El Cuaderno 74

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ISSN: 2255-5722. Mensual de cultura Segunda época. Noviembre 2015 / 3 ¤ http://issuu.com/elcuadernocultural

· EL SEÑOR TAVARES · Esther Zarraluki · Flavia Company · Fernando Pessoa · Lucía Gómez Meca · Ricardo Mojardín · Isabel Muñoz


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Número 74 / Noviembre del 2015

EL SEÑOR TAVARES

Staff ISSN: 2255-5722 D. L. : As-02972/2012

Gonçalo M. Tavares (Luanda, Angola, 1970) empezó a enredar con la poesía a los 18 años mientras decidía si matricularse o no en matemáticas puras. Los poemas le fueron llevando a otros lugares de la escritura como el teatro, el ensayo y la novela. Si hasta la fecha era conocido en España como autor de libros tan extraordinarios y exigentes como Aprender a rezar en la era de la técnica, Jerusalén, Biblioteca, Viaje a la India o Barrio, por citar solamente alguna de sus novelas consideradas de culto, la editorial Kriller71 publicará este mes Libro de la danza, con prólogo de Júlia Studart y traducción del portugués de Aníbal Cristobo. Se trata del primer libro del autor, publicado en 2001, pero escrito en aquella juventud matemática, reposado durante años y revisado poco antes de su publicación. Tavares tiene un pensamiento matemático, pero siempre se le cruzan imágenes. Nos hace reflexionar a partir de hechos mínimos, de una cotidianeidad tan radical que conduce a la azarosa matemática del absurdo. Se trata posiblemente de uno de los escritores más importantes de la actual narrativa europea por su luminosa singularidad y su imprevisible talento. La próxima publicación de su poesía en España es una buena oportunidad para explorar el hábitat de su escritura desde diferentes ángulos y paradas. En primer lugar, gracias a la generosidad de Kriller71, nos acercamos hasta el Libro de la danza con el adelanto de un extracto del prólogo y una selección de poemas. Nos adentramos luego en el pensamiento creativo de Tavares con un guía de excepción como es Francisco González Fernández. Seguimos la senda de Bloom en Viaje a la India con el mapa que nos traza José Ángel Barrueco y bajamos por los llamados Libros Negros con los cordeles y la canoa de Chus Fernández. Llegamos al delta que Fernando Menéndez traza a partir de Biblioteca y nos quedamos a vivir en la tavariana que nos preparó para esta ocasión Hermes González. Sigamos las marcas.

Edita Ediciones Trea, S. L. Coordinación Jaime Priede Consejo editorial Juan Cueto Miguel Barrero Álvaro Díaz Huici Jordi Doce Javier García Rodríguez Juan Carlos Gea Julio César Iglesias Elena de Lorenzo Álvarez Helios Pandiella Corrección Celeste Sánchez Martínez Diseño gráfico Pandiella y Ocio Imprime Gráficas Apel Edición digital Puede descargarse gratuitamente en http://issuu.com/elcuadernocultural / www.asturias24.es

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2014 © de los textos: sus autores © Ediciones Trea, S. L. Polígono Industrial de Somonte, c/ María González la Pondala, 98, nave D 33393 Gijón Tel.: 985 303 801 / www.trea.es elcuaderno@trea.es ⁄ trea@trea.es

Isabel Muñoz cuerpos de platino

Convertir cada fotografía de un cuerpo en un cuerpo en sí mismo, en lo que el cuerpo tiene de presencia palpitante y de acontecimiento —y hacerlo con la misma atención a la belleza, a la perfección técnica del contacto y al contexto social y cultural en torno a ese cuerpo— podrían ser algunas de las claves de Isabel Muñoz. Unos meses después de su espectacular muestra en el Centro Niemeyer, la fotógrafa regresa a Asturias con una selección de varias de sus series que la galería Aurora Vigil-Escalera expone en el marco de los XII Encuentros Fotográficos de Gijón. Imágenes de los ciclos Burkina, MOSA, Ballet de Víctor Ullate, Etiopía, Mitologías hablan de lo que Muñoz describe como su «necesidad de fotografiar y de contar» historias sobre «el ser humano, siempre presente» exprimiendo hasta nuevos límites y formatos cada vez mayores sus contactos al platino. ¢ Isabel Muñoz Galería Aurora Vigil-Escalera (Gijón) Hasta el 17 de noviembre Portada: Serie Mitologías, 2012, platinotipia color sobre papel Arches Platine, medida con marco: 150 µ 150 cm, ed. 2/7


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EL POEMA, UN CUERPO QUE DANZA [fragmento]

Júlia Studart

Júlia Studart es poeta y profesora de la Escola de Letras de la unirio (Río de Janeiro, Brasil). Publicó, entre otros, Wittgenstein e Will Eisner - se numa cidade suas formas de vida (Lumme, São Paulo, 2006); O impacto da impressão, as Breves notas (Edufsc, Santa Catarina, 2010), cuaderno de presentación de los tres volúmenes de las Breves notas de Gonçalo M. Tavares; Arquivo debilitado: o gesto de Evandro Affonso Ferreira (Dobra, São Paulo, 2012) y Nuno Ramos (Eduerj, Río de Janeiro, 2014). Gonçalo Tavares Libro de la danza Prólogo de Júlia Studart. Traducción de Aníbal Cristobo Kriller71, 2015

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El plan de este, el primer libro del portugués Gonçalo M. Tavares, publicado por primera vez en 2001, dividido y numerado en ciento catorce fragmentos, tiene que ver con lo que el autor parece desarrollar como política de escritura: la literatura como un cuerpo bailarín que oscila entre la ficción, el ensayo y la anotación, y, principalmente, como un pensamiento sucesivo que viene de un pasado reminiscente y se lanza hacia el presente. Un método de excavación arqueológica del texto que se da a través de repeticiones incesantes, de ideas sobre el cuerpo y de resistencias en el mundo de ahora, cuando la literatura también llega como un movimiento arqueológico de colisión con el espacio. Tanto así que Tavares escribe el nombre del juego ya en el subtítulo del libro: Proyecto para una poética del movimiento. Tenemos ahí el comienzo de la elaboración de sus apuntes o de sus investigaciones, o sea, de su proyecto con una escritura que busca acompañar (como aventura) la idea de un cuerpo leve y de un cuerpo para la danza, movida por un pensamiento de la danza o incluso un pensamiento hasta la danza. Lo que marca aún la imprecisión de un gesto de escritura, de un movimiento suelto del cuerpo de la escritura: la coreografía del cuerpo leve y pesado de la frase como un poema que es también un cuerpo que ensaya y al ensayar encuentra siempre otra cosa, impura e informe. La danza del cuerpo llega como un accidente mutuo que puede y debe ser rearticulado de otra manera y, así, sucesivamente, en un sinnúmero de combinaciones infinitas, un ensayo infinito.

Por eso, la operación de escritura de Gonçalo M. Tavares que se puede leer y ver en este libro, entre el fragmento y el poema, parte exactamente de los usos del ensayo: primero como método y modelo literario, procedimiento de reflexión crítica, experimento intelectual y estudio sobre algo, y, después, como acción, acto en sí, entrenamiento, repetición, coreografía, experiencia del cuerpo y de la desnudez. Estamos, con este libro, delante del poder de la ficción y de un deseo político del espíritu libre y sin gravedad, sin territorio y sin meta, posesión y desposesión para componer dúos o un neutro, siempre abierto a provocar desvíos en la historia. Cuando la escritura llega, como nos indica Nietzsche, como un cuerpo que se pregunta todo el tiempo si es capaz de danzar. Y el dibujo compuesto por Gonçalo M. Tavares en este libro sigue, muy de cerca, algunas sugestiones de Nietzsche en torno de un cuerpo desobediente capaz de reírse de la ineptitud de las creencias y de las maneras espirituales. Dice el filósofo en un pasaje de La gaya ciencia: «¿Sabe caminar? Mejor aún, ¿sabe bailar?». Nietzsche nos presenta aquí una especie de clinamen, que es aquello que pende, aquello que se desvía o aquello que puede provocar un desvío:

Estoy acostumbrado a pensar al aire libre, caminando, saltando, escalando, bailando, sobre todo en montes solitarios o muy cerca del mar, allí hasta donde los caminos se muestran ensimismados. Mis primeras preguntas para juzgar el valor de un libro, de un hombre, de una música, son: ¿Sabe caminar? Mejor aún, ¿sabe bailar?».

Ese clinamen, entonces, indicado por él, es un probable actor de la modernidad frente al movimiento cinético, lo que lleva a una posibilidad de trazar los puntos de contacto del trabajo de escritura de Gonçalo M. Tavares, en este libro y en varios otros, con el pensamiento de Nietzsche. Desde una lectura de la historia cumplida a través del ensayo y cómo esto se arma como una potencia política de escritura ficcional, o sea, como intervención en el espacio de la historia. Y allí no apenas para cumplir decir, un Dichtung, sino decir como un moverse en la historia tal cual los impases del poeta moderno/contemporáneo —aquel que parece estar después y antes de la historia en una colisión de tiempos, en una perspectiva que es, tal vez, la de quien se coloca entre el orden civilizatorio y se pregunta acerca de lo humano en los tiempos de ahora. He aquí la tarea de la poesía: el poema como un cuerpo que danza, y sin moneda de troca. Por eso es muy importante resaltar aquí que la expresión gaya ciencia tiene que ver, directamente, con la poesía practicada por los provenzales en el siglo xii, lo que también parece interesarle mucho a Gonçalo M. Tavares. La expresión deriva del provenzal, lengua usada por poetas como Arnaut Daniel y Guilhem de Peitieu, e indica una habilidad y un espíritu libre para cumplir la tarea de la poesía. El poeta brasileño Augusto de Campos, traductor de poesía provenzal, inserta esa poesía, a partir de las ideas del poeta americano Ezra Pound, como un arte entre la literatura y la música, como una participación, como una visión desmitificadora de los juicios o prejuicios de la sociedad medieval. No


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solamente por la crudeza del vocabulario, sino también por el uso de términos eróticos que se distancian de la idealización amorosa sugerida por los primeros lectores de esa poesía, muy anteriores a Nietzsche, por ejemplo. Y es justamente en La gaya ciencia donde el filósofo nos presenta sus ideas sobre el eterno retorno, extraídas del estoicismo griego (pero completamente distintas), una legítima y plena afirmación de la vida; sus tesis sobre la muerte de Dios, que tienen que ver con la pérdida de referencias universales, como las ideas cristianas acerca del alma, del misterio de la omnisciencia divina, de la vida

EL SEÑOR TAVARES eterna, de la moral, etcétera; y es también Zaratustra, el antiguo profeta persa, a quien él reinventa. Así, en este Libro de la danza, ya es posible pensar las formas de la escritura de Gonçalo, con Nietzsche, como una movilidad de la danza para generar una utopía. Leer y ver la incorporación que hace de algunas capacidades de cuánto puede un estado de danza para mover el cuerpo de la historia a partir de vestigios, desconfianzas y sospechas —las sobrevivencias—. Este libro aparece, así, como un cuerpo político confrontado con lo que puede ser aún utopía y, en una transparencia, distopía. ¢

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Pájaros y danza La historia de la danza no es no puede ser el Recorrido de los Movimientos Trazado en el suelo. Es (tiene que ser) el Recorrido de los Movimientos Trazado en el aire. Creer que los Pájaros son restos de coreografías. Imágenes del cuerpo que quedaron atrás, suspendidas. (Aun las nubes, todo lo que es alto, el cielo). Los pájaros son restos de coreografías.

Proyecto La muerte aumenta el alma. Proyecto: Aumentar el alma sin morir.

Entrenar Lo importante Lo importante de la respiración es el modo en que parece no existir. la cabeza debe respirar como el agua: son los otros —el Pez, por ejemplo— quienes respiran por el agua: la cabeza debe respirar como el agua, o sea: los otros deben respirar sustituyendo la cabeza. Si la cabeza Respira, es cerebro. Y no hay Paciencia para el cerebro. Por lo tanto: la cabeza no debe respirar porque la inteligencia es crimen: es pulmonar la matemática de los pulmones y es crimen volver abstracto un tendón. El corazón (una síntesis de aurículas y Basura y quieren convertirlo en el centro del Enamorado) el corazón es bello y es crimen volver abstracta la Vagina, por ejemplo, el pene, el ano, el esperma, la orina y la Saliva. la cabeza no debe respirar. impedir que el Pensamiento atraviese el puente. la cabeza no debe respirar. la fractura de la Tibia es dolor porque alguien —el cuerpo— pensó antes como definitiva la Tibia, así, completa, única, compacta: La tibia. Impedir que los huesos piensen o Respiren. aceptar la fractura, la neurosis, el Psicópata, el dolor, aceptar todo esto como si fuese la idea nueva mostrada por quien danza. Echar Sal en la propia carne y ofrecerse al banquete. Sin angustias. Si hablamos de lo que es bello, la botánica debajo del movimiento es flaca (hablamos de lo que es Bello). Respirar o pensar en medio del Movimiento es tener las Raíces gordas y todos saben que si los ángeles tuviesen Raíces gordas serían hipopótamos, no ángeles, eso no.

Síntesis Incluso dios tiene un dios profundo dentro.

Entrenar la desnudez. Pintar de cielo la desnudez. Pintar de sexo la desnudez. Dibujar en la desnudez la inocencia. Dibujar la Fornicación en la desnudez. la desnudez clásica igual a la desnudez actual. probarse ropas desnudas. confirmar que la desnudez es más desnuda que la ropa desnuda. Entrenar la desnudez. Ser mejor desnudo de lo que ayer se fue desnudo, ser mejor desnudo de lo que ayer se fue desnudo. Entrenar la desnudez.

El error Claro que podemos cometer un error y no volver atrás para corregir el error porque el error no es el error el error solo comienza al corregirlo, cometer un error y avanzar no es cometer un error: es avanzar; cometer un error y corregirlo no es corregirlo: es cometer un error.

Consejo consecuencia de la definición de error Únicamente volver atrás si atrás es Adelante.

Sobre la alegría Contribuir a la alegría. Contribuir al aumento del te miro con asombro, me sorprendo y me gusta. Contribuir a que: finalmente dios y el ángel, la calidad de la existencia, la danza en el sótano sean como las nubes: que amenazan con caer y con no caer. Contribuir a la población de los Alegres Tener Hijos en la población de los Alegres No es el Alegre de la Sonrisa Maravillada Tonto. Es el alegre alegre. El corazón late en medio del juego. El corazón aumenta las ideas y el corazón late en medio del juego, aumenta las ideas de los alegres, las ideas de los alegres son el corazón. No es pensar. No es el instinto. Es la Proporción Mitad transparente mitad cuadro. el cuerpo deja ver hacia el otro lado y se deja ver. el cuerpo se deja ver y deja ver hacia el otro Lado. Proporción entre lo Transparente y el Cuadro: el Corazón. (las ideas de los alegres son el Corazón).


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El binomio de Tavares Francisco González Fernández

No vamos a hablar de la luz que baña Luanda a última hora de la tarde, ni de los sonidos que invaden Lisboa al amanecer. No vamos a hablar de los juegos que en la orilla de un canal mantienen ensimismado a un niño de Aveiro, ni de los acertijos intelectuales que en un campus ocupan los días del adulto. No vamos a hablar de Gonçalo M. Tavares, vamos a hablar del viaje que emprendió en busca de otra ciencia, de una gaya ciencia, de relato en relato, como quien recorre el mundo de país en país. Porque de todos es sabido que el mundo es un cuento. Hay quien piensa que es un cuento chino. Hay quien piensa que es un cuento macabro. Hay quien piensa que es un cuento matemático. Para Galileo, aquel científico que tanto apreciaba el arte, el mundo era un libro

escrito en lengua matemática y sus caracteres, triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales es humanamente imposible entender una palabra; sin ellos se deambula en vano en un oscuro laberinto».

Para Tavares, ese escritor tan versado en epistemología, las matemáticas son a veces el propio laberinto, pero existe un lenguaje matemático que también puede ser la antorcha que alumbra el camino. En las novelas que conforman su tetralogía El reino, donde la huella de Musil y Broch es bien visible, «libros negros» que hurgan en la naturaleza del mal con la precisión de un bisturí, las matemáticas nunca dejan de ser algo siniestro, incluso cuando son objeto de admiración. De niño, el protagonista de Un hombre: Klaus Klump, primera de estas cuatro novelas,

se sentía avergonzado cuando no sabía resolver un problema de álgebra. […] A esa edad, quienes lograban resolver las ecuaciones eran héroes para él. Son buenos los tiempos en los que admiramos a los matemáticos».

Pero la fascinación dejaba rápidamente paso a la vergüenza, y frente a la ecuación de la pizarra, Klaus tenía «la sensación de estar en un laberinto, cada ecuación era un laberinto del que no sabía salir». Y en el centro del dédalo siempre acecha el monstruo, en este caso bifronte, la lógica y la abstracción. En su siguiente novela, La máquina de Joseph Walser, es la propia maldad la que es una categoría racional:

La maldad es una categoría del instinto, sí, pero también del razonamiento, de la inteligencia. Como si fuese una etapa del recorrido que el cerebro matemático hace cuando pretende resolver problemas numéricos. Deducción, inducción y maldad».

Paradójica, además de infructuosa, resulta por lo tanto la ambición del doctor Theodor Busbeck en Jerusalén de determinar la fórmula que establezca las causas del mal, que explique su evolución a lo largo de la historia y que permita prevenir su aparición:

Una fórmula numérica, objetiva (humana, podría incluso decirse), no animalesca, no sujeta a fluctuaciones de sentimientos ni de ánimo, una fórmula puramente matemática, puramente cuantitativa, serena».

Otro médico, el doctor Lenz, objeto de una de las más espeluznantes anatomías del mal jamás escritas en una novela, invertirá en Aprender a rezar en la era de la técnica el propósito de Busbeck, sabedor de que todo en la vida es cálculo aritmético: contrariamente a su esposa, Lenz

no consideraba la vida como una simple suma de acciones y hechos, la vida presuponía asimismo operaciones de energía similares a la resta, la multiplicación y la división. Las principales operaciones aritméticas existían en la vida diaria, en la vida particular de cada ser humano».

Provisto de semejante concepción de la realidad, Lenz, en tanto que cirujano, no tardará en contabilizar los puntos decisivos de su propio cuerpo y en comprender que el cerebro es un

arma que se puede emplear con extrema destreza, sin el menor escrúpulo. Lógica y abstracción son las dos piernas de una ciencia de potencia y eficacia colosales, una ciencia acostumbrada desde el comienzo de la modernidad a caminar ajena a todo lo que la rodea y que puede llegar incluso a aplastar a la muchedumbre que le sale al paso. Tavares no se limita sin embargo a denunciar este panorama goyesco, sino que de obra en obra, incluso en la escritura en apariencia marmórea, sin fisuras, de El reino, procura inocular a la ciencia un lenguaje capaz de combatir su ceguera y de reconducir su ambición totalizadora. Esta tentativa se hace particularmente evidente en dos de sus obras menos conocidas, concebidas ambas a la sombra de Wittgenstein y de Bachelard, en su Atlas do corpo e da imaginação (lamentablemente aún sin traducir al español) y en las Breves

«Para mí es importante el tiempo, porque el libro es un organismo que requiere maduración. después de escribir la «materia bruta», suelo esperar dos años y después regreso al texto. Es algo que le debo a mi infancia. Mi padre es ingeniero, construía edificios de gran altura. Cuando yo tenía unos seis años me quedé estupefacto al ver que antes de construir la obra, lo primero que hacía era un hoyo en la tierra. No entendía: si van a construir hacia arriba, ¿Por qué hacen un hoyo? Tres meses después de hacer el hueco, ponían los soportes de hierro. Y cuatro meses después de ese primer paso, ponían el piso de tierra. Para mí quedó claro que la construcción requería de eso, porque sin soporte, al primer viento la casa se derrumba. De los 18 a los 30 años viví mi etapa en el hoyo, para después publicar algo que fuera seguro y resistente. El tiempo se relaciona con la construcción» (G. M. Tavares)


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notas sobre ciencia, recogidas en Enciclopedia i. A caballo entre el ensayo y la ficción, estas notas fragmentarias pueden leerse como un manual de instrucciones para sacar al hombre de ciencia del laberinto lógico que se ha construido a sí mismo y para los demás. Porque, aunque lo ilógico existe puesto que es pensable, la ciencia teme al lobo feroz que acecha fuera de su territorio: «De conocer y profundizar lo ilógico, lo que no tiene reglas, de ese lobo huye la ciencia». Y es que la comunidad científica mira por el centro del ojo, mientras que habría que mirar, como hacen los grandes investigadores, por el rabillo del ojo, con ese utensilio que es la metáfora:

«Escribir es tener los pies en dos instantes: el pasado y el presente. En el presente, porque se escribe. En el pasado, porque se ha leído y uno sabe que no es el primer escritor» (G. M. Tavares)

Observar la realidad por el rabillo del ojo, es decir: pensar ligeramente de lado. A esto se le llama creatividad. De aquí surgirán todas las teorías científicas importantes».

De aquí surgen asimismo obras de arte tan significativas como las de Tavares, que una y otra vez, siempre de forma novedosa, se desvían de su centro, contemplan la realidad con mirada anamórfica. Así, como él mismo confiesa en sus primeras páginas, Tavares escribió sus Historias falsas, unos relatos inspirados en las Vidas imaginarias, de Schwob, y en Historia universal de la infamia, de Borges, interesado en «ejercer una ligera desviación de la

EL SEÑOR TAVARES mirada con respecto a la línea central de la historia de la filosofía» y porque

tenía la curiosidad de entender de qué modo la ficción (verosímil y no tanto) se puede apoyar suavemente sobre un fragmento de la verdad hasta el punto en que todo se mezcla y se torna uniforme».

Igualmente, en Biblioteca, una suerte de diccionario de autores predilectos o simplemente hallados en el camino, cada nombre —desde Adolfo Bioy Casares hasta Yukio Mishima— propicia un comentario que evoca al escritor o filósofo en cuestión, pero sin que el lector acierte siempre ni de inmediato a entender su pertinencia, como si el escritor hubiese dado rienda suelta a su imaginación dejando que se anudasen libremente las más variadas asociaciones. Los propios nombres con los que bautiza a sus personajes en sus diferentes novelas y relatos, desde el Bloom de Un viaje a la India hasta los Valéry, Walser, Juarroz, Calvino, Brecht, Breton, Swedenborg o Eliot que habitan El barrio, evocan a sus eminentes homónimos —solo algunos de los incontables escritores que pueblan esa babélica metrópoli que es la obra de Tavares—, al tiempo que se diferencian de ellos. Son ellos y no lo son. Valiéndose de los más variados recursos y registros, Tavares procura, pues, una y otra vez desviar nuestra atención de su órbita prefijada, divertirnos (en el doble sentido de la palabra), y su maestría es tal a este respecto que la lectura de sus obras provoca una gozosa sensación, casi añorada, de estar patinando sobre el mar helado de la lógica. Y es que la escritura de Tavares es un auténtico arte del equilibrio. Para este novelista el pensamiento lógico define espacios que separan y acercan, siendo así que comprender, explica en su Atlas do corpo e da imaginação, equivale a empujar hacia el interior de una circunferencia previamente trazada. Ahora bien, tal como evidencian las fotos de este At-

«Leer no es un pasatiempo. Es un espacio de humanidad y de reflexión que requiere un esfuerzo» (G. M. Tavares)

las, Tavares se resiste a permanecer dentro del círculo lógico o a correr sin sentido a su alrededor, y pone por el contrario todo su empeño en caminar en difícil equilibrio sobre el trazo de tiza. Es lo que vuelve irresistible su escritura, esa constante creatividad que nos incita a seguirle sobre una cuerda tendida entre lo lógico y lo ilógico y a recorrer con la mirada, de soslayo, un barrio de palabras, pues estas, como decía Bachelard, son casas que habitamos. Tavares hace expresamente suya la «racionalidad distendida» que reclamaba Marcel Duchamp para sus cuadros, «distendida como aquilo que pode ainda fazer muitos movimentos e tem múltiplas opções». Distendida en su justa medida, ni muy tensa ni muy laxa, como en la cuerda floja. La escritura como funambulismo, un arte que logra hacer que la imaginación cobre cuerpo trazando en la mente figuras inolvidables. Como el señor Swedenborg, uno de los vecinos de ese barrio, que aprovecha las conferencias del señor Eliot para concentrarse en sus investigaciones geométricas. Pero lo que podrían haber sido áridas elucubraciones abstractas resultan ser deliciosos poemas de raciocinio sobre el deseo, la seducción o la muerte realizados con la ayuda de sencillas figuras geométricas. Por ejemplo, con tan solo una línea, un rectángulo, un paralelepípedo rectangular, pero sobre todo con ingenio, sensibilidad e imaginación, el señor Swedenborg logra explicar mejor de lo que lo hacen muchos tratados de psicología en qué consiste la empatía. Imágenes que piensan, como las que proponía Walter Benjamin. En este sentido Ta-

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vares tiene la virtud inusual de reencantar el pensamiento abstracto con su escritura fragmentaria, narrativa y poética. A propósito de una pregunta que se hacía Wittgenstein («Si todos los hombres creyesen que 2 × 2 = 5, ¿2 × 2 sería aún igual a 4?»), Gonçalo M. Tavares argumenta en sus Breves notas sobre ciencia que

existe una segunda matemática tras la primera. Está hecha con aquello que es Error en la primera, y está también —como la primera matemática— hecha con orden y reglas. Los errores de la segunda matemática son también proposiciones incontestables en la primera matemática».

Esta aparente boutade se concreta aún más en uno de los capítulos de El barrio, «El señor Henri y la enciclopedia». Sostiene este vecino que «en tiempos antiguos existían dos matemáticas y ahora solo existe una», pues, al igual que sucede cuando se enfrentan dos pueblos, una aniquiló a la otra. «La cuestión es saber si la matemática derrotada no sería más inteligente que esta», añade el señor Henri, dado que bien pudo imponerse la matemática a sobre la b por ser más fuerte que esta, por ser como una lanza más larga, más eficaz pero no necesariamente más inteligente. Ahora bien, concluye el señor Henri, «la segunda matemática, la que se perdió en los tiempos, creo que dio origen, por caminos y subcaminos, a la poesía. Pero esto no es una seguridad. Es un cálculo poético». Finaliza este capítulo Tavares con la representación del famoso verso de Harmonium de Wallace Stevens, «Poetry is the supreme fiction, madame», traspasando de lado a lado, como una lanza, un perfecto cuadrado. Con ironía y humor, concretando lo abstracto, Tavares sitúa su reflexión en el origen mismo de la tradición romántica. Porque, aunque ilustrada (con ilustraciones), la enciclopedia de Henri no es la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, ese compendio del saber racionalista


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basado en la ilusión de lograr algún día encerrar la verdad en una tabla logarítmica, condensarla en una fórmula matemática, sino la enciclopedia romántica de Novalis. Tal vez porque, como queda dicho en esa insuperable epopeya por el mundo disgregado que es Un viaje a la India, «el mundo está hecho de pequeños párrafos, grandes saltos, ninguna continuidad», Tavares siente auténtica predilección por una estética de lo fragmentario y por pensadores como Wittgenstein, Nietzsche, Benjamin, Valéry y Novalis. Para este, al igual que para los demás románticos alemanes, el auténtico conocimiento surgía cuando el hombre era poseído por la verdad, cuando establecía una alianza con una plenitud desbordante,

«Me gusta mucho la idea de que cada forma de escritura llega a un sitio distinto, sí. De que la forma determina el fin» (G. M. Tavares)

ilimitada, cuando sentía, como Pascal, que la naturaleza era una esfera cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna. En este sentido, la Enciclopedia de Novalis se aleja de cualquier sistema racional, pues es un crisol de ideas fulgurantes, un organismo en gestación, un conjunto de conceptos apenas esbozados, fragmentos como a la espera de ser combinados según una lógica particular por el lector. Tanto en esta obra como en Henry von Ofterdingen, Novalis, en su ambición de romantizar el mundo, sostenía que había existido en los tiempos antiguos o existiría en el futuro una matemática superior que no es posible distinguir de la poesía. Esta matemática mística con la que soñaba Novalis se (con)fundía con la poesía, pues esta, a su vez, no era solo expresión lírica sino también algebraica, dado que «el álgebra es la poesía». Para el poeta, en efecto, las matemáticas eran la raíz cuadrada de la poesía; por ello resultaban tantas veces irracionales. La obra equilibrista, algebraica, de Tavares se inscribe en esta tradición a la que pertenecían asimismo poetas como Poe, Baudelaire, Mallarmé, Valéry, Eliot… No en vano, tras comentar que Bloom, el protagonista de Un viaje a la India, estaba «dotado de una rara inteligencia mental y práctica para resolver las incógnitas matemáticas y hacer un nudo eficaz en una cuerda», el narrador señalaba

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que hay problemas de poesía más difíciles que complicadísimos problemas de álgebra. Si el álgebra es una religión rigurosa, la poesía será una religión excesiva, una religión entre la embriaguez y un espacio donde las melodías más bellas descansan antes de conquistar de nuevo el aire».

La voz de Novalis surge alta y diáfana de entre esta música de las esferas, pero traspasada por una ironía —romántica, precisamente— que siempre resuena en la escritura de Tavares. Como cuando, también en Un viaje a la India, Thom C. (probable trasunto del matemático que creó la teoría de las catástrofes, René Thom) le pide a Bloom que se imagine a la mujer que le va a presentar como «una figura geométrica que, además de tener los lados perfectos, también liberase calor». Bloom, al oírle, no puede evitar acordarse de la vieja sabiduría de Platón colocada a la entrada de su Academia: «Prohibida la entrada a quien no sepa geometría». Con tantas alusiones matemáticas en su obra, ¿estará asimismo prohibida la entrada al universo de Tavares a quien no conozca esta disciplina? En «El señor Juarroz o el pensamiento» puede intuirse una respuesta a esta pregunta. Al señor Juarroz, un vecino de El barrio de posible ascendencia argentina, le gustaba organizar su biblioteca de manera secreta, de modo que, después de haber inventado varios métodos que fueron fácilmente descubiertos, decidió ordenarla «a partir de una progresión matemática compleja que envolvía el orden alfabético de una determinada palabra y el teorema de Gödel». Al poco tiempo

la biblioteca comenzó a ser visitada, no por entusiastas de la lectura, sino por matemáticos. Algunos pasaron tardes abriendo los libros y leyendo determinadas palabras, utilizando el ordenador para hacer largos cálculos, intentando así encontrar a toda costa la ecuación matemática capaz de desvelar la organización de la biblioteca del señor Juarroz».

Finalmente, un reputado matemático logró encontrar la fórmula de la serie numérica y, exultante, la hizo pública. Ante esta noticia, presa del desánimo, el señor Juarroz prefirió renunciar al juego y le dijo a su mujer que ordenara ella misma la biblioteca como quisiera. Desde entonces, «nunca nadie más descubrió la lógica de la organización de la biblioteca del señor Juarroz». ¢

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La novela en verso de Tavares

Búsquedas de un Ulises del siglo xxi José Ángel Barrueco

Gonçalo M. Tavares Un viaje a la India Barcelona, Editorial Seix Barral, 2014 448 pp., 19,00 ¤ No es necesario convertirse en un experto en la obra del escritor portugués Gonçalo M. Tavares para saber que sus libros han impactado a la crítica (y a una parte del público). Traducido a varios idiomas, premiado en numerosas ocasiones, aplaudido por autores prestigiosos… Incluso sin ser un experto pero estando al tanto de

su trayectoria, uno alberga esta certeza: que se trata de un escritor que siempre está innovando, tratando de atrapar otros estilos y logrando mezclar géneros sin miedo. Es alguien que siempre está o parece estar en proceso de búsqueda. En este sentido Bloom, el protagonista de la novela que nos ocupa, puede ser una especie de álter ego suyo, con una diferencia importante: este Ulises contemporáneo busca respuestas en otros países, conociendo a otras personas, tratando de saber si lo espiritual es auténtico o sólo una mentira

Del CANTO III 74

Pero mi padre aprendió la lección. Pagó unos intereses altísimos por una mala inversión, pero volvió a sentarse en su silla con ganas aún de levantarse. Hay que conocer la derrota cuando se es joven y fuerte, porque entonces los fracasos fortalecen, mientras que más tarde pueden debilitarnos. Una derrota a tiempo es lo que te hará ganar a tiempo. Y eso puede darse en dos momentos o en uno. Me parece.

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La intensidad con la que nos aplastan no importa, de hecho, lo importante es la intensidad que nos queda después de haber sido aplastados. La realidad no es algo físico, sino un presentimiento que nos asedia, repugnancia o, a veces, raramente, una impresión feliz.


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más de las guías turísticas, mientras su creador, Tavares, busca esas respuestas en la literatura, en el interior de sus artefactos narrativos. Lo primero que debemos señalar es que Un viaje a la India está estructurada en diez cantos, y cada canto contiene más de cien poemas breves. Estamos ante una novela en verso libre: épica, arriesgada, insólita en su concepción en estos tiempos. No es la primera vez que alguien emprende esta aventura en los últimos años: ahí están las novelas en verso de Dorothy Porter. Pero es muy posible que Tavares vaya en otra dirección, al preferir el aforismo y el guiño a James Joyce antes que la trama.

Ulises en el siglo xxi

Bloom es un hombre joven a quien dos tragedias han marcado en Lisboa: su padre ordenó asesinar a la mujer que él amaba; y él mató a su padre como venganza. Este viajero huye para olvidar, huye para sanar dos heridas, la de la pérdida y la del asesinato, huye en busca de respuestas y opta por hacerlo en la India. Allí cree que podrá encontrar sabiduría, espiritualidad, sosiego sentimental. Y no tardará en descubrir que, a veces, por mucho que corramos, por mucho que nos ale-

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Para mí, pensar y contar historias es el mismo mundo, no dos separados; no me interesa explicar sólo una historia sin más sino que ésta lleve a la reflexión al lector; cada vez son más raros los espacios para pensar y para mí la lectura es un mundo de lentitud ideal para ello; no rechazo el placer, el ciclo de novelas mías de Barrio [El señor Valéry; El señor Brecht…] ya responde en parte a eso, si bien yo busco más al relector que al lector. (G. M. Tavares)

jemos, no habrá perdón ni olvido ni otras soluciones. Entre el punto A (Lisboa) y el punto B (India) de su viaje, Bloom se detiene en otras ciudades: Londres, París, Viena, Praga. Lugares emblemáticos donde reposar la mirada y cruzarse con otras personas. Donde

Del CANTO IV 73

Porque Bloom quería olvidar una primera tragedia que el mundo le infligió: su propio padre había ordenado asesinar a la mujer que él amaba; y porque quería olvidar, también, una segunda tragedia que él mismo, Bloom, había infligido al mundo y que solamente ahora revelaba: Bloom había matado a su padre. De ahí la urgencia por escapar del sitio donde el mundo había existido demasiado. De ahí, el viaje. Y de ahí, un poco por eso: la India.

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Su padre mató a la mujer que él amaba y Bloom mató a su padre. Así que necesitaba olvidar dos veces. Y la calidad de olvido que se necesita es enorme cuando alguien quiere olvidar la muerte de dos personas a las que ama, y hasta el propio crimen.

• Del CANTO V 10

Viajar no sólo es bueno para los hombres, para los propios recorridos también es bueno que haya hombres que los recorran. Un camino es como una casa:

comprobará que, aunque se haya alejado, los lobos siguen acechando… pero también existen unas pocas personas con las que entablar una amistad verdadera. Bloom es consciente de una sola evidencia: que puede que no vuelva, que quizá el viaje sea sólo de ida. Así lo señala en la página 169: «Antes de la partida me había preparado, no obstante, para morir, / pues cuanto más alejado de la tierra estoy, / más me acuerdo de que le pertenezco».

Aforismos

Señalábamos antes que a Tavares no le importa tanto la trama como la solidez del verso, la profundidad de cada poema, el estilo que va hilando aforismos y sentencias, enseñanzas y apuntes de tono filosófico. Quienes busquen una novela de aventuras o de tramas paralelas e intrincadas se sentirán decepcionados: Un viaje a la India es uno de esos libros para leer poco a poco, abriéndolo de vez en cuando (incluso al azar, como he hecho yo después de la lectura inicial: abrirlo por donde a uno se le antoje, leer un poema y retroceder o avanzar unas páginas). Leerlo de corrido supone un riesgo porque la cantidad (y la calidad) de los aforismos en

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verso es tal que se asemeja más a un libro de filosofía o de ensayo que a una novela tradicional. Esa abundancia logra que a veces el lector se sienta saturado si ha decidido abarcar un canto completo de una tacada. Un viaje a la India cuadra perfectamente con el pensamiento de este siglo y nuestros modos de vivir actuales. Es fragmentaria porque cada vez somos más esclavos del fragmento en nuestra vida: las redes sociales, los titulares, los reportajes livianos, los mensajes brevísimos, los múltiples canales de televisión, la oferta inabarcable del capitalismo mediante sus artimañas de consumo… Es filosófica porque necesitamos algo a lo que aferrarnos dentro de este caos, un cierto orden que nos aclare las ideas y nos muestre qué caminos tomar. Es épica porque establece ciertos paralelismos entre Ulises y Leopold Bloom y este Bloom portugués, e incorpora al final un itinerario de temas titulado «Melancolía contemporánea», en el que el autor señala los asuntos que ha ido tratando en cada canto: memoria, futuro, identidad, infancia, enfermedades, seducción, experiencia, ciudad, amor, juventud, tiempo… Es, en definitiva, un mapa de sentimientos y de vivencias, con traducción (magnífica, por cierto) de Rosa Martínez-Alfaro. ¢

hay que abrir una ventana, de vez en cuando, para que circule el aire. El camino tiene que airearse y los hombres que lo recorren son los que ejecutan esa tarea. Son los hombres y las mercancías quienes se encargan del mantenimiento de la carretera.

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Y el mundo no tiene mitad porque nunca está entero: las generaciones de animales, hombres, plantas y otras materias organizadas se suceden: cuando unos mueren, otros nacen: nunca permanecen todos juntos alrededor de un banquete. El mundo nunca está completo: faltan las personas que se nos han muerto.

• Del CANTO IX 88

No obstante, ese hombre que ya ha reflexionado sobre todas las cosas, Bloom; ese hombre que ya ha amado y ha sufrido, que ha visto morir, que ha matado; ese hombre que pensaba poner la existencia boca abajo, partirla en dos como si fuera un casco de botella, es el mismo hombre que ahora acaricia las nalgas más o menos firmes de una mujer de la que ignora el nombre. ¿Quién es Bloom? Nadie lo sabe (y mucho menos él: está demasiado cerca).


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elcuaderno 9

los libros negros Chus Fernández

Llega el otoño como se baja la verja de un local en el que no han sido apagadas todavía las luces y el cartero lo recibe de una sola vez, con una perplejidad amable, serena, que en cierto modo contrasta con el estruendo simultáneo de sus huesos, de todo lo de uno que vibra, y para el que nunca se está preparado. Sin aminorar apenas el paso, se sienta, lo que no es de extrañar: muy pocos llevan a cabo su ruta con la determinación de un río para el que todo detenimiento es imposición u obstáculo: algo que sortear, erosionar o derribar, dejar atrás simplemente, y con esto quiero decir que el cartero interrumpe su marcha y se sienta en el respaldo de un banco, sin apoyo alguno, dispuesto a saltar en cualquier momento y reanudar su ronda, intentando de esta forma arañar un poco de su juventud y un poco de su infancia, lo que, incluso sumado entre sí, quizá no sea suficiente para seguir, pero sin lo que no se puede seguir de ninguna manera. Se sienta el cartero y recuerda: entra en contacto. Piensa en el verano como pensaría en la carne de una fruta que se quedó en la piel que le iba quitando y por sí solas vuelven las lecturas de esos días, propicios, en un principio, para la distensión, para la permeabilidad. La guerra: la emoción ajena al compás del argumento propio o el argumento propio necesitado de la emoción ajena, el ensimismamiento experimentado como algo exterior, como una conexión total: más que la fusión con lo que a uno le rodea, la consciencia absoluta de todo ello. La locura: un razonamiento desbordante, singular, búsqueda que se adelanta a la falta de lo que se busca. La muerte: un hecho más, algo que merece ser nombrado como lo merece

un tenedor, un tendal puesto a prueba dría hacer la propia mano; para que por el peso de una toalla mojada o el se vuelva la herramienta, distancia. tumulto nervioso que tiene lugar en El hilo que cose la carne es negro. Las el interior de una caja en la que un ca- cifras también. Difícil encontrar en mí la empachorro, a través de su agitación, de su incesante envite, continúa, o lo pre- tía: dar por supuesto que hay otro y tende, sin que por ello tenga la menor que ese otro es o podría ser igual que necesidad de avanzar. Recuerda a la yo. A veces me creo falto de ese don: gente como se recuerda una corriente habilidad o virtud según sea acción de aire que adquiere la forma de aque- o respuesta. Y, sin embargo, de vez llo que altera o por un instante se lle- en cuando, siento al cruzarme con va consigo, esas hojas sin ir más lejos, alguien ese peso. Son casos excepcioremolino que por describir el propio nales, aislados, que no me convierten vagar es círculo violento, y recuerda, en alguien bueno. Quien quiera conpor último, la destrucción o la manera vencerme de lo contrario tendrá que que tienen los hombres de reaccionar explicarme todo este odio, el que aún a la evidencia, gradual o súbita, de que despierta en mí el chico de la gorra las cosas, de las más grandes a las más pequeñas, solo pueden servirles de ayuda mientras están siendo hechas por ellos. De ahí la guerra: interminable proceso, «Una crisis económica tan continua promesa por forprofunda y larga preanuncia mularse; de ahí la muerte, siempre una dictadura. Cuando algo con lo que se puede una persona dice que lleva cinco contar, casi tangible en su años en el paro es una frase que derecho a ser considerado lo nos desarma, es casi una disculpa; único digno de ser dado por supuesto, una parte más de es difícil recriminar a alguien de una misma cosa, común. Al algo si tiene unas necesidades leer, le conmovieron, como a básicas no satisfechas; cuando muchos, los vencidos, pues en llevas tres, cuatro o cinco años la derrota, en lugar del limitasin trabajo, los límites éticos van do alcance del empeño acostumbra a apreciar el ilimitado cayendo por más buena formación alcance de la esperanza. Pero la ética que tengamos. La moral tiene lógica no te acerca a la piedad. que ver también con lo material; es Un hombre que no sabe qué trágico decirlo pero es así: cuando hacer es un hombre que sabe estamos satisfechos es fácil ser todo cuanto puede saber acerca de sí mismo. Si alguien se arroja ético; cuando no, aparece una desde una azotea no es porque segunda moral y nadie de nosotros haya perdido la esperanza sino sabemos qué haríamos instalados en porque la esperanza se ha vuelto esa segunda moral» (G. M. Tavares) insoportable. Construimos máquinas para que hagan lo que po-

que el otro día, en el parque, le dio una patada a su perro, y que sé menor, mucho menor, que el odio que hoy sentiría hacia mí mismo si, en cuanto lo vi, hubiera matado, no hay otra palabra, al chico por haberle hecho daño al animal. Ante él pasa una vieja que mira furtivamente el carrito amarillo apoyado en el banco y el cartero siente o intuye que la vieja no tiene a nadie y la saluda, pero no con la mano, porque lo que quiere es recordarle algo, simplemente eso, así que la saluda, sin pronunciar su nombre, porque no sabe cuál es. Cuando faltan los nombres aparece la voz. O su recuerdo: domingo: tarde, después del reencuentro, no del todo inesperado, aunque sí casual, de la noche anterior en la inauguración del bar de unos amigos comunes, el edredón y la ropa a los pies de la cama: No tuvimos hijos, ¿quién nos va a cuidar? Que no nos lleve la reacción del cartero ante la visión de la vieja a tomarle por alguien que acostumbra a sentirse cómodo en la proximidad, en el encuentro con cualquiera que no sepa suyo. Se detiene más tiempo del necesario delante de los buzones, es cierto, pero no lo es menos que mira de reojo el ascensor como quien, al ver acercarse hacia él un cuchillo girando por el aire, se pregunta cuál de sus extremos será el que finalmente empuñe. Sabe que la distancia es cosa de dos, algo exacto y al mismo tiempo no fiable pues se debe por igual a la urgencia que a la medida: latido y reflexión: la guerra está ligada a la distancia de una forma tan íntima como solo dos palabras pueden estarlo. Depende de lo que se


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elcuaderno

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«No tengo una conclusión definitiva. No sé si es mejor o más actual la escritura fragmentada. Además lo fragmentado no es típico del siglo xxi, es muy antiguo, los aforismos, por ejemplo, no son algo novedoso. Tiene que ver con lo que le he dicho antes. Me gusta el fragmento porque obliga a ir a la esencia: tú tienes un corto espacio en el que has de poner lo máximo. Y eso me gusta mucho. Se trata de que cada frase contenga una idea. El fragmento no es solo que permita esto, sino que lo exige. Muchas veces leo libros muy largos en los que aparecen páginas y páginas que no tienen nada, ni una idea, que decir. Para mí cada frase tiene que decir algo sustantivo. Escribir una frase es una responsabilidad. Creo que hay que escribir una frase solamente si tienes algo que decir. Por eso la narración breve es tan difícil» (G. M. Tavares)

puede cuantificar y de lo que, aun no siendo nada, exige ser expresado. Camino de la oficina paso cada día frente a la que fue nuestra casa. No tengo por qué. Pero sigo pasando. Están secas las flores de tus plantas, los geranios del balcón. Hoy mismo quise morirme cuando te vi quieta detrás de las cortinas y cuando, un instante después, al volver a mirar, ya no estabas allí. Así exhibe la imagen su poder: exigiendo la compañía de la palabra. Y, en su sueño de ser completada, aspira tanto a la muralla como al marco. A una extraña clase de profundidad. Completar la imagen con lo que debería brotar de ella es evidentemente imposible, y lo que se sabe imposible y se intenta igualmente es la escritura:

el recuerdo en voz alta. No un grito. Nada que ver con eso: el grito se quiere breve para que pueda darse cuanto antes el cese, el cambio que a través de él se intenta provocar, mientras que si algo anhela lo otro, el recuerdo en voz alta que solo oye uno, es la prolongación, el mantenimiento, menos dirección que rumbo. El verano. Los libros negros. La convivencia o los amantes tensando constantemente una cuerda sin saber que lo único que va a acabar rompiéndose son ellos; la lectura, una sed que al saciarse se crea, siempre a punto de extenderse o fijarse, la sombra de una experiencia que se diluye o toma cuerpo, sin que pueda llegar a tener nunca un mismo significado aunque sea siempre igual de importante. Si el libro justifica al ojo

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o a la mano es algo que ahora mismo el cartero empieza a comprender que desconoce, no algo que se esté preguntando. Que no todo va a ser estar en pie, ni camino de algún sitio, dice de repente mientras echa hacia atrás el rostro ofreciéndose al sol del mediodía, en un tono que va descendiendo poco a poco y que le hace sonreír y a la vez bajar la vista, como quien se lleva con un dedo una pequeña parte de la tarta aún intacta de una boda: son tantos los gestos sin malicia capaces de arruinarlo todo. El cartero tiene veintinueve años, tal vez treinta y cinco, quién sabe si cuarenta y dos, en ocasiones sesenta y siete, depende de con quién se encuentre en el portal o en el rellano: de quién le separe el umbral y en qué momento, depende, por tanto, del cansancio, pues solo el cansancio es instante e interlocutor al mismo tiempo. Así que ahora el cartero es joven, poco más que un crío, porque está sentado sin alivio ni abandono. Lo que pasa, piensa, está ahí, al margen de nosotros, para ser una sucesión de hechos sin necesidad de ser más que eso, no como tú ni como yo, añade tras una pausa, tan intensa como breve, pese a estar solo en el banco, en cuyo respaldo lleva ya un buen rato sentado. Dice en voz baja el nombre de alguien y no pasa nada. Es un hombre sin suceso el cartero, pues ha dicho algo, un nombre ni más ni menos, y no ha pasado nada. Se siente afortunado sin embargo: después de todo, un nombre ha permanecido. Recibe una llamada, una vibración: la vida tiene estas cosas. Asiente a la vez que dice: Sí, soy yo. Y en un movimiento que es fruto tanto del pudor

como del rechazo, se pone de pie y se vuelve y escucha y finalmente repite, en alto y en realidad para sí: Treinta de septiembre, cinco de la tarde, admisión, puerta principal, tarjeta sanitaria, llevar la medicación que esté tomando. Se despide. Gracias es la última palabra que, de vuelta a la oficina y con parte del correo aún por repartir, recordará, no mucho más tarde, haber dicho. Un temblor en la voz, o su falta, es también un libro de filosofía. ••• Me mata esta ligereza de ahora, el carrito apenas toca el suelo, se zarandea sin gracia y tengo que esforzarme, constantemente, para que vaya recto. Yo intento hacerlo todo igual que siempre: alguien a quien no le afectan los cambios es alguien que en algún momento podrá hacer que las cosas cambien. La rutina convierte un sistema en un método: en algo impersonal; la continuidad convierte un método en un sistema: en algo personal, pero bueno, ya pensaré en eso más tarde. Antes de comenzar mi ruta distribuyo a lo largo de mi mesa las cartas. Caligrafía es una palabra que me vuelve extranjero, como los zumos de cartón, los guantes de colores, las cintas que algunos llevan para que no se les caigan las gafas de la cabeza (como si eso fuese lo que importara cuando agacha uno la cabeza), los pijamas que parecen un chándal o los otros cables de un ordenador. El dolor de espalda es un remordimiento. ¿Qué va a ser si no?, ¿una protesta? Un resfriado, eso sí que es una protesta, una expresión del asombro, el cuerpo resistiéndose a aceptar que ha pasado ya el verano.

POESÍA

NARRATIVA

Camino de las cárceles Luis Fernández Roces El sol tras el bosque Robert Hass Traducción de Andrés Catalán Marco Valerio Marcial. Antología de epigramas Marco Valerio Marcial Traducción de Pedro Conde Parrado Antología poética Stanislaw Baranczak Traducción de Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska Amplitud / Amplitude Tess Gallagher Traducción de Eli Tolaretxipi Pronóstico del tiempo Daniela Martín Hidalgo Un corte que no sangra José Luis Gómez Toré Hernán Cortés nº 10 Ricardo Labra

Camposanto en Collioure Miguel Barrero La reconversión humana Ángel Falcón Instante en Lucio Fontana Francisco León

AFORISMOS

Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos (1980-2012) José Ramón González La ventana invertida y 130 paradojas más Miguel Catalán Artificios Fernando Menéndez Salpicaduras Fernando Menéndez Nunca mejor dicho Karlos Linazosoro

www.trea.es Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es


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ti, lo que no pueda convertirse en un ritmo. Un hombre fuerte siempre será un hombre desconfiado porque no concibe la esperanza. Una guerra no es un enfrentamiento, ni siquiera un combate, la disputa más viva. Una guerra es la constatación de un desequilibrio. La obsesión de unos en afirmarlo; la obsesión de los otros en negarlo. Se extiende la mancha de café por una de las páginas del periódico de ayer y el cartero la ignora, como si la considerase alguna clase de error intrascendente, una molestia que en realidad no cambia nada, vuelven a su cabeza los libros negros, y toma otro sorbo, ya frío, y sigue leyendo el periódico, pensando, diciéndose que la anarquía no es la negación de las leyes sino la aceptación de todas ellas, la abolición en conjunto de las cosas que nos cuestionan al no ser capaces de cuestionarlas por separado. Que el invasor no persigue hacer más grande su casa sino hacer del vecino un sir«¿Cómo se hace hoy la censura en Europa? viente. Que el invadido ha de No ocultando nada sino con la velocidad: vivir pese a todo y eso le oblirápidamente una noticia importante es ga a tratar de justificar ante sepultada por otra y por otra y en cinco sí mismo cualquier acto, a minutos una decena de noticias banales poner en duda cualquier están encima de la esencial y estructural, creencia o aferrarse a ella, que sagrado no es lo que nos que será digerida en dos horas cuando exige muestras de nuestra necesitaría dos años; la velocidad es un fe sino lo que nos la devuelcensura inconsciente. Hay que parar a ve. Que todos somos pequereflexionar pero parar es visto, hoy, como ños cuando hacemos ruido algo negativo, como no estar al ritmo y, aun sabiendo esto último o quizá debido a ello, que lo únide los tiempos» (G. M. Tavares) co que odia de su trabajo es que, a menudo, al llamar al azar para que le abran la puerta del portal, despierta a los niños de su siesta. Comprennuestro alrededor una forma cual- de la furia de los padres: el arrebato, quiera que como mínimo se le pa- como cualquier exceso, describe una rezca, y porque en todo encontra- carencia. Y el silencio es una llave mos un mismo reflejo, sea cual sea que sirve para cerrar las puertas de el espejo, o lo que nos es devuelto los otros y para abrir las propias. Lo que el análisis pretende por encima por él. de todo no es comprender sino dejar Y porque sufrimos hablamos. a un lado la emoción, o hacerle un siEl relato es la respuesta que les damos a los demás; la narración, la tio, ya sea en una estantería o en un pregunta que nos hacemos a noso- engranaje: transformarla en retórica tros mismos: esa escritura se alcan- o, quizá, en algo útil. El amor es una za cuando se cae en un lugar en el circunstancia, sí, pero cuántas vueltas y cuánto daño fueron necesarios que nunca desearíamos haber caído y que solo durante el habla sentimos para llegar a esa conclusión. ¿Por qué te fuiste? estar abandonando. Ser humano: en No dejaba de preguntármelo. la separación entre las dos palabras que dan nombre a algo, su lucha, su Si faltaba algo. O si yo no lo tenía. Siempre fue así, en todo, me doy destino. Cada vez que recuerde este cuenta ahora. ¿Sabes lo que es no día el cartero tendrá la sensación de haber cruzado la ciudad mediante poder más? Sí. un único movimiento. También yo creía saberlo. En el fondo, piensa el cartero en ••• cuanto acaba de llenar su carrito El zumbido del exprimidor se dispuesto a comenzar un día más su ronda, ya todo son facturas, o oye en toda la casa. En su mano, despublicidad: facturas por llegar. Alcalzo y en pijama, la mitad de una gún día pasaré bajo tu ventana y no naranja. Todo lo que no es zumo que cae es miedo, la pérdida anticipada. miraré hacia arriba. O al menos no Abre las ventanas, cartero, deja que me alegrará ver que siguen secos tus se disuelva o se funda, al margen de geranios. ¢ Me sienta bien de todas formas cargar con cajas de un lado a otro de la oficina o llenar el carrito y notar en ambos casos que llevo conmigo algo consistente, una carga, no; todo lo contrario: un peso, que mi cuerpo absorbe con alegría mientras fluye otra vez acelerada la sangre. Algunos somos así: reemplazamos la plenitud por la intensidad. Trazamos los límites con pulso débil para repasar después, con firmeza, los bordes de esos mismos límites, pero solo por su parte interior. Alguien se detiene y apoya su frente en el tronco de un árbol, llamemos a eso rezo. El hombre es un mundo hostil. Sufrimos porque hay en el cuerpo un anhelo constante de ocupar consigo mismo el vacío que acoge, de identificar en lo que tenemos a

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Tavares, el enciclopedista Fernando Menéndez

la virtud y el problema del enciclopedista: confundir la sed de justicia con el orden alfabético; el amor, con la segunda acepción de una palabra. vislumbrar una biblioteca. Pensar que el orden no es más que un desorden caprichoso. nada que no se pueda clasificar de la A a la Z: Borges, los nacionalismos, la melancolía… el enciclopedista que silba para disimular su miedo: Vila-Matas y Bartleby y compañía; Melville y Moby Dick. en la escuela tuvo que hacer un herbario. Era un sábado lluvioso. Solo encontró helechos. Siempre se comienza por una frustración. imprescindible saber francés: no ya solo Diderot. Perec, Barthes, Perec. la obsesión por las listas, la necesidad. La enciclopedia nace del pueblo: apuntar lo que hace falta antes de ir a la farmacia, a la frutería, al mercado. «decir todo de una frase, ahí reside el valor de quien escribe. Amenazar con decir todo en las frases siguientes, ahí está la cobardía. El aburrimiento produce documentos» (A de Adorno). en cada entrada de una enciclopedia; en cada volumen escogido para una biblioteca: el aliento de Homero, no la sequedad del burócrata. concebir una enciclopedia por heterodoxia, por intermitencia: Alberto Savinio.

el alma, las coles o el desierto. Cualquiera de los tres puede ser desglosado en un alfabeto. Así operaban los monjes en la Edad Media. Bernardo Atxaga los recupera como una manera de desatascar la escritura, de allanar un concepto. El enciclopedista como monje, como domador. el motorista que esconde bajo su cazadora un libro de goloso título: Biblioteca. El viajero que nunca sale de casa. El vértigo de echarse atrás con todos los preparativos hechos. La posibilidad de casi ir a los Países Bajos, a Malta, a Paraguay, a Córcega… cada Navidad, un tomo nuevo de la Larousse ilustrada. La primera palabra que buscó: manatí. «una frase no debe ser el recorrido, debe ser el tren. Y si no entiendes la diferencia, no escribas» (G de Gadda). un diccionario de etimologías fantásticas. Un atlas con nombres del santoral. Un bestiario humano. extrañeza ante la Wikipedia: de simultaneidad perece el mundo. foster Wallace y su afición a recopilar neologismos: la eterna juventud. la etimología es un poema con rima. El neologismo, un verso libre. El extranjerismo: un nuevo rico. bibliografía básica: El aleph, La literatura nazi en América, Libro de los venenos, Historia natural, De la naturaleza de las cosas…


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«el mundo es nuevo, pero tiene arrugas. Por la mañana el mundo todavía no es una obra maestra» (T de Tolstói).

ne nombre a lo que no tiene. Quien inventa nombres corre el riesgo de convertirse en un ser religioso, casi en un pequeño dios.

no ser ingenioso ni sarcástico como norma. Hay caracteres que destacan mejor en la excepción: Ambrose Bierce, El diccionario del diablo. Las ciudades de provincias están plagadas de espectros que trataron de imitarlo.

el catálogo de Ikea, uno de los libros más leídos del año. Una enciclopedia de bolsillo donde cada objeto tiene su nombre propio. Lujuria de los nombres. Obscenidad. Euforia. Identidad. Krokig, Elsabo, Gäspa, Myndig, Hilver, Isberget…

A menudo, el enciclopedista le parece a sus congéneres un ser escéptico y desanimado. El escepticismo es el origen de toda investigación. El desánimo es el verdadero aliento de la escritura. Un ímpetu disfrazado, una paradoja. Bouvard y Pécuchet.

montaigne. «Solo quien se divierte es invadido, he ahí una máxima que descubrí entonces» (M de Montaigne). Montaigne. Volver a estudiar latín. Rejuvenecerse a base de antiguas civilizaciones.

«Trabajo a partir del alfabeto» (G. M. Tavares)

observar y escuchar. Prevención contra la primera persona del singular. El enciclopedista, al igual que los escritores de género, disimula sus pulsiones entre los avatares ajenos. error de observador. Después del tercer prodigio el observador se cansó y, exigiendo por encima de todo acontecimientos diferentes de los anteriores, y lleno de curiosidad, se dirigió hasta el lugar desde donde se podría ver lo que la mediocridad hacía. Entretanto, en otro lado, los prodigios continuaron hasta el momento en que, desolados por no estar nadie allí para verlos, pararon, desistiendo para siempre. (Gonçalo M. Tavares, Breves notas sobre el miedo.) enciclopedias que actúan a la inversa, en las que no se definen los conceptos sino en las que se po-

pero hay palabras que se resisten, sería mejor decir que se esponjan. Melancolía. Más allá de la nostalgia. Más acá de la tristeza. el edén es la síntesis. La verdadera sabiduría: condensación. Historia, mitología, ciencia, política, botánica, astronomía… todo se junta en «Las causas», el poema de Borges. Inventarios, enumeraciones, cosmología de mano: ponientes, Adán, hexámetro, clepsidra, arenas, Farsalia, ruiseñor, nubes… el lenguaje. El lenguaje utiliza la ciencia para alcanzar la ilusión de Verdad, al igual que el lenguaje utiliza el arte para alcanzar la ilusión de una cierta Belleza. (Gonçalo M. Tavares, Breves notas sobre ciencia.) clasificación. Clasificar es una poesía unánime. (Inútil, por tanto, para un individuo.) (Gonçalo M. Tavares, Breves notas sobre ciencia.) ¢

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El jugador número doce Hermes González

En las palabras de Barthes escucho el eco de unas de Montaigne: «Con tantas cosas que tomar prestadas, me siento feliz si puedo robar algo, modificarlo y disfrazarlo para un nuevo fin». Enrique Vila-Matas

Claro que todo lo que se dice del mundo es dicho a partir de un sitio y un momento. Sitúe el lector al autor de este texto en la sala de cámara del auditorio de su ciudad, podemos decir de su barrio. Está sentado entre su mujer y uno de los amigos con los que acuden al estreno de Too Much Johnson, película muda de Orson Welles que se creía perdida y fue encontrada en 2008 en el almacén de una empresa de transportes en la ciudad italiana de Pordenone. Dicho descubrimiento descabalga a Ciudadano Kane como la ópera prima del genio.

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No descubrió nada, lo inventó todo. No inventó nada, lo redescubrió todo. Sepa el lector que el autor del texto tiene a su mujer a la izquierda, del lado de la cama que no es el suyo y eso le incomoda, todo lo que es importante no existe en dos tiempos, sino en un único tiempo. Se lo hace saber a su amigo de la derecha. La película es una obra de enredo. De falsas identidades y huidas. La película está sin montar. El marido engañado comenzará la persecución con la fotografía rota del amante. Para su búsqueda, hilo del relato, tras un tiro de aquí tiro de allí con su mujer, solo tendrá la parte superior del retrato, de cejas hacia arriba. La proyección tiene el aliciente de que el creador de la banda sonora y sus músicos la ejecutan en directo: una mesa de mezclas, un violín, una batería y una trompa. Luego, la voz y la guitarra se acoplarán. El autor de este texto recuerda entonces a su amigo Pablo y su teoría de lo limitados que somos de ojos hacia abajo y lo ilimitados que somos de ojos hacia arriba. Pablo es economista y recolecta aforismos. Propios e impropios. Tal es la abundancia en tierra de campos. A Pablo le gusta escribir aunque ya esté escrito. Vivo a pesar de la lógica. Si ya no tuviese fe en la vida, si dudase de una mujer amada, del orden universal, persuadido por el contrario de que todo no es más que un caos informal y maldito, incluso entonces, a pesar de todo, querría vivir. Quizá sea esta la puerta por la que el autor de este texto acceda a la escritura sobre el libro cuya lectura ahora le ocupa. El barrio, de Gonçalo M. Tavares. Libro de libros y de señores cuyos apellidos puede que induzcan a una primera lectura mayúscula de lo cotidiano… Cada verso exige dos sorpresas enteras: una


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entre el centeno. El autor de este texto no tuvo suerte. En el momento «Si tengo una idea que ocupa cien en que uno cuenta cualmetros cuadrados, mi trabajo ha de ser quier cosa, empieza a mantener la idea pero ponerla en diez echar de menos a todo el metros cuadrados» (G. M. Tavares) mundo. El 3 de junio de 1991, fecha del nonagésimo tercer cumpleaños de Rosa Chacel, se terminó de imprimir Lo inmortal y otros enAveiro, en el norte de Portugal, y ac- sayos de literatura, de Moisés Mori. tualmente es profesor de teoría de la Conviene aprender los poemas de ciencia en la Universidad de Lisboa. memoria, así puede uno leerlos contiCuántos yoes de papel habrá puesto a nuamente, construir sobre ellos cadenavegar durante su niñez por alguno nas infinitas, recrear pormenores de los canales de la publicitada Vene- siempre vivos… El 14 de septiembre cia portuguesa Gonçalo M. Tavares. de 2013, aniversario del fallecimiento Gonçalo Eme. Eme de Manuel. ¿Por de Isadora Duncan, se terminó de imqué no eme de Moisés? Sí, eme de primir Arte y romance, de Moisés Moisés. Eme, también, de Mori. Tengo Mori. Creo —me digo— que soy eso / y así puedo decir / que no soy / que no soy nada: arte puro. / Pan y migas. Moisés Mori. La lectura se hace escrita cuando encuentra esa paradójica y frágil verdad: en los grandes autores, en los márgenes de lo instituido, en los clásicos, en los próximos, en las obras completamente olvidadas…, allí donde el lector levanta la cabeza —como el buen futbolista, piensa aquí el autor de este texto— y siente el deseo de trabajar. De ser, de buscar; de hacer algo más. Ahora lo sabe: Moisés Mori, el jugador número once. El autor de este texto ya se está yendo. Seis mil setecientos veinticinco caracteres sin espacio. Apremia el señor Tavares: Es peligroso creernos mayores Gonçalo M. Tavares | © Nuno Ferreira Santos / http://www.publico.pt/ que nuestra tarea. Sentémonos en el banquillo. Demos de comer a los gorriones. Excurso: Finaliza el texto su autor Nalón… El autor de este texto aprove- tantas cosas en mi cabeza, no pueden cha la deriva sonora para hablar aquí ser todas para mí. Moisés Mori. El au- durante el primer día verdaderade su origen, siempre acaba hablando tor de este texto tuvo un profesor de mente otoñal de octubre. A las perde sí. Nació muy cerca de un lugar que lengua y literatura que para ejempli- sianas venecianas les pesa el encogillaman Entrepuentes, donde se jun- ficar la articulación del fonema equis miento. La lluvia deja itinerarios en «Un libro no puede tan el río más importante de la re- se presentaba así: «Me llamo Moi- los cristales. Seguir una gota hasta dar el mismo placer que gión con el principal afluente en su séX, vivo en un seXto y fumo ReX». El su sorpresa. De este lado la mujer es contemplar un paisaje muy curso alto-medio. El autor de este profesor Moisés apenas se sentaba temperatura. Parque de Invierno. bonito, quiero que mis libros texto hasta ya entrada la adolescen- durante la clase. Iba de un lado a otro ¿Cómo poder salir de su escritura? den cierto placer al ser leídos, cia no tuvo cama propia. Dormían de la tarima o caminaba por uno de Es necesario mirar mucho tiempo pero también que generen una tres hermanos en una habitación los dos pasillos que separaban las tres una forma para ver la grieta. En la llude dos camas separadas por una filas de pupitres mientras acompa- via desborda lo finito: el tacto imita el ligera resistencia, cierto dolor al mesita con una lámpara y sobre la sando paso y voz hablaba de Macha- primer tacto. Los cuerpos como conlector, que creen inquietud, que que siempre estaban la Biblia de do o Juan Ramón, de yuxtapuestas o tadores de escondites. Quisiera que irriten, que alguna frase le aburra Jerusalén y el número corres- subordinadas… Con un pequeño cua- mi libro / fuese, como es el cielo por la o que otra le obligue a pensar en pondiente de El Caso. Sus dos derno de anillas y hojas cuadricula- noche, / todo verdad presente, sin hisella un buen rato y deba volver al historias bíblicas preferidas eran das en la mano. De vez en cuando mi- toria. Interminable trina la tinta en la la de Sansón y su acertijo: Del raba el suelo como si buscase una redención de lo enunciado. Te mandía siguiente o meses más tarde, que come salió comida, y del moneda. Del profesor Moisés y su daré mi canción: / «Se canta lo que se que se vea impelido a coger un fuerte salió dulzura; y la de extrema delgadez corría por el insti- pierde». En la mirada, fluir de las holápiz y participar en su mundo Moisés, de las aguas lo he saca- tuto la leyenda de que unas extrañas jas de los árboles que retienen la lluvia subrayando, redondeando, como do, y la zarza ardiendo: Yo soy fiebres cogidas en el África ardiente, que luego, quizá cuando ya no llueva, hago yo mismo como lector.» (G. el que soy. Gonçalo M. Tava- a la que habría llegado como misio- lloverán. Adherencia en el fermento res (Luanda, Angola, 1970). nero, eran las causantes. Siempre lle- de lo leído. Engrudo de lo no sabido. M. Tavares) El autor de este texto lee en vaba abrochado el botón superior de La belleza en ambos lados de la voz. la solapa de El barrio que el la camisa. Un día sorteó entre los To-do-es-ta-ba-re(s)-suel-to. No es escritor pasó la infancia en alumnos un ejemplar de El guardián un buen día para coger la bicicleta. ¢

que comienza donde comienza el verso y otra que comienza donde comienza el medio del verso. Valéry, Henri, Brecht, Juarroz, Walser, Calvino, Breton, Kraus, Swedenborg y Eliot. Podría ser esta la alineación de uno de esos combinados de jugadores internacionales que se reúnen para disputar uno de esos partidos de exhibición. O recaudatorio a beneficio de alguna causa: por ejemplo, la de los escritores que siempre escriben después de otros. El autor de este texto repite la lista de los habitantes de tan peculiar vecindario sin perder el sonsonete radiofónico de las tardes de carrusel. Los va disponiendo sobre un aquí que pueda ser cualquier parte. El señor Valéry, por lógica, en la portería (Actuaba sin pensar en los efectos de su acción. Actuaba porque le gustaba la acción que hacía). Los laterales, para el señor Henri y su apetencia por la absenta (Tengo casi tantas necesidades intelectuales como fisiológicas) y para el señor Walser y sus expectativas (La sensación era de que algo que era necesario hacer estaba siendo hecho). Como cierre coloca al señor Brecht y sus historias (La guerra comenzó y todavía no estaban listos los mapas). Por delante del señor Brecht, el señor Juarroz y la ubicación de Dios (Quiero llenar este cajón de vacío). Para el señor Calvino, transportador de paralelas, el centro del campo (Desde aquella ventana el mundo no era igual). Al señor Calvino lo acompañan en la parcela central el señor Breton y sus respuestas (¿Cómo lograríamos enamorarnos? ¿Y matar? ¿Cómo lograríamos morir?) y el señor Kraus y la sátira electa (Racionalidad y democracia, importancia de la opinión y del voto de cada ciudadano: he aquí el fútbol del próximo siglo). Y en punta, el señor Swedenborg y la suspensión

geométrica (No existen ligaciones, solo la Ligación) y el señor Eliot con libertad de movimientos (Yo no he sido). Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez y… Para ser once, falta uno. El autor de este texto se ve en la necesidad de realizar algún fichaje. No es plan saltar al césped de este artículo con un jugador menos. No se le ocurre otra que acudir a los nombres propios más arriba escritos… Barthes, Montaigne, Vila-Matas, Johnson, Welles, Pordenone, Kane… Entre las personas citadas, Pordenone, la ciudad, suena bien como apellido: el señor Pordenone. Ahora hay que buscarle una historia al señor Pordenone. Quizá ayude saber su etimología. Del latín Portus Naonis, ‘puerto del (río) Naonis’ (ahora Noncello). Naonis, Naone…


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Esther Zarraluki Esther Zarraluki Nació en Barcelona en 1956. Es licenciada en Filología Hispánica. Ha publicado los poemarios Ahora, quizás, el juego (1982), Cobalto (1996), Dónde (2006) y Peces que duermen, un poemario que conversa con las obras del escultor Jordi Roura (2012). Su obra ha aparecido en diversos estudios y antologías.

POESÍA

El plato Tutto ciò che ti attraversa non sei tu, eppure tu sei solo questo. Gianni Celati

Al atardecer los niños salen a la luz, hambrientos. Se arremolinan al principio sin pensar en su impaciencia, pero de pronto echan a correr, olvidan voces y piedras, saltan la tapia de la torre abandonada y acortan camino por sus jardines. Oscurece a sus espaldas cuando jadean ante la puerta, aliviados, aunque antes de abrirse les expulse, loco, nada sabes y sin embargo ya conoces este punto, el dintel hasta el olor que les espera, único, solitario. El tiempo dará razón a la mudez de la madera, y se dirán que no había motivo para tanta prisa. Volver al punto del regreso, apoyar la frente en el límite sin afán de comprender, como esas mujeres que cosen redes o acarician la nuca del amado, sintiendo sus dedos y tranquilas, llevadas por el mar o la noche. Esperar como entonces a que algo crezca, mirando: la masa, el tallo, el niño, la marea. Volver al dintel. ¿A eso viniste? ¿Por eso buscas el instante [solitario, con el gesto del muchacho que salta la tapia y pisa caminos manchados de yedra y corre aun sabiendo el suelo sucio de la cocina, el olor ácido, las voces al otro lado de la pared, y se detiene antes de entrar, recogiendo lo que [no es, reservándolo en su interior, cáliz, pureza, sueño, palabras que le extrañan hoy, cuando pierde el control del pensamiento y sin darse cuenta [regresa?

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aunque el perro negro tras la puerta desmiente la escena y en el mercado —primero la carne más [hermosa y el pez de escamas plateadas —alguien mezcla un puñado de grano viejo en el saco recién llegado. Escamas plateadas, la carne más hermosa, ven, acércate, pero no levantes las primeras piezas, deja una imagen que recordar al cerrar los ojos: Era verano, el viento golpeaba la lámpara. Cada noche esperábamos al zorro con las luces apagadas. Nos oíamos respirar. Vine a mirar atentamente hacia el bosque que me expulsa, hacia dentro, donde viven la serpiente y el [caracol, donde los dedos se hundirían en el musgo. Vine a esperar al zorro. Silencio infantil de los pájaros a las ocho y media. Callan poco a poco, se recogen con un temblor de plumas que se repite en mis pupilas. Las hojas en su envés, nervios, larvas. En el envés de la espera enfermedades latentes, errores, barcos hundidos en el vientre, la voz del padre en la penumbra, su tos seca, la mujer llorando y en el callejón un cuerpo envuelto en mantas. Hoy no vendrá, dices, pero el zorro volverá a comer de tu plato cuando el hambre lo arranque del bosque hacia la luz, hacia la casa, hacia el olor solitario que dejas junto a la puerta. Te robo un gesto íntimo al agacharte, tu estar ensimismado.

¿A qué viniste? ¿A prender lo que se hizo extraño, a buscar lo que te atraviesa?

Regresa a la ventana. Mira conmigo cómo crece [el silencio fuera, igual que se alejan los pasos sobre la yedra y las voces que nos llaman, el bien y la luz tras la ranura, los dedos abriendo con destreza cada vaina, la mugre en los rincones. Ruedan los guisantes por el suelo. Ya no me acuerdo, dices.

El lugar del regreso a veces se tiende risueño, a veces es miedo [en el callejón y miseria.

Crece el silencio y necesito hablar, ver la distancia hacia ti. En silencio miras hacia el bosque y sin querer me expulsas, de nuevo en el dintel.

Salía del hospital, tenía sed. Metí unas monedas en la máquina y recogí el botellín. La vi al enderezarme. Sentada en un banco [del pasillo, lloraba. No le importaba la gente, el ruido, la luz [de neón. Me fui sin consolarla, sin saber, sin que ella supiera.

Pronto supe este abismo. Desde entonces amo las mesas sin recoger y las luces prendidas, el mutismo de las cosas: las cerdas de un cepillo, la ropa sin doblar, el peso de las tazas en los estantes.

El lugar del regreso te sostiene y se desprende del mundo,

Cuánta palabra necesaria hay hacia ti. Los ojos cerrados del padre, un bulto en el [callejón, la mujer en el pasillo —me enderecé y la vi, [lloraba


con las manos abiertas en las rodillas— y espaldas yéndose, el interior de una granada, la piel que estuve a punto de tocar y mi lengua acercándose, la palabra bivalva, la que sueñas, la que no recuerdas, el nombre de esa palabra. Cuánta paz en el horizonte, en la espera, en el dejarse vencer de los árboles. Vine a decírtelo en mi lengua materna, que no es la mía. Vine a decírtelo. Sigues lejos, lejos, tras la ranura por la que se cuela la luz. Apoyo la frente en el dintel. A mis espaldas oscurece una noche cuyo nombre no conozco. Vengo pisando yedra, entre encinas y humedales, atendiendo a la llamada, por el relámpago de una ventana, por el olor de carne y hambre que espera junto a la puerta.

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ESTHER ZARRALUKI

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Hospital del Mar i Barcelona tiene un cementerio junto al mar, y un hospital que lleva su nombre. Una mujer se desnuda en la quinta planta. Si se acercara a la ventana vería el mar, que esconde su fragilidad en la marea alta, su agotamiento. Como un muchacho que en tierra extraña lleva un uniforme y tiembla. Peces hambrientos se acercan al anzuelo mientras ella adelgaza en su cuarto blanco y rechaza la cena. El mar se retira. Se desnuda poco a poco. La espalda contra la pared, deja caer las rodillas en la arena. Señala una metáfora que no hemos visto, que no vemos aún y que la mujer conoce bien.

ii La lengua es torpe y audaz. Crece como el mar y como el mar se aleja. Arrastra pecios a la orilla y los deja a los pies de la mujer en su cuarto blanco. Ayer, muy temprano, un hombre caminaba por la playa con un artilugio entre las manos y ella estuvo contemplándolo, apoyada en la baranda. Le preguntó qué hacía. Busco relojes, dinero, joyas. No, no vienen del mar, vienen de los bolsillos. Sus dueños aún duermen, señora, son muy afortunados. Al reír, enseñaba un diente de oro. Si con un punzón levantas la arena, aparecen palabras que adelgazan en hospitales y no se dejan tocar la piel. Palabras que no desean mirar. Otras separan las lamas con los dedos y buscan dónde poner las pupilas. El mar empieza a ceder de nuevo. Tras las persianas echadas, a solas, asquean la cena con el tenedor y callan. Mar suave el tenedor va y viene, el punzón va y viene, rodillas en la arena.

iii Humedad en el pelo y el pico de la madrugada. Se sacuden el frío y las promesas de la noche, la sal de los ojos. El más joven no tiene sueño y corre por el paseo, junto a las altas paredes del Hospital del Mar. Se siente custodio de algo, no sabe de qué, algo que hay que apresar y escapa. En la sala de espera sí corre el tiempo

y en la arena tictac del reloj, un pendiente y el cambio del pan, monedas de un país extranjero. Hay que tener una razón para estar despierto o conocer bien el insomnio, recorrer el pasillo con él, tener la costumbre del [recuento, entrar con los camiones en el muelle de carga, esperar los gritos. Alguien ordena bultos, susurra nombres, les busca un sitio. La ciudad se despertará poco a poco, como quien cava y confía en su suerte. La mujer, en la quinta planta, no necesita abrir los ojos para verlo.

iv Se pregunta si aún tiene sentido seguir palpando tanta realidad, el muchacho que corre y el mar que se le parece herrumbre en las cuerdas, calles que llevan hacia la montaña y balcones vacíos los ojos abiertos de los viejos, aceras geométricas y chiquillos que sueñan y saltan, hambre, olor a sudor en los cuartos, el tacto que despierta, ven, piel áspera y tierna en las yemas, rumor, ruido y palomas, un Cristo en lo alto y luces que se encienden sobre otras, insomnes, como cuerdas sin barca. Qué hacer con tanta imagen que ve sin abrir los ojos y que siente en las manos bajo las sábanas, el peso apremiante de un ser vivo.

v La lengua es taciturna y locuaz. El sinsentido se trenza como una melena. ¿Qué me das? La mujer recoge su herencia, separa las lamas con los dedos y contempla la rendición del mar, sus ojos [infantiles en un cuerpo tan grande.


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ENSAYO

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Trai-ducirse flavia company

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En no pocas ocasiones se relaciona el concepto de la traducción con el de la traición, en un intento de dejar claro que la labor de trasladar un texto literario de una lengua a otra, como de planetas distintos que se trata, es misión imposible. Quienes somos autores bilingües y nos traducimos a nosotros mismos podemos sin embargo defender justo lo contrario. Yo me siento capaz de asegurar que mis textos, cuando los llevo de una lengua a otra, podrían (si así me lo propusiera) ser lo mismo otra vez. Y creo sin asomo de duda que los buenos traductores consiguen exactamente ese efecto con las obras ajenas. Es más, estoy convencida de que, en realidad, se es más fiel y cuidadoso al traducir la obra ajena que al hacerlo con la propia. Qué desvelos no he vivido yo por encontrar alguna palabra en castellano con la que recoger una expresión de Guinzburg o de Svevo o de Cunningham y, sin embargo, qué pocos cuando se ha tratado de mí, a quien no he tenido inconveniente en tergiversar, cambiar, reescribir e incluso corregir. Cuando una es traductora de sí misma, tiene más poder la que traduce que la que escribió: así de claro. La traductora le dice a la autora: «Tu momento ya pasó, ahora es el mío, así que calla». Y la autora, entre pícara y resignada: «Lo que tú digas, pero no te hagas la lista porque, en el fondo, ahora la escritora eres tú». No cabe duda de que esos momentos de leve esquizofrenia producen a veces considerables contradicciones. ¿Debo, por el hecho de ser la autora, permitirme licencias que si la obra fuera ajena no me permitiría como traductora? La angustiosa e hilarante pregunta llega de modo inevitable: ¿Quién soy yo? No puede una sino reírse frente a esa dicotomía planteada por el doble papel. Es como ser un espía que trabaja para dos potencias al mismo tiempo y no sabe de parte de quién ponerse. A veces de unos, otras veces de otros. La razón no cae siempre del mismo lado. ¿Está la traducción más cerca de la re-creación cuando la obra es propia? Probablemente. Esa posibilidad de consultarle con urgencia e ímpetu a la autora las dudas que nos asaltan y el extraño privilegio de plantearle soluciones a veces muy alejadas de lo que sería respetuoso abre un campo de posibilidades distintas que, según cómo se mire, se vuelcan de lleno en lo que podríamos llamar traición. ¿Pero es una traición aquello que se anuncia al traicionado? ¿Es una traición aquello para lo que se le pide permiso?

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No pocas veces me han preguntado de qué manera reparto el bilingüismo creativo entre mis escritos literarios o, lo que es lo mismo, cómo elijo el castellano o el catalán en el momento de comenzar una nueva obra, ya sea novela o libro de cuentos. He intentado contestar un sinfín de veces a esa cuestión sin demasiado éxito, pues es complicado saber el porqué de algo tan visceral o, mejor dicho,

inconsciente. La lengua en la que se escribe viene con lo que se escribe y se da una cuenta del idioma en que está narrando una vez inmersa en el proceso, no antes. (Al menos en mi caso, se entiende.) Lo que sí me parece claro es que, si bien puede traducirse la obra escrita, no ocurre lo mismo con la que se está escribiendo. Me explico: puede una verter de una lengua a otra la obra ya creada, concretada, realizada, pero no puede una mudarse de un idioma a otro mientras está trabajando todavía. Imaginemos que comenzara yo una novela en catalán y me diera cuenta de la conveniencia cuantificable de escribirla directamente en castellano. Misión imposible. Solo podría traducirla una vez terminada. Tengo una explicación para ello: es sin duda factible traducir el texto acabado, pero no el pensamiento en acción. Una lengua supone una concepción del mundo, un tono, una mirada, una estructura y un orden. La escritura bebe de todos esos

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Esto de ser escritora en dos idiomas es por lo menos entretenido, puesto que se pasa una el tiempo viajando de uno a otro sin saber con exactitud cómo ni por qué. Ahora bien, desde el punto de vista de la traducción, y por raro que pueda parecer, el viaje, en mi caso, se da solo en un sentido. A veces me han preguntado por qué no traduzco al catalán las novelas que escribo en castellano y, en cambio, sí traduzco las que escribo en catalán al castellano. Inciso: Cuando alguna vez se me ha planteado, mis amigos o mis alumnos de talleres, por ejemplo, cuál es la forma, en mi opinión, de distinguir la literatura comercial de la literatura artística o literaria, la respuesta que con mayor frecuencia he dado es la siguiente: que la literatura comercial da lo mismo en qué idioma se lea, que puede darse el caso incluso de que sea mejor alguna de las versiones traducidas que el original —¿o no? ¡Cuántas veces un traductor, compadecido u horrorizado, le desface los Yo me siento capaz de asegurar que mis entuertos a un autor de bestsetextos, cuando los llevo de una lengua a otra, llers cuyo afán principal a buen podrían (si así me lo propusiera) ser lo mismo seguro ha sido el de acabar cuanto antes, presionado por otra vez. Y creo sin asomo de duda que los la necesidad de dinero, por el editor y, tal vez, por un supino buenos traductores consiguen exactamente aburrimiento!—, pero que la liese efecto con las obras ajenas teratura literaria es ante todo un artefacto verbal cuyo material de construcción es el lenguaje y, se supone, sobre elementos sin tregua y su coherencia depende de la este —y su estructura y su composición y su musiarmonía entre los mismos. calidad— deposita el autor gran parte de sus intenNo hay conflicto entre mis dos idiomas. Se lleciones y conocimientos. Y de sus esperanzas. En la van bien en el espacio que les ofrezco. Es posible literatura comercial lo único que importa es el arque a veces se contagien, pero conviven en mi esgumento. Lo que argumenta la literatura literaria tómago —o tal vez uno en el estómago y el otro en el es el lenguaje. Fin del inciso. alma— con absoluta naturalidad. Se comprenderá entonces que, teniendo en Ha habido veces, sin embargo, en que he tenido cuenta que allí donde se habla el catalán se entienque oír opiniones acerca de la necesidad de elegir de el castellano —Cataluña es un país bilingüe—, no solamente una lengua, acerca de la imposibilidad vea la necesidad de verter en una segunda lengua de mantener la creación en dos distintas o de la (segunda solo porque no es la de partida en los cadificultad que eso supone para etiquetarme —essos de que hablamos; desde mi experiencia de la esto último es sin duda una realidad, pues se pueden critura, castellano y catalán son primeras lenguas, encontrar mis libros en las secciones de literatura por igual) la composición original del texto para hispanoamericana, catalana o española a la vez e que así lo lean traducido quienes pueden, sin duda, incluso en la misma librería. enfrentarse con éxito a la versión de partida. Esos comentarios radicales, con los que obviaCreo que siempre que podamos leer versiones mente estoy en profundo desacuerdo, me han reoriginales, debemos esforzarnos en hacerlo así. cordado siempre a la señora Shortley —atención Precisamente porque esa fue la lengua en que el a ese «corto» apellido—, aquel personaje de Flanescritor eligió decirnos lo que nos dijo. O, justo por nery O’Connor, de su cuento «El expatriado», a lo contario, porque no podía elegir y tuvo que emquien su marido atribuía la siguiente idea: «Habría plear aquella. muchos menos problemas si todo el mundo supiera solo su idioma. Mi mujer decía que saber dos idiomas era como tener ojos en la nuca». Suelo dejar los originales que termino — me Si así fuera, lo que yo digo es que no se puede mirefiero a las novelas o libros de cuentos prorar con los ojos de la nuca y los de la cara a la vez. pios, no a las traducciones— en el cajón durante algún tiempo, el máximo que mi impaciencia me permite, que a veces no es tanto como desearía. Ningún ejercicio me resulta tan complejo como el

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Isabel Muñoz: Serie Mevlev, 2008, tintas pigmentadas sobre papel Hahnemühle, 150 µ 150 cm, ed. 5/7 › Galería Aurora Vigil Escalera (Gijón). Hasta el 17 de noviembre.

de abandonar lo escrito hasta ser capaz de leerlo como si no fuera mío o como el de esperar sin arrancar motor, en el mar, durante una calma chicha, hasta que vuelve a correr la brisa con que impulsar la embarcación. A veces, por razones prácticas y aunque no sea lo más apropiado, comienzo a traducir al castellano algunos de esos textos guardados —en caso de que el catalán haya sido la lengua original— du-

rante esta época de reposo. Ocurre entonces algo particular, y es que la corrección del original se ve indefectiblemente transformada por su traducción. Matices, giros, ideas, incluso algún gazapo cae en manos del nuevo texto y, cual espejo, muestra al original sus flaquezas, sus errores, sus posibilidades de mejorar. Del mismo modo que muchas veces he pensado que el mejor lector de un texto es sin duda alguna su traductor, también pienso que el mejor

modo de corregir un texto es traducirlo. Solo se puede traducir con éxito aquello que ya está bien escrito. Resulta imposible llevar lo inexplicable en una lengua hasta lo comprensible en otra. A menos que inventemos o, en el mejor de los casos, que corrijamos. Lo hasta aquí dicho explica que cuando me traduzco a mí misma —sobre todo si el texto de partida es todavía inédito— sea bastante más lenta que cuando traduzco a otros. Porque cuando traduzco a otros


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FLAVIA COMPANY

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jamás reescribo. A lo sumo, si es posible contactar con ellos, con los autores, les consulto algunas dudas que me han surgido y son ellos quienes, en caso necesario, reescriben el fragmento o aclaran algún pasaje oscuro. Lo curioso del caso es que cuando, gracias a la labor de la traducción, detecto algún párrafo que me parece mal resuelto en el original, lo que hago no es reescribirlo en la lengua original para traducirlo después sino, por el contrario, lo escribo de nuevo en la lengua de llegada para, más tarde, traducirlo al idioma en que la obra está originalmente escrita. Así las cosas, al final, los dos textos son original y traducción, indistinguibles.

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Isabel Muñoz: Serie Mitologías, 2012, platinotipia color, 80 µ 60 cm, ed. 2/25 › Galería Aurora Vigil Escalera

(Gijón). Hasta el 17 de noviembre.

¿Debo, por el hecho de ser la autora, permitirme licencias que si la obra fuera ajena no me permitiría como traductora? La angustiosa e hilarante pregunta llega de modo inevitable: ¿Quién soy yo?

En realidad nunca escribo ficción en mi lengua materna. En la auténtica, que es la variante argentina del español, la que empleé de modo exclusivo hasta los diez años y la que hablo con mi familia y amigos y conocidos argentinos — es más, sudamericanos en general—. Solo la poesía, que no es ficción. Debo admitir, sin embargo, que en más de una ocasión he echado de menos los modismos argentinos y que a veces he incluido aquellos que menos pudieran interrumpir la lectura de quienes no los conocieran. En mi novela Saurios en el asfalto hay varios vocablos ajenos al castellano de España que los lectores de la editorial que la publicó me sugirieron que cambiase, cosa a la que no accedí y de la que no me arrepiento. El mestizaje o las zonas fronterizas forman parte de mi experiencia y de mi modo de entender no solo las lenguas sino también la vida. La ocasión en que más padecí, por referirme a ello de algún modo, el inconveniente de estar escribiendo en español y no en argentino fue en el caso de mi novela La mitad sombría y a causa de un verbo, que, como se sabe, en argentino se conjugan de forma diferente. La protagonista del segundo capítulo de la primera parte de la novela, que muy bien podría tratarse de un trasunto de la autora, cuenta el estado comatoso en que se encuentra su madre desde hace ya demasiado tiempo y la desesperación triste e impotente que ello le provoca y que la lleva hasta un agotamiento complicado de describir. En cierto momento entonces, ya exhausta y sin esperanza alguna, la protagonista decide darle a su madre la orden de morir. Le dice: «Muérete, mamá, no vivas más, mamá, por favor, hazlo por mí». Pero lo que la autora en realidad querría haber escrito pero no pudo a causa de la coherencia lingüística que debía respetar la narradora en el texto, lo que la autora habría necesitado escribir era: «Morite, mamá, no vivas más, mamá, por favor, hacelo por mí». De alguna manera, por tanto, podría decirse que muchas veces escribo en un idioma que, hasta cierto punto, es siempre la traducción que la narradora de mis escritos —cuya lengua materna es el español— hace para mí.

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Muchas veces me he preguntado de qué modo influye en el estilo el hecho de procurar adaptarse de forma camaleónica al del autor traducido. Mejor dicho, lo que me he preguntado es si de veras influye la traducción en la escritura de un autor y de qué modo y hasta qué punto. Después de darle muchas vueltas y de cambiar de opinión varias veces, llego a la conclusión de que sí, de que influye mucho y bien. De no haber traducido, es más, de no haber yo conocido otras lenguas aparte de la materna y de no haber intentado entender las cosas desde todas ellas, sin duda escribiría de un modo distinto. La traducción es una excepcional escuela para cualquier escritor. De


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hecho, me parece que todos los buenos traductores escriben mejor cuando han trabajado ya durante algún tiempo en la tarea de trasladar ideas de un universo a otro. El rigor al que nos somete la obsesión, ese reconocible perfeccionismo que nos lleva a buscar incluso en sueños la expresión adecuada y, si la encontramos, a levantarnos en plena noche para tomar nota, esa pauta insoslayable que resulta de la existencia de un texto que antecede al nuestro es, de por sí, un beneficio, una dificultad que obliga a la precisión, a la investigación, a la búsqueda de la pirueta con la que solucionar un brete tras otro. Brinda al escritor el aprendizaje de una disciplina que, de otro modo, tal vez no conocería jamás. (No se obtiene el mismo resultado cuando a uno le dicen hasta dónde tiene que saltar que cuando salta hasta donde puede.) De vez en cuando, en mis clases de escritura creativa, algún alumno atento que se ha tomado la molestia de leer acerca de la formación o actividades de su profesor, en este caso profesora, me ha comentado que, sin duda, estudiar filología hispánica me ayudó a comprender la literatura desde un punto de vista que, para un escritor, no deja de ser interesante. Jamás he estado en desacuerdo con esa idea, cómo iba a estarlo, pero es cierto que siempre he contestado que, si tuviera que elegir entre las escuelas a las que, por decirlo de algún modo, he asistido, cuando de escribir se trata elegiría la lectura como la mejor posible. Y de la lectura, según he ido viendo, la traducción es la expresión máxima.

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Acostumbrada a traducir a otros y también a traducirme a mí misma, es decir, familiarizada con un horario nada desdeñable y diario dedicado a esa delicada misión, ha habido días en que, al regresar a la vida (la traducción a veces me ha parecido otra dimensión, un mundo paralelo cuyas intersecciones con este se deben tan solo al esfuerzo y la memoria), he deseado con vehemencia, he necesitado, que pudiera aplicársele, a la vida y a sus dificultades me refiero, el mismo sistema que se emplea en el ejercicio de la traducción. No son pocas las ocasiones en que me he dado de bruces con la imposibilidad de contarle a alguien de un modo para él comprensible aquello que para mí resultaba claro o que, por lo menos, existía en un lenguaje que yo podía entender. De situaciones como esa surgen, por ambas partes, expresiones como la siguiente: «a ver cómo te lo explico», «si es que no quieres entenderme», «si es que tú tergiversas lo que te digo», «si es que no te estoy diciendo eso». Me he imaginado en momentos así que, por ejemplo, un matemático debía de intentar a buen seguro resolver sus problemas cotidianos a la manera en que se enfrentaba a distintas operaciones algebraicas o aritméticas, procurando despejar incógnitas y llegando gracias a sus conocimientos al meollo de la cuestión. Me he imaginado a un relojero procurando encontrar el modo de ensamblar de nuevo las minúsculas piezas de un engranaje que, a causa de un imprevisto, había perdido su movilidad. Me he imaginado a un futbolista defendiendo el campo y esperando con verdadera astucia el momento de descuido del equipo contrario para meter un gol. Me he imaginado, en fin, muchas profesiones aplicadas a los asuntos de la vida y a todas ellas les veo utilidades para la convivencia, las discusiones, los enojos y las decepciones. Confieso finalmente que a la traducción no le veo tantas ventajas. Será porque se trata de palabras y será que las palabras suelen ser caminos que, cuando se abren, pueden bifurcarse hacia senderos inimaginables, pero cada vez que en mi vida he

Isabel Muñoz: Serie Mitologías, 2012, platinotipia color, 80 µ 60 cm, ed. 3/25 › Galería Aurora Vigil Escalera

(Gijón). Hasta el 17 de noviembre.

No hay conflicto entre mis dos idiomas. Se llevan bien en el espacio que les ofrezco. Es posible que a veces se contagien, pero conviven en mi estómago —o tal vez uno en el estómago y el otro en el alma— con absoluta naturalidad.


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intentado contar las cosas de otro modo, con otras palabras, buscando expresiones casi sinónimas y ejemplos afines, puedo decir que he salido mal parada y que casi nunca he conseguido lo que aspiro a haber conseguido cuando de un libro se ha tratado: que algo que para el otro es oscuro sea, de pronto y gracias a la intervención de mi esfuerzo, claro y comprensible.

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Formé parte de un encuentro curioso e interesante en la casa de la literatura Lettrétage, en la ciudad de Berlín. Había cuatro escritores de habla hispana y cuatro de habla germana. Había también cuatro intérpretes simultáneos y cuatro traductores literarios. No cabe la menor duda de que los organizadores —traductores ellos mismos— daban tanta importancia a los autores como a quienes iban a facilitar que se les entendiera y que se entendieran entre ellos. El tema que nos reunía allí era el microrrelato, género que al parecer, y según nos contaron, no goza en Alemania todavía de la popularidad de la que goza entre nosotros —y entiéndase por nosotros a quienes hablamos español a este o al otro lado del Atlántico—. Se trataba por lo tanto de poner en común aquello que se había aprendido, lo que se intuía, lo que se sospechaba, lo que se imaginaba. No hay que olvidar que, desde el punto de vista académico, el microrrelato no deja de ser un género teóricamente incipiente. Hubo charlas, hubo lecturas, hubo debates. Ocho horas al día casi sin descanso, amenizadas por algún té con galletas o por la llegada puntual de la pizza a la una. Algunas ideas y textos pudieron traducirse en cuanto fueron formulados. Otros necesitaron algunas notas a pie de página, por decirlo de algún modo, y dieron lugar a breves discusiones, a distintas propuestas, a soluciones no del todo satisfactorias pero que se aceptaron como válidas. Y otros, a decir verdad, quedaron relegados como imposibles, como reductos accesibles tan solo desde la lengua en que habían sido escritos y, es más, pensados. Me resultó curioso observar escenas en las que traductor y autor conversaban acerca del mejor modo de contar de nuevo, en otro idioma, lo que el segundo había escrito y cómo, alucinados, debían rendirse ante la evidencia de que hay cosas que solo se pueden decir en una lengua, y máxime si se trata de un microrrelato, en donde cualquier palabra de más rompe el equilibrio de la síntesis, la magia de la brevedad. Como les dije en algún momento a nuestros colegas alemanes: «Con esas palabras vuestras tan largas, una sola de ellas podría constituir todo un microrrelato». Boutades aparte, mi conclusión es que los microrrelatos resultan tan difíciles de traducir como la poesía, sobre todo por lo que dicen y no aparece escrito en el texto. Un reto considerable.

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Hay lenguas que conviven de manera cotidiana y que se contagian, en la expresión oral, muchas de sus más comunes expresiones. Y a veces en esos contextos, cuando también para la creación se utiliza el bilingüismo, se tienen dudas respecto a la procedencia de una u otra frase hecha. El colmo de ese peligro llega con el barbarismo o la literalidad, como puede verse en este texto propio, que he traducido del catalán palabra por palabra:

Ya no puedo más. Lo he intentado de todas las maneras, pero no hay quien se entienda con esta gente. Los he hecho todos, yo, de esfuerzos. Pero, para decirlo sin embudos, desde que he llegado a este país, tengo la sensación de que me están tomando el número. Hable con quien hable, parecen todos tocados del ala. No

FLAVIA COMPANY me lo acabo. Es como si no me sintieran hablar. Y eso que intento hacer los ojos grandes, pero esta incomprensión me duele más que un ojo de pollo. Y no es que pretenda que vayan todo el día haciéndome besos, solo faltaba, pero lo cierto es que no resulta agradable que la gente que te rodea te mire como si no entendieran ni un copo. Y eso que yo me presto a todo, que estoy siempre dispuesta a hacer todos los papeles del auca. Pero no hay nada que hacer. He pensado muchísimo con todo esto, y no he conseguido sacar el agua clara. De golpe y vuelta, me he cansado de ver a la gente hacer mudos y a la jaula cada vez que me dirijo a ellos. De modo que, después de abatir las cartas una y otra vez, he decidido tocar el dos a pie de gato. Ya pueden hacer el mejillón, que yo me iré por donde vine, sin decirle a nadie ni asno ni bestia. Al cabo y a la fin, soy una persona sensible, y hace demasiado tiempo que, por culpa de todo este asunto, no puedo dormir como el yeso, tanto como me gusta. No hago más que pensar con este problema. Pero bueno, como dicen los refranes, que son siempre muy sabios, tal harás, tal encontrarás, y también, tal día hará un año. Esto se acabó. Y he aquí un gato y he aquí un perro y he aquí que el cuento ya se ha fundido».

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Termino esta serie de diez textos en los que he apuntado reflexiones acerca de la traducción de la obra propia, con todas las libertades y al mismo tiempo limitaciones que dicho ejercicio implica (las libertades que provienen de contar con el beneplácito implícito del autor, las limitaciones impuestas por una implacable subjetividad). Y a modo de colofón voy a incluir un fragmento de mi novela Que nadie te salve la vida, unos párrafos sobre otro tipo de traducción que, o al menos ese es mi parecer, jamás se me habrían ocurrido si no me dedicara yo, de vez en cuando, a trasladar de una a otra lengua la obra de otros y también la mía:

Quizás la muerte es la traducción de la vida, piensa. Quizás es lo mismo con otro lenguaje. Quizás es la resolución del jeroglífico. Imagina a un grupo de traductores vestidos de negro, calvos, con gafas, uno al lado del otro frente a mesas provistas con ordenadores portátiles, en la oscuridad, iluminados tan solo por una luz lunar cuya procedencia no se adivina, música de fondo con instrumentos desconocidos, todos los individuos cabizbajos, con tanto trabajo por delante y por detrás, la gente que no para de morirse (cada cual con su código, su idioma de vida, su clave personal) y un plazo para entregar la traducción, un plazo pasado el cual, si no está acabada, el traductor pierde el trabajo y el muerto queda arrinconado, sin traducir, intransferible, detenido en aquella zona fronteriza para toda la eternidad, y por eso es importante que no te toque un traductor incompetente o desinteresado o incluso deprimido, extremo este último de alto riesgo, porque el puesto de trabajo de los tipos es vitalicio, desde siempre y para siempre, y la única manera de despedirse es suicidarse mediante el incumplimiento del plazo calculado por la empresa en cada caso, una empresa que muchas veces los explota, porque hay vidas que es del todo imposible traducir en el tiempo que les conceden, hay vidas inmensas y esto la empresa es incapaz de verlo o de tenerlo presente porque, como todas las empresas, pone por delante la cantidad y la ganancia en lugar de la calidad». ¢

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Azahara Alonso «Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas.» Con esta cita que abre la novela Viaje al fin de la noche, de Céline, comienza nuestro periplo por la vida de Jep Gambardella, el incuestionablemente carismático protagonista de La grande bellezza. En 2013 esta película fue estrenada en el Festival de Cannes y llegó a todas las pantallas: las del cine y las de nuestros ordenadores y teléfonos, con cientos de espectadores compartiendo en redes sociales las imágenes y mejores frases de Gambardella, por el que se habían dejado conquistar. No es de extrañar, dado que unas cuidadas, impecables y atractivas estética y puesta en escena desde el magnífico arranque acompañan durante las

El «FLÂN casi dos horas y media de filme al personaje interpretado por Toni Servillo y escrito por Umberto Contarello y Paolo Sorrentino —también director de la pieza. Si hubiera que definir a Jep Gambardella, tal vez fuera oportuno decir que reúne todas las características del perfecto dandi italiano añadiéndole a esto una singular sensibilidad más propia del burgués del siglo xix en Francia («Ero destinato alla sensibilità. Ero destinato a diventare uno scrittore. Ero destinato a diventare Jep Gambardella», declara su voz en off al comienzo de la cinta, en una inmejorable presentación del personaje). La confluencia de estas dos facetas le convierte en lo práctico en un periodista cultural cuya única certeza es ser un caballero, su máximo disfrute se reduce a la mundanidad y el peso que lleva sobre los hombros a sus sesenta y cinco años es aún la etiqueta de joven promesa de la literatura —nunca confirmada— por su primera y única novela, escrita a los veintiuno: El aparato humano. Esa decepción de la que él es consciente y partícipe con cierto regocijo le infiere un aire de malditismo propio de las genialidades afectadas por el ennui. La vida que lleva en la actualidad de la película se reduce a la crítica cultural, el aburrimiento existencial y un nihilismo bien fundamentado que trata de paliar en fiestas y superficiales tertulias. Pero hay algo más, una constante a lo largo del tramo de vida que nos muestra La grande bellezza: los paseos. Acusado por algunos de sus amigos de la jet set romana de no haber salido de la capital en casi cuatro décadas, el viaje de Gambardella es aquel del que nos hablaba Céline al principio:


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CINE

Cada noche, tras el encuentro con los amigos en su lujosa terraza frente al Coliseo, Jep Gambardella sale a pasear, despeja sus ideas. La cadencia tranquila de sus pasos (ni en la ocasión en que escapa de una amante se le ve apurado) va marcando el pensamiento, la curiosidad que la —tópica aunque cierta— mirada del escritor ejercita al observar a los otros

que Balzac decía acerca de la flânerie: «es gastronomía para los ojos». Para los sentidos, podríamos aventurar. Más adelante sí presenciamos el desarrollo de algunas de sus reflexiones más sinceras. Por ejemplo, mientras pasea junto al río Tíber: «Yo no quería ser simplemente un mundano. Quería convertirme en el rey de los mundanos. Y lo conseguí. No solo quería participar en las fiestas. Quería tener el poder de hacerlas fracasar». En ese proceso de pensamiento un barco le adelanta y un hombre en la cubierta le mantiene enigmáticamente la mirada. Él continúa en la ribera y acto seguido le distrae un grupo de mediana edad haciendo footing y manteniendo una conversación trivial. No siempre es la belleza de Roma la que le permite razonar, a veces es sencillamente su total compenetración. En una ocasión llega a declarar que «los mejores habitantes de Ro-

NEUR» contemporáneo: en busca de la GRAN BELLEZA «Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. […] Basta con cerrar los ojos. Está del otro lado de la vida». Y es cierto, cada vez que cierra los ojos o mira al techo-mar de su habitación, un recuerdo obstinado vuelve: la cara oculta de su vida, un amor de juventud que inspiró su primera obra y ahora se presenta como imagen de la belleza esencial. Cuando pasea, esos recuerdos que le atenazan y le mantienen en el vacío creativo se disipan. Gambardella no llega a tomar ningún medio de transporte en toda la película: no hay coche, taxi, tranvía, motocicleta que le conduzca a alguna parte. Su odisea es entonces movimiento dentro de una aparente quietud. Por seguir con las grandes referencias, Stevenson decía que «la cuestión es moverse», a lo que Taine añadía que nos movemos «no para cambiar de lugar, sino de ideas». Cada noche, tras el encuentro con los amigos en su lujosa terraza frente al Coliseo, Jep Gambardella sale a pasear, despeja sus ideas. La cadencia tranquila de sus pasos (ni en la ocasión en que escapa de una amante se le ve apurado) va marcando el pensamiento, la curiosidad que la —tópica aunque cierta— mirada del escritor ejercita al observar a los otros. Los movimientos de cámara de Sorrentino acentúan esta mirada y logran hacer partícipe del paseo al espectador, en parte gracias a la destreza en la introducción de acertados planos secuencia.

La fluidez tranquila de los pies asociada a la propia fluidez del pensamiento tiene una larga tradición que empieza con los peripatéticos y continúa más de veinte siglos más tarde en las punzantes novelas de Thomas Bernhard. Las variantes que esta tesis ha tomado con el transcurrir de las centurias han dibujado una especie de tela de araña en torno al concepto de paseo. Decía Thoreau que querría retornar a sí mismo en ellos, y de un parecer semejante era Rousseau: ambos concebían las caminatas en un ambiente natural como la llave para el conocimiento de uno mismo, una suerte de ruta hacia la introspección cuyos resultados siempre son beneficiosos. El romanticismo contribuyó también a una visión egotista y contemplativa del acto de caminar, una somatización de las consideraciones sobre uno mismo y lo que se podría interpretar como su lugar en el mundo. Sin embargo, Jep Gambardella se mueve en un camino intermedio entre los padres del lúcido paseo y un personaje surgido a finales del siglo xix ajeno a estas disquisiciones del espíritu: el flâneur. Se trata del paseante sin rumbo por antonomasia, predilecto de Baudelaire y Walter Benjamin. Sus paseos eran un ejercicio de distracción en el que poco importaba que los pies insistieran en un recorrido repetido hasta la saciedad: lo que contaba era dar cada vez más vida al catálogo de maravillas urbanas, lejos ya del ambiente bucólico. Solo volvía a casa por necesidad o hastío, tal como Jep

Gambardella vuelve al amanecer para descansar sus fantasmas y enfrentar un nuevo día con la máscara del refinamiento. El flâneur es la personificación de un giro copernicano: el paso de la naturaleza a la ciudad, de los caminos embarrados a los grandes boulevards, del interés por uno mismo a la extrema curiosidad por los detalles del mundo urbano. «En 1839 resultaba elegante pasear con una tortuga. Eso da una idea del ritmo del flâneur en los pasajes», apunta Benjamin en una elocuente cita. La ciudad es entonces su territorio sacro, que configura un escenario totalmente novedoso en el laberinto de calles y pasajes que conforman el París del siglo xix, ciudad que le vio nacer. El paisaje de Jep Gambardella es, en cambio, la Roma del siglo xxi, que troca el antiguo y romántico concepto de identificación por un misterio plagado de signos prestos para ser desvelados por la curiosidad distraída; los detalles suman y el placer gana. El primer paseo al que asistimos durante el visionado de La grande bellezza nos muestra desde los ojos de Gambardella a una monja subida a una escalera con la mitad de su cuerpo entre las ramas de un árbol, dejando caer sus frutas y componiendo un armónico cuadro, la conversación telefónica en otro idioma de una mujer que amonesta a su pareja, unas niñas que corretean traviesas en el colegio, un hombre y su perro. En ese recorrido Jep no medita, al contrario de lo que ocurrirá en los siguientes; se limita a recibir los estímulos y disfrutar de los encuentros en la línea de lo

ma son los turistas», afirmación que contrasta con el inicio de la película, momento en el que un turista asiático fotografía sonriente el paisaje romano; pero enfrentando cara a cara la ciudad sin la intercesión del objetivo, el hombre es golpeado por una belleza que no es capaz de resistir. Y muere. El turista sería entonces el mejor habitante de la capital italiana porque, amparado en las cámaras, pantallas, mapas y recorridos organizados, es rescatado de su devastadora belleza —del síndrome de Stendhal—, con la que no podría convivir. Por tanto, si retornamos a la idea del flâneur del siglo xix, caracterizado por ser fácilmente impresionable en su paseo por todos los estímulos que le iban asaltando —publicitarios, en su mayoría—, encontramos que el protagonista del filme de Sorrentino contribuye a una actualización del concepto. Jep Gambardella, en tanto que flâneur del siglo xxi, aglutina las características clásicas y se mueve como pez en el agua en el ambiente urbano, pero ha llegado a tal hartazgo de los estímulos propios de la ciudad moderna que su mirada rezuma condescendencia y centra la curiosidad en lo que podríamos denominar la compleja sencillez de la belleza. La búsqueda del flâneur contemporáneo llega a buen término: el personaje es capaz de encontrar, padecer y disfrutar la gran belleza de la que él mismo forma parte. Así cobran sentido las palabras que le dedican en su cumpleaños: «Auguri, Jep. Auguri, Roma». ¢


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HOMENAJE

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Fernando apuntes de una personalidad indescifrable # este mes se cumple el 80.º aniversario de la muerte de un autor que conforma, él solo, toda una literatura

Miguel Barrero […] El 29 de noviembre de 1935 ingresó en el Hospital de São Luis dos Franceses el oficinista Fernando António Nogueira Pessoa, en principio aquejado de un cólico hepático que posiblemente fuera en realidad una colangitis de carácter agudo causada por un cálculo biliar. Murió al día siguiente, debido a complicaciones que con toda seguridad se relacionaron con el ingente consumo de alcohol en el que había incurrido a lo largo de su vida. Tenía 47 años, y dicen que en el momento de exhalar el suspiro definitivo pidió sus gafas, acaso para poder contemplar mejor el final de sus propios días. El último verso que escribió estaba en inglés y rezaba: «I know not what tomorrow will bring». […] El primer poema que se conserva de Pessoa data del momento en que su madre le planteó la elección entre quedarse en Lisboa con sus tías o acompañarla a ella a Durban, en Sudáfrica, a donde se disponía a viajar junto a su segundo marido. La respuesta del pequeño, que contaba siete años, fueron cuatro versos titulados «A mi querida mamita» y que, traducidos al castellano, venían a decir: Oh tierras de Portugal,
 oh tierras donde nací,
 por mucho que yo las quiera
 mucho más te quiero a ti.

Fue el mejor modo que encontró un jovencísimo Pessoa de certificar que prefería la compañía de su madre antes que la fidelidad a la ciudad a cuya idiosincrasia terminaría asociando su vida entera. Quizás sea

muy aventurado asegurar que aquel temprano desplazamiento de Pessoa a otro continente iba a resultar crucial para la consolidación de una personalidad irresistible por la manera en que supo camuflar la fuerza del talento bajo la perenne máscara de una personalidad irritante de tan anodina. Evidentemente, la dilatada estancia en Sudáfrica permitió a Pessoa dominar proverbialmente un idioma, el inglés, que se convertiría en una primordial fuente de influencias literarias y le ofrecería tal cobijo que incluso la utilizaría a la hora de pronunciar sus últimas palabras. Nunca sabremos si esas influencias y esas inquietudes habrían llegado de haber decidido el niño Pessoa permanecer en Lisboa, ni si esta ciudad le habría proporcionado otras herramientas o caminos desde los que comenzar a forjar la estructura de su propio mito. Nacido el 13 de junio de 1888 en una habitación del cuarto izquierda del 4 del Largo de São Carlos, frente al edificio de la Ópera, hijo de Joaquim de Seabra Pessoa, funcionario público del Ministerio de Justicia y crítico musical del Diário de Notícias, y Maria Magdalena Pinheiro Nogueira, el niño Pessoa tuvo que aprender a convivir con una abuela cuyas facultades mentales no estaban todo lo sanas que debieran, la luego legendaria Dionisia de Seabra, y dos criadas ancianas que completaban el retablo de aquella familia acomodada y residente en uno de los distritos más pujantes de la Lisboa finisecular. Su infancia conocería pronto las amarguras que siempre acarrea el destino cuando no quiere atenerse a los códigos preestablecidos. El 24 de julio de 1893, cuando Pessoa contaba sólo cinco primaveras, el Diário de Notícias se ocupó de informar acerca de la muerte de su padre, a los 43 años de edad, como consecuencia de una tuberculosis. Al año siguiente, antes de que


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PESSOA

viuda e hijo hubiesen tenido tiempo para digerir cabalmente tan nefasta eventualidad, aquella casa aún se vio obligada a conocer un nuevo infortunio: Jorge de Seabra, el hermano menor de Pessoa —casi un bebé, dado que apenas había podido superar su primer año de vida— también se despidió prematuramente de este mundo. Maria Magdalena Pinheiro, que de pronto se encontró sola y al cuidado de un único hijo, tuvo que subastar parte de los muebles, y a ese primer cataclismo sucedió la mudanza a una casa menos lujosa, más acondicionada a las nuevas circunstancias, que encontraron en el tercer piso del 104 de la calle de São Marçal. Fue esa época, esos largos meses de angustias y desvalimientos, la que acostumbró a Pessoa a la pertinaz y ambivalente compañía de la soledad, que a la postre le condujo a echar mano de sus propios recursos para solventarla en la medida en que se lo permitiesen sus posibilidades, sin sospechar que lo que se estaba abriendo no era tanto una vía para el consuelo como una puerta de salida hacia el futuro. Pero nada de eso podía sospechar aquel niño taciturno y obligadamente forjado en la adversidad cuando tuvo la ocurrencia de inventarse a un personaje imaginario al que llamó Chevalier de Pas, que contaba su misma edad y con el que comenzó a cartearse con escrupulosa puntualidad para intercambiar cuitas y añoranzas en un idioma, el francés, en el que seguramente se había iniciado a instancias de su madre. «La tendencia a crear a su alrededor otro mundo, con otras gentes», se preguntaba Robert

Pedrouços, una pequeña ciudad del norte, aunque no tardaron en trasladarse a Lisboa para instalarse de manera efímera en el piso 3º izquierda del 109 de la Avenida de D. Carlos I. La capital acogió, así, el nacimiento de João Maria, cuarto hijo de Maria Magdalena Pinheiro y João Miguel Rosa, y este alumbramiento motivó dos nuevos viajes a Isla Terceira y Tavira, con el fin de visitar a las familias de cada una de las dos mitades del matrimonio. Del impacto que todo aquel trajín, en el que destacaba sobre cualquier otra cosa el temprano fallecimiento de su hermana —un episodio muy similar al que años atrás había tenido como protagonista al pequeño Jorge, pero en un momento en el que el futuro poeta se encontraba en un momento vital en el que disponía de las herramientas necesarias para adquirir plena noción de la tragedia— causó en el Pessoa adolescente dan fe los versos de «Cuando ella pasa», un poema escrito en aquellas fechas y cuya segunda estrofa refleja sus zozobras más íntimas con una claridad diáfana: Sobre mí, la aflicción ha arrojado su velo: una criatura menos en este mundo
 y un ángel más en el cielo.

«La tendencia a crear a su alrededor otro mundo, con otras gentes», se preguntaba Robert Bréchon en su trabajo Extraño extranjero, «¿es el efecto del sentimiento alegre de un desbordamiento existencial que debe ser frenado o la consecuencia del choque afectivo que, al privarlo de amor, genera en el poeta una carencia existencial que deberá colmar?» Bréchon en su trabajo Extraño extranjero, «¿es el efecto del sentimiento alegre de un desbordamiento existencial que debe ser frenado o la consecuencia del choque afectivo que, al privarlo de amor, genera en el poeta una carencia existencial que deberá colmar?». Quizá sea más asumible la segunda opción, ya que pocas alegrías debieron de darse en un tiempo en el que, tras estrenar orfandad y ver cómo su hermano también dejaba de existir, tuvo que acostumbrarse a las penumbras de su nuevo hogar y a las alteraciones en un contexto familiar que se encontraba en un proceso de constante mutación. Porque la madre de Pessoa, pese a todo, supo reponerse a tiempo del brutal varapalo que acababa de infringirle la vida. En 1895 contrajo matrimonio por poderes en segundas nupcias con el comandante João Miguel Rosa, cónsul de Portugal en Durban, a quien, al parecer, había conocido el año anterior. El aislamiento padecido

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a partir de entonces vino a suceder al que sin duda tuvo que darse, pues, en los meses en que empezó a asumir su condición de huérfano mientras su madre empezaba a tratar con el que sería su nuevo esposo. Como escribe Bréchon, «a los seis años ya está inmerso en un proceso que lo llevará del lado infantil de la vida, el materno, al lado abrupto y helado que jamás volverá a iluminar el sol». Pessoa acabó embarcándose junto a su madre, su padrastro, los tres hijos de éste y un tío abuelo llamado Manuel Gualdino da Cunha en el Funchal, de pabellón portugués. El arribo a Durban marcó el inicio de una etapa singular y decisiva en la biografía de Pessoa, que cursó los estudios de educación primaria en la escuela de las monjas irlandesas de la West Street, donde recibió su primera comunión y concluyó en tres años el equivalente a cinco cursos. En la Durban High School, en cuyas filas ingresó en 1899, permaneció otro trienio en el que se convirtió en

uno de los primeros alumnos de su promoción. Allí creó al que fue su segundo heterónimo, un tal Alexander Search con el que, igual que antes ocurriera con Chevalier De Pas, acostumbraba a cartearse para intercambiar las confidencias que no se sentía motivado a transferir a sus compañeros de aula. En 1901, Pessoa aprobó con distinción su primer examen de la Cape School High Examination y pergeñó sus primeros versos en inglés. Fue en ese mismo año cuando la desgracia se cebó de nuevo con la familia, esta vez mediante el fallecimiento de Henriqueta, hermana de Pessoa y fruto de la unión entre su madre y su padrastro, con sólo dos años de edad. Poco después tuvo lugar el primer regreso a Lisboa, aprovechando las vacaciones y en un buque, el König, en el que viajó toda la familia, incluida la hermana muerta, cuyo cadáver hizo el periplo en las bodegas para recibir sepultura en tierras portuguesas. Los primeros días en el país natal transcurrieron en

Acaso porque, en la lejana Sudáfrica, Lisboa se había convertido en una especie de Ítaca —no es mal sino para una ciudad que, según su propia leyenda mítica, fundó el mismísimo Ulises en algún momento de su dilatado regreso—, Pessoa no quiso acompañar a su familia cuando ésta resolvió volver a Durban y prefirió permanecer unos días más en la ciudad que había sido el escenario de su niñez, acaso para confrontar la realidad con su memoria y comprobar que no existe nada que termine siendo exactamente igual a como se recuerda. Regresó solo, un tiempo después, a bordo del vapor Herzog, para emprender una nueva etapa en la que intentó escribir novelas en inglés y formalizó su matrícula en la Commercial School. Durante un tiempo, compaginó la asistencia nocturna a su nueva academia con el estudio, durante el día, de diversas disciplinas humanísticas, y en 1903 se presentó a las pruebas de admisión a la Universidad del Cabo de Buena Esperanza. No obtuvo una buena nota, pero sí la mejor, entre los 899 aspirantes, dentro de una categoría reservada a la redacción de un «ensayo de estilo inglés», lo que le valió el Queen Victoria Memorial Prize. Al año siguiente se matriculó otra vez en la Durban High School para cursar lo que equivalía a un primer año universitario. Allí creo dos nuevos heterónimos, Charles Robert Anon y H M F Lecher, e incrementó su bagaje frecuentando a los


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clásicos ingleses y latinos. Comenzó a escribir poesía y prosa en inglés y asistió al nacimiento de una nueva hermana, Maria Clara. Por aquellas mismas fechas, publicó en el periódico del Liceo un ensayo crítico que tituló «Macaulay». Aquellos fueron los estertores de su peripecia sudafricana, que concluyó tras realizar en la Universidad el Intermediate Examinations in Arts, obteniendo un éxito que le animó a pasar página e iniciar un nuevo camino que, irremediablemente, debía pasar por Lisboa,

PESSOA poemas, uno de esos textos llamados a alzarse por encima de épocas y conciencias, a sobreponerse a sus propios estigmas y limitaciones. Cómo despojar de su idiosincrasia a un Bernardo Soares a quien debemos un libro pleno de desasosiegos y rebosante de belleza, con qué autoridad moral podemos

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[…] Extraño sino, sí, el de los heterónimos de Pessoa, condenados siempre a ser o no ser en virtud de la voluntad o las veleidades de su artífice. Es conocido el episodio que narra cómo Pessoa llegó llegado un

[…] De todas las creaciones de Fernando Pessoa, la más original fueron sus heterónimos, personajes condenados a subsistir en una nebulosa imprecisa de la que sólo emergen cuando la voz de su creador lo dispone. El 13 de enero de 1935, había escrito una carta a Adolfo Casais Monteiro en la que le desvelaba que el primer heterónimo en nacer había sido el Chevalier de Pas nacido al calor de la mudanza que sucedió al fallecimiento del patriarca. Luego llegaron Alexander Search, Charles Robert Anon y H. M. F. Lecher. Caldo de cultivo. Antecedentes necesarios para lo que tenía que venir después: hasta setenta y dos nombres diferentes con los que ofrecer cobijo y coartada a una obra, firmas que en unos casos sólo obtuvieron un fulgor testimonial y en otros llegaron a constituir un microcosmos que se justificaba a sí mismo, hasta el punto de que, en ocasiones, el lector no puede más que albergar una razonable duda acerca de si esas criaturas salidas de la imaginación de Pessoa no llegaron a ser más reales que el propio Pessoa. Cómo negar la corporeidad de Alberto Caeiro, ese campesino sin apenas estudios a quien su propio padre reconoció como maestro y que predicó una filosofía cuyos fundamentos radicaban precisamente en la ausencia de un sistema filosófico. Cómo tildar de inexistente a alguien que se obstinó en aseverar que la existencia tiene valor por sí misma y que no son necesarios subterfugios que la rodeen de explicaciones imprecisas e innecesarias, porque las cosas y los seres son únicamente por eso, porque son. De qué manera se puede subsidiar una biografía como la de Álvaro de Campos, el ingeniero que evolucionó del decadentismo al futurismo, y de ahí hacia el nihilismo, y dotó a la lengua portuguesa de uno de sus mayores

viazgo en 1919. Estuvieron juntos a lo largo de un año, y mantenían una relación epistolar que se fue deteriorando paulatinamente y que dejó, definitivamente, de ofrecer garantías en cuanto el poeta, en una de sus últimas cartas, escribió: Toda mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala, lo que sea, lo que pueda ser. Todos […] tienen que convencerse de que soy así, de que exigirme sentimientos —que considero muy dignos, dicho sea de paso— de un hombre común y corriente es como exigirme que sea rubio y con los ojos azules.

Durante el año en el que ambos estuvieron viéndose y se fue trenzando la relación epistolar con la que intentaban mitigar el vacío que dejaban sus respectivas ausencias, Fernando Pessoa firmaba algunas de las cartas que dirigía a Ophélia Queiroz con el nombre de Álvaro de Campos. Conocedora del gusto de su extravagante novio por los heterónimos, la chica quiso convertirle a él mismo en uno de ellos y le otorgó el nombre de Ferdinand Personne. Era, en realidad, un sutil juego de palabras en el que el trasvase al francés del nombre de su amante ocultaba un dardo cuyo veneno tuvo que hacer mella en el ánimo del poeta, que no pudo no darse por enterado del subterfugio. El vocablo francés personne, cuando actúa de sustantivo, significa, igual que su equivalente portugués pessoa, «persona», pero adquiere otra acepción cuando se presenta como adverbio, en cuyo caso pasa a significar «nadie». Fernando Pessoa, Ferdinand Personne, no era nadie porque había vaciado su propia existencia de tanto llenar de contenido las vidas de otros que no llegarían a existir nunca. Ophélia Queiroz, casi sobra decirlo, odiaba a Álvaro de Campos.

Cómo dilucidar quién era, entre los heterónimos, el más auténtico, cuál de todos ellos guarda más similitudes con su creador, si ni siquiera éste vivió lo suficiente para ordenarlos o dejar pistas fiables acerca de sus propósitos, de las certezas que él mismo asumía en lo que tenía que ver con su propia obra supeditar su materialidad y su talento a los de quien prefirió sacrificar su propia firma para respetar la de aquél a quien él mismo quiso otorgar los galones necesarios para acreditar su obra. Cómo dilucidar quién era, entre los heterónimos, el más auténtico, cuál de todos ellos guarda más similitudes con su creador, si ni siquiera éste vivió lo suficiente para ordenarlos o dejar pistas fiables acerca de sus propósitos, de las certezas que él mismo asumía en lo que tenía que ver con su propia obra. Y, al mismo tiempo, cómo evitar preguntarse si no eran los heterónimos los personajes reales y el propio Pessoa el ser imaginario.

día con varias horas de retraso a una cita que tenía apalabrada con José Régio y cómo se excusó ante su contrariado contertulio argumentando que quien allí se encontraba no era Fernando Pessoa, el corresponsal de comercio, sino Álvaro de Campos, y los circunloquios que empleó para hacer ver que éste había acudido para solicitar que se disculpara al primero por el plantón, motivado por una indisposición involuntaria y que, en cualquier caso, no parecía revestir una gravedad extrema. Conocido fue también el caso de Ophélia Queiroz, la joven de 19 años con la que Pessoa vivió un peculiar no-

[…] Posiblemente fuera Pessoa una persona encomendada a la tarea de construir su propio mito, de erigirse él mismo en símbolo a través de unas identidades más robustas y consolidadas que la suya propia, tan vulgar y enclenque a ojos de sus contemporáneos. Posiblemente pensara que todos sus allegados tenían la obligación íntima de asumir esa eventualidad y convivir con ella y tener en cuenta siempre sus necesidades como un requisito irrenunciable. Pero ésa no era más que otra de las ensoñaciones a las que se entregó alguien que, si a algo


También hay una leyenda urbana que asegura que Fernando Pessoa no se encuentra en el monumento funerario que se levanta en una ala del claustro y al que se trasladaron sus restos en 1985, cuando se cumplió el medio siglo de su deceso propendía, era a extraviarse en la maraña que constantemente trazaban a medias su conciencia y su imaginación. «I know not what tomorrow will bring», decía su último verso, aquél que hallaron después de que exhalara su último suspiro en el hospital de São Luis dos Franceses, donde antes de fallecer pidió sus lentes y clamó por sus heterónimos, acaso porque ya temía por lo que les aguardaba a sus criaturas, obligadas a padecer por el resto de los tiempos una orfandad que no habían previsto y ante la que estaban imposibilitadas para responder. Porque ni siquiera ellas murieron con Pessoa, sino que —como ocurre a veces en esas familias en las que la sombra autoritaria de los progenitores llega a menguar o, directamente, a aniquilar la autonomía de los hijos— emprendieron realmente sus propias vidas una vez que éste hubo expirado, convertidas en símbolo de su creador y erigido éste, a su vez, en símbolo de todo aquello que las había engendrado. Una suerte de transfiguración abstracta que hacía inviable al uno sin los otros, y viceversa, y convertía lo que en principio fueron los vulgares paseos por Lisboa de un asalariado gris y aficionado al aguardiente en una sucesión de claves ocultas que guardarían el enigma de una excepcionalidad que sólo la posteridad dejó al descubierto. […] El monasterio de Los Jerónimos, en Belém, es un panteón de tumbas vacías. Aquí está el túmulo que se le preparó al rey Dom Sebastião, pero el cadáver del monarca imberbe no volvió nunca de Alcazarquivir y entre los muros góticos de esta hermosa iglesia manuelina tan sólo está la lápida que debería sepultar su cuerpo. Tampoco está en su féretro el divino Camões, y hay quien duda seriamente que sea Vasco da Gama quien reposa realmente en el sarcófago que preside el primer tramo de la nave septentrional del templo. También hay una leyenda urbana que ase-

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PESSOA / CRÍTICA

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gura que Fernando Pessoa no se encuentra en el monumento funerario que se levanta en una ala del claustro y al que se trasladaron sus restos en 1985, cuando se cumplió el medio siglo de su deceso. Parece ser que al abrir su tumba original en el panteón familiar del cementerio de Prazeres las autoridades competentes hallaron, sorprendentemente, su cuerpo intacto e incorrupto, y no se sabe si por superstición o por respeto decidieron dejarlo allí, pero sin comunicar el cambio de planes. Esto es, mantuvieron en secreto el hallazgo y procedieron a sepultar en Los Jerónimos una urna vacía. Quizás por eso eligieron, a la hora de buscar una inscripción con la que rematar el frontispicio del monumento, los versos en los que acaso Pessoa definió con más acierto las esquinas angulosas de su difusa personalidad: O poeta é um fingidor, finge tão completamente que chega a fingir que é dor a dor que deveras sente.

Una falsa tumba en la que sublimar el vacío de la muerte. No sería mal final para quien se deshizo de su propia vida diseminándola en otras vidas menores con tanto virtuosismo que aún hoy, ochenta años después, nos seguimos maravillando cada vez que nos asomamos a la orilla de ese abismo desde el que intentamos comprenderle. Títulos básicos sobre Pessoa — Robert Brechon, Extraño extranjero: una biografía de Fernando Pessoa (Alianza, 1999). — José Luis García Martín, Fernando Pessoa, Sociedad Ilimitada (Llibros del Pexe, 2002). — José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis (Alfaguara, 1998). — Antonio Tabucchi, Sueños de sueños / Los tres últimos días de Fernando Pessoa (Anagrama, 2000). De Pessoa — O poeta é um fingidor (antología a cargo de Fernando Valverde; Austral, 1982). — Libro del desasosiego (edición a cargo de Jerónimo Pizarro; Pre-Textos, 2014). — Mensagem (edición de Eduardo Lourenço; Hiperión, 1997) — Cantares (Quadras) (edición de Jesús Munárriz; Hiperión, 2006) ¢

La importancia de llamarse García Si no he entendido mal, señor García, la situación es esta: el poema no nos salva pero nos entretiene. J. G. R., Estaciones

/ Cristina Gutiérrez Valencia /

No sabemos si la urdimbre de sentido en la obra poética de Pablo García Casado es premonitoria o premeditada, si pronostica o procrastina una poesía del fracaso, el sinsentido, pero que desde siempre ha revelado el porvenir, como si todos esos versos futuristas de la edad del automóvil fueran a bordo de una poética de utilitario que se propuso ya en los noventa llegar muy lejos. La cuestión es que a pesar de lo dilatado de sus publicaciones todo parece armarse desde un entendimiento multidireccional (no solo en Las afueras, con su evidente intertextualidad interna, o en Dinero, donde se saldan muchas cuentas, donde todo cobra sentido) que contrasta con el carácter en buena parte fragmentario y en gran medida elíptico de las historias líricas que condensa. No sabemos, en definitiva, si García Casado es

Pablo García Casado García Visor, 2015 54 pp., 10,00 ¤ un frío ajedrecista (o quizá un jugador de damas, los personajes femeninos son una de sus especialidades) o un lanzador de dados, tenaz, apasionado y persistente. Lo que sí sabemos, [•]

Tiempo, palabra y paisaje / Pilar Martín Gila /

Tras la publicación en 2011 del poemario Potrillo, Vaso Roto continúa ahora su trabajo con Charles Wright editando Cicatriz en la excelente traducción de Carlos Jiménez Arribas. Cicatriz, además de dar título al presente libro, es el poema central que lo atraviesa y, a la vez que lo articula, en cierto modo, lo conecta, lo cierra. Se trata de un largo poema que, de entrada, lleva a pensar en esa propiedad regeneradora del tejido, la reparación de las heridas, de la fractura que en este poemario se abre entre el momento en que el sujeto sabe que tiene que comenzar su relato para reordenar en él lo vivido y el relatar mismo. O, tal vez, podemos decir que ese tiempo del relato traza su tensión desde el poema inicial, «Despedida de Appalachia»: «¿Y a dónde nos dirigíamos? / A la tierra del Relato, ese oscuro territorio / que cuenta frase a frase nuestra historia, que le da un principio y un final…», a la última parte del libro, el poema que comienza con ese «Parece que lo estoy viendo todavía».

Charles Wright Cicatriz Traducción de Carlos Jiménez Arribas Vaso Roto, 2015 152 pp., 18,27 ¤ La anticipación del recuerdo y su realización. Este corte, en Wright, está profundamente relacionado con el lugar, la tierra de la infancia, el origen, Tennessee, o la cuna de su segundo nacimiento: Italia. [•]


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CRÍTICA

[Pablo García Casado•] y todo el mundo sabe, es que «estar en las afueras también es estar dentro». Y lo sabemos, además de por el homenaje así llamado que publicó La Bella Varsovia, porque Las afueras (1997, Premio Ojo Crítico de rne, antes parcialmente en el Ateneo Obrero de Gijón —oraculares espacios semánticos donde empezar—) fue todo un hito en la poesía contemporánea española, una esperada salida de tono, una puerta abierta de escape, una de las mayores influencias en los poetas en aquel final de siglo. García Casado, incluido en la generación del 99 o del 2000, englobado en la estética del rock, para algunos figura clave del realismo sucio, del realismo urbano, del realismo alucinante o alucinado, poeta feroz, marginal, heterodoxo, radical, crítico, disidente, es un mirlo blanco que, no obstante, interpreta, como el común (García, recordemos), un vasto repertorio de cantos. La realidad inflamada que muestra es abrupta y cortante en su fraseo encabalgado y de arritmia descorazonadora, es despojada en la renuncia a la puntuación y las mayúsculas en Las afueras y El mapa de América, al verso en Dinero, es dialógica y multivocal (alternancia de voces, estilo directo libre, coloquialismo, préstamos de otros lenguajes) en la formación de las escenas de historias mínimas (nadie puede olvidar tras El poema de Jane

la influencia del minimalismo norteamericano). Todo ello en esa narratividad lírica de periferia y albañal poligonero y de la intimidad que tanto le caracteriza. Ficciones en miniatura que siempre se han relacionado, cómo no, con el cine, y su método (personajes «rodados», travelling, elipsis), su estética (realismo documentalista, videoclip de pocos medios, telefilm de bajo presupuesto), sus referentes (¿quién puede olvidar París, Texas?), y que mediante los monólogos dramáticos o a través de la objetivación de una tercera persona aséptica (un micronarrador con la frialdad del estilete quirúrgico que a base de cortes limpios acaba siendo desgarrador) llevaba a la ficción poética a un punto de emotividad entre implicada y espectadora que aún no se conocía, alejada de una sentimentalidad de identificación con el poeta confesor expresionista. La visualidad de estas escenas que tratan de la incapacidad de la comunicación, del sexo como escape, de la huida del yo, de la vida como problema, etcétera, se puede

[Charles Wright•] «Como Dionisos, yo también nací dos veces. / De la carne del muslo izquierdo de Italia, emergí un enero / en un mundo diferente. / Tenía todo mucho sentido, / escondido como había estado una vida entera».

paisaje a lo que aparece ante la mirada, en la perspectiva, entonces el sujeto siempre queda fuera, no está incluido en la percepción sencillamente porque queda detrás de su vista, todo se extiende delante, a partir de sus ojos. El poeta tiene que armar un escenario, preparar un espacio que construya ese relato donde comprender al sujeto, un

Lugares que no solo están presentes en la escritura como señal sino que van a poner en marcha la memoria o, tal vez se pueda decir, la vida en la memoria, esa es la herida que el relato poético no solo repara sino marca, o mejor dicho, la misma cura va a dejar inevitablemente la marca del daño. «Piel nueva sobre heridas viejas, entumecida, sin coloración. / Que la lengua se retire, que se calle el corazón.» Porque, en realidad, cuando el relato trata de retener la memoria, lo que se desea es retener la vida. «Todo lo he escrito con las huellas de mis pasos en la arcilla roja y restregada / y lo he guardado, pero me he dado cuenta / de que es inútil, no se puede guardar nada que no se pueda tener entre las manos». En la poesía de Charles Wright, el paisaje va a constituirse en espacio de representación del relato. Si llamamos

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Pablo García Casado

comparar con los cuadros de Hopper o David Hockney, las imágenes de Robert Frank o las escenas de Sam Shepard, a gusto del observador. Pero es precisamente del encuentro entre Sam Shepard y Wim Wenders de donde surgió París, Texas, de la que nos podemos servir, sabida su conexión desde Las afueras (1997, recordemos) para explicar García. La visualidad de la que hablamos, la relación empática pero distanciadora de sus tres primeros poemarios, se asemeja a una ca-

en ella como ocurría en el paisaje, que a diferencia del relato, es todo círculo, y llegan una y otra vez porque nada de lo que hay, de lo que volvemos a ver, es repetición sino vínculo: «El mundo es todo vinculación y semejanza: / uno se cae y todo se cae. / En esta luz postrera de la

En la poesía de Charles Wright, el paisaje va a constituirse en espacio de representación del relato. Si llamamos paisaje a lo que aparece ante la mirada, en la perspectiva, entonces el sujeto siempre queda fuera, no está incluido en la percepción sencillamente porque queda detrás de su vista, todo se extiende delante, a partir de sus ojos lugar al que él pueda pertenecer y, a la vez, en el que pueda formular su deseo de permanecer dejando la huella de su historia. Es ahí, en la descripción del paisaje que reasume la presencia de las cosas, cuando el sujeto presiente que él también es una parte de ese paisaje, que terminará asimilando su secundaria existencia; «que la vida que imaginábamos ilimitada cual dosel del cielo / era solo el sonido de un hacha que resuena por los bosques». Lo que aparecía ahí, en ese panorama de la naturaleza, todas las cosas, que son finitas y por tanto vuelven a verse a cada paso (árboles, caminos, lluvia…), entran reordenadas en escena, y de igual forma, una y otra vez, surgen

plenitud del verano, / ¿quién sabe qué camino tomar?». La construcción poética va a suturar así toda separación incorporando lo exterior a lo interior, y a su vez incluyendo lo interior en lo de afuera. Ahora, nada queda detrás de la mirada o nada escapa a la historia. Lo que se ha visto es entonces lo que se ha vivido, y eso es algo que ya ocupa la memoria. Mientras que el paisaje solo tiene un punto de vista, el del caminante, el del observador, la escena, en cambio, puede preguntarse también por lo que ve el que es mirado, lo que sabe cada uno con lo que ve, y tal vez podamos observar que en esta pre-

bina de peep show («entra conmigo / entra en los dorados peep show», dice un poema que quedó fuera de El mapa de América, rescatado en su poesía reunida) donde la pantalla permite ver pero no ser visto, como esas salas de espejos transparentes/opacos, como el lugar donde Travis reencuentra a Jane en París, Texas. Lo que ocurre en García es lo que sucede en la película a continuación: Travis le pregunta a Jane si le verá si apaga la luz de su sala, ella nunca lo ha intentado; apaga la luz, él gira el foco hacia sí mismo y ella es capaz de ver a Travis. De pronto vemos a quien normalmente mira sin ser visto, después de tantos años, pero tras una pantalla, sin ser capaz de tocarlo: eso es García. Pablo García Casado ha sido siempre el poeta de la deslocalización: su posición en las afueras, la premonitoria desindustrialización paralizante de un país en crisis (Dinero es de 2007, recordemos), su fuga a Norteamérica en su segundo poemario… Luis Bagué explicaba en una ocasión cómo la localización yanqui de El mapa de América, la vuelta al lugar originario del dirty realism, era una constatación de la imposibilidad de la aplicación de esta tendencia literaria a otras geografías. Pero no podemos omitir que la deslocalización de la que hablamos era tanto del espacio geográfico como interior, que

gunta asoma la constelación ética que se encuentra en la poesía de Wright. «La garza azul que sobrevuela el prado enfila hacia Basin Creek. / Solo los peces saben qué ángulo dibujará su sombra. / Y lo que los peces saben no es lo que la garza sabe, / que no es ni la luz ni la sombra ni la dicha, pero es y solo es, y solo es». Todo lo que el hombre podía decir ha sido ya dicho, y algo más duradero que nosotros mismos lo ha escuchado, algo que Wright, en una reconocible línea de la poesía americana, va a buscar en la tierra, en ese mundo del que somos parte y nos trasciende. «Parlanchines, perdidos por una palabra, senescentes, / ¿quién iba a saber que tendríamos tanto que decir, o lengua para decirlo? / El viento, supongo, que ya lo ha oído todo antes y arruga nuestras páginas». Y todo lo que hay en la tierra ha de formar el saber de la misma tierra, aspirar a la «inocencia de la tierra» si pensamos en la estela de Wallace Stevens. «Agnóstico temeroso de Dios, / suelo mirar en los rincones de las cosas, / esos huecos a trasmano, / medio a oscuras y medio escondidos, /


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la ubicación de los poemas es tan realista como mítica, que el espacio en general es solo topos del desconcierto y la visión dislocada (el nombre de París, Texas de nuevo nos sirve como alarma desubicadora). En García, que tiene dos secciones («Yo soy mi padre» y «Turn»), hay en realidad un doble giro (otra vuelta de tuerca) en este sentido: García Casado vira en la primera parte hacia la casa matriz, al espacio familiar del hogar que no nos había mostrado, a la introspección intersubjetiva («García es el apellido más frecuente en España», recordemos), y torna en la segunda a la España corrupta y de inestabilidad política y social que se preveía en Dinero a escala microeconómica, y lo hace reivindicativo como siempre, indignado como nunca. De su poesía reunida anterior, Fuera de campo, pasa al coto privado de casa en «Yo soy mi padre»; García habla en primera persona del sufrimiento de ser hijo, del dolor de ser padre («es la soledad verdadera. La de estar a los pies de la cama de tu hijo. La de estar a los pies de la tumba de tu padre»), y lo hace desde lo personal (las dedicatorias delatan) pero siempre con filtros; el poeta es siempre otro, pero lejos ya de la anonimia y la ficcionalización más explícita. Si dice tras todo este tiempo «Canto a mí mismo», lo hace desde «Whitman variaciones», si encontramos poe-

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CRÍTICA mas emocionados sobre el padre, van acompañados de guiños cinematográficos («Todo sobre mi padre», «La noche del cazador»), si habla respecto a sus hijos como «Alguien que daría la vida por ellos», apuntala siempre con la otredad: «Pero otro», si consigue encogernos el corazón la historia infanticida de un moderno Medeo, lo hace sin separarse de la referencia culturalista («Saturno»). García recupera la puntuación (la puerta abierta a la posibilidad del orden desde lo do-

un sentido vital que nunca es único y nunca plenamente compartido. García comienza con dos poemas de igual título, «Pesadilla», en los que vemos la recurrencia de un sueño desvelador en la trinidad de este libro: padre, hijo y lenguaje. Los títulos que en Las afueras eran irónicos por las funestas historias que encabezaban, «Amor», «Home sweet home», aquí dan claves de honestidad emotiva: «Amor» habla de la terrible experiencia de ser padre, clave en varios poe-

Pablo García Casado ha sido siempre el poeta de la deslocalización: su posición en las afueras, la premonitoria desindustrialización paralizante de un país en crisis méstico) y las mayúsculas del nombre propio, pero lo hace con un nombre, García, que le da la existencia, desde esa paternidad sin rostro y a veces elidida, pero no lo singulariza («Yo soy mi padre», recordemos), sino que lo diluye en el otro y en la masa. García es el poeta, y es nadie, y somos todos, es el recuento de una memoria familiar de eterno retorno. Ya la cubierta muestra una g minúscula sobre una huella dactilar circular (¿circular, las afueras, la minúscula nostalgia?). La imagen parece haber encontrado el punto g de la huella dactilar, que es en realidad un lugar común, una seña de identidad que solo es hipóstasis de

mas, y ese título es la única respuesta posible a la pregunta final: «Cómo explicar todo esto». «Rio» desmantela el estereotipo de normalidad (García, recordemos), haciéndolo existir solo como máscara mediante la atribución a Antonio Resines, «ese actor que tantas veces fue este hombre, un hombre normal», para acabar identificándose con él de nuevo en el futuro: «Este hombre que seré yo dentro de quince años». El sexo furtivo en los asientos de un coche, tan reiterado en Las afueras, se repite aquí bajo la mirada de un Peeping Tom, como en «co-2251-k», de aquel primer poemario, pero en «Forestal» el sobre-

él mismo; por el contrario, en otras, es su voz (quizá el correlato subjetivo) lo que alimenta por debajo el curso de la historia, su interior, la intimidad del lenguaje. «El espíritu, correlato subjetivo y correspondiente, se mueve / como el agua bajo la piel de cada línea del relato, / no demasiado adentro pero lo suficiente, no demasiado cerca de la superficie. / No hay palabras para estas palabras, / que se definen y se erosionan a sí mismas sin sonido / simultáneamente, / que crecen y menguan, en charco y ventisquero».

lo que queda atrás inadvertido, / siempre que quiero estar seguro de que nada encontraré». Tiempo, palabra y paisaje se conectan en la poesía de Charles Wright para dar lugar a esa impresión de lo

No se trata de un tiempo lineal, el de esa oscura tierra que cuenta frase a frase una historia con principio y final, como dice el primer poema Charles Wright | © Dan Addison, University of Virginia del libro. Lo narrativo aquí, en Cicatriz, no es la línea por la que transita el relato, sino narrativo que la hace tan singular y una noción que tiene que ver con el que va tejiendo su complicada urdim- tiempo superpuesto, un concepto en bre que, en ocasiones, hace pensar en torno a la imagen que Charles Wright el juego de un correlato objetivo me- expresa en su correspondencia con diante el cual el sujeto surge de todo Charles Simic, y que pudimos ver inlo que hay a su alrededor, se agita en cluida en la edición de Una breve hisese paisaje que habla de él más que toria de la sombra (traducido y prolo-

salto y la huida se han convertido en conciencia y provocación: «No pares […] El otro nos mira, y tú lo sabes». «La edad del automóvil (reprise)», de Las afueras, comenzaba con este vaticinio: «año dos mil quince la que será tu mujer / despliega los planos del sexto izquierda […] estás aquí en el mismo lugar donde siempre / estuviste muy lejos quedan ahora las afueras». En este 2015, el estremecedor poema de amor «Cover» parece situar al yo poético en el lugar preciso al que parecía remitir aquel poema, al arduo locus amoenus de la casa en la que la pareja parece sobrevivir desde aquel año 97 y donde envejecerá. En «Turn», esta segunda sección más combativa, encontramos la trasposición de la política romana a la actual (o viceverso) en «Séneca aconseja a Nerón ante el inminente proceso electoral», la política de cuchitril en «Bases», los match ball de los partidos políticos y sus dirigentes en «Ex», una insólita declaración de un patriotismo humanista en «E», poemas sociales humorísticos y vergonzantes encontrados en actas judiciales de infantas o unos textos finales que destilan, con asombroso ritmo narrativo, una honestidad nada ingenua y bien afinada, y un deslumbrante y razonable intento de arrebatarles las palabras, y cargarnos, con su aparente ingravidez, de un poco de dignidad. ¢

gado por Jeannette L. Clariond) que publicó DVD en el 2009. Para Wright la narrativa de la imagen, al contrario que el fluir de la lógica metafórica, se daría más como instantes; él lo ilustra con la idea de un palimpsesto que conformara la historia en superposiciones, por acumulación, velando y desvelando. Siendo descriptiva la lógica de la imagen, se sigue el rastro de su narración como una suerte de huellas en la nieve, dice Wright, a la luz del sol, que las hace visibles a la vez que está a punto de borrarlas. La palabra es lo que arrastra la imagen y permite entrar en el círculo del paisaje, en la naturaleza; actúa desde su significado, podríamos decir, reduciéndolo para llevarlo fuera del límite del poema. Una vez puesto ante los ojos el paisaje, una vez convocada la memoria, el poema salta por una imagen ciega, ese vacío o silencio o esa herida cuya huella es, como se dice al comienzo de este artículo, el contorno, la marca de la reparación, y tal vez sea también su posibilidad para recordar o, pensando en la etimología, su posibilidad para volver a traer algo al corazón. «Lo que recubre el corazón, éramos el centro incandescente en el centro de las cosas. // Recuérdanos tal como éramos, amigo, / y no como ahora somos, tendidos boca abajo donde duele el arcoíris». ¢


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Escribo la casa que me acoge son desnudamientos. Cilleruelo descubre posibilidades y aventura teorías; y no es fácil idear explicaciones alternativas de las cosas. También establece, en un ejercicio constante de ingenio, nuevas relaciones entre ellas: funde objetos y funde planos, y el resultado son percepciones distintas, criaturas sugerentes y anómalas, cuya acuidad zarandea al lector. Averiguamos, así, por ejemplo, que poetas y prostitutas son hermanos, o que los seres de la naturaleza —nubes,

José Ángel Cilleruelo Almacén: dietario de lugares Prólogo de Juan José Martín Ramos Polibea, 2014 104 pp., 14,00 ¤

/ Eduardo Moga /

«En el deterioro de los signos encontré una poética. […] Quería convertir la descripción del declive en un tema. […] Treinta años después, lo único que puedo constatar es que mi tema, como imagen que prende en la biografía, me ha dado la espalda». Almacén es, pues, el reconocimiento de una decadencia, pero no de la que el autor esperaba dar cuenta —la de la ciudad como metáfora del mundo contemporáneo: la de Barcelona—, sino del combustible que alimentaba su creación. El dietario se configura, así, como el relato de un deterioro espiritual y, al mismo tiempo, como la lucha que aún se libra por que ese deterioro no desemboque en derrota, como el esfuerzo, infundido de belleza crepuscular, por mantener viva la justificación del escritor ante el mundo y ante sí mismo. Por eso, en otro fragmento, y tras reconocer que «las ciudades se han ido convirtiendo en parques temáticos» y que eso lo ha dejado sin tema literario, «áptero de visión», Cilleruelo confiesa trabajar al revés: «Encuentro palabras en las plazas y ellas me conducen a algún lugar. A veces inesperado. Casi siempre fuera de la ciudad». Esta lid se afirma en una prosa pulcra y desembarazada, que atiende a materialidades minúsculas, al pormenor, a lo fugaz, descrito siempre con minuciosa plasticidad: un gorrión que bebe de un charco o el sonido de la hojarasca al pisarla. Almacén es un libro de visualidades lacónicas pero vehementes, encendido de color, de piel muy limpia. Su fragmentación refleja el tumulto de los estímulos, su

El dietario se configura, así, como el relato de un deterioro espiritual y, al mismo tiempo, como la lucha que aún se libra por que ese deterioro no desemboque en derrota, como el esfuerzo, infundido de belleza crepuscular, por mantener viva la justificación del escritor ante el mundo y ante sí mismo

© ciertadistancia.blogspot.com.es

Este Almacén, de José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960), se subtitula Dietario de lugares. Y ambas denominaciones son igualmente pertinentes: es, sin duda, un depósito de apuntes, de escenas y paisajes, de sucesos y visiones, pero no es menos un recuento de lugares —entendidos como acontecimientos determinados por el espacio y no por el tiempo— y, más allá de eso, o subyaciendo a todo ello, una meditación sobre la naturaleza del «lugar», sobre sus cualidades y transformaciones, y sobre la importancia, quizá frustrada ya, que ha tenido en su proyecto literario. En esta arboleda de fragmentos, Cilleruelo consigna alguna grave confesión. En «Librería», escribe:

José Ángel Cilleruelo

instantaneidad apenas aprehensible, pero nunca lo hace sin meditación. Las entradas de este dietario son la decantación de un espíritu sensible, pero también el resultado de una inteligencia que no conoce pausas. Encontramos trazos líricos y alfilerazos de ironía, texturas más narrativas o más aforísticas, ensayos y poemas en prosa, pero nunca dejamos de observar una mente que razona, que urde, que estructura. La condición de poeta de Cilleruelo se advierte en metáforas tan delicadas, y tan expresivas, como la que describe los aleteos de una paloma como «bordados de punto calado en el tejido del silencio». Una imagen, por cierto, que reitera, con levísimas variaciones, en una entrada posterior, en la que los aletazos, ahora de los patos, son «bordados de punto festón en el mantel blanco del silencio» (y que invierte en otra usada para describir un cementerio: «una burbuja de silencio insoportable varada en la gelatina del ruido»). Sus intereses son muy variados, desde una reunión de propietarios de plazas de aparcamiento —tan sórdida como todas— hasta un miércoles en los Encantes —otra de sus muchas pasiones, junto con el número siete, Portugal y los tranvías—, pero destaca la atención que presta a la creación literaria, en sus múltiples vertientes, y al teatro. A este lo identifica en una melancólica entrada, «Estadio», con un partido de fútbol —del Español—, porque ambos

comparten un mismo propósito, enfrentarse al destino: el del tío Vania consiste en entregar la vida a un «ente fútil e inconsistente», y el del Español, en ser derrotado por el Barça. Sobre literatura, siempre en su dimensión locativa, es decir, en cuanto se refiere a los lugares y a su tratamiento, Cilleruelo reúne ejercicios de crítica literaria con lúcidas reflexiones sobre la propia escritura y sustanciosos ensayos teóricos, como «Elogio del lugar», en el que analiza la evolución de los conceptos de tiempo y espacio como temas de la literatura. En él, Cilleruelo subraya —y, hasta cierto punto, lamenta— la preeminencia del primero sobre el segundo en la historia cultural para representar poéticamente al ser humano y al mundo, pero concluye que acaso el nexo común de la poesía del presente sea

pájaros, árboles, flores— son escritores embozados, o que la niebla recoge el reguero negro del remolcador que regresa a la dársena «en su tarro de aluminio». Pero, diga lo que diga, y sean cuales sean los parajes que recorra, Cilleruelo, consciente de su oficio, nunca deja de considerar la escritura como construcción. Por eso afirma que «ladrillo a ladrillo, escribo la casa que me acoge», o describe el soneto como una mansión solariega, o practica una circularidad arquitectónica: en el primer apunte de este Almacén, abre un cuaderno en cuyas páginas se ha depositado la nieve, y en el último, «el viento escribe su prosa apasionada […]. Leerlo será oler el pinar, el campo de trigo recién segado, el jardín después de la lluvia». ¢

«el protagonismo del espacio en la comprensión poética del sujeto y de la realidad, […] la conceptualización del espacio no como recurso literario, sino como tema central del ser contemporáneo, que tal vez haya empezado a dejar de sentirse tiempo para comprenderse como lugar». Esta es una de las características más descollantes de José Ángel Cilleruelo: una mirada que subvierte, que desvela. Sus análisis, sus relatos, no son meras glosas de la realidad: son penetraciones en la realidad;

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Lanzadera Gómez Centro Cibeles presenta el tercer proyecto expositivo dentro del ciclo Lanzadera que, comisariado por Iñaki Domingo, Tiene como objetivo dar visibilidad y difusión al trabajo de una nueva generación de fotógrafos españoles.

EXPOSICIÓN

elcuaderno 29 directo dio lugar a una investigación metódica, detectivesca, cuyo proceso fue registrado por Lucía Gómez Meca paso a paso, y la llevó a visitar el lugar de residencia de su padre hasta seis veces entre 2013 y 2014, camuflándose bajo diferentes caracterizaciones, en función de cómo sería/fue ella misma en diversas circunstancias o etapas de su vida. De esta forma, los cauces habituales para reanudar la relación se modificaron, dando lugar a algo completamente distinto, un juego visual que convirtió, en palabras de la autora, «la curiosidad espontánea en una obsesión representada», un proyecto llamado Gómez, resultado de la investigación documental, ficticia y real, sobre su padre y sobre ella misma. La variedad de soportes y de elementos es constante en toda la muestra, consecuencia lógica de los recursos desplegados a lo largo del proceso.

«Hacía ocho años que no sabía nada de mi padre. Un día tecleé en Facebook su nombre y sus dos apellidos, también míos. Un perfil personal, setenta y ocho amigos, ocho actualizaciones, siete fotos. No le solicité amistad, realicé capturas y me descargué todas sus fotos a una carpeta sin nombre en mi ordenador. Meses después decidí nombrarla Gómez»

/ Raquel Jimeno Revilla /

Una de las grandes y más apasionantes líneas de actuación del arte contemporáneo es, sin duda, la creación de la identidad propia a través de la construcción de un discurso autobiográfico, de inciertos límites entre lo verídico y lo ficcional, entre lo público y lo privado, entre la introspección y la exhibición impúdica. En el caso de esta exposición, la búsqueda de saber «quién soy» a través de «quién eres», de situar a los demás para situarnos a nosotros mismos, de rastrear los vestigios de una existencia que condiciona la propia en la dimensión en que puede hacerlo un vínculo paternofilial. «Hacía ocho años que no sabía nada de mi padre. Un día tecleé en Facebook su nombre y sus dos apellidos, también míos. Un perfil personal, setenta y ocho amigos,

ocho actualizaciones, siete fotos. No le solicité amistad, realicé capturas y me descargué todas sus fotos a una carpeta sin nombre en mi ordenador. Meses después decidí nombrarla Gómez. De manera íntima y obsesiva fui acumulando ahí todo lo que pudiera ser suyo y que encontrase por Internet. Así se activó todo, la consciencia de una memoria agujereada me hacía buscar mi sitio en el suyo. Desde ese momento no conseguí seguir usando excusas torpes y rebeldes cuando alguna conversación inicial me llevaba a situar a mi padre, haciendo la gracia, en un punto geográfico con nombre de vegetal, Ajo.» Así explica la propia autora la premisa inicial del proyecto, el hecho de que el pasado se volviera de pronto presente. La recurrencia a lo audiovisual/documental por la incertidumbre ante un encuentro

Dividida longitudinalmente por un panel central, uno de los lados del mismo está dedicado a las conversaciones mantenidas, vía mail, teléfono o Whatsapp, entre Lucía y su padre, pequeños folios y transparencias perdidos en la superficie blanca. Estos fragmentos nos introducen en los puntos de contacto de las dos vidas casi de manera literaria, y entretejen, en líneas invisibles, las palabras, los silencios, los dubitativos conatos de acercamiento entre uno y otro, el temor a no ser comprendido por alguien tan cercano y tan remoto a la vez. La autora nos muestra sus dudas y decisiones de manera aparentemente directa, sin filtros de por medio, para que sea el espectador quien reconstruya por sí mismo la historia. Al otro lado del panel, la documentación de una búsqueda: fotografías, fotocopias y post-it con información sobre la persona, su entorno, su familia, el lugar de residencia, el trabajo; el acervo documental de aquellos elementos tangibles reveladores de la identidad personal, dispuestos reproduciendo su orden para emprender la búsqueda. El espectador puede interactuar arrancando y llevándose algunos de estos documentos fotocopiados en libretas, fotografías de la infancia de


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LANZADERA. GÓMEZ

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la propia autora, que constituyen el registro documental de una identidad, las coordenadas físicas y geográficas de una existencia en este caso ajena, pero con un formato idéntico a la nuestra propia. Al visitante se le facilita, incluso, una recreación del espacio de trabajo de Lucía, con el fin de darnos las mismas herramientas con las que contó ella en la conformación del proceso. Otro de los espacios está destinado a exponer algunos de los objetos que Lucía usó en sus diversas caracterizaciones para viajar a Ajo, en una actuación que podríamos encuadrar cerca de la performance. Varios de estos elementos pertenecen a su infancia o adolescencia, por haber gestado en sendas creaciones una construcción próxima a la imagen que tendría de ella el padre las últimas veces que la vio. El resto de personajes inventados quedan en función de la propia identidad sometida a otra serie de factores, como una construcción hipotética de ella misma en sexo masculino, o en función de las actividades que realizan los visitantes a la zona de residencia paterna. Explorar, en palabras de la autora, su propia memoria, sus propios límites, en un cara a cara de rostros biológicos similares pero diferentes. Ocultarse y modificarse para encontrarse, en definitiva; adoptar personajes con el fin de extraer lo esencial, lo subyacente en el fondo de los mismos.

¿Qué es real y qué es construcción? ¿Se mantiene el sentido de todo el proyecto al explicitarse de manera pública? Todo este recorrido por la exposición se realiza con el sonido omnipresente de un vídeo proyectado en la entrada. En él, se muestran las diversas incursiones de Lucía, o de las diferentes Lucías, en Ajo, mientras ella misma canta, en bucle, una canción infantil que juega con el doble significado del nombre del pueblo. Esta es también una llamada a la memoria del espectador, que escucha la canción, y el sonido del viento, mientras se asoma a todos los pasos del proyecto. Lucía, exploradora de sí misma, aparece junto al nombre del pueblo, y nos muestra retazos del paisaje y de la gente, del entorno de la casa paterna, con imágenes poco nítidas y fugaces, más difusas y desenfocadas conforme más se acerca el plano, como la propia memoria y los temores que jalonan la búsqueda; como la complejidad de los mecanismos internos que, en una contradicción pendular entre la timidez y la exhibición, dan sentido al arte. ¿Qué es real y qué es construcción? ¿Se mantiene el sentido de todo el proyecto al explicitarse de manera pública? En una de sus cartas, Lucía declara que no ha sido capaz de un encuentro directo con su padre al haberse convertido en algo «más torcida de lo que son mis dientes». Y es precisamente el trasfondo subyacente a estos vericuetos de la razón y la memoria, mostrados con una sinceridad apabullante, lo que hace auténticamente humano y valioso el proceso artístico. Y la explicación por la que se genera no puede ser más sencilla ni más esencial. Lucía Gómez Meca nos muestra este proyecto con la misma transparencia con que se lo mostró a su padre: «con la esperanza de que lo valores y entiendas como lo que fue y es: una aproximación honesta que me ha ayudado a reafirmarme y hacerme adulta». ¢


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EXPOSICIÓN

ESTA BENDITA ANIMALIDAD

• Ricardo Mojardín: S. T. (Z16), 2015, técnica mixta e incisiones/ fibrapán dm, 45 µ 105 cm

En Zoophilia, Ricardo Mojardín aligera su carga conceptual pero mantiene sus referencias zoológicas y su maestría técnica para mostrar la pura belleza de lo animal Ricardo Mojardín Zoophilia Galería Arancha Osoro (Oviedo) Hasta el 25 de noviembre

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/ Juan Carlos Gea /

Exiliarse, siquiera momentáneamente, del punto de vista habitual del ser humano corriente y moliente, desplazarlo hasta conseguir visiones inéditas de uno mismo y del mundo, es una de las estrategias más socorridas (y

eficaces) del artista de cualquier lenguaje y género. Ese descentramiento del ojo respecto de lo que, en cada momento y lugar, puede considerarse algo así como la normalidad antropológica ha rendido desde el principio excelentes frutos. Pero también tiene

sus riesgos: instalarse demasiado arriba y demasiado cómodamente en el Ojo de Dios; convertir el foco de observación en un punto abstracto y descarnado que flota en el vacío; no encontrar el camino de vuelta al propio enfoque o enajenarse tanto que ya no se compartan los códigos con el resto de la especie. También se corre el peligro de contaminar con un exceso de mirada propia la mirada ajena. En otras ocasiones, ese éxtasis respecto de la propia humanidad encuentra su vía en el uso de técnicas que son más bien pretécnicas, procedimientos que aspiran a la inmediatez, la intuición o alguna presunta virtud liberadora o primigenia en contacto con lo prehumano, lo más animal de nosotros mismos. Como muchos otros antes que él –artistas, fabulistas o chamanes– Ricardo Mojardín encontró hace tiempo en los animales su imaginería, su depósito cultural, su camino alternativo para conseguir algo de todo esto. Y es justo reconocerle antes que nada que, en su ya largo trato artístico con el reino animal –la república animal si se prefiere–, ha conseguido sortear con cautela y elegancia todos aquellos peligros. Aunque, como heredero de la vieja artimaña de la fábula, los transfiera de la naturaleza o del corral al zoológico de los significados, jamás desnaturaliza a sus protagonistas humanizándolos o hablando por ellos. Y viceversa: toma sus ojos prestados, pero no deja el tampoco jamás de estar simultáneamente en el punto de vista del Homo sapiens sapiens. Zoophilia, que se exhibió este verano en As Quintas (A Caridá) y ahora recala en la galería Arancha Osoro, prolonga ese idilio zoológico de Mojardín con la animalia en su lado más luminoso, más amable y empático. Si en otras ocasiones ha recurrido a perros, vacas, peces, ratas o insectos para reflexionar con ácido ingenio y no poco humor sobre el ser humano en general y sobre el ser humano en el particularísimo contexto del arte —y si se ha valido para ello de recursos conceptuales y estilísticos refinados, sutiles e incluso barrocos— esta vez aligera sus recursos al máximo para mostrarlos casi tal cual son, en toda su sencilla belleza, su vitalidad o su placidez, su indefensión o su dulzura. En Zoophilia Mojardín no interpela o, más bien, no atrae y atrapa al espectador con exquisitas trampas visuales en las que el animal no es la presa ni el cebo sino el compañero de cacería: se centra en el elemento de philia, de amor y homenaje hacia seres en cuya mirada incontaminada el artista parece encontrar una especie de refugio y modelo último frente a todo lo excesivamente humano, toda esa carga cultural y genética que nos separa más de


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lo que debería de estos seres puros; y muy en particular, supongo, como refugio frente a todo lo sobrecodificado, lo impostado, lo finalmente artificioso que aleja al artista de cualquier adanismo (y al ecosistema artístico de cualquier edenismo) después de dos siglos y pico de sueños dando la tabarra con lo adánico y lo edénico de la creación artística. Mojardín vuelca toda su maestría en plasmar esa belleza simple y pura valiéndose de un amplio repertorio de recursos gráficos cuyo eje está en el dibujo, que en la mayor parte de estas piezas ejecuta mediante incisiones que parecen haber discurrido sobre la lisura del tablero de fibra de madera con tanta fluidez como la de una uña en un cristal empañado. Con esa precisión (por otra parte, en el extremo más opuesto de la animalidad que

RICARDO MOJARDÍN

Ricardo Mojardín:

• Maldito Hirst (Z13), 2015, técnica mixta e incisiones y troquelado /fibrapán dm , 60 µ 80 cm. • Kuniyhosi (Z18), 2015, técnica mixta e incisiones /fibrapán dm, 105 µ 45 cm. • S. T. (Z20), 2015, técnica mixta e incisiones/fibrapán dm , 120 µ 100 cm.

pueda concebirse), y alternándose con técnicas de troquelado, la gubia ha levantado una fauna doméstica que pace o yace sobre climas y nieblas

de color; aparece entre referencias más o menos ominosas (como una cuadrícula de mantelería o un código de barras que hace temer lo peor para

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esas confiadas terneras) o se entrega a la observación curiosa de accidentes del propio cuadro como unos círculos de colores o una grieta que zigzaguea como una culebra. Hay, además —para no desconectar del todo con la autorreferencialidad hacia el arte tan característica de Ricardo Mojardín— dos piezas con alusión directa a otros artistas: la serie de tres preciosos paneles en los que un caballo, una vaca y un gato rinden homenaje a tres maestros japoneses (Hokusai, Hiroshige y Kunioshi) y la representación de una vaca y una ternera doblemente demediadas cuyo título lo dice todo: Maldito Hirst. Seguramente, para Mojardín, uno de los ejemplares humanos que la evolución ha conducido a los extremos más alejados de esta bendita animalidad. Junto a los pintores de tauromaquias. ¢


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