alfarero muerto sin descendencia. Reducido a la casta de los artesanos, olvidé las preponderancias de mi viejo rango y me felicité de estar vivo. Hay mil escondites para cada cobarde. De aquellos años pasados sobre el torno recuerdo la vertiginosa similitud que hizo efímeros los días. Me sabía cobarde, pero plausiblemente creí que las cosas suceden porque secretamente no pueden ser de otra manera. Hasta entonces, Ôm Titán había sido aquello a lo que debía

sobrevivir. Ahora era una concreción de gentes dignas de mi amor. El trabajo diario fue largamente mi recreo. Cada una de las mil vasijas, en contra de la noción repetitiva del artesano, fue distinta, en una disimilitud digna de mi metáfora. Respecto a los hombres, compartí sinceramente sus fiestas y sus duelos. Mi elocuencia de meteco —que nunca sugirió capricho alguno de finitudes— me hizo conspicuo en certámenes que no por humildes dejaron de ser memorables. En cuanto a mi hogar, la fecundidad tectónica de la niña mujer llenó la casa de alborozo. En cada sabbath afirmé mi fe en aquel templo que también era casa comunal poblada de susurros. Pero la felicidad es una pócima que ofusca. Calladamente un pálpito —pecio inevitable de mis años viajeros— me asaltaba a la hora en que, con creciente laboriosidad, buscaba el sueño. De un día a otro temía algún rumor sobre la limitación de la Urbe. Mis rodillas habían perdido vigor y me había tornado obeso, pero alguna vez me sorprendí oteando el amanecer desde la alcazaba, y tras el coito, cuando cuerpo y mente regresan a su peso original sobre la estera, el recuerdo de mi infidelidad me laceraba. Pienso que la vida es absolutamente una paradoja. Puedes tenerlo todo en la misma medida en que puedas prescindir de ello. De otra manera no existe la posesión sino el chantaje. Asimismo, los únicos fantasmas que acabas encontrándote son aquellos de los que más urgentemente huyes. De otro modo yo nunca habría conocido a Klima.

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Klima era un animal hecho a la medida de la sequía, la migración y la guerra. Su oficio, como el de todo insecto, era la supervivencia, solo que él llevaba ya sobreviviendo a muchos inviernos, a juzgar por su erosionada naturaleza de arenisca y sus ocelos, ya insuficientes. Quizá Klima tenía cien años. Lo conocí de noche, la mitad de la vida en que tanto el dolor como el placer son más soportables. Me habían desvelado mis fantasmas, inusitadamente hostiles, y andaba errante por uno de esos jardines cuya atracción, en aquella parte de Titán, suele consistir en sus muy cuidados desarreglos y asimetrías. Lo encontré igual que se suele hallar a un escorpión, sintiendo primero el aguijón, pues tal era el látigo de su voz. Advirtiendo ya el veneno en mi sangre me volví hacia él, lentamente para no mostrar temor. Mitad hombre, mitad arbusto, comenzó a hablarme en idioma de nómadas, poco conocido en Ôm. Mediante la conversación con él comprobé que sabía cosas de mí, como la fecha de mi nacimiento en dos de las tres eras posibles o mi filiación a una de las facciones violentas del hipódromo. Yo ni siquiera le pregunté dónde había sabido de todo eso. Los antiguos viajes habían socavado mi capacidad para sorprenderme. Únicamente le inquirí sobre el tipo de arma a la que estaba acostumbrado. En un mundo de deducciones, había aprendido a distinguir entre unas naciones y otras observando su forma recurrente de quitar la vida. Él me contestó que sus más escogidos enemigos habían muerto lentamente, sin ver su sangre burdamente derramada. Yo le pregunté si a mí también me consideraba su opuesto. Con gravedad de

echador de suertes me replicó que de mí dependía ser su víctima o su predilecto. No objeté el acompañarle. Sé discernir cuándo un acto es inevitable además de inexplicable. Al rogar un espacio para despedirme secretamente de los míos se me aseveró sobre la urgencia de cierta fe, e indolente monté sobre un onagro amaestrado. El predicado confín de Ôm Titán era antecedido por la progresiva desecación de sus aromas, empedernida emanación de estiércol y ciclos naturales a cuya inmunidad se llegaba tras aprender que nada podía ser diferente. Klima evidenció mayores alacridades así como la pestilencia se desvanecía en entornos más acres a la vista. Flora y fauna se adaptaban al presentimiento de la sed. Klima me fue hablando de regiones donde abundaba sucesivamente el marfil, las pieles caras y el incienso y la mirra. No recuerdo el número de mediodías en que el descanso se hizo cada vez más necesario bajo el paulatino tormento de la luz. Pronto pasamos de abrevar en los caudales últimos a extraer con esfuerzo el agua de pozos cada vez más imprudentes. Para entonces ya había cambiado mi montura por el vertiginoso dromedario, desde cuya altura se dilataban tanto el amanecer como el ocaso. Los hombres, mientras tanto, ya no eran los mismos que recolectaban el arroz celebrando las concupiscencias de la tierra. Ahora las circunstanciales cosechas de espelta y la leche de cabra eran suficientes para hacer sobrevivir a los más adaptados. Orgullosos, sin embargo, argumentaban que tales escaseces eran el crisol de sus vir-

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tudes. En tal oratoria entendí la cercanía de idiosincrasias más extremas. En uno de esos crepúsculos —dedicábamos ya el día al precario sueño y la noche a la progresión— desperté bajo el breve relieve de nuestra tienda agitado por el efecto de una pesadilla cuyo motivo principal había sido una clepsidra. Todo ese día había soplado vigorosamente el viento del Este. Repudié el milagro antes de contemplarlo. Contenido mi aliento, surgí del interior del parabién, casi sepultado, y miré estoico en derredor. Era el fin de toda habitación humana y de todo rastro vegetal. En la mañana, antes de concluir mi vigilia, había visto todavía gentes empedernidas y arbustos en los que ramoneaba el magro ganado. Klima me libró del miedo a la alucinación. Según él, la súbita desnudez de la tierra se debía a la progresión del desierto en un solo día, bajo el efecto de la tormenta. Era un fenómeno de traslación según el cual todo decrecimiento en el Oriente era compensado por nuevas colonizaciones en el confín opuesto. «Tu ciudad no va a morir todavía —me ilustró mi mentor— eres tú quien va a morir a ella. Ahora pisas una distinta urbe». Cuando todo consiste en hacer aprehensible una verdad que tan solo se presiente, que no es asequible a suma alguna de palabras, el hombre usualmente escoge remontar un río umbrío o arrojarse durante una década a la cautividad de una montaña. Diversamente, como los padres de la Tebaida, yo fui aseverado por el desierto, a cuya consecuencia se añadió aquella otra de Klima. Mi dueño a esas alturas, éste

dejó pasar una mengua sin dirigirme la palabra más allá de algunas inevitables instrucciones acerca de la supervivencia en aquella abominación de calor y locura. Me cercioré de que nuestro progreso era admirablemente recto entre una aguada y otra, pero no osé preguntar cuál era nuestro destino. Temiendo infantilmente el abandono y la pérdida, comprendí la ceremonia con la que el beduino se había deshecho de sus adversarios sin herirlos. El desierto no solo era un camino. Era también una tumba. En el apogeo de la luna nueva, momento de conjuros, fui por fin introducido en el secreto fundamental que acabaría con mis últimas ignorancias. Era medianoche, y los ocelos de Klima robaban la mediocre luz del Mundo. La planicie era el espejo sobre el cual reinar. «Esta noche —me advirtió el antihombre— vas a abandonar tu inocencia, lo cual te sobrecogerá». Gracias a mi reciente inclinación al fatalismo, fui obligado a consumir un brebaje cuyo poder me hizo temer por mi vida. Mis entrañas ardían, pero rehusé implorar. Encogido sobre la batalla de mi estómago, advertí cómo mi probable asesino trazaba en la arena con su inusual índice un círculo cuya perfección pude apreciar poco antes de perder la consciencia. Súbitamente volvía al jardín donde todo había comenzado. El jinete muriente, la magnánima fuente de piedra, el olor de las muchachas. El zéfiro en mis labios, la promesa de la lluvia. Toda una vida de sensualidades menores y detallada ingenuidad. De repente, Asterión en la floresta, el unicor-

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nio enhastado. La sangre de los dioses. En el dibujo azul de la sangre derramada, un círculo englobando una geografía ignorante de los sagrados discarios. Innavegados mares interiores, imperios de barro, otras ciudades. «¿Dónde Ôm Titán?», clamaban los sacerdotes y los magos. Las plañideras se mesaban las mejillas. «¿Dónde la Ciudad, oh Klima?». Inquirí, anteponiendo la ira al miedo. El jardín pervivía en mis ojos. La leve bestia empleó la larga punta de su arco para señalar un punto menor entre la profusión del mapa. La representación del lugar se igualaba a aquella de un escueto punto de agua. «Hoy has sabido que tu aldea no es el Mundo», dictaminó el inevitable ser mientras forzaba de nuevo mis labios con una pugnacidad que desmentía su senectud. Esta vez el jarabe era dulce y el animal de mis entrañas se vio ahogado. Me poseía un inusitado vigor. Al día siguiente alcanzamos una partida de camelleros que guardaban obediencia a Klima. Hijos de Jafet, su aspecto me recordó a los demonios representados en lejanos capiteles. No sé si con el tiempo me asemejé a ellos. De aquellos años recuerdo el donaire de otros jardines, exotismos que perecieron bajo el fuego. La estepa producía hombres que súbitamente se aglutinaban a la sombra del cráneo de lobo, para robar cosechas, doncellas, oro a los tímidos pueblos sedentarios, a quienes no les valió muralla alguna. Sé de Kashgar o de Merv como quien recuerda haber forzado a una mujer.

La guerra entre nómadas y sedentarios había comenzado antes de cualquier suposición. Antitéticos modos de vida provocaban un odio milenario e insútil. En palabras de Klima —y de sus homúnculos, a cuya fraternidad accedí finalmente— había dos clases de hombre. Uno, el que concebía en su ciudad el Mundo, ingrácilmente obeso y abrumado por tareas de mujer, siempre temeroso de cualquier aproximación a la estepa. Otro, el que defendía del lobo rebaños siempre insuficientes y bebía la sangre de sus monturas en los malos años. Unos habían desarrollado la cúpula y la escritura, los otros, más urgentemente, habían ideado el estribo, el arco compuesto y el sable curvo de caballería. Los primeros se prosternaban ante sacerdotes cuyo mérito era mantener la probidad y atraer las lluvias. Los últimos confiaban la presciencia del futuro a chamanes travestidos de pájaro, y poseían por cada tribu un único y mismo libro desvelado un solo día al año, y cuyo contenido, en medio de aquel pueblo iletrado, estaba confiado a los memorizadores. Las sucesivas ciudades, por lo demás, eran un insulto a la pobreza de los nómadas. Cierta retribución era necesaria y bendecida por Tengri, divinidad de los cielos. Llegado un impreciso momento, me acostumbré a estas creencias y me sumí en las iniciaciones y ritos de aquel pueblo. De nuevo se me dio mujer, niña de piernas fuertes que pronto fue deteriorada por los partos y las inclemencias de la trashumancia. Nuevos hijos nacieron de la tierra, a cuya altura varios de ellos volvieron precozmente como si

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nunca hubiesen existido. Fui feliz en la medida que la hombría de los nómadas permite serlo. Hallé buenos pastos para el ganado del clan, cacé tigres en la nieve. En una ocasión robé a una tribu adversaria la cola de yak que era su estandarte. Diversas cicatrices hablaron bien de mí. Pero Klima esperaba algo más. La altivez de un pronunciamiento, un sentido mayor de la iniquidad, una cifra irreversible de odio y sangre derramada. Yo había aprendido a soportar su mirada y, como él, comencé a hablar mediante mis silencios. Desde tiempo atrás me llamaba «hijo» y me hacía dormir a la entrada de su yurta, igual que su perro preferido. Todo esto suscitó la envidia de los sucesores naturales, lo que me hizo velar por mi maestro y por mí mismo. El viejo conductor de hombres, cuya naturaleza de roca estaba ya muy estropeada por los agentes del desierto, entendía su final placenteramente desde la altura de sus cien años. Solía congregarme en algún otero donde contemplar a los rebaños pastando, alguna arboleda en la que celebrar la vecindad del agua y de las mujeres. Lugares donde concederme el privado usufructo de su acervo. Conocí así la suma de su anhelo, que no era otra sino la absoluta debelación de cualquier idea de ciudad. No en vano había experimentado una u otra de las muchas metrópolis desde la altura del excremento. Precozmente preso como rehén allí donde la vida de un esclavo no se medía, había crecido acarreando los sillares sobre los que se asentaba la noción de Menphis, Babel o Solima. Solo los infrahombres conocían el peso de la Urbe en sí.

Tal el fermento del odio, que los capataces, sabedores de las limitaciones del látigo, domeñaban con cerveza y mujeres fáciles. No había sido prevista siquiera la existencia de una divinidad privada para los constructores. Anónimamente, éstos pasaban sobre la Tierra sin dejar en ella huella alguna, condenados a confirmar la estadística que les otorgaba un máximo de cinco años de vida como peones sin nombre. A los quince años, Klima había ofendido largamente tal cálculo. No conformado a una muerte de hormiga, eligió matar por primera vez —un guardia líbico fue abatido de noche bajo una furia no conocida— y logró acceder a la estepa originaria, en donde su probado arrojo le otorgó la paridad con aquellos hombres sin ley escrita, que no tenían por varón a quien careciese de una muerte atestiguada. Cerca del tigre y del hambre estacional los trashumantes soportaban la inmisericordia que hacía previsible la crueldad. La existencia era dura igualmente, pero cabía para todos un dios y la seguridad de ser llorado en los ritos del viaje final. Las violentas prédicas de Klima, a las que éste se había arrojado tras sus primeras visiones, no eran sino una voluntad de llevar aquella predisposición a su límite. Repudiando cualquier religión de esclavos, toda versión de la piedad era confinada a ciertas islas donde pudiese convivir con la lepra. En cuanto a la justicia, tan solo había que observar la Naturaleza para comprender cuánta impostura habían dejado tras de sí los credos sedentarios. Respecto al miedo, era vano, pues el verdadero riesgo era morir sin haber matado. Supe-

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radas estas disuasiones, se abría paso una desinhibición de la voluntad en la que cada uno hallaba la medida de sí mismo, invirtiendo viejas jerarquías. La espada como único apero, los hijos del arado eran redimidos del antiguo vicio de la especulación. La única camaradería era la del lobo. El único amor verdadero, aquel ejemplarizado por la unicidad entre el caballero y su montura, a pesar de la cual el jinete seguía siendo jinete y el caballo seguía siendo caballo. A unos pocos se nos aseveró también —pero esto no debía conocerlo la multitud— sobre la impropiedad de creer todavía en la divinidad. Klima llamaba sobrehombre a la consecuencia de este nuevo paisaje, y lo hacía partícipe de su odio. Toda entidad sedentaria era anatema. Las ciudades claudicaban —a veces sin lucha— ante aquellas hordas carentes de remordimientos, portadoras de un concepto sagrado del horror, el cual es gratuito describir. Toda destrucción debía ser llevada a su absoluto. El nombre del gran arúspice era conocido por muy lejanas gentes, en cuyo idioma había penetrado como sinónimo de apocalipsis. Pero el tiempo pasaba sin que se adivinase el final de la obra. Pronto la inteligencia directriz precisaría de un sucesor. La didáctica de Klima se volvió cada vez más melancólica. Me hablaba de endemias tales como la soledad del rey, el ajedrez paulatino de la mortalidad, el infortunio de morir sobre el lecho. Una noche, cuando ya una tos pertinaz estorbaba el poder de su oratoria, Klima me confió una última visión obtenida en las laderas iniciáticas de un monte sagrado.

Con pacienciosidad de moribundo, me habló de ella hasta el alba, tras lo cual abandoné trastornado su tienda, consolándome en la idea de que a su edad el guía confundía la realidad con sus propios deseos. Klima murió en los pastos de verano, en medio de una noche en que incluso las bestias guardaron silencio. Llorado el clarividente, sepultado junto a su ajuar de caza y su mejor caballo, comenzaron las inevitables guerras de sucesión, que durante dos años de plomo ensombrecieron la estepa. Vencida la batalla junto al lago salado, mi facción hizo míos el velo dorado y la espada ritual. Absueltas las tribus rebeldes, la recompuesta anfictionía me ovacionó, testimoniando con sangre los juramentos de fidelidad. Desde mi majestad, todavía tibias las brasas de mi memoria de sedentario, privadamente aborrecí a aquellas gentes. Desde mi nueva paternidad sobre ellas, mientras tanto, las compadecía. Los años siguientes tienen por nombre Gandara, Khotan e incluso Qambaliq, comarcas que desaparecieron de las recensiones de los geómetras. Tras el deshielo, la horda se congregaba alrededor de mi arenga. Resignado actor, yo les prometía esclavos y ganado. Mi pueblo era el intenso breviario —levemente humano— de las Siete Plagas. La crudeza y la mortalidad del invierno, mientras tanto, eran la mejor razón para anhelar los paisajes sureños y dóciles. En el centro de la cuidada circularidad de mi yurta, lo bastante amplia para recibir a las pusilánimes embajadas, me sumí en un ejercicio de espera que no me hizo más sabio. Incon-

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tables veces, para entretener mi insomnio, invertí el trabajo de la clepsidra en un ilusorio intento por medir el tiempo. La irremediable precipitación de la arena negó las cosas que hubieran podido ser. Del tirano no se espera que se rebaje al humano hastío en medio de su prevista diversión. Con los días, sin embargo, rehusé el resignado sexo de las concubinas y las ocurrencias de los bufones que, taimados, siempre acaban invirtiendo la dirección de la broma. Sé que los malcontentos me apodaron Príncipe de la Frigidez. Lentamente sobreviví al desánimo y sus tentaciones porque estaba escrito que así fuese o porque mínimamente me alimentaba un degenerado, lento anhelo de conocimiento. Las metáforas de Klima, como las de todo mahdí o mesías, guardaban la ambigüedad suficiente para ser reinterpretadas a la luz de los hechos finales, pero contenían la suficiente espectacularidad como para sembrar en algunas naturalezas fatalistas el deseo de que así fuese todo. El fenómeno representado por Klima también había tenido que darse en lugares exóticos bajo otros nombres, trascendido por una idéntica visión. Naciones más sofisticadas que mi inconstante imperio se hallarían contaminadas por las mismas predicciones. No seré yo quien desvele la paradoja según la cual algunos vaticinios se cumplen gracias al sentimiento de impotencia que generan. A su debido tiempo —a los cuarenta años ya hemos adquirido el vicio de dar por explicable cualquier tardanza— vi por fin el aciago rostro de los nuevos tiempos. Acostumbrados a su acechanza —a veces también a su depredación— ni

mi tribu ni yo hallamos novedosos aquellos insectos cruciales cuyo vuelo excedía a aquel otro de las águilas. Nada nuevo había bajo el Sol, pero el número de estelas, trazadas desde un horizonte hasta su opuesto, era inusual. Mi pueblo, que nunca rezaba mucho, regresó a cierto misticismo al ver sobre sus cabezas las geométricas avalanchas del miedo. Nada ocurrió aparentemente. Los titanes del aire buscaron otros lugares donde hacer mortífera su sombra. No obstante el viento trajo algo que hizo indóciles a las bestias e incrementó la mortalidad de los natalicios. Algunas mujeres repudiaron a sus recién nacidos, funestamente deformes. Los chamanes, sobrecogidos, prefirieron morir apaleados antes que revelar sus premoniciones. Únicamente querían prolongar la inocencia de las gentes, que fácilmente se prepararon para soportar alguna forma tolerable de peste. Temiendo conocer el mismo final que los videntes, exhorté a mi nación a regresar al culto del dios lobo, cuya cólera pasajera se evidenciaba en el insólito poder de las tormentas y los vendavales. Hombres de templanza largamente atestiguada, mientras tanto, devoraron el polvo o el barro traído por las tempestades. Providencialmente, una bruja deificada proclamó que la salvación esperaba en el Sur y sus metrópolis. Yo acepté esta intromisión como una manera de apocopar toda incertidumbre, pues preveía que esa era la latitud más visitada por los agentes de la aniquilación. Encontramos las aguadas de siempre súbitamente salinas, el ganado empezó a morir sobre los pastos contaminados. La lluvia ácida decoloró los

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oasis. Era una primavera adecuada para los escorpiones. Alcanzamos las poblaciones que antaño habían sido nuestro coto delimitadas por la ceniza de sus fundamentos. De los cadáveres quedaba el testimonio de confusos osarios, allí donde los moradores se habían congregado para el tímido rezo. En algunos lugares, la proporción bíblica de la debelación había sepultado enteramente a las ciudades hasta hacer de ellas una continuación de las arenas rojas o de las arenas negras. Bajo el peso de mi pueblo crepitaron Bactra, Kabul o Kandahar. Acompañando a los exploradores, desde cierto otero cercioré la extinción de las higueras y las huertas que había visitado antes a la entrada del valle inconfundible. Los ojos irresolutos de mis hombres no vieron nada sino desierto. Yo los negué. Vi las cúpulas azules y los arcos, vi los caravasares y las murallas, las grandes puertas abiertas al flujo del comercio lejano con Catay y Rum. Al final no pude sino emitir una voz: «Samarcanda». Para entonces todos nosotros habíamos desarrollado diversos estigmas. Respirábamos con dificultad, y las úlceras en la piel tergiversaban nuestra apariencia. No tardé en comprender que no quedaba ya ni una sola hembra apuesta. Éramos un pueblo sin belleza. Ordené romper todos los espejos y prohibí la desnudez de los niños. La muerte se presentaba en forma de asfixia y vómitos de sangre. Pronto la abnegación depositada en los primeros casos fue economizándose bajo la política cada vez más exigente de la propia supervivencia. Los ancianos y los tullidos,

sabedores de los usos nómadas en tiempos de penuria, se abandonaron al efecto de la calima sin un solo quejido. Varias veces vimos en la lejanía el súbito resplandor que cegó a los imprudentes. La mayoría velamos nuestros ojos para contemplar después la ascendente materia de la muerte. Temiendo atraer la destrucción, evitamos todo espejismo de ciudad, camino de las llanuras del Indostán. La muchedumbre se hundió cada vez más en las rogativas dirigidas por la bruja, y en la superstición de nuestra inmunidad. Alegaban que no éramos urbe alguna, olvidando fervientemente que nuestra masa era superior a la de muchas de las ciudades borradas. Como todo lo anterior, como todo lo restante, también nosotros éramos flor de invierno, tan apenas prendida. Solo había que esperar la sutilidad de un leve bochorno. Aquel mediodía me sorprendió de nuevo con los batidores. Desde el amanecer nuestras debilitadas monturas habían mostrado un desasosiego que nos llevó a abusar del bocado. Las bestias, según concluyeron los jinetes, antelaban la proximidad del Indo. Privadamente, yo creí en otro tipo de presciencia animal. La verticalidad de una sola de las parafernalias volantes afirmó mi sospecha. Congregué a mis hombres en el seno de un arroyo cuyo socaire nos libró de la primera nivelación. Luego los dejé marchar hacia una muerte segura en la fútil búsqueda de los suyos. Al huir sobre el ala desbocada de mi caballo sentí más que nunca el peso de mi imperio, el cual me condenaba a la supervivencia

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predicha por Klima. Por lo demás, en algún momento u otro había amado a mi pueblo. A lo ancho de la llanura, consumadas las últimas debelaciones, se apreciaba la regresión de la Naturaleza a formas difícilmente apiadables, tales como el escarabajo o la cobra. Inhábil mi caballo para alcanzar alguno de los raros rebaños, obtuve mi alimento allí donde los últimos buitres delataban la cercanía de los cementerios animales, a donde los mamíferos acudían a morir. La espada de bronce, que tantas cosas había significado, fue usada para ahuyentar a los chacales, en luchas feroces por el indeseable sustento. En ríos o arroyos contuve mi sed, remontándolos hasta encontrar la altura en que no hubiesen muerto los peces. A pesar de las ambigüedades de mi corazón, las sucesivas pruebas puestas a mi supervivencia delataban la presencia de una inteligencia nómada. Los efectos de la soledad, mientras tanto, planteaban otros dilemas. Diariamente hube de escoger entre escuchar o no las voces que acechaban a mis espaldas. Uno tras otro, hube de esclarecer la irrealidad de los espejismos que querían ser los jardines asimétricos y la fauna fantástica de ÔmTitán. Perdido así el orden de mi progresión, más de una vez volví sobre el único árbol de la llanura o sobre la tumba copiosa de algún santón. Varios gimnosofistas desdeñaron mis acercamientos, sumidos en sus votos, hasta obligarme a alancear la súbita ceniza de sus cuerpos. Un león albino ignoró mi carne, ocupado en difundir la nocividad de su presagio. Finalmente, una ocurrencia estrafalaria amena-

zó con dar forma a mi cárcel a lo ancho de la inmensidad sin sombra. Era la extravagante, la insane, la probable idea de que yo pudiese ser el Mundo, y de que el Mundo pudiese ser yo. Solo un dios puede soportar ese peso. Más que nunca, necesité creer la palabra de Klima. Me arrojé por tanto a la dilucidación del Otro. Éste se ocultaba en la inalcanzable medida de la latitud y la deshabitación. Sé que me temía porque yo lo temía a él. A los dos se nos había aleccionado sobre las guerras que no acaban nunca. En el legado oral del maestro resonaba el sermón del odio atemporal, la superación de toda piedad. Mi secreta disposición no importaba. Yo sobrevivía entre imponderables que preveían cualquier ecuación personal. En su privado patetismo, Klima había sido un profeta enloquecido, pero también un mago. Parte de la Civilización transcurrió bajo la ebriedad de mi rocín, a la que confié toda orientación. No sé relatar el tiempo que perduré jugando a diferenciar las antiguas ciudades del paisaje que las había circuncidado. Ya largamente incrédulo, prevenido por mi propia desesperación, un hallazgo capital me hizo prever la proximidad de mi igual. En medio del perseverante páramo, que a la altura del Irak había reverdecido levemente bajo ciertas lluvias itinerantes, encontré yaciente uno de los magnos artefactos que tan aciagos habían sido al miedo de los pueblos. Su inexplicable extinción era comparable al cadáver de Dios. Todavía incapaz de atribuir un origen inanimado al lento prodigio, me

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acerqué como quien teme la última convulsión de la bestia moribunda. De los cuatros radios de su cruz, uno había ardido sin fragmentarse, sobreviviendo así la simetría total, cuya amplitud sería de cien pasos. Una violenta estela cien veces más larga, trazada en el polvo al regresar abruptamente a la tierra, sugería algún modo de accidente. Mi curiosidad se impuso a mi temor. Trasponiendo una abertura en el costado, que era enteramente de hierro, cercioré la sospechada oquedad del interior. Abundantes manchas de sangre entre la larga serie de incomprensibles instrumentos sugerían un previo uso humano. Los nueve cadáveres se alineaban fuera bajo túmulos circunstanciales y recientes, evidenciando el trabajo de quien poseía la religión, mas no el fervor o la fuerza. Alguien, probablemente un herido, habitaba cerca. En un mundo de destinos nadie va muy lejos si únicamente lo alimenta el miedo. Ignoro por qué creí tan firmemente que me esperaba un único superviviente. Mediante mis capacidades de cazador —de nuevo el nómada— hallé sucesivos rastros de sangre, diluidos por la lluvia negra. Otras veces encontré una brújula de la que alguien me había hablado o monedas con la efigie de un centauro. Estas y otras señales sugerían una línea recta, inspirada desde el horizonte por una elevación artificial. A lo largo del día precisé las escalinatas, los decrecientes hitos, la arena abrumando las aristas de la colina sobrehumana. En el crepúsculo —el Sol, unas veces enfermo y otras atrabiliario, me había acostumbrado a perfiles más estrafalarios— pisé la sombra

del zigurat. Ceremonialmente esperé a que el plenilunio vistiese el misterio. El eclipse ya había comenzado cuando sacrifiqué mi montura en honor a los dioses y a mi apetito. Tras degollarlo sin dejar de hablarle amorosamente sorbí su sangre como cualquier otra bestia. Era el sabor tantas veces visitado por los ancestros. Infundido nuevo vigor en mis miembros, asalté la ladera de exhausto ladrillo. Ya en ÔmTitán había atestiguado erecciones semejantes. Era tal acumulación la obra de miles de hombres maledicentes, ajenos al dios y a su propia obra, réplicas cobardes de mi maestro que no habían osado rebelarse. A pesar del salvífico alimento, el desnivel de las inacabables escaleras me hizo recordar que yo ya era el principio de mi propio cadáver. Finalmente en el ápice de la construcción, en donde aguardé el retorno de mi aliento, observé en derredor la planicie sin fuegos ni ganado. Ciertas suposiciones sublunares de aldea o ciudadela quisieron recordarme algo, pero preferí no rebajarme a la melancolía. Así lo exigía el carácter de mi tarea. Recuerdo la suma de una sola lágrima sobre la erosión multisecular de la arcilla. Indiferente a mi breve puerilidad, mi corazón latía más allá del ritmo de las viejas batallas. Frente a mí, expuesto a los cuatro vientos —magnificadas sus sombras y sus luces por el decreciente flujo lunar— el templete central escondía el enigma de su elevación. Recuerdo la prudente trasposición del umbral con mi mano sobre la daga. Dentro, la paulatina adaptación de la pupila a la penumbra sagrada permitía advertir a Em-

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manuel, de nuevo crucificado. Bajo los pies del mártir yacía el último sacrificio de un onagro, ya reducido a su osamenta. Antes de ampararme en la opacidad de un rincón, yo añadí el corazón tibio de mi corcel. Cristo doliente, en otros tiempos uno de mis más amados misterios, había de atestiguar mi última epopeya, en la que no había de predominar el Amor. Esperé una voz, una respiración, un ruego. Mi puño seguía cernido sobre el puñal sudoroso. Temía un arma secreta o la adversa intervención de lo sobrenatural. Finalmente fui yo quien interpeló a la penumbra, trazando con mi arma el arco tangible de mi brazo. La sonora herida del aire semejó el tañido de un harpa. Tal uno de los posibles ritos que daban acceso a la verdad y a la infamia de la sala. Del otro flanco del santuario llegó una dicción que me recordó el vuelo incorpóreo de una libélula en su apareo. «¿Qué te ha traído a Uruk, extranjero?. No es ésta patria de nómadas». Yo recordé que Uruk, la bien murada, había pertenecido a la anfictionía de Ôm, después de ser englobada por la expansión de ésta. Con extraña precisión recordé los días en que las caravanas de mi padre me habían traído a Sumer, rica en cebada y templos. «No soy extraño —repuse— Vuelvo a Ôm Titán». Mis leves pasos me acercaban sin alevosía al origen de la voz. A despecho del pronóstico, regresaba a la edad en que la curiosidad había antecedido a la violencia. Lentamente —la progresión del eclipse se hacía notar en el habitáculo— mis ojos delimitaron el peso del agitado tórax contra la pared, el rostro tenuemente barbado, el correaje de cuero, la herida

en el costado. Tendría la misma edad que yo al partir hacia la infinitud. «Entonces —añadió el mozo— llegas tarde. Nadie te recuerda. La Ciudad es su propio cementerio». Al tiempo que con mi velo providencial y mi saliva remediaba la herida, acepté saber sobre las razones y los medios de la contienda. Ciudades que se habían creído infinitas —confusos imperios, aleatorias ligas urbanas— habían llegado en su crecimiento al confín de otras con presunciones idénticas. Las repentinas asechanzas habían conjurado los cismas internos, y la negación del otro había promovido las nuevas dimensiones del patriotismo. Por lo demás, en todo poblado hay un hombre que quiere ser Dios. Alentados por los inesperados progresos de la cartografía, entes mayores habían establecido el sueño de la universalidad. Esta anécdota había sido tolerable en tiempos de Sikander. Ahora había significado la presumible deshumanización de todos los continentes colonizados. Los motivos habían sido superados por su consecuencia. Las recientes aeronaves se refugiaron en su altitud inatacable para proyectar las nuevas armas. Sí, lo sabía. Primero el magma del resplandor, luego el vendaval y el fuego. «Contempla ahora a Uruk, y entiende si te atreves», me exhortó el muchacho. El primer santuario, la concepción de la caligrafía y la rueda, los muros que nadie vulneró. El rey Gilgamesh tras la inmortalidad de su poema. La multiplicación de escribas y astrólogos, los sanadores y los temidos herreros. El cálculo sexagesimal, el culto del agua. Las hierogamias de primavera, los místicos

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de Inanna. Transportados por la imprudencia de la rememoración, ambos nos reflejamos mutuamente en nuestro llanto. Por primera vez en mucho tiempo añoré mis años de zagal ignorante en el palacio paterno, allí donde «todos los pasos tenían un sentido». «En tiempo de paz —balbuceó el joven combatiendo sus sollozos— te hubiera llevado a conocer mi pangea, a la que se accede mediante un viaje en el espacio y en el tiempo. Solo unos pocos escogidos disfrutamos una doble pertenencia a un lado y otro de Beringia. Lo que aquí es para mí Uruk, allí se llama Murmansk, lugar de estrechos veranos. Pertenezco al país del cual provinieron las más implacables máquinas, puestas mediante incomprensibles alianzas al servicio de Babel o de Lacedemonia. Yo era solamente un patriota. En nuestro enésimo vuelo en torno al Orbe mis camaradas y yo hemos comprobado que eso ya es inútil. Ellos han tenido la suerte de morir. Estamos solos. Dime ahora por qué he de matarte». De regreso a mi contención mensuré el progreso del eclipse. «Hasta ahora —divagué— todos los mitos han sido revividos, todas las órdenes de los reyes cumplidas, como puedes ver. Quizá sea ya tarde para preguntar por qué». Le hablé de aquella contienda mucho más antigua que la suya, de la urgencia con que debía sumarse a ella. De un duelo insoslayable cuyo resultado esperaban los nuestros desde el otro mundo. Nada era menos efímero que nuestra confrontación. Las leyendas sobre el Origen o sobre el Diluvio eran aún más simples, pero los pueblos las necesitaban. Todo era una buscada sime-

tría entre principio y final. Más que el semen, era la sangre el primer elemento de la germinación. En el tiempo, Abraham había estado a punto de sacrificar a su primogénito. Saturno había devorado a sus hijos. Nada había más temible, ni más regenerador, que las ménades de Dyonisos. Incapaz de habitar mi agitación, me acosté contra el muro y cerré los ojos. Vi pasar todas mis edades. Mi existencia había acabado al dejar atrás las caderas de Cyntia. Lo demás no había sido la vida, sino la supervivencia. La Ciudad me había dado el crecimiento y el orgulloso sentido de pertenencia. Klima me había dado el Sentido, esa abstracción sudorosa en la que se refugia una existencia frustrada. Tarde o temprano, todos tenemos que elegir entre el meandro y la rectitud de la flecha. Entretenido en estos trabajos del corazón, advertí que por primera vez desde la infección de mis sentidos estaba insolentando la voluntad de mi captor, pero había en esta afirmación un grave candor. La luz y la temperatura decaían precipitadamente bajo la aproximación del eclipse total. El otro y yo intercambiábamos palabras ruborosas. Progresivamente, la oscuridad en sí. Su imperio, su consecuencia. El inexplicable animal evidenciado por su alarido y su omnipresente tacto. Primero el horror, luego la rabia. Yo luchaba por dos. Nunca mi coraje había ido tan lejos frente a lo sobrenatural. Mi sudor, mi tesón sin tacha. Abundaba la sangre de la que beber. Odiosamente lenta, la respiración de la nueva luminosidad, el cadáver milagrosamente robado a mi gloria. Librados los

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últimos pasos del combate con uñas y dientes, la daga había quedado librada al vacío, abandonando mi mano a un solitario discerniento entre gesta y alucinación. En la fiebre por desmentir los hechos, busqué en el aire el acero, olvidando que éste tenía un peso. Inexplicablemente, me había armado ya contra la consternación antes de hallar por fin el arma, tenazmente hundida en el tórax de mi compañero. «Yo también lo he visto», juró el desventurado, intentando exculparme con sus últimas palabras. Si es cierto que todo está escrito, Caín debiera resultarnos aceptable. Nuestros hechos son tan irrenunciables como nuestra piel. Trastornado por la contienda algo había mudado en mí. El cadáver era apuesto, pero escupí sobre él. Muchas veces he matado. Solo una he asesinado. En mi metamorfosis, toda huella de remordimiento fue superada. La obra de Klima había llegado finalmente a su culminación. Cerrados entre mis manos aquellos ojos árticos, me prometí dormir a pesar de la magia y el inducido crimen. Al amanecer, repuesta la luz de su ofensa, desperté sobre un charco de distinta sangre. El Crucificado exhibía un nuevo estigma a la altura del corazón. Yo ya no recordaba ninguna plegaria. Todos solemos decir que hemos visto al monstruo antes que al hombre, pero he sabido que esa es materia de perjuros. Los hechos no se definen por su causa, sino por su efecto. No en vano sobre el séptimo escalón del inútil zigurat aparece labrado en ideogramas el ostentoso anuncio: «Dos años después de la Debelación, Kambuyiya, de los avestas, mató

aquí en duelo a Rurik, de la Rus de Kiev. Que uno y otro contemplen a Dios en su justicia». Puesto que no hubo en la Tierra mayor placer para ellos, preveo que en el paraíso de los valientes los bienaventurados siguen dirimiendo las guerras que la muerte interrumpió. Quizá Rurik afila allí su arma. Mientras tanto yo pervierto mi tiempo gracias al viejo delito de la mudanza, consagrando mi mente a privadas encuestas sobre la noción de destino. Inevitablemente, esto me conduce a la rememoración de Klima, dentro de cuya voluntad pervivo. Él me enseñó que ´toda idea de predestinación surge siempre de aquel cuyos sentidos han sido amputados`. Los hombres felices en su simplicidad o en sus prebendas anhelan días idénticos y una vejez previsible. Los otros —los inadaptados, los sensualistas sin herencia terrena— no conciben más que la metáfora donde mirarse, la matemática cuya historia requiera la vanidad herida. Muerta la esperanza de llegar a ser hombre, nace el clarividente, el apóstol o el genocida. Ya exiliado una vez —ya objeto de una primera mutilación— Klima me había robado para hacer redundante una de esas infelicidades de consecuencias fatales. Hubiera podido elegir entre miles a uno de sus animales de presa que ya tanto había aleccionado, pero él buscaba cierta sofisticación que superar, una diversa fidelidad que quebrar. Quería que el elegido, en la contemplación del cadáver del otro, entendiese la conjuración de toda dicha en la Tierra, de toda rememoración dedicada a los que habían osado ser felices.

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Agustín Vidaller

Ahora sé que soy nómada. Ahora busco el frío y la fauna del Cáucaso. Media vigilia de empatía con mi víctima última no oscurece el orgullo de mi designación. Con frecuencia recuerdo el lance y ya no aparece siquiera el ser ignoto. Solamente veo la noche de las noches, la oscuridad absoluta en que la historia de los hombres llegó a su desenlace gracias a mi oficio. Por lo demás, he llegado a suplir, mediante la inteligencia con los animales supervivientes, la ausencia de gentes con quienes conversar o compartir mi lento banquete. A veces, en busca del escorpión, levanto la piedra sobre la que voy a sumir mi cabeza durante el sueño, y cuál es mi alborozo cuando, burlándolo en un ameno juego, lo hallo dispuesto a darme muerte. Otras veces, una manada de dromedarios, gravemente amenguadas sus gibas por la escasez, se rinde a mi instinto superior, siguiéndome hasta nuevos pastos y aguadas a las que, para mi diversión, los conduzco por los caminos más sinuosos para establecer mi superior adaptación al paisaje posbélico. Los chacales me acechan solo porque no he perdido mi capacidad de abatir gacelas, que ahora, atraídas por mi halo, suelen adentrarse en el radio de mi arco. Los buitres, lejos de acecharme, me custodian desde su altura. Y con frecuencia, cuando los tentáculos de la Ciudad pretenden todavía hacerse evidentes al conducirme de vuelta al mismo miliario o al mismo túmulo, doy en reír sin parar, a solas con la eternidad, mientras recuerdo las viejas pretensiones de Ôm Titán.

Xandru Fernández Turón (Asturias), 1970. Ganó en 1993 el Premio Xosefa Xovellanos de novela en asturiano con El club de los inocentes, y repitió galardón en 1999 con El suañu de los páxaros de sable y en 2011 con El príncipe derviche. Con Les ruines (2004) y La banda sonora del paraísu (2006) obtuvo el Premio de la Crítica a la mejor novela en lengua asturiana. En 2016 publicó El ojo vago, su primera novela en castellano.

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Dylan, o de la frustración —¿Adónde vas, Espeusipo, con esas prisas? ¿Acaso ya nos hemos movilizado en apoyo a los tebanos? —No, que yo sepa, maestro Platón. La ofuscación que me arrastra viene del temido futuro, no del odiado presente. —¿Y qué nuevas son esas que aún tardarán en producirse? —Una noticia que ha trascendido gracias al invento de Demócrito, ese telescopio que nos permite asomarnos a los siglos venideros sin ser detectados por sus habitantes. —En más de un lío nos meterá el dichoso Demócrito si no se muere pronto, el muy imbécil. —Puede ser, pero no por ello es menos inquietante lo que acaban de decirme. Resulta que dentro de dos mil trescientos años la Academia le dará a un tal Bob Dylan el premio Nobel de literatura. —Aguarda, aguarda, Espeusipo. ¿No es buena noticia, por ventura, que mi gloriosa Academia siga existiendo después de dos milenios? —Me temo, divino Platón, que de tu Academia no queda para entonces mucho más que el nombre. He visto en el telescopio de Demócrito que hay establecimientos de bastante peor tono que se llaman así. Academias de idiomas, las llaman. En ellas se enseña a hablar mal en varias lenguas.


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Dylan, o de la frustración

—Pues sí que… ¿Y qué importancia tiene, pues, que uno de esos establecimientos premie a Fulano o a Mengano, si tan magro es su prestigio? —Es que esta Academia, en concreto, sí que es prestigiosa. Y los premios que concede tienen eco en todo el mundo conocido, que en esa época de la que te hablo es, justamente, el mundo entero. —Felicitémonos, pues, de que ese Bob Dylan sea merecedor del mismo. ¿Qué disciplina practica? Pues te confieso que te he oído decir «literatura» y me he quedado como estaba. —Es que nosotros aún no le damos ese nombre, maestro, pero en el futuro llamarán literatura más o menos a lo que tú haces con tus diálogos: exponer por escrito, en caracteres bellos, nobles pensamientos que inviten a la reflexión. —¿Y es a eso a lo que se dedica el tal Bob Dylan? —Un poco, tal vez. Pero debería aclararte que lo hace usando versos. —Grandes escritores de versos poseemos nosotros y aun los laureamos como se merecen, Espeusipo. ¿No honrarías tú la memoria de Safo y Alceo como nobles poetas en verso? —Sí, maestro. Toda vez que sus palabras han trascendido la ejecución musical y podemos recrearnos con ellas a través de copias de sus obras. —¿Y no es eso, por ventura, lo mismo que hace ese Dylan? —Pues va a ser que no, porque este es famoso, justamente, por cantar sus propias composiciones.

—Un poeta lírico que ejecuta sus propias canciones. ¿Las canta bien? —Más o menos como un perro cuando le pisas el rabo. —Enigmático asunto. Imagino que, aunque viva, su propia obra le habrá trascendido en forma de libro. —Sí que es cierto que se han publicado en libro sus canciones, mas no surten de este modo el mismo efecto que cuando son cantadas por él o por algún otro rapsoda. —Muy mal deben de andar las cosas en el futuro, entonces, Espeusipo, pero eso no explica por qué corres de esa manera, como si hubiese algún modo de remediarlo. —Se me ha ocurrido, divino Platón, que todo será diferente si evitamos que en el futuro conozcan a Homero y a nuestros poetas, pues no dejan de repetir que nosotros, los griegos de hogaño, a quienes según parece toman como modelo, reverenciamos a nuestros aedos y a nuestros rapsodas del mismo modo que ellos a sus cantantes populares. —Alguna razón llevan, si es que piensan así. —Y no digo yo que no, maestro, pero me he acordado de cuántas veces nos has prevenido contra la tentación de buscar respuestas en esos repetidores de versos y clichés como si en sus composiciones se hallara la verdad. —Cierto es. Y por los dioses que yo mismo te incitaría a quemar cuantas copias de la Ilíada pudieras reunir. Mas juzgo que sería esfuerzo vano, pues basta con que se halle una sola a buen recaudo. —El futuro, pues, está perdido.

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—Amigo y sobrino Espeusipo, no dramatices. Cosas peores ocurrirán en el futuro. Me temo que lo que te enfurece es comprobar que la guerra contra el cliché, y por tanto la guerra contra la deformación de la palabra y el pensamiento, no la habremos ganado aún dentro de dos mil trescientos años. Era de esperar que fuese así. —¿Cerramos, entonces, la Academia? ¿Nos mudamos a una comuna, como los seguidores de Aristipo? —Ni pensarlo, Espeusipo. Más bien decretaremos medidas radicales, de suerte que nadie pueda acogerse al ideal de nuestras enseñanzas sin tener que practicar también sus exigencias. —¿Y qué medidas serán esas? —De momento, prohibir la presencia de poetas en nuestras ciudades. Y por si acaso alguien juzga que se trata de una figura retórica o un desahogo pasajero, lo pondré por escrito en el nuevo tratado que estoy escribiendo. —¿Cómo va de avanzado ese escrito, maestro? —Muy avanzado, sobrino. Y aún lo estaría más si dejarais de correr de un lado a otro cada vez que el telescopio de Demócrito os da un susto como este. Cualquier día cojo un mazo y lo hago puré, y a su inventor con él, por las barbas de Pitágoras.

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Julio Mas Alcaraz Madrid, 1970. Es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales y MBA. Ha vivido en Chicago, Nueva York y Londres, donde ha desempeñado cargos de responsabilidad en organizaciones internacionales. Su primer poemario fue Cría del ser humano (2005). Como traductor ha publicado La diferencia entre Pepsi y Coca-Cola. Antología de poesía norteamericana contemporánea (2007), Vive o muere (2008), de Anne Sexton, y El juramento de la pista de frontón, de John Ashbery (2010). Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas y aparecen en diversos libros colectivos y antologías.

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Ava

Ava pronuncia mi nombre. La o final se convierte en una larga u en su boca: Juliouuu. Tiene cinco años, cinco años y tres cuartos de acuerdo a su calendario. Su voz suena grave, desgarrada y vieja, como si le hubiera cambiado las cuerdas vocales a una anciana del pueblo de Criccieth y ésta hablara por ella. Es temprano para mí pero no para ella, que se despierta anticipando los amaneceres y viene a despertarme sigilosamente. Desayunamos tranquilos. Tratamos de hacer poco ruido y no despertar a su madre. Con mirada de niña traviesa, Ava toma sus cereales y me roba algún trozo de fruta de mi plato. Come rápido y me apremia porque quiere salir lo antes posible. Tiene esa prisa que hace que los críos vean los relojes como si fueran anillos que se forman en la madera. Sobre el suelo frío del cuarto de baño hay un pequeño escalón de plástico que le permite observarse a la vez que se lava los dientes. No hace tanto que ha descubierto su imagen en los espejos y disfruta de ella con la misma pasión con la que yo trato de evitarla. Después se lava las manos, unas ma-

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Regreso a Titania

nos que siempre conservan algo pringoso por mucho que le ayude a enjabonarlas bajo el grifo. La niña abre la puerta exterior, coge el patinete y comienza a bajar lentamente la empinada y resbaladiza escalera. Yo bajo delante de ella por si se tropieza y cae. Al llegar abajo, me mira. Su piel todavía mantiene el moreno del verano y realza la extrañeza de su rostro, una mezcla de sangre india y galesa. Me pregunta dónde vamos y al mismo tiempo responde por mí. El día anterior habíamos ido a un parque infantil que, entre otras muchas cosas, tiene una barra que simula a las que se utilizan en las estaciones de bomberos para bajar cuando se produce una emergencia. Yo, en una bravuconada pueril, ascendí por dicha barra como si quisiera demostrarle algo y la desafié a que lo intentara. Ante la imposibilidad de escalar con sus brazos delgados, Ava se descalzó e intentó ascender con el apoyo de sus pies. Primero subía un pie, luego una mano, luego el otro pie y la otra mano. Debido a su escasa fuerza, se caía cuando casi lo había logrado y lo volvía a intentar. Así una y otra vez. Se dolía de la quemadura que la barra de hierro le estaba produciendo pero no desfallecía. Yo la trataba de disuadir pero era inútil. Cansado y arrepentido de haberle dado la idea, me fui a sentar a un banco. Después de más de treinta intentos, logró trepar por fin hasta la plataforma justo cuando yo observaba a otros niños. Enfadada, se obstinó en repetir su hazaña hasta que, tras nuevos y esforzados intentos, consiguió que la viera.

Ava me coge la manga, tira de mí y comenzamos a dirigirnos hacia el parque. Corro con ella a mi lado y ella se ríe mientras se impulsa con un pie y las ruedas del patinete giran a toda velocidad contra el suelo irregular. Lo conduce con una sola mano y sortea a los peatones, los árboles y cualquier obstáculo que se encuentra. En su mente quizá visualiza ya la barra por la que va a volver a subir, o los columpios en los que le he enseñado a saltar justo en el punto en el que el asiento está en la parte más avanzada de su parábola. Ava acelera y se aleja. Cada vez que llega a un cruce, me espera e insiste en que me dé prisa. Cuando llego y le digo que puede cruzar, se lanza por una pequeña rampa y cruza el asfalto veloz y sin miedo. Conforme nos acercamos a nuestro destino, reduzco ligeramente el ritmo de mi marcha. En una esquina hay una tienda de objetos de colección de los Beatles. Siempre que paso por no puedo evitar mirar el escaparate y ver de nuevo un submarino amarillo o un pulpo grotesco en un jardín artificial. Al girarme para buscar a Ava, me doy cuenta de que me he parado. Ava se encuentra ahora más lejos de lo que debería y acelero mi paso. La llamo pero está nerviosa ante la cercanía del parque y no se detiene. Le chillo que se pare pero no me hace caso. La acera que da acceso a la entrada del parque describe una pronunciada curva a la izquierda, de manera que pierdo el contacto visual en cuanto ella gira. Al cabo de un rato escucho un grito largo y pronunciado. No es un grito de niño.

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Corro y tomo la curva a todo velocidad mientras el grito se sostiene en el aire. Cuando veo a Ava, está parada, sus ojos abiertos, incapaz de apartar su mirada. De la barra superior de los columpios se ha colgado una persona. Se balancea ligeramente, siguiendo la cadencia de los dos columpios que tiene a su lado. Es un hombre de mediana edad, que se parece a mí pero que no puedo ser yo. Porque yo estoy alejando a la niña de la visión de ese cuerpo. Huyo con ella en los brazos. Sus gritos no ensordecen el sonido de la cuerda que, en su balanceo, permanece en mi interior. Un sonido enorme asciende hacia un cielo apartado por el cielo que no deseamos que exista. Miro hacia atrás. No. Ese cuerpo no puede ser el mío. Corro.

Sergi Bellver Barcelona, 1971. Es autor del libro de relatos Agua dura (Ediciones del Viento, 2013) y sus cuentos han aparecido en una decena de antologías en España y América Latina. Ha escrito crítica literaria en el suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia y la revista Qué Leer, entre otros medios, y ha trabajado como editor, profesor de narrativa, periodista cultural, guionista y librero. Ha coordinado varios libros colectivos y ha prologado nuevas traducciones de obras de Chéjov, Kafka y Dostoievski.

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Propiedad privada [...] mirando la luna llena sobre los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran ni siquiera los perros [...] Julio Cortázar, «Relato con un fondo de agua»

La tierra está tan apelmazada que el chorro de orina ni siquiera levanta polvo. El aire trae desde hace rato la humedad de una tormenta que, a lo lejos, alza un muro que encierra al paisaje por el sur. Sin embargo, el sol aún pega fuerte a esta primera hora de la tarde en las afueras de San Lorenzo. David se sube la cremallera, permanece un instante mirando la pared de lluvia en la distancia y se gira en dirección al coche. Diana no le ha hecho caso —«No salgas, tardo un minuto», le había dicho— y está de pie fuera del coche, sosteniendo con sus manos blancas un paraguas abierto para guarecerse del sol. Entre el paraguas y el vestido, negros los dos, la piel de Diana se ilumina como un milagro. Con un atisbo de sonrisa en los labios, a través de sus gafas oscuras contempla el movimiento de la tormenta en la lejanía. David rodea el coche sin mirar a su hermana, entra y arranca el motor. A la segunda. Maldice. Es un coche viejo y enorme, con la suspensión baja por la carga. Grande, rojo y tan viejo que el óxido y la


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pintura se confunden como sangre fresca sobre sangre seca. Diana sube, reclina el respaldo y se tiende en el asiento, justo cuando David empezaba a mirarla por fin, irritado: prefiere no llegar demasiado tarde a la propiedad para poder echarle un buen vistazo el primer día. Es viernes, dejaron atrás las montañas al mediodía, comieron algo en una gasolinera y hace sólo un rato que han cruzado las calles vacías de San Lorenzo, el último lugar que aparece indicado en los mapas entre la sierra y el desierto. Tras la parada se dirigen hacia el sur por una antigua carretera militar, mal asfaltada. Atraviesan un paisaje que va perdiendo poco a poco el verde y en el que los arbustos y los primeros cactus se alzan sedientos entre las rocas. De vez en cuando, junto a la carretera se abre un cráter por el que un viento raso hace resbalar la grava. Según les dijo el abogado, toda la zona fue hasta hace unas décadas un campo de tiro que luego el ejército limpió y vendió para reconvertirlo en terreno edificable. Cada cierta distancia, de ambos lados de la carretera parten pistas de acceso a solares delimitados por una zanja, por piedras amontonadas o por un triste alambre. Solares en los que se alisó el terreno pero en los que no llegó a construirse, a veces señalados por carteles en los que reza un número, carteles preparados en su día para unos compradores que nunca llegaron y que ahora lucen tan desvalidos como los pocos arbustos que han logrado rebrotar en el interior de cada solar.

La luz del sol entra en el coche por el oeste, cada vez más baja y tenue, lo que Diana aprovecha para apoyar sus pies descalzos en el salpicadero, ya sin cuidado de quemarse. Se quita las gafas, echa los brazos por detrás de su cabeza, suspira como una niña indolente y le pregunta a su hermano si falta mucho. David la mira de reojo y guarda silencio. Es catorce años mayor que ella pero tan moreno, recio y curtido —la nariz varias veces rota, marcada por peleas callejeras— que nadie lo tomaría por hermano de esa pálida joven que parece balancearse en una hamaca en el asiento de al lado. Son, además, dos extraños que antes de la muerte de su madre llevaban demasiado tiempo sin saber el uno del otro. Diana se enteró hace diez días en la ciudad, en un casting para un anuncio, y David lo supo sólo después del funeral, al salir de su escondite, cuando sintió que ya dejaban de buscarle por el último robo. Desde la lectura de la herencia, donde después de muchos años los hermanos volvieron a encontrarse sin apenas reconocerse, bastante tienen con tolerarse para este viaje. El aire está cada vez más fresco y eso anima a Diana, que olvida el mal humor de su hermano y las pocas ganas que tiene de comprobar si dará para algo lo que les ha dejado esa desconocida que llegó a ser su madre. De un modo extraño, Diana se siente libre y eso es lo único que le importa. Pronto empiezan a caer algunas gotas y, mientras David sube su ventanilla, Diana saca las piernas por la suya, cruzando un pie sobre el otro y dejando que se mojen. De repente, una rana, una rana diminuta, cae de alguna parte y se posa en la

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rodilla de Diana. Permanece así, mirando a la chica —que aguanta la respiración— con aire de no pedirle permiso para quedarse justo ahí, un buen rato, antes de saltar de nuevo y perderse entre los matorrales de la cuneta. Diana se incorpora y sonríe. «¿Has visto eso?», dice, pero David sigue concentrado en encontrar el 217 de la carretera de San Lorenzo en algún punto del páramo que les rodea.

abrir la puerta del coche. «Ahí lo tienes, el 217», añade desde fuera en alto al cerrar. Han detenido el coche entre dos carteles —también ha parado la llovizna—. A un lado de la carretera, una larga tapia de piedra encalada con una puerta metálica. Al otro, en un solar, las nubes y el atardecer se reflejan en el aluminio de una caravana junto a la que parece haber gente. David saca el coche del asfalto, lo acerca a la puerta de la finca y desciende: «Carretera de San Lorenzo, 217. Propiedad privada», puede leerse en el cartel frente a la tapia. Lo intenta varias veces con las llaves, empuja a la vez con el hombro, pero no hay forma de abrir la puerta de metal. Diana se cruza de brazos, carga el peso de su cuerpo sobre una pierna y resopla. Del otro lado de la carretera se oye la voz de un chaval, con acento latinoamericano: «Yo puedo abrirle, señor». David mira hacia la caravana y se fija en una niña con uniforme escolar, sentada en la escalera de entrada y con los pies colgando. Un poco retirado de la caravana, junto a un mástil con una bandera amarilla, azul y roja, un chaval algo mayor, ataviado con una camiseta de Los Angeles Lakers, vuelve a decirle en voz alta «Yo puedo abrirle si quiere, señor». Mientras Diana se apoya en el capó del coche, David cruza la carretera y se acerca para hablar con el chaval. Ahora puede verle mejor la cara, el pelo negro y su rara expresión de adulto en un rostro de unos doce años. En la parte superior de la caravana descubre una banderola extendida con la leyenda «Jesús te ama». La niña, de unos ocho años, se aparta las trenzas hacia

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El atardecer perfila poco a poco la silueta del paisaje, cuando la carretera describe una curva para sortear el cañón de un río seco. Eso le recuerda a David, por lo que tiene anotado, que están llegado a su destino. Las gotas de lluvia siguen cayendo débilmente pero empiezan a hacer brillar las piedras, aunque el muro de la tormenta queda todavía un poco más al sur. Todo parece quedar ahora más al sur, piensa David mientras enciende las luces del coche: el desierto, la tormenta, el mar en alguna parte y, más al sur aún, otras gentes y su lengua extraña, el zócalo del mundo, cualquier sitio al que escaparse cuando dé su gran golpe y desaparezca del mapa. De pronto, Diana grita, «¡cuidado!», David alcanza a ver una sombra en la carretera y frena en seco. Delante de ellos, un lobo tiembla y les mira durante unos segundos con la luz de los faros del coche atrapada en sus ojos, inmóvil, antes de salir corriendo y dejarse engullir por la penumbra. «¿Un lobo, tan al sur?, dicen que por aquí hay ciervos, pero... Será un perro», piensa en voz alta David. «Es una loba. Y está perdida», dice en voz baja pero muy segura Diana antes de

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atrás, se lleva las manitas al crucifijo dorado que cuelga de su cuello, juega con él y se queda mirando al suelo. «A veces entro ahí, sé cómo hacerlo», insiste el chaval, que ahora casi susurra. David mira alrededor y no ve señal de los padres de los críos, le da una palmada en el hombro al chaval como si acabara de cerrar un trato con cualquiera de sus cómplices y juntos cruzan de nuevo la carretera. El chaval se cuela por una abertura en la tapia, a unos diez metros de la puerta, la abre desde dentro, sonríe con la cara sucia y vuelve a la caravana sin pronunciar palabra. Ya es casi de noche cuando entran en la finca. El coche, como un insecto de ojos amarillos en una moqueta mugrienta, se arrastra por la pista que lleva de la entrada a la casa. Parece haber varios edificios secundarios, algunas ruinas —David diría que de un molino—, establos, quizá un almacén. Mientras David se lamenta por haber llegado más tarde de lo que esperaba y tener que aguardar a mañana para inspeccionar la propiedad a conciencia, Diana se gira para mirar un cobertizo circular a un lado de la pista, «Parece un lugar horrible», rezonga, «Me duele la cabeza». Poco antes de llegar a la casa principal descubren lo que parecen restos de una hoguera y unas cuantas botellas vacías. Por lo visto, el chaval de la caravana no es el único que sabe entrar en la finca. Dejan el coche junto al porche de la casa. Al pie de sus muros abundan los zarzales y, en la entrada, algunas raíces de arbustos han agrietado la base de la pared y no dejan abrir

fácilmente la puerta. No a la primera. Parece que el condenado lugar no lo va a poner fácil para entrar en él, piensa David. Esta vez sí basta con una embestida del hombro al girar la llave. Una vez dentro, David tiene un vago recuerdo de haber estado ahí de niño, pero abandona pronto la idea y piensa en cómo sacarle dinero a la propiedad. Está demasiado apartada pero todavía habitable, es muy grande, hay un cauce cerca y seguramente también un pozo —«tiene que haber un molino», se repite David—. De nuevo cree haber jugado de niño en un río cercano, tal vez. Había un hombre, quizá su padre, o a lo peor sólo otro de los amigos de su madre, mucho antes de que naciera Diana, piensa, pero no logra recordar con claridad. David se mueve rápido por la casa —bastante grande y de una sola planta—, retira las sábanas que cubren algunos muebles y recoge varias botellas más que encuentra en el salón. Queda claro que, antes de morir, su madre estuvo una larga temporada sin hacer uso de la propiedad. Va al coche para descargar las cosas —ropa, un par de bolsas de viaje y algo de comida— y llama a Diana para que le eche una mano, pero no responde. Hace rato que Diana se ha tumbado boca arriba sobre una piedra pulida, junto a un olivo seco y en el centro de un patio interior, abierto al cielo, un cielo tupido y sin estrellas que Diana observa enmarcado por las cuatro esquinas del patio. Un segundo antes de descargar, el aire se llena de un intenso olor a roca mojada y la tormenta se desata por fin sobre el

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patio, la casa, la finca, el paisaje y sobre Diana, que se deja calar el vestido y los huesos por completo. Esa primera noche en la casa ninguno de los dos consigue dormir, aunque sólo David parece lamentarlo mientras va de habitación en habitación, tratando de cerrar todas las ventanas para que no entre el agua.

seca sobre el escudo. Entonces el hombre comienza a hablarle a David —y, en realidad, también al chaval, como hacen tantos padres cuando se encuentran con otro adulto— de ética y de moral, de los peligros que acechan a la juventud lejos del camino del Señor, de cosas que suceden en esa finca y de gente que no debería estar allí. Avisa a David —se acerca con un paso y baja la voz— de que es un lugar maldito en el que, insiste, suceden cosas terribles —peleas de perros y orgías, le parece oír en un susurro— y que por eso aún no se ha marchado, que por eso todos los días, cuando regresa de la parroquia en San Lorenzo, se sienta delante de su caravana, besa la frente de su hijita y reza por la salvación del alma de todos. Antes de que David le cierre la puerta en las narices, al hombre todavía le da tiempo de insultar al chaval y golpearle con los nudillos en la cabeza.

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Con la mañana del sábado escampa la tormenta y David decide aprovechar para inspeccionar la propiedad. En lo primero que piensa es en revisar esa puerta de entrada que sólo el chaval pudo abrir anoche desde dentro. Encuentra a Diana en la cocina, envuelta en una toalla y con el pelo aún mojado, caminando en círculos que dejan un sendero de huellas húmedas en el terrazo del suelo y bebiendo un vaso de leche con los ojos cerrados. Sube solo al coche y, por una pista ahora embarrada, David conduce hasta la tapia exterior. Una vez allí, al abrir la puerta y sin que le dé tiempo a decir nada, se da de bruces con un hombre que pareciera haber estado esperándole desde siempre, ahí, impasible como un juez bíblico. Latino, de aspecto pulcro, camisa blanca, gafas de pasta negra y pantalón oscuro, el hombre le mira un segundo con gesto severo. Junto a él, el chaval aguarda cabizbajo, con el ceño fruncido, el labio hinchado y se diría que después de haber llorado. Detrás de ellos, una ranchera blanca aparcada frente a la tapia con una inscripción en la puerta: «Jesús te ama». El chaval lleva todavía la camiseta de los Lakers y David se fija en que tiene una mancha de sangre

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La tormenta de anoche ha dejado el terreno encharcado y ha creado regueros que anegan una pista secundaria. David intenta recorrerla a pie para dar la vuelta a la finca. Llega hasta un murete de piedra en mal estado en el extremo sur. El muro es bajo pero tan largo que David regresa a por el coche para bordearlo. Ha vuelto a salir el sol, se acerca el mediodía y con esta luz no parece que Diana vaya a salir de casa. De modo que David dedica toda la mañana a la tarea. Conduce hasta el otro extremo de la finca y desciende del coche por donde la tormenta aún no ha inundado la pista. Es una zona sombría, a resguardo del sol gracias a algunos árboles


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añejos y a un risco en el cañón del cauce del río que linda con la propiedad. Un cauce que, al menos hoy, ya no está seco — puede oírse el rumor del río, resucitado por la tormenta de anoche—. Lo que parecía un molino resulta ser una enorme poza para agua de lluvia, que está ahora mismo a rebosar, negra y brillante como el petróleo. Mientras camina junto al borde de la poza, varias ranas se zambullen a su paso. Por el suelo, entre la poza y el muro, corretean algunas ratas que se empapan al cruzar los matorrales, todavía húmedos a la sombra. Alguna se cuela bajo un colchón en el suelo, lleno de quemaduras y colillas de cigarrillo y rodeado de botellas. Un trecho más adelante, David encuentra unos establos de obra con la techumbre de madera, podrida en algunos sitios. Al asomarse, de repente, un intenso olor a descomposición le provoca una arcada. Se tapa nariz y boca con el cuello de la camiseta y, al final de los establos, descubre, junto al cadáver ya descarnado de un caballo infestado de moscas, una yegua encadenada por las patas. Parece esperar su fin de pie, con la presencia de una estatua terrible, mutilada y con el pellejo marcado como una lona polvorienta sobre el costillar. La mirada de la yegua está completamente ausente y bajo un velo de vidrio, como si ya fuera un fantasma al otro lado de las cosas. Desconcertado, David regresa sobre sus pasos, pasa de largo junto al coche y llega caminando con cierta torpeza al cobertizo circular, donde encuentra una especie de cancela interior y, en una zona secundaria, lo que parecen unos corrales más grandes de lo normal. Al acercarse a

ellos se repite la sensación, el penetrante hedor de la muerte arrancando una arcada de su vientre. En uno de los corrales, tendida sobre su costado, una perra de presa negra y grande agoniza. Respira acelerada y con dificultad, casi ahorcada por una cadena que le ha desollado el cuello. Se lo ha dejado en carne viva, abriendo en él una hendidura en la que también se ceban las moscas. Hasta donde parecía permitirle llegar la cadena antes de rendirse, hay manchas de sangre, heces y los cadáveres de algunos cachorros negros devorados. David ya no puede reprimir el vómito y, al momento, piensa en qué le va a decir a Diana. Cuando llega a la casa y encuentra a su hermana sentada en la zona de sombra del porche, con dos pequeñas ranas en la mano y sonriendo mientras se las enseña, «¿Has visto? ¡Aquí también! ¿Qué tal ha ido?», David se seca el sudor de la frente, se sienta a su lado y le miente.

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de haberse marchado de casa cuando Diana todavía era una niña, hay algo en toda esa sordidez que le une a su hermana. Y no podría decir cómo, pero en ese momento David sabe que después de esa foto jamás regresó a la finca. Que su madre ya nunca quiso que David abandonara la ciudad, aunque tuviera que dejarle con cualquier pariente. Tal vez por eso sus recuerdos de la propiedad son tan vagos. Lo que no consigue entender es por qué su madre les ha dejado justo esa finca, apartada de todo, abandonada y tomada por las alimañas y los extraños. Por qué los dos hermanos están ahora en ese lugar, Diana encerrada en su mundo y él preocupado en librarse de esa propiedad y poder reunir algo de dinero por ella. Sumido en esos pensamientos, en qué hacer con los animales y la propiedad y en qué contarle a Diana en algún momento —su hermana ha sugerido dar una vuelta por la finca cuando caiga el sol, pero no le ha costado convencerla para que desista, ambos están cansados—, David deja que llegue la noche. Hay luna llena y David, con la mente embotada por las imágenes del día, por segunda vez no consigue dormir. Con todas las luces de la casa apagadas, va hasta a la cocina. Desde ahí ve a Diana de espaldas, desnuda y de pie en el portal del porche, con su silueta recortada contra la luz de la luna. Se sienta en silencio a contemplarla un instante mientras no demasiado lejos, juraría que hacia el sur y quizá desde el risco del río, puede escuchar el aullido de una loba. Porque David entiende entonces que era una loba, que su hermana

estaba en lo cierto y que Diana, de algún modo, conoce mejor el silencio de las bestias que el lenguaje de los hombres.

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Esa tarde los hermanos se entretienen en seguir ordenando un poco el interior de la casa —David aún no sabe qué hacer con los animales y calla—. Diana encuentra un retrato de su madre con David, de niño, y se lo enseña. No tendría más de tres o cuatro años en esa foto, y su madre le sostiene en brazos, sentada en la piedra pulida del patio, bajo un olivo entonces frondoso. «Está sonriendo», dice Diana, entre sorprendida y decepcionada. «No recuerdo su sonrisa, si pienso en ella sólo consigo verla enfadada o con resaca». Aunque separados por los años, David siente que ese recuerdo paralelo es también el suyo y que, de algún modo, a pesar

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Al cabo de unas horas, ya muy entrada la noche, cuando David ya había vuelto a la cama, del exterior de la casa llega un zumbido de motores y música. Abre la ventana, se asoma y ve las luces de varios coches en el interior de la finca. Llama a Diana pero no le contesta y tampoco la encuentra por la casa. En ese momento recuerda que dejó el coche demasiado lejos, después de encontrar los establos, así que se viste, coge su pistola, la esconde por detrás en el pantalón y sale a la pista, ya bastante seca e iluminada por la luna. No le hace falta caminar demasiado para encontrarse con una fiesta improvisada en medio de la propiedad, dos coches con los faros encendidos y un grupo de jóvenes de aspecto descuidado agitándose al ritmo de la música, que retumba desde el maletero abierto de uno de los vehículos. En ese momento no sabe qué hacer, cuenta a cuatro tipos y tres chicas que no le han visto todavía y siguen bailando, diría que bastante drogados, además. David repara entonces en que tal vez ni se hayan percatado de que hay inquilinos de nuevo en la casa. Se acuerda del aviso del santón de esta mañana y piensa que el grupo debe de venir de vez en cuando a colocarse, dejar un montón de botellas por ahí y revolverlo todo en la casa. La casa. Diana. Sin alertar al grupo David regresa a la casa para encontrar a Diana y, por si acaso, ponerla a salvo. Cuando llega al porche, ve luz en una de las habitaciones y entra


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en la casa con cuidado, empuñando la pistola a su espalda. Al alcanzar la puerta de la habitación escucha muelles y murmullos, se asoma despacio y descubre a Diana con otra chica, las dos desnudas y sentadas en la cama, jugando con una enorme araña negra, dejando que corretee por sus cuerpos mientras se besan. Todavía con la pistola en la mano, se queda ahí, sin saber qué hacer ni entender muy bien lo que sucede. De repente, alguien le empuja desde atrás y le tira al suelo. «¿Eh, tío! ¿Qué haces?», le espeta uno de los tipos, con el pelo a rastas. «Vaya, te gusta mirar, ¿eh?», dice el tipo riendo, mientras entran otros dos detrás suyo, ambos con botellas en la mano. David se revuelve y desde el suelo les apunta con la pistola. «¡Eh, tranquilo, tío, ¿estás loco?», le recrimina el primer tipo, atrevido, extendiendo las manos abiertas hacia él. En un momento la chica sale de la habitación, Diana mira asustada desde la puerta, envuelta en una sábana, y el resto del grupo entra en la casa. David se levanta y dispara al techo. «¡Todo el mundo fuera de aquí!», grita, «¡Ahora!», y varios de los jóvenes empiezan a contarle, mientras van retrocediendo ante el paso de David —quien no deja de apuntarles—, que no pasa nada, que entran ahí de vez en cuando, se lo pasan bien, se ponen hasta arriba y luego se largan, que San Lorenzo es un asco cualquier fin de semana, que no son okupas, ni una secta ni nada de eso, «que te relajes, tío, vaya, sacar una pistola, estás mal».

David les ha seguido, pistola en mano —el brazo caído, pero la mirada atenta—, hasta el exterior, y aún después no ha perdido de vista los dos coches mientras se alejaban hacia el norte por la carretera. El alba clareaba por el este y, antes de cerrar la puerta metálica, David ha podido ver al hombre de la caravana sentado en su ranchera, con la puerta abierta, roncando, doblado sobre sí mismo y con una botella en la mano. «¿En qué pensabas?», repite David, «¿Estás loca?», dice mientras se golpea la sien con el cañón de la pistola, pero Diana no le contesta, deja con cuidado que la araña se pose en el marco de la ventana y termina de vestirse. «No podemos permitirnos llamar la atención», continúa David, casi susurrando. «No pienso dejar que me agarren, ¿sabes?», añade en voz alta —en realidad, se lo dice a sí mismo, como hacen tantos adultos cuando quieren convencerse de algo—, «No me atraparán», grita desde la puerta, justo antes de salir.

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«¿En qué demonios estabas pensando?», increpa David a Diana mientras entra de nuevo en casa. El grupo ya se fue,

Camina malhumorado en dirección a donde recuerda haber dejado ayer el coche. Con la huella del insomnio en sus ojos y la cabeza embotada, se da cuenta de que la pistola continúa en su mano. El sol todavía está bajo en el horizonte, apenas un fulgor que tiñe de naranja la casa. Cuando se acerca a la zona sombría siente algo de frío y escucha un rumor entre los árboles. Al llegar no encuentra nada especial —tal vez hayan sido las ratas— y, con la luz casi horizontal del amanecer, se da cuenta de que, en su día, las prácticas de tiro de los militares abrieron dos enormes agujeros en el risco

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del cañón, y que visto a esa hora parece la cara de un enorme gorila de roca sobre el río, amenazando la propiedad como un King Kong petrificado. David llega a la poza de lluvia y observa que esta vez son docenas de ranas las que caen a ambos lados del borde, precipitándose al suelo o haciendo ruido en el agua. Al asomarse a la poza, descubre a una niña ahogada, flotando boca arriba en el agua negra. Flota enmarcada por el círculo de piedra, envuelta en su uniforme escolar, cubierta de ranas y de hojas caídas de los árboles, y tiene los ojos abiertos, salientes y blancos como los de un pescado hervido. David se tambalea, cae al suelo, queda sentado sobre el colchón mugriento y se lleva las manos a la cabeza. Es incapaz de pensar con claridad, pero entiende que las cosas no encajan. Como un autómata, se levanta, camina hacia los establos y encuentra a la yegua todavía de pie, con el pellejo temblando sobre sus costillas. David se acerca y una nube de moscas huye de sus botas. No lo piensa. Apunta a la frente y dispara a la yegua, que se desmorona como un edificio volado. Igual que ayer, David regresa sobre sus pasos hasta donde dejó el coche, pero esta vez sube, arranca —a la segunda, aunque ya ni maldice— y conduce hasta el cobertizo circular. Se cubre de nuevo nariz y boca con el cuello de la camiseta, camina hasta el corral y halla en la misma posición a la perra, que de pronto detiene su jadeo, levanta la cabeza y le mira un instante —con una insólita expresión de calma—, antes de que David le dispare entre los ojos. Al terminar, sube de nuevo al coche, conduce hasta la casa, derrapa en un

frenazo delante de ella, baja y vacía el cargador contra las raíces de los arbustos que atascan la puerta, apagando su grito de rabia —como ahogan tantos el suyo, en la noche, contra una almohada— con el fragor de las detonaciones.

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Diana sale de la casa, alarmada por los disparos y con un atizador de chimenea sujeto por ambas manos. Se detiene delante de David, mirándole como a una aparición. Le pregunta qué ha pasado pero David sigue fuera de sí, entra en la casa, aturdido, y busca sin éxito otro cargador entre sus cosas. Tira la pistola sobre la cama. Diana aparece de nuevo detrás de él e insiste, le habla del chaval de la caravana, le dice que acaba de cruzarse con él antes de que llegara David con el coche, que parecía asustado y salió corriendo. «¿Qué has hecho, David?», le interroga, pero su hermano sólo responde «Coge tus cosas, tenemos que irnos», la aparta sin cuidado, agarra una bolsa y sale al porche. Diana se queda sentada en la cama, confundida. David se mueve deprisa y de repente, junto a su coche, se detiene la ranchera blanca del vecino. El hombre de la caravana desciende de su ranchera, aparentemente calmado, y se acerca a David en silencio. Va impecablemente vestido de blanco, es domingo y deben de faltar sólo unas horas para la misa en su parroquia de San Lorenzo. Cuando está frente a David, con las manos a la espalda, parece sentenciarle con la mirada al preguntarle si ha visto a sus hijos, pero David le esquiva y abre el maletero de su coche. El hombre le dice que al salir de la caravana no ha encontrado a


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su hijita, que ha visto la puerta de la finca abierta y que luego ha oído disparos. El tono de su voz va perdiendo el temple. «Tal vez se te han escapado mientras pasabas la resaca, santón», le escupe David mientras carga la bolsa en el coche. Se hace un silencio. «¿Se van, señores?», pregunta el hombre, y David puede escuchar entonces cómo se carga un arma detrás suyo. Al girarse, se encuentra al hombre, con su traje blanco brillando en esa limpia mañana de domingo y una oscura expresión de ira en el rostro, apuntándole con una escopeta de caza. De nuevo, como el día anterior, comienza a hablarle de la ética, la moral y el camino del Señor, pero en esta ocasión, en vez de un aviso parece estar dándole la extremaunción a un condenado. El hombre está cada vez más alterado y comienza a sudar por culpa del traje, del sol que ya está alto en el cielo y de su ira. Entonces, David intenta arrebatarle la escopeta con un gesto rápido, pero sólo logra agarrar parte del cañón y forcejean. En la pelea caen al suelo, el hombre grita y David se zafa con la escopeta en las manos, en un gesto grotesco, pues al sujetarla con fuerza se da cuenta de que la tiene apretada contra el estómago, apuntándole a las tripas. Sólo entonces cae también en la cuenta de que el hombre yace en el suelo, con la cabeza y el traje manchados de sangre. Al levantar la vista, muy despacio, ve los pies descalzos de Diana sobre el polvo, el vestido negro de Diana, el pálido rostro de Diana bajo el sol y las manos de Diana aferradas al atizador de hierro, empuñándolo todavía en alto sobre su cabeza.

Al mediodía David ya le ha contado todo a su hermana y le intenta hacer ver que tienen que marcharse, pero Diana, no sabe muy bien por qué, quiere permanecer en el lugar. Ahí se siente libre y eso es lo único que le importa. Discuten, pero deciden que hay algo más urgente por hacer. Limpian la sangre de la entrada y Diana le ayuda a meter el cadáver del hombre en la ranchera, en el asiento del acompañante. David conduce hasta la zona sombría y, por el camino, con cada bache la cabeza del santón da contra la ventanilla y deja una huella de sangre fresca. Encuentra a la niña en la poza tal y como estaba, le quita las ranas de encima como puede y tira de una de sus manitas para acercarla al borde. Allí, de repente, observa a una rata con el crucifijo dorado de la niña entre sus patas delanteras. Espanta a la rata de un manotazo, con lo que el colgante cae a la poza y se hunde en el agua negra. David piensa que alguien podría drenar la poza, pero para entonces tal vez ya no tenga importancia. Carga el cuerpo frío de la niña en brazos y la tiende en el asiento trasero de la ranchera. Avanza un poco y aparca en la parte del muro que queda bajo el risco. Cambia de asiento al hombre, sienta a la niña en el de al lado —como si el santón y su hijita hubieran llegado allí por sí mismos— y, bajo la mirada del King Kong de piedra, vacía una lata de combustible, le prende fuego a la ranchera y se queda un rato ahí, de pie, viéndola arder como una suerte de sacrificio pagano a un dios primitivo.

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Mientras camina de nuevo hacia la casa, sabe que nunca volverá a la propiedad, que no sacará ningún dinero por ella y que tarde o temprano alguien en San Lorenzo echará de menos al santón o a la niña, en la parroquia o el colegio. Cuando llega a la casa no encuentra a Diana. Termina de meter las cosas en el coche y entonces la ve. Por la pista, desde lejos, puede ver a Diana de espaldas, caminando con su vestido negro y el paraguas abierto bajo el sol del mediodía. Arranca —a la primera, el viejo coche parece haber resucitado— y alcanza a Diana cuando los dos ya llegaban a la puerta de la finca. «Sube, tenemos que irnos ya», le dice mientras le abre la puerta desde dentro. Diana contempla un instante el cartel de la entrada, «Carretera de San Lorenzo, 217. Propiedad privada», cierra el paraguas y sube al coche. David no arranca enseguida, y con las manos aferradas al volante se queda mirando la caravana, pero no encuentra ni rastro del chaval, sólo su camiseta de los Lakers entre la ropa recién lavada, tendida de un cable. Cuando por fin inician la marcha, camino del sur y bajo un sol que cae a plomo sobre el asfalto, Diana puede ver por el retrovisor cómo la loba les sigue durante un trecho y su silueta se pierde después en la calima.

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Regreso a Titania

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Antivirus La palabra es un virus William S. Burroughs La enfermedad indica habitualmente la presencia de otra forma de vida David Cronenberg

Comienza con un picor, una molestia pasajera. Una mañana se levanta y nota una comezón en el pecho. Se rasca. No le da importancia. Zamora, 1972. escritor y articulista. Entre otros, ha publicado los libros de narrativa Recuerdos de un cine de barrio (1999), Monólogo de un canalla (2002), Te escribiré una novela (2003), Asco (2011) y Vivir y morir en Lavapiés (2011). También es autor de la obra de teatro Vengo de matar a un hombre (2004) y de los libros de poesía No hay camino al paraíso (2009), Los viajeros de la noche (2013) y El amor en los sanatorios (2014).

Al día siguiente el prurito persiste, y se fricciona la carne como quien ha sido conquistado por las pulgas. Se despoja del pijama, examina el torso desnudo en el espejo, las yemas de sus dedos tantean la piel, buscan orificios, llagas leves, síntomas de picaduras. No hay nada. Entra en la ducha y, frenético, se frota con la esponja. Quizá sea una alergia. El verano concluye cuando una mañana, al despertarse, siente un poco de dolor por encima de la tetilla izquierda. En los últimos días no le ha picado el pecho y el tema había caído en el olvido.

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Antivirus

Va hacia el espejo. Abre el pijama. Sí, allí está. Una mancha sutil. El inicio de una grieta. Un prolegómeno de abertura que punza la piel allá donde hubo hormigueos. Una alergia, se repite. Algo sin importancia.

mos entre sus manchas y las llagas de las fotos. Ve cosas horribles. Cierra la página y entra en el cuarto de baño.

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La mácula liviana, sin embargo y a medida que transcurren los días de septiembre, va convirtiéndose lenta pero implacablemente en una llaga, en una encarnadura que empieza a abrirse en el centro, como si las interioridades quisieran supurar y aún no pudieran hacerlo por culpa de la resistencia de la piel, ese órgano recio y misterioso. Otra mañana, al salir del lecho, se aproxima con miedo al espejo. Allí está, de nuevo, ahora multiplicados los síntomas. Durante la noche la mancha se ha convertido en varias petequias que afean su pecho, que se reparten entre las tetillas, el torso y las inmediaciones de las axilas. ¿Qué me pasa?, se pregunta. ¿Qué me está pasando? Quizá sea una alergia pasajera, o una enfermedad anómala, más propia de la infancia. ¿Será rubeola? ¿Cómo era la rubeola? ¿Y el sarampión? Se afana buscando en internet, sacudiendo Google Imágenes de aquí para allá: traza vínculos, establece paralelis-

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Todas las mañanas, a partir de entonces, se raspa los estigmas con la esponja. Como si quisiera borrarlos. Como si fueran tatuajes prohibidos que alguien le ha impuesto. Compra jabones especiales para el cuidado de las pieles sensibles. Se aplica cremas y ungüentos, esparce polvos de talco, coloca apósitos encima. Nada de ello sirve. El verano ha concluido y sin embargo las altas temperaturas continúan asfixiando a los ciudadanos. La gente sale a la calle en camiseta de manga corta, va a la piscina, toma el sol en los jardines. Él no puede salir: las manchas se han extendido a los brazos, y ser blanco de miradas le repugna. Porque tendría que explicar el origen de esas huellas. Porque tendría que reconocer que no ha ido a un especialista. No se atreve a ir a la consulta del médico. Pero acaba saliendo al exterior, aunque para ello deba taparse hasta las orejas. Sus amigos no entienden por qué sale vestido de negro, con manga larga y cuello alto. Es mi estilo, les dice. Nadie se lo cree.


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Antivirus

En octubre comienzan a dolerle las articulaciones, las axilas le pesan, es como si dentro de la piel se le hubieran alojado grandes masas de plomo. Pero sólo son heridas, quistes, pequeñas contusiones, brotes extraños que van surgiendo en la espalda, en el abdomen, en los brazos… localizados aquí y allá. Sabe que no puede ser sida.

luego con piedra pómez. Cree ser víctima de una broma pesada. La desesperación empuja a sus manos a ejercer mayor violencia sobre la piel, y, por encima de las palabras, la carne comienza a arder, a agrietarse, a sangrar. Ni siquiera el agua elimina toda la sangre.

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¿Será cáncer? Eso cree hasta que una noche de noviembre, emborrachándose en soledad mientras ve en la televisión una película sobre mutaciones, se fija en su torso. Juraría que tiene una palabra tatuada. Lo comprueba frente al espejo. Sí, una palabra. Se frota. Cree que es culpa del alcohol y se va a dormir. Se despierta cerca del mediodía. Detesta ver su cuerpo llagado. Pero lo hace. Se desnuda. Se mira. Se toca. Se ha operado otro cambio. Una nueva mutación. Durante la noche, su cuerpo ha seguido la ruta de las transformaciones, variando de muda. Donde estaban las manchas, ahora hay palabras. Donde hubo matices rojos, encarnaduras, síntomas de supuración, ahora ve tonos negros, como de tinta. Pero no es tinta. Lo sabe porque, sentado en la bañera, bajo el chorro de la ducha, el agua casi ardiendo, se friega con una esponja y

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Sale de la bañera convertido en un ecce-homo. Le sangra el pecho, le sangran los hombros, le sangra la espalda, le sangran las rodillas. Se horroriza al mirarse en el espejo. Se parece a… ¿cómo se llamaba? Sí, a Guy Pearce en aquella película. Pero como si a Pearce lo hubieran sometido al castigo de Jesús en La Pasión de Cristo. Eso es lo que parece. Un hombre traicionado por su propia piel y por su propia memoria, inmerso en martirios que él mismo ha elegido. Trata de limpiarse el pus y la sangre con vendas y apósitos y agua oxigenada. Luego intenta descifrar las palabras. Su educación fue católica y, aunque no es practicante, penden sobre su cabeza el miedo y la culpa. El miedo al más allá. La culpa del pecado. En su piel hay diversos idiomas. Palabras en varias lenguas. Conoce su idioma, el español, y reconoce el inglés, el italiano y el francés. Lo demás le sabe a chino. Son idiomas incomprensibles. Por su carne desgarrada pueden leerse palabras que le aterran, algunas en letras de molde:

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Lujuria Traición Amargura Perversiones Mentira Castigo Algunas palabras, a veces, le queman. Le obligan a rascarse con las uñas, o a frotar con esponja y una pastilla de jabón puro, y el sangrado se acentúa. Recuerda un relato breve que leyó una vez. Se acuerda del título, «Revolución de letras», pero ha olvidado el nombre del autor. En ese cuento, un escritor era invadido por las letras del teclado de su computadora. Las palabras lo mataban. Decide aislarse del exterior, sobrevivir mediante latas de conserva y pedidos por internet, como ha visto hacer a los personajes enfermos de la ficción. No tiene novia, así que está a salvo de miradas íntimas. Sí mantiene, desde hace tiempo, una especie de relación sentimental, a distancia, con una mujer. Mediante chat. Ella, ahora, ha instalado una webcam y quiere que él haga lo propio. No le basta con una imagen en jpg enviada por correo electrónico. Necesita una prueba más real. Pero… ¿un plano en cámara es más real? Él lo duda. Su cuerpo, entre finales de noviembre y mediados de diciembre, sigue cambiando. A veces se nota alguna extremidad más gruesa o más delgada.

A esa (casi) novia del chat le cuenta alguna mentira sobre la webcam, que compró en verano y que aún no utiliza. Sabe que no puede aplazarlo más o ella se irá de su vida virtual. Todo ese nivel de aturdimiento e información sin control, típico de Facebook, se inmiscuye en su organismo y aflora a través de la piel. Es un virus. Un virus del que nunca había oído hablar. Se siente como si su cuerpo estuviera conectado directamente a una red social y lo atravesaran cotilleos, rumores, informaciones, estados de ánimo, toda esa catarata de palabras que acaba formando el ruido digital.

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En Navidad ya es otro hombre, otra persona. Las palabras ya no son las mismas. Se lo están comiendo. Y ahora guardan relación, algunas de ellas, las que es capaz de descifrar, con todo aquello que odia de las navidades: Villancicos Consumidores Falsedad Reencuentro Impostura Lo agotan las extrañas anomalías de su cuerpo. Las metamorfosis. No es una larva que esté convirtiéndose en mariposa. Es una mariposa que involuciona hacia el estado de larva, de gusano. La chica del chat insiste. Lleva meses esperando. Quiere verlo en directo.


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Teclea un ultimátum. Si esa misma noche no coloca la webcam y se muestra ante el objetivo, ella se desconectará de él. Para siempre. Y este hombre infectado no quiere perderla. Es su único vínculo con el exterior, con la realidad, aunque sea virtual, aunque provenga de los entornos de la red. Lo más escalofriante del mundo, de la vida de un ser humano, es permanecer atrapado por su propio cuerpo cuando ese cuerpo está enfermo y es una cárcel para su propietario. Al final del camino de espinas el organismo sucumbe a la intrusión y ni siquiera los medios más eficaces ni las medicinas de destrucción masiva son capaces de resistir el ataque, la multiplicación de las células y las mutaciones del virus parásito. Él se pregunta qué tiene, qué demonios ha cogido. Se imagina cómo algo lo roe por dentro, lo va destruyendo, transformando en otro. ¿Lo que más teme es ser prisionero de su organismo, de la metamorfosis de sus células? No, quizá lo que más tema es el veredicto de un doctor. Por eso se niega a ir a la consulta, por eso rehúsa someterse a ese incordio repleto de incertidumbres que conforman los análisis, las biopsias, los tacs, las punciones lumbares… Teme la verdad. Mientras siga ignorando lo que padece, aunque siga sufriendo sus síntomas, será un poco menos infeliz. Las navidades lo aturden. No enciende el televisor para evitar toda esa trampa: la imposición de la felicidad, la paz

falsa entre los ciudadanos, el odio apaciguado durante sólo unos días, el perdón que nadie se cree…

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Un hombre que está desarrollando otras estructuras de vida alojadas en su organismo.

vendido la iconografía popular? ¿Qué gesto de terror forman nuestras facciones cuando nos enfrentamos a lo inevitable? La mujer del otro lado de la pantalla es guapa, de una belleza casi dolorosa, y cada cinco segundos, en su rostro, se disciernen los rasgos de una calavera en estado de putrefacción. Como si el resplandor de un foco de discoteca actuara sobre sus rasgos para mostrar la verdad encubierta. En esos intervalos se alternan la hermosura y el horror. Cuando ve la cara de la mujer, el corazón le vuelca de deseo. Cuando ve la cara del esqueleto, el corazón le da una sacudida de pánico.

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En algunas zonas se ha escarbado en la piel con un cuchillo de cocina, con raspadores de limpieza de baños, con piedra pómez, como un loco obstinado en borrarse los tatuajes de antaño. Lo único que ha conseguido es que varias heridas, en carne viva, se infecten. Su estado físico es deplorable. Parece un monstruo. Pero no lo es. Sólo es un ser humano que aloja infecciones. Tantos huéspedes extraños dentro de un único cuerpo sólo pueden deparar el deceso del anfitrión. Ya lo ves, me estoy pudriendo, dice él a la cámara. Lamento no ser el hombre que esperabas. Eres exactamente lo que esperaba, habla ella. Su voz es cavernosa. A su semblante, casi en sombra, sólo lo alumbra la luz de la pantalla del ordenador. ¿Podrías encender alguna lámpara? Me gustaría verte con claridad. Será un placer, dice ella. Enciende una lamparita de pie y él da un respingo. ¿Qué rostro tiene La Muerte? ¿Aquel que le conferimos en nuestras pesadillas o en nuestra imaginación? ¿O el que nos ha

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La tarde previa a la Nochebuena acepta la petición de su novia virtual. Instala la webcam, carga el programa, la enciende, entra en el chat y se conecta con la chica. La imagen que ella recibe no es muy buena, le falta nitidez y claridad. Él se ha desnudado de torso para arriba. No quiere ofrecer mentiras. ¿Qué ve ella? Ve a un hombre en los huesos. Alrededor de cincuenta kilos de peso. Ojeras turbias y pómulos de enfermo. Y su cuerpo… No es capaz de describir su cuerpo. Parece como si todo él estuviera tatuado. Aquí y allá nota bultos, quistes que le deforman un hombro o un costado, llagas y heridas recientes por las que parece evacuar pus, sangre y algo ignominioso, terrible, algo que se mueve por su superficie: larvas, o tal vez gusanos, o quizá alguna clase de insecto de cuya existencia jamás supo. Es un hombre que se cae a pedazos. Un hombre que sufre. Un hombre desdichado. Un hombre que atraviesa los calvarios de la mutación corporal.

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Entonces él comprende. Entiende lo que está pasando. De algún modo, sabía que esto era un aplazamiento. Una prórroga. Que sólo era el principio. No hay antivirus que pueda rescatarlo de lo inaplazable. Aunque hubiese encontrado la cura, ya estaba predestinado. De alguna manera, el destino siempre se las arregla para encontrarnos. Un escalofrío le recorre el espinazo, nota trazos de hielo en su columna vertebral, e incluso siente ese cosquilleo en el ano de quienes presienten el peligro. Afuera caen copos de nieve. La gente canta villancicos, ajena a lo que sucede en la habitación de un hombre solitario y maldito, ajena al momento por el que cada uno de nosotros desfilaremos. Ellos también insisten en olvidarlo.


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Es Navidad, y todos parecen felices mientras algunos, en cuartos de hospital, en pensiones baratas, al borde de las carreteras en la noche, en sus pisos de alquiler, en sus casas hipotecadas, en sus mansiones de película o en los sanatorios de barrio, agonizan y caen hacia el otro lado. El hombre tiembla en la penumbra. Es mi última Navidad, se dice. La mujer acecha en la pantalla. Hemos conectado, cariño, susurra ella. Y no hay vuelta atrás. Él lo sabe. Luego aprieta los dientes. Con fuerza, con rabia, sin resignación. Lo único que acierta a preguntarse es: ¿Cuánto tiempo tardarán en hallar mi cadáver?

Alberto R. Torices Guernica (Vizcaya), 1972. Desde 2007 reside en Valdefresno (León). Es licenciado en Psicología y ha publicado la selección de relatos breves Yo, el monstruo (2002), la colección de cuentos Los sueños apócrifos (2009) y las novelas cortas Piel todavía muy blanca (Premio Tierras de León, 2004) y Sacrificio (Premio Fundación Monteleón, 2015). ¶ Ha recibido asimismo el Premio de Narración Breve UNED (2009) y el Premio de Relatos Ciudad de Peñíscola’(2001). ¶ Fue miembro del equipo editor de la revista The Children’s Book of American Birds y actualmente trabaja como corrector y maquetador para el sello Eolas Ediciones.

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Sacrificio

Fragmento (Gadir Editorial, 2016)

—¿A qué huele aquí? ¿A romance, a desgracia…? —A sopa de verduras. Estaban sentados los cuatro a la mesa, pero la madre hizo la pregunta mirando furtivamente al chico. Éste, por su parte, respondió con soltura y supuso que quizá el aliento o la ropa le olían a tabaco. Más tarde sospechó que quizá no fuese el aroma del tabaco lo que había detectado la fina nariz de su madre, sino el perfume o el jabón o las cremas que usaba Diana. No supo decirse cuál de las dos opciones le perjudicaría más, en el juicio de su madre. Cenó su plato de sopa y poco más. Tampoco habló y enseguida anunció que se iba a su cuarto. Estaba cansado, había sido un día muy largo. Largo, intenso, esperanzador. Brau y su madre le despidieron. —Cepíllate los dientes. Y ponte el protector… Siempre se lo recordaba, la madre. Al chico le rechinaban los dientes por la noche y debía usar una férula para dormir. Él se resistía, le molestaba depender de aquella prótesis, a lo que se sumaba la desagradable sensación de tener un cuerpo


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extraño en la boca. Pero su madre era muy estricta en la aplicación de aquella disciplina. También había tenido que ir a un psicólogo, porque al parecer las causas del bruxismo eran emocionales: ansiedad, miedos, conflictos que había que identificar y resolver. El chico cargaba con ello, lo toleraba, pero no veía el momento de liberarse de aquella intromisión que sentía humillante y deshonrosa. ¿Qué pensaría ella si lo supiera, si llegara a verlo? Tampoco podía ser tan grave si por unos días dejaba de utilizar la férula… En la habitación, dejó la persiana y la cortina tal como estaban, y también abrió un poco la ventana: por si Diana intentaba «comunicarse» con él. Mantuvo la lámpara encendida un buen rato, hasta que comprobó que el cuarto se estaba llenando de insectos. La apagó y agradeció la oscuridad. La farola más próxima impregnaba el techo y las paredes con una luz anaranjada y tenue, de hoguera distante. El chico repasó con todo detalle los grandes acontecimientos que habían tenido lugar aquel día fundacional, día que establecía su renacimiento, el minuto cero de su nueva vida. Hasta que se durmió al menos, el cuarto de Diana permaneció a oscuras, pero casi lo agradeció, tenía tarea suficiente que atender. En cuanto a la férula, quedó en su caja blanca, sobre la mesita, y más tarde la madre del chico le despertó para que se la pusiera. Tuvo sueños tristes, ingratos. Solían serlo, sus sueños. En uno de ellos, la casa amarilla ardía y Diana gritaba su nombre, y él lo veía todo desde su ventana, sin hacer nada. Otros

fueron especialmente frustrantes y el chico lloraba de rabiosa pena. También hubo uno en el que Diana lograba de algún modo entrar en su cuarto y le veía dormir, y él se sabía observado y no podía hacer nada, ni siquiera cerrar la boca por más que lo intentaba… La luz del día le hizo despertar muy temprano. La manta había caído hacia un lado y tenía frío. Frío, hambre y la apremiante necesidad de orinar. Le molestó que su cuerpo le atosigara con tantos requerimientos, como si no tuviera cosas más importantes en que pensar. Al incorporarse, comprobó que alguien había cerrado la ventana y vio todas las persianas bajadas en la casa de enfrente. Imaginó el interior sumido en una penumbra acuática, como de fondo marino, con las partículas de polvo flotando como un lánguido plancton, posándose sobre los objetos, sobre la ropa y la piel que no cubrían las sábanas. Procuró no hacer ruido mientras desayunaba. Los demás dormían y no quería despertarlos, le hacían bien el silencio y la quietud de la casa; lo necesitaba, en cierto modo. Después se echó en el sofá, con intención de leer. Sus libros estaban arriba, en su habitación, así que se conformó con la lectura que Brau había escogido para sus vacaciones, una novela de ambientación medieval, algo sobre reyes y bastardos, con traiciones y amoríos y lides de honor. Leía y comprobaba la hora y cada vez le parecía que el minutero avanzaba más despacio. Aún faltaba una eternidad para el mediodía. Si al menos pudiera dormir… Pasó algunas páginas sin centrar

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su atención en ellas y salió con el libro al jardín. Situó una de las tumbonas en un lugar donde pudiera ver la habitación de Diana y aparentar que hacía otra cosa, como leer. Más tarde, Brau apareció en el porche en camiseta y pantalón corto. —¿Qué haces ahí? Brau hacía a menudo ese tipo de preguntas, innecesarias o equivocadas. No era una impertinencia, sólo un modo algo torpe de entablar contacto. —Leer —dijo, y en la escueta respuesta del chico sí hubo cierta impertinencia. Pero no iba a decirle que estaba vigilando la casa amarilla, concretamente la ventana de la habitación de Diana. Reparó en la paradoja: Brau hacía preguntas sobre hechos evidentes y obtenía respuestas falsas. Pero el chico le apreciaba, de algún modo. Le consideraba un hombre frágil, tanto como él mismo, si no más; un semejante que habitaba al otro lado del vasto océano de la edad, en un lugar al que, por más que le costase creerlo, algún día él también llegaría, arrastrado por las olas del tiempo. Brau le preguntó si ya había desayunado. Quizá, pensó el chico, le habría gustado que se sentasen a la mesa juntos, solos. Un poco de charla, de intimidad masculina, con cualquier excusa. La novela de Brau, por ejemplo, que el chico había tomado prestada e intentaba leer. Aquel adulto torpe y franco intentaba caer bien al chico y ganarse su simpatía, su confianza. Lo intentaba con tenacidad, no conseguía gran cosa pero no se desanimaba. En aquel momento, el chico admitió que quizá le viniera bien la charla discreta, la confidencia

íntima y quizá algún consejo útil. Pero no surgió, Brau lo intentó de nuevo antes de regresar al interior y sólo consiguió un escueto intercambio de comunicados: —Tu madre está duchándose —comentó. —Vale. Y unos segundos después, haciendo un último intento: —Vamos a ir de compras al pueblo. Era también un comentario intrascendente y banal, pero esta vez sí logró interpelar al chico, que lo consideró una intolerable falta de respeto a su autonomía. —Pensaba ir a la playa —respondió. —Iremos todos por la tarde… El chico miró a Brau creyendo que quizá aún pudiera surgir entre ambos un pequeño margen para la complicidad masculina. De hombre a hombre, confesó: —Es que he quedado con Diana. —¿Diana? —La vecina —aclaró, y ladeó la cabeza hacia su derecha, donde quedaba la casa amarilla. —Ah… Bueno… No creo que a tu madre le importe que te quedes. Y ya que se habían puesto a charlar tan amistosamente, el chico pensó que podría aprovechar la ocasión para abordar un segundo objetivo. —Oye, Brau… ¿Podrías dejarme algo de dinero? —Claro, ¿cuánto quieres? —No mucho. Por si me apetece un helado o algo, ya sabes.

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Brau asintió sonriendo. —Te lo dejo en la cocina, encima de la mesa. —Gracias. —Bueno, voy a preparar el desayuno. —Muy bien. Unos minutos después apareció la madre. Llegó sonriendo hasta él, las piernas y los brazos desnudos, el pecho libre bajo el ligero vestido. Cuando se inclinó para besarle, el chico vio algo que le pareció excesivo y apartó la mirada hacia la ventana de Diana, aún sellada. Notó el olor del champú que solía usar su madre e imaginó que toda su piel estaría suave y fragante en ese momento. Miró su pelo suelto y el vestido estampado y corto, con ventilación por todas partes, una prenda que no se ponía nunca en la ciudad y con la que, tal vez, no resultaba conveniente ir sin sujetador. Por la cabeza del chico pasó, oscuramente, la impresión de que no estaba bien que tuviera ese aspecto una mujer de su edad, con hijos que ya habían dejado de ser niños. También pensó que Brau debía de sentirse muy afortunado. Brau, que ya le había contado a la madre del chico los planes que éste tenía para pasar la mañana. —Así que no vienes con nosotros. —Si no os importa… La mujer hundió los dedos en el pelo de su hijo y los llevó hacia un lado, peinándolo. En su semblante se insinuó una débil sonrisa. —Claro que no. ¿Ya has desayunado?

Cuando la vio de espaldas, de vuelta a la casa, el chico trató de descubrir si su madre llevaba encima algo más que aquel ligero vestido. Creyó o temió que no, nada más. Lo condenó severamente y se preguntó si Diana también tendría vestidos como ese. Se fueron poco antes de la media mañana. Celia quiso ir a la playa con su hermano, pero su madre le prometió alguna chuchería y cambió de opinión. Eran bastante más de las doce cuando por fin se oyó el tirón de la persiana en la casa amarilla. Aunque no era otra cosa lo que estaba esperando, el chico se sobresaltó. En ese momento estaba apoyado en la barandilla del porche, incapaz de entregarse a cualquier ocupación que no fuera la estricta espera. La silueta de Diana se insinuó tras el reflejo de los cristales. Luego la ventana se abrió y el chico vio su melena revuelta y el pijama azul, masculino, que llevaba. Alzando una mano a modo de visera, la muchacha se protegió del exceso de luz. —¿Qué hora es? —Doce y treinta y siete. —¿En serio? ¿Por qué no me has llamado? El chico se encogió de hombros y Diana, sonriendo, comenzó a soltar los botones del pijama, dijo que bajaba enseguida y desapareció. Cinco minutos después salía de casa mordiendo una manzana. Llevaba ya el bikini puesto, además de las sandalias y una faldita rosa con la que, según el cálculo más con-

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servador, continuamente correría el riesgo de que se le viera todo. Como su madre, con aquel vestido. No traía bolso ni mochila, sólo una gran toalla de baño colgada del cuello. —Soy una dormilona —se disculpó. A manzana recién mordida, olía esta vez, y a sueño, a lo que huele la piel después de dormir muchas horas. —Yo me desperté muy pronto —repuso él y, dando una vaga forma a pensamientos igualmente vagos, añadió:— Mis padres se han ido de compras. Pero ya se alejaban calle abajo, hacia la playa. Aún no habían avanzado mucho cuando el chico preguntó: —¿Tus padres también duermen? Era otra de las cosas que le intrigaban. Hasta entonces, no había advertido la presencia de ningún adulto en la casa amarilla. —Mi madre. Es que solemos acostarnos tarde. —¿Y tu padre…? —el chico se atrevió a ser indiscreto, por una vez. —Tiene que trabajar, pero seguro que viene a vernos un día de éstos. Hace películas, ¿sabes? Qué iba a saber, el chico, ni del padre ni de películas… No hizo más preguntas, sin embargo, y asintió como si entendiera perfectamente de qué le hablaban. Era una gran mañana blanca, amarilla y azul. Del mar llegaba un aroma de salitre y la gente paseaba por la calle o haraganeaba en los jardines de las casas. Salieron de la urbanización y, al llegar al recodo en el que se habían desviado el

día anterior, el chico miró a Diana en busca de algún gesto de complicidad. Una mínima sonrisa, una breve mirada hubieran bastado. Pero nada halló y esa falta de correspondencia hizo que su recuerdo adquiriese cualidad de sueño, o de cosa imposible que se ha imaginado muchas veces, con todo detalle. Se sintió apenado pero no cedió, no lo consintió: aunque ella misma se lo negase, lo que recordaba no era fantasía sino historia, su historia intocable y personal. Quizá por la alusión al padre, hablaron de las películas que habían visto últimamente, aunque también aquí se trató más bien de un monólogo por parte de ella. A Diana, según dijo, le encantaba el cine. —¿A ti no? Ella iba todas las semanas, los viernes, cuando salía del conservatorio. Y en vacaciones, todas las noches su madre y ella veían alguna película. Por eso se acostaban tarde. —Nos podías acompañar algún día… En su monólogo citó algunos títulos que al chico ni siquiera le sonaron, y también nombres como James Coburn o Dorothy Malone, que el chico oyó por primera vez y procuró no olvidar. Pero se le amontonaba la información. Eso sentía a veces, oyendo a Diana; como cuando el profesor dicta más rápido de lo que uno es capaz de escribir. El padre, el cine, el conservatorio, las noches, los nombres extranjeros que salían de la boca de Diana, la propia boca. No le daba tiempo a entender, a preguntar y retener. ¿No podía ir un poco más despacio?

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—En casa tenemos miles de pelis. Bueno, son de mi padre, pero no se las ha llevado. El chico no preguntó adónde. Por su parte, había ido alguna vez al cine, con Brau o con su hermano. No le parecía tan fascinante, la verdad. Citó su serie favorita de televisión, pero a Diana la televisión no le interesaba mucho. Vieron la playa desde un recodo del camino. Parecía vacía o casi vacía, cosa que al chico le extrañó bastante. Otros veranos, en otros lugares, no era fácil encontrar algún espacio libre en el mosaico de toallas. —La gente es vaga, prefiere la piscina —explicó categóricamente Diana. ¿Lo era también la madre de Diana, era demasiado perezosa para acompañar a su hija a la playa? A él mismo le resultó gravoso el largo camino hasta aquella media luna de arena oscura y gruesa, una playa más bien pequeña, salteada de escombros y rocas filosas, tan negras como los acantilados que flanqueaban sus extremos. Estaba partida, a un lado, por una delgada y sospechosa lengua de agua que se vertía desde el interior hacia el mar, y para llegar a ella había que atravesar antes un tramo de dunas cubiertas por una desastrada pelambrera verde, entre cuyas ramas había quedado atrapado un variopinto surtido de desperdicios: bolsas y latas, papeles, botellas y algún que otro profiláctico que parecían llevar siglos languideciendo por allí, en espera de la hora de su extinción. No era, en suma, la más limpia ni las más cómoda de las playas.

—¿Te gusta? No se atrevió a negar, a afirmar tampoco. Hizo un ademán ambiguo y continuaron caminando. El sitio favorito de Diana estaba justamente al otro lado del riachuelo. —¿A que es una pasada? —dijo la muchacha y extendió su toalla. El chico la miró y asintió humildemente, y cuando ella tiró de la falda hacia abajo para quitársela, miró el mar, lo miró con toda su atención. —¿Nos metemos ya? Aquella mañana el chico volvió a sentir que estaba siendo objeto de algún extraño equívoco, como si ella le hubiera tomado por otra persona. Aquella mañana y todos aquellos días su dicha fue tensa, quebradiza, dominado como estaba por un nerviosismo casi constante y por una incómoda sensación de urgencia. En cualquier momento el hechizo se rompería, a ella se le abrirían los ojos y se daría cuenta del error. Y si bien cada minuto que pasaba era más extraordinario que el anterior, el chico comprendía tristemente que cada instante le acercaba más a una cumbre tras la cual sólo sería posible el descenso, e improbable el regreso. Entre las imágenes que sobresaldrían esa noche, cuando hiciera el repaso del día, estaría la silueta de Diana recortada contra cielo y mar, de espaldas, con el agua por las rodillas, las piernas separadas para afirmarse contra las olas y los brazos en cruz, procurándose cierto equilibrio. También la sonrisa que tenía cuando se dio la vuelta para salpicarle:

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—¡Vamos, cobarde! Dentro del agua volvieron a tocarse, o volvió a tocarle ella a él. Asombrosamente, Diana no tenía de su cuerpo la noción casi sagrada que se había formado en la cabeza del chico. Lo utilizaba sin pudor, sin miedo y sin avaricia, como un juguete que se puede manipular de muchas maneras, y que ni se desgasta ni se rompe. Trepaba a su espalda para tratar de hundirle o para saltar desde sus hombros, y le clavaba las rodillas y aplastaba sus pechos descuidadamente contra él… Sus pechos, de aspecto tan reciente, o tan reluciente; ella misma parecía no tener todavía una noción clara ni constante de su existencia, de sus cualidades y del espacio que ocupaban, los pequeños y blancos pechos de Diana, que más de una vez fueron revelados por la tela que los cubría, debido a un movimiento brusco o a una ola, y ella no siempre se daba cuenta. ¿No se daba cuenta? A veces desaparecía bajo el agua y el chico sentía un pinchazo o un mordisco, al instante la muchacha salía a flote, la melena enmarañada sobre el rostro y el bikini torcido, y de su boca manaba un chorro de agua y una carcajada. Sobre las toallas, más tarde, pudo comprobar el color exacto de sus ojos, aunque más bien se trataba de un color inexacto… Eran claros, pero no azules, ni verdes, ni homogéneos en toda la superficie del iris. A veces los cerraba como si tuviera muchísimo sueño, y de su cabello resbalaban gotas que luego serpenteaban por su rostro antes de hundirse en la arena. Las toallas estaban montadas una sobre otra y el

chico se preguntaba qué pasaría si estirase una mano para tocar. ¿Desaparecería, como desaparecen los espejismos cuando uno intenta alcanzarlos? Tendida allí a su alcance, tan cerca, Diana abrió los ojos, luego los labios, y dijo: —Eres guapo —y sonrió, y la sonrisa aún quedó un rato en su boca después de que los párpados se cerraran de nuevo. El chico no lo entendió, fue como si ella le hubiera hablado en un idioma que desconocía, en la lengua de los nativos de una isla ignota a la que acababa de verse arrojado. Pero una parte remota de sí mismo —quizá una parte futura— sí comprendía, y rebosaba de gozo. Recorrieron la escueta playa, demorándose entre las rocas y a la orilla del agua. Ella volvió a salpicarle, a reírse de él. Las gotas espejeaban sobre su vientre y resbalaban por sus piernas. Pequeñas algas rojas se habían quedado enredadas en su melena y la hacían parecer una sirena, una ondina. De vez en cuando, se inclinaba para coger de la arena algo que luego arrojaba al mar. Y cuando ya volvían hacia las toallas, Diana se acercó y pegó su costado al del chico, alzó una mano y la posó sobre su hombro. No fue un gesto amoroso sino de franca amistad, de dulce camaradería. Así lo percibió el muchacho, que no obstante permaneció excitado un buen rato después de que se interrumpiera aquel contacto. —Me muero de hambre, ¿tú no? Durante el regreso, la faldita rosa se humedeció al contacto con el bikini mojado. Lo que hizo entonces Diana fue para el chico el gesto más irreverente, desvergonzado y en-

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cantador que había visto nunca: la muchacha deslizó las manos bajo la tela rosa y, con movimientos rápidos, expertos, retiró la parte inferior del biquini. Y al tiempo que sacudía la arena pegada a la tela, explicó: —Es que si no me lo quito pronto, luego me pica. Y se le saltó la risa. Cuando enfilaron su calle, Diana dijo que le iba a pedir a su madre que les invitara a cenar, esa misma noche. —¿Te apetece? Ya que vamos a ser vecinos… —¿Esta noche? Tendría que consultarlo, por supuesto. Ella le dijo que después de comer irían a invitarles «formalmente». A él, la perspectiva le pareció un tanto precipitada y abrumadora. Acaban de conocerse, ¿no era algo pronto para involucrar a los padres? Al despedirse, preguntó: —¿Nos vemos por la tarde? —No sé, tendremos que hacer algo de compra y preparar la cena… —dijo Diana, dándolo todo por seguro—. Si eso paso a buscarte. Adiós. Y se alejó con una corta carrera, haciendo que la faldita rosa se agitara —bastante, demasiado—, y que al chico le costara lo indecible moverse de donde estaba.

Milo J. Krmpotić Barcelona, 1974. Es autor de Las tres balas de Boris Bardin (Premio Notodo.com a la mejor novela de 2010, finalista del Memorial Silverio Cañada a la mejor ópera prima criminal en la Semana Negra de Gijón 2011), Historia de una gárgola y Sorbed mi sexo. Un trayecto a las vidas de Paul Boissel, así como de tres novelas juveniles. Es redactor jefe de la revista Qué Leer y coordinador de cultura en el portal Blisstopic.com, y ha colaborado con medios como el Anuari de Enciclopèdia Catalana, Go Mag o El Periódico de Cataluny.

Regreso a Titania

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Proyecto Bosnia #2 [fragmento]

—No, no había coincidido con él antes. Aquella mañana fue la primera vez que lo vi. —Pero había oído hablar de él. —Todos habíamos oído hablar de él. —¿En qué sentido? —En el sentido de que… Apague eso un momento. —¿La grabadora? —Sí. —No es lo que habíamos acordado. —Tome notas si quiere, esto no puede quedar registrado con mi voz, apáguela. … (1) —Bien, podríamos resumir sus palabras diciendo que la desconfianza que algunos oficiales del ARBiH sentían hacia él… que sus consecuciones militares evitan un enfrentamiento directo, al menos en ese momento, cuando él llega a P., por más que su ascenso haya generado un cierto resentimiento. —Así fue. El beneficio de la duda. —Y esas consecuciones son… la liberación de V. y de los pueblos del valle de A.


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—No, no. No existió tal cosa. —¿El qué? —Una liberación. No estamos hablando de la Segunda Guerra Mundial. Nuestra guerra no fue así. —¿Y cómo fue su guerra? —No hubo una conquista, una reconquista, zonas de diferente color en el mapa, pueblos sometidos que pudieran rebelarse frente a una ocupación larga. Se me ocurre una comparación lírica y la poesía no tiene nada que ver con lo que estamos hablando, pero más que tormenta que cae y de repente se detiene fue… fue como una marea. El agua subía, permanecía un rato cubriendo tal o cual localidad, se retiraba… hasta que volvía a subir. Ellos, los otros, hasta el 94 tanto da… tomaban un pueblo, había traslados, interrogatorios, violaciones, ejecuciones. Pero no se hacían fuertes en el lugar. Claro que había un interés por delimitar las fronteras, sobre todo al final, cuando se intuía la posibilidad de un acuerdo y sabías que te ibas a quedar allí donde estuvieras en el momento en que sonara el silbato. Pero antes tanto daba. Habían matado, habían violado y seguían adelante, para continuar haciendo ese trabajo en otro pueblo, hasta que alguien les obligaba a replegarse dos pueblos más atrás. ¿Tiene un cigarrillo? —Sí. —Gracias. (…) El caso es que seguían adelante, cuando seguían adelante. El objetivo era étnico, no necesariamente territorial porque lo territorial sería una consecuencia a medio plazo, ¿entiende? Y ése era el problema, porque en

cuanto ellos se marchaban algunos refugiados regresaban, muchos de los que habían escapado en los autobuses volvían a sus hogares… —¿Volvían? —Sí, porque no tenían otro sitio al que ir. Y llegaba nuestro turno. Asaltábamos el pueblo, buscábamos a quien hubiera colaborado con ellos… —¿Estamos hablando de ofrecer información, de serbios o croatas que hubieran señalado a familias bosnias? —Había diferentes grados de colaboración, pero la denuncia era el menos extendido. No resultaba imprescindible, piense que se tomaban la molestia de ir casa por casa, que tenían órdenes de saquear o quemar todo lo bosnio. Y lo bosnio era reconocible. En cualquier caso, tampoco contábamos con el nivel de inteligencia suficiente como para saber si uno de ellos había señalado a uno de los nuestros. —¿A quién buscaban, entonces? —A quien hubiera participado en los saqueos, principalmente. Luego había casos puntuales, bolsas de información. La persona encargada de limpiar la sangre de las paredes de la escuela local, por ejemplo, podía dar nombres, señalar el destino de los autobuses, indicar la localización de las fosas. —¿Qué tipo de medidas tomaban con esos colaboradores? —Eso ya da igual. —Si estamos aquí es porque no da igual. —Si estamos aquí es porque usted quiere que le hable de Enver Besic.

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—Así es, y la llegada de Besic iba a marcar un antes y un después en ese aspecto. —Sí, eso ya se lo he dicho, entienda que eso ya se lo he... … (2) —Bien… ¿Cree que, además de sus ideas o actitudes en el trato a la población no bosnia, la religión de Besic explica la desconfianza con que lo recibieron? —La religión podía ser un problema, en Serbia y Croacia sin duda hubiera sido un problema, pero no entre nosotros, no era el caso. —¿Qué me dice de su expediente militar? —Desde luego. Eso es una obviedad. —¿Porque toda su carrera se había desarrollado fuera de Bosnia? —No, Bosnia como tal aún no existía mientras él desarrollaba lo que usted llama carrera. Muchos entre los nuestros se habían formado en el JNA, es lógico, pero sabe que él llegó a ser guardaespaldas de… —Sí, sé que entre 1988 y 1990 formó parte del equipo de protección del presidente. —Fue guardaespaldas del hombre que ordenó la aniquilación del pueblo bosnio. —¿Lo habló con él? —No, era algo que se sabía, no había que preguntarle al respecto. —¿Cree que sentía algún tipo de culpa? —Lo que sintiera me da igual, francamente.

… —Usted, en cambio, provenía de la Liga Patriótica. —La mayoría éramos Crni Labudovi, pero algunos hombres carecían de formación militar, luchaban por necesidad… y luego estaban los muyahidines, claro, veteranos de Afganistán o entrenados en algún desierto o vaya a saber. En cualquier caso, para contestar a su insinuación, en los escalafones altos compartíamos el orgullo de haber defendido a Bosnia desde el principio. —Besic también lo había hecho, en S. —S. cayó a la primera. Él salió en helicóptero y todos sabemos lo que pasó después allí. —Hace un rato, cuando utilicé el término «liberación», usted me corrigió. Pero, en V. y el valle de A., Besic logró detener la marea, por utilizar su definición. El VRS fue expulsado de la zona, casi cincuenta pueblos permanecían en ese momento bajo control bosnio. —¿Y? —Que Besic comandó esa ofensiva. —Sí, por eso tenía el beneficio de la duda. —Un beneficio que se mantendría o no según lo que sucediera en P. —Estábamos a la expectativa. Se nos había transmitido que P. era un objetivo primordial. —El resquemor con que lo recibieron, ¿existía también entre los hombres del destacamento de Besic? —No se trataba de un destacamento: era un batallón. Y

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mi sensación es que la lealtad a Besic era absoluta entre sus hombres. —¿Llegó a imaginar un enfrentamiento armado entre los dos batallones, el suyo y el de Besic? —No hubiera sido el primer choque de esas características dentro del ARBiH. —En cualquier caso, las actividades del grupo de Franko Vukovic en P. debieron distraerles de esa rivalidad, darles un objetivo común. —Es una forma de verlo. Pero en realidad fue Enver quien se obsesionó con los Skorpioni de Vukovic. Desde un primer momento, además.

sonas o compañeros también con el juicio pendiente de conclusión, no será él el traidor que facilite nuevos argumentos a la fiscalía. Su actitud apunta, en cualquier caso, a que el ARBiH podría haber dado manga ancha a sus comandantes para responder a las operaciones de limpieza étnica sobre el terreno, de forma ejemplarizante. O que por lo menos no se reprimió desde las altas instancias una política de acciones de venganza, que por ello resultaron menos puntuales de lo que ha trascendido.

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(2) Esta vez él mismo ha apagado la grabadora. Le he pedido que no volviera a hacerlo, que entendiera que yo me encargo del manejo del aparato y si desea comentar algo off the record no tiene más que decirlo. No lo ha querido clarificar, pero la idea es que, habiendo aún personas en busca y captura («compañeros», creo que ha sido el término utilizado, para el caso un concepto bastante evidente en el ámbito castrense, quizá no lo ha dicho y lo pongo yo en sus labios), per-

(3) Amir. Impresiones tras la primera entrevista. No cuesta imaginar el porqué de su alias. Los ojos azul hielo contrastan con lo desprolijo del vello facial. Y su actitud fluctúa entre esas dos esferas, la frialdad y el desorden. En principio, ningún movimiento nervioso, fuma de forma pausada. Y en esas su brazo que atraviesa la mesa para detener la grabadora. Mecánico, eso es, movimientos mecánicos. Hasta que se vuelven explosivos, sincopados, fruto de la ansiedad. Lo mismo el modo en que habla. Divorcio entre el discurso y la expresión. Sus labios responden a la cuestión, pero sus ojos parecen en todo momento estar analizándote, entre interrogantes y desconfiados, dispuestos a reaccionar a cualquier pregunta de forma certera, en ocasiones agresiva, como si las hubiera motivado un objetivo personal. Lenguaje corporal igualmente ambiguo. Jamás se muestra completamente de frente, franco. Cruza una pierna sobre la otra, gira el cuerpo ligeramente hacia la derecha. Es un hombre

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de espalda ancha, brazos musculados, se mantiene en forma para sus cuarenta y tantos. Aprovecha el tiempo en prisión, evidentemente. [averiguar: ¿Hablaba inglés ya antes? ¿Con tan buen nivel? ¿Ha realizado estudios a distancia durante su condena?]. Caso de encararme de frente, en realidad, podría resultar amenazador. Conmigo no quiere o no necesita resultar amenazador. Pero traslado mis percepciones a la escuela de H., me imagino encerrado en un aula, el olor a mierda, la propia y la de los otros prisioneros, la sangre reseca en la cara, dentro de las orejas, pendiente de un nuevo interrogatorio, de ser convocado ante él para revelar algo que sé y quiero callar o que sencillamente desconozco, imagino la promesa de nuevos golpes y nuevas descargas eléctricas latiendo en sus ojos cuando entra en el aula y pasea la mirada para escoger al dueño del siguiente turno sobre la mesada de la cocina, sabedor de que dos o tres compañeros de detención no han regresado jamás de esas sesiones… En realidad no imagino nada, es inimaginable. El modo narrativo en que he planteado la imagen, ¿no es ya una perversión? Una situación así, ¿se vive como un todo, acaso como una sucesión de impresiones? ¿O la mente se disloca, fluctúa, viene y va sobre el rumor constante del dolor y el pánico a que ese dolor se renueve o aumente? La seguridad de que ese dolor se va a renovar. O existe un asomo de esperanza: no voy a ser el elegido, si me llaman es para liberarme porque por fin me saben inocente… El dato frío, el dato mecánico, judicial, ¿es la única manera de reflejar sobre el papel lo ocurrido en la escuela de H.?

Estimado Sr. Krmpotic, Le ruego disculpe la tardanza en responder a su mail. Durante las últimas dos semanas he estado realizando una gira de conferencias por diferentes universidades y hasta anteanoche no regresé a casa. Obviamente había visto su mensaje porque jamás me separo de mi portátil, pero como comprenderá necesitaba una suma de calma, tiempo y acceso a mis notas a fin de contestar debidamente a las cuestiones que me plantea. Es posible que esta tarde tampoco sea el mejor momento, ya que me noto ligeramente afiebrada y con dolor de garganta: hasta Wisconsin todo fue bien pero Minnesota siempre acaba pudiendo conmigo. En cualquier caso, tengo varias de las respuestas que quiero darle dando vueltas por la cabeza y prefiero comenzar a volcarlas ya mismo sobre la pantalla. Que escriba este mensaje del tirón o lo acabe mañana es algo que a usted no le afectará, en principio, pero que a mí quizá me permita dormir un poco más tranquila esta noche. Mi marido no lo ve así y sigue refunfuñando en el sillón, escondido detrás del periódico, quejándose de que me voy de viaje de trabajo y nada más volver me pongo otra vez a trabajar, pero le aseguro que no será usted causa de pelea ni mucho menos la gota que nos aboque al divorcio. Momento en que, si no odiara los emoticonos, cerraría el párrafo con un smiley. Ante todo, poniéndonos serios, hay varias cuestiones breves en las que debo darle la razón. Su instinto de periodista le conduce a buscar siempre la fuente de información

(1) Directrices trato pob. civil. En situación guerra no preguntar x su justicia. Están, alguien las ha dado, obedecemos. Todos menos él. Él (ilegible) Hay gente q no es feliz con direct. Resentimiento si no se siguen y esa persona es =mente ascendida. ¿De dónde cree ud. que provenían?

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más directa y, al recurrir a mí, está traicionando ese instinto, opta por un intermediario. ¿Por qué? Desde luego hay parte de comodidad: ellas son muchas, un par de decenas, y se encuentran desperdigadas por toda Bosnia y Croacia, una emigró a Alemania y otra a Francia, pero ni siquiera yo estoy al tanto del paradero actual de la mayoría. En cambio, una servidora es fácilmente localizable, ya lo ve usted, y puedo además darle una visión de conjunto. Hasta cierto punto, yo ya he realizado el trabajo, he recabado la información, he tratado con todas y cada una de ellas, he limado las repeticiones y he incidido en los motivos de silencio que encontraba en sus discursos (que no relatos: intente evitar la tentación de adoptar conceptos de la narrativa tradicional para este tema). Pero le creo, insisto, cuando adjudica su elección a razones humanas. Una empatía, disculpe si en ocasiones me muestro un tanto severa, que no puedo dejar de percibir como arraigada en el prejuicio de índole sexual. Es decir, dudo que usted mostrara tantas reticencias a la hora de entrevistar a un hombre que hubiera perdido las dos piernas por la explosión de una mina. ¿Teme usted que estas mujeres le perciban de algún modo, le equiparen al papel de mina? Ciertamente fueron hombres como usted quienes las desgraciaron: violaron, mutilaron, asesinaron a sus seres queridos… Pero el trauma aún les permite diferenciar entre quien se les acerca con un uniforme de camuflaje o vestido de paisano, entre quien les grita una y otra vez «¡Vas a tener un hijo

serbio!» y quien les pregunta cosas con naturalidad, por lo menos sin representar una amenaza. ¿O acaso teme usted que un rol de testigo directo de sus testimonios lo convierta en una especie de voyeur? ¿Intuye que podría considerar físicamente atractivas a algunas de ellas? Claro, las hay que se van hasta los setenta, pero también las hay que ahora mismo apenas superan la veintena, así de sistemáticos fueron los serbios. Quizá se maquillen, quizá no todas se cubran la cabeza. Es más, las que se maquillen y dejen de cubrir su cabeza serán posiblemente las que menos hayan asimilado la vergüenza que los serbios querían sembrar en ellas, anclada como estaba en su machista tradición cultural y religiosa. Pero me traiciono a mí misma al generalizar de ese modo. Discúlpeme, es una forma de provocación que llevo muchos años utilizando con los hombres a la hora de tratar este tema. Considero que es importante que usted haga un análisis, que se pregunte de qué modo se aproxima a la cuestión para que, cuando la trate, cuando la regurgite sobre el papel, no incurra en los errores con los que tantas veces me he encontrado. La denuncia más bienintencionada puede esconder terribles trampas: en el cine, en la literatura, en la crónica muchas son las escenas de violación que fracasan en cuanto provocan el rechazo moral, sí, pero también alguna forma de erotización en el espectador. Ha comenzado a dolerme la cabeza. Con su permiso iré a acostarme y continuaré con este mail mañana, en algún momento.

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Pues no, no logro dormir. Mi marido sí, y creo que lo hará mejor si no tiene a su lado a alguien luchando por respirar por la nariz y sonándose violentamente cada dos minutos. Soy consciente de que aún no he entrado en materia, de que todo lo que llevo escrito se reduce al terreno preparatorio y para nada he comenzado a contestar en profundidad a su requerimiento. Espero que entienda mis motivos, esta cuestión debe ser abordada con la mayor de las precauciones. Antes he comenzado a encomiarle la empatía y acto seguido he cambiado al modo profesora de instituto para amonestarle. Aunque las causas de esa empatía puedan estar arraigadas en la herencia de nuestra tradición patriarcal, y por tanto deban ser expuestas para evitar que vicien el conjunto de su trabajo, siempre es mejor un ejercicio un tanto torcido de humanidad que el egoísmo e incluso el desprecio con que se condujeron tantos de sus colegas en Bosnia. La admonición era preventiva y, créalo, hasta cariñosa. Bien, sé que ha leído mis dos libros sobre el uso de la violación como arma de guerra en los Balcanes y que conocerá por tanto la obscenidad del Plan ram del ejército serbio. Me dejaré, pues, de generalidades. Usted busca información sobre un episodio muy concreto, lo ocurrido en la fábrica de cerámica de O. y lo que su Enver Besic pudo encontrar allí tras la huída del grupo paramilitar a cargo de la instalación. Como le he dicho antes, tuve trato directo con casi veinte de las mujeres que pasaron por el lugar.

Tres de ellas se negaron a hablar conmigo o a recibir cualquier tipo de ayuda psicológica, otras dos fueron halladas muertas y ocho siguen desaparecidas (se trata de una lista sujeta a error, claro: los paramilitares no elaboraban informes, por lo que sabemos quién pasó por la fábrica gracias a los testimonios de otras prisioneras que reconocían a tal o cual vecina, o que habían llegado acompañadas de tal o cual familiar). Entiendo que sus nombres no le servirán de gran cosa para su investigación y, aunque su carácter de testigos en La Haya le permitirá acceder a la identidad de algunas de ellas sin demasiados problemas, yo debo respetar su anonimato. Por ello utilizaré números que faciliten su identificación en caso de que necesite más información sobre un caso en particular (se trata de una forma de cosificación que no me hace feliz, en cuanto perpetúa el drama que han vivido, pero a menudo debo recurrir a ella por razones prácticas). Le transcribo, resumiéndolas para evitar redundancias, mis notas:

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Lugar: Fábrica de cerámica de O. (Bosnia) Fecha: Agosto-septiembre de 1993. Categoría: Campo de violación. Responsable: Grupo paramilitar de Franko Vukovic, alias «Vuk» / Ejército serbio. Liberación: 20 de septiembre de 1993 a cargo del ejército bosnio.


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Víctimas: Por lo menos 28 mujeres de edades comprendidas entre los 12 y los 63 años, de las que ocho permanecen desaparecidas. Estado de las víctimas: #1 Fallecida. #2 Fallecida. #3 Traumatismo vaginal. Hemorragias. #4 Traumatismo vaginal. Cortes en el vientre, brazos y piernas. Quemaduras de cigarrillo en el vientre. #5 Traumatismo vaginal. Hemorragias anales. Cortes en brazos y piernas. #6 Traumatismo vaginal. Hemorragias. Se recomienda cirugía reconstructiva. #7 Traumatismo vaginal. En estado. #8 Traumatismo vaginal. Hemorragias anales. Quemaduras de cigarrillo en rostro y pechos. Amputación de ambos pezones, heridas infectadas. #9 Traumatismo vaginal. Lesiones en la garganta. #10 Traumatismo vaginal. Hemorragias. Hemorragias anales. #11 Quemaduras de cigarrillo en pechos y vientre. Cortes en brazos, piernas y vientre. #12 Traumatismo vaginal. Cortes en las plantas de los pies, brazos y piernas. #13 Traumatismo vaginal. Quemaduras de cigarrillo en ambos pechos. Amputación del pezón izquierdo, herida infectada.

#14 Traumatismo vaginal. Hemorragias anales. #15 Quemaduras de cigarrillo en pechos, vientre, brazos y piernas. Cortes en pechos, vientre, brazos y piernas. #16 Traumatismo vaginal. Hemorragias anales. Lesiones en la garganta. En estado. #17 Traumatismo vaginal. Hemorragias. #18 Traumatismo vaginal. Hemorragias anales. Contusiones lumbares. #19 Traumatismo vaginal. Quemaduras de cigarrillo en brazos y piernas. #20 Traumatismo vaginal. Quemaduras de cigarrillo en vientre, brazos y piernas. Cortes en vientre, brazos y piernas. [No sé si se ha enfrentado usted alguna vez a un parte de estas características. En mi experiencia, las heridas aquí expuestas siguen hasta cierto punto una lógica. Una lógica vomitiva, sin duda, pero que al fin y al cabo nos permite hacernos una idea de la metodología seguida por el ejército y los paramilitares serbios en este tipo de prácticas. Ante todo, los traumatismos vaginales y anales suelen obedecer a la penetración violenta por esas vías, bien física y de forma reiterada o más puntual, pero sirviéndose de objetos rígidos. Las lesiones en la garganta son resultado de penetraciones/ eyaculaciones múltiples y continuadas. Las quemaduras y los cortes responden con bastante exactitud a los turnos de sus «sesiones»; es decir, que en la fábrica de O. había divergencias en el trato que se daba a las prisioneras entre los dos

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o tres grupos de torturadores: las víctimas de quemaduras de cigarrillos y cortes solían pertenecer al «turno de la mañana», como lo llamó #12. Las amputaciones apuntan, en ese mismo sentido, a una firma personal: #8 no quiso señalar a su verdugo pero #13 sí identificó a Vukovic como autor en solitario de sus heridas más graves. Finalmente, el veinte por ciento de mujeres en estado duplica el porcentaje habitual de este tipo de campos, pero se trata de un apunte meramente estadístico que no merece mayores interpretaciones.] Condiciones de reclusión: Las mujeres dormían en un almacén de metros 15×8×3. Se las dividía en grupos para su visita diaria a los servicios, que en muchas ocasiones era inmediatamente seguida de una sesión de tortura/violación (#4: «No les gustaba que nos meáramos de miedo sobre la mesa»). Dichas sesiones eran realizadas por entre uno y tres hombres (#9, #10 y #18 han referido también casos de seis o siete hombres participando en una sesión, si bien fuera de los «horarios» establecidos; en tales ocasiones, había «invitados», personas que no pertenecían al grupo de Vukovic). Algunas mujeres eran obligadas a mirar, especialmente cuando la víctima era una familiar, pero lo normal era encerrarlas en despachos contiguos y violentarlas siguiendo un orden, de modo que pudieran escuchar cómo los llantos y los gritos se acercaban o alejaban (#12: «Era mejor gritar desde un principio. Si no gritabas se esforzaban por hacerte gritar»). Las sesiones tenían lugar sobre mesas de oficina o

colchones o camastros conducidos especialmente hasta el despacho (#4: «El mejor colchón lo tenía ‘Vuk’, pero no tardó en estar rasposo por la sangre reseca»).

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Son las cinco de la mañana. No creo ya que pueda dormir, pero me noto cansada y embotada. ¿Hay algún aspecto que haya dejado de tocar? ¿Necesita que le dé más detalles sobre algún apartado en concreto? En principio no debo moverme de Colorado durante las próximas tres semanas, así que podré contestar con celeridad a cualquier duda que tenga. Sepa que le deseo mucha suerte con su investigación. He dedicado los últimos quince minutos a leer en Internet sobre su Enver Besic, bendita Wikipedia. Es una figura sin duda interesante, muy humana en sus claroscuros. En el momento de ser liberada, #19 se dirigió a un oficial para rogarle que encontrara a su hermana, una de las mujeres que continúan desaparecidas. Ignoro si ese oficial era Besic, entiendo que se trataba del rango más alto en el lugar y no creo que resultara sencillo acceder a él, asaltarlo de ese modo. Se lo comento entre la anécdota y el por si acaso, no vaya a estar ese incidente relacionado con lo que sucedió en adelante. Pero recuerde que ignoramos sus razones y que la ambigüedad es un arma de doble filo. De forma natural, nuestra percepción de un personaje así acabará cayendo a un lado u otro de la navaja, exactamente las mismas acciones y los mismos motivos podrán interpretarse a la vez en clave de admiración o de desprecio, y usted le está otorgando la categoría de protagonista


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principal; esto es, de héroe. Dentro de la ceguera absoluta que caracterizó la guerra de Bosnia, ser el tuerto tampoco es una buena noticia. Atentamente, Dra. Kathryn Murphy ICMP Datos de la persona desaparecida Nombre: Lejla Nombre del padre: Mesud Apellido: Elkasovic Sexo: Mujer Fecha estimada de la desaparición: 01—07—93 Lugar en que se produjo la desaparición: Osjecani (Cantón bosnio de Podrinje) Situación de las muestras de referencia: Se han recogido suficientes muestras de referencia. No se ha encontrado ninguna correspondencia de adn. Aviso de protección de datos Los datos personales serán tratados de forma confidencial y utilizados únicamente para los propósitos que motivaron su solicitud. Para mayor información, por favor contacte con el icmp.

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El gran imaginador o la fabulosa historia del viajero de los cien nombres Fragmento (Plaza Janés, 2016) 1

Málaga, 1974. Es autor de las novelas El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), de la colección de microrrelatos El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), de los libros de cuentos De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009; Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año) y 88 Mill Lane (2006), así como del relato largo Pink publicado en el sello digital PRH Flash (2012). Ha coordinado y prologado las antologías de narrativa breve La realidad quebradiza (Páginas de Espuma, 2012), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) y Ficción Sur (Traspiés, 2008). Como autor de relato corto ha recibido más de cincuenta premios nacionales e internacionales y ha sido incluido en las tres antologías de referencia de su generación: Cuento español actual (Editorial Cátedra, 2014), Pequeñas Resistencias (Páginas de Espuma, 2010) y Siglo XXI (Menoscuarto, 2010). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al turco y al ruso, y publicada en más de una docena de países.

No sucedió en tierra firme, sino a bordo de una de las seiscientas cuatro embarcaciones que en aquellos instantes colisionaban con estrépito en una delgada y concurridísima lengua de mar, en el centro mismo del más accidentado Mediterráneo, entre la humareda maloliente que levantaba la pólvora, el clamor de los cañones y la lluvia de los más diversos proyectiles. Allí fue donde se cruzaron las vidas de los dos singulares escritores. El primero de ellos, afilado y pajizo, era por entonces apenas un simple aspirante a novelista, o a dramaturgo, o a comediante, o a poeta, o a cualquier cosa que pudiera reportarle unas monedas. Había llegado hasta aquel pedazo del infierno huyendo de la justicia española, acusado de herir en un duelo de honor —o por la espalda en una pendencia callejera, según algunos malintencionados testimonios— a un maestro de obras que había intentado mancillar con algo de éxito el buen nombre de su hermana. Los tribunales


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dictaron sentencia en su contra y el joven autor en ciernes se vio obligado a escapar a toda prisa de Madrid, para evitar que le cortaran la mano derecha tal y como rezó la condena. Declarado en rebeldía, acabó huyendo a Roma, y de Roma viajó a Nápoles, y de Nápoles a Ancona, y de ahí a Ferrara, y de ahí a Venecia, y, al fin, antes de manchar todo el mapa con los trazos de su itinerario, regresó de nuevo a Nápoles, donde consiguió embarcar como soldado de infantería en el tercio del lugarteniente de la Liga Santa, de quien se decía sufría una desagradable aerofagia, con toda probabilidad debido a unas diminutas bacterias que se dedicaban a pudrir todo lo que caía en sus intestinos. Y así, enrolado en los tercios italianos, a bordo de la galera La Marquesa y guiado hasta allí por una sucesión de azarosas circunstancias, fue como aquel mero aspirante a literato, aquel muchacho enclenque y sin blanca, terminó conociendo a nuestro otro asombroso escritor y dando forma años más tarde —aunque en ese momento ninguno de sus compañeros, ni superiores, ni amigos ni enemigos podría haberlo ni remotamente sospechado— a una obra cumbre de la literatura universal. En realidad, llamar escritor al segundo de los hombres es sin duda una licencia. Porque, por mucho que gozara de la imaginación más portentosa que jamás haya habido ni habrá sobre la faz de la tierra, lo cierto es que frisando la muy avanzada edad de los sesenta todavía permanecía inexplicable y rigurosamente inédito. Ambos eran por lo tanto hasta esa fecha, aunque por muy distintos motivos, escritores se-

cretos. Pero si bien el primero lograría inmortalizar su nombre con la consumación de una obra incomparable, el otro, de quien la Historia es difícil que pueda guardar algún recuerdo, había consumido ya casi toda su vida sin ver impreso sobre el papel ninguno de sus infinitos proyectos. Se podía decir que los dos hombres se parecían como la noche y el día. Donde en aquel había costillas y una constitución famélica, en este los años habían aposentado molla, chicha y sobrepeso; la naturaleza pálida de uno era reemplazada en el otro por una tez cuarteada y oscurecida por el sol, en la que no faltaban las cicatrices; si en el joven todo recordaba al Occidente más cristiano, en el veterano se congregaban los más dispares símbolos de Oriente. No obstante, tenían muchas más cosas en común de las que pudieran apreciarse a simple vista. Aparte de que ambos hubieran llegado hasta aquella misma galera siguiendo un recorrido igualmente tortuoso. En este segundo caso de forma aún más justificada, porque a este otro escritor nunca le había sido concedido nada parecido al sosiego de la escritura: había pasado las últimas décadas errando por los territorios que iban desde las costas griegas hasta Valaquia y los Cárpatos, apremiado por una misión oficial interminable, y presenció el sobrecogedor hundimiento de la capital de Bohemia poco antes de comenzar a surcar el Adriático en aquella galeota de viejos piratas uscoques que, cuando no se dedicaban al asalto y al pillaje, prestaban sus servicios como muy módicos soldados de ocasión. Ese había sido siempre su sino, como si un pode-

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roso maleficio lo condenara una y otra vez a llevar una vida de acción. Seguro que muchos de los más cultivados sabios y eruditos habrían vendido su alma al diablo por vivir una vida como la suya, pero no nuestro hombre. Para él aquello entrañaba un constante dilema, que amenazaba con partirlo en dos desde dentro. Porque la insólita capacidad de este soñador, de este visionario, de este fabulador interior, era tal que nunca, jamás hasta ese mismo instante a bordo de La Marquesa, había siquiera conocido a nadie que pudiera empezar a intuir los universos que contenía dentro de sí. Era como si todos los demás hablaran una lengua distinta. Como si no existiera una lengua capaz de expresar los inagotables atributos de su mente. Siempre había sido así. Incluso ahora tampoco se trataba en absoluto de que hubiera encontrado al fin su alma gemela, sino más bien como si un selenita o un venusiano recién llegado al planeta hubiera logrado hallar, entre los mejores de otra especie, alguien con quien al menos poder comunicarse. Es lógico pensar que un encuentro de esa naturaleza no pudiera darse en cualquier parte, no al menos en la forma de dos hombres que se cruzan una noche cualquiera en un callejón. Por lo que podría parecer que la ingente batalla que se fraguaba en torno a ellos no era sino el efecto de tan fantástica coincidencia, como capas segregadas por el acontecimiento, como las ondas y las reverberaciones de aquel inaudito choque de talentos. Así, alrededor de los dos escritores inéditos, en el tan concurrido golfo de Lepanto, todo parecía estremecerse.

Las otras seiscientas tres naves restantes se esforzaban por hacer el ambiente cada vez más irrespirable. Para ello empleaban mil novecientos sesenta y siete cañones y culebrinas, de los que casi dos terceras partes eran cristianas: los cañones lanzaban pesados proyectiles de hierro fundido que abrían enormes agujeros en las naves contrarias, no siempre necesariamente enemigas; las culebrinas, por su lado, también disparaban bolas de hierro, aunque a veces eran reemplazadas por balas de piedra, que al impactar contra el blanco se desmenuzaban y se convertían en una feroz metralla. No era extraño divisar por doquier seres humanos volando por los aires, cabezas y brazos arrancados del tronco, y cubiertas enteras barridas de soldados por los cascotes de la piedra caliza. Un poco más arriba, también había conseguido volar por los aires, entre las volutas de humo y la pestilencia combinada del azufre, el carbón y el nitrato de potasio, una atemorizada paloma mensajera de plumaje azul verdoso, que una vez que superó la altura de los mástiles dejó de ser objetivo de los disparos, porque ya no había manera de saber si era aliada o sarracena y porque había mayores problemas de los que ocuparse abajo en los barcos. A través de los ojos de la pequeña paloma, que había sido adiestrada durante diecisiete meses, se había sometido a un programa de casi ochocientas horas de vuelo, y había recibido como alimento los mejores granos de avena, trigo y mijo, así como los más atentos cuidados, a través de sus pupilas negras como cuentas de

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azabache, habría sido posible hacerse una idea del carácter extraordinario de la contienda que se estaba desplegando en esos momentos alrededor de los dos hombres, captar una imagen verdadera de lo que suponían aquellos cientos de naves enfrentándose en un espacio tan limitado y estrecho que no parecía capaz de albergar semejante tumulto, todas ellas detonando a un tiempo sus casi dos mil piezas de artillería sobre una superficie de mar que hacía tan solo unas horas se encontraba en plena calma. Desde esa perspectiva cenital podrían verse ondear centenares de banderas blancas con cruces rojas, y centenares de banderas rojas con medias lunas blancas, y escudos y pendones y gallardetes, e incluso se podría llegar a reparar en que, en una fragata del flanco izquierdo, uno de los estandartes de la Liga Santa había sido colocado del revés, y el Cristo crucificado se agitaba ahora de una forma inquietante, bocabajo, con el entrecejo fruncido y una sonrisa siniestra, a la vez que los proyectiles dibujaban las trayectorias elípticas de la muerte, fiuuuuú, plof, crash, boom, bolas, balas, piedras, flechas, barriles y cabezas. Cualquiera con ese ángulo de visión podría comprobar por sus propios ojos, o por los ojos de la paloma mensajera —pero no necesitaría desde luego los de un halcón—, que en ese punto el golfo no contaba con más de quince millas de ancho de una costa a otra, y que el litoral, algo escarpado y rocoso, estaba además amurallado por castillos turcos, que, cuando había oportunidad, también descerrajaban las baterías de sus bocas de fuego.

Si el ave hubiera dispuesto asimismo de la fabulosa facultad de percibir la línea divisoria de las fronteras, y los colores de las naciones, tal y como si llevara un complejo ingenio aplicado sobre los ojos y su cráneo de nuez, habría podido advertir que las islas griegas que rodeaban las seiscientas tres embarcaciones que a su vez cercaban la galera de los dos escritores inéditos, pertenecían al imperio del Turco. Y que tanto la península del Peloponeso, como ínsulas e islotes grandes y pequeños, así como la vasta Rumelia, en otro tiempo parte de Bizancio, tenían el mismo color del moro. Y así continuaba siendo aún más al norte, hasta alcanzar la vencida Hungría, y los pueblos transilvanos y valacos, todos ellos vasallos de los ejércitos musulmanes. Y al sur, al otro lado del Mediterráneo, también eran dominios del sultán Egipto, Tripolitania, Túnez y Argelia. Y al este, se extendía todo el poder y esplendor de la propia Anatolia. Y tan solo al oeste, y por un albur, se encontraban una porción del Reino de España, como una cuña o un tacón de bota, y, esquinados, los Estados Pontificios y Venecia. De forma que era difícil imaginar un lugar en los mapas menos neutral y favorable a uno de los dos bandos. En cambio, más arriba, hacia donde dirigía el vuelo la paloma, tras la cortina de nubes que hacía de pantalla sobre los barcos, tiempo después muchos asegurarían que se hallaban apostados toda suerte de personajes celestiales, equilibrando de alguna forma la desigual situación. Allí, sobre las cabezas de los dos imaginadores, como no podía ser de otra

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manera, envueltos en la bruma se reunían todo tipo de seres imaginarios. Entre ellos ocupaba un lugar primordial la Virgen María, con su manto azul y su túnica roja, cortejada de cerca por San Pedro el Apóstol, y por San Pedro el Mártir, por San Carlos de Borromeo, por Santa Catalina de Siena, por Santa Justina y hasta por San Marcos, que había venido acompañado por su león, el cual no dejaba de mirar hacia el agua con curiosidad felina. En la misma orla refulgente, confeccionada de materiales intangibles, también se arracimaban algunos dioses romanos de la Antigüedad, como Neptuno, esgrimiendo su tridente, y la diosa Fortuna, y la de la guerra, Belona, y la diosa Victoria, y la diosa Fama tocando la trompeta. Y junto a estos últimos personajes alados se solazaban al fin los más variados ángeles, la mayoría de ellos criaturas impúberes de rizos de oro, que, cada pocos minutos, se asomaban al borde algodonado de las nubes y, divertidos, tensaban sus arcos y lanzaban dardos dorados a las naves, es de suponer que siempre apuntando a los mismos. Pero es en el corazón de la batalla donde suceden las cosas. En esa batalla de la que años más tarde uno de los dos escritores, por consejo del otro, diría que fue la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperaban ver los venideros. La contienda más descomunal que jamás había sido ni será librada sobre la superficie del mar. Y es que a bordo de las seiscientas cuatro naves que componían el conflicto se debatían nada menos que ciento ochenta y tres mil cincuenta y nueve almas —ciento ochenta y tres mil cin-

cuenta y cinco, ciento ochenta y tres mil cuarenta y nueve—, de las cuales noventa y dos mil profesaban una fe cristiana, ya fuese católica, ortodoxa o incluso luterana; otras setenta y siete mil, la fe islámica; casi trescientas eran agnósticas, sin que ninguno de esos hombres supiera ponerlo por escrito, o sospechara siquiera la existencia de aquella palabra; ochenta y cuatro eran ateas, aunque jamás lo habrían confesado y ni mucho menos hecho público; había también por allí un par de anglicanos, y un calvinista; y en cuanto a las trece mil almas sobrantes se vendían al postor que mejor salario de guerra les ofreciera mientras todavía estuvieran en esta tierra. No obstante, en lo que a los bandos estrictamente se refiere, los combatientes se repartían en dos mitades que cualquier cronista indulgente podría convenir en calificar de exactas. De ese total de ciento ochenta y tres mil veintiún tripulantes que aún sobrevivían en las flotas en combate, cien mil de ellos tenían uno o más hijos, y de estos, solo setenta mil lo sabían; veinticinco mil habían olvidado despedirse de su mujer con un beso antes de ser embarcados; dieciséis mil se habían encomendado a su amada antes de entrar en batalla, besándose la pinza de los dedos después de persignarse; y apenas dos mil trescientos de entre tan sin par muchedumbre de hombres estaban sinceramente enamorados o habían conocido alguna vez el amor verdadero. Noventa y nueve de cada cien de estos hombres llevaban consigo, plegada junto al pecho, una carta de amor.

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Tatiana Goransky Buenos Aires en 1977. Es escritora y cantante de jazz. ¶ Escribió la columna «Séxodo» (2000/2013). Colaboró en el diario Clarín y diversas publicaciones internacionales para las que escribió en inglés y castellano. ¶ Publicó las novelas Lulúpe María T (Símurg, 2005), ¿Quién mató a la Cantante de Jazz? (Tantalia, 2008/ Suburbano, Estados Unidos, 2013/ Letra Sudaca, 2014/ Cazador de Ratas, España, 2015), Don del agua (Gárgola, 2010), Ball Boy (Milena Caserola / El Octavo Loco, 2013), Fade Out (Editorial Galerna, 2016) y Los impecables (Comba, España, 2016), que presentó en Gijón y Barcelona en julio de este año. ¶ Participó en las antologías La Condición Pornográfica (El Cuervo, Bolivia, 2011), Ficciones Súbitas (Ediciones De Aquí a la Vuelta, Argentina, 2014) e Hijas del Horizonte (Compilada por Fernando Marías, España, 2015). ¶ ¿Quién mató a la Cantante de Jazz? fue seleccionada por la conabip para ser distribuida en más de mil bibliotecas populares y la llevó a participar en los festivales negros de Buenos Aires (B.A.N), Medellín (Medellín Negro), Mar del Plata (Azabache), Gijón (Semana Negra) y Barcelona (BC Negra).

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Quisiera amarte menos [fragmento]

* Irina caminó los veinte metros que la separaban de la puerta. Miró por última vez el frente de su casa, nunca había sido del todo suya pero igual se sentía exiliada. Atrás, quedaba una vida entera dividida en dos. La buena construida con postales de amor: escenas con fondos mixtos y festivos. La mala, un largo túnel de amnesia: calidoscopio sin matices. En el centro, marcando la frontera entre una y otra, un enorme cuerpo de varón. * Cuando Irina Watt despertó estaba segura de que había soñado con una de sus propias fotografías. Una que había tomado de su vecina sueca, Mikka, una mujer entrada en años que había muerto veinticuatro meses atrás. En la foto, la señora olía un rosedal rojo segundos antes de clavarse una espina en la cara y hacerse de aquella vistosa herida que atrajo, durante sus últimos años, miradas más bien inquisitivas. Le tomó unos minuto darse cuenta de que no estaba en su cama sino en la de un hotel sobre Avenida de Mayo, ¿pero cuál? Su matrimonio de cinco años había terminado y todo

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Quisiera amarte menos

lo que llevaba consigo era una cartera negra espaciosa; una valija Samsonite del mismo color, modelo correcto para llevar como equipaje de mano en caso de viaje; y una mochila en donde guardaba sus tres cámaras: una Nikkormat viejísima con tres lentes Nikon (un gran angular, un 50 Mm y un 120 Mm), una Lumix de bolsillo y su 300 D Cannon, esa con la que había hecho la foto que le valió un premio de 40.000 pesos tan solo tres años atrás. Ahora, los pesos habían desaparecido invertidos en la cotidianidad, pero la imagen estaba exhibida en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La foto mostraba a una niña de poco más de diez años, de pelo largo y oscuro, tirada en el piso del baño de hombres de la Estación de Trenes de Retiro; a su lado, un señor pelado, de bigote espeso, con una mano puesta sobre la pierna derecha de la pequeña. Irina sacó la foto, agarró un palo con sopapa, de los que se usan para limpiar a fondo los inodoros, y golpeó al hombre mientras gritaba pidiendo ayuda. Diez segundos más tarde entraron un policía y dos civiles, apartaron al hombre de Irina, que ya había recibido un contundente derechazo en el ojo y otro en la mandíbula, y se lo llevaron a la comisaría. Cuando le preguntaron a Irina por qué derrochó tiempo haciendo clic con su cámara, se puso colorada y no supo qué responder, en lugar de eso confirmó una sospecha que hacía rato tenía acerca de sí misma: la foto siempre vendría primero. Pensar que una niña a punto de ser abusada le había valido una recompensa de 40.000 pesos era repugnante.

Su antigua cámara Nikkormat había sido su primer amor. La había heredado de su abuelo Félix, famoso hombre de cine de la década dorada, y todavía disfrutaba de revelar y ampliar en la privacidad de su laboratorio, aunque a estas alturas ya podía imaginárselo destruido o incluso incendiado por su futuro ex marido a quien había abandonado en medio de la noche. Miró incrédula por la ventana. Era nueve de julio del 2007 y había nevado en Buenos Aires por primera vez desde 1918. Una suave capa de nieve en polvo se arremolinaba empujada por el viento de la tarde. El paisaje era tan desconcertante que podría encontrarse en una habitación de cualquier lugar del mundo. Decidió bajar a tomar el té ¿tendría el hotel servicio de merienda? No había logrado conciliar el sueño hasta la madrugada debido al terrible ruido del ascensor; de las empleadas de limpieza que iban y venían recogiendo los pedidos de la noche; de una prostituta con su cliente, a tres cuartos de distancia a la derecha; del ulular del viento golpeando contra su propio vidrio; de la gotera del baño y de una decena de otros sonidos, que solo tenían sentido para ella, una mujer de oído nervioso o prodigioso según fuese el caso. Como resultado de tanto bullicio, no se había levantado de la cama en todo el día. Sacó su Lumix y, desnuda como estaba, abrió la ventana para tomar una fotografía de la calle. La nieve colgaba sobre las nubes y un repentino silencio de nevada la relajó por completo. A continuación hizo una nota mental, título posible: primera señal que me insta a mudarme a la base antárti-

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ca Marambio. Luego, cerró el vidrio lo más rápido que pudo y decidió abandonar el hábito de las notas mentales, no le habían traído ningún beneficio. Quiso usar la misma ropa que llevaba la noche anterior, pero vio que en ella había dos grandes manchas de sangre. Abrió la valija y sacó un vestido negro de manga tres cuartos, clásico corte de los años cincuenta, justo por debajo de las rodillas, entallado en la cintura, sin adornos, de tela elastizada. Se puso medias de algodón y licra del mismo color, unas botas de caña alta con piel, un sobretodo que había comprado tan solo una semana atrás, un par de aros de peltre y se pintó de forma discreta. Metió en su cartera uno de sus cinco pares de zapatos de baile; la Lumix; guantes de cuero; el Blackberry; la billetera y su bolsito de maquillaje con tapa ojeras, rímel, delineador negro, sombra de ojos dorada, lápiz de labios rojo, un body splash de vainilla y una curita. Así, monocromada, parecía que iba a un entierro, pero en menos de tres horas estaría en la milonga. Lugar donde para el ojo poco entrenado no existen mayores complicaciones, violencia, ni secretos. Un hermoso micromundo de pies favorecidos moviéndose al compás del dos por cuatro. En ese mismo momento decidió que necesitaba una noche de mirada inocente para compensar las últimas semanas en donde todo había sido tan brutal. En el lobby del hotel había un sector con mesas y sillas de madera, algunas de las cuales daban a un inmenso ventanal

que miraba a la calle. Los manteles eran de flores amarillas y en aquellos siete o tal vez ocho sitios se repartían distintas personas, todas solas, todas en silencio. En el lobby del hotel de Avenida de Mayo reinaba un mutismo absoluto. Irina sonrió, temía al ruido de tazas, platos, niños, máquinas de café y mozos, pero todo lo que vio fue una escena sacada de una película silente. Pensó en tomar una foto de aquel extraño cuadro, pero sintió un rugido en el estómago. Eligió dos medialunas que parecían tener más de 48 horas, un jugo de naranja de color dudoso, tres fetas de queso, una ensalada de frutas, un café con leche y una banana para el bolso. Fue recolectando todo de a poco y lo desparramó sobre una de las mesas que daban al ventanal. Observó la calle. Carteras, sacos, botas, pelos rubios, pelirrojos, negros, lacios, llenos de rulos, hombres de traje, portafolios en todas las gamas del marrón, polleras cortas, gente caminando en una tarde que hasta ese momento no parecía un feriado nacional. Algunas tanzas, casi transparentes, atravesaban la calle con banderines y farolitos de colores. En algunos balcones, la bandera Argentina manchada de blanco. Pasó el tiempo. Las ocho y media de la noche según el reloj del salón desayunador. Afuera estaba oscuro y la nieve seguía cayendo en copos casi imperceptibles que adornaban a la gente caminando por la vereda. Continúa el silencio de nevisca. Agradeció su suerte. Su amor por las imágenes también era legado de su abuelo. De chica la llevaba a los sets de filmación y la dejaba que-

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darse viendo toma tras toma. Se sentaba calladita en el piso y, cada tanto, cumplía con algún mandado que le inventaba Félix en voz baja: «buscame una chalina blanca en vestuario que esta actriz tiene el cuello demasiado largo»; «traele al pobre hombre un cigarrillo que si no la toma que viene va a ser tan mala como la anterior»; «servite un vasito de ginebra, ginebra no te confundas, y traémelo directo para acá». Con el tiempo se dio cuenta de que su abuelo no necesitaba recurrir a ella para esas menudencias, tenía personal de sobra, pero él sabía que a su nieta le gustaba mantenerse ocupada en el set y sentirse parte del mundo de fantasía. Su abuela era la mujer más hermosa que había visto. Elisa, convertida en estrella por el mismísimo Félix, tenía una presencia fuera y dentro del set que la convertía en una verdadera gema del cine. Para cuando Irina empezó a ir a los rodajes, su abuela había actuado en cinco películas. Con tan solo ese número en su haber, ya era una de las protagonistas femeninas más famosas de la época. Irina había heredado su porte y belleza, pero nada de su fotogenia, por eso odiaba estar del otro lado de la cámara. Casi toda su familia insistía en que podría haber hecho carrera en el cine, pero su abuelo y ella sabían que, vista a través de la lente, Irina era tan corriente como cualquiera. En persona era otra cosa. A sus cuarenta años seguía teniendo un rostro y un cuerpo jóvenes. A pesar de su baja estatura, llamaba la atención por sus enormes ojos verdes que delineaba de negro para ir a bailar, su frondoso pelo castaño que parecía elaborado incluso

cuando acababa de levantarse, y una figura de los años 50, con cada curva puesta a medida. Además, sus pies eran perfectos, pies que de ninguna manera aparentaban llevar más de veinte años subiéndose, cerca de cinco veces por semana, a tacones de nueve centímetros. Diez menos diez. No dejó rastro de comida, salvo de la banana que esperaba por su oportunidad metida en el bolso. Irina leyó el diario. Nada fuera de lo común: deuda interna, deuda externa, arrebatos políticos sacados de un cómic, un análisis sobre la posibilidad de una nevada en la Capital Federal, era extraño que el servicio meteorológico hubiera acertado, una creciente ola de secuestros y crímenes aleatorios. Irina Watt no encontró nada interesante. Se hicieron las diez y veinte, un poco temprano para ir al salón Canning, pero prefería hacer tiempo ahí antes que en el hotel.

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* Se puso el abrigo que se había sacado para merendar al calor de la losa radiante del desayunador y salió al frío de la nevada. Pensar en eso ya le resultaba tan fuera de lugar como haber pasado la noche lejos de casa por primera vez. Ordenó sus pensamientos. Ya no había más casa, el lugar en el que había vivido tantos años en compañía de Ezequiel era ahora parte del pasado. Avenida de Mayo se transformó de pronto en lugar de juego. Cada cuadra que caminaba se poblaba de hombres, mujeres, niños y ancianos que animados por el clima, hacían


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caso omiso de la noche y el fresco y disfrutaban de actividades tan nuevas como las de armar un muñeco, tirarse bolas de nieve o sacar algún mueble a la calle y utilizarlo como trineo. El Congreso Nacional se veía imponente, parecía una casa de ópera italiana y en sus escalinatas había decenas de niños haciendo culopatín. Sacó la cámara y disparó diez fotos al azar. Se acordó de que en el bolso tenía guantes y se los puso. Sus uñas pintadas de rojo estaban empezando a rajarse y puestas en los hombros de sus compañeros de baile podían verse mal. Agarró su Blackberry y revisó el nombre del cliente de la noche, Stephan, a secas. Había olvidado pedirle el apellido acalorada por el principio de la discusión con Ezequiel. Igual, habían quedado en encontrarse adentro de la milonga. A él le iban a cobrar la entrada, a ella, como era habitual, no. Tenía que administrar bien su dinero, había dejado sus ahorros en la casa, adonde no pensaba regresar, y en su cuenta tenía tan solo mil novecientos ochenta y tres pesos, menos los gastos del hotel. Dobló y caminó hasta Corrientes, pero la postal invernal de ensueño se había convertido en un frío sólido, que le raspaba las heridas de la noche anterior con la barbarie del alcohol. Pensó en Ezequiel quejándose de las náuseas y la acidez, juego previo antes de que se repitiera la misma escena de violencia de siempre. Retrocedió hasta Sarmiento y paró un taxi. No era momento de ahorrar; además, meditó, esa noche cobraría en dólares.

El taxista pecaba de amable y no paraba de hablar. Irina trataba de ignorar su voz fusionándola con el ruido del motor del auto, un destartalado Peugeot 504. Al final, se resignó y contestó algunas preguntas. «Sí, esta es la mejor milonga para el día lunes»; «el martes es mejor ir al Beso o Porteño y bailarín»; «si no sabés bailar no podés sacar a nadie, antes de hacer eso hay que tomar clases». Se aburrió de su propia voz y se calló de golpe. El taxista pareció sorprendido, después se resignó. «Llegamos, Scalabrini Ortiz 1331». Once y cuarto. Irina Watt saludó a la pareja de la puerta. Ella, Jimena Fernández, él, apodado El Portón. Llegaba temprano. Se acercó a Quique, el encargado, que le prometió avisarle en cuanto se presentara Stephan. Al parecer Enrique ya lo conocía, dijo que era un extranjero leal que se quedaba en Buenos Aires uno o dos meses al año hacía ya media década. Irina se acomodó pegada a la pista, en una de las mejores ubicaciones de todo el recinto. Antes rotaba de mesa en mesa, pero hacía ya diez años que tenía la propia. Se sacó las botas, en gesto habitual, y se calzó los zapatos. Un modelo comme il faut de nueve centímetros, negro, acharolado, con dos pequeñas flores blancas y suelas de cromo. Zapatos confeccionados especialmente para ella. Había cerca de diez parejas en la pista, bailaban bastante mal, se notaba que eran principiantes. Sabía reconocer a sus paisanos, que no eran más de dos o tres; el resto: forasteros ansiosos por aprender el ocho antes que la caminata. Los verdaderos bailarines llegaban más tarde. A esa hora la

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milonga era casa de aprendices. Stephan apareció cuarenta minutos y media botella de champagne después. El champagne lo iba a pagar él, estaba incluido en el contrato verbal. Mientras Irina lo observaba caminar, estudió al joven de pelo rojizo, enrulado, vestido de pantalón y camisa gris. Debía medir cerca de dos metros y pesar casi lo mismo que ella, parecía un enorme fósforo. Irina se dio cuenta de que ya lo había visto antes. Se saludaron con un beso en cada mejilla, costumbre que a ella ya le resultaba común, y mantuvieron una primera charla tan prototípica como las que mantenía en sendos idiomas con el resto de sus clientes. Irina hablaba francés, inglés, italiano, portugués, ruso, alemán, y un poco de hebreo. Había aprendido a bailar a los quince años bajo la tutela de Félix, bailarín asiduo, que se había dedicado a tomar clases para conquistar a Elisa, la verdadera fanática de la familia. Ahora recordaba sus rostros pegados moviéndose en el salón de la casa de Villa Crespo. Félix y Elisa bailando apretados. Sus piernas se seguían, perseguían, encontraban y enroscaban sin ninguna dificultad. Se movían precisos al ritmo de la orquesta de Canaro, la favorita de ambos, sobre todo de los tangos que Canaro hacía junto a Ernesto Famá. Al principio había sentido admiración, después intriga, después un poco de celos y luego se convirtió en una experta bailarina. Le era tan fácil y natural como sacar fotos. Su padre, Carlos, y su madre, Dafne, también habían bailado juntos, hasta la muerte de ella. Después, su padre continuó siendo un mi-

longuero. Todavía se encontraban cada tanto en el circuito y bailaban una o dos tandas. Irina Watt ya no aceptaba principiantes. Estaba dispuesta a trabajar de taxi dancer solo con gente que bailara lo suficientemente bien como para poder dedicarles una noche entera sin sentir ganas de suicidarse. Sus servicios venían en tres formatos. El primero incluía estar a disposición toda la noche, sentarse en la misma mesa y no bailar con nadie más hasta que el cliente estuviera listo para irse. En el segundo ella llegaba sola, se sentaba por su lado, y aceptaba bailar con su empleador cada X cantidad de tandas. Así, él parecía un concurrente más y podía «mostrarlo» para que las mujeres se interesaran y aceptaran o no sus cabeceos. El tercero era igual al segundo, salvo que le permitía bailar con otra gente en los momentos en los que no estuviera ocupada con su contratante. Lo único igual que tenían los tres formatos era que Irina nunca se iba con ellos ni mezclaba una cosa con otra, y no porque no hubieran intentado convencerla, sino porque no estaba interesada. Solo aceptaba su dinero y sus tres botellas de champagne, remuneración adecuada, en este caso, por su exclusividad. Tener a una excelente bailarina a disposición durante toda la noche costaba plata. Stephan pagó, como todos, por adelantado. La primera tanda que bailaron juntos fue una de Troilo /Marino (Fuimos, Tedio, Príncipe, Naipe), después descansaron las dos siguientes y bailaron una completa de milonga. Todos se acercaban a saludar a Irina y partían luego de darse cuenta

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de que estaba trabajando. Ser exclusiva no implicaba no mirar. Irina divisó al pelado, a Simón, la Oruga, Sarmiento, Discepolín, El Italiano, El Portón, Torcuato, El Negro Tun y a su padre. Con muchos de ellos quería bailar ni bien se fuera el francés. Stephan era de Dijon, Borgoña, al Centro-noroeste del país, y no paraba de hablar salvo cuando bailaba, por eso Irina prefería la pista a la mesa. Por otra parte, Irina siempre prefería la pista a la mesa. Se disculpó para ir al baño. Necesitaba dar con Sarmiento y comprarle algo, estaba agotada. El peso de la pelea con Ezequiel la había alcanzado. No tuvo que decir más que «hola» y extenderle un billete a cambio de una pequeña bolsita. Fue al baño de damas. Vendían vestidos, zapatos, maquillaje y profilácticos. Miriam daba el papel higiénico a cambio de unas monedas. Irina se llevó un rollito al cubículo. Después de eso la escuchó irse. La señora de la limpieza sabía que a la Watt le gustaba su privacidad y siempre montaba guardia. Tal vez fue eso lo primero que le llamó la atención cuando escuchó entrar a dos mujeres. Aunque Irina no las veía, escuchaba con nitidez mientras se ocupaba de sus propios asuntos. — Te vas a arrepentir. —Dejalo que elija, está grandecito, podría ser mi abuelo, o tu papá. — ... Irina se puso en guardia, intentaba reconocer las voces de su elaborado catálogo milonguero, pero no daba con ninguna de las dos.

—No me digás puta, puta sos vos que te revolcás para que te saquen a bailar. —No te sacan a bailar por un buen polvo sino por un buen baile, y vos los sabés mejor que nadie, estás siempre sentada. Las voces escalaban y se iban deformando hasta convertirse en aullidos, al menos para un oído tan delicado como el de Irina. —… —¿Y eso qué quiere decir? De repente en tono muy bajo. —Ya vamos a ver quién se sienta y quien se acuesta con él. Irina se subió a la tapa del inodoro en el mismo momento en el que se produjo el portazo. No pudo ver a ninguna de las dos. Se miró al espejo. Tomó el bolsito de maquillaje, se agregó lápiz rojo en los labios, se cercioró de que nada escapara de su nariz y salió de nuevo al salón.

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Manuel Astur Sama de Grado, Asturias, 1980. Es autor de los libros Y encima es mi cumpleaños (Esto no es Berlín, 2013), Quince días para acabar con el mundo (Principal de los Libros, 2014) y Seré un anciano hermoso en un gran país (Sílex Ediciones, 2016). Sus cuentos han aparecido en varias antologías y escribe habitualmente en diversos medios. Fue editor de la revista cultural madrileña Arto! y es uno de los fundadores del movimiento artístico y espiritual Nuevo Drama. Desde hace unos años, dedica todo su tiempo a no perderse ni un solo milagro.

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Y a mí, que nadie me quería, que nada tenía, vino y quísome él. Yo iba a casarme con mi tío el zapatero, al que no conocía, que no tenía un real, pero que más que nosotros tenía y vivía en la capital. Desde niña lo había apalabrado mi padre con su hermano mayor y siempre pensé que así sería. Pero entonces, un día, lo conocí a él o me conoció él a mí. El Macho Cabrío. Claro que entonces yo era bruta y buena y no sabía quién era. Catorce añines tenía. Fue en mi primera romería. Qué contenta estaba pensando en ver a tanta gente, a tanta gente toda nueva. Era la primera vez que salía de Cuanxú, donde aparte de a mis pobres padres, cuatro vecinos y sus hijos, dos mozos que se fueron siendo yo pequeña para no volver, el cura muy de año en año, la Guardia Civil alguna vez y dos jornaleros tan viejos que segaban mal por un plato de mala comida y cuatro castañas asadas, nunca veía a nadie.


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Me puse un vestido de estrena, salimos bien de mañana y fui con mi madre caminado hasta San Antolín. Íbamos porque una hermana suya había enfermado y se iba a morir y había que despedirse de ella. Pero además había fiesta y tenía que ir, porque aunque no lo supiera aún, allí me esperaba él.

De camino había mozos que me sonreían y yo les sonreía y mi prima les sonreía y mi prima dijo entre risas no sonrías tanto, que luego no te van a dejar en paz, pero yo no podía dejar de sonreír. De camino había un río grande, el río más grande que yo había visto, y en él había truchas y salmones que yo creía que eran truchas muy grandes porque nunca había visto salmones, y el agua contra las piedras y contra los pilares del puente, al que me asomé para ver truchas y truchas grandes, cantaba como algunas personas de las que iban de camino cargadas de comida y alegría. De camino había eucaliptos y yo no sabía qué árboles eran y por qué eran tan largos y por qué sus copas tan lejos y qué olor era aquel que olía a hambre y santidad. De camino íbamos con madreñas, con los zapatos en la mano para ponérnoslos al llegar y que nos sacaran a bailar, y yo no sabía bailar, pero mi prima me dijo tranquila ya te enseño y tú deja que te lleve él. De camino las mozas me miraban y preguntaban a mi prima de quién es y mi prima decía que era su prima de Cuanxú y que era mi primera romería y todas se reían y yo también. De camino los mozos, y entre los mozos, él. Pero yo no lo vi a él. Pero él a mí sí, y le gusté.

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Al llegar resultó que la hermana de mi madre ya no se iba a morir, al menos no ya, pero no había tenido tiempo de avisar. Así que mi madre se puso muy contenta y la hermana se puso muy contenta y su hija también, porque además había romería y al no morirse su madre podía ir sin pena con algo que celebrar. Y yo estaba contenta porque ya no me tenía que despedir de la hermana de mi madre y mi madre dijo ya tienes edad para ir a la romería y yo me puse muy contenta y nerviosa por ir a ver a tanta gente nueva. Y mi madre dijo pero no vengas muy tarde, y mi prima que sí mujer que yo cuido de ella, que está de buen ver, pero parece lista y nadie se va sobrepasar con ella, y me pintó los labios y los ojos y me llevó a encontrarme con él. De camino a la romería había romero y olí una rama y arranqué una rama y me la metí en el bolsillo para olerla cuando quisiera y alejar el mal de ojo. De camino a la romería había castaños y olmos y sol y pájaros y alegría y personas que iban cantando con cestas y canastos llenos de comida que olía a algo que dura para siempre y siempre es bueno.

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Y al llegar había más gente y familias sentadas en el prao alrededor de grandes manteles que bebían sidra y estaban muy alegres. Y niños que corrían y se perseguían y tiendinas y puestos que vendían pan de azúcar y castañas dulces

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y cigarrillos de anís. Y un escenario de madera con un techo de ramas recién cortadas y unas guirnaldas trenzadas. Y un poste en mitad del prao, del que colgaban cables con bombillas, que yo no sabía aún bien para qué servía. Y hombres frente a una tabla de madera muy larga bebiendo sidra y dándose palmadas en la espalda y riendo a carcajadas y fumando, y su humo se elevaba en tirabuzones y avanzaba hasta enredarse y acariciar la melena de la moza que les gustaba.

El Macho Cabrío no tenía los cojones al aire y sus cuernos retorcidos no los sabía yo ver. Así que cuando me vio bailando con el otro, se acercó al terminar canción y le dijo algo que éste se fue. Y el Macho Cabrío sonrió y me tendió la mano y me preguntó muy amable si me importaba bailar con él. Y yo, que tenía catorce añinos, que nada sabía, le dije que sí. Y a mí, que nadie me quería, que nada tenía, vino y quísome él.

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Y nos sentamos alrededor de un mantel, con las amigas de mi prima, con las rodillas bien juntas para no enseñar las enaguas que yo no tenía pero que era lo que había que hacer, y lanzaban miradas alegres a los mozos y se reían en alto de bromas que nadie había hecho, y esas risas pasaban por encima de sus cabezas e iban y se posaban con suavidad en el hombro del mozo que les gustaba. Y entonces la banda comenzó a tocar, y era bonito lo que tocaban, y allí escuchando y viendo a la gente me habría quedado toda la vida si me dejaran, pero mi prima dijo levántate anda mujer y ven. Y algunas parejas se pusieron a bailar y otras se pusieron a bailar y tantos bailaban y tan bien que parecía la hierba alta cuando le da la brisa y se agita con suavidad. Y un mozo sacó a bailar a mi prima y me alegré por ella porque ella se alegró. Y otro mozo me sacó a bailar a mí y yo me agarré a sus hombros y giré y giré y me llevó girando entre la gente que giraba, y no tropezamos ni una sola vez.

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De camino de vuelta, la noche fresca y el cansancio que bajaba como el orbayo y lo cubría todo, y la alegría de una flor que se cierra después de haber tomado el sol. De camino de vuelta, las risas de las familias, los niños pequeños agotados durmiendo en el cuello de sus madre, las cestas vacías. De camino de vuelta, los grillos y los sapos junto al río. De camino de vuelta, las parejas de enamorados que venían los últimos, más despacio, alargando el tiempo con dos pasos adelante y uno atrás. De camino, mi prima se salió del camino con un mozo y no la volví a ver. De camino él y yo, y él me cogió la mano y yo se la dejé coger. De camino me dijo guapa y me tocó un mechón de pelo. De camino de vuelta volví, y en el camino frente a casa él me besó la mejilla como quien bebe de una fuente. Y a mí me gustó porque su aliento olía a manzana fermentada y a hojas de castaño y a madera recién cortada y a tierra fértil, y era la primera vez que un hombre polinizaba mi piel.


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Una semana tardó en ir a verme. Llegó a caballo una mañana y estaba sin dormir por haber viajado toda la noche. Traía unas botellas de anís y embutidos para regalar. Mi padre salió a recibirle y mi madre se me acercó sonriendo. Él se bajó del caballo y mi padre le dijo algo muy serio y él le contestó algo muy serio y se dieron la mano. Luego salí de casa y me quedé callada mientras iba con él a dar un paseo. Me dijo qué estaba muy bonita con ese vestido, y yo no le dije que ya lo conocía porque era el único que tenía y lo había llevado a la romería, pero aún así me gustó que lo dijera porque yo creía que era verdad. Me dijo que me compraría muchos otros vestidos, que era rico y que podía sacarme de allí y yo no le dije nada. Me dijo que tendría cuanto quisiera y yo no le dije nada de nada. Me dijo y yo no dije, porque me gustaba descubrir todo lo que antes no sabía que podía querer. Pero no se fijó en el roble ni en el pequeño río que eran mi roble y mi río. Pero no se fijó en nada. Pero a mí me gustó porque sólo se fijaba en mí y yo aún no sabía que sólo se fijaba en mí para fijarse mejor en él. Antes de irse me volvió a besar en la mejilla, y esta vez noté más áspera su boca y me dejó la piel caliente hasta el día siguiente.

dos horas mi padre entró y me dijo que fuera, y yo fui y allí lo encontré a él. Había una botella de anís vacía y un plato con restos de chorizo, y él no sonreía y no decía nada y la lumbre se reflejaba en sus ojos, que parecían caparazones de escarabajo. —Hija, te vas a casar con él —dijo mi padre, y me dio un abrazo. Y con él me casé.

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Cinco veces más vino a verme, a decirme y a besarme, hasta que un día no vino por la mañana sino al oscurecer, y no me vino a ver a mí. Mi madre esperó conmigo mientras mi padre y él hablaban en el hogar sin que yo lo pudiera entender. A las

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Y con él me casé a las tres semanas. En la iglesia de San Antolín fue. Había pocos invitados y menos fuimos a comer. Mi padre dijo te entrego a lo que más quiero y el me tomó. En cuanto oscureció, nos fuimos a su casa, que ahora era nuestra casa. Allí me puse el camisón y me metí en la cama a esperar que se metiera él en mí. Se sentó en el borde y me miró temblar. Agarró un mechón de mi pelo entre sus dedos y lo miró como a una flor. Sonrió por primera vez en todo el día y, justo después, me pegó una bofetada con todas sus fuerzas: —Para que sepas quién manda aquí —dijo. Entonces le vi por primera vez los cuernos, que hacen daño. Entonces le vi por primera vez los grandes cojones, que hacen daño y queman. Y entonces lloré y mientras lloraba, él se puso encima de mí y entró. Aquella noche comenzó el infierno y la alegría. Aquella noche quedé embarazada, hijo. Y yo, que nada tenía, que a nadie quería, viniste tú y quísete a ti.

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Una habitación propia «La obra de imaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad». Virginia Woolf «Desde luego, si nos paramos a pensarlo, sin duda Cleopatra sabía ir sola; Lady Macbeth, se siente uno inclinado a suponer, tenía una voluntad propia». Virginia Woolf

Oviedo, 1980. Licenciado en Filología Hispánica. Ha publicado poemas sueltos en diversas revistas como Anáfora o Maremágnum. Sus versos se incluyen en las antologías Soledades juntas (Círculo Cultural de Valdedios, 2005), Perro sin dueño (II Concurso internacional del haiku, Universidad de Castilla La Mancha, 2007) y El triunfo de la muerte (Pata negra, 2011). Finalista premio de novela Casino de Mieres, en su XXXIV edición. Es autor del libro Monelle, los pájaros (Los libros del gato negro, 2016).

Me despertó el sol, leve, breve, suave, más tarde de lo que había hecho en varias semanas. Estaba medio presente y medio ausente, con un aspecto horroroso. Hay sueños que se repiten siempre. Titubeé un momento pero después de catorce días de encierro (estaba trabajando intensamente y escribiendo mucho), decidí forzar las cosas y me obligué a salir con una breve oleada de optimismo. ¿Qué otra cosa podía hacer?. Sentía y manifestaba. Me tambaleaba como el enfermo que había guardado mucha cama y se levantaba por primera vez recorrido de escalofríos... …eso lo recuerdo.


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Cambiemos de tema. Tiré el periódico sobre el sofá, apagué la televisión, fui al cuarto de baño. Virgina Woolf mencionaba la necesidad de tener una habitación propia. Si las habitaciones hablaran, la mía hubiera dicho ardiente:

que llegué a las librerías que se encontraban en la Calle Mariana Pineda –ninguna les llegaba a la suela de los zapatos−, y me detuve súbitamente frente a los libros de ocasión. Encontré un libro de Julio Ramón Ribeyro. Aprendí a vivir con una frase:

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Debes abstenerte de todo, avanzar hacia lugares, aumentar la acción al máximo, salir de lo dudoso y de lo oscuro. A mis conocidos les parecía un poco raro mi voto de enclaustramiento. Era un imbécil y a la vez un tipo con suerte. Había quedado para una cena muy sana en un restaurante carísimo llamado Cires. Todo es posible. Había vislumbrado que, en otros lugares, los camareros adoptaban una actitud impertinente, arrogante y ligeramente pacífica. Aquí, en cambio, los camareros atendían solícitos y serviciales, sin síntoma de fatiga. Solo jueces y abogados: Francisco, Guzmán, Ángel, Sánchez León, Maura, Virginia (hermana de Guzmán). Todos ellos trabajaban en un bufete llamado Legalidad libre. «Parece que hoy es bueno ir de cena», me dije interiormente. Antes de acudir a mi pequeña cita conduje -por brevemente que fuese- media hora por ir escuchando leer, por primera vez, la voz grabada de Luis Cernuda sus poemas. Lo hice sin punzadas de inquietud por carreteras generales. Solo necesitaba un poco de soledad y poesía. El coche, un viejo Dodge azul, conversaba consigo mismo mediante el casette que viajaba a la búsqueda del tiempo perdido. Durante unos minutos, holgazaneé por tiendas hasta

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He invertido toda mi salud, mi tiempo y mis fuerzas en negocios espirituales completamente ruinosos …decía al abrirlo. No albergué la menor duda de que ese libro iba a gustarme con aquella argumentación. Hecho polvo y harto de vagar por librerías que eran mi núcleo central no me quedaba otro remedio (ahora sí que de verdad) que ir a la cena meditando aquella frase entrañable y genial. Cuando no hay tiempo, todo se apresura. Con creciente irritación, ¿quién era yo cuando no escribía? Un pobre exiliado abandonado en las avenidas del Pasado, meditando de soslayo en los alrededores del Raciocinio, teniendo que soñar en horas incógnitas del miedo y que sufrir las aspiraciones de la Añoranza. Llegué al restaurante y saludé a todos, manos por aquí y allá. Me sentí tranquilo, durante unos veinte o treinta minutos, como si todo hubiese sucedido ya. Luego, con puntualidad exquisita, el perfil errante del cocinero rodó hacia mis ojos. Era en lo primero que observaba al tomar asiento. No había nada que ver, nada que me distrajera. Me fijaba en todos sus detalles con una

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Una habitación propia

atención interior. ¿Qué vida era la de ese hombre? Hacía veinte años que aquella figura de hombre vivía casi todo el día en una cocina falta de tiempo; no era nada ni nadie en absoluto; dormía relativamente pocas horas, bien podrían haber sido muchas más; iba de vez en cuando al pueblo, del que volvía sin duda y sin pena; absorto, almacenaba lentamente dinero lento, que no se proponía gastar; estaba en Granada desde hace veinte años y nunca había ido ni siquiera a la Capital ni a un teatro. Se casó no sé cómo ni por qué, tenía cuatro hijos y una hija, y su sonrisa al marcharse, más allá de lo que se podía considerar posible, del otro lado del mostrador hacia donde estaba, expresaba una gran, una prominente, una contenta felicidad. Así estaban las cosas. Y no simulaba, era su derrota más gloriosa. Si lo sentía era porque realmente la tenía. La del cocinero es una historia verdadera. Si alguien piensa que le he mentido, le ruego que visite el restaurante «Cires» y compruebe lo que digo sin huir de la luz que no huyo. Me daba cuenta de que tenía hambre. El hambre es una lucidez… …la historia no cambia nada por esto, pero me hubiera gustado mucho comer un filete y unos huevos. Mal a propósito, acabé pidiendo rosbif reseco, langosta y caviar. Daba igual. Guzmán comió, por ejemplo, trozos de gorrín amojamado.

saba de largo los cuarenta años de edad, era el slogan humano, pero el slogan del siglo xxi, con mucho Civil, mucha palabra barata y mucho juicio de repuesto si la mesa estaba triste. Ese era su encaprichamiento. Su cara siempre me había sonado pero no estaba seguro de qué. Por supuesto, no todo eran malas noticias. Alguna que otra vez me había invitado a recitar en su casa minutísima versos de García Lorca.

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Maura, legal de la primera aurora legal, era hermético, testarudo y gracioso en su desgracia. Figúrense. Maura pa-

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—He aquí un poeta, exclamaba. Vivir es ser otro. Pero Granada, metáfora necesaria y profunda, no me pertenecía, literariamente hablando, Granada era de Federico que la humanizaba mucho. La ventaja de frecuentar estas cenas de colegas, vanas como remover cenizas, es que me incitaba a exigir una vida insensata sin ningún tipo de contacto con la realidad. En conjunto no eran malos muchachos con su mirada reflexiva y autosuficiente, en particular eran buenos y menos buenos. Eran inteligentes, otros tontainas, pero había una inteligencia en esa tontería. Unos viejos, otros jóvenes, pero me maravillaba cualquier edad. Unos hombres, otras mujeres, eran del mismo sexo que no existe. A veces estas cenas me interesaban un pito mientras me entraba una oleada de náusea. Creía que la intimidad, y no el mero contacto con aquellas personas, era lo perjudicial. Pero otras, aunque nada podía resultar más incongruente, eran charlas que tenían un rango extraordinario. Era como vivir en un delirio.


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Virginia, tímida y nerviosa, con sus piernas claras y largas, con su rojo de la boca, venía tremenda (a medio vestir). Llegó con un traje muy ceñido y maquillada, la mayoría de las veces no era así. Me enamoré de su cara desde el principio, que me hacía sentir un profundo frenesí de cicatrices duraderas. Sánchez León nos habló del Derecho Constitucional. Memorable. «El Constitucional hay que ganárselo» (así nos lo dijo aquella noche). Todos, menos Virginia y yo, habían oído su discurso media docena de veces, pero no importó a nadie. Y es que Sánchez León era todo un tipo. Fuerte, bueno y listo en los pasos que iba dando. Sus ojos eran relámpagos inmóviles que dominaban las sutilezas del oficio. Respiraba todo un tornado de abogacía. Escucharle requería un esfuerzo interior que era eminentemente más exagerado que el esfuerzo en la vida. La mirada de Guzmán, de la periferia de Granada, estaba llena de fuerza, indignación y justicia, claro. Hacía y decía tantas cosas a la vez que unas se comían a las otras. Él, vestido de frac, era correcto y confuso la mayoría de las veces. Después fueron llegando Aranguren, Báez, Medina y otros. No hubo nadie que se levantara en mitad de la cena para reventarla (tenían criterio) y dijera como el vanguardista Dalí: «Me cago en tu madre, ¿por qué no recitas bien?». No, nada de payasadas ni de batacazos aunque dijeran lo que se les antojase haciendo malabarismos. Muchas veces, con la duda en ciernes, me pregunto qué habría sido de mí sin esas conversaciones en las que se mencionaban a los criminales

y a las víctimas, al buen juicio y a la conciencia común. Eran noches penetrantes de alcohol raro en que sucedía algo. Antes de irme y estirar las piernas al fin, al cabo de un minuto de iluminación, me miraba en el espejo del lavabo público para saber despedirme. Y aparecía nítido, yo mismo. Así era. Hay que aprender a decir adiós presenciando nuestra escena. Me arreglé la corbata. Saqué la lengua sin poseer el don del disimulo. Conversé con él. Era el espejo la puerta por donde huía errático de mí mismo o hacia mí mismo por enmendar las cosas. Abro aquí un paréntesis en forma de confesión para remitirme al espejo. Uno quisiera cargar con el espejo del váter, su reflejo, qué exquisitez, optar por lo local, por lo espontáneo, por lo enigmático. Si hay que creer en algo, creer en el espejo, llevárselo tosco, salir cargando con él, transportarlo voluntariosamente en el propio regazo por las calles limpias, como un disfraz o una pared. Yo lo sabía. Desencantado de lo exterior, residir en el espejo. El mareo del espejo, su silencio metafísico, su respiración de flor, esa sustancia cortante que muestra nuestras vidas. Es el enladrillado de nuestra respiración. Para vernos, para reconocernos, el espejo cotidiano. El espejo, llevar el espejo a veces por las calles, como un breve ligue, nos falta un espejo entre los espejos. Nuestra existencia es el desbarajuste y la multitud. El silencio y la existencia. Y el espejo.

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Juan Soto Ivars Águilas, 1985. Ha publicado las novelas Siberia (premio Tormenta) y Ajedrez para un detective novato (premio Ateneo Joven de Sevilla), así como el libro infantil ¡Prohibida la ducha! Colaborador habitual en El Confidencial, El Estado Mental o Jot Down, su última obra es el ensayo Un abuelo rojo y un abuelo facha (Círculo de Tiza), al que pertenece este texto

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Retrato de todos

La reacción en cadena empezó una mañana en que yo dormía con placer porque me estaba saltando las clases de la universidad. No había cumplido todavía los diecinueve y el teléfono sonaba, venga a sonar miles de veces porque mi familia conocía mi itinerario para llegar desde Malasaña a la Carlos III de Getafe. Cuando por fin me despertaron, dediqué los primeros minutos de vigilia a escuchar con sorpresa cómo me premiaban por hacer novillos. Acto seguido me levanté y empezaron las arcadas. Así empecé mi 11 de marzo de 2004. Cada cuál tiene el suyo, y tengo que admitir que el mío fue muy hermoso, tanto como Lara, la hermana de mi compañera de piso. Ella tenía unos cuantos años más que yo y le atribuía una vida larga de viajes y romances, pero cuando abrí la puerta de mi madriguera la encontré indefensa y asombrada como una niña delante del noticiario. No sé si me miró, nunca me miraba lo suficiente, pero sí sé que pronunció una frase destinada a cambiar de sentido en las horas siguientes: —ETA ha atentado en Atocha. Hay noticias que desvelan más rápido que un café bien cargado. Las vías del tren, que tienen fama de rectas


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y confiables, habían enloquecido en la pantalla hasta convertirse en una madeja desordenada. Cuando mi procesador interno hizo los cálculos necesarios para cerciorarme de que no estaba soñando, introduje mi clave en la pestaña de hotmail y en unos minutos pude comprobar vía messenger que todos mis compañeros estaban bien. Sin embargo, la atmósfera se había puesto demasiado pesada como para alegrarse por las buenas noticias que se reproducen siempre alrededor de las catástrofes. Me tiré a la calle y respiré un aire espeso de ondas de radio, había vecinos en corro alrededor de transistores portátiles y dar cuatro pasos por mi barrio era como girar la rosca de un dial. Caminé asombrado y sin saber adónde iba, pero cerca de San Bernardo oí que alguien decía que se necesitaban donantes de sangre con urgencia y nos arremangamos allí mismo, dispuestos a abrirnos las venas para que nuestros glóbulos rojos llegaran a Atocha siguiendo el curso de las cuestas de Madrid. De pronto pasó un taxi libre. Me vi apretujado con cuatro desconocidos en el asiento de atrás y el taxista trataba de llevarnos a las inmediaciones de la estación sin cobrar ni hacer una sola pregunta. Por más que lo intento no recuerdo si el 11 de marzo llovía en Madrid. Allí abajo se dispersaba y se contraía la multitud, nos habíamos convertido en peces, nos movíamos como un banco de peces, yo miraba a los demás y caminaba, nadie parecía asustado aunque a lo lejos se veía una estación que conectaba Madrid con las provincias del otro mundo.

Alguien dijo que había que ir a Ifema, pero otro nos aseguró que habían montado unas carpas de donación al otro lado del perímetro de seguridad. No sabíamos cómo dar semejante rodeo pero vi a un Colón urbano señalando con el índice una isla al otro lado de la marea quieta del asfalto. Hacia mediodía había conseguido arrastrarme hasta el puesto de un vampiro, creo recordar que en Santa María de la Cabeza pero aún no sé si llovía o no llovía. En la cola se propagó el rumor de que nuestros antecesores habían llenado los depósitos, así que nos quedamos impávidos y arremangados, y un hombre de ojos saltones que había permanecido serio y valiente a mi lado se derrumbó y lloraba. Decidí acercarme a la puerta del Sol como si alguien hubiera declarado la República, todavía no recuerdo si llovía o no llovía, pero subiendo por la calle Atocha me crucé con una mujer agobiadísima que le preguntaba a un policía qué podía hacer ella para ayudar. El agente quiso saber a qué se dedicaba. Ella le respondió que era peluquera. A los tres nos dio un ataque de risa. Me había convertido en un sucedáneo de Dante que vagaba por los círculos superpuestos del cielo, el purgatorio y el infierno. Me contaron que un hombre empezó ese día como mendigo y al anochecer era conserje en un hospital, los milagros se reproducían en los bordes de la calamidad. Si los desconocidos que ocupan los asientos de nuestro tren cualquier martes de tres al cuarto nos resultan odiosos, el explosivo los había convertido en nuestros hermanos.

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Forges iba a dibujar una viñeta inolvidable que ilustraría los libros de historia: se ve el skyline de Madrid fundido por la parte de abajo en una gota sanguínea. «Madrid, te quiero» es el único mensaje. Y luego, a media tarde, éramos río como escribió Antonio Areces. Discurríamos hechos caudal en una manifestación llena de pancartas pintadas con dudas y apresuramiento. Los carteles iban en las manos de las mujeres de la calle Serrano con sus narices altas y sus comisuras bajas; en las de las chicas de Vallecas, que vestían chaquetas de un cuero tan sintético como el chicle que mascaban; en las de los hombres de negocios de Azca con la corbata importada de Italia y la chaqueta importada de Inglaterra; en las de los falsos ricos de Madrid, alopécicos que no valen un duro y compran en el Día pero llevan los productos a su casa en bolsas de El Corte Inglés; también pancartas en las manos de los moros del kebab, en las de los chinos vende-latas, en las de los albañiles que viven en Ciudad Lineal y trabajan en el centro, en las de los policías que soplan café cortao en un antro de la calle Leganitos a las tres de la madrugada rodeados de cocainómanos, en las de las crías y los críos de todos los institutos de la periferia, pancartas escritas en papel cuadriculado de cuaderno, en folios din A4, en cartones de caja de frigorífico, en las caras, en las camisetas, en el alma. Éramos río y aunque no sé todavía si llovía o no llovía, sé que Madrid tenía cara de pasmo, que Madrid tenía cara de pena, que Madrid tenía cara de no pasarán.

No sé si llovía pero en el río humano creció y el compromiso de los ciudadanos se propagó desde Madrid hacia todos los rincones de España. Antonio Alcolea estaba cerrando la campaña de Izquierda Unida en Murcia y tuvo la primera sensación de extrañeza al poner la radio, de camino a la ducha, y oír música clásica. Esa noche había un concierto de los Pet Shop Boys en la capital y Manuel Astur se había hecho con unas entradas que trató de endosar a alguien. Me cagué, me dice, me cagué y me quise ir de Madrid, tenía la sensación de que estaba viviendo la Historia con mayúsculas, de que me perseguía la Historia con toda su violencia y su peligro. Sergio del Molino trabajaba de periodista y vivía en Castellón, y me cuenta que empezó el día oyendo los gritos de su compañero de piso. No sé qué hicimos, dice, entré en una rueda muy extraña que giraba cada vez que salía alguien del gobierno mintiendo, y al día siguiente me fui a Zaragoza y caminé por la ciudad sin saber adónde iba, y de pronto me dirigía rodeado de desconocidos a la sede del PP, iba a estallar algo y tú ibas a estar en el estallido. A Miguel Ángel Rodríguez lo había dejado su novia la tarde del 10 de marzo. Al día siguiente habló por teléfono con ella y se fue a su casa y decidieron volver a estar juntos sólo un día más. La hermana de Christine Andrés corrió a Ifema para ayudar en lo que se pudiera, pero ella siempre dice que su novio de entonces, que hacía el MIR en traumatología en el Marañón, lo pasó mucho peor: tenía que decidir quién se podía salvar y quién no, demasiado para un médico novato. Pablo Sánchez recuerda el silencio en el autobús que iba a Sol para la primera

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concentración de condena, sin gritos ni histerias, y Anna María Iglesia dice que decidió saltarse una clase por primera vez en su vida y acudió a la de Barcelona. Consuelo Gallego pasó el día frente al televisor y tardó una semana en volver a coger el Cercanías, y aún quedaban entonces velas encendidas en el andén; J.V. Martí cumplía 16 años al día siguiente y se coló en el metro por primera vez; Elios Mendieta era un crío y fue al teatro y los actores dijeron: «Hoy no es un día agradable para estar sobre el escenario». Marina Ramos entendió cómo funciona el mundo cuando oyó las declaraciones de Zaplana. Rajoy anunció que se estaban produciendo manifestaciones ilegales delante de sus sedes, y en ese momento Álex Hinojo cogió una cacerola y se fue para allá. Almudena de Maeztu recuerda a Otegui diciendo que ETA no tenía nada que ver, y Gabriel Neila vivía en Inglaterra, donde los presentadores de la BBC se quedaron boquiabiertos cuando Aznar insistió en que sí. Recaredo Veredas quería ir a las manifestaciones pero su mujer tenía claustrofobia y acabaron tomando té en los salones versallescos del Hotel Fénix, no como Juanjo Lopez, que se había lesionado la rodilla pero el día 13 acudió a la gran manifestación con sus muletas. Luis Llorente dice que en Madrid iban todos como zombis por las calles, Alicia Marmisa recuerda a Gemma Nierga describiendo desde la calle Téllez cómo estaban recogiendo un carrito de bebé tirado entre las vías, Iván Vaquero dice que iba a trabajar con la Renault Kangoo de la empresa y que ese día cogía por primera vez la R-5, fíjate que tontería, la primera vez que se metía él en un peaje,

y estaba tan ilusionado que paró a tomar un colacao y unas tostadas en la Repsol que había entre Móstoles y Madrid y allí escuchó las primeras noticias. Juanan Martín Blázquez había ido en su moto a protestar a la sede del PP de Barcelona, pero allí creyó escuchar ruido de sables y salió corriendo sin mirar atrás. Cuando Irene López se dirigía a la manifestación, el metro se paró y se apagaron las luces y todo el mundo se puso a gritar, y ella se agarró a su amiga y cuando volvió la luz todo eran lágrimas y caras de espanto a su alrededor. Esto era dos días después del atentado, cuando Francisco David Murillo estaba en el cine viendo Lost in Translation y recibió el sms que convocaba a la protesta al mismo tiempo que una compañera de facultad le decía «ya estoy borracha, vente que te quiero ver». Mientras tanto, Raúl San Mateo robó un jamón en El Corte Inglés, y Cristóbal Terrer Mota compuso una canción que se llama El día de la infamia. Javier Sagarna conducía por Génova cuando la gente empezó a concentrarse y paró en plena calle, hizo sonar el claxon y jaleó sacando el puño por la ventanilla, pero luego dejó a los niños con su madre y se vistió de traje y corbata porque tenía una boda. El día 14, Raul Roa recuerda en el colegio electoral que un chico dijo: «no cojas las papeletas del PP, que te mancharás de sangre». Pablo Mahaux, que estaba en Cabo Verde, regresó a España el día 14 y le impresionó el silencio de Madrid, y en Galicia Xaco PG vio por primera vez mezcladas banderas de España, de Galicia, independentistas y hasta alguna okupa, y mientras tanto Joaquin Muller se recuperaba de un infarto, y Santiago Fernandez

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había ingresado en la Fundación Jiménez Díaz por fiebre insistente y desconocida y al tercer día su amigo Fran le dijo que no podía ir a verlo al hospital y empezó a oír ambulancias y las enfermeras le iban contando, y tres días más tarde pidió que le quitasen el suero y con la vía en el dorso de la mano, apoyado en el brazo de quien poco tiempo después sería su marido, fue a votar en contra de los que quisieron aprovechar la muerte de tanta gente en beneficio de su partido. La hija de Raul Hoces había nacido el día 4 de marzo de aquel año. El 11, el padre reunió el tiempo y los papeles necesarios para inscribirla en el registro de Sant Cugat. Se metió en un bar a hacer un café, donde tenían puesta la tele con las noticias, y necesitó que el camarero le confirmase que aquello era lo que parecía. Me cuenta que se asustó tanto que llamó a su mujer, que estaba en Parets del Vallés cuidando del bebé, para comprobar que estaban bien. Y Marta Sebastián dice que sufría acoso laboral y que cuando oyó por la radio las noticias pensó que iba a llegar tarde a la oficina y la iban a matar y no andaba desencaminada: su jefe le llamó la atención al día siguiente y le dijo que cambiara la cara, que cualquier fin de semana había más muertos en accidentes de carretera. Paula Paulinda lloró con el discurso de Pilar Manjón mientras José Miguel Pérez Ramos visitaba a su amigo Samuel, un chico vallecano que se habían convertido al Islam. Y cuando Óscar Esquivias fue a la manifestación de Madrid, se empapó porque llovía a mares. ¡Conque llovía!

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Tomás Sánchez Santiago Zamora, 1957. Son algunos libros suyos La secreta labor de cinco inviernos, En familia, El que desordena y en este mismo año Pérdida del ahí (Ed. Amargord) También las antologías Detrás de los lápices (Lisboa, 1999) y Cómo parar setenta pájaros (Salamanca, 2009). En prosa es autor de Para qué sirven los charcos, Los pormenores, La vida mitigada y la novela Calle Feria. Junto a la fotógrafa Encarna Mozas ha publicado Interior acuario. Se ha ocupado con estudios y ediciones críticas de diversos poetas de su interés. Suyas son las antologías sobre José Ángel Valente y Antonio Gamoneda así como un ensayo sobre Carlos Barral en el libro Dos poetas de la Generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente, en colaboración con José Manuel Diego. Pertenece al Seminario permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Poemas del libro Pérdida del ahí

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Lo musitado

La llegada

Eso que deja abiertas las puertas al sollozo (su voz sin hueso y su tejido roto y escurrido)

He venido a buscar tus dientes inmediatos, la pequeña pasión de tu pisada y el humo blanco, el humo que despiden tus palabras más largas, las de plata callada, las que salen al convite del mundo entre las aberturas de lo obvio.

y todavía hace posible mover entre los dientes la extraña compasión de los significados. Eso que empieza a arder aun antes de encenderlo y pide paso justo cuando ha encontrado perdición, y atraviesa pasillos oscuros lavándose las sílabas en saliva cansada.

Todo he venido a buscarlo. Y a ti con todo.

Eso, lo dulce escatimado, lo que llega sólo a morder la luz de lo intermedio, lo musitado, sí, de donde sale nada más el humo hilado de unas pisadas en la nieve. Hasta ahí, hasta ahí llegaba la rozadura pequeña del poema. Un ruido de uñas rotas y nada más. Tócame, al menos tócame otra vez con los nombres sumergidos.

Árboles Tala general. Zamora. Margen izquierda del Duero. Todo se lo han dejado hacer: nidos arriba, manchas obscenas y tachaduras sobre nombres ya aborrecidos. Pasión silenciosa la de los árboles. Pero hay un ritmo interior que nadie sabe. El juego ciego de las elaboraciones: hojas, flores, vainas, frutos. Y, luego, es que no se defienden. Se entregan a las usurpaciones como animales quietos. ¡Y que nada consiga defraudarlos…! Caen sobre su entereza manos, uñas, hachas, órdenes. Pero no hay idioma en ellos que delate ese dolor de los arrancamientos. Nadie, nadie sabe a qué suena la voz pasiva de los árboles.


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Estación roja a José Antonio Abella y a Mª Jesús

Hacia dónde va octubre con sus ventanas rotas, con sus linfas sin orden, con sus caballos revueltos de inmediatez salvaje. Te sigue un lujo frutal de esferas, cielos desconsolados y el bramido de turbios animales que las nubes descuelgan cada tarde. Octubre, octubre…, sabes dejar que escuezan despacio todas tus horas. Lanzas al aire moscas sin gobierno y entregas adjetivos maniatados por la melancolía. Y siempre habla por ti tu población tranquila: hojas que borran solas nuestros pasos, lluvias que soportan un dictamen y atraviesan todas las cancelas de la tristeza. Cuando te vayas, olvida entre nosotros algunas brasas sucias que nos guarden de los abatimientos. Y empuja suavemente las lociones del otoño hacia habitaciones finales, allá donde alguien cuida de perchas frías y de paños donde lloran, muy cansados, socios amarillentos.

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO

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¿qué idioma hablo que ya no es el mismo idioma venial de mis hermanos? boca no domada por el interés la mía lengua cansada y gorda y sílabas tan gachas que se van al extravío como esos animales pensativos, con el cuello partido por la desilusión hace tiempo que he iniciado un regreso y todo sabe a lo que sabe una campana solo agitada por las obstinaciones escribir nada más sobre insistencias: cucharadas perdidas, bocanadas de luz suelta que no acierto a encaminar una gramática del dolor

aún tienes avidez en los labios y metales dichosos te bailan por tus ojos quieta así, por un momento confunde lo que abunda y lo que está mordido ya por la escasez; lo que se va a quedar entre tú y yo y lo que se llevarán las manos blancas de la eliminación y del olvido pero ahora voy a creer en el ardor y en las defensas frías de un país escindido en dos —tu cuerpo—, que entre sombras guarda armas y frutas a la vez seré yo quien te despida; quieta tú así, con esa misma cara contenida y revuelta que ayudan a poner las noticias sobrentendidas háblame de un tren que encalló entre pájaros y cordilleras imparciales piensa en cristales rotos, en muebles que nadie quiso heredar piensa en estufas frías, piensa en nosotros y quieta, quieta mucho así

(pájaro ya de espaldas)

antes otro era el fuego sin dueño de la vida ahora voy hacia atrás, hacia la carne rosa y niña del alba donde espera -y por finesa tarea que no sabe del uso ni tiene cuentas pendientes con las comprobaciones: manifestarse y basta (pájaro que se va cantando al extravío)


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Elías Moro

Fugaz lo que tarda una cerilla en consumirse tras la chispa y el fulgor de la madera y el fósforo el aleteo de tus párpados antes del sueño en que me sueñas la mudanza de las aves y las hojas en los noviembres del calendario

Madrid, 1959. Reside en Mérida desde 1982. ¶ Es autor de los libros de poemas Contrabando (Editora Regional de Extremadura, 1987), Casi humanos [bestiario] (Germanía, 2001), La tabla del 3 (de la luna libros, 2004), Abrazos (Escuela de Arte de Mérida, 2006), la antología En piel y huesos (ERE, 2009) y Hay un rastro (de la luna libros, 2015). ¶ En narrativa ha publicado el libro de relatos Óbitos súbitos (ERE, 2010), el volumen de textos breves Me acuerdo (2009), el dietario El juego de la taba (2010), ambos en Calambur Ed., Manga por hombro, una selección de entradas de su blog (La Isla de Siltolá, 2103), los aforismos de Algo que perder (La Isla de Siltolá, 2015) y el volumen de greguerías Morerías (Ediciones Liliputienses, 2016). ¶ Durante los últimos cuatro años ha codirigido la colección de poesía extremeña contemporánea Luna de Poniente, en la editorial de la luna libros. ¶ «Tranviario de servicio» en www.delostranvias.blogspot.come

la gota de sangre y sus misterios bajo la lupa del miedo el mugido espeso de las reses camino del matadero el llanto salobre y a solas del navegante y el farero el abdomen de la abeja preñado de polen esa nube que se extingue con la tarde el exacto vaivén de la plomada certificando lo recto el temblor del filamento cuando concibe la luz que nos alumbra la boca azul del alarido y las escarchas del frío lo que siendo fugaz permanece en nosotros terco y ligero como este dolor que nunca acaba de írseme del pecho

Ì Pedro Fano › Tu solo déjate llevar (fragmento), 2014, óleo sobre lienzo, 114 µ 46 cm

Ediciones Trea C/ María González, la Pondala, 98, nave D 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es

TREA

aforismo José Ramón González García Pensar por lo breve Aforística española de entresiglos (1980-2012)

Miguel Catalán La ventana invertida y 130 paradojas más

Fernando Menéndez Artificios

Azahara Alonso Bajas presiones

Fernando Menéndez Salpicaduras Fernando Menéndez Los sueños de las sombras

Pere Saborit El plato preferido de los gusanos

Ricardo Labra El poeta calvo Karlos Linazosoro Nunca mejor dicho

www.trea.es

Javier Bozalongo Prismáticos Juan Kruz Igerabide Breviario perplejo Ricardo Conde Ex libris Javier Sánchez Menéndez La alegría de lo imperfecto


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Juan Ignacio González Seana-Mieres, 1960. Reside en Gijón desde 1971. Es profesor del área de Trabajo Social y Servicios Sociales del Departamento de Sociología de la Universidad de Oviedo. ¶ Miembro fundador del grupo poético Cálamo de la Sociedad Cultural Gesto con el que ha venido participando en la edición de los encuentros de poesía y la organización del premio Cálamo desde los años 80. ¶ Ha publicado los siguientes libros de poesía: Otros labios acaso, (Cuadernos Cálamo-Gesto, 1985); Velar la arena (Colectivo) (Cuadernos Cálamo-Gesto, 1987); Arte adivinatorio (Ediciones Ateneo Obrero Gijón, 1995); Contra la Oscuridad (con José Carlos Diaz) (Ediciones Cuadernos del Bandolero, 2003); La vieja música (con Javier G. Cellino (Editorial Norte, 2004); El cuaderno de la ceniza (Cuadernos Heracles y Nosotros Nº 10, 2013); Cuando enero fue pasto de las llamas (Ediciones La Cruz de Grado, 2015); Los nombres de la herida (Editorial Playa de Ákaba, 2016). ¶ Ha participado en las obras: Cimavilla de retornos pasiones y canallas y Gijón reflejos de ciudad (sobre fotografía de Juan Garay) ¶ Fue premio Ciudad de Alcorcón de poesía en 1986 (Madrid) y premio Emeterio Gutiérrez Albelo 1996 (Tenerife). ¶ Es responsable de las colecciones de la editorial Cuadernos del Bandolero y los Cuadernos de Heracles y Nosotros.

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Una casa en Ushuaia La primera memoria no deja muchos datos, acaso algún apunte en el cuaderno vencido por los años, los demonios que moran por los cuadros ajados de la estancia. La vida hubiera sido un sendero amarillo sin tus ojos, una dársena fría donde en los estuarios el horror no hallara su reposo. Pero fue en estas tierras donde la cordillera humilla su estatura para entregarse al mar, donde encontré el refugio de los años de ausencia. Esta casa en Ushuaia al pie de los neveros, donde acaso algún día merecerá la pena morir bajo otro cielo. Y en ella estabas tú acunando en el patio el frío de la noche. Y en ella quiero entonces que el tiempo nos encuentre en los nudos de un árbol, y ser enredadera y no ser ya más nada.

Una palabra más Una palabra más, que deje en ti un paisaje, hermoso y desolado, como el fin de una guerra, las islas de coral de los deseos y una noche que cierre sus postigos al miedo y se encadene a un nombre de muchacha. Una palabra más, triste como una tumba en tierras extranjeras donde ya nadie acude a depositar flores, que anuncie los regresos de una tormenta blanca. Un ópalo de amor que nos dibuje la dicha en una tarde de aguaceros. Una palabra más, que sea como un barco que te lleve a una ciudad sin nombre en los fondeaderos del recuerdo, por valles donde nunca anidaron los sueños —yo estuve allí, fue infierno todo el año— Un camino de antorchas que ilumine los rostros, que borre los espacios de la sombra y busque hallar cauterio a todas la derrotas. Una palabra más, que permita poner luz a la herida.


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En tierras como estas Yo vengo de otras tierras, de lugares extraños donde las cataratas del dolor vierten su sed de siglos sobre la piel de un niño. Otros mares he visto donde las tempestades del odio se alimentan y el hacha fratricida acecha como un lobo hambriento en la espesura. Vengo huyendo del lodo en que se ahogan los justos, de la pared proscrita de los fusilamientos, de las fosas abiertas frente a las libertades. Aquí traigo, escondidas, estas pocas palabras que logré cosechar y rescatar del frío.

JUAN IGNACIO GONZÁLEZ

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Os dejo todo esto: viejas cartas de amor en la mesa camilla, los otoños de herrumbre y soledad, el alcohol por la piel enfebrecida, las migajas del tiempo de la ausencia, los frascos con los fármacos, la hierba que atemperó el dolor del vientre estéril. Colgad sobre los muros las cintas amarillas, haced con mi tristeza esta sonata negra en el claro de luna y recoged el cesto de los sueños en esta casa azul donde aún aguardan, junto a la vieja caja de colores, los pinceles el día.

He llegado hasta ti, no me preguntes cómo. Abro la mano, extiendo las cenizas, muestro las cicatrices que laceran mi piel y escruto tu mirada en busca de clemencia. Solo sé que este sol es cauterio a mi herida, que he logrado secarme al calor de tu hoguera, que dejo de temblar cada vez que te nombro. Y en tierras como estas quiero hallar mi consuelo y germinar mi estirpe —lejos del frío y lejos de la noche— sobre tu vientre dulce de mujer.

La casa azul. (Frida Kahlo) Yo que seguí los pasos de todas las jaurías y hurgué por mis entrañas, como buscan los lobos el ácido epicentro de la carne, para dar de comer al hijo muerto. Que llenaba las páginas de todos los cuadernos con el quebranto amargo del cuerpo dolorido. Que transité a deshora de la cama de noche a la cama de día. Que hice con los dibujos agrias constelaciones donde cada cometa trazaba extraños signos en mi boca de arena. Y en cada cicatriz edifiqué los templos de la dicha y albergué las caricias de un amante furtivo para escapar después a la casa del padre herida por los ojos del búho de la noche. Que tuve devoción por la nictalopía y crucé desde el alba las ciudades en ruinas sin importar a dónde me llevaran las rutas del deseo.

Los juegos del hambre He pasado las noches en jardines al raso junto a las Tullerías, soñando con abrir las cartas del destierro que no llegaron nunca. He plegado mis sueños al himno de una patria que me ofreció tu ausencia por toda compañía. Puedes leer los surcos de mis manos, ofrezco cada día flores a los viajeros en la antigua estación del Quai D´orsay Tuve miedo y el miedo dibujó por mi piel estas arrugas tristes que son como los mapas de todas las fronteras que me alejan del Atlas. Sólo quiero que sepas que he vivido en las calles algunas primaveras entregando a los pájaros las migas del silencio. Ojalá que algún día puedan leer tus labios la lluvia que ahora arrecia por mis ojos y que las pleamares acerquen a tu orilla todas las esperanzas que los años de frío me fueron amputando. Mi vida cabe entera en estas andrajosas maletas en que porto todas mis pertenencias: la almohada de los sueños en los trotuar desnudos, los nidos que dibujo sobre el papel de estraza, la gorra en que recaudo las exiguas monedas, las colillas que alcanzo a recoger del suelo. Ahora me reconfortan los pasos de los niños que se acercan con miedo a descubrir si aún , bajo los puentes, duerme el viejo Pied Noir que ayer cantaba las nanas tristes que aprendió en Laghouat muy cerca del desierto.


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Esther Prieto Arenas de Cabrales, 1960. Es licenciada en Filología Hispánica y editora. Obtuvo ex aequo el Premio Xosefa Xovellanos de Novela 2001 con Güelu Ismail (2002), traducida al gallego como Avó Ismail (2011). Su labor de correctora en lengua asturiana dio lugar a su Gramática d’’’asturianu. Guía de consulta rápida (2005). En Chicolate espeso (2015) reunió una parte de las columnas de opinión que fue publicando en el semanario Les Noticies. Es coautora de los libros infantiles Cómo soi (2010), Cómo toi (2011), Pasiando per Xixón (2013), Pasiando per Uviéu (2014) y El curiador d’estrelles (1987).

Poemas de Después de la quema

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Madre povisa Madre vértigu, madre espantu que m’ocupes, acueyi a esta to fía desolada y ciega, falta de cimientos, güérfana de dioses y esperances. Madre povisa, madre desaniciu que me paristi nel ermu del mundu habitáu, bendiz a esta to fía, perdida y silente, triste como dengún ente los tristes. Fía soi de l’abondosa tristeza del to vientre abultáu, —acaso nun me reconozas— y de la sombra margurienta d’una casualidá mayor que’l mundu; ésta soi yo, to fía, crecida como ríu, como sede na garganta, que grita y torna p’hacia ti’l so rostru.

Madre ceniza Madre vértigo, madre espanto que me habitas, acoge a esta tu hija desolada y ciega, falta de cimientos, huérfana de dioses y esperanzas. Madre ceniza, madre destrucción que me pariste en el desierto del mundo habitado, bendice a esta tu hija, perdida y callada, triste como nadie entre los tristes. Hija soy de la abundancia de tu vientre abultado —quizás no me reconozcas— y de la sombra amarga de una casualidad mayor que el mundo; ésta soy yo, tu hija, crecida como río, como sed en la garganta, que grita y hacia ti vuelve su rostro.

Como l’asfaltu

Como el asfalto

Esisto, sí, si me miro nel espeyu: los güeyos ciertos, ciertu’l cazu, el llombu ciertu. Soi. Esisto. Sobrevivo contra’l mundu, pese al suañu. Contra too sobrevivo. Mañana soi, güei tomé café con lleche: atacaú d’agrín, prietu, peor día nun ye posible.

Existo, sí, si me miro en el espejo: los ojos ciertos, cierta la barbilla, la espalda cierta. Soy. Existo. Sobrevivo contra el mundo, pese al sueño. Contra todo sobrevivo. Mañana soy, hoy tomé café con leche: agriado, oscuro, peor día no puede ser.

Agora claridá serena; yá nun soi aquella de rostru sele y de piel. Nací. Espoxigué callada, como qu’equí nun pasa nada, y too bien gracies, pero nun creas, últimamente duelme’l camín y sangra no fondero la mio catedral-granitu.

Ahora claridad serena: ya no soy aquella de rostro liso, de suave piel. Nací. Crecí callada, como que aquí no pasa nada, y todo bien gracias, pero no creas, últimamente me duele el camino y sangra por dentro mi catedral-granito.

Deprendí de la ciudá esta querencia d’animal y d’alfabetu: miro y suaño; tan llarga soi como l’asfaltu, y asina, como nun cuentu, desfáigome n’orbayu, llevo cais nel costáu y nel pelo, aveníes.

Aprendí de la ciudad esta querencia de animal y de alfabeto: miro y sueño; tan larga soy como el asfalto, y como en un cuento me deshago en lluvia, llevo calles en el costado y en el cabello, avenidas.


ESTHER PRIETO

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Desosiegu

Desasosiego

Pasa tamién dalgunes veces un negru soplu de muerte, y voi pensando los caminos, qué raros viaxes fadré namás que pa morrer. Qué ciudá o qué lluz, qué atardecer final, o besu del que nun voi falar.

Pasa también algunas veces un negro soplo de muerte y voy pensando los caminos, qué extraños viajes haré tan sólo para morir. Qué ciudad o qué luz, qué atardecer final o beso del que no voy a hablar.

Voi pensando en ti dalgunes veces y busco los caminos, qué raros atayos podrán llevame hasta’l silenciu que guardes, qué miraes nun sedrán a ofender a los dioses que velen la morada más pura, la voz que podrá dicime basta.

Voy pensando en ti algunas veces y busco los caminos, qué extraños atajos podrán llevarme hasta el silencio que guardas, qué miradas no ofenderán a los dioses que velan la morada más pura, la voz que podrá decirme basta.

Cansina y lenta achisbo la tristeza que m’allega, les palabres que nun dices, y busco los caminos, los díes qu’habrán llevame al sucu precisu del desosie-gu, la paz fecunda que nun voi ser quien a ganar.

Cansina y lenta espío la tristeza que me cerca, las palabras que no dices, y busco los caminos, los días que me llevarán al surco preciso del desasosiego, la paz fecunda que no voy a ser capaz de ganar.

Volver a Roma

Volver a Roma

Nunca nun pensé volver a Roma: nun yeren tiempos pa travesar Europa en guerra, Europa depués de la lluvia. Pero volví como quien nun quier: les estatues caltiénense ellí col aire inmortal de tolos tiempos; dacuando, sorríen y rellumen al sol los dientes d’esculpíu granitu.

Nunca pensé volver a Roma, no eran tiempos para atravesar Europa en guerra, Europa después de la lluvia. Pero volví como quien no quiere; las estatuas permanecen allí con el aire inmortal de todos los tiempos: a veces, sonríen y brillan al sol los dientes de esculpido granito.

Nun foi triste volver a Roma: delles lluvies alcontraron la memoria, depués de milenta griesques, depués del cansanciu y la gafura.

No fue triste volver a Roma: algunas lluvias encontraron la memoria, después de tantas luchas, después del cansancio y del enfado.

Y ellí tabes tu, toa humana yá, nada granitu, col aire cierto de lo conocío, nun sé con memoria de qué oriella; pero qué importa: Roma llaberintu, Roma a los selce y a los venti; Roma de maúrez, ensin inocencia; el llugar onde pongo la palabra, onde habita lo que soi.

Y allí estabas tú, toda humana, nada granito, con el aire de lo conocido, no sé con memoria de qué orilla, pero qué importa: Roma laberinto, Roma a los dieciséis años y a los veinte. Roma de madurez, sin inocencia; el lugar donde pongo la palabra, donde habita lo que soy.

Roma, ciudá primera, yá nun tien dioses de mármol cincelao: simples mortales, agora, qu’acusbien con plasmu’l devenir del tiempu, resentíos de la memoria que te guardo.

Roma, ciudad primera, ya no tiene dioses en mármol cincelados: simples mortales, ahora, que observan asombrados el devenir del tiempo, resentidos de la memoria que te guardo.

Después de la quema no es propiamente una antología ni una recopilación de la poesía de Esther Prieto, sino un nuevo libro que se nutre de todo lo escrito por la poeta hasta hoy: los poemarios Edá de la memoria (1992) y La mala suerte (2000, Premio Teodoro Cuesta de Poesía 1998), junto con poemas publicados en revistas y periódicos, además de otros inéditos. Como una cebolla, de esta manera fue creciendo este poemario, con poemas que dialogan entre sí y versos que preguntan y, páginas después, en otros poemas, encuentran respuesta. En versión bilingüe asturiano-castellano, Tres de la quema / Después de la quema pretende dar a conocer al público no asturhablante la obra poética de una de las voces fundamentales de la segunda generación del llamado Surdimientu asturianu.


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elcuaderno

César Iglesias Mieres del Camín (Asturias), 1961. Licenciado en Filología Española por la Universidad de Oviedo y periodista, oficio que ha ejercido en diferentes medios de comunicación e instituciones públicas. Ha publicado la plaquette Las casas pechadas (Ediciones Trea. Gijón, 2011), ha sido incluido en la antología Línea del horizonte (Poesía en Valdediós. Villaviciosa, 2016) y ha publicados poemas y ensayos en publicaciones como Aeda, Criterios, Clarín o Maremágnum, entre otras.

Poemas de Lengua de duelo (Ediciones Trea, 2016)

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

Salmo de Besullo Jesus, don’t cry (…) You can come by any time you want. Jeff Tweddy Jesús, no llores (…) Puedes pasarte por aquí cuando quieras

I Cruje esta casa sola en soledad: dolientes las maderas, crucifijos gastados y sobre los libros, polvo. Nada queda más que esta mujer sola, Dina es mi nombre, última en Besullo, fiel a las Escrituras más tachadas. Deletreo los salmos amarillos: mi fe tiene las piedras del consuelo, yo que por el lamento opté, retengo adioses, despedidas y pérdidas. Señor, ya sólo sé hablar de los idos, de rodillas estar, lengua del duelo. La noche ladra en esta oscuridad que escucha la luz única más cierta. Fueron la que buscaron los ancianos guardianes del estiércol y la pena. Llegaron a estas tierras de desdicha donde las bestias tienen su refugio y las gentes borradas su lamento. De la barbarie huyeron escondidos en brumas de la culpa y la derrota a encontrar el lugar del bienmorir. Besullo son las sombras y amanece con aquellas plegarias a lo incierto y el retorno del Dios con más heridas. ¿Es posible vivir en el quebranto, con la cerviz doblada por la culpa y siempre el callar más dócil ausente? Mi padre me enseñó a buscar la luz en las estanterías de la muerte. Allí reposa el Libro necesario donde habitan las sílabas que duelen, las que lamentaciones deletrean. Mi madre acuñó polvo de las letras, acarició desdichas del pasado con la ternura rota del castigo. Se hace dulce y severa esta creencia con la podedumbre de la heredad. Difícil es buscar la luz distinta.

II Dina es mi nombre, última en Besullo: está en la tierra escrita nuestra estirpe, cavada con azadas del óxido y la vergüenza. Oye de nuevo estas peticiones Señor, aquí tu sierva. Líbranos de las flores del espanto, aquellas abonadas con terror y estiércol de la amnesia, vegetales que sacian sus raíces en los huesos rotos sin devoción en los sepulcros. Piedra y verdor dibujan el paraje de los nombres borrados del yacer. No te olvides Señor de quienes claman porque están en la herida que más sangra y en la misericordia de los pobres. Señor absuelve el hierro de los padres; de las madres, las sábanas del llanto, y las cánulas frías de los hijos muertos con las arterias destrozadas por este sufrimiento sin preguntas. Aléjanos Señor de la grey negra, de hermanos atrapados en retamas donde el pecado cuelga sus blasfemias y el caminante busca buena soga con la que desertar de los espantos. Libéranos Señor de quienes hablan con el resentimiento de las fraguas, de los viejos con cólera y pesares que alimentan la niebla con plegarias curtidas en mentiras de salmuera. Acuérdate Señor de la saliva secreta de prohibidas oraciones, de los rezos tachados por el miedo. No olvides a tu sierva y sus rumores, atrapada en la lengua de este duelo. Dina es mi nombre, la última en Besullo, acógeme Señor sin rogativas: tan sólo quedo yo, sola yo, para masticar la maldad de los lenguajes.


Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

CÉSAR IGLESIAS

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Genealogías

Notas sobre la crueldad

Bebe Caín la vieja leche negra del hijo por dos veces sepultado para domesticar ira que alumbra las brumas de la culpa y la derrota. La madre escoge las lentejas podres, cuenta dolores de reuma y cocina; el padre manosea ubres de reses con toses, sabañones y blasfemias. Son formas de calmar las pulsaciones, enterrar las estirpes sin consuelo y legar huesos, tumbas y carroña. El hijo bebe ya la leche negra y se pregunta: “¿Quien soy?, ¿dónde estoy?”. Sabe Caín que no quedan hermanos.

Morir en un diciembre sin piedad duplica la crueldad de las esquelas. Para quien supo de otros meses crueles nada le vale, tal vez el consuelo que traen oscuros vuelos de estorninos y sus murmuraciones sin palabras. Para poder saber de este dolor sobran aquellas cánulas vacías, urgen los calendarios y el reloj despótico, y faltan más momentos con días sin mortajas y ataúdes. Alguien habló de abril. Razón tendría si olvidó que el mirlo llega tarde, que el raitán sigue mudo y apagado y la hierba retiene savia opaca. La crueldad poco sabe de almanaques, menos de cicatrices sin heridas; la intemperie aprendió pronto a ser torva con el frío de madres que no esperan. El tiempo siempre dicta un testamento que otorga los legados miserables.

Vamos, amigo mío, miedo mío Claudio Rodríguez

Teoría del miedo El miedo tiene aullidos en la noche, extiende su roncar en los caudales negros porque vendrá a reclamar diezmo para acallar la culpa de vivir. Golpeará a las puertas sin herrajes, sabrá buscar el hielo del pavor y el hierro que camufla la amenaza de las fraguas. Sin armas llegará, vendrá con el silencio de la bilis y el rencor de la pústula que sangra. Llamará con sus placas de la inquina para agitar las sillas y su temblor. Pedirá al primogénito, la marca será inútil; no habrá más pesadumbre, ni el crujir de los dientes valdrá. De nada nos valdrá gritar auxilio: sorda es la cobardía, temerosa la vergüenza, insensata la plegaria. No queda lugar para la certeza: la verdad y el temor son necesarios para soportar esta decadencia.

Invierno con más preguntas Questo stormo de storni tatúa este rumor en el espacio, muy anterior a nuestra biografía. Saben bien estas aves su destino y su supervivencia. No preguntan, su murmullo contiene la respuesta que acalla interrogantes y dogmas y atemoriza nuestras estaciones. Incapaces nosotros de saber, después de tantos siglos, años, días, relojes y almanaques sin más fechas dónde la verdad cava los abismos. ¿Hacia dónde esta fe que duda mira? ¿Dónde los claroscuros de los cielos se someten al vuelo que murmura? ¿Qué dibujo amanece vertical y del aire disfraces negros toma?


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Miren Agur Meabe Lekeitio (Bizkaia, 1962). Maestra y filóloga vasca, ha trabajado en la enseñanza en distintos ciclos educativos, y en la elaboración de libros escolares en euskera.¶ Recibió el Premio de la Crítica en 2001 y 2011 por los poemarios Azalaren kodea (2000, El código de la piel 2002) y Bitsa eskuetan (2010, Espuma en las manos), así como el Premio Euskadi de Literatura Juvenil en tres ocasiones, por las obras Itsaslabarreko etxea (La casa del acantilado, 2002), Urtebete itsasargian (Un año en el faro, 2006) y Errepidea (La carretera, 2011).¶ Asimismo, su álbum infantil Mila magnolia-lore fue incluido en la Lista de Honor del IBBY 2012.¶ Su novela Kristalezko begi bat (Un ojo de cristal, 2014) ha sido distinguida con los premios Beterriko Liburua y Zazpi Kale. Esta obra ha sido traducida al castellano y catalán, y se editará próximamente en inglés.¶ Ha participado en encuentros literarios tales como el Dublin Festival Writers (2003), XXI Festival Literario de Vjlenjca (Eslovenia, 2006), Festival de Edimburgo (2007), Instituto Cervantes de Viena (2008), Basque Studies Center de Santa Bárbara y Reno (2008), Feria de Frankfurt (2009), Deux Pennents de Pau (2012), Encuentros Verines (2004 y 2013) Cosmopoética de Córdoba (2014), Tocats de Lletra de Manresa (2015), Festival de la Mediterrànea de Mallorca (2016), Reading Month Festival de Europa Central (2016) y Feria del Libro de Miami (2016).¶ En 2015 le fue concedida una estancia de creación-traducción en el OMI Center de Ghent, Nueva York.¶ Entre los premios honoríficos cabe destacar el premio Lauaxeta 2006, el Rosalía de Castro 2012 y el Deia-Hemendik Bizkaia saria 2015.

Adelanto editorial de Bitsa Eskuetan (Espuma en las manos) (Ediciones Trea, 2017)

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

El canto del cisne ¿Cuánto vale una mujer que no quiere saber y nada pide? Las palmas de sus manos miran hacia arriba, y el cielo deja fluír su baba, clemente. A la menstruación, ese acrónimo del pasado, se le suma la tristeza de un hijo adolescente. Canta el cisne su canto más sentido en el atardecer de las hormonas. Bajo los tejados, las vidas que el amor molesta y nutre, bodegones sepia y verde, guerra y paz con flores. Todo es tan frágil, un resumen tan fácil. Continente y contenido, las rarezas de cada naufragio.

Locus Amoenus Hasta la soledad es acción… ¿Por qué actuar? Vladimir Holan

Las conchas rotas, como cada año, han llegado a raudales a la playa. Parece posible ver la vida en síntesis mientras crece despacio esta trinchera. Un perro ladrando a las olas. De una cesta rueda una naranja. Parece posible levantar telones sin esperar al público. Veinticinco de octubre, sábado. El hijo solo en la ciudad. Parece posible concertar el orden de las cosas con una sola mano. Este vacío no es casual. ¡Ay, amigos! Yo alzo mi copa frente al muro del jardín y me siento ágil como la flor del cardo. La fogata dejó cenizas en la tierra, pardo polen que el viento trae hasta mi frente. Espuma, nada más tengo en las manos. Cuando la rama del manzano cruje con la risa seca de los ángeles rotos, creo que es posible todavía crecer algún centímetro, hablar con las muñecas y olvidar.


MIREN AGUR MEABE

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Patti Smith soñando con Rimbaud

Salmo

Patti Smith quedó prendada de Rimbaud. Le dedicó un poema, un sueño donde habla de Charleville y Abisinia, campos, pozos de agua, una herida en un ojo hecha con un cristal, manos grandes, mejillas rojizas, una habitación, miradas aparentemente indiferentes. Arthur de rodillas, llora apoyando sus manos en las rodillas de Patti. Patti, tendida en la cama, coge a Arthur del pelo. Son una llama vello y pelo, ¡oh, Jesús! Alfileres los dedos, ¡oh, Jesús! Soy enteramente tuya.

mi cuerpo es un paréntesis que admite aclaraciones mi corazón una turmix de cuarenta y siete años hago miu como las gaviotas cuando me palpo los labios ya lancé al puerto zas zas mis zapatos de hierro yo no te quiero full time yo no te quiero full time sólo you you you

Hasta ahí el dudoso resumen del poema. Y al hilo, mi turno. Soy una mujer reloca. Julio, sábado, primera hora de la tarde, en mi huerto, la puerta entreabierta. Una pareja de mirlos escarba entre las escamas de la palmera con sus picos naranjas buscando mosquitos. Yo descanso en un camastro de lona. Rumores de lavanda. He de poner agua a hervir para preparar un té. De mis manos resbala el poemario de Patti. La antología bilingüe de Rimbaud se quedó en Bilbao. Vaya, me la regaló en mi cumpleaños ese amigo, el que actuaba como un lobo, y así casi acaba conmigo. Yo era ya una turbia burbuja, deseando hacer pum, era yo una costura mal cosida, muriendo por rasgarse. Digamos que eso es lo que disponía la vida entonces, aunque el asunto no es tan simple, nada simple, en absoluto. Las mariquitas me hacen cosquillas en las piernas, y pienso en el agua, la boca seca. Hola, guapa, me dice el que ha llegado. Esa voz es un cuchillo en la tarde, ¡oh, Jesús! Has estado enferma, princesa, ya preparo yo el té, te daré un masaje en los pies, te ayudo a quitarte las sandalias, tú tranquila, sirena pelirroja. La saliva se vuelve azúcar tibio. No puedo alzar los párpados, exhausta para hundirme en tales ojos. Un escalofrío al sentir la cucharilla en mis pechos. Mete sus largos dedos en la taza, ahoga un gemido. Ahora los posa en mis labios. Sucia. Lame mis rodillas con su lengua de lija. Tus rodillas son helados de pasas al ron, Meibi, maybe, acaso, Meabe, tal vez. Vamos dentro, no tiembles. Con su voz me devora, en las fauces del tiburón yo, perdida. Telarañas en las vigas, planetas plomizos en los relojes, huesos de pájaro en los muebles. No soy morena, no soy esbelta, no soy joven, no soy lista, no soy poderosa, no soy brava, no soy, no soy, no soy ángel, no soy demonio, no soy sino lo que he vivido, aquello que recuerdo, sólo mi nombre, lo que quiero ser. Date la vuelta, chiquilla, voy a curarte con mis grandes manos. Carnaza para el tiburón las nalgas. Chas, chas, chas, preciosa, ahí, así, sigue, sí, plas, plas, plas. Me parto en dos como una mártir. Desgarrón y espuma. Pedrería del sudor. Soy enteramente tuya, aleluya. Eres enteramente mío, aleluya, ¡oh, Jesús!

al mirar tus manos grandes tu boca y su pulpa al mirar tus lunares no importan las palabras lo que importa es tu voz y tu espuma y tu sal y tu leche importan ya sabes que no es barato aparcar los andamios en la acera ya sabes que la piel se hilacha por andar mucho descalzo recórreme galopando recórreme a cuatro patas saliva a cambio de saliva y en nuestra saliva talco prepara un nido de helechos para dos en el bosque donde el jabalí su huella donde su canción el grajo donde las almendras y donde el vino blanco donde una manta de cuadros y donde tu aliento tanto dos alas de brezo explicando algo tus brazos tú en mi sala tú en mi falda tú en mi espalda tú esparciendo los dolores viejos fresca herida regalando un nuevo dolor sordo gloria y paz en la tierra por los siglos así sea siempre amén d´accord okey gloria nada más girar la esquina de la calle se posó un pájaro en mi hombro gloria un beso tuyo en mi hombro al alba un beso un beso tú tan grande tú tan bueno tú tan bello lumbre y yesca gloria a ti bendito seas gracias a ti por ti postrada oh mi gigante oh mi masai oh de mi isla eres el moai

Geografía del silencio La geografía de mi silencio está delimitada por frigorífico, fregadera y horno al norte; alacena y puerta de la calle al este; trastero al oeste; y calendario de paisajes vascos al sur. En el centro crezco, árbol transparente en una baldosa. Bajo la baldosa se expande un abismo, desestructura donde invernan los signos huérfanos del lenguaje. Recuerdan una madeja, el capricho de un pintor. Si el viento mesa mi cabeza, una raíz aflora y trepa hambrienta a mi regazo para que la amamante. Silencio de las cocinas por la mañana. Geografía de la fertilidad.


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Eduardo Moga Barcelona, 1962. Licenciado en Derecho y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado los poemarios La luz oída («Premio Adonáis», 1995), El barro en la mirada (1998), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2011 y 2012), Insumisión (2013), Décimas de fiebre (2014), Dices (2014) y El corazón, la nada. Antología poética (1994-2014) (2014), entre otros títulos. Ha traducido a Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Ramon Llull, Carl Sandburg, Arthur Rimbaud, William Faulkner y Walt Whitman, entre otros autores. Practica la crítica literaria en Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de Occidente, Ínsula, Turia y Quimera, entre otros medios. Ha publicado las antologías Los versos satíricos (2001), Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004) y Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán (2014); los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004), Lecturas nómadas (2007) y La disección de la rosa (2015); el libro de viajes La pasión de escribir. Relato de tres viajes a Hispanoamérica (2013); y el diario Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España) (2015). Mantiene el blog Corónicas de Españia. Ha codirigido la colección de poesía de DVD Ediciones. Es el actual director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura.

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[Araño el aire…] Araño el aire, porque el aire es sólido y contiene presencias. Habito el aire, porque quiero encontrar a otros náufragos que conocieran mi nombre antes de que mi nombre se disolviese en este vendaval silencioso, en la gangrena púrpura de la desmemoria. Alcanzar aquellas formas de la luz en las que el tiempo no declinaba, sino que resplandecía como un árbol cuyas ramas fueran brazos y fueran vértigo, y su savia latiera como una herida, y sus recuerdos se concertasen con los míos. Vuelvo a aquellas sombras quebradas por esta luz sin raíz, y hurgo en ellas como quien busca en un cajón una prenda perdida, y extraigo sombras pedregosas, añicos de mi estar sin desembocadura, de mi morir inaccesible al abrazo. En los rostros que veo, a maniatados por la niebla, no reconozco el fuego de lo que he sido. No sé quién he sido, pero ahí está, sonriendo, matando. En los pechos con los que hablo sin mover los labios, solo invocando la conciencia de que me diluyo, no hallo el eco de la luna que me cobijaba, ni el gemido de los perros que me escoltaban como a una virgen o a un moribundo, ni el hecho inexplicable de la sangre. El yo, derrotado por el silencio, ya no señorea lo que poseyó, ni promueve sus apetitos, ni se enmaraña en la fraga amable de quienes me han amado. No veo el sol, pero me llama: me induce a compartir su lava transparente. No siento el agua, pero me disloca, ladra, asiste a mi derramamiento con el gesto imperturbable de la rosa o el verdugo. Toco este mundo en el que me inmolo, pero no puedo asirlo. En cambio, tu cara, madre, grita como una roca, y la tuya, padre, tan muerto, me persigue como un pájaro o una esquirla del muro en el que yaces,


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o del muro que eres,

o del hueco que soy. Y la calle que amé como si fuera un cuerpo, y que odié como si careciese de cuerpo, y la casa en que fui, en que, solamente, sin alabanza ni espanto, fui. Braceo en el aire, porque quiero atraparlo y cabalgar a su grupa hasta lo irrespirable. Siento que ando tras el fuego de mí, escondido a la intemperie, en plazas sin cielo, en oscurecimientos y vejaciones, en la lectura de un verso al sol indeciso de la tarde, en un vino ardiente que sabe como un río. Ando tras las sombras: buscarlas me condena a encontrarlas. Persigo lo infinito: que subsistan las vértebras de la nada; que no cese la dispersión que me ha erigido. Y que me acompañen otros rostros, agrietados como el mío, asediados por las mismas noches, hermanados por la certeza compartida de enderezarse, de asomar entre las nubes y el barro, para solo morir; rostros que son prueba de mi propio rostro, apto siempre para deshacerse, aborrecible y alegre, manchado de amor y devastación. Reparo, hoy, en este aquí de irisaciones antárticas y formas opresivamente muelles, y me pregunto dónde están mis desapariciones, en qué rincón he dejado su piel y su compañía, con qué nombre he bautizado la falta de nombre, la falta de mí. Y me oigo revolver los cajones y el interior de los armarios buscando un pañuelo manchado de sangre, pero cuya sangre sea un susurro o la esperanza de crear algo que me sobreviva, o una mirada insaciable. Pero salgo desnudo de mi pesquisa: los muebles, voraces, me han arrancado las manos y el empeño. Aquí estoy, atrincherándome, derrumbándome, administrando raciones de supervivencia bajo esta lluvia que quema, bajo este cielo de hielo, sofocado por la templanza, bostezando de fiebre,

EDUARDO MOGA

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entregado a la contemplación de las campánulas que salpican la espesura como mariposas petrificadas, a la asimilación de mi propia lejanía, a la ponzoña del olvido. Aquella ciudad fue mía; yo fui mío: del amanecer, de la espada, de las horas hirvientes y mortecinas, del asombro entero de la creación. Hoy desaguo en lo que no soy, en lo que no está, en lo que no sabe, en lo que no tiene nombre, en lo mutilado y ajeno, en lo que sonríe y me ahoga.


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Eli Tolaretxipi San Sebastián, 1962. Ha escrito los libros de poemas Amor Muerto–Naturaleza Muerta (1999), Los lazos del número (2003), El especulador (2009), Edgar (2013)e Incidental, que se publicará a principios de 2017. Ha traducido entre otros poetas, a Sylvia Plath, Elizabeth Bishop, Patti Smith, Itxaro Borda, Aurelia Arkotxa, Blas de Otero y Menna Elfyn. Acaba de publicar Amplitude/Amplitud, una antología de poemas de la escritora norteamericana Tess Gallagher y junto a Arantza Fernández Iglesias prepara una traducción de poemas al euskera de la poeta galesa Menna Elfyn.

Depósito Garabateados, dibujados, pintados, agrupados, primero, luego erguidos solos, o agachados sobre el tejado del depósito. La luz es cremosa como un cuenco o un regazo de madera. Coloco la cabeza. Es un tanque sobre la tierra y por debajo, algo que deja reposar, como esperar una música, como antes del principio, silencio o algo parecido al silencio, si esos hombres no sacudieran con máquinas la mano, no sacudieran sobre el poema el incidente. El día no tiene luz. El día sucio se mira igual ahumado en el cielo. Las gotas se van pegando, se yergue sobre el suelo algo de ahí, se despierta como la música en el papel, incidental. Hay atardeceres de incendio en el depósito, y una enorme lágrima verde de mar, densa, concentrada. La vibración de la mano el cuadro sensible el punto que late abultado, deprimido, áspero, irritado, un cerco de palabras sacudidas como diagrama de corazón grande, y sobre él, depositado, un pedazo de piedra coralina o volcánica, cerebro.

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ELI TOLARETXIPI

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D

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F One of those scrawny northern cedars arbor vitae, dead or alive, one cannot tell. Denise Levertov

Un Orión diluido. No como el que muestran las cartas. Dice que parece un nadador. Luna creciente de tiza sobre un cielo pálido. Camino por días dentados, ásperos, como la pared interior de los brotes de bambú. A un lado del banco se sientan dos juntos; hay una maleta negra al otro lado. Revoloteo. Crujido. En otro lugar se junta el cuerpo; algo se recoge por dentro. Se repliega. Sigue nadando. El círculo de piedras sobre la losa; se amontonan, y se cierra. El cedro muere entre dos franjas de cemento. Comienza a morir cuando las raíces sienten el peso, el olor, la viscosidad endurecida. Las raíces sienten el aliento que corre por debajo; pero es hacia la superficie donde esa especie de dendritas notan la capa y los ladrillos. Indiferente, más que talado.

E La mirada percibe lo áspero, lo grueso al tacto. Incide ahí, por ahí comienza, y del otro lado, la torre de agua, el depósito. La vista, de pronto, a ras de suelo. Acacias que viran al amarillo, coches. Entran y salen del hospital. Salen cambiados, a la luz o a la oscuridad. Las ranas, y los dos escritores alrededor del estanque, sombras, murmuran conversan, pero algo de ellos es como barro en los dedos, entre la cortina de castaños bajo el muñeco mecánico y su baile rígido a la vez que suenan las campanillas. Mientras hablan, dibuja una biblioteca de colores, y luego, una calle negra con una pared de casas muy altas, estrechas, pegadas, que parecen irse a un lado, como en el Golem, la boca abultada pero cerrada. Aguantar la respiración. Tragar la cascada.

Como parches quemados en el campo, asimétricos, pero con cierto orden, el final del día es accidentado llega hasta el amanecer. Algo se derrama frío y separa pero se mantiene como una condensación en el páramo, en ese mismo horizonte sin perder altura, a una velocidad de soplo, de aliento. Se avecina como un perro o un camión. Sólo se detiene abajo, en lo llano, no usa los frenos. Maneja esas marchas que salen del volante, sin sacudidas.

K Días que no hablo con él. “Estrujado” me dice. Donde se acaba la calle en otra más corta, desemboca en unos trenes que van aquí y allá con trabajadores, visitas, buscadores de trabajo. Nunca sabes lo que hay detrás de la pared del día, de la boca irritada del anochecer, ni intuyes quién te está echando el aliento en la nuca, trata de leer lo que lees, quiere saber más de lo que muestras. Te quedas en esa ciudad con sus vaivenes, el café y el rellano de la escalera donde tomaba aliento para seguir esa escala estrecha de baldosas rotas, escuchó el cuento del que cayó al vacío, el gato de la mujer deprimida, etc. Lo que tarda en bajar, unos diez minutos. Cómo se dice lo contrario de subterráneo, así se oyen los trenes, y sobre la tierra, el tintineo de las muletas como campanillas cuesta abajo. Demasiado distraída como para percibir el furgón negro, los hombres trajeados, sus cuchicheos. No es lo mismo que “aplastado”, es retorcido y sin estómago, por confianza, como el niño que navega solo y al borde del torbellino la nave se vuelve sobre sí misma y es un tubo, una cápsula que lo protege y sigue navegando sumergido, a salvo.


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Manuel Vilas Barbastro, Huesca, 1962. Es narrador y poeta. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas El Cielo (DVD Ediciones, 2000), Resurrección (Visor, XV Premio Internacional Jaime Gil de Biedma, 2005), Calor (Visor, VI Premio Fray Luis de LeÛn, 2008). Recientemente ha recopilado su trabajo poético en el volumen Poesía completa (1980-2015) bajo el sello de la editorial Visor. Como narrador es autor del libro de relatos Zeta (DVD, 2002),de las novelas Magia (DVD, 2004), «EspaÒa» (DVD, 2008) y Aire Nuestro (Alfaguara, 2009). Ha publicado también los libros de relatos Setecientos millones de rinocerontes (Alfaguara, 2015), Libro de relatos Zeta (DVD 2002, Segunda edición Salto de Página, 2014) y Listen to me (La Bella Varsovia, 2013)

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

Llamamos a un teléfono que salía en internet para concertar una cita, pero no pudo ser: América olvidó a su poeta, y yo lo celebro, y me alegro, porque nadie merece memoria. El cielo arriba esconde la nube que te esconde. Tengo hambre de la sangre de las grandes gradas donde el empeño ya se desvanece y da paso al ingenuo sol. Los ríos de la tierra, ¿dónde perseveran? La basura corre por la calle de tu casa en Camden y es bella porque no hay voluntad en sus adentros. Me gusta sonreír al misterio, para que el misterio se dé cuenta de que no hay miedo ni obstinación en mí. Fuimos al cementerio y estabas allí, lleno de hojas secas. Si hubieras sacado la mano de la tumba, te la hubiera retorcido, porque nadie merece la resurrección de la carne. Había frente a tu tumba un lago con cisnes envejecidos, sordos, amarillos. Envidié el reino animal y el agua, inerte. Estabas enterrado con tu familia.

Camden La casa de Walt Whitman en Camden está cerrada. Algunos vagabundos merodean en el entorno y nos miran con el rostro arrasado, el buen rostro arrasado que la concepción de sus padres les regaló y fue el peor regalo de sus vidas; y también el único regalo y el último; el que volverán a ver los ángeles alargados de los sepelios rutinarios de los servicios sociales.

También envidié eso: estar allí con tu gente, si es que existió tu gente; pensé en familiares comidas de domingo en soleados días de junio, en risas, en abrazos, en amor. Había lápidas con varios Whitman, primos y sobrinos y hermanos, y tíos y abuelos y cuñadas, no lo sé, todos pudriéndose juntos. Había la luz en todas las cosas, alumbrándolas para nadie.

Un vagabundo me pregunta que si soy chino.

No te mereces este poema porque estás muerto.

Ojalá lo fuera, y así quitarme de encima la peste de España.

Y los muertos no sirven para nada.

Camden es un suburbio, como mi sagrado corazón.

Dile a mi padre que yo también soy un poeta.

La casa de Walt Whitman está rodeada de miserables.

Anda, hazme ese favor, díselo, con cariño.

Borrachos, vagabundos, negros, hispanos, sacerdotes de la última voluntad de Jesucristo que no fue el perdón de los pecados ni la resurrección de los muertos sino la destrucción y la nada y el castigo y el predominio del mal, su expansión, su rigor, su inteligencia, su laboriosidad.


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Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

José Luis García Martín Jardines de bolsillo. Tres mil años de poesía Basilio Fernández Antología (1927-1987) Moisés González Vistas de un viaje Luis Fernández Roces Viejos minerales Luis Fernández Roces Salas de espera

TREA

poesía

Ediciones Trea | C/ María González, la Pondala, 98, nave D | 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España Tel.: (34) 985 303 801 | trea@trea.es | www.trea.es

Xavier Palau La caza del ciervo José Luis Argüelles Toma de tierra. Poetas en lengua asturiana. Antología (1975-2010) Berta Piñán Noches de incendio (19852002) Berta Piñán La mancadura / El daño

Antonio Fernández Lera Las huellas del agua

Carmen Pallarés Esgrima

Theodore Roethke Meditaciones y otros poemas

Antón García La mirada aliella / La mirada atenta

Miguel Mingotes Poesía

Esther Muntañola Flores que esperan el frío

Menna Elfyn Mancha perfecta

Vanessa Gutiérrez La quema

Daniela Martín Hidalgo Pronóstico del tiempo

Esther Ramón Reses

Stanislaw Baranczak Antología poética

Jorge González Aranguren Qué perezosos pies

Esther Ramón grisú

Luis Muñiz Un fragor indeterminado

Guillermo del Pozo Contra terceros

Ricardo Labra Hernán Cortés, nº 10

Józef Baran Casa de paredes abiertas. Antología poética (1974-2006)

Xandru Fernández Restauración. Antología poética (1993-2009)

Luis Muñiz Libro segundo Luis Muñiz Memoria de contacto

Rosario Neira De memorias y pérdidas

Misael Ruíz Albarracín El hueco de las cosas

Alejandro Arturo González Terriza Devocionario pop (1220-1996)

César Iglesias Lengua del duelo

Luis Fernández Roces Camino e las cárceles Luis Fernández Roces Letras de cambio Jaime Rodríguez Zabaleta Canción de Vic Morrow César Cunqueiro González-Seco No Eurídice de nuevo

Ricardo Pochtar Clinamen José Luis Gómez Toré Un corte que no sangra Oswaldo Guerra Sánchez Un rumor bajo la rama Enrique García La distancia exacta Melquiades Álvarez La vida quieta Joan de la Vega Ladino Francisco Álvarez Velasco Las aguas silenciosas José Luis Argüelles Pasaje José Luis Argüelles Las erosiones

Eli Tolaretxipi Edgar Eli Tolaretxipi El especulador Eli Tolaretxipi Incidental José María Castrillón el círculo y la piedra

Luis Velázquez Buendía Material de conciencia Miren Agur Meabe Espuma en las manos Pablo López Carballo La dictadura de la perspectiva Juan Manuel Barrado Pertenecemos a lo invisible

José María Castrillón gramos

Ediciones bilingües

Xavier Palau El eclipse

Tess Gallagher Amplitud

Juan Carlos Gea El temblor Lisboa, sábado de Santos de 1775

Hart Crane El puente

Juan Carlos Gea Occidente

R. S. Thomas Antología poética

Robert Hass El sol tras el bosque

Ewa Lipska La astilla / La naranja de Newton

Moncho Martínez Castro Cartografía de nayundes Esther Prieto Después de la quema

Gustave Roud El descanso del jinete

En preparación

Philippe Jaccottet Y, sin embargo

Sergui Diego Más Cinemascope

Guido Gozzano Las mariposas. Epístolas entomológicas

Luis López Suárez Con paso incierto

Teixeira de Pascoaes Saudade. Antología poética (1898-1953) Xuan Bello Una mirada diversa. Una antoloxía de la poesía portuguesa María Do Cebreiro Rábade Objetos perdidos Marco Valerio Marcial Antología de epigramas Joan Vinyoli Todo es ahora y nada

José María Castrillón Subir al origen Juan Massana Belleza atemperada Jordi Doce Escuela de doblaje Anxo Pastor Hierba respirada Melchor López Según la luz Ediciones bilingües Llurdes Álvarez Para anular los adioses


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elcuaderno

Luis Muñiz

Caborana, Asturias, 1964. Es autor de los poemarios Un fragor indeterminado (Trea, 2008), Libro segundo (Trea, 2011) y Memoria de contacto (Trea, 2016). Trea también publicó en 2011 su poema Tríptico de los Magos en una edición especial para coleccionistas, con láminas del pintor Hugo Fontela y traducción al inglés de Lawrence Schimel. Poemas suyos han aparecido en las revistas Solaria, El Cuaderno, La hamaca de lona, Las razones del aviador (lasrazonesdelaviador.blogspot.com) y 7de7 (www.7de7.net). Es redactor del diario ovetense La Nueva España, donde reseña libros de poesía desde hace quince años. Como crítico, ha publicado también un estudio de la obra de Marcos Canteli en el volumen Poetas asturianos para el siglo XXI (Trea, 2009) y un ensayo en el libro colectivo Pájaros raíces, en torno a José Ángel Valente (Abada, 2010).

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

El roce Como Tietjens y Wannop entre la niebla tú y yo avanzábamos sin tocarnos calle San Antonio abajo hacia Canóniga y luego la Corrada del Obispo— tú, camiseta color mostaza, pelo largo y suelto; yo, con el polo color burdeos para probar mi firme voluntad de dejar el luto. No recuerdo si había niebla, ¿lo recuerdas tú? Otras noches hemos paseado entre la niebla haciéndonos reproches o hablando sin más de danza o de jazz. Esta vez el sueño es sobre mí y sueño que bajábamos hacia los bares y nos cogimos de la mano por casualidad y que aquel primer y azaroso roce nos condujo a donde estamos. ¿Es así? Y donde estamos, es decir, en el lugar ni angosto ni espacioso ni tedioso ni excitante donde estamos siendo todavía moldeados ni contigo ni sin ti en ese lugar que nos succiona y nos expele y al que van adhiriéndose por los bordes tantas materias despilfarradas, secretadas sin beneficio– en ese lugar aun industrioso sueño y puedo decirte lo que sueño al calor de aquel roce. Luego es cierto: aquel roce nos condujo a donde estamos. Él y no otra cosa; él y no los planes o los frutos de esos planes o las palabras que dijimos sobre danza o sobre jazz. Como Tietjens y Wannop, que se amaban antes de que ese sentimiento aflorara a sus bocas o a sus mentes y uno en las trincheras y la otra en la pelea de los votos ignoraban que albergaran siquiera una modesta intuición de él. Como ellos, también nosotros tardamos en intuir que el roce de las palabras sería más importante que el de los cuerpos; más importante para el nosotros que se cimienta por colisión o por engarce y va adquiriendo consistencia en noches que se demoran y días que pasan como cohetes mientras el tráfago cotidiano va eliminando los contactos y el sueño empieza a prevalecer sobre el sexo. ¿Es así? ¿No estaré siendo cómo lo llamas tú siendo demasiado exquisito y orillándome hacia el lado más pulcro de la melodía el lado que nos enseña a callar y a mirar hacia dentro el lado que aconseja sustituir el intercambio del tacto por la bendición del habla? En esa pulcritud melódica, ignorante del salmo tanto como de la crítica para crecer no obstante se demanda: templo de planta basilical de tres naves separadas por pilares cuadrados que sostienen arcos de medio punto; transepto, iconostasio y pinturas al fresco (con más propiedad, estucos). Nunca me persigno ni digo las oraciones y pese a ello pienso si me habla si estoy distraído mirando hacia los andamios y de repente empiezo a ver humo alrededor del altar o una paloma cruza por delante del sacerdote


LUIS MUÑIZ

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

ese hombre que dice, Si no van a seguir mejor que no los bauticen… Tú no me lo pides yo tampoco te lo ofrezco pero a veces tu deseo y mis ganas de probar coinciden y otra clase de roce, aun sin tocarnos, se aproxima como un eco del primero, indicándonos que creer es imposible. Lo que ese roce trae de creencia no lo puedo deslindar de lo que trae de expresión y anhelo justo deseo de corresponder, con las manos o el pensamiento a los dones otorgados; y si corro el riesgo de confundir un empeño con otro y soy víctima de una mente que piensa y siente por separado ¿cómo voy a ser firme y fuerte cómo si aun con este sosiego y el desencanto que gotea de la voz del cura no soy capaz de ver en la escena más que canteros y pintores felices con la obra que levantan para honrar a su señor? El roce el segundo roce, el eco del primero el tacto imposible de percibir salvo que llegue en andas, retablos o estucos si no fuera por él dime ¿es tan imposible? ¿no conduce a lo mismo —una entereza— que las cadenas de listas y cuentas la difícil logística del día a día la conversión del cuerpo en un robot doméstico? ¿O a lo que conduce ni paraíso ni infierno poderosa sugestión y deseable si uno lo viera y lo palpara es dime es solo una ilusión debilitante? Creer es una deseable y poderosa sugestión un imposible aunque no más que pintar diría Bernardo Sanjurjo y el roce en que se confunden nuestras manos tocándose por azar y estas otras hábiles, con un objetivo este tercer roce, que nunca podría ser fusión de ambos y sin embargo lo es, inscrito como está siendo en un tiempo hecho bloque o sillar un tiempo que reúne ambos tiempos bajo esta bóveda ahora cuando nos damos la mano y nos besamos y también besamos a las niñas démonos fraternalmente la paz ¿es así? ¿es el nuestro?

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A por mofo (creciendo por dentro) Vamos a coger el musgo y cada año lo hacemos mejor: el mantillo se desprende de la roca prácticamente sin romperse y ya ni siquiera penetramos en el bosque: basta un giro a la derecha y en un claro sembrado de pequeñas piedras hallamos abundante mofo: tierra, prados y montes de pasto para hacer el nacimiento. Mofo, dice mi madre mofo y es que esas pelucas de la roca no las llames melenas que no cuelgan esas floraciones capilares verde esmeralda, verde mate y las hojas gris plata gris sucio del acebo son el premio: no tengo conciencia alguna de indignidad ni siento que desuello a un animal vivo pero pienso que si yo pudiera dormir sobre una de esas alfombras, dejando que la humedad y la tierra negra y grumosa me calaran crecería por dentro. Esas alfombras las sabemos encontrar tú dirías que con pasos algo vacilantes yo que nos dirigimos hacia ellas flechados por su olor y su carne muelle mientras las niñas juegan a buscar guias y a romperlas en un bosquecillo de su tamaño creciendo con la indolencia con que se despega insensiblemente la corteza del tronco de los árboles. Ellas esperan siempre una obra maestra: que el nacimiento a escala de sus deseos trepe y trepe por los montes que sus manos recolectaron y que el papel de plata de los ríos no se arrugue que el agua sea una pátina inmaculada. Pero piensa, piensa piensa cómo vas a hacer esta vez para que el pastor tullido y la oveja que solo tiene tres patas y el burro y el romano y la lavandera no se exhiban descascarillados y procaces; piensa si aun es tiempo de arrodillarse y en el suelo manchado de arena y filamentos rojos verdes y dorados arriesgarse a crecer por dentro ya que fuera te imponen sus límites la edad y el engorroso propósito de enmienda. Irse hacia atrás, hacia lo que brota como enigma pero es olvido: capas y capas de negro betún para las botas la muda y el traje de domingo doblados sobre la silla… y en misa pensando en el fuerte mientras por las vidrieras penetra la luz de una mañana gélida la luz que en este tiempo te baña a ti y a los frescos cuando entra por los ventanales de San Julián y puedes sentirte a tus anchas rodeado de fieles fuerte y compasivo ramificándote en el que eras, el que eres, el que puedes llegar a ser. Por dentro una enredadera en pago del bálsamo que te aplicas y la luz acuosa que te envuelve: ámbar donde quisieras quedar preso mirando cómo todo resulta, por una vez, en este instante calmo y somnoliento, y dúctil, y con un fin.


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elcuaderno

Mario Pérez Antolín Stuttgart, 1964. Ha publicado los libros de aforismos Profanación del poder (Los Libros del Lince, 2011), La más cruel de las certezas (Baile del Sol 2013) y Oscura lucidez (Baile del Sol, 2015). Es autor también de los libros de poesía Semántica secreta (Fundación Jorge Guillén, 2007), Yo eres tú (Alhulia, 2013) y de Nadie (Editorial Páramo, 2016), con prólogo de Juan Carlos Mestre e ilustraciones de Nuria Cadierno, al cual pertenecen los poemas que seleccionamos aquí.

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De nadie Ni mío

Ni tuyo

VIII

IV

Si me dan a escoger, quiero que suceda un tres de noviembre para que de esta forma se cierre el círculo. Que asistan solo mis mejores amigos y la familia más próxima. Con una lluvia que empape las gabardinas y las buenas intenciones. Sin protocolo ni rituales innecesarios. Lágrimas, las justas, que no conviene exteriorizar los sentimientos. Si alguno se atreve a decir la verdad, consiento en unas palabras de despedida y cierre. Mi único capricho, ya que ha de ser el último, es que el día de mi entierro toquen las campanas, las sirenas, las bocinas, los cláxones, los despertadores en señal de prudente y tímida retirada.

Te han olvidado en el rincón más oscuro de la casa grande porque ya no sirves, porque ya no vales, porque eres viejo.

IX El carnicero trae su mandil manchado de sangre después de filetear la masa amorfa que deja restos de harina en la camisa del panadero tan blanca como el yeso que encostra el mono durante la faena del albañil dispuesto a limpiar la tinta que se adhiere a las uñas del impresor todavía triste porque vio pasar el fantasma impoluto del amo altivo y no sabía que el trabajo sucio nos dota de un cuerpo puro.

XII Pienso en las estaciones donde cogí un tren. Soy incapaz de recordar con precisión los murales cubiertos por el humo y la indiferencia, el banco que prefiere la aterciopelada mugre de los vagabundos, las maletas llenas de secretos y banalidad, el banderín rojo que flamea como una amapola nocturna. Únicamente consigo evocar, hasta en los detalles más nimios, el picante olor del acero recalentado, que llena de congoja los andenes cuando el chirrido de los frenos anuncia que con el viaje termina la esperanza.

En otro tiempo los propietarios reñían por conseguir tus favores, pero ahora nadie te hace caso porque ya no sirves, porque ya no vales, porque eres viejo. Buscas una segunda oportunidad para demostrar que aún estás en forma y con la misma disposición de antes. Aunque te haces notar, nadie repara en ti, y seguro que muy pronto encuentras por los pasillos de la casa grande a tu sustituto porque ya no sirves, porque ya no vales, porque eres viejo. Pobre perro, pobre animal de compañía.


MARIO PÉREZ ANTOLÍN

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Ni suyo VI

II

X

Cuando veo una bandada de grullas en el cielo blanco, sé que no se acordarán de mí y que yo me olvidaré de ellas. Aun así, cuando veo una bandada de grullas en el cielo blanco, quiero alcanzarlas y que no se dejen alcanzar.

De este árbol saldrá el ataúd que te contenga.

IX

De ningún sitio saldrá la abstracción que te suplante.

El color cobrizo del helecho seco disputa al verde amarillento de las hojas semivivas el protagonismo azul que la mañana difunde en reflejos tan pálidamente rosas como la carne diluida. Un tono se impone al resto sin dejar de ser único: la negrura que avanza desde los fosos hasta las cavidades. Importa la fijeza cromática que varía según la inclinación de la luz: un llano brillante, después sombrío, después oscuro, y siempre fatídico o casi blanco.

Mensajero, que me vacío en su ausencia, le dirás; que mis ganas de tocarla reducen el álgebra a una mota de polvo, le dirás; que avanzo con una legión de amantes inconsolables, le dirás; que de repente lo acapara todo, le dirás; que estoy carnalmente abrasado de espíritu por ella, le dirás, mensajero, cuando la veas.

De esta roca saldrá la lápida que te cubra. De este invernadero saldrán las flores que te recuerden.

IV Cae la nieve sobre las cenizas tibias del bosque quemado. Nada tan limpio cubrió nunca una esterilidad de grafito. Los pájaros que se salvaron recelan de los árboles y anidan en el aire.

IX Monte arriba, los árboles se achican y las nubes se acercan. Una racha de viento improbable trae aromas de inquietud. Si no estás conmigo, en este enjambre de cristales, es que mi soledad calcinó tus soledades.

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elcuaderno

Jordi Doce Gijón, 1967. Es doctor en letras por la Universidad inglesa de Sheffield. Ha sido lector de español (1997-2000) en la Universidad de Oxford y anteriormente en la propia Universidad de Sheffield (1993-1995). Además de traducir la poesía de William Blake, T. S. Eliot, Ted Hughes, Charles Simic y Charles Tomlinson, es autor de los poemarios Lección de permanencia (2000), Otras lunas (XXVIII Premio de Poesía Ciudad de Burgos; 2002) , Gran angular (2005) y No estábamos allí (2016). En prosa ha publicado Hormigas blancas (2005), Imán y desafío (V Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005), Curvas de nivel y Perros en la Playa (2011).

Cuatro poemas de No estábamos allí (Pre- Textos, 2016)

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Entonces Cuando el mundo se convirtió en el mundo la luz brillaba como de costumbre sobre un reloj indiferente, el aire estaba lleno de comienzos y mil veces en mil calles distintas alguien se tropezaba en una piedra y esa piedra le abría los ojos; fue la ocasión que todos esperábamos para tomar las mismas decisiones, besar de nuevo el mismo suelo, decir los hasta luego de anteayer; y el rostro amado y rutinario que fingía escuchar o brindaba una mano distraída volvió a apartarse antes de tiempo. Detrás de las ventanas crecía la penumbra, una gaviota hurgaba en la basura y los niños jugaban casi a ciegas ignorando los gritos de sus madres. Era un día cualquiera bajo el cielo, con su ruido de fondo en nuestras venas y el hollín de la noche borrando cercanías. Quien guardó una moneda en su bolsillo no fue más rico a la mañana. Nada ocurrió que pueda recordarse, ninguno de nosotros se dio cuenta cuando el mundo se convirtió en el mundo.


JORDI DOCE

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Suceso

Primer acto

No estábamos allí cuando ocurrió. Íbamos de camino a otra ciudad, otra vida, bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros. Cruzamos campos verdes, amarillos, pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles, y ni una vez echamos en falta nuestra casa o sentimos nostalgia del pasado. Así era el viaje: por la noche silencio, a la mañana niebla. Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo y jugué a sostenerlo bajo el sol, arrojando destellos a las altas espigas. Luego fue una moneda usada y tuvimos el paso franco en todos los controles. Las llanuras de Europa son testigo. Ellas saben también que algo ocurrió, aunque nunca lo viéramos. Íbamos de camino a otro país, otra vida, sin bultos estridentes, sin lugar para el recuerdo. Todo salía a nuestro paso, ahora silencio y luego niebla.

—Aquí estás, con las ruinas. —Es mi sitio. —¿Llegaste por tu cuenta, o alguien movió los hilos sin querer? —Brillaban como nieve. Eran copos que el viento mecía en breves remolinos. —Es triste el espectáculo de la repetición, el agua desnutrida. —Nadie me dijo nada. —Nadie era la contraseña. —Hablas como si fuera irremediable. —Hablamos por hablar, o así parece. —Pero el niño que hablaba con el cuervo no decía lo mismo. —El niño se perdió en el bosque. —Huellas y más huellas en círculo, como una diana… —Lo recuerdo. Era una tarde de septiembre y el calor arreciaba: polen sucio, álamos orgullosos como lenguas de fuego. —Lo recuerdo. Había tres caballos en lo alto de una colina. —Lo recuerdo: el mundo estaba en calma y la casa en silencio. —Pero el niño que dibujaba cuervos vivía en esa casa. —Era una mella en el mirar, una mota de polvo en el ojo indefenso. —La vi más tarde, posada sobre nuestros nombres en el libro de entradas de la clínica. —Allí, junto a los árboles nevados, fuimos felices. —Pero el niño que alimentaba al cuervo era el dueño y señor de los pasillos. —Lo sabes. —Más allá de los árboles no hay nada. —No. Sí. Quiero decir que has vuelto. —Aquí estoy, con las ruinas. —Nunca te fuiste. —Siempre lejos, siempre volviendo a casa.

Paisaje Fueron los años mejores, los años del surco y el sembrar. Ahora todo es hacer cuentas, la dosis que amansa. El cielo no tiene nada que decirte pero seguirá girando. Muros altos, claraboyas, polvo en suspensión que simula un firmamento. Bienvenido a la tristeza de los almacenes.


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Ana Merino Madrid, 1971. Estudió un año en la Rijksuniversiteit de Groningren, Paises Bajos, es Licenciada en Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid, realizó un Master en Literatura Española y Latinoamericana por la Ohio State University, y recibió luego el doctorado por la Universidad de Pittsburgh con una tesis sobre el cómic en el mundo latinoamericano. Actualmente es profesora asociada de escritura creativa en español en la Universidad de Iowa. ¶ Con su primer poemario, Preparativos para un viaje, obtuvo el premio Adonais en 1994. Es autora, además, de Los días gemelos (Visor, 1997); La voz de los relojes (Visor, 2000); Juegos de niños (Visor, 2003), Premio Fray Luis de León, y Compañera de celda (Visor, 2006), traducido al inglés en el año 2007.

Los buenos propósitos En la lista de cosas por hacer está la peculiar obligación de recuperar el tiempo perdido, como si en todos esos buenos propósitos existiera una fórmula infalible para apropiarse del pasado y volverlo presente continuo. Cuando nos desnudamos la geografía de cada cuerpo se vuelve una ciencia exacta y nos confirma que la vida atemporal es para las estatuas. Esa es la arqueología que a veces nos confunde mezclando el paladar de los esfuerzos con la madurez que da forma a la piedra y su gesto inmóvil de secretos cincelados. Los pliegues de la carne quieren parecerse a la luz evaporada del verano; la arena del cristal de los espejos es un reloj que araña cada rostro y va trazando surcos con ecos murmurados. La soledad reconvertida en todos los instantes que anidan en nosotros como abismos vacíos. Ansiedades insomnes de voz distorsionada que escarban sin descanso en el vértigo extraño de la mala conciencia que nadie reconoce, pero es en realidad ese tiempo perdido que se ha vuelto a escapar y nos despierta a cada rato, para reírse otra vez de lo que se ha llevado. (de Los buenos propósitos, Visor 2015)

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Si estás viva Si estás viva tendrás que acostumbrarte al desamor con su desapacible exuberancia; neutralizar cualquier indicio de su patógena presencia para volverte inmune sin perder la cordura. Ser metódica, tragar el desafecto con ternura y reírte en secreto de tu propia tristeza. Si logras superar este fracaso, te harás adicta a lo que más te duele, al entramado hostil de las causas perdidas que deambulan contigo por esa geografía de plenitud ingrávida que te ayuda a volar cuando los espejismos se mezclan con las huellas de los rinocerontes que lloran enjaulados. Silencia lo que intuyes, drena su desnudez para que cauterice, y nunca olvides que el tiempo enamorado es una medicina que se agota, entonces no podrás ocultar sus secuelas. (de Curación, Visor 2010)


ANA MERINO

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Piedra, papel, tijera Piedra fría, rincón silencioso junto al regazo de los muertos. Papel para escribir unas breves líneas, la despedida apresurada del viajero. Tijera para cortarle la lengua al mar cuando suspira. Tijera para cortar los sueños de los ahogados. Papel para escribir sus nombres. Estrecho de piedra, barquito de papel arrecifes de tijera. Un poema triste para los que se quedaron sin aire en las orillas. Lágrimas de piedra pateras de papel y la boca del mar con dientes de tijera. (de Compañera de celda, Visor, 2006)

Problemas de ilusión La Señorita K. ayudante de magos y experta en psicoanálisis ha desaparecido. Perdieron su rastro en la demostración de los espejos y las espadas. La llamaron tres veces, golpearon la caja y en su lugar aparecieron cosas que ni el mago esperaba: un cráter de la luna, una botella de agua y un secador de pelo. La Señorita K. ayudante de magos sufría depresión en los últimos días. Según pude leer en su diario, se atrevió a enumerar una serie de síntomas, y luego concluir que eran sólo problemas de ilusión apagada. Problemas de ilusión donde la realidad era ajena a su vida y le hacía dudar de su propia existencia. Problemas de ilusión donde todos los sueños eran las pesadillas de una serie de monstruos que ninguna leyenda ha sabido inventar. Problemas de ilusión que la martirizaban donde la salvación era una muerte blanca con forma de baldosas y olor a glicerina. La Señorita K. ya no está con nosotros roguemos por su alma en caso de que Dios no pueda hacerse cargo, y tenga que esperar en el infierno a que el suicidio deje de ser una condena. (de Juegos de niños, Visor, 2003)

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¿De dónde soy? ¿De dónde soy? Soy de lo que leo, estanterías viejas de libros y selvas, páginas de tierra ensangrentada por los disparos que agujerean las paredes y le cierran los ojos a la vida. ¿Dónde está mi geografía, mi pedazo de mundo? No siento la patria, ninguna historia se escribe con mayúsculas, sólo un susurro extraño de ventilador y horas inmóviles, tardes prostituidas, negocios sudorosos y las manos atadas a la espalda. (de La voz de los relojes, Visor 2000)

Carta de un náufrago Con el consentimiento de la nieve caminaré despacio. Alguien habrá que espere junto al fuego y yo, que estaré ciega por el frío, haré paradas breves, sacudiré el paraguas y empezaré de nuevo. El único secreto es no sentirse inmensamente lleno de verdades. No aceptar nunca las invitaciones que la neblina sugiere al anidar con sus disfraces de paisaje feliz, de grandes sueños. Alguien habrá que diga, se ha perdido, alguien saldrá a buscarme, y llevará el calor de una botella donde podré mandarte este mensaje. (de Los días gemelos, Visor 1997)


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Juan Ignacio Torres Jerez de la Frontera, 1975. Comienza a escribir poesía una noche de insomnio en la que se encontraba tan cansado que no le apetecía leer. Tras escribir el primer texto, se dio cuenta de que había puesto en orden una de sus preocupaciones y, desde entonces, sigue poniendo en orden en su cabeza por medio de la escritura. Ha traducido a E.E: Cummings y a Robert Creeley. Es autor del libro There’s somthing electric going on, al que pertenece esta muestra de poemas, escrito en inglés y traducido posteriormente al castellano por el mismo autor. También es autor de Autohistorias, libro en el que mezcla textos poéticos con narraciones cortas. Ambos permanecen inéditos. Se dedica a la fotografía y ha preparado diversas exposiciones en las que mezcla imagen y texto.

Poemas de There’s somthing electric going on (inédito)

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The castle

El castillo

the Queen is in one of the towers she´s having her legs shaved by his Pimp the King, Who´s playing His darts, His board is broken so He uses your ass; the Buffoon is stealin´ the maids they all are gonna whore in the bar; the Knight is fightin´a dragon in a game that´s such fun. Everybody´s so busy and they work as a clock. For Them the walls sweat Servants All are well dressed and served with perfume…

la Reina está en una de las torres haciéndose afeitar las piernas por su Chulo el Rey, Quien está jugando a Sus dardos, Su diana está rota así que Él usa tu culo; el Bufón está robando las doncellas todos van a putear en el bar; el Caballero está luchando con un dragón en un juego muy divertido. Todos están muy ocupados y trabajan como un reloj. Por Ellos los muros sudan Sirvientes Todos bien vestidos y servidos con perfume...

For the Sake of the Kingdom.

Para el Bien del Reino.

Y dos, y tres Se me repiten tus palabras. Para ti son cotidianas, y no puedes saber lo mal que me sientan. Se me indigestan. Te pasaría lo mismo si te escucharas. Tus inflexiones al hablar me roban la tranquilidad hasta al hacer memoria, mucho tiempo después. Tus palabras. Me agrian los pensamientos, me irritan los recuerdos. Son como ecos en una caverna en la que no quiero estar. Los murciélagos huyeron, y las aguas que se filtran por las grietas tienen el olor del vinagre oscuro. Tus palabras vuelven, y me cierran. Sin delicadeza. Sin amor.


JUAN IGNACIO TORRES

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Sin comentarios

El fantasma viajero

voy a follarme a la mujer del Mandamás, voy a ir a la cárcel

Ha estado en la butaca de atrás, en el cine, para no molestar. Ha estado allí muchas veces. Ha visto películas buenas y malas. Os ha mirado cuando os besabais, y se ha estremecido con una sonrisa en los labios.

voy a reventar esa emisora de televisión, voy a follármela voy a comerme a sus hijos en vivo, delante de todo el país ¡atentos! millones de ojos como platos entre los dos tiempos del partido, voy a comprarme mil televisiones y mil cartuchos para mi rifle, voy a follarme esos muros, perforarlos y a escapar cada disparo fue un orgasmo, miles de pedazos y explosiones huecas me reconfortan el espíritu, os va a encantar, máxima audiencia, gritos y desgarros, huesos mondados, voy voy voy a guau

elcuaderno 99

Ha paseado aquí y allá. Ha hecho el amor con la Estatua de la Libertad y con la Gran Muralla. Las ha hecho sudar tierra de puro placer. Invisible, silencioso, está allí donde menos te lo esperas. Sólido. Puedes tocarlo. Emite calor. Fíjate en él, le alegrarás el día. También puedes alegrarle la noche. Él inhala la brisa, y descansa al abrigo del huracán. Ha paseado por la playa en verano, una tarde de domingo, entre las familias, con el cielo aún azul y alejado de la noche. No teme a la claridad. Ve con él, flota. Aprende. Cuéntale, cautívale. Tú también tienes historias. Has de saber que ha paseado aquí y allá, y que nunca nunca, ha sido tan invisible como en casa.

Forks & knives Forks & knives rule with iron hand, they made no prisoners at their last battle (which they won as usual); the scars in the sink are new and shiny, but the scars in the old frying-pan are ancient and they turn to red as it rusts. Don´t go so close if you want to keep your white clothes clean. It´s easy to bleed, it´s easy to cry. Everything is sharp in my kitchen.

Tenedores y cuchillos Tenedores y cuchillos gobiernan con mano de hierro, no hicieron prisioneros en su última batalla (que ganaron, como de costumbre); las cicatrices en el fregadero son nuevas y brillantes, pero las cicatrices en la vieja sartén son antiguas y se vuelven rojas al oxidarse. No te acerques tanto si quieres mantener limpia tu blanca ropa. Es fácil sangrar, es fácil llorar. Todo está afilado en mi cocina.


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Daniel Salgado Monterroso, Galicia, 1981. Trabaja como periodista. Publicó los libros de poemas Sucede (2004, premio Uxío Novoneyra), días no imperio (2004, premio Esquío), Éxodo (2006), Os poemas de como se rompe todo (2007), Ascension (2010, con diseño y dibujos de Xosé Carlos Hidalgo), ruído de fondo (2012) y Dos tempos sombrizos (2013, premio Gonzalo López Abente). Con la poeta y ensayista María do Cebreiro, dio a la imprenta A Guerra (2013) y, de la mano de los artesanos Inés Pallares y Afonso Rodríguez Castro, ensaios (2015). Todos escritos en gallego. Sus poemas aparecen recogidos en numerosas antologías colectivas. • Tradujo a Allen Ginsberg, Amiri Baraka o Adrienne Rich al gallego y a Lois Pereiro, a quien también antologó, al castellano. Escribió letras e investigó en los sintetizadores para la banda de música electrónica Das Kapital. Con el escritor y periodista Manuel Darriba realizó la crónica política AGE. A emerxencia de Alternativa Galega de Esquerda (2012) y con el ensayista y editor Manuel M. Barreiro coordinó Entrementres. Ensaios para unha nova política (2014).

Procedencia de los poemas «Frente popular», do libro días no imperio (Colección Esquío de Poesía, 2004); «Poesía e política», do libro Os poemas de como se rempe todo (Sotelo Blanco, 2007); «teoría do free jazz» e «a errancia e a esperanza», do libro ruído de fondo (Xerais, 2012). Tradutores As traducións ao asturiano son de Iván Cuevas. As traducións ao castelán de «frente popular» e «teoría do free jazz» (publicadas na antoloxía Guía viva de ortodoxos y heterodoxos de la poesía contemporánea gallega, Endymión, 2012). As de «Poesía e política», a «errancia e a esperanza» (publicadas en Punto de ebullición. Antología de la poesía contemporánea en gallego, Fondo de Cultura Económica, 2015) son de Miriam Reyes.

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016

Poesía e política Hai tempo xa de case todo e tamén do último verán, o que vivimos arrimados, con vertixe de libro de historia, máis ben evitando calor e apertas, serios porque o impoñen a luz e as condicións obxectivas da nación, as cancións con zapatos de Woody Guthrie e o desprazamento das mellores mentes da xeración de noso, definitivamente contrarios a expulsarmos nada que non sexan adxectivos, gañados para refacermos un sitio onde estar, tantas cousas que non nos acontecen na pel pero que queiman, que estragan, que cercan, que abren, sen posibilidade de que o asunto chegue a lugar diferente nin de que diga que escolle outras praias máis agradecidas nin de que hoxe e agora ceguemos ocos na palabra, e abofé que non imos negar conforto, comodidade, morneza, ás cafetarías, só que non se trata de anchura senón de cómo respiramos, qué incorpora en nós o arreguizo, quen acompaña os días, quen acompaña os días ou quen non escribe o poema político, cando habemos entrar nas espléndidas cidades.

Poesía y política Va tiempu yá de casi too y tamién del últimu verano, el que vivimos arimaos, con vértigu de llibru d’historia, más bien evitando calor y abrazos, serios porque lo imponen la lluz y les condiciones obxectives de la nación, los cantares con zapatos de Woody Guthrie y el desplazamientu de les meyores mentes de la xeneración de nueso, contrarios definitivamente a expulsar nada que nun sean adxectivos, ganaos pa volver facenos un sitiu onde tar, tantes coses que nun nos suceden na piel pero que quemen, qu’estropien, que cerquen, que ruempen, ensin posibilidá de que l’asuntu llegue a una parte distinta nin de que diga qu’escueye otres playes más agradecíes nin de que güei y agora ceguemos güecos na palabra, y de xuro que nun vamos negar consuelu, comodidá, calorín, a les cafeteríes, solo que nun se trata d’anchor sinón de cómo respiramos, qué incorpora en nós el respigu, quién acompaña los díes, quién acompaña los díes o quién nun escribe’l poema políticu, cuándo vamos entrar nes espléndides ciudaes.

Poesía y política Hace tiempo ya de casi todo y también del último verano, el que vivimos arrimados, con vértigo de libro de historia, más bien evitando calor y abrazos, serios porque lo imponen la luz y las condiciones objetivas de la nación, las canciones con zapatos de Woody Guthrie y el desplazamiento de las mejores mentes de nuestra generación, definitivamente contrarios a expulsar nada que no sean adjetivos, ganados para rehacer un sitio donde estar, tantas cosas que no nos suceden en la piel pero que queman, que estragan, que cercan, que abren, sin posibilidad de que el asunto llegue a lugar diferente ni de que diga que escoje otras playas más agradecidas ni de que hoy y ahora ceguemos huecos en la palabra, y en verdad que no le vamos a negar confort, comodidad, tibieza, a las cafeterías, solo que no se trata de anchura sino de cómo respiramos, qué incorpora en nosotros el escalofrío, quién acompaña los días, quién acompaña los días o quién no escribe el poema político, cuándo entraremos en las espléndidas ciudades.


DANIEL SALGADO

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frente popular

frente popular

frente popular

por veces, certo fume de rendición nos parques, na mesa, cando non cesa a chuvia, no libro de hikmet, no papel. nos lentes embafados onde pairan poemas e impotencias. certa palabra que atora o mirar.

a veces, ciertu fumo de rendición nos parques, na mesa, cuando nun para l’agua, nel llibru de hikmet, nel papel. nes gafes empañaes onde floten poemas y impotencies. cierta palabra qu’atora la mirada

a veces, cierto humo de rendición en los parques, en la mesa, cuando no cesa la lluvia, en el libro de hikmet, en el papel. en las gafas empañadas en que flotan poemas e impotencias. cierta palabra que obstruye la mirada.

certa carencia de humor para o tardocapitalismo.

cierta carencia d’humor pal tardocapitalismo.

cierta carencia de humor para el tardocapitalismo.

unhas ansias de vivir o que xa foi. tarde piamos.

una ansia de vivir lo que pasó. a buenes hores.

unas ansias de vivir lo pasado. a buenas horas.

quince de xaneiro

quince de xinero

quince de enero

[teoría do free jazz]

[teoría del free jazz]

[teoría del free jazz]

trátase de impugnar esta versión dos feitos: non funciona a lóxica mercantil e o trazado ofrece estética de resistencia, contornos de animalidade, a indiscutíbel atracción do abismo. asunto de homicidios e ferro estremado, disolve certezas, corta, apreixa a electricidade e cuestiona calquera relato. non utiliza espellos. non sabe de capitulacións. é historia opaca, esquema e óso, aniquila paredes igual que a toupeira, deserta, practica a liberación de todos

trátase d’impugnar esta versión de los fechos: nun funciona la lóxica mercantil y el trazao ofrez estética de resistencia, contornos d’animalidá, l’atracción indiscutible del abismo. asuntu d’homicidios y fierro estremao, disuelve certeces, corta, cueye la electricidá y cuestiona cualquier relato. nun utiliza espeyos. nun sabe de capitulaciones. ye historia opaco, esquema y güesu, aniquila paredes igual que la topinera, desierta, practica la lliberación de toos

se trata de impugnar esta versión de los hechos: no funciona la lógica mercantil y el trazado ofrece estética de resistencia, contornos de animalidad, la indiscutible atracción del abismo. asunto de homicidios y hierro demarcado, disuelve certezas, corta, agarra la electricidad y cuestiona cualquier relato. no utiliza espejos. no sabe de capitulaciones. es historia opaca, esquema es hueso, aniquila paredes igual que la topera, desierta, practica la liberación de todos

[a errancia e a esperanza]

[la errancia y la esperanza]

la errancia y la esperanza

destruír as relacións mercantís, iniciar a identificación dun suxeito histórico de cambio, considerar as perspectivas da auga, a inutilidade da memoria. non permitir que a natureza actúe no poema: circulamos entre continentes, facemos discurso da nosa existencia, tentamos unha escrita móbil, entre a errancia e a esperanza

destruyir les relaciones mercantiles, iniciar la identificación d’un subxecto históricu de cambeo, considerar les perspectives de l’agua, la inutilidá de la memoria. nun permitir que la naturaleza actúe en poema: circulamos ente continentes, facemos discurso de la nuesa existencia, [tentamos una escritura móvil, ente la errancia y la esperanza

destruir las relaciones mercantiles, iniciar la identificación de un sujeto histórico de cambio, considerar las perspectivas de agua, la inutilidad de la memoria. no permitir que la naturaleza actúe en el texto: circulamos entre continentes, hacemos discurso de nuestra existencia, [intentamos una escritura móvil, entre la errancia y la esperanza

Georges Perec, ellis island

Georges Perec, ellis island

Georges Perec, ellis island


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Pablo López Carballo Cacabelos-León, 1983. Doctor en Literatura española e hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Ha publicado Sobre unas ruinas encontradas (La Garúa, 2010) y Quien manda uno (Colección Transatlántica, 2012) y el libro de narraciones Crea mundos y te sacarán los ojos (El Gaviero, 2012). Recientemente ha aparecido en Italia una antología de su poesía bajo el título La precisione dell´indifferenza (Carteggi letterari, 2016, Trad. Lorenzo Mari).

De La dictadura de la perspectiva (de próxima aparición, Trea, 2017)

Stanza accanto Quedan, sobre la mesa, algunos élitros por haber ensayado la amabilidad. Sin paisaje, se piensa más en el ortógrafo y menos en el mosaico. Pantallas de tierra generando imágenes, saltando al ojo humano. Cultivo y carne de memoria perdida, espacio de lenguas soterradas, no querría que te fueras. Arbustos tiran del marco —nada que ver con la alopecia— sacando el peso de cada adoquín. La impaciencia de las hojas, balduque estacional a falta de párpados. El ritmo denso, áspero sentido en sombra de llanura. Si todo está quieto será ficticio, retórica de lenguaje como forma de mundo. Dejamos todo por pudrir en el frutero: desde la mirilla descuelgo el ojo dentro.

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Alucinación de las parcelas Todo se ensombrece cuando lo miro. Definir como reptar en semejanzas. En la carencia permanezco quieto. Coloco estacas y aparece el paisaje. Desechando perspectivas el prado deja de ser una parte y se retira en braceos de reloj. A mí también me duelen los objetos. Intervenimos. Lo dominamos porque nuestra mirada es el paisaje. La autopista por encima del puente, capas geológicas que se diluyen. Un poste sobre el rojo nervadura radial árboles solo la línea de la carretera. Mirar es un punto direccional, un ir de tuberías bifurcándose: subsuelo imaginado. Lo sencillo sería levantar la voz, impedir el troceo. Nunca valemos para esto, solo de lejos. El paralaje quema como el miedo a ser canto. Espacio sin su vacío: buscar lo oscuro lejos de lo claro. Es inútil. La manutención viaria desequilibra el bloqueo de la imagen, volvemos a tolerarnos a escondidas. Quien quiera que se acerque deje en silencio la puerta. El sonido es un punto de fuga, un arrastrar fuera del poema. Cal para los rostros. Contrapoder de los objetos para alejarte de ellos.


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PABLO LÓPEZ CARBALLO

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Quemarán la tierra, envenenarán los pozos

Para Olvido García Valdés

Ya nadie dice Castilla sin amontonar piedras. No saben nada de la niebla y el silencio que hasta los pájaros atienden, ni de Inés de Castro desatando urracas, tejiendo espinas para regresar ungida en duelo y tempestad. Hablaba con las manos, el viento en la cabeza y el porvenir colgando del pelo. Dos años escribiendo: entro en la edad del desinterés, ni demasiado joven ni todavía respetable. Desigualdad. Igual que las luces de cocinas que iluminan donde nadie necesita ver. Callejas donde la sombra del hielo se muestra sin el hielo y las previsibles paredes de ladrillo, las que hacían perder la cordura, son ahora firme anclaje. Los límites toman forma, como la precisión de tu indiferencia. Sé de lo que hablo porque en nada fui determinante, ni todavía he perdido la vergüenza que dan las cosas hechas y las no realizadas. Insuficiente en grafías, fallido en el convenio, profuso en los nervios que preceden al sometimiento. He movido, a diario, el proyecto que a nadie interesa. Aquí sigue saliendo el sol desorientado, no digas nada, te querrán helar los huesos, no entienden de nostalgias, buscan el renombre y siempre están dispuestos al precio. Nosotros seguimos en lo mismo, mirar no es suficiente, debemos devanar con la ciencia del no tener. Por algo estaremos vivos: para mondar naranjas ante el reloj —si duele no aniquila— con la exactitud de los límites. Nubes de huesos sobre el deseo ignorante de azar. Todo esto pasará. ¿Y los viejos tiempos? Que nunca regresen, que nadie nos congele el tuétano, pronto estaremos solos. En el fondo, la poesía perdura por un continuo malentendido.

Paolo di Dono son cielos cerrados que resaltan lo esencial. Paolo di Dono es la inocencia de lo complejo, el mecanismo que dirime lo que debe perdurar; y el cielo y el infierno. Paolo reunió a las formas para dotarlas de sentido en su cuarto de arañas. Paolo Uccello nunca vio un caballo. Imaginó que los pájaros en sus picos con sus patas traían uno de lejos hasta su estudio y se levantaba por las mañanas, respirando Arno y pintura pensando en cómo lo vería, cuál sería la primera imagen del caballo que aparecería rodeado de pájaros y leones a los que no tendría miedo. Paolo Uccello pintó el diluvio porque sabía que ocurriría, sus ojos atraviesan el tiempo: está hoy aquí. Estuvo en 1966 y en 1448 señaló en el muro hasta aquí llegará el agua. Él sabía el color que tendrían las paredes en 2010 y la luz y el movimiento de las nubes. Pero a Paolo nadie le creía. Pintaba su casita azul, su casa de pájaros, con los recovecos por los que pasaría el agua, el agua que no tendría en cuenta las esquinas ni las lanzas; y proyectó el pequeño cuarto de milagros, con la ventana al campo de lomas sin espigas, para protegernos de la usura. Paolo Uccello murió, como pocos mueren, por mirar demasiado. Enterraron su cuerpo cuando ya no estaba en él y se perdió en el tiempo, pintando las piedras y los árboles que yo vi al nacer. Al abrir los ojos supe que él había pasado por allí: una ventana, un leve reflejo que no termina de posarse sobre los vasos y se agota. Conozco a Paolo Uccello como él conocía la inundación y los caballos y en su cabeza se dibuja un mundo, el único habitable, en mi casa azul, de pájaros, que pintó mientras esperaba perderse en el tiempo.


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Aitor Francos Bilbao, 1986. Ha publicado los libros de poemas Igloo (Renacimiento, 2011), Un lugar en el que nunca he escrito (Renacimiento, 2013), Las dimensiones del teatro (Isla de Siltolá, 2015), la plaquette Ahora el que se va soy yo (4 de agosto, Planeta Clandestino, 2014) y el libro de aforismos Fuera de plano (Cuadernos del vigía, 2016).

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Manos de pintura Todos los días necesito escribir, al menos, una línea en mi contra. [Franz Kafka]

1 Si a un espejo lo miras dos veces lo estás convirtiendo en un paisaje.

14 Un epitafio te pregunta que para qué quieres preguntar.

2 Lo que más nos ilumina es aquello que nos siente observándolo.

15 Reparar las sombras con misterio, la poesía con prosa.

3 Los aciertos pueden confeccionar un poema excelso; los errores deben completarlo.

16 Todo poema necesita ejemplos del vacío. El poema sin poema es el poema que mejor conoce las carencias de la poesía.

4 Somos testigos inevitables de la soledad de quienes nos acompañan. 5 Un defecto es solamente una virtud que aún nadie ha alabado. 6 Hay desgracias últimas e irremediables que resumen a la perfección toda una vida de dedicación a la tragedia. 7 Pensar es la forma más pura de deformar la realidad. 8 El sueño del pesimista, medir todo según su complejo de inferioridad. 9 Como Lautréamont, corregir en el sentido de la esperanza, en un palimpsesto donde se manifiestan a la vez lo abrupto del lenguaje, lo indómito del estilo y la pluralidad de las ideas, si son comunes. Y no dejar memoria ni cultura, para que el plagio sea necesario e incuestionable. 10 La belleza introduce en la cotidianeidad de los espejos un grado de cualidad fantástica. 11 El poeta escribe siempre en público ante el asombro de los ausentes. 12 Me gustan las frases que empiezan con un largo silencio. 13 La alucinación es el instinto puro de la imagen, poesía en un estado de conciencia futura.

17 Fue una sorpresa descubrir que el escritor de haikus también llenaba de borradores la papelera. 18 Leer con lápiz en la mano, provocar la cicatriz de lo que leo. 19 Con raras excepciones, el poeta es el primer personaje prescindible en el poema. Y a cierta edad, todo poema supone para el poeta una nueva e inasumible posibilidad biográfica. El poeta es a la larga un poema que no puede liberarse de su pasado. 20 Amar es pensar que cuando cierres los ojos ambos estaremos protegidos. 21 La autocensura del aforismo, sorprender al relámpago con una linterna de mano. 22 No escribir es resumir; y escribir, prologar. 23 No entiendo esa insistencia de la memoria por tomar apuntes desordenados de todo lo que nos pasa en la vida. 24 La locura como esa señora de la limpieza que cada vez que pasa el trapo por nuestra biblioteca nos cambia todos los libros de sitio. 25 Borges, sobre otro poeta: Se le permitió ser un abuso floral. 26 Qué desapacible tarea la de revisar lo escrito, enmendar algunos errores, generar nuevas dudas. Corregir cuando el poeta presupone que ya no acepta sino con desconfianza el recuerdo de una antigua inspiración.


AITOR FRANCOS

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27 Los poemas, a la fuerza, quedan inacabados. Como intuía Valéry, el verdadero poema, al final, siempre nos abandona. Al escribirlo nos dedicamos, prudente pero afanosamente, a consolidar su retirada, a fortalecer el espacio que destinaremos a su ausencia. 28 Escribir, cuidar del desorden, hasta que éste cobre conciencia de jaula. 29 Cuando la identidad me trata de usted es fácil verme perdiendo la compostura. 30 El dibujo más abstracto que se le puede invitar a hacer a un niño es el de una moneda. 31 Las máscaras que guardamos en la maleta nos permiten viajar seguros. 32 La poesía enseguida descubre a los intrusos, pues casi todos se ensañan en forzar una puerta que no tiene cerradura. 33 ¿Cuánto vacío interior es necesario para romper con la mirada una ventana? 34 También un libro robado puede implorar el perdón de quien lo lee.

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35 Hacer un buen poema, casi tan difícil como encontrar la frecuencia a la que se puede escuchar una emisora de radio en un walkie-talkie.

44 Un humorismo apócrifo atribuible a Chesterton: A fuerza de asesinar nos convenció a todos de que era preferible dejarle por el momento solo.

36 El vigilante del museo: Mi oficio es la veneración.

45 Ser humanitario consiste en ejercer con sabia rebeldía un narcisismo irresponsable.

37 La memoria es un joven descuidado que suele presentarse ante nosotros con los bolsillos del pantalón rotos.

46 Cuando me siento superior, hay días en los que uno de mis yos está de más.

38 Los poetas somos estatuas con su sonido hueco interior. Ejemplos memorables del vacío. Y el cuerpo es nuestro lugar de peregrinación más frecuente.

47 El aforismo tose frente al resto de géneros literarios, como si en medio de una tranquila conversación de amigos fuera cómplice de una conspiración secreta.

39 Una cicatriz abierta debe aprender a hablar sola.

48 Escribir, decorar sospechosamente la celda de castigo, frecuentar la renuncia.

40 La libertad sólo depende de las medidas de la jaula, y la dimensión de la jaula, en sí, depende del miedo que tengamos a la libertad. 41 Cuando el pájaro echa a volar, la rama evidencia las fronteras del lenguaje.

49 Todo espacio debe defenderse de la ocupación. Pero el espacio de la palabra, por el contrario, debe defenderse de la desocupación. Por eso el poema es el pedestal de una evanescencia.

42 La discreta agresividad de la máscara sonriente.

50 En el siglo xxi, toda lectura es una lectura de urgencia.

43 El universo nos asume como una interioridad viviente, tanto que incluso su conciencia depende de nosotros. Y la realidad configura un pensar poético, la niebla de un acercamiento, el temblor de hacer el mundo imaginable. Para que todo se sueñe como si estuviese extrañamente traducido.


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Ruth Llana Asturias, 1990. Autora de tiembla (Ed. Point de Lunettes, 2013) y estructuras (Ed. Ejemplar Único, 2015), cuaderno pictórico realizado en colaboración con el artista plástico Gabriel Viñals. Escribe artículos de cine y literatura para diversos medios y realiza su doctorado en Estados Unidos. Su próximo libro, umbral, será publicado en 2017.

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empieza este recorrido feroz tomo un camino por el lado del lenguaje al final de la ruta me esperan sus manos alzadas sus compases de euforia suya es la respiración de las aguas mía si la poseo y no hay nada que las detenga para acercarse para llenar yo sabía hablar y me lo robaron herencia el modo en que decía al unísono con el temblor de la tierra yo sabía hablar pero un día pensé y ésta se desmenuzó en migas de pan como una construcción programada para estallar en pedazos o como alguien que apiló piedra tras piedra hasta levantar lo que pensó sería permanencia contempla la ruina donde antes todo o sin embargo y con pena se lleva las miguitas a los labios y las absorbe a modo, siempre a modo urdimbre hacia el final van revelándose unas siluetas en los primeros instantes de luz horas para que la mañana sea plena y no mera elección con las mejillas un surco horizontal y no me atrevo a entrar en ese espacio me quedo fuera no tomo la mano del gentil hay quien se contenta solo con mirar Dios construye largas cataratas que se despeñan Dios construye migas de pan que son ciudades enteras nosotros las regresamos con los dedos hacia las comisuras con el registro del que permuta y se sabe sediento mudo distante con el gesto congelado a modo de contraste entre lo tuyo y lo mío como si fueran comprensibles las próximas horas de luz y todo lo que las acompaña y sobreviene el océano ardiendo en tus ojos nada se espera nada se pierde de estructuras (2015)

Y la que desprendida si te vio/nacer/para quién/sino cómo tocarte y hacerte preguntas, sino cómo acercarte si no puedo/me/acercar/por el corte abrupto de la/disolución/vieron sus huellas y les dieron caza/los conejos como un tambor sirvieron/al busto subir/la ladera trepar/célula de luz en el resquicio/un ojo lentamente/«Acércate aquí, no tengas miedo»/primera célula, hermana/ hermanito de mí/en un momento descriptivo sorprendes las manos sobre el pelaje/pero el animal había disminuido su tamaño dos centímetros/«para ti»/ y las cabezas reposaban quietas sobre la pared/como la culpa te sobrevino el movimiento/me alejé/como una ladera me sobrevino la luz/y con ella la oscuridad/tiemblo de miedo/temo no/mis manos sean la oscuridad/la penumbra/ciega/dibujan a lázaro pero su sepulcro perforado, la tierra rojiza que imagino/jerusalem/con las manos en la niebla tanteo/tu rostro/y los cien rostros de dios/con mis manos hagan la oscuridad/acometer/con la memoria en las manos/retorcer/esto oponer/tiembla mudar/frente/volumen del rostro, nariz cuello ojos, párpados de dios, manos de dios/lo que no fue tocado no será manchado/lo que mis manos no tantearon/lo que a dios no fue dado/el rostro del hermano será/para mí/sepulcro y lázaro/«camina»/ ven hacia mí/hijo, no tengas/sea así en la oscuridad de umbral (de próxima publicación)

Ì Pedro Fano › Love theme (fragmento), 2015, óleo sobre lienzo, 150µ 150 cm


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Miguel Floriano Oviedo, 1992. Ha publicado los libros de poemas Diablos y virtudes (Málaga, 2013), Tratado de identidad (Barcelona, 2015) Quizá el fervor (Sevilla, 2015) y Claudicaciones (Sevilla, 2016), además de la plaquette Solícito adiós (poemas acuciados) (Gijón, 2015) y, junto con algunos compañeros de generación, Principios Organizativos del Patarrealismo Salvaje (Madrid, 2016). Sus poemas se incluyen en las antologías Diversos (Asturias, 2015), y Regeneración (Granada, 2016).

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Callar solo Al fin he conseguido recordarte con verdadera serenidad. Nada perpetra la memoria que no alumbre una alta alegría. Nuevamente, tras el rito del alba, te preparas el té de la mañana, y yo sonrío ante la imagen de tu rostro somnoliento. Luego escoges la ropa con cuidado y aquel tiempo tranquilo, que custodia sus ruinas en silencio, me trae algunos versos: «Qué más podría pedirte, a estas alturas en que ya las palabras rehúsan su miseria». Ojalá que tus pasos no truequen tu destino, y nutra mi deseo la pronta concesión, inesperada y plena, de los frutos del merecimiento. Por tu entereza, siglos de amor cierto. Por tu ternura, la rosa de los vientos. Por tu constancia, el cielo de la satisfacción. Al fin lo he conseguido. Solo queda, en mitad de la calma, enmudecer. Callar solo, y vivirte en las palabras.

Yeats

Antes de acercar la mano

Sobre las lentas ruinas de la tarde, cuando saberse ausente ya no consuela sino que le da forma al recuerdo más traidor, si la voz se aventura a sostenerlas, tus palabras ofician, exhalando su secreto feraz, el milagro del sosiego: renuevan la mirada y le devuelven la inocencia al pensamiento. Contienen la pregunta a no pocas respuestas tus palabras. Atesoran un mundo irreparable.

He aquí el Amor, materia inerte sobre la que los ojos que han amado vuelven. Inmiscuida en los objetos inmóviles que aguardan de la noche las sombras virginales, dispares formas la gobiernan, y el espacio, y la severidad del movimiento. Hacia dónde. Jamás. Ni estas palabras que únicamente amo por antiguas, que únicamente siento por lejanas, alzarán en su seno fuerza viva. Mi historia y yo difuntos en las cosas mundanas que ahogará la oscuridad, que lograrán al cabo el peso de la tierra.

Sin que muchos

Tan solo porque os he perdido hallo lealtad en la conciencia. Sin embargo, no es digna ya esta mano. Lo vago de los aires tiente la caricia.

Agua de mar para la quieta orilla y el duro roquedal. Ola y marea. Luz que incida, celebre los relieves y concluya las formas que a los ojos perturben o complazcan. Aire que roce el verde renacido de aquellos pinos, aire que se nombre como viento en confines imposibles. Agua para limpiarte las heridas. Luz que en tu memoria me conquiste. Aire que tu cabello desordene. Todo lo que incesante se nazca y se repita sin que muchos —acaso solo tú— lo aguarden: mi retrato.


POETA

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Nacer en otro tiempo Antología de la joven poesía española

En otro tiempo

por Miguel Floriano

Se ha repetido hasta el hartazgo —quien esto escribe aún lo sigue escuchando en boca de aquellos que, en un tono engolado, pretenden revelarme algo insólito e insoslayable— que toda antología es un error. Se ha repetido incluso hasta el punto de haber dotado el aserto con la resistencia tenaz de un tópico o, lo que resulta todavía más desapacible: con la impronta de una vulgar superstición. Pero lo cierto es que en muy pocas ocasiones, a pesar de la rotundidad con la que dichos augures suelen conducir tal idea, se es verdaderamente consciente de los motivos de esa inercia que invita a su formulación. Toda antología es un error del mismo modo que lo es toda decisión: por lo que deja atrás, diríamos, evitando fiar la razón al mito. Las relaciones de exclusión e inclusión que entraña cualquier florilegio de este tipo suponen el ejercicio de una sinécdoque fuera de su espacio natural; se toma la parte por el todo con el ambicioso propósito de ofrecer al lector potencial un elenco de poetas aspirantes al canon. Sin dejar a un lado, por supuesto, y haciendo uso de una noción prodigiosamente laxa de José Ortega y Gasset, el «régimen atencional» del antólogo —en este caso antólogos—, esto es, tanto su alcance empático para con el temperamento lírico de los poetas —un antólogo es, por encima de todo, un apasionado lector— como sus preferencias estéticas, que, más comúnmente de lo que se cree, no coinciden con los caprichos de su percepción o los aparentes dogmas de su gusto, de tal modo que acaban por abrirse ante él caminos de deleite a priori imposibles, fundados en propuestas presumible-

mente alejadas de estas predilecciones, vínculo simpático mediante. No olvidemos que la comunicación literaria comporta también un hondo esfuerzo de la conciencia humana. Conviene matizar, no obstante, que lo que hemos preparado el poeta Antonio Rivero Machina y yo1 no es una antología al uso. Si tenemos en cuenta el número de autores que figuran en el volumen, que asciende a veintiocho, una cifra elevada si lo comparamos con la cantidad paradigmática, que no suele exceder los quince, no resultaría menos preciso nominarlo como muestrario. Muestrario en un sentido estricto: una obra que presenta una amplia nómina de nombres propios y que, primordialmente, alberga el objetivo de adelantar trabajo a los futuros estudiosos de la literatura. No todos los poetas serán tratados ni por el tiempo ni por los efervescentes eruditos con la misma misericordia. Decir que el proyecto fue madurando durante enero y abril de este mismo año. Antonio y yo contactamos a raíz de la publicación de nuestros libros en La isla de Siltolá. Intercambiamos varios correos electrónicos en los que, sobre todo, hablábamos, incidíamos en la forma de encarar el poema, además de ofrecernos impresiones sobre sendos libros, hasta que el tema se desvió hacia cuáles eran

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los autores contemporáneos que más nos deslumbraban, surgiendo así, poco después, la idea concreta de reunir en un volumen a las voces más prometedoras del panorama. El paso iniciático, entonces, fue proponer veinte nombres cada uno, e ir reduciendo progresivamente el número hasta veinticinco, arguyendo razones convincentes y de peso. Una vez hubimos fijado los veinte nombres, nos pareció que habían quedado fuera algunos de relevancia palmaria, voces con mucha personalidad, con mucha fuerza, y decidimos ampliar la cifra a veintiocho.2 1

Nacer en otro tiempo. Antología de la joven poesía española, ed. de Miguel Floriano y Antonio Rivero Machina, Sevilla, Renacimiento, 2016

2

Los poetas incluidos son, por orden cronológico, los que siguen: Sergio C. Fanjul, Javier Vela, Andrés Catalán, María Alcantarilla, Ben Clark, Pablo Fidalgo, Constantino Molina, Luis Llorente, Javier Vicedo, Víctor Peña Dacosta, Aitor Francos, Juan Bello, Martha Asunción Alonso, Laura Casielles, Unai Velasco, Francisco José Najarro, Berta García Faet, María Eugenia Motilla, Rodrigo Olay, Diego Álvarez Miguel, Ruth Llana, Emily Roberts, Paula Bozalongo, Gonzalo Gragera, Gema Palacios, Xaime Martínez, María Elena Higueruelo y Óscar Díaz.

Guillermo Simón › Topografías de la fragilidad XII, 2016, óleo sobre papel, 32 µ 31 cm


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elcuaderno NACER EN OTRO TIEMPO

Como el poeta Guillermo Carnero, también yo soy de los que cree firmemente que la poesía es ante todo una cuestión de estilo, supuesto o noción que vendría a definirse, desde una perspectiva relevantista,3 como la relación entre los recursos desplegados por el poeta y el contexto sociohistórico en el que se inscriben; tal vigorosa convicción conduce a resolver que, ante todo, un estilo efectivo puede otorgar validez a cualquier tema que la escritura aborde. Así las cosas, el lector se podrá encontrar en esta floresta voces tan llamativas y solventes como la de Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980), que propone una poética del no a través del humor y la ironía. «El día se convierte en bombardeo / y cuesta pensar más de dos segundos / en la misma simple cosa», leemos en Alicia en el país de la redes sociales. C. Fanjul lleva a término una crítica velada a las costumbres de nuestro tiempo, que se volverían perniciosas sin una apelación a la mesura y que al mismo tiempo que son sometidas a juicio crítico son también asumidas y practicadas. La poesía de Javier Vela (Madrid, 1981) aloja la personalidad más literaria, si es que cabe emplear esta denominación con tanta ligereza. Su diálogo con las voces que le preceden, cuidado y manifiesto, se conjuga con un caudal léxico atrevido y perspicaz. «Pero no hay crecimiento sino demacración, / luz sucia, leche amarga, mierda en los orinales», leemos en Canción del cosmonauta. Una de los temperamentos poéticos con mayor vitalidad se evidencia en María Alcantarilla (Sevilla, 3

El término «relevantista» es un neologismo creado a partir de la llamada Teoría de la relevancia, propuesta por Sperber y Wilson a finales del siglo pasado. Lo que viene a decir esta teoría es que, en cualquier situación comunicativa ordinaria, toda intervención en calidad de enunciado de los interlocutores transmitirá, al tiempo que el propio mensaje codificado, la presunción de su relevancia óptima, el hecho de que es importante en el momento en que se dice. El receptor, por tanto, tendrá una serie de inferencias positivas e involuntarias en las que discriminará los datos relevantes de los menos relevantes. Lo que cree un «relevantista» es lo siguiente: mientras que en la comunicación ordinaria estos datos se alojan en el plano del contenido, en la comunicación literaria, en la que el poema no transmite la presunción de su relevancia sino de su carácter desacostumbrado, desautomatizado, se da el caso contrario: el lector, con competencias para distinguir entre forma y contenido, tenderá a inferir los estímulos relevantes de aspectos pertenecientes a la forma, principalmente porque esperará que en ese plano se ratifique el carácter desacostumbrado del que hablábamos. De forma natural, esperará confirmar que se halla ante un poema en base a su forma. En base a la modalización del contenido. Pensemos, por ejemplo, en los efectos cognitivos positivos que produciría un arcaísmo. Todo esto mantiene un estrecho vínculo con la noción de estilo, asunto que nos condujo a esta disquisición.

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VV. AA. Nacer en otro tiempo. Antología de la joven poesía española Renacimiento, 2016 236 pp., 20,00 ¤

significar más allá de los espacios y el imaginario que le preexiste, mediante un empleo inteligente del sincretismo y la disposición fragmentaria; «Quiero hablar quiero decirte que no deseo que a nada aspiro / que no temeré no temo a la avispa ictericia pero / tengo un hueso de pollo alojado en la garganta». La deleitosa insolencia de Berta García Faet (Valencia, 1987), que se doblega al ritmo frenético del pensamiento en acto; «me gustaría que se lo pasaran muy bien / bebiendo ponche-cliché y comiendo emparedados-cliché y bailando / los unos con los otros»), nos regala un verdadero vendaval de aire fresco. Diego Álvarez Miguel (Oviedo, 1990) y Xaime Martínez (Oviedo, 1993) hacen gala de un humor y una inteligencia esplendentes, también irisadas por ese tímido nihilismo hacia el acto de fe que supone todo ejercicio poético, ese nihilismo que tanto parece complacer a la crítica; «Sa-

Lo que hemos preparado el poeta Antonio Rivero Machina y yo1 no es una antología al uso. Si tenemos en cuenta el número de autores que figuran en el volumen, que asciende a veintiocho, una cifra elevada si lo comparamos con la cantidad paradigmática, que no suele exceder los quince, no resultaría menos preciso nominarlo como muestrario. Muestrario en un sentido estricto: una obra que presenta una amplia nómina de nombres propios y que, primordialmente, alberga el objetivo de adelantar trabajo a los futuros estudiosos de la literatura 1983), que es capaz de convertir en materia perdurable una voz liderada por la energía del instinto, por una poderosa inteligencia física. María Alcantarilla, al igual que hicieran Juan Ramón Jiménez o José Ángel Valente, no escribe poemas, levanta hogares; «Reconozco a menudo al hombre que me habita / y le saludo como a un nuevo convidado a mi presente», leemos en Primera persona del plural. El antropocentrismo y el aliento hímnico de Luis Llorente (Segovia, 1984) nos devuelven la fe en la palabra poética; «Recuerda que el alba, hacia ti, / solo es rumor». Una innegable sapiencia teñida de cierto escepticismo hacia el hecho poético impide a Contantino Molina (Albacete, 1985) mirar hacia atrás para contemplar de una vez a su Eurídice, permitiéndole así disfrutar de su perenne compañía; «Si alguna vez callásemos / como callan los árboles, las nubes y las piedras, / podrían escucharse / los árboles, las nubes y las piedras». Aitor Francos (Bilbao, 1986) nos ofrece una poesía excelsa, intelectualizada, pespunteada con el juicio y la armonía de un exquisito lector; «La forma no puede volver al gesto, / si se apoya en lo que cae». Unai Velasco (Barcelona, 1986) trata de ir más adentro, de explotar las posibilidades connotativas del lenguaje, de someterlo a su voluntad de

qué de la mochila doscientos libros, poemas nuevos, pantagruélicos, inflamables, / precioso satín, precioso aroma, llegados aquella misma mañana desde los lejanos / Estados Unidos de América», escribe Diego. «No sabré distinguir la vida de / la sutil construcción de la memoria», escribe Xaime. Cierra el volumen Óscar Díaz (Langreo, 1997), el más joven de los poetas, con una forma de enfrentar el poema que se acerca a una de las concepciones que Robert Graves dio de la poesía, definiéndola como un suceso engendrador de pensamiento. En Óscar Díaz escribir es conocer, constituye una ceremonia que se consuma en una acción total de conocimiento, en un nuevo proceder epistemológico; «Razón, suerte de las cosas: extiende / charlas, miradas, ábreme / la pechera, y adonde desciende y colma / y que vibre la vida porque es mi alma». Se le ofrecerá a los lectores, a continuación, una muestra del quehacer de todos los autores. Un poema de cada uno de ellos. Poemas que han sido recogidos en nuestra antología, naturalmente. Solo les pido, aunque acaso no haga ninguna falta, que disfruten de estos poetas verdaderos, hechos de inteligencia, ambición, sensibilidad y compañía.


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ANTOLOGÍA DE LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA

Sergio C. Fanjul

Javier Vela

Alicia en el país de las redes sociales

Orácula en pijama

por el Este amanece en el smartphone y ella abre un ojo para clavarlo en la pantalla.

Amara lee mi horóscopo en voz alta.

(Oviedo, 1980)

afuera hace sol y un mirlo blanco viene a posarse en la rama de la acacia, pero no importa: nada supera al tuit —salvo el retuit— y ella es absorbida, como Alicia, al País de las Redes Sociales. el día se convierte en bombardeo y cuesta pensar más de dos segundos en la misma simple cosa. mientras ella asiste a los prodigios digitales, fuera cae Roma, arde Troya, Cartago es destruída y las Torres Gemelas implosionan. Alicia hace click, y click, y click, y doble click, siguiendo al Conejo Blanco, al Sombrerero Loco, porque da mucho miedo enfrentarse al silencio que albergamos. mejor decir ‘me gusta’ e iniciar la larga huida hacia delante —haciendo scroll. (manifiesto: la vida es aquello que ocurre mientras la web se carga los seres queridos son avatares pixelados los estados de ánimo eufóricas flamencas y la muerte se parece a un pantallazo azul; la carne, el hueso y la sangre nos dan asco porque preferimos parecernos a un androide que a un cocido madrileño) ajeno a todo esto, el sol, que es analógico, se derrumba y anochece, y Alicia se despide cariñosa de su smartphone. Antes de apagar la lucecita piensa que ya solo quedan ocho horas: con un poco de suerte, suspira, soñará con un estado de Facebook que cambiará el mundo. Pero en su sueño reina la Reina Roja, que grita: ¡atrapadla!

elcuaderno 111

(Madrid, 1981)

Hace pasar las páginas de una revista llena de nostalgias con una decisión que se me escapa. Ecos de Babilonia suenan lejanamente en la almohada. Ella, mi bien, tendida boca abajo con las dos piernas semiflexionadas, mostrándome las plantas de sus pies —vivos, desnudos, frescos como peces—, calcula con los ojos entornados la edad de las palabras antes de resolver su crucigrama. Tendidas boca abajo, las palabras. Ella, mi bien, menuda, luminosa —labios serenamente abarquillados bajo nariz de suave hipotenusa—, que fuma Cutters Choice y baila tango dos veces por semana; y yo, ruin, mayor de años y lenguas, viejo retrospectivo, que no cumplí siquiera servicio militar. Hay aves de silencio cantando en mis oídos. Sigue leyendo, Amara, y no te vistas: solo en tu voz existe mi destino. (De Hotel Origen)


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elcuaderno NACER EN OTRO TIEMPO

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Andrés Catalán

Ben Clark

Anécdota de la taza (A la manera de W. S.)

Campus

(Salamanca, 1983)

En la mesa la puse, un fuselaje de cerámica y bordes. Piel de nada. El agua circular ya no, ya no la espera a que se enfríe un poco, a que la boca la toque sin sufrir, a que el sabor despierte en la pupila claridad o señuelo. No la rodea más que la madera de la mesa. Nada le dice al cuarto pero de alguna forma —a pesar de lo rojo tan escueto, del sencillo motivo que la adorna— algo de lo que calla me parece escritura del azar de los dioses que nunca escriben nada. (De Ahora solo bebo té)

María Alcantarilla (Sevilla, 1983)

Primera persona del plural Reconozco a menudo al hombre que me habita y le saludo como a un nuevo convidado a mi presente. Es, a la hora en que aparece y me interpela, una especie de hijo perdido en una edad indescifrable, sujeto a unas costumbres infantiles y a un gesto que parece haber vivido más años de la cuenta. A veces se sienta en mi sofá y toma un libro entre las manos con la astuta confianza de quien conoce el polvo y las esquinas. Otras, sin embargo, solo observa a mis gatos como un dueño y les habla como yo y los reclama. Hay días en que llega y, de repente, no sé cómo sentarme ni comer, ni ser quien dije. Y hay días en que no sé quién visita a quien y en la confusa coincidencia lo abrazo y me despido y salgo entonces como otro visitante hacia otra casa.

(Eivissa, 1984)

Algo funciona bien en este campus. Es la hierba. No son los cuerpos tersos, tan perdidos en la mañana obtusa del deseo. No son estas palabras; no es el agua de esta fuente maltrecha y ponzoñosa. Es la hierba. Crece sin esperanza y crece verde, constante, compasiva. Y hay veces que se eleva y viaja entre carpetas y entre apuntes estériles de asignaturas muertas. Es la hierba. Dolorosa y paciente. Su embajada y su lecho. La hierba verde y triste. Oda a la juventud recién cortada. (De La mezcla confusa)

Luis Llorente (Segovia, 1984)

Cierra los ojos y escucha el temblor de los colmillos en la espuma. Donde nace el laberinto, lo que aún puede oírse entre los restos de la noche. Recuerda que el alba, hacia ti, sólo es rumor. Designio blanco en el follaje, doblada luz. Mira cómo ya la huella es otro tiempo, vencida suerte para nadie. Y la entrega. Carne sola. Ese giro de animales es diatriba, condición de abismo. Ese oscuro golpe que no puede ser temblor. Y alimentas la materia con el alma en la mirada, fuego libre, turbia luz, hoguera del canto. Niño cerca, líquidos abismos. Palabra de celebración. (De El vuelo y la mirada)


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ANTOLOGÍA DE LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA

Pablo Fidalgo Lareo

Constantino Molina

Has visto los cuerpos más difíciles y no hay en ellos un solo instante que se parezca a otro. ¿Durante cuánto tiempo serás aceptado en el mundo? ¿Cuándo se darán cuenta de todas las cosas que tienes que hacer y que no pueden esperar? Te atreviste a tener una vida que fuese justo lo contrario de lo que tu enfermedad necesitaba.

Canción del mundo

(Vigo, 1984)

Tu cuerpo fue el único que me exigió, que me enfrentó con lo que había más allá de este instante. Todo lo que toco lo convierto en dolor y seguimos juntos para vigilarnos. Amamos nuestros cuerpos heridos y los cuidamos como si hubiésemos salido uno del otro. Nuestros cuerpos soportan la fragilidad que la mente no puede soportar. (De La educación física)

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(Albacete, 1985)

Si alguna vez callásemos como callan los árboles, las nubes y las piedras, podrían escucharse los árboles, las nubes y las piedras. También en estas cosas se escucha una canción. Y desde su silencio nos invitan a creer en la voz que sin verbo habla. Así, mientras alguien fabula estrategias que calmen su incertidumbre, un lúgano le canta a la mañana y el cielo le regala los colores del bosque. Mientras alguien disfraza con plegarias su miedo, un milano dibuja su vuelo entre las nubes y esparce libertad. Y mientas alguien busca con palabras la respuesta que salve su alegría, la primavera llega, tan callada, y expande los secretos de la dicha. El mundo nos entona su canción. Una canción en blanco, sin dictado ni acorde, sin ciencia ni conciencia, que de la nada viene y en todo se refleja. Basta callar, dejar cantar al mundo, y oír su voz fugaz para entenderlo. (De Las ramas del azar)

Javier Vicedo Alós (Castellón, 1985)

Canción sin motivo Ahogaremos la voz en blancos días y no habremos dicho nada. Nuestra fuerza no es tal, el hombre es otro. Sólo hay agitación de pulmones y manos que nada cambian, que nada construyen -Pero persiste un ánimo, una pequeña euforia en el techo del aire-. Hay pájaros que cantan y se prenden en música por el puro placer de escucharse; igual nosotros, libres de lo eterno, diciendo y brillando sólo para nosotros. (De Fidelidad de una sombra)


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Víctor Peña Dacosta

Juan Bello

Antirretrato

Pie de foto: muelle, agosto 2014

(Single)

Un marinero cose el océano en una red de pesca. Entre sus manos, roja como la sangre, la red parece un tigre manso.

(Plasencia, 1985)

No soy nada: apenas lo que aparento y, a veces, ni tan siquiera eso: pura fachada sin sustancia de esporádico escritor sin talento que levanta sus días con gomina, se calza la cara de ir al trabajo, bebe un poco y toma alguna pastilla para paliar pequeños dolores cotidianos. Soy lo que soy: apenas algo, una mancha que se oculta a las sombras, un borracho que lee de vez en cuando. Un tonto más entre tantos que siguen con emoción la Liga y frialdad el telediario.

(Santiago de Compostela, 1986)

Tarde desocupada, nuestras miradas se divierten con los barcos que vienen y van, péndulos que rascan la espalda del agua. Sacas tu cámara y haces algunas fotografías, recortas el mundo a tu antojo. Sobre el muelle el sol aparece y desaparece. Llegan palabras de lugares lejanos. Los idiomas son frutas exóticas que se deshacen en la boca, nosotros contando el mar como si fuera una escalera.

Otro hombre de mediana edad temprana que hace tiempo emprendió la cuesta abajo.

Y el cielo sigue ocurriendo: a veces manchas azules, a veces manchas grises, a veces manchas doradas.

No soy casi: insisto, existo si acaso.

(De Nada extraordinario)

Ya ni Facebook se altera con mis golpes de estado.

Aitor Francos

Martha Asunción Alonso (Madrid, 1986)

(Bilbao, 1986)

Corazón de naranja

Herencia

Al pastor alemán que tú recuerdas, trotando por tu infancia, lo atropelló un tractor cuando creciste.

Hemos calculado el peso, el agua que se llena de huellas y que es ilegible en su transparencia, consciente de la escasa compañía que nos hace. Llega al fondo y palpa no sé qué espejo viscoso, última forma de entrega. Es éste el regreso a un idioma para nudos de lluvia. La forma no puede volver al gesto, si se apoya en lo que cae. (De Las dimensiones del teatro)

Se nos cayeron luego los vencejos, como guantes raídos, de las tardes azules, tardes de manos llenas, cielo bajo. Miro cómo mi abuela, los ojos muy abiertos, fervorosa, está exprimiendo un zumo en la cocina; miro temblar sus manos, debajo de esas manos miro girar el sol, aroma antiguo, sangre pura del tiempo más redondo, corazón de naranja que aún nos ciega. No queremos morirnos, no queremos… La miro y habla sola en la cocina, mientras exprime un zumo como quien reza un salmo, apura la inocencia y el candor, bebe memoria. Miro temblar sus manos. Y el almendruco estéril, la tapia, blanco sucio para trepar de sed, amarga adolescencia, fruta viva. Son cosas que brillaron antes de que te fueras.


ANTOLOGÍA DE LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA

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elcuaderno 115

Laura Casielles

Francisco José Najarro

Un gesto simple

Vacaciones

Lo aprendimos cuando nos perseguían:

Tengo la cara blanca y me preguntas si amo algún lugar. Te extraña mi pensar en cementerios, tú hablabas de museos, del clima y del idioma. Digo piedra tallada, mucha lluvia y citas en latín.

(Pola de Siero, 1986)

(Zafra, 1987)

de la mano correr no parece una huida. (De Las señales que hacemos en los mapas)

Unai Velasco (Barcelona, 1986)

La tira elástica del bañador deja pequeñas marcas en la cintura

Amo la tumba muerta de mi abuela, las ruinas vegetales de mi infancia, la vida aburguesada en los difuntos, como aman los turistas, en sus fotografías, las ciudades, con la certeza de que no hay seísmo capaz contra la calma que no existe. (De El extraño que come en tu vajilla)

The slow breeze in the pines Robert Hass

Para salvar una vida humana hay que tener la taquilla limpia y el corazón templado Michael Newman tenía un brazo ligeramente más largo que el otro toda clase de información sobre las aves de Santa Monica L. A. y cierta inclinación progresiva hacia la tristeza pesaba la playa por las tardes gaviotas volaban al ras y se desconcentraba triste si estaría triste Pam bajo las palmas su primer ahogado le costó cuarenta quilómetros a medio gas entre los pinos y un reguero de pinocha estremecida en la segunda pensó en Paul ojos azules sin saber que escribirían de su brazada en el Tampa Tribune con los años también con los años se adjudicó un método para el miedo a mediodía cuando el hambre administraba mal los riesgos Newman medía su caseta de vigilancia de un modo digamos místico y el miedo y el calor quedaban sometidos a una figura rectangular casi casi transparente como una cometa desarbolada por el sol o una toma subacuática y aun pensaba en lo extraño de titular el serial más al sur en México Guardianes de la bahía pero la extrañeza duraba poco y las aves volaban más bajo era la hora de ir a cambiarse prácticamente

María Eugenia Motilla (Madrid, 1988) Fe de ratas Será mañana el mismo mar de pólvora con balcones de espuma donde habitan espasmo duda síncope tropiezo y locura cardinal y ¡qué lejos estoy! de tu música ausente, ¿quién mide la tristeza en libras de agua y sal? , ¿qué alma resiste sino es fuera de sí? Es el dolor la virtud que siembra el sol del ímpetu y al tiempo desangra en su vitrina la belleza. Solíamos. Solíamos vestir sueños ridículos tan absurdos, tan nuestros, tan de nadie que pude oír el pulso de la noche cuando apaga sus últimas linternas en aquel panadero que despierto amasa a la parienta en el umbral moldea al hijo aún dormido, sala a la iguana y en su oficio de manos blancas trenza y esculpe manantiales de gula, miga al peso, que apenas en el aire permanecen aun siendo santo y seña en el deseo. Ya no quieres bailar conmigo. Intuyo. Salgo a ofrecer comida a cuatro grillos y a otras alimañas vertedéricas que no alcanzan a existir del todo, pero cantan al abismo rotundo afincado en martes ocho. Súbitamente enfermo y pienso que morir es sencillo. Quizás agonizar entre guarismos pares, un matrimonio o dos cerezas unidas por la delgadez propia de sus brazos. No importa demasiado. Avanzo lentamente hacia mí que eres tú y la negra calle de aplausos nos recibe, intactos, soberbios en su luz.


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elcuaderno NACER EN OTRO TIEMPO

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Berta García Faet

Rodrigo Olay

Ábaco & Indígena & César Vallejo

Pavía

ay del ábaco, ay del cuadragésimo clérigo pálido y celíaco ay del vértice, ay del último tubérculo hambriento o psicológico

Os juro que lo he visto. Hace un instante. Arrastrando mis pensamientos y con ello todo. Un niño, era un niño en los brazos de su madre, sobre el puente que salta, en las afueras de Pavía, el andén lento a Milán y sus trenes oscuros y los vidrios y ortigas y el pasamanos rojo por el óxido y las baldosas rotas. Solo un niño y su madre. Me he quedado mirándolos. Y he perdido de vista los tres meses a solas, el verano que escapa apagando la sangre, salpicándome viento desde las piernas de las estudiantes que corren hacia el frío en bicicleta. Allí estaban. Los he visto. Abrazados. Los dos mirando atardecer. Los dos. Sus ropas eran viejas, pero a ella todavía le había dejado de importar, y además de ser joven, volvía a parecerlo. Todo lo merecía ese momento. Cómo el niño empujaba con su dedo el sol hacia ya dónde y miraba a su madre y luego al sol y las ascuas del día se apagaban solo del otro lado. Os juro que lo he visto, aunque la noche lo niegue para siempre desde ahora. Dime qué es la belleza. Di. Decidme.

(Valencia, 1988)

qué haréis vosotros con el antílope triste, con la píldora onírica de las fiestas pletóricas qué haréis vosotros con mi amor tan fanático, vándalo unánime de la estadística tétrica yo quisiera viajar en un relámpago agrio románico y bífido como una herida a lomos de un lobo o un pelícano ciego sincero o demócrata o castillo lejano hacia el júbilo puro de la histeria mesiánica hacia el íntimo glúteo de la fístula bélica a la derecha del padre de césar vallejo oh fúnebre, oh cómplice, oh espasmódico tigre pero ay del indígena, ay del herbívoro y cómico esqueleto económico ay del pírrico y febrífugo beso de la muerte marítima o minúscula qué haréis vosotros con mi cónyuge líquido y su pestaña azul y su córnea geodésica, qué haréis vosotros con el pájaro sánscrito y con los niños felinos o sordo-cojos yo quisiera comer ubérrimos músculos de gárgola o uva o diáspora cabalgando un isósceles humilde y mozárabe y un sulfúrico haz de explosiones en la selva excéntrica de la cópula mística, en la guerra utópica contra la náusea inalámbrica y limpiar el dulce vómito de césar vallejo, oh pirámide, oh página, oh metalingüístico miércoles

(Noreña, 1989)


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Diego Álvarez Miguel (Oviedo, 1990)

ANTOLOGÍA DE LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA

elcuaderno 117

Ruth Llana (Asturias, 1990)

Las manos de Tabubué

Tela

Querida Tabubué, creo tanto en ti como creo en los dioses, por eso no le temo a la miseria ni le temo al ardor de tus mentiras. Amiga, ya conozco tus labios, sé que son peores que la muerte y en cambio más dulces que el vino, y sé que de tus ojos no extraeré más tesoro que el tesoro que me quitas.

Su tiempo como su vestido estaban sujetos a hebra costura hilo y miserable, bestialidad que arranca y da forma en egoísta, balance y número, dejados por otros repetidos y extenuados hasta el agotamiento, hasta la inutilidad, hebra manchada «galopas» y es infierno quebradero separación hilo deforme que no sostiene la tensión de ropaje. Porque en su vestidura la sostención, el agarre, su perpendicular apogeo que cae: en la sostención se acabe, su sustento, su forma, su inigualable postura. Vestido en las manos es antiguo, el aprendizaje del enhebro, por los hijos de los hijos aprendido y retenido encantamiento feroz del tiempo; ropaje sobre piel delata su mancha su pertenencia. Su peso demorado sus miles de hilillos unidos dando forma y número, dando cuerpo y balance, ocultación que gesto supervive feroz, arrugado por la fuerza, tela se une al desgaste de «lo que aquí está unido no lo separe el hombre» aunque tela informe en la rasgadura, sigue siendo para el que la cose.

Querida Tabubué, sé que eres toda mujer de este desierto y que en tu vientre se esconden las tierras que me son debidas. Hazme este favor, Tabubué, y no olvides que la magia de los labios responde mal a la física y que no hay forma alguna de darle temple al cobre para que haga las veces de tu pecho. Tabubué, hermana, quédate mi oro o acércate a la barra y pide otro gin-tonic. Pero deja, por Seth, que esta noche me divierta contigo. (De Lugares últimos)

(De Estructuras, ejemplar único, 2015)

Emily Roberts (Ávila, 1991)

La espera Los perros huelen la tristeza pero no se la comen a diferencia de cuando huelen el miedo y muerden quizá confundan miedo y tristeza, como yo no saben a cuál hay que atacar.


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elcuaderno NACER EN OTRO TIEMPO

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Paula Bozalongo

Gonzalo Gragera

Los transparentes

Leve retrato de una plaza

Los transparentes nunca dicen la verdad porque ya creen llevarla escrita en la mirada.

Una fuente en la plaza con su música y su canto. La cal. El parterre. La acacia. Los veladores. Los geranios. El camino pedregoso inundado de guijarros. Y el olor a tópico y leyenda en la flor, aún imberbe, del naranjo.

(Granada, 1991)

Los transparentes sólo se defienden porque saben que por su piel respira la bondad que el mundo necesita. La lealtad forjó sus días así que nunca toman partido y flotan como el polvo con la luz del oeste y, tenues, en las tardes, esperan a que lleguen los vencidos para ofrecerles casa, los vencedores, y les regalan aire. Son ellos los que saben elegir a quien pueda todavía procurarlos y en la tranquilidad de los anónimos respiran afilando los cuchillos que otro empuñará. El colmo de los nítidos, el agujero espía de los muros, la libertad fingida de quien se cree observado. Comparten todo lo que ya no querían y si no es suficiente para ti vendrán a recordarte que sus ventanas abiertas no tienen secretos aunque detrás de ellas has dejado los tuyos. Pero en la oscuridad, los transparentes se han perdido. Es sencillo engañar a quien no tiene conciencia de sí mismo (y nunca le responden los espejos). Ahora creen sostener en sus manos de arena la verdad que no quiero contarles.

(Sevilla, 1991)

Gema Palacios (Zaragoza, 1992)

Simetría V Y la soledad es no poder decirla. Alejandra Pizarnik

Presiento que ha de llegar el instante en que la soledad desborde mis manos tome asiento en mi hombro y me invite a cruzar el puente —ese que se cruza con los ojos cerrados— Entonces me deslizaré hacia un lugar pequeño lejos de las paredes que sepultan la vida y desoiré la palabra del hombre su voz terrible su sexo terrible y me haré cáscara de nuevo Y la soledad es no poder decirla no poder resistir dos soledades No saldré de mí sino para estar sola No diré nada que no me robe el aliento Cuando llegue el instante volveré a gritar. (De Treinta y seis mujeres)


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ANTOLOGÍA DE LA JOVEN POESÍA ESPAÑOLA

elcuaderno 119

Xaime Martínez

María Elena Higueruelo

Poema patarreal #6

El árbol

En la ciudad oscura el terror es un árbol cargado de perfume. Nuestro poeta sueña darle un beso en la frente a Jeff Tweedy en su ático grisáceo de Chicago pero en el fondo sabe que jamás irá a América.

Una persona que no soy yo vive en mi cuerpo pensando constantemente y sin descanso en una persona que no eres tú, pues yo me enamoré del árbol en un momento exacto que el tiempo ya ha barrido y ahora ese árbol no existe, igual que no existe este, porque es otro árbol más grande sentado en las mismas raíces. Bullen en mi mente pensamientos, maldigo a Heráclito y su río, y no veo forma de escapar de un lugar que ya se ha ido. Cuando caiga el árbol, quizá encuentre por fin la salida y pueda señalar entonces el anillo preciso y certero en el que en los años venideros me quedaría yo atrapada.

(Oviedo, 1993)

Nuestro poeta, rubio y poco higiénico como un nazi que cruza eternamente un puente helado, está llorando mientras se masturba y piensa en esa chica que perdió por no ajustarse al canon (es mentira) o porque no será capaz de huir de España o porque no va a conocer las praderas suburbiales de Wisconsin. Nuestro poeta ama con insistencia —el Yzaguirre, Borges, un par de sidrerías— y pierde con delicadeza el control de sus esfínteres y no deja de hablar de espectrales palmeras en Los Ángeles y decide escribir un libro de sonetos. Nuestro poeta: es fácil encontrarlo en ciertas librerías de viejo pero no lo busquéis en EE. UU. ni en Madrid ni en la ducha ni en París ni siquiera en Malasaña y desde luego no en un libro de texto ni en el canon, ni colgando de la viga más grande del desván (porque no tiene). Nuestro poeta rubio escribe un verso que plagia a otro poeta en una Moleskine casi nueva, no es de mala familia, cierra los ojos, cuenta un chiste verde, atardecer de hierro de provincias, da unas cuantas palmadas amistosas y sinceras en el hombro de alguien, se va a casa a buscar vuelos a América. (En la libreta sueña con llanuras y la insólita presencia de otro río). (De Cuerpos perdidos en las morgues)

(Jaén, 1994)

(De El agua y la sed)

Óscar Díaz

(Langreo, Asturias, 1997)

¡Tiren, tiren, que está emparedada! Y que vibre la vida, que nos guarde aquí, junto al renuevo siempre festivo, con grandes copleros que atraen con su chilla: venid. Y qué veo, qué falda hermosa mientras se rifa el estambre, quién diera puchero, chapaleo de niños al villorrio. Pero confiad en el pueblo, en las casas que se agolpan en la varga, no han sido correderos, valientes, mas han pasado el revoltijo, el saldo refranero, ayudando a la mudanza, no como caseros, sí como la paridera. Por eso vive flotante, en poda cerval del montepío. Razón, suerte de las cosas: extiende charlas, miradas, ábreme la pechera, y adonde desciende y colma y que vibre la vida porque es mi alma.


Pedro Fano

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elcuaderno

Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016


Número 79 / Tercera época, nº 3. Cuarto trimestre 2016

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Número 79 / Tercera época, nº 4. Cuarto trimestre 2016


Número 79 / Tercera época, nº 3. Cuarto trimestre 2016

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elcuaderno CÓMIC

Pedro Fano

Intentando tocar las teclas adecuadas Hace años me preguntaron, para el pie de foto de una entrevista, si quería que apareciera artista o pintor. Respondí que no sabía a qué se dedicaba un artista, desconocía el verbo asociado a ese sustantivo. Pintor fue la respuesta. Casi veinte años después, aquella respuesta sigue pareciéndome vital. La confirmo pues, soy pintor. Pero un pintor con la necesidad de contar historias. Un pintor que a veces ilustra palabras, propias o ajenas. Y para ello se aleja o se acerca al mundo de la pintura según le convenga, pero jamás lo abandona. El gabinete de curiosidades científicas del doctor J.V. Heidenberg surge de esta exigencia personal como narrador. El relato fue tejiéndose en mi cabeza durante algunos meses hasta que todas las partes se revelaron y encajaron. No podía contarse en un cuadro; tampoco con la forma de cuento, la palabra sin imágenes se me antojaba escasa. Resulta que la narración gráfica solucionaba limpiamente la ecuación y por qué engañarles, era en buena parte lo que me apetecía hacer. Respecto a la historia en si misma, poco puedo contar sin revelar demasiado al futuro lector. Mezcla ciencia, magia y mito; fabula la historia real; tiene alguna anécdota personal (palabras que mi bisabuelo dedicó a un médico de dudosa reputación); contiene guiños para los más aventajados lectores de cómics... Estas cuatro páginas encierran mucho trabajo en su interior: la labor de documentación realizada, todos los bocetos erróneos y válidos que se acumularon, las pruebas de dibujo que hice hasta que di con el trazo que buscaba, esfuerzos equivalentes para lograr la paleta de colores… no es más que la consecuencia de saber que si vas a bailar en un salón que no es el tuyo, has de hacerlo bien y entrenar duro. Como le decía Paul Benjamin a Auggie Wren: «para inventar una buena historia hay que saber tocar las teclas adecuadas». Y yo, a fin de cuentas, sólo soy un pintor al que le gusta contar historias. El gabinete de curiosidades científicas del doctor J.V. Heidenberg fue galardonado con el XIV Premio Nacional de Cómic Valencia Crea.

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Miguel Barrero Playas de arena fina [una carta de amor] Cuentan que, en los últimos meses de su vida, Michi Panero se refería con frecuencia a un poema de Félix Grande. Se trataba, en concreto, del que empieza con estos versos: Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantado su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta.

Era un digno corolario. En esas fechas alguien le grabó paseando por Astorga, probablemente en el que fue su último invierno. Era consciente de que le estaban inmortalizando y trataba de fingir la apostura que ya no tenía, de recuperar los aires de galán que el tiempo y los vicios le habían ido arrebatando sin prisa, pero sin ofrecer tampoco la menor posibilidad de tregua. Él mismo ironiza al principio del vídeo. Mira a cámara, sonríe con socarronería y dice: «Vamos a dar un voltio con el chisme este, que se vea como el final de Robert Redford». Comienza luego a caminar por unas calles que yo conozco bien porque también las recorrí hace unos cuantos años, cuando quise seguir sus huellas inexactas y no sabía que alguien le había filmado mientras las dejaba impresas en el suelo de su infancia. Le veo en la pantalla del ordenador y es tal y como me lo había imaginado: la silueta encorvada, la voz que se desliza entrelazando las palabras, el abrigo largo envolviendo su figura de diletante vencido por las adversidades de la lógica. La grabación comienza en el paseo que discurre junto al lienzo de la muralla que da a la plaza de San Julián, casi a espaldas del ayuntamiento. Distingo enseguida el pequeño puente que salva la bajada del Postigo, y también la entrada a los jardines de la Sinagoga. Se toma el experimento como un juego, pero también como un modo de constatar la derrota con la que se saldará inevitablemente su regreso. Se encuentra en su camino con un hombre mayor, tocado con boina y depositario de esa sobriedad mayestática que caracteriza a los pobladores más veteranos de los páramos leoneses. «Perdone», le dice, «estamos haciendo una encuesta: ¿conocía usted al poeta Leopoldo Panero?». El hombre, algo azorado, con la vergüenza de quien siente desnudada su ignorancia, responde que no, que no le conoció, aunque le suena el nombre por la casa que están derribando en el otro extremo del pueblo. Luego son dos mujeres, también de edad avanzada, las obligadas

a enfrentarse a la pregunta. Tampoco ellas llegaron a tratar al poeta ilustre, aunque sí reconocen que han visto alguna foto suya, ni recuerdan los parlamentos que echaba por la radio con motivo de las fiestas ni asistieron nunca a los discursos que solía pronunciar en determinadas celebraciones solemnes. Michi Panero sigue caminando cada vez más cabizbajo, como si a medida que comprueba los efectos de la devastadora sombra del olvido se agravaran los achaques de su espalda, y se asoma a una barandilla que cuelga sobre las casuchas que pueblan la vertiente suroccidental de la vieja capital venida a menos. Dice: «Tantos follones, tanta historia por un hombre que es como el hombre que nunca existió: nadie se acuerda de él». A continuación, en tono más jocoso, añade: «Desde aquí me voy a tirar diciendo: Papá, ¿dónde estás?». Yo le escucho y recuerdo a Juan Preciado en su excursión alucinada por Comala, aquélla que emprendió para acudir en busca de su progenitor antes de saber que éste ya había muerto. Antes de descubrir que, de algún modo, la muerte es el estado natural y la vida el accidente. Pero el vídeo sigue. Michi Panero entra en los jardines y se detiene ante un muro recubierto con láminas de hierro. Bromea: «Parece un patio de la quinta galería de Carabanchel». Mira a cámara, pregunta si le pueden dejar algo con lo que escribir y tras un breve fundido aparece llevando en su mano derecha una tiza con la que pergeña unas pocas frases sobre la superficie oxidada. Una vez satisfecho el impulso, se encamina hacia unas ruinas romanas. El cielo va apagando sus tonalidades. La tarde ha avanzado y ya amenaza la noche cuando Michi Panero enfila la estrecha calle que nace a las puertas de la catedral y concluye en el epicentro sentimental de sus frustraciones. «Ya no quedan calles como ésta», dice mientras sus pasos renqueantes avanzan por el centro de la calzada, «es que incluso parece que el sonido de los grajos se lo ha puesto Spielberg», y es verdad que en el aire retumban unos graznidos que acaso él escuchó con la congoja de quien se siente partícipe de algún tipo de premonición. El vídeo concluye cuando Michi Panero llega al final de la calle y se acerca despacio ante una verja con los ojos empañados de nostalgia y de derrota. «Ahora, esto es…», murmura mientras la cámara se aleja unos pocos metros para tomarle un plano frontal con las torres catedralicias recortándose a lo lejos sobre el cielo de la noche como dos


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faros espectrales. Dos vigías de la rendición. Dos centinelas del desastre. Hay otro vídeo, éste más luminoso, que se presenta como continuación del anterior y que tal vez se grabase al día siguiente o tal vez no. Quizás mediaron varias jornadas entre uno y otro, aunque en cuanto aparece en escena se ve que su aspecto no ha variado en lo sustancial, que mantiene su falsa apostura y su sentido del humor y que por tanto aún no se habían cebado con él las enfermedades que le terminarían postrando en su agonía solitaria y dolorosa, confinado en la cama desde la que veía el cielo gris de los inviernos de Astorga cernirse sobre su cabeza. En esta segunda grabación se le ve relajado en la terraza de una cafetería. Hace alguna broma sobre la ciudad que intenta reconquistar —«Por no haber, no hay ni tías buenas»— y regresa a la calle en la que concluía la filmación anterior. Ahora las imágenes aparecen clarificadas por la luz diurna y sabemos que la verja junto a la que se había detenido en el recorrido anterior cierra la finca de un edificio que se encuentra en obras. Permanece de pie en la acera de enfrente, apoyado contra la tapia del convento del Sancti Spiritus, y observa la casa como si esperara hallar en su fachada achacosa la solución a una incógnita irresoluble. Hay a su lado un anciano que le ha reconocido y con el que entabla conversación. —Su padre trajo a mi madre a esta casa — dice el viejo. —No sé cómo nos la han dejado destruir de esta forma. —Calle la boca, hombre. Aquí estuvo sirviendo mi madre también, con doña Máxima, con don Quirino y con don Moisés. Y el día que estaba su tío que se había matado allí en la Virgen del Camino, vinieron a detener a su abuelo, a Moisés. —Ya, ya lo sé, ya lo sé. El viejo sale del plano y la cámara busca el perfil de Michi Panero, que sigue absorto en la contemplación de la vieja casa en ruinas. Unos pasos a su izquierda, también sobre la acera, un hombre bastante más joven le mira de reojo. Lleva unas carpetas bajo el brazo y le arde en la garganta una pregunta que no tarda en formular: —¿Tiene usted algo que ver con esta casa? Michi Panero le devuelve la mirada y sonríe con la sonrisa que acostumbraba a exhibir cuando en su ánimo se daban cita al mismo tiempo la pesadumbre y la ironía. Va hacia él y le responde: —Soy el hijo de Leopoldo Panero. Por eso me da tanta tristeza. *** Cuenta una vieja crónica local que tras el estreno de El desencanto, allá por 1976, una silla apareció colocada boca abajo junto a la escultura erigida en honor de Leopoldo Panero, hijo ilustre de la ciudad de Astorga y

diana de los dialécticos dardos de sus herederos, viuda e hijos, en aquel raro largometraje que importaba a nuestro séptimo arte los preceptos del cinema-verité. Por aquel entonces la estatua se levantaba en pleno corazón de la ciudad, a medio camino entre la catedral y el palacio de Gaudí, y cualquiera que por allí pasase podía reparar en su pétrea parsimonia. Eran otros tiempos. También otro país. El día que se inauguró el monumento, en 1974, los astorganos abarrotaron la plaza de Eduardo de Castro para asistir al último homenaje a su mayor poeta y, de paso, contemplar la pintoresca estampa que componían sus deudos. Basta con pasar de largo por los planos que abren el documental de Jaime Chávarri para reparar en el contraste entre las figuras de Felicidad Blanc y los dos hijos que la acompañaban en la ceremonia, Juan Luis y Michi, y las de quienes atendían a los acontecimientos desde el otro lado de las vallas con el recogimiento que se reserva en provincias para los fastos verdaderamente memorables.

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nero, que tras el deceso del progenitor habían continuado veraneando en el viejo caserón familiar de Astorga, se vieron desahuciados por las hermanas del vate ilustre, quienes consideraron una ofensa a la estirpe las afiladas palabras con que glosaban en el largometraje su figura y su legado. También la ciudad entendió aquella crítica ad hominem como una ofensa colectiva, y durante décadas el apellido Panero pasó a estar maldito entre las murallas que aún en nuestros días custodian el viejo cruce de caminos en el que hallan parada y fonda los itinerarios jacobeos y las rutas de la plata. Si Leopoldo Panero había sido el hijo predilecto de Astorga, el poeta inmaculado, el leonés de pro, su viuda y sus vástagos no eran más que unos señoritos de Madrid sin talento para comprender la genialidad de su propia sangre ni educación para disimular en público sus fobias menos razonables. Una tarde de septiembre, después de que El desencanto se estrenara en el vetusto Teatro Gullón, las verjas del jardín de la casa de los Panero quedaron cerradas

La osadía les salió cara a los deudos del prócer. Felicidad Blanc y los tres hermanos Panero, que tras el deceso del progenitor habían continuado veraneando en el viejo caserón familiar de Astorga, se vieron desahuciados por las hermanas del vate ilustre, quienes consideraron una ofensa a la estirpe las afiladas palabras con que glosaban en el largometraje su figura y su legado Si El desencanto es en realidad una película de terror, como han aseverado algunos, no cabe duda de que su principal reclamo, el macguffin por excelencia, es esa escultura cuya fisonomía se hurta en todo momento al espectador y de la que sólo podemos adivinar los contornos, oculta como se halla bajo los plásticos que la envuelven en las horas previas al desvelamiento. De alguna manera, la silenciosa presencia de la estatua marcaba el desarrollo del documental: era la esfinge que aguantaba impertérrita la ira de los suyos. Porque El desencanto es también, y sobre todo, uno de los mayores ajustes de cuentas generacionales que se han podido ver sobre la pantalla. Un parricidio en diferido sin piedad ni medias verdades. Una colisión entre dos épocas abocadas a protagonizar un enfrentamiento directo y sin rehenes. Que todo un prohombre como Leopoldo Panero, a quien muchos identificaban como el poeta oficial del franquismo, recibiera doce años después de muerto los ataques indiscriminados e inmisericordes de su esposa amantísima y de sus tres vástagos supuso una conmoción apreciable en una España ansiosa por saldar las deudas pendientes con sus propios fantasmas y elevó a aquella familia tan extraña a la categoría de símbolo de la transición política que se avecinaba. La osadía les salió cara a los deudos del prócer. Felicidad Blanc y los tres hermanos Pa-

para Felicidad y sus hijos. Ninguno volvería jamás a penetrar entre sus muros. *** En algún momento del que fue su último año de vida, Michi Panero escribió un texto que tituló Tierra baldía. Buscando a Elliot y que empezaba con la frase: En la infancia, lo imagino o lo recuerdo, Astorga era la isla del tesoro.

El texto apareció publicado parcialmente en un monográfico que la revista Leer dedicó a Michi pocos meses después de su fallecimiento. La alusión a La isla del tesoro es un evidente homenaje a las lecturas de la niñez, pero da pie a reparar en una suerte de similitud inversa entre las trayectorias vitales de Robert Louis Stevenson y Michi Panero, abocados ambos a la huida, por razones diversas, y predicadores convencidos en dos territorios antagónicos que, también por motivos contrarios, escogieron para establecer su última morada. Stevenson ya había notado los primeros síntomas de tuberculosis cuando a los veintiséis años, en la localidad francesa de Grez, conoció a Fanny Osbourne, una norteamericana separada de la que se enamoró perdidamente y con quien contrajo matrimonio en 1880, después de


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que ella formalizara su divorcio. Tras asentarse durante una temporada en Calistoga, allá en el Lejano Oeste, notó cómo su salud empeoraba y decidió establecerse con su esposa primero en Edimburgo, luego en Davos y finalmente en una finca que su padre les regaló en el balneario de Bournemouth. Tras partir tres años más tarde hacia Nueva York y residir un corto periodo en San Francisco, tomaron la decisión de buscar climas más halagüeños en las islas del Pacífico Sur. El matrimonio se instaló en Samoa, entre playas de arena fina, junto a la hija de Fanny, Belle, y la madre del novelista, que ya se había quedado viuda por aquel entonces. Stevenson mantuvo una relación muy amistosa con los aborígenes —que le pusieron el apodo de Tusitala, «el contador de historias»— y hasta se implicó en la política local al oponerse abiertamente a la dominación alemana del archipiélago. En 1894 falleció a causa de un derrame cerebral. En una carta pergeñada un año antes escribió: «Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tubos». Se cree que el alcoholismo había empeorado considerablemente una salud ya maltrecha por la tuberculosis. En vez de solicitar que repatriasen su cadáver para descansar eternamente en su Escocia natal, solicitó ser enterrado en el lugar que acogió sus últimos días. La tumba de Robert Louis Stevenson se encuentra en el monte Vaea, justo al lado de la pequeña ciudad de Vailima, a medio camino entre el mar, la tierra y el cielo. Catorce años antes había escrito su propio epitafio: Bajo el inmenso y estrellado cielo, cavad mi fosa y dejadme yacer. Alegre he vivido y alegre muero, pero al caer quiero haceros un ruego. Que pongáis sobre mi tumba este verso: Aquí yace donde quiso yacer; de vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador.

Me vino a la mente la última epopeya de Robert Louis Stevenson cuando, una mañana de abril de 2005, tuve delante la casa de los Panero. Porque también Michi, sabiéndose enfermo y al borde del desahucio vital —el emocional llevaba ya varios años padeciéndolo—, quemó las naves y puso tierra de por medio sin otro propósito que el de aguardar apaciblemente el fin. Lo sorprendente es que no buscara un sur que se pudiera presentar propicio a sus expectativas, sino que eligiera el improbable regreso al duro norte que también le había expulsado cuando la vida aún parecía lo suficientemente larga como para tener siempre presente la posibilidad de una redención. Michi Panero se instaló en Astorga a finales de 2002. Unos

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meses antes, el ayuntamiento de la capital maragata celebró un congreso sobre la figura de su padre al que fue invitado en aras de la indudable valía de su testimonio. Era la primera vez que visitaba la cuna de la estirpe en mucho tiempo, tal vez desde que rodara allí los planos de la película que constituyó la razón de su destierro. Regresó en aquel viaje fugaz a la vieja casa de los Panero, ahora una ruina que a duras penas mantenía rescoldos de dignidad entre la hojarasca y el abandono, y se enfrentó a la visión de la estatua del patriarca que, descubierta, yacía arrumbada en una esquina del jardín. El alcalde le contó que la administración acababa de adquirirla y que se disponía a rehabilitarla. Que Astorga quería reivindicar la memoria de Leopoldo Panero, y con él la de su hermano y sus descendientes, y que en ese empeño los tres hermanos debían jugar un papel fundamental. Puede que fuese una conversión tardía o un simple aprovechamiento del inesperado regalo que el azar acababa de poner en sus

ambos y, de paso, descubrir los fotogramas de El desencanto. A finales de enero de 2002, Federico Utrera viajó a Astorga para entrevistar a Michi Panero. Le facilitó el contacto un conocido común, que le advirtió de que Michi se encontraba en las últimas y le urgió a que acudiera a visitarle a fin de registrar las que bien podían ser sus últimas palabras. Cuando se animó a descolgar el teléfono y marcar el número que durante semanas había guardado en su cartera, apuntado en un papel, le respondió desde el otro lado del cable una voz cavernosa: —Vale, pero ven rápido, que me muero. A Federico Utrera la respuesta le causó tanta aprensión que sólo al cabo de varios días se animó a coger el coche y desplazarse hacia tierras leonesas, sin estar seguro de que una vez allí no se fuese a encontrar con la esquela que anunciaba la muerte de aquél con quien debía encontrarse. Se encontró con Michi Panero en su buhardilla de la calle Marcelo Macías, charló con él durante

Lo último que Michi Panero escribió en su vida fue una carta de amor. Una misiva breve y descarnada que dirigió a aquella joven que acudió para brindarle un respiro en medio de la miseria y que él sabía destinada a desaparecer como había desaparecido todo el andamiaje que, hasta la fecha, sostenía su mundo manos. La cuestión es que Michi Panero, que hasta aquel momento vivía con la certeza de que más antes que después se caería muerto sin tener quién recogiese su cadáver, pensó que tal vez no era mala cosa agotar sus días en el mismo lugar en el que vino y abandonó el mundo su propio padre. Era, a fin de cuentas, un modo de ajustar cuentas consigo mismo y también una posibilidad cierta de redimir un daño que algunas veces, en las noches de resaca, regresaba a su conciencia como una asignatura pendiente e irrecuperable. Angelines Baltasar, la mujer que le había cuidado de niño, y a la que se encontró en las breves jornadas del regreso, fue una de las primeras en conocer sus intenciones. Apenas cuatro años después, cuando ya la historia estuvo consumada y el de Michi Panero era un nombre que sólo podía conjugarse en pasado, lo resumía con claridad meridiana: «Volvió porque quería morir. Tenía el cáncer, tenía la diabetes, y él todo lo que quería era morir en Astorga». *** Federico Utrera llegó a los Panero por vías tortuosas. Resumiéndolo mucho, puede decirse que fue la contemplación de una marina de Ramón Gaya, en la que el artista había retratado a un solitario Luis Cernuda recostado sobre la arena almeriense, le llevó a la poesía de Leopoldo María, luego a la de Juan Luis y de ahí pasó a entablar relación con

dos días y regresó a Madrid. Le escribió un correo electrónico a Elba Martínez, una artista audiovisual que se encontraba en Las Palmas de Gran Canaria preparando un proyecto en torno a Leopoldo María Panero, para pedirle que informara a éste de que su hermano estaba muy enfermo en Astorga y le urgiese a telefonearle. También le pidió a Elba que, en cuanto terminara su trabajo en las islas y estuviera de vuelta en la península, se pusiera en contacto con él. Unos días más tarde, cuando ella hacía escala en Madrid antes de regresar a su domicilio de San Sebastián, le telefoneó. —Ya que has estado grabando a Leopoldo María —empezó diciendo Federico Utrera—, creo que sería muy conveniente que grabaras también a Michi. Yo acabo de hacerle una entrevista que ha sido un poco como una declaración de últimas voluntades, y seguro que él se presta a ponerse ante la cámara por última vez en su vida. Ella no accedió de primeras. Estaba agotada tras el trabajo realizado en Canarias, quería pasar un par de días tranquila antes de volver con sus padres y tampoco estaba muy al tanto de las idas y venidas de Michi Panero, a quien básicamente sólo conocía por referencias de terceros. Federico Utrera le pidió que fuese a su casa para charlar tranquilamente e intentar convencerla. Acudió a buscarla en coche y la recogió en la esquina de Bravo Murillo con Nardo. Tiempo después, al evocar aquel encuentro en una recreación libre, la definiría como «veinteañera, delgada, fi-


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Imagen del proyecto Playas de arena fina, el título del proyecto que la artista Elba Martínez prepara alrededor de la última carta de Michi Panero. Además del propio texto y de las imágenes que ella misma tomó en Astorga, el trabajo constará de interpretaciones musicales de la carta escritas expresamente por músicos como Elbis Rever, Mattin, Sarah Rasines, Agnés Pe, Oier Iruretagoiena, Miguel García, Álvaro Matilla, Jorge Núñez, Mikel Nieto, Laura Fernández, Sergi Botella, Xabier Erkizia o Nacho Vegas.

brosa, piel aceituna, ojos azabache, el rostro algo viril y el talle escultural, musculoso y atlético». Era una situación incómoda porque no dejaban de ser dos desconocidos a los que vinculaba un azar banal. Finalmente, Elba accedió. No tenía prisa para regresar a San Sebastián, y bien podía dar un pequeño rodeo por Astorga antes de instalarse definitivamente en su destino. Sólo quiso que Federico Utrera telefonease a Michi Panero para asegurarse su aquiescencia. Él lo hizo de inmediato. —Michi, estoy con una chica que acaba de estar en Las Palmas con Leopoldo María, grabándole. Está interesada en ir a verte para completar su trabajo. —¿Está buena? —Ya lo verás tú mismo. —Bueno, pues dile que venga. Elba Martínez llegó a Astorga el 9 de marzo de 2004. Su intención era buscar acomodo en una pensión barata, grabar a Michi Panero y luego irse. Algo —el desvalimiento de su maltrecho anfitrión, la soledad que cargaba como una losa a sus espaldas y que hacía imposible que quienes le trataban no acabaran sintiendo algo parecido a la piedad, la fascinación ante el personaje en pleno proceso de derrumbe, el mito claudicante e irrecuperable— la empujó a instalarse en su propia casa, aprovechando una habitación que quedaba libre, y a convivir durante cerca de una semana con un hombre vencido por la vida cuyo único propósito radicaba en aguardar su turno en la antesala de la muer-

te. Durante esos días, cada vez que Angelines Baltasar iba a visitar a Michi Panero se encontraba con Elba Martínez, a la que se referiría durante el resto de sus días como «la desconocida» o «la periodista», y los pocos que mantenían contacto con él tampoco llegaron a saber mucho acerca de aquella joven silenciosa y huidiza que parecía estar sin llegar a estar del todo, como si supiera que la suya era una presencia extemporánea e inverosímil, una fantasmagoría inesperada que nadie comprendía y sobre la que era preferible extender un manto de silencio. Nadie sabía cómo había llegado. Nadie supo cuándo ni cómo se fue. Lo único cierto es que, cuando el 16 de marzo de 2004 Michi Panero exhaló su último suspiro, en aquella casa no quedaba ni rastro de aquella mujer desconocida cuya existencia quedó diluida en la bruma en la que se desvanecen las ilusiones perdidas. *** Lo último que Michi Panero escribió en su vida fue una carta de amor. Una misiva breve y descarnada que dirigió a aquella joven que acudió para brindarle un respiro en medio de la miseria y que él sabía destinada a desaparecer como había desaparecido todo el andamiaje que, hasta la fecha, sostenía su mundo. Yo he leído esa carta porque me la facilitó la propia Elba Martínez cuando, muchos años después de explorar los recovecos de esta historia, conseguí dar con ella y

le hice algunas preguntas al respecto. Me escribió un correo electrónico con el resumen de lo que habían sido aquellos días: Llegué a Astorga con la sensación de que iba a encontrarme con el conde Drácula, en el último vagón de un tren que atravesaba túneles y nieve. Federico me había dicho que Michi se estaba muriendo, pero él me recibió muy bien peinado, con el pelo hacia atrás, preparado y apuesto. Nos sentamos en el cuarto de estar y él empezó a hablar y a contarme cosas. Se fumó unos cigarrillos y echó la ceniza sobre un cenicero muy bonito, de plata. En el armario había mimosas, las flores preferidas de su madre, ya sabes, y su conversación era fluida y amable; yo no saqué la cámara ni le hice ninguna entrevista. No se me ocurrió, la verdad: no le conocía, no tenía preguntas que hacerle (yo sabía cosas de él por la biografía de Leopoldo, pero no le había seguido). La imagen era bonita, pero como artista buscaba algo más o quizás estaba nerviosa o impactada, en un papel que me habían dado donde yo no encajaba del todo… Creo que fue una mezcla. Federico había dado a entender que yo iba allí como periodista, y ni lo era ni lo soy. Yo no iba a hacer una entrevista y marcharme, yo había ido a conocerle y ver qué podía hacer. Michi me invitó a dormir con él y yo acepté quedarme como máximo en la habitación contigua. Creo que me quedé cinco días. Esa misma noche cenamos los dos en la cocina carne de choto que nos preparó Angelines. Parecíamos y éramos una extraña pareja de desconocidos. Al día siguiente ya no se levan-


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tó de la cama, que es donde solía estar, y allí me sentaba con él y hablábamos y veíamos pelis.

Esa extraña pareja de desconocidos atravesó momentos de ternura, pero también agrios desencuentros. En cuanto a los primeros, cabe destacar uno que el azar, otra vez él, quiso dejar registrado en la cámara de Elba Martínez. Se encontraban viendo una película en el dormitorio —ella no recuerda su título, ni sus intérpretes— y el reproductor de deuvedés se atascó justo cuando la actriz protagonista miraba a cámara y musitaba un «No me abandones» que, aunque enclaustrado en la ficción, tenía en aquel momento y en aquel lugar evidentes implicaciones en el mundo real. De los segundos da fe la fuerte discusión que mantuvieron una noche de confusión en la que Michi dijo que tal vez debía irse al hospital de San Sebastián, donde años atrás habían tratado a su propia madre. Elba le propuso que probara con los tratamientos oncológicos que ofrecían en Pamplona. Él gritó: —¿No te das cuenta de que no me voy a curar? ¡No tengo salvación! Elba salió dando un portazo de la casa para buscar refugio en los bares de alrededor. Dejó que llegara el amanecer en compañía de algunos jóvenes del pueblo, y cuando regresó a la casa de Marcelo Macías se encontró con unos folios sobre su cama. Estaban encabezados por el lema carta a una desconocida Y bajo el título figuraba una advertencia que daba fe de cómo Michi Panero había tenido que luchar severamente contra el pudor antes de dejar aquellas líneas dispuestas para la lectura de su destinataria. (No la he vuelto a leer! Si es terrorífica, como será, dásela al alcalde para su archivo)

Lo último que escribió Michi Panero fue una carta de amor, pero también una confesión tan sincera como desgarrada en la que se deja plena constancia del fracaso. Un montón de líneas torcidas, sintaxis incoherente y furiosa y caligrafía mayúscula y enmarañada en la que no es difícil seguir el rastro de una frustración que es mayor cuanto más se acerca a su consumación definitiva. Pero es también una ínfima celebración de la esperanza, o al menos del resquicio de luz abierto con la llegada de aquella mujer con la que no había contado y que, más antes que después, también tendría que irse. Es como si cada día que pasa (por llamarlo de alguna manera) hace tiempo que todo pertenece a un mismo día que se repite, como se repite todo lo que cuento: modos de ahuyentar la bicha, a la que siento por momentos más cerca, pero que se arrastra, vagamente sádica

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o vengativa como si fuera la suma de todos (y todas) las personas a las que fui quemando, como aquello, que te contaba que decía mama pato hablando de Leo («El arte de quedarse solo»: parece que lo hemos convertido en oficio, aun en las más miserables condiciones de vida (lo de «vida» es también por llenar espacios! Vicios de articulista con algo de oficio o truco, y nada —o muy poco— que decir (ya: o sí o no) No sé, se me olvida, como se olvida andar, leer, dormir sin ayuda) contigo y ya sé que es repetirme, he vuelto a lo irreal, a tratarte como si yo aún fuera un bailarín —un bailarín sin música, ni gracia, que sólo sabe ya caerse, caerse para volver a levantarse, titubeante, vacilante, alguien que quisiera volver a repetir el zigzag de sus días de alcohol —días de vino malo y rosas mustias de plástico no quisiera que, si algún día —aunque sea en una pesadilla, que es lo más plausible— vieras borrosa la sombra que has soportado —incluyendo asalto carnívoro— en esta buhardilla que, según los últimos ecos de sociedad, será el último territorio —inhabitable, como lo es la casa Panero, la que nunca vimos, esa imitación involuntaria y leonesa del jardín de los Finzi-Contini. Pero ni esto es Ferrara, ni las desapariciones o muertes son tan brumosas —la nostalgia vino después, como adorno literario que no podía faltar en un retrato de familia en donde suelen acabar brillando, en la noche (de Walpurgis) todo lo falso de la memoria, tenía que escribirte —derecho dudoso al pataleo— para que conservaras un poco del Michi que se fue, como Mambrú, y volvió de su particular guerra sin medallas ni glorias. Ni siquiera un uniforme presentable o una canción de esas que cantan —en las películas— las madrinas de guerra, los rostros que se despiden (en blanco y negro, y vapor de estación antigua) cuando el espectador, impaciente, espera la palabra —ya iba siendo hora— fin, y se encienden las luces y el día vuelve a ser un baile vulgar donde sólo sientes que te empujan —en mi caso, seguro, gritándome improperios como «¡Quasimodo! ¡Cojo de mierda! ¡Cómprese un cochecito!. No sé si desearte suerte, y lo mejor de la vida en playas de arena fina no en sórdidas habitaciones de una noche. Se me acaba el tiempo y no he sido ni tan siquiera listo para coger uno de esos trenes que hace estallar nuestro particular y hortera eje del mal, Aznar o ese tipo que parece Rajoy, un paragüero. Poco más, madame; no leas demasiado (y menos que nada: no leas a Félix: es una de las causas del origen de mi tragedia. Si todo fuera algo justo el final sería moderadamente feliz (o no tan desdichado); pero nunca supe conservar lo mucho —o lo poco— que he llegado a querer.

Luego, la despedida: Un beso minusválido, pero tenaz, y mi agradecimiento (siempre podrás decir —o escribir— que conociste a los dos únicos Panero’s Boys)

Más adelante, una serie de apostillas para quitar hierro: Un beso, una caricia y un adiós (¿es así la canción del gafe aquel que se murió, Nino no sé qué? Espero que lo ignores. Que no te abandone la fuerza! Sigue tu guerra de las galaxias Perrín triste [junto a un dibujo esquemático]

Y, finalmente, la declaración explícita de intenciones: [No sé si lograrás entender algo. En lo básico es torpe, lo más parecido a un testamento, he perdido entre todo lo demás la facilidad para decir te quiero, o lo que sea ¿Dónde te has metido con tal de no verme? ¿En el sepulcro —otro— de la familia? Perdón (qué palabra más hortera) De nuevo, hasta el infinito -Fin de Trópico de Cáncer-

Elba Martínez no me dijo si había tenido ocasión de comentar la carta con Michi Panero. Sólo me contó que en la mañana del 15 de marzo hizo las maletas para abandonar definitivamente Astorga. Acababa de regresar a casa cuando recibió una llamada de Federico Utrera. —Supongo que ya sabes la noticia. —¿Qué noticia? —Michi Panero murió anoche en Astorga, creía que tú estabas con él. Ella empezó a llorar. Algunos años después, cuando yo contacté con ella para preguntarle por aquellos días, me escribió: Fue muy duro que Michi se muriera al día siguiente de marcharme. Cuando le dije que me iba me miró de una manera que me fulminó (pero yo no podía quedarme más…) Me dio mucha pena marcharme, pero cuando cerré la puerta y me monté en el ascensor sentí un gran alivio. Dormí muy mal esa noche, tuve un sueño donde la tierra y el cielo se juntaban como un líquido amarillo y negro; me levanté muy pronto y le llamé a las siete de la mañana y no me cogió el teléfono y no entendí por qué… A la tarde me dio la noticia Federico. No le dije a Michi que el trayecto en tren era corto desde Astorga a Vitoria y que podría ir a verle otro fin de semana, no lo hice… Durante el viaje de vuelta me di cuenta de eso, pero no le llamé para decírselo… en fin,


mil ciruelas caídas Primera época

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Miguel Barrero La existencia de Dios

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Fernando Poblet Tú serás Baudelaire Pepe Monteserín Tráeme pilas cuando vengas Ibrahim Aslán Turno de noche José Antonio Mases Las estancias provisionales José Ramón GonzálezRegueral La noche ancha Fulgencio Argüelles A la sombra de los abedules

Miguel Barrero Camposanto en Collioure Miguel Barrero La tinta del calamar. Mito y tragedia de Rambal Agustín Vidaller Costas perfumadas Eladio de Pablo La larga noche de bodas de Anita Ozores José Antonio Mases La cordillera


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CARMEN PARDO CÉSAR RENDUELES MANUEL REYES MATE JAIME GIL DE BIEDMA JOSEPH BRODSKY LA ISLA DE SILTOLÁ MARTA SANZ ERNESTO MALLO RAISA ALEJANDRO MIERES

ISSN: 2255-5722. Trimestral de cultura Tercera época, nº 3. Tercer trimestre 2016 / 10 ¤ http://issuu.com/elcuadernocultural


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