El Cuaderno 58

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SUMMERTIME Un verano de cuento 1

ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Julio del 2014 / 3 ¤ elcuadernomensual.com

Manuel Vilas Elvira Navarro Juan Bonilla Mercedes Abad Javier García Rodríguez Mercedes Díaz Villarías Eduardo Jordá Marta Sanz Agustín Fernández Mallo Vicente Valero Hipólito G. Navarro


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Número 58 / Julio del 2014

Cortos de verano

A Ana María Matute, in memoriam

La llegada del verano invita a la pausa, se dilatan tiempo y mente, apetece alejarse del ruido y, en cuanto a la lectura, nos inclinamos por aquella que nos permita actuar de oyentes en posición cercana a la horizontal, historias bien contadas que dejen el poso de un placer ocioso y a la vez reactivador. El Cuaderno aparca hasta septiembre su formato habitual y durante los números correspondientes a los meses de julio y agosto ofrece a sus lectores una amplia gama de cuentos cuyo único parentesco gira en torno al verano como tiempo y también como espacio. Para ello hemos contado con la mayoría de los narradores españoles que han publicado un libro a lo largo de este año o están en proceso de revisión de su próximo libro. Durante los dos próximos números, Manuel Vilas, Elvira Navarro, Juan Bonilla, Mercedes Abad, Javier García Rodríguez, Mercedes Díaz Villarías, Eduardo Jordá, Soledad Puértolas, Agustín Fernández Mallo, Vicente Valero, Enrique Vila-Matas, Isaac Rosa, José Ángel Barrueco, Marina Perezagua, Vicente Luis Mora, Miguel Serrano Larraz, Chus Fernández, Eloy Tizón, Marta Sanz y Juan Villoro componen un cartel de lujo para nuestras páginas a través de sus relatos, tan diversos en extensión y registros como lo viene siendo la actual narrativa española, que pasa por un momento de auge y versatilidad excepcional. A todos ellos les damos las gracias desde aquí por su generosidad y por haber recibido de forma tan positiva nuestra propuesta. Por último, nuestro deseo para autores y lectores de un verano a la altura de la voluntad de cada cual, un verano de los buenos para todos y todas. Staff ISSN: 2255-5730 D. L. : As-02972/2012 Edita Ediciones Trea, S. L. Coordinación Jaime Priede Consejo editorial Juan Cueto Álvaro Díaz Huici Jordi Doce Javier García Rodríguez, Elena de Lorenzo Álvarez, Helios Pandiella Corrección Celeste Sánchez Martínez Diseño gráfico Pandiella y Ocio Imprime Gráficas Apel Edición digital visualmaniac.com/elcuaderno Blog http://elcuadernomensual.es

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Manuel Vilas Barbastro, Huesca, 1962 «No vivimos en un mundo racional sino en uno inverosímil, de una profunda irrealidad, donde nadie sabe lo que está pasando ni lo que va a pasar». Como «Marca España», su apellido es una marca dentro de la literatura en lengua española, pero creíble, no como la otra. Ha escrito los libros de poesía El cielo (Visor, 2000), Resurrección (Visor, 2005), Calor (Visor, 2008), Amor. Poesía reunida 1988-2010 (Visor, 2010) y Gran Vilas (Visor, 2012). Es autor también del libro de relatos Libro de relatos Zeta (DVD, 2002; Salto de Página, 2014). Como novelista, ha publicado Magia ( DVD, 2004), España (DVD, 2008; Punto de Lectura, 2009), Aire nuestro (Alfaguara, 2009), Los inmortales (Alfaguara, 2012) y El luminoso regalo (Alfaguara, 2013).

Elvira Navarro Huelva, 1978

«Las afueras son territorios indefinidos. Eso da una sensación de mayor libertad, sobre todo para un creador. En el centro, los lugares ya están codificados, ya tienen una definición y una foto de postal». Se considera urbanita, pero de vez en cuando necesita escaparse al campo. Licenciada en Filosofía, publicó en 2007 su primer libro, La ciudad en invierno (Caballo de Troya), muy bien acogido por la crítica y distinguido como Nuevo Talento FNAC. La ciudad feliz (Mondadori, 2009), El invierno y la ciudad (RHM Flash, 2012) y el reciente La trabajadora (Penguin Random House, 2014) confirman esas primeras expectativas y convierten a Elvira Navarro en una de las autoras más interesantes de la actual narrativa española. Durante el próximo año será la editora de Caballo de Troya.

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(Fragmento de la novela España, Punto de Lectura, 2012)

El aeropuerto de La Habana no era un aeropuerto europeo, claro. Me acordé de Cristóbal Colón, no sin una extraña envidia. Estaba pendiente de que Mónica siguiera a mi lado durante la cola que tuvimos que hacer en los controles de inmigración. Nuestra maleta era una Samsonite roja, dura, de tamaño grande. Me molestan las colas y tiendo a no respetarlas, a colarme con gran habilidad. Un funcionario del Gobierno comprobó que mi rostro coincidía con el rostro del pasaporte, para ello me miró a los ojos un instante. Me dio pena ese trabajo. Fue el olor lo primero que percibí cuando salimos del aeropuerto. Era un olor a gasoil mal quemado. Era un olor extranjero y sentí el roce del miedo. Los de la agencia de viajes nos metieron en un taxi, con dirección al hotel. Era ya de noche, las nueve o casi las diez. La noche en un país extranjero con un olor indeseable, y un calor pegajoso que comenzaba a maltratar mi cuerpo: la noche del turista encendido. Mónica no hablaba, cosa rara en ella. Me gusta tanto que Mónica hable. Cuando ella habla, ordena las cosas, pero ahora no decía nada. Por la ventanilla contemplé el gran desfile de la desdicha automovilística: decenas de ruinas andantes, con motor y ruedas. Los cubanos se apañan como pueden, son tremendamente ingeniosos con los coches viejos. Vi muchos Ladas, los Ladas fabricados en la antigua Europa del Este. De vez en cuando miraba a Mónica, que sonreía, pero seguía sin hablar. Ella también miraba la fauna de coches americanos de los años cincuenta que los cubanos mantenían en pie a base de arreglos misteriosos. Me dieron miedo esos coches, parecían salidos de un infierno sórdido y elemental. No un infierno europeo, estilo Dante, sino un infierno sin categoría. Un infierno con fuegos baratos, que a veces se apagan. Calderas con combustible escaso.

Una casa en ruta Mi padre tenía una agencia de viajes. Lo que acabo de decir es inexacto; sin embargo, de pequeña creía que la sucursal de Cemo en Valencia pertenecía a mi padre, puesto que era el único que trabajaba en un despacho y daba órdenes fulgurantes, y además entre las ideas que por aquel entonces tenía yo de los quehaceres de un jefe estaban las conversaciones interminables con clientes, unos ojos entrecerrados que enfocaban un punto imposible de alguna orografía recóndita, el cigarro manchando el esmalte dental y mis idas y venidas por el suelo resbaloso, que se aceleraban cuando la vacilación y las palabras arrastradas se volvían fugaces: tenía que darme prisa para pedir el dinero de la merienda. Acechaba la siguiente llamada. Por otra parte, me digo ahora, un padre no puede sino ser jefe, y las frases generan obligaciones que hay que respetar. Si, por ejemplo, yo hubiera empezado esta narración con: «Mi padre era el gerente de la sucursal de Viajes Cemo en Valencia», algo fundamental en la génesis del texto se habría roto, y me resultaría imposible escribir una sola palabra sobre mis vacaciones y los viajes. La expresión inexacta es la semilla, y también la llave, del ritmo con el que el magma incierto al que doy el nombre de recuerdos se ordena en oraciones. Aunque solo era el gerente, Miguel Navarro se encargaba de los itinerarios de los viajes del Imserso, y se hacía acompañar, cómo no, de su oficio en las presentaciones, lo que nos procuraba a toda la familia hoteles gratis. Si se trataba de un hotel en el que a diario desfilaban señoras de Carcaixent y señores de Benimàmet que decían «don Miguel», nos daban una suite que no era gran cosa, pues los hoteles donde desaguaban los autobuses de Cemo escatimaban estrellas. Sin embargo, no había queja sobre la limpieza y el servicio. Antes de ser gerente, mi padre había dirigido en Sant Feliu un hotel que tampoco era suyo, y de ahí le venía el ojo


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Este viaje era importante para Mónica y para mí. Llevábamos cuatro años de matrimonio y algo iba mal, iba mal desde hacía unos ocho meses justos. Tuvo que ver con una infidelidad de ella. Mónica me lo había confesado todo. Yo le propuse una separación pero ella casi enloquece con esa proposición. No podía soportar perderme. Sin embargo, me había sido infiel con otro hombre. Estaba horrorizada con la idea de que yo la abandonara en castigo por su infidelidad. Yo también la quería, y la sigo queriendo. Pero algo se resquebraja. Los dos sentimos que estamos caminando sobre hielo resquebrajado y que bajo el hielo hay un fondo desconocido. La razón de este viaje es volver a unir, sanar casi, los resquebrajamientos del hielo, como tantos viajes que llevan a cabo parejas en crisis, parejas de europeos de clase media alta en crisis. Mónica, durante este tiempo, ha estado pensando que yo no hacía otra cosa que pensar en ella en brazos del otro hombre, y se atormentaba más que yo. La vida es complicada porque tiene sótanos llenos de bichos no catalogados por la ciencia. En ese sentido, yo estoy descatalogado. Nos habíamos alojado en el antiguo Hilton, es decir, en el Habana Libre. Un hotel de veinticinco pisos que gobierna las alturas de la capital cubana. La habitación era de un lujo antiguo. Era una habitación muy grande, con dos camas casi de matrimonio, pero en general dominaba cierta sensación de deterioro, especialmente en el baño. Sin embargo, desde la habitación había — estábamos en el piso 22— una vista maravillosa del mar y de La Habana. No hicimos el amor aquella noche. Acordamos que estábamos cansados. Dejamos que el hielo siguiera roto a nuestros pies, no era cuestión de un día ni de dos. Dormí mal porque estuve oyendo ruidos mecánicos y eléctricos toda la noche. Ruidos de los hoteles de lujo del Tercer Mundo. Porque el lujo en el Tercer Mundo es ruidoso. Oía la nevera y los nervios eléctricos del aparato de la refrigeración. Pero al menos no hacía calor, y estábamos en verano. Como no podía dormir, me bebí un botellín

de ginebra con cocacola del minibar. Eso me relajó, y finalmente me quedé dormido. Mónica respiraba profundamente. No sé cómo hice para poder oír la respiración de Mónica en medio de ese enorme espacio (unos cincuenta metros cuadrados de habitación) y de esos ruidos que ya he dicho. Presentí su respiración honda, más que la oí. Conocimos la ciudad al día siguiente. A Mónica le impresionó la pobreza, la miseria interminable. Conforme íbamos conociendo la ciudad, Mónica se puso muy locuaz, y comentaba todo lo que veía. Estuvimos en el Museo de la Revolución y Mónica se puso a mirar las fotos del Che. Mónica dijo que el éxito mediático del Che Guevara se debía a su rostro de actor de Hollywood. Yo le discutí eso. A mí me parecía un rostro byroniano. Mónica dijo que le estaba dando la razón al decir lo de byroniano. Mónica llevaba unas sandalias preciosas. Sus pies son maravillosos. Mónica comenzó a teorizar sobre la figura del Che Guevara. Dijo que era un Rimbaud hispánico. Pero después añadió que le parecía mucho más grande y trascendental el personaje del Che que el personaje de Rimbaud. El Che, en la mente de Mónica, tomaba los atributos de un dios. Yo le dije que no sé qué tenía que ver el Che con Rimbaud. Además —contraargumenté con sarcasmo—, a Rimbaud no lo conoce nadie y al Che lo conocen en medio mundo. Esta afirmación le entusiasmó. Yo seguía pensando en las cosas que piensan los turistas occidentales cuando van de vacaciones al Tercer Mundo. La Habana era una ciudad en descomposición, como mi relación con Julia. Julia miraba los patios de la calle Obispo y se horrorizaba. A mí sin embargo, la pobreza de los demás no me asusta. Creo que me he hecho viejo y las cosas comienzan a no asustarme. Julia temía las picaduras de mosquito y se embadurnaba de un repelente de insectos que anulaba su caro perfume occidental. Tarde o temprano teníamos que abordar nuestra situación. Entramos en La Floridita, un típico sitio para turistas donde se exhiben fotografías

Elvira Navarro

para evaluar con sagacidad felina con cuánto clembuterol mimarían a sus clientes, y si el chunda chunda del final de la excursión iba a saltearse con las suficientes canciones de Manolo Escobar. Mi padre siempre recuerda el hotel de Sant Feliu que mi madre le obligó a abandonar en una huida imposible hacia el sur: primero Ibiza, y luego Alcoi, y más tarde Palos de Moguer (donde nací yo), y La Carlota. En cada traslado dejaba su trabajo y buscaba otro. Había decidido complacer a mi madre, devolverla a su tierra. Cuando ya parecía que sí, que íbamos a quedarnos para siempre en la campiña mirando hacia el Guadalquivir, la empresa de cementos cordobesa para la que hacía de representante quebró. Miguel Navarro, que dejó en Cataluña lo que él llamaba «su profesión», y que siempre iba a decir, cuando le preguntaban, que lo suyo eran los hoteles y que había tenido que abandonar la partida sin que nadie le echara, nadie menos mi madre; digo: Miguel Navarro decidió aceptar la gerencia de Viajes Cemo en Valencia, pues aunque los viajes no eran exactamente lo suyo, se le parecían mucho, y además estaba harto de dedicarse a trabajos que solo eran buenos a ojos de su mujer, trabajos que ella le conseguía con su pediatría y sus contactos. Después de seis meses de gritos y de una noche en la que mi madre, tras darme una bofetada, se quedó con uno de mis dientes de leche clavado en la palma de la mano, nos fuimos a Valencia, y durante el viaje mi madre cantaba canciones en contra, y yo la secundaba, porque tenía cinco años y por aquel entonces ella era el amor de mi vida. Ignoraba que nos íbamos de allí para siempre, y eso que habíamos pasado el verano en una espera tensa, cercadas por la provisionalidad (mi padre se había marchado antes que nosotras, y los corredores eran cajas que servían para que algún grillo pasara las horas de calor y cantara la oscuridad de las paredes vacías). Mi madre, además, me decía diariamente: «Puede que la semana que viene ya no estemos aquí», lo que había hecho que la ciudad desconocida se convirtiera en un hogar mucho antes de ser habitada.

Le tenía por ello impaciencia a la enorme casa con piscina, que no obstante pensé que iba a acompañarnos, como si fuera posible desplegar antiguos hogares por las nuevas habitaciones. Ya nos habíamos empezado a mover en mitad de aquel estatismo, y solo había tregua por la noche, cuando mi madre preparaba unos sándwiches en la desmantelada cocina y los llevaba con una bandeja hasta el borde del agua, que estaba mucho más caliente que las baldosas de barro. Sujetas a la barandilla, tras habernos zambullido, comíamos los sándwiches y nos tendíamos en el suelo. Desde allí escuchábamos pasar los coches por la carretera, y jugábamos a adivinar si aquellos breves pero feroces zumbidos que parecían precipitarse sobre la tapia de nuestra casa pertenecían a un coche grande o pequeño, a un camión, a una moto. Esas fueron las únicas vacaciones que pasé a solas con mi madre, despidiéndome sin saberlo de la casa. También fue el único veraneo de mi vida en el que no fui a ningún sitio. Con el traslado a Valencia empezaron los viajes. Cuando la mudanza estuvo hecha y llegaron los fines de semana de invierno en los que la alternativa era ver una película en casa, o llevarme a las colchonetas del paseo marítimo (recuerdo la lona fría y húmeda y vacía de niños), el movimiento se convirtió en la tabla de salvación de un matrimonio que no terminaba de encontrar su provincia. Había que marcharse, fingir cada viernes unas vacaciones que nos llevaran lejos, y que duraron años. Si nos las pudimos permitir fue porque mi padre tenía una agencia de viajes. Pasábamos más tiempo en la carretera que en los lugares que visitábamos. Y nunca estábamos dos noches seguidas en el mismo hotel. Cuando íbamos a Albarracín, pernoctábamos allí el viernes, dábamos un breve paseo el sábado por la mañana y partíamos para Teruel, donde llegábamos de noche porque nos desviábamos por carreteras secundarias. Parábamos en los pueblos a comer, a tomar café, a ver la plaza, a mirar un río, a asomarnos a cuatro calles solitarias, a hacer una foto, a nada. Mis padres

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Una casa en ruta


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de Hemingway por las paredes. Hay también una estatua de Hemingway colocada en un extremo de la barra, estatua que la gente emplea para hacerse fotos con el escritor. Julia se negó a hacerse una foto con el escritor americano, yo en cambio sí me la hice. Julia dijo que en vez de la estatua de Hemingway deberían de haber colocado la estatua del Che, y que entonces sí se hubiera hecho una foto. Yo le dije que eso hubiera sido frivolizar la imagen del Che, y que para frivolidades festivas siempre está mejor poner a un norteamericano. Nos tomamos dos daiquiris y comenzamos a hablar de nosotros. Pasamos a la segunda ronda de daiquiris, y seguíamos intentando hablar de nosotros. Dábamos vueltas en el «nosotros», mientras en La Floridita seguían entrando turistas y sonaba un conjunto local que interpretaba canciones cubanas. De repente, Julia consiguió concretar algo y dijo: «¿Tú crees que si viviéramos aquí, en La Habana, seríamos felices?». Luego apostilló que en un mar de privaciones materiales como el que se vivía en La Habana, tal vez alcanzaríamos la felicidad. No conseguimos decirnos más cosas, pero en nuestras imaginaciones nos vimos viviendo en la escasez, en una vivienda insana, sin aire acondicionado, sin lujos, siempre comiendo arroz, sin vino, sin coche, sin todo. «No creo que yo fuese feliz viviendo como un pobre», le dije a Julia. Quise visitar la casa museo del escritor José Lezama Lima, y Paloma no se opuso, pese a que no sabía quién era Lezama Lima. Paloma es farmacéutica de profesión y nunca lee un libro, pero le gusta el cine y viajar. La casa de Lezama era un piso bajo con cuatro o cinco habitaciones más bien pequeñas. Hacía un calor [•]

Ramón Isidoro › Sonic Youth, 2005-14, mixta sobre tela, 195 µ 130 cm • Pintura de estos y otros días › Gema Llamazares (Gijón) › Hasta el 15 de agosto

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nunca se ponían de acuerdo sobre los desvíos, ni sobre la hora a la que debíamos arribar a nuestro destino. Sobre lo único que había acuerdo era sobre el movimiento perpetuo, como si la sensación Una casa de ir hacia algún lugar resolviera algo que a mí se me escapaba, en ruta pero cuyo relieve permanece en mi memoria. Era una sombra que estaba siempre a punto de salirnos al paso en alguna cuneta. El silencio de mis padres rezumaba una tensa expectación, y también una alegría desbordada y enferma, alegría que se recostaba luego con ellos en las camas de embozos abiertos. Ahora pienso que tal vez se trataba de que no tenían nada importante sobre lo que legislar mientras «Mis padres nunca se ponían de acuerdo estuvieran en la ruta, y de que sobre los desvíos, ni sobre la hora a la que además lo verdaderamente debíamos arribar a nuestro destino. Sobre importante iba siempre a deslo único que había acuerdo era sobre el plazarse. Se querían, oh, sí, y deseaban estar juntos, pero ya movimiento perpetuo, como si la sensación por aquel entonces las renunde ir hacia algún lugar resolviera algo que cias pesaban demasiado. Para a mí se me escapaba, pero cuyo relieve hacerles frente lo mejor era la permanece en mi memoria» contemplación de flores raquíticas en campos de barbecho. En el asiento de atrás yo aprendía a disfrutar de los trayectos. Lo aprendía sin darme cuenta, como todo en la infancia y como siempre pasa con las cosas importantes. Observar el paisaje se convirtió en la cara b de los sándwiches al borde del agua con el sonido de los vehículos que pasaban de fondo, solo que ahora yo iba montada en uno y estaba al otro lado de todas las tapias. Lo que más me gustaba era la multiplicación de formas de vida desconocidas y al mismo tiempo imaginadas por mí durante los breves segundos que se perfilaban por mi lado de la ventanilla. Me veía habitando en el tembloroso fulgor de alguna luz nocturna que enseguida quedaba atrás, como una luciérnaga frágil que alguien había arrojado con furia, y que titilaba unos segundos

antes de apagarse. Me proyectaba sobre quebradas secas, en la solitaria quietud de las casetas de aparejos de La Mancha, en alguna habitación de los racimos de chalets que se desperdigaban por montañas de colores calizos, habitación en la que entrarían el frescor de la noche y saltamontes diminutos (y en el techo avanzaría imperceptible la procesionaria, que en los árboles del colegio amenazaba con echar su veneno sobre nuestros ojos y nuestras cabezas para dejarnos ciegas y calvas). Las calles de las grandes ciudades me daban miedo cuando se hacía oscuro: sin que supiera por qué, la única opción que contemplaba al imaginarme transitando por ellas a esas horas era la de la pérdida. Una pérdida hasta sus últimas consecuencias, pues no solo yo me habría evaporado, sino que quienes me conocían me darían por tal de una manera irremediable y definitiva, y tampoco cabría la posibilidad de avisar, de decir ante la mirada atenta y compasiva de un policía: «Por favor, llamen a mis familiares, que yo sigo viva». Esto era así porque, en el momento en que me encontrara en el corazón de esas calles, estas se tornarían laberínticas, y no habría forma de retomar el hilo. Ese miedo, mi miedo primordial, dormía la mayor parte del tiempo en algún lugar del coche, muy cerca de mis piernas, y las acariciaba cuando la tarde había borrado sus matices. La prueba de que se podía desencadenar el fatal acontecimiento al menor despiste eran los llamados que por aquel entonces hacían las autoridades para que los padres cerraran bien las puertas. La televisión había empezado a emitir los primeros anuncios realistas con el fin de convencer a una población acostumbrada a meter a toda la parentela en un mini que iba a ochenta, y con alguna puerta sujeta con cuerdas, de que ciertas catástrofes podían evitarse. Recuerdo el anuncio en el que una niña rubia se entusiasmaba con una vaca gascona; la niña abría la puerta del coche para ir al encuentro del animal, y en la siguiente imagen ya no era más que un amasijo de cabellos rubios contra el asfalto (aunque sin


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sofocante y Paloma se puso a hablar de lo difícil que sería escribir una novela tan gorda como Paradiso en esas condiciones nauseabundas, palabras que me sorprendieron en una farmacéutica que no lee nada. Me aclaró que había visto la novela en una estantería de la casa museo, pero yo busqué luego un ejemplar de la novela y no la encontré. Que nombrase Paradiso con familiaridad también me inquietó. Entonces, Paloma me dio un beso en los labios al entrar en el que fue el despacho de Lezama. Miramos los libros que tenía su biblioteca, yo seguía sin encontrar el ejemplar de Paradiso al que se había referido Virginia. Todo estaba polvoriento, dormido, clausurado. Nos resultaba difícil pensar que allí hubo vida alguna vez. Virginia se puso a hablar con las mujeres negras que cuidaban la casa museo. Reían de lo pequeña que era la cama de Lezama Lima. Les dije a esas mujeres que nuestra cama de recién casados era un poco más grande, gracias a Dios, y las mujeres volvieron a sonreír. Hacía un calor insalubre y todos estábamos sudando. Le propuse a Virginia que cogiéramos un taxi y nos fuéramos a la piscina del hotel. Cogimos un taxi que parecía una nevera andante. Tal vez una chatarra que se movía por arte de magia. Los asientos estaban rajados y de los costurones bárbaros salían pelusas y almohadillas grasientas. Era un coche de los años setenta, algo parecido al memorable Seat 124. Nos bañamos en la piscina del hotel y el agua estaba caliente. Pedimos dos piñas coladas. Miraba el cuerpo de Teresa con delectación, con orgullo. Se había puesto un bikini nuevo, comprado en España. Le sentaba estupendamente. No tenía nada que envidiar a las hermosas mujeres cubanas. Me quedé mirando el cielo lleno de luz y de repente, tumbado en la hamaca, me puse a pensar en todas las ciudades de la tierra. Había una conexión íntima y misteriosa de Teresa con todas las ciudades de la tierra. Quizá tener a Teresa significaba una posesión simbólica de todas las ciudades de la tierra. Pero sentí una melancolía que procedía de una mentira: el mundo es inabarcable y Teresa era

abarcable. Hicimos el amor después del baño, en la habitación del hotel. Nos duchamos tres veces. Nos acostamos cerca de la una de la madrugada, terriblemente cansados de tantos paseos por La Habana Vieja y aún quedaban vestigios en nuestros cerebelos maltratados del cambio horario, de las seis horas de diferencia entre Madrid y La Habana. Vivir más un día, un día de treinta horas; en el futuro habrá días de treinta horas. Nos metimos en la cama y sonaba la máquina de la refrigeración. Otra vez no podía conciliar el sueño. Sin embargo, Silvia estaba ya completamente dormida. Me levanté y me senté en un sillón de la habitación, procurando no hacer ruido. No hacer ruido entre los ruidos, pues sonaban al unísono la nevera y la refrigeración. El sofá estaba al lado de las cortinas; las descorrí un poco y pude ver La Habana de noche, eran cerca de las tres de la madrugada: un enorme espacio de edificios en sombra, mal iluminados, con esa escasez de luz eléctrica que tal vez haga pensar en que la abundancia de luz es un error occidental. Me hubiera gustado ser un gran animal invisible y todopoderoso que entrase en todas las casas de La Habana, y al entrar y verlas, las comprendiese y las guardara en su memoria. Me hubiera gustado ser una orquesta de hombres despavoridos, enfermados siniestramente, llenos de telarañas románticas. Me acordé de mi hermano Salvador, a quien hace años que no veo. De la imagen de mi hermano Salvador, mi único hermano, pasé a la imagen de mis padres fallecidos y pensé en sus tumbas, en sus nichos, en el cementerio de Leganés. Belén se despertó en ese momento y se asustó al verme cubierto por la cortina, pues no pudo verme la cara. Vuélvete a dormir, Belén, le dije. Qué susto me acabas de dar, dijo ella. Apaga la luz, por favor, dije yo. Ven aquí, dijo ella. Apaga la luz. Y apagó la luz. A la mañana siguiente, oí la ducha y vi que Belén no estaba en su cama. Llevo tan poco con esta mujer que me asombran todavía sus costumbres, como la de ducharse a las seis y media de la mañana y luego volver a la cama hasta las

sangre, pues todavía se velaba por que las pesadillas fueran llevaderas y elegantes). La niña rubia me esperaba cuando en la carretera solo se veían las rayas, y era igualita al fantasma de la curUna casa va. Todo se adensaba porque tal vez este miedo mío se mezclaba en ruta con el de mis padres, que también parecía acudir al final del día, cuando la exasperación se hacía un hueco. Lo que había sido revelador y placentero se convertía en algo viscoso, hondo y maloliente, y de súbito todos nos dejábamos minar por el desánimo y por una ruindad rencorosa: ya «Las calles de las grandes ciudades me no íbamos a darnos a nosotros daban miedo cuando se hacía oscuro: mismos lo que habíamos pensasin que supiera por qué, la única opción do merecer, y tampoco se lo regaque contemplaba al imaginarme laríamos a los demás. Era por eso transitando por ellas a esas horas era que, en el hotel, no se me ocurría pasar de mi cama supletoria a la la de la pérdida. Una pérdida hasta sus de mis padres, pues sabía que una últimas consecuencias, pues no solo yo fuerza que no estaba a su alcance me habría evaporado, sino que quienes detener me expulsaría. Tenía que me conocían me darían por tal de una aguantarme con mi miedo y las manera irremediable y definitiva, colchas remetidas con aspereza, y además enseguida amanecía, el y tampoco cabría la posibilidad de aire entraba por la ventana y noavisar, de decir ante la mirada atenta sotros nos poníamos en marcha. y compasiva de un policía: “Por favor, Cuando llegaban las vacaciollamen a mis familiares, que yo sigo viva”» nes de verdad yo dejaba de viajar con ellos. Me quedaba al cuidado de mi abuela en un pueblo del norte de Córdoba, fronterizo con Extremadura y Castilla-La Mancha. Ellos se iban a París, a Ginebra, a Montpellier, y a la vuelta traían fotos en las que posaban ante escaparates caros o como espectadores de partidas de ajedrez con piezas gigantes en plena calle. No había ni rastro del coche, ni de los trayectos, a pesar de que recorrían Europa al volante. Ignoro si fuera de España los hoteles también les salían

gratis, aunque supongo que no, pues los del Imserso no se iban tan lejos. Miraba sus fotografías con desapego, sin sentir ni una pizca de envidia por los jardines versallescos, ni por el Coliseo romano. Me costaba encontrarme en la rígida claridad de los monumentos, y además me bastaba mi bici, y también mis tardes en la piscina pública y el metal oxidado de las sillas del cine de verano. Más adelante, a los doce años, comencé a observarlos con desdén, con ese desdén de la preadolescencia chillona, engreída y destinada a convertirse en una atalaya. A los trece, a los catorce, a los quince, lo único crucial para mí iba a ser esa capa suave y brillante de humo que cubría con amabilidad los bares, así como las discotecas de luces violetas, con sillones de un material acharolado y pantallas gigantes emitiendo vídeos musicales. Importaban de repente mucho las fiestas patronales, plagadas de esperanzas y nervios, y luego el fin de fiesta, cuando ya quedábamos en el pueblo solo los que pasábamos allí los tres meses de verano. Se abría paso una espera más libre que la de los días de feria, pues de la feria lo había esperado todo, y aunque solo había conseguido una borrachera casi permanente, ahora tenía la sensación de poseer por vez primera algo definitivo, que nadie podría arrebatarme, y que me permitía seguir al acecho con la dosis justa de desesperación. Durante los primeros días de septiembre, ya en Valencia, conservaría la fuerza del verano y la creencia en que jamás nunca nada iba a volver a ser como antes, hasta que las jornadas se posaban de nuevo sobre postes avarientos, y entonces no lograba explicarme qué había sido del poderío estival. Incluso dudaba de que existiera. Miguel Navarro y Pepita Ponferrada seguían marchándose los fines de semana, aunque no con tanta alegría. A mi padre lo habían echado de la agencia que nunca fue suya, y resultaba difícil que los hoteles continuaran ofertando gratuitamente sus servicios. Por otra parte, mi madre ya no estaba tan a disgusto en la ciudad, y si seguían escapándose los fines de semana era por la costumbre. Me

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Manuel Vilas

nueve, con el pelo mojado. Belén duerme con el pelo mojado y eso humedece la almohada, y luego queda una enorme mancha oscura en la tela blanca de la almohada, y eso levanta mi perplejiVacaciones dad. Sabía que la diferencia de edad tendría tantas ventajas como incómodas perplejidades: soy veinte años mayor que ella. Naturalmente, este viaje lo he pagado yo íntegramente, pues Belén está estudiando un doctorado en filología inglesa, y apenas gana para sus gastos. Me gustaría prostituirla. Es una «Miraba el cuerpo de broma. Belén quiere que visitemos el barrio de Regla. Teresa con delectación, Y así lo hacemos. Es domingo, y hay misa en la iglesia con orgullo. Se había de la Virgen de Regla, que es una virgen negra que despierta la curiosidad de mi jovencita Belén. No he dicho puesto un bikini que Belén está profundamente enamorada de mí; ni he nuevo, comprado en hablado de la última conversación que tuve con su paEspaña. Le sentaba dre, un hombre que solo tiene siete años más que yo, un estupendamente. No hombre bueno, porque estaba dispuesto a aceptarlo totenía nada que envidiar do si yo le daba mi palabra de honor de que quería a Bea las hermosas mujeres lén de verdad. Claro que la quiero, mi vida sin Isabel no tendría sentido. Isabel se empeña en que una santera cubanas. Me quedé para turistas nos lea el futuro. Conozco a Isabel desde mirando el cielo lleno hace siete semanas y, claro, es una continua sorpresa. de luz y de repente, No me importa que Isabel tenga diez años más que yo, tumbado en la hamaca, es más, eso, si he de ser sincero, me pone muy cachondo me puse a pensar en a todas horas. La santera invocó a un montón de personajes, una mezcla de santos católicos con divinidades todas las ciudades africanas: un carrusel de la historia de los desdichados, de la tierra» porque los santos católicos son los únicos amigos de los pobres. Isabel se compró varios libros sobre el Che Guevara. En La Floridita le pidió al conjunto local que tocasen la célebre Hasta siempre. Isabel estaba emocionada, sobre todo cuando oía el estribillo «de tu querida presencia / comandante Che Guevara». En los libros que compró Isabel salía el Che muerto, asesinado, expuesto encima de una especie de mesa alargada,

Elvira Navarro Una casa en ruta

miraban con ojos culpables cuando me preguntaban: «¿Quieres venirte este viernes con nosotros?», pues temían un sí por respuesta. No lo temían porque no quisieran llevarme con ellos, sino porque no había tanto dinero, y no era moco de pavo ahorrarse la cama supletoria y las comidas. Me hubiese de todas formas bastado con vacilar para que me llevaran, aunque eso supusiera pasar el fin de semana a base de bocadillos de tortilla y sándwiches mixtos en cafeterías donde ni siquiera había menú, sino platos combinados. Desde luego no era ninguna tragedia, aunque supongo que para ellos no resultaba fácil mostrar esa pequeña caída de una clase media que se había soñado alta a otra que no era baja porque a casa entraba el sueldo de funcionaria de mi madre. Yo disimulaba. Me dolía su sufrimiento por no poder ofrecerme una buena cantidad de kilómetros con entrecotes y lubinas salvajes amenizando las horas, aunque por otra parte me tranquilizaba que mi negativa fuera acogida con alivio. No deseaba acompañarles a pesar de que me gustaban los trayectos, de que incluso por momentos los necesitaba, pues no había encontrado nada que pudiera sustituirlos. Pero ya no podía obviarme ni obviarlos a ellos, y menos aún creer que la larga cadena de desencuentros en la que nos sumergíamos iba a tener un final en el que todo habría de comprenderse: los viajes, las huidas, los miedos y la pequeña injusticia del tiempo. Reconciliar es sumergirse en la nada. ¢

Sofía Santaclara › de la serie Astígmata, giclée sobre papel 100% algodón, 60 µ 40 cm • Jóvenes valores de arte contemporáneo › Galería Van Dyck (Gijón) › Hasta el 18 de agosto

con los ojos abiertos. Parecía Cristo. Genoveva decía que el Che Guevara era el personaje histórico más importante del siglo xx de la América Latina. Geno es corpulenta y de unos hermosos ojos azules. Llevamos juntos seis años y diez meses, pero no hemos querido casarnos ni tener hijos. Nuestros dos hijos son mayores, y ya podemos dejarlos solos en España. Mario tiene 17 años y Marta, 15. Están, además, haciendo un curso de inglés en Dublín. Nos llamamos a los móviles: La Habana-Dublín, Dublín-La Habana. Pobre Cristóbal Colón. Marta se llama como su madre. Con Marta fuimos a comer a La Bodeguita del Medio, pero hacía un calor horrible. Llevamos veinte años de matrimonio, y Marta es el eje de mi vida, sin ella habría muerto hace mucho tiempo. Yo pedí camarones. Los cubanos llaman camarones a los langostinos. Me bebí dos mojitos antes de empezar a comer. Marta me lo censuró, sabe que el alcohol acaba siempre sentándome mal; que sí, que de momento me pone muy alegre, pero luego el estómago se venga con muy mala sangre. Y yo le di un beso. Habitación doble de uso individual, dice la mulata rubia teñida de recepción leyendo los datos de una pantalla de ordenador, y hace una larga cuenta del minibar: muchos botellines de ron Havana Club, la verdad es que la cuenta sube a ciento ochenta pesos convertibles. No está mal, pues sí que hemos bebido, dice Gerardo, mi marido, mientras me da un apretón de manos en recuerdo del hermoso amanecer que hemos pasado «tan juntos», mirando La Habana caliente, desde el piso 22 de este antiguo Hilton, que aún conserva fotos antiguas del Che Guevara y de Fidel Castro en el piso segundo, que también eran amigos íntimos. Hoy se acaban nuestras vacaciones. Nos espera un vuelo de nueve horas y media, más una larga espera en el aeropuerto José Martí, pero cuando miro a los ojos de José María, sus ojos encendidos, sé que mirando esos ojos, no habrá aburrimiento ni soledad en este corazón. ¢


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elcuaderno cortos de verano

Juan Bonilla Jerez de la Frontera, Cádiz, 1966

«No somos atletas, de vez en cuando es necesario dejar de ser lo que somos y tratar de que nos sucedan cosas nuevas, y es justo en ese momento en el que el escritor tiene mayor potencia creativa. De vez en cuando debemos dejar de ser lo que somos, coger la maleta y dejar de ser nosotros por un tiempo». Discreto y, quizá por ello, certero cada vez que se pronuncia en voz alta, Juan Bonilla es uno de los autores más solventes de su generación. Va a lo suyo y no se deja tentar por desvíos mediáticos, aunque tendría razones justificadas para hacerlo, si quisiera. Es autor de las novelas Nadie conoce a nadie (Ediciones B, 1996), que fue llevada al cine por Mateo Gil con el mismo título, Los príncipes nubios (Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 2003) y Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013). También es autor de los libros de relatos El que apaga la luz (Pre-textos, 1994; 2009), Tanta gente sola (Seix Barral, 2009) y Una manada de ñus (Pre-Textos, 2013). Merece la pena leerlos todos.

Mercedes Abad Barcelona, 1961

«Si has sido gordo en la infancia y en la adolescencia, que es cuando se forja tu identidad, en algún rincón de tu espíritu sigues siendo gordo». Se presentó a una audición par el mítico concurso de televisión Un, dos, tres... y durante la prueba se rompió el menisco. Aprovechó el tiempo de recuperación para escribir su primera novela y alcanzó un notable éxito de crítica y público con la segunda, Ligeros libertinajes sabáticos (Tusquets, 1986), con la que ganó el Premio Sonrisa Vertical. Otros títulos suyos son Felicidades conyugales (Tusquets, 1989), Sólo dime dónde lo hacemos (Temas de Hoy, 1991), Soplando al viento (Tusquets, 1995), Sangre (Tusquets, 2000), Amigos y fantasmas (Tusquets, 2004), El vecino de abajo (Alfaguara, 2007), Leyendas de Bécquer (451 Editores, 2007), Media docena de robos y un par de mentiras (Alfaguara, 2009) y La niña gorda (Páginas de Espuma, 2014).

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El verano en que fui padre De repente el verano era un niño chico que tenía que cuidar porque no habían encontrado a nadie mejor. ¿Qué hago yo con esta criatura? Los niños se me daban bien, eso estaba fuera de toda duda, pero tenía un aguante de una hora. En el minuto 61 las criaturas se me volvían antipáticas, pérdidas de tiempo, me tentaba la idea de darles una pastilla para que se durmieran y me dejaran en paz aunque conseguía retener mis impulsos y aguantar un poco más hasta que padres o madres volvían de sus tareas, de sus cines, de sus bingos, de sus adulterios. Solían ser hijos de vecinos o de amigos que no tenían donde dejarlos el rato que yo me ofrecía para vigilárselos. Pero este era de mi sangre, el primer nieto de mis padres, mi primer sobrino, con una historia medio patética detrás, un primer año de entradas y salidas constantes del hospital, unos padres demasiado jóvenes —17 años— que no podían ocuparse de él, un tránsito por distintas casas —la de la abuela materna en un piso de cincuenta metros cuadrados ocupado por doce personas, la de una tía soltera, la de vete a saber quién—. Hasta que mis padres consiguieron la custodia, entró en el libro de familia, y ahora era mi hermano pequeño además de mi sobrino. Ponte a decirle a tu madre que no vas a poder vigilarlo mucho porque te has reservado el verano para corregir los cuentos de tu primer libro contratado por una editorial de prestigio. Qué va, había que tranquilizarla, suficiente tragedia se le venía a la mujer encima, tenían que operar a mi padre, y ella tenía que estar en el hospital todo el día y mis hermanos trabajaban, y al fin y al cabo yo había vuelto a casa a pasar el verano (era la versión oficial: la verdad es que no tenía otro sitio al que ir, me había quedado en paro y no podía pagar el alquiler del apartamento que había venido ocupando a cien kilómetros de la infancia: desde entonces sé que la juventud empieza el día en que te vas de casa de tus padres

La tía Gloria

(Aunque con ligeras variantes biográficas, la protagonista de este relato es Susana Mur, el mismo personaje que protagoniza La niña gorda)

Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la de la tontería… Siempre que pienso en aquel remoto verano de mil novecientos setenta, esa frase de Dickens acude a mi memoria, quizá porque aquellos días hubo mucha felicidad y un loco afán de vivir y de exprimir cada instante, con las risas y el descorchar de las botellas marcando la cadencia de esas horas perfectas, puro tiempo suspendido. Pero también fue la época en que mi matrimonio con Betty empezó a irse a pique. Ahí, en esa isla casi virgen aún, en aquella pequeña cala de difícil acceso porque las carreteras eran todavía angostas pistas de tierra donde había que retroceder hasta dar con un ensanchamiento del terreno cuando se cruzaban dos vehículos, cada uno escoltado por su propia nube de polvo y el canto de las cigarras, ahí lo malo y lo bueno, la dicha y el dolor se dieron la mano. Los niños eran muy pequeños todavía y habíamos alquilado entre unos cuantos amigos, todos veinteañeros y treintañeros más o menos hippies y con hijos de edades parecidas a las de los nuestros, una antigua cabaña de pescadores convertida en una enorme casona de piedra vista, con aspecto de búnker e hincada en lo alto de unas rocas. La casa, reformada por un arquitecto amigo de uno de los nuestros (gracias a eso habíamos conseguido alquilarla por un precio ridículo), se extendía a varios niveles, a escasos metros del mar, y dominaba la cala donde, amén de un chiringuito, no había más construcciones que la serie de pequeños embarcaderos que prolongaban las toscas y pintorescas casetas, adosadas a las rocas, donde los pescadores guardaban sus barcos y los bártulos de pesca.


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Juan Bonilla

y termina el día en que vuelves a casa de tus padres porque no tienes más sitio en el que refugiarte). Que conste que el niño me caía bien. Yo era su tío-hermano El verano en favorito porque siempre que volvía a casa, para llevar ropa sucia y que fui padre comer algo caliente principalmente, le traía un Power Ranger de regalo. El niño no tenía sentido de la propiedad con nada, sabía desde muy pronto que todo era momentáneo, no había tenido nunca cuarto propio, y había visto ya unas cuantas veces cómo se hacía su equipaje de modo preci«¿Han tenido trato con un niño pitado para mudarlo a no sabía dónde dos años y pico? Son motores de con no sabía quién. Pero aquellos incansables, almacenes de muñecos articulados de colores, esos energía que necesitan vaciarse le acompañaban donde fuera. Al niño le regalaban una pelota y no la sentía atropelladamente sin el más mínimo suya: no era raro que quisiera regarespeto por el cansancio de los lársela a alguien en el parque adonde demás. Aquella criatura se ponía a lo llevaban. Ahora, no dejaba que los correr por la casa solo por el gusto Power Rangers los tocara nadie. Jude vaciarse de energía. Pasillo arriba gaba con ellos inventándose yo qué sé y pasillo abajo. Se subía a un sofá qué historias de peleas y conquistas. Y empezó la rutina. Mi madre se desde el que se lanzaba a otro sofá y iba al hospital como a las siete de la se echaba a reír cuando alcanzaba la mañana. El niño entraba en mi habialmohada del asiento» tación y me despertaba con una palabra: café. A veces ni eso: se quedaba plantado en el borde de mi cama, mirándome, hasta que yo me apercibía de su presencia, abría los ojos, le decía «hola, peque» y él entonces decía «café». El café me lo había hecho mi madre, estaba en la cocina, adonde yo acudía ya con el niño en brazos. Coordinado perfectamente con mi madre, cuando yo salía de mi cuarto con el niño en brazos mi madre abría la puerta de la casa y desde el fondo del pasillo me decía hasta luego. Yo le hacía el colacao al niño, le migaba unas galletas, y a la vida.

¿Han tenido trato con un niño de dos años y pico? Son motores incansables, almacenes de energía que necesitan vaciarse atropelladamente sin el más mínimo respeto por el cansancio de los demás. Aquella criatura se ponía a correr por la casa solo por el gusto de vaciarse de energía. Pasillo arriba y pasillo abajo. Se subía a un sofá desde el que se lanzaba a otro sofá y se echaba a reír cuando alcanzaba la almohada del asiento. Yo lo dejaba hacer seguro de que no iba a descalabrarse, esperando que el café me hiciera efecto en algún momento para poder seguirlo, o por lo menos animarlo: cuanto más cansado estuviera y antes se fuese a echar su primera siesta, antes podría ponerme yo con mi libro de cuentos. Pero el niño tenía mucho carrete y a las diez de la mañana todavía no se le había apagado la combustión y yo ya no sabía qué inventarme para gastarlo un poco más y le diese un soponcio que lo alojara en la inconsciencia. Ya había pintado sus monigotes en un cuaderno de dibujo. En una de las hojas dibujé yo —soy uno de los peores dibujantes del mundo— un árbol y una casa y firmé en una esquinita, y el niño debió creer que aquella firma significaba algo porque en todos sus dibujos se repite, una especie de raíz cuadrada en la que mi nombre, ilegible, va donde tendría que ir un número: el niño trazaba la línea horizontal, luego la línea que bajaba y luego una caravana de olitas que querían ser letras, como el 3 al que seguía una raya trataba de ser la B de nuestro apellido. Como teníamos las mismas iniciales, mi firma era la suya: no tener sentido de la propiedad le ayudaba a apropiarse de lo que le gustara. Tras la sesión de garabatos y colores llegaba la hora del cine. Igual se amuermaba viendo una película. Teníamos seis o siete pero siempre escogía la misma: El rey león. Me sé todas las canciones de esa película: «Ya sé que no sois muy despiertos, / no podéis calcular sin error. / Oíd mi canción, muy atentos, / no habrá un momento mejor. / Tenéis el instinto atrofiado, / no oléis la carroña real…». En fin, el número en que las hienas se convierten

Mercedes Abad

ánimo los incordios derivados de la paternidad. Luego casi todas insistían en comprarme los retratos, que yo les habría regalado muy gustoso pero que ellas, la mayor parte suizas y alemanas adineradas, se obstinaban en pagar, a veces con sumas desorbitadas que era difícil rechazar y con las que luego pude financiar unas cuantas veladas, bien surtidas en vinos y algunas droguitas, y en el curso de las cuales los miembros de nuestra pequeña colonia, y los invitados que a menudo se unían a nosotros, pues éramos una colonia abierta, una sociedad ilimitada como nos gustaba llamarnos, brindábamos, en diversos grados de embriaguez pero siempre ruidosamente, por el arte, los artistas y, sobre todo, los amantes del arte, la vanidad de las mujeres y los ricos coleccionistas. Uno de esos días, estaba retratando a una mulata holandesa, que según me explicó era hija de un congoleño y una blanca, y cuya exuberante belleza cortaba el aliento, cuando por encima del ruido del mar y de los agudos chillidos de los niños se oyó el ronroneo in crescendo del motor de una barca. En aquel microcosmos donde los días se sucedían deliciosamente iguales y libres de obligaciones o imprevistos, la llegada y la partida de las barcas, un fenómeno entonces mucho menos frecuente que en nuestros días, constituía todo un acontecimiento, de modo que no es de extrañar que incluso el marido de la espectacular mulata, un inglés blanco y blandito de modales tan afectados como los de una dama victoriana de merienda en casa de otra dama victoriana, dejara de hacer lo que estaba haciendo (es decir, no quitarnos a su mujer y a mí el ojo de encima) para dirigir a la lancha que arribaba a nuestras costas toda su atención. Se trataba de una pequeña zódiac gris en la que al principio no se distinguía más que a la tripulante o, mejor dicho, el cabello rubio azotado por el viento y cubierto por un sombrero de paja que la mujer sujetaba con una mano mientras guiaba el barco con la otra. ¿Habría venido así todo el camino, con una mano al timón y otra en el sombrero?, me pregunté lleno de simpatía

La tía Gloria

Lo primero que hice fue cultivar la amistad de uno de esos pescadores, un tipo taciturno, de ojos que apenas eran una rayita de tanto como los entornaba, rostro curtido y enjuto y expresión insondable. Más que de un pescador podía muy bien haberse tratado de un asesino a sueldo o quizá de un tahúr. Recuerdo su nombre porque siempre me hizo gracia que un tipo llamado Picosa fuera pescador, si bien en su presencia juzgué preferible abstenerme de hacer chistecitos acerca de peces que pican o no pican los anzuelos de Pico, S. A. El hombre, en cualquier caso, me permitía acompañarlo a echar las redes por la noche o recogerlas cuando el día despuntaba, y a cambio de mi modesta ayuda me regalaba algún pescado que, debidamente convertido por Betty o por África —las dos cocineras oficiales— en guiso suculento y profusamente regado con un vinito fresco, hacía las delicias del alegre grupete. Los regalos de Picosa no eran mi única contribución a la precaria economía de nuestra colonia. Tengo fama de zángano, pero la verdad es que mientras los demás leían, dormitaban, se entregaban a profundas meditaciones o escuchaban música en el frescor que ofrecía la parra del porche o en las distintas terrazas de la casa (algunas, muy íntimas y retiradas, servían también como refugio a las parejas deseosas de hacer el amor al aire libre), yo me llevaba cada día a los niños a la playa y, mientras los vigilaba de reojo, velando por que no se ahogaran y ejerciendo de mediador en las frecuentes trifulcas que estallaban entre ellos, tomaba apuntes en mis cuadernos de dibujo o hacía retratos de las turistas —siempre he preferido a las mujeres como fuente de inspiración— que iban a pasar el día allí. Halagadas al percatarse de que las dibujaba, ellas solían venir a darme conversación, y eso me permitía sacarle el polvo a mi inglés y coquetear un poco de la forma más inocua y placentera, con los traviesos chiquillos triscando a mi alrededor, un truco que suele añadir siempre un atractivo suplementario a cualquier caballero o, por lo menos, esa es la convicción que nos ayuda a los hombres a soportar con mejor


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Juan Bonilla

en un ejército nazi es majestuoso. Y el comienzo y el final, el ciclo de la vida, y ese momento en que Timón, Pumba y Simba están mirando las estrellas y cada uno da su versión de lo que creen que son las estrellas, y el leoncito dice que siempre pensó que eran cúmulos de gases y minerales formados tras la explosión original y los otros dos, que han ofrecido versiones de fantasía delirante, se descojonan. La verdad siempre es descojonante. Al final el que se quedaba enganchado a la película era yo, todos los santos días, y aunque el niño pidiese ir a la calle, yo le tenía que decir que esperase a ver cómo acababa la película, la misma película que había visto ayer y vería mañana. Ya sé que Sánchez Ferlosio tiene escrito que Walt Disney fue el hombre más peligroso del siglo xx y que todo lo que sale de esa factoría huele a moralina pedagógica para deformar a nuestros pequeños, ya lo sé, no voy a comentar nada sobre eso. Finalmente, renunciando del todo a parar aunque fuese un rato en mi escritorio mientras el niño quedaba adormecido, me lo llevaba a la calle, donde sí, claro que sí, ahí sí le daba el soponcio, el desmayo de energía. Le solía dar lejos de casa, con lo que tenía que echármelo a los hombros y cargar con él de vuelta, confiando en que no se despertase hasta un par de horas después de que llegásemos para que yo pudiese corregir, mejorar mis cuentos. Pero nada, se despertaba en cuanto yo entraba en la casapuerta, y otra vez cargado de energía. Aunque había días en que no, no se despertaba, llegábamos al piso, seguía dormido, era la una o la una y media, yo me iba a poner con lo mío, pero entonces al verlo dormido me ganaba un cansancio irreprimible y me decía: una siesta antes de comer tampoco va a ser el fin del mundo. Y me quedaba dormido con él. El segundo despertar no venía hilado a la palabra café, sino a la palabra papas. El niño se despertaba con hambre. Las tardes eran más lentas. Si venía alguna visita había que atenderla, enseñar al niño, niño haz esto, niño haz lo otro. Daba

igual. Alguna vez debió pensar que habían venido para llevárselo otra vez y a punto estuvo de meterse en su cuarto para hacer el equipaje. O eran imaginaciones mías. Pero se agarraba a los Power Rangers, porque si él se iba, los muñecos con él. Alguna tarde lo llevaba al hospital para que viera a su abuelo. Naturalmente no lo dejaban entrar, pero mi padre se las arreglaba para bajar por la escalinata de la fachada, y a través de la verja le decía unas monerías y el niño hacía un intento de escalar la verja y yo lo tenía que separar. ¿Cómo va el libro?, me preguntaba mi viejo. Ya casi está, le respondía yo. Otras tardes lo metía en el coche y lo llevaba a la playa o a una famosa plaza con caballos esculturales: le gustaban los caballos. Y las vacas. Una vez, llevándolo al Hipercor, a comprar películas, vimos una vaca en un prado que se extendía anacrónico entre unas urbanizaciones y el edificio insolente de los almacenes. Tuve que parar para que el niño viese de cerca a la vaca, que debió pensarse que allí había un futuro torero al que había que quitarle de la cabeza toda ilusión y se arrancó hacia nosotros. Dejaron de gustarle las vacas. Cuando se repitió esta rutina seis, siete días, y yo veía que no era capaz de sacar ni media hora para ponerme con la máquina a pasar a limpio mis cuentos —corregidos con bolígrafo en la cama, cuando el niño ya dormía, después de un buen rato en la bañera (odiaba que le echase agua con la ducha y tenía que utilizar un cubito de playa para quitarle el champú) y de que le contase un cuento hasta que el cansancio lo venciera—, me atreví a tratar de mecanografiar con el niño sentado en mis piernas. Iba lento pero avanzaba. El ruido de la máquina de escribir, el carro avanzando, el folio tragado por el rodillo, lo hipnotizaban. Solo cuando cambiaba un folio atrevía sus dedos y tocaba el teclado. Tardé como tres días más en pasar a limpio el primer cuento, y eso que era de los más cortos. Tampoco había prisa. Ya me había dicho mi madre que lo de mi padre en el hospital iba para largo. Así que poco a poco, unos días un par de páginas, otros días —si alguno

Mercedes Abad

hacia un personaje capaz de complicarse la vida de una manera tan absurda. A medida que la lancha se acercaba a la orilla, otro bulto se hizo visible a bordo. Primero pensé que podía ser un perro; quizá porque resultaba estéticamente coherente que una mujer como aquella navegara en compañía de un perro, pero no tardé en descubrir que era una niña. Nunca en mi vida he tripulado un barco; por no llevar no he llevado ni un triste bote de remos, pues siempre he procurado que sea otro quien realice esfuerzos tan poco espirituales y tan poco acordes con las aspiraciones de un artista. Ahora bien, aunque no tengo ni idea de en qué pueda consistir exactamente conducir una lancha neumática, estoy en condiciones de afirmar que hay pocas personas en este valle de lágrimas capaces de realizar las maniobras de acostamiento con la gracia y la precisión con que las llevó a cabo la mujer de la zódiac. Pero lo que definitivamente me sumió en un pasmo fue el impresionante estilo con que saltó de la lancha al agua, que la cubría hasta la rodilla. Fue un salto grácil, de una sorprendente plasticidad, un salto dado para ser disfrutado por el más exigente entendido en saltos, con el justo punto de alarde exhibicionista y de espontaneidad. ¿Habría saltado del mismo modo aquella mujer de no haber tenido a un nutrido público pendiente de sus gestos? En cualquier caso, es difícil expresar con palabras el encanto de aquel salto. No es solo que su autora diera la impresión de no tener huesos ni articulaciones, como sucede con algunas bailarinas, sino que en ningún momento había pasado por su mente el temor a pegarse un batacazo. No había dudado. Se había lanzado, y el cuerpo, gentil y disciplinado, la había obedecido sin la menor vacilación. Era flexible, elástica y ligera como una adolescente, pero carecía de las dudas y la inseguridad que socava la determinación de las adolescentes. Ni siquiera, a decir verdad, se le cayó el sombrero. En cuanto arrastró la barca orilla arriba y la dejó varada, se sacó un lápiz del bolsillo de la ancha camisa blanca de hombre que

llevaba, se quitó el sombrero, lo tiró al suelo de la lancha y, con rápida precisión, en dos o tres movimientos, se enroscó el pelo en el lápiz, le dio la vuelta, y su melena quedó recogida, como por ensalmo, en un moño impecable. ¿Fue entonces cuando comencé a sospechar que aquella mujer tenía el don de hacer que cosas relativamente complejas parecieran asombrosamente sencillas? Cuando, muy a mi pesar, volví a prestar atención a la mulata holandesa cuyo retrato había quedado interrumpido por la llegada de la zódiac, ya no me pareció ni la mitad de hermosa: había algo pesado y rígido en su pose, y las sinuosas formas que antes se me habían antojado de lo más voluptuosas cobraron ahora cierta vulgaridad. Seguía siendo atractiva, de eso no cabía la menor duda, pero, comparada con la de la recién llegada, su belleza adquiría un no sé qué de ordinario, aburrido y trivial. No tardaría en descubrir que uno de los principales rasgos de la mujer de la zódiac (en adelante, Gloria o, también, tía Gloria) era el tremendo impacto que ejercía en su entorno: aunque era menuda, cuando ella llegaba a un sitio, las cosas nunca volvían a ser lo que habían sido antes de que ella apareciera y la vida empezaba a girar a su alrededor. —¡Gloria! —No fui el único cuya mirada se apresuró a buscar de dónde procedía aquella voz quejumbrosa. En cambio, la tripulante de la barca que tan hábilmente había arribado a puerto y que ahora estaba ocupada trasladando diversos enseres desde la lancha a la arena, continuó impertérrita con sus actividades, haciendo oídos sordos a aquella llamada—. ¡Tía Gloria! Se me ha enredado el pie en una cuerda y no puedo bajar. —¡Cuántas veces tendré que decirte que en un barco las cuerdas se llaman cabos! Después de ayudar a la niña a deshacer el entuerto, Gloria persistió en su despliegue de actividad febril. En dos o tres movimientos de una precisión coreográfica, sacó una sombrilla de su funda y la plantó en la arena. Luego extendió una toalla y armó una silla plegable y, en algún momento entre esas dos cosas, se deshizo el

El verano en que fui padre

La tía Gloria


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Juan Bonilla

de mis hermanos se llevaba al niño o una película de dibujos animados se lo tragaba—, cuatro o cinco. Me incomodó darme cuenta de que sin el niño sentado en las piernas no lograba sentir El verano en que los párrafos que mecanografiaba tuvieran mérito alguno, que fui padre así que a menudo, dejaba de mecanografiar e iba a que me tragara también a mí la película de dibujos animados. Hasta que una tarde en la que un hermano vino a llevárselo para que pasara el fin de semana en un apartamento que había alquilado unos días en Valdelagrana, se me cayó el mundo encima. No sabía qué hacer con mis horas. No tener niño al que cuidar me dejaba vacío. El libro de cuentos no me llamaba. Me aburría ver en la televisión el Tour, que me ha«El libro iba a llamarse Almas cargadas bía apasionado siempre (y eso por el diablo, pero una noche, después de que fui niño en una época en la contarle al niño el cuento que cancelaba que solo emitían en directo los el día, se me ocurrió otro título. Pensé finales de etapa, en esa época, que un narrador era el que apaga la luz, el año 93, ya televisaban las etapas de principio a fin, lo que el que cuenta algo hasta que quien lo oye era una gozada). Ninguna lecse traslada a un lugar más seguro, y me tura atrasada lograba atrapargustó: el que apaga la luz» me. Ya está, me había vampirizado. Había hecho nacer esa estúpida necesidad de cuidar de alguien para sentir que gastas las horas en algo que tiene un sentido. Antes eso solo me pasaba con los cuentos que escribía. Pero habían sido desplazados. Si alguien piensa que esto es una declaración de que en la guerra vida contra literatura yo me quedo con la vida, lleva más razón que un santo. Prepararle el desayuno a un crío enseña mucho más de la vida que todo Hölderlin. Cuando me lo devolvieron de aquellos días en la playa venía negro como un tizón. El conguito, le llamaban. Panda de mequetrefes. Ya no se lo iban a llevar más. De su estancia lejos de casa —a quince kilómetros nada menos— no contaba nada: solo mostra-

ba un Power Ranger, el rojo: alguien le había arrancado un brazo. Tendremos que comprar otro, le dije. ¿Otro brazo? No, otro Power rojo, le dije. ¿Por qué?, preguntó él. Es verdad, pensé yo, por qué. Mi padre acabó emergiendo de las nieblas del hospital donde se llevó el hombre más de un mes ingresado. Parece que vas a contarlo, le dije como bienvenida. Para contarlo te tenemos a ti, me dijo, ¿y el libro? Ya está, le mentí, casi listo para entregar. Había quedado con la editorial Pre-Textos en mandárselo el 1 de septiembre sin falta. Pero ahora iba mucho más lento que antes porque el niño estaba más disputado con la llegada de agosto y las vacaciones. Mis hermanos se lo sorteaban, unos días iba con uno, otros con otro. Y para seguir pasando a limpio los cuentos necesitaba a aquella criatura hipnotizada ante el ruido de las teclas marcando las letras en el papel, el carro tragándose el folio y devolviendo el silbido de la hoja cuando la liberaba de la máquina. El libro iba a llamarse Almas cargadas por el diablo, pero una noche, después de contarle al niño el cuento que cancelaba el día, se me ocurrió otro título. Pensé que un narrador era el que apaga la luz, el que cuenta algo hasta que quien lo oye se traslada a un lugar más seguro, y me gustó: el que apaga la luz. No tenía ningún cuento que se titulase así. No se me ocurrió cosa mejor que adelantar los relatos con una cita que le asigné a un autor muy prolífico que había pasado de moda: Somerset Maugham. «Y por la noche le contaba un cuento hasta que se dormía, y cuando se dormía abandonaba la habitación y me daba cuenta de que eso es un narrador, el que apaga la luz, y apagaba la luz y me marchaba.» Tuvo tanto éxito la cita que se ha citado siempre como de Somerset Maugham. El libro, por cierto, está dedicado a la familia, el lugar en el que mejor me han dado de comer. Lo entregué un 11 de septiembre, el día en que el niño cumplía tres años. Pensé que me iba a dar suerte una tontería como esa. Y ya ves. ¢

Mercedes Abad

reflexionaba acerca de la sustancia liviana y volátil del tiempo que inexorablemente se nos escurre entre las manos. De pronto, levantó la mirada y se dio cuenta de que la estaba dibujando. Su reacción me dejó intrigado: después de mirarme unos instantes con una expresión atónita y asustada, se levantó y echó a correr torpemente hacia la orilla del mar, bamboleando de forma un tanto ridícula el enorme trasero. Al poco, tropezó, se cayó y volvió a levantarse para correr de nuevo, despavorida y patosa, hacia el mar. Cuando mi mujer apareció le conté lo sucedido. En vista de que la niña chapoteaba a solas en la orilla sin que nadie le hiciera caso, Betty llamó a nuestros hijos y les pidió que la incluyeran en sus juegos. Ellos, forzados por su madre a obedecer después de soltar unos cuantos «por qué tenemos que jugar con esa», «jo, qué rollo», la invitaron a jugar con el resto de los niños y ella se unió a la partida sin dar signos, a decir verdad, del menor entusiasmo. Enseguida quedó patente que tratar de arreglar la vida de la gente sin que ella te lo pida suele arrojar resultados catastróficos. La sobrina de Gloria, visiblemente incómoda, corría tras la pelota tapándose con los brazos los pechos, muy desarrollados para su edad, y dos o tres niños se reían de ella con esa caridad cristiana que caracteriza a la infancia. Me sentía absurdamente responsable de aquel desaguisado y estaba a punto de pagarla con quien tenía más a mano (es decir, mi mujer) cuando apareció de nuevo la tía de la niña, escurriéndose el pelo mojado después del largo baño con su irresistible glamur. —Está allí, jugando con todos esos niños —se sintió obligada a aclarar Betty al ver que la otra mujer miraba en derredor suyo en busca de su sobrina. —¡No puedo creérmelo! —soltó con una sonrisa encantadora y la mirada chispeante de ironía—. ¡Mi sobrina jugando con otros niños! Es un hecho digno de figurar en los anales de la historia. ¿Alguien la ha obligado a punta de pistola? ¿O le han prometido dos kilos de galletas? Es el único estímulo al que suele responder.

La tía Gloria

moño, aunque estaba tan impecable como cuando se lo hizo, volvió a hacérselo a toda velocidad, se quitó la ancha camisa que llevaba encima del bikini y se untó el cuerpo con un aceite bronceador. Mientras la observaba, estudiando fascinado la gracia vivaz de sus movimientos, animados por una viva conciencia de ella misma y de su propio cuerpo, y de la mirada ajena, por más que en apariencia estuviera concentrada tan solo en sus gestos, lamenté no ser cineasta en lugar de pintor. De habernos conocido en la actualidad, sin duda la habría inmortalizado con mi cámara de vídeo de última generación en lugar de con mis lápices, impotentes para captar el espíritu de Gloria, pura belleza en movimiento. Poco podía yo imaginar que la llegada de aquella humilde lancha neumática con sus dos pasajeras fuera a perturbar tanto la despreocupada vida de nuestra sociedad ilimitada. El mismo día de su primer desembarco en la cala, Gloria entró en nuestra vida por la puerta grande (aunque no tardaría yo en descubrir que la puerta era mucho más angosta y la sociedad menos ilimitada de lo que daba a entender). Pese a que enseguida comprendí que era inútil tratar de capturar su belleza con mis lápices, no pude evitar lanzarme a hacer de ella una serie de esbozos, quizá porque lo imposible es siempre un acicate para cualquier artista. Hasta que Gloria no se fue a dar un baño y en tanto no hubo desaparecido de mi vista a rápidas y elegantes brazadas, no me fijé en la sobrina. La tía ocupaba tanto espacio que conseguía hacerla casi invisible. Sentada sobre la arena, y desdeñando así la toalla que Gloria había extendido para ella, la sobrina cribaba repetidamente la arena con una mano; tenía la mirada ausente, perdida en quién sabe qué ensoñaciones. Enseguida sentí el impulso de hacerle un retrato. No era una niña agraciada, sino gorda y feúcha. Mientras la arena se deslizaba entre los dedos ligeramente entreabiertos la expresión de su rostro era tan grave que, de no haber sido una niña de no más de once o doce años, yo habría sacado la conclusión, sin duda grotesca, de que


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Javier García Rodríguez Valladolid, 1965

«No hay que tenerle miedo a las formas nuevas. El lenguaje desde siempre ha venido muy cargado, y conviene quitarle todo aquello que se le ha ido pegando, y que es un lastre. Las estructuras narrativas tienen que ser nuevas e ir con los tiempos. Los polos de atracción se han desplazado, estamos en otro mundo. No se puede pretender que todo se explique con el mismo lenguaje que antes». Ha sido profesor universitario en Iowa, Montreal e incluso en Valladolid. Actualmente es profesor titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo y director de la Cátedra Leonard Cohen. Ha publicado los libros de poemas Los mapas falsos (Premio Letras Jóvenes de Castilla y León, 1996), Estaciones (KRK, 2007), Qué ves en la noche (Ediciones del 4 de agosto, 2010). Es autor de las novelas Mutatis mutandis (Eclipsados, 2009) y Barra americana (DVD, 2011; Delirio, 2013). En colaboración con el artista plástico Edgar Plans, es autor del álbum de poemas La tienda loca (Pintar-Pintar, 2014). Forma parte del consejo de redacción de El cuaderno.

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Todo incluido Tensión completa

El tío de la camiseta de tirantes estampada con la imagen psicodélica de un dragón cachondo de ojillos entrecerrados y llorosos con la cabeza girada hacia el espectador y mostrando su trasero transmutado en unos labios de —evidente— silicona que sujetan un descomunal porro ladeado entra en bañador y descalzo al hall del resort —el jol del risor, dicen los autóctonos— desafiando conscientemente el anuncio poligloto que le conmina a calzarse zuecos o coturnos estivales para acceder al edificio. Liberado de toda atadura, ha abandonado durante los días de sus vacaciones la mínima decencia plurilingüe y el calzado as well. Ni falsas zapatillas deportivas Adudas o Ñoki, ni chanclas cangrejeras, ni havaianas a la moda (las hay en los puestos de souvenirs del paseo marítimo a un precio acorde con su quimérica marca), ni mocasín de rejilla, ni siquiera sandalia abierta con calcetín blanco. El espécimen entra mojado después de largas horas empapadas por la cerveza de barril y el kétchup a granel, por el implacable sol con plaza fija full time en la tumbona, o húmedo aún de la inclemente piscina (es indistinguible la humedad del susodicho, no entiende la humedad de paradigmas), tierra conquistada con la estrategia espartana del acoso matutino y la incursión towel-style (no hay homenaje aquí al Día de la Toalla que se hace en todo el mundo en recuerdo de Douglas Adams): tres espacios acuáticos apenas separados por los minichiringuitos del todo incluido. ••• En los mostradores se sirven combinados con licores de nombre vagamente ruso, italiano, escocés o jerezano, preparados por la desidiosa mano de camareros que, sincopadamente, manejan con hipo grifos violentos que vierten para los niños

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La tía Gloria

Noté cómo Betty se estremecía a mi lado. Si hubiera sido un gato, se le habría erizado hasta el último pelo. Supe también que lucharía denodadamente para sobreponerse a su primera impresión. Cuanto más fatídicamente adversa es la primera impresión que alguien suscita en ella, más lucha la pobre, la buenaza de Betty, para vencer lo que ella considera su tendencia a emitir juicios precipitados. Y aunque esa manía de dar a todos una segunda oportunidad le ha complicado mil veces la existencia, aún ahora, treinta años después, sigue castigándose con esa práctica absurda: cuanto peor le cae alguien de buenas a primeras, sin haber hecho en apariencia nada para merecerlo, más busca Betty la compañía de esa persona. Hasta que un buen día, de pronto, se revuelve como una fiera contra quien, sin casi transición, pasa de ser amigo a enemigo público número uno. Observado a media distancia, ese proceso psicológico puede ser fascinante; pero seguido desde cerca, cuando a uno le salpica, acaba resultando bastante pesadito. Sea como fuere, aquel día supe que Betty haría algo para tratar de invertir sus sentimientos. Y, efectivamente, no llevarían ni un cuarto de hora hablando (es decir, que Gloria llevaba unos quince minutos desplegando ante nosotros un monólogo chispeante y lleno de ocurrencias a cual más encantadora e insensata) cuando Betty las invitó, a ella y a la niña, a comer con nosotros. —Espero que tengáis una tonelada de comida porque mi sobrina es una lima. Gloria no exageraba: la niña era una tragaldabas. Pero también la tía era una mujer excesiva que a lo largo de la comida y la larga sobremesa encadenó sin respiro anécdotas chistosas. Sherezade a su lado era una incompetente. Como la mayor parte de los grandes narradores orales poseía un ego descomunal y un desmedido afán de estar siempre en el centro, de modo que no cabían más protagonistas. Vi estremecerse varias veces a Betty y en un momento en que, recogiendo platos, la acompañé a la cocina, le susurré al oído:

—No lo conseguirás; déjalo: no te engañes a ti misma. —¿Cómo dices? —Nada, nada; olvídalo. Lo curioso es que, por una vez, hubo un acuerdo absoluto entre las mujeres de la casa. Cuando ese día Gloria y su sobrina abandonaron nuestra cala a bordo de su lancha, África, que se caracterizaba por practicar un amor indiscriminado hacia todas las criaturas de este mundo, racionales o irracionales, vertebradas o invertebradas (ya habíamos recogido varios pajaritos heridos, que ahora se recuperaban instalados en uno de los cuartos de baño), encabezó el movimiento anti Gloria con un comentario destemplado que ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el resto de las féminas se adhirieron de inmediato y compitieron entre sí por mostrar su repulsa. Según quien hablara, Gloria era un zorrón, una rata, una harpía, una gata en celo, un coño con patas, o una serpiente venenosa, y todo ello sonaba raro en boca de quienes habitualmente se reclamaban feministas. Durante un rato, los caballeros las dejamos hablar, cada vez más pasmados, pues Gloria había causado en nosotros una excelente impresión y jamás habíamos visto a nuestras mujeres criticar a alguien con tal saña. Pasado cierto tiempo, y en vista de que los ataques no perdían virulencia, sino que iban en aumento, yo me sentí impulsado a encabezar el movimiento pro Gloria. Admití que era egocéntrica, pero contraataqué diciendo que también lo éramos nosotros y que de todos modos no podía negarse que la calidad de sus anécdotas y la forma en que las narraba eran extraordinarias. —Escucha bien lo que voy a decirte —me interrumpió Laia, que en esa época ya era proclive a aderezar su discurso con figuras retóricas, en especial la catáfora, y luego ha acabado haciendo carrera política. Supuse que a ella, a quien le gustaba escucharse, le habría fastidiado más que a nadie aguantar en silencio, sin poder intervenir, los monólogos de Gloria—: lo único bueno que tiene esa mujer, lo único, insisto, que impide que sea totalmente


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granizados de colores no recogidos por el Pantone Matching System. En la etiqueta colorista, en caligrafía con fuente mínima, figura siempre un enigmático «Bebida espirituosa» que en nada compromete al contenido de la botella. Imitan a lo que suponemos es el vodka, el vermú, el güisqui, en esta sociedad líquida anónima y simulada. Es el paradigma rebajado de ese licor, el arquetipo alcohólico devenido en nada, el glamur del alterne con chancleta, la baratura nórdica de self-service, la devaluada consumición a pie de tumbona. Allí las patatas fritas y las hamburguesas industriales requemadas conviven en recipientes metálicos y escasamente esterilizados con aritos de cebolla rebozada y nuggets que contienen solo un 50 % o un 40 % de carne de pollo (el resto de los ingredientes está formado por desperdicios, grasas, pieles, tejido conectivo, fragmentos de huesos, nervios, vasos sanguíneos, etcétera, según leo en el artículo «The Autopsy of Chicken Nuggets Reads “Chicken Little”» publicado en The American Journal of Medicine de 2013 y que yo consulto en mi tablet gracias a la gratuidad inesperada y al mismo tiempo bastante efectiva del wifi del risor (<www.gastronomiaycia.com/wpcontent/uploads/2013/10/analisis_nuggets.pdf>). ••• Y entonces una niña se hace amiguita de la tuya en la piscina, ese clorado espacio de la convivencia y del aquagym matinal. Una niña que antes comía nuggets de un plato desechable. Una niña hija, por ejemplo, de una médico de un pueblo de Segovia adicta a la nicotina y de un elemento masculino, pongamos, del que solo verás en siete días su tripa cervecera en la lejana tumbona de la zona ajardinada, su barriga elevándose majestuosa sobre un bañador de estampado amazónico, un abdomen hipertrofiado descomunal como uno de los catorce ochomiles míticos pero desinflado ya por una incuestionable y pertinaz fuerza gravitatoria, como una réplica fofa del Kanchenjunga, del Annapurna, del Nanga Parbat, el

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La tía Gloria

abominable, execrable y odiosa es que se haya hecho cargo de su sobrina desde que la pobre niña perdió a sus padres cuando no era más que un bebé. La intervención de Laia, como casi siempre sucedía, fue ampliamente aplaudida, coreada y parafraseada por el resto de las mujeres. Era un tema que por lo visto daba mucho de sí porque, cuando volví de la siesta, aún seguían con eso. —Pues a mí la abominable Gloria me parece estupenda —fue la intervención de Pablo antes de unirse a mí camino de la playa. Huelga decir que nos siguió una estela de indignadas protestas. Al día siguiente, la zódiac de Gloria volvió a aparecer y su propietaria desembarcó una vez más con su encanto vivaz, su risa cristalina y el chispeante ingenio con el que hacía que todo a su alrededor cobrara una especie de mágica ligereza. Embutida en una camiseta que parecía dos tallas menor de lo que habría necesitado, la sobrina la seguía cual cejijunto escudero, sin saber muy bien qué hacer mientras la otra desembarcaba sus múltiples enseres. —He hecho un gazpacho para todos —informó alegremente Gloria. El mensaje iba dirigido a todos nosotros (al menos a quienes estábamos en la playa en el momento del desembarco), pero miró a Betty al decirlo y yo me estremecí de gamberril placer, pues de no ser por aquel gazpacho con el que daba nuestra invitación por supuesta, mi mujer, la única representante femenina de la casa en aquel preciso instante, ni loca la habría invitado a comer con nosotros. Ese día, por cierto, los hombres creímos comprender qué extremos de retorcida perversidad puede alcanzar en ocasiones la psique femenina. En la casa cada cual tenía asignadas una serie de tareas. Yo me había asignado, no sin antes consensuarlo con el resto, la tarea de vigilante de los niños en la playa y entre los demás se habían repartido las tareas domésticas. Tom y Pablo se encargaban de los suministros, Xavi era el responsable de regar el jardín y, si mal no recuerdo, Edu, el único sin pareja, tenía la

embarazoso recordatorio de la capacidad elástica de la piel humana, la prueba constante y gestante de la degradación de los cuerpos. Desbordada molicie, blandura de las cosas al tacto. ••• Noche de fiesta. Se cruzan en el salón comunitario la Familia Guapaza y la Pepa Pig Family. Vienen a compartir los Crazy Games previos a la actuación del Loro Show previsto para las 10:30 hora zulú. La P. P. Family ha dejado un pañal usado en el espacio común entre la puerta de su habitación y la nuestra, junto a una torre inestable de platos con restos de comida. La cerdez no se atiene a usos horarios ni procedencias. Se incorporan también los Dublineses, un clan familiar que he dado en considerar irlandés más por afición que por convencimiento. Abundan en ropajes de domingo, con los que embuten a los niños. Ellas aparecen con la permanente recién hecha en la habitación, con largas melenas de anuncio, con gigantescos rulos una noche en la cena, preparándose para el Big Party de un día, otro más, especial para el grupo. Asistimos a un pase de modelos que ejecuta a lo largo y ancho del salón la vendedora de la piscina. Suena la música del chunda-chunda y se contonea mientras se pasea sonriente la rubia personal shopper publicitando en sí misma los vestidos floreados, los pareos con flecos, las trenzas africanas, los tirantes blancos que retan a los caballeros de la sala.

Alejamiento y desayuno

Todavía despeinados y con interminables ojeras como puntos cardenales, en el desayuno los niños ven películas o series de dibujos animados en tablets de doce o trece pulgadas o en minipecés aún más diminutos, atraviesan pantallas con aventuras imprevisibles durante un par de segundos o juegan con mascotas virtuales a las que dan de comer, visten y limpian de heces acumuladas durante

misión de sacar agua del pozo (no había agua corriente), llenar y colocar al sol las tinajas para bañar a los niños con agua templada y velar por que las garrafas y las botellas para beber y cocinar estuvieran siempre llenas. En el sector femenino, Laia y Carmen limpiaban los espacios comunes (de las habitaciones cada usuario era responsable de la suya) y África y Betty, espléndidas cocineras, se ocupaban de las comidas. Aquí debo aclarar que Betty siempre tuvo inquietudes culinarias (que no tardarían en llevarla a fundar un restaurante todavía hoy de gran éxito) y que ella y África se turnaban, competían o se aliaban para pergeñar platos espléndidos. Los arroces y los guisos de pescado fresco eran sin duda una de sus especialidades, pero el segundo día que Gloria estuvo con nosotros, mi adorada exmujer cocinó un engrudo pastoso e imparcialmente repugnante que apenas merecía el nombre de paella. Nunca antes había hecho algo tan infecto y me encantaría decir que no volvió a repetirlo, pero lo cierto es que todos los días que Gloria se quedó a comer o a cenar con nosotros, los platos que Betty o África cocinaban eran pura bazofia. No digo que lo hicieran adrede, pero las traicionaba el inconsciente: o se les quemaba el sofrito o las patatas quedaban duras como ladrillos o estaba seco el pescado o quedaba cruda la cebolla o sobraba un kilo de sal o, con desesperante frecuencia, las cinco cosas a la vez. La única que no parecía percatarse de aquellos continuos sabotajes era la propia Gloria, que seguía regalándonos heroicamente su estimulante conversación. Incluso la sobrina, que solía tragarse todo lo que le pusieras delante, llegó a dejarse en cierta ocasión medio plato de espaguetis. Al cabo de una semana de aquella dieta espantosa, con pasta y arroces pasados y guisos cuya digestión hacía imposible seguir, no ya la efervescente charla de Gloria, sino cualquier conversación, pues no tardábamos en caer uno detrás de otro en un pesado sopor, los hombres habríamos prescindido gustosos de la presencia de la abominable Gloria, como secretamente aludíamos a ella


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la noche. Mientras, los padres tratan de cebarlos aprovechando la inactividad cerebral de sus retoños. De vez en cuando alguno de los progenitores mira alrededor tratando de entender algo, cuándo perdieron la batalla, por qué están allí, por qué tuvieron hijos, en sesiones de pensamiento que apenas duran dos o tres segundos antes de que regrese de nuevo el cortocircuito mental. Se oyen aquí y allá, mientras tú vas a por tu desayuno, melodías encadenadas a los chips infantiles, letanías musicadas, bandas sonoras sintetizadas, pesados mantras en clave de sol —esto es el verano, amigos— que acompañan los tránsitos del héroe camuflándose, recogiendo monedas, saltando entre placas de hielo o lanzando bolas de fuego que impactan sobre el cuerpo hipermusculado de sus enemigos. Al mismo tiempo, la leche chocolateada con colacao o nesquik se subsume en el cuenco de los cereales o, de vez en cuando, encuentra acomodo en la boca infantil entre el rictus y el mohín. ••• Estaría muy bien decir que ha sido un encargo de Rolling Stone o de Esquire o de The New Yorker o de El Cuaderno. Uno de esos encargos en los que una publicación seria te envía de avanzadilla cultural e informativa, como al David Foster Wallace del crucero de lujo o de las langostas o del festival porno o de la feria estatal de Illinois; o como a Chuck Klosterman en su recorrido por los lugares en los que murieron los roqueros más famosos (seis mil y pico millas en coche desde Nueva York a Seattle con paradas en Rhode Island, Georgia, Iowa o Fargo). Reportaje de investigación con su pizquita de análisis sociológico, su dosis de antropología de salón, su periodismo descarnado y su literatura avant la lettre. Estaría muy bien. Pero bueno. •••

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las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño», escribe Enrique Vila-Matas en su Dietario voluble, que yo leo en localidad de sombra en la terraza de la piscina, con mi bañador ajustado y con mi gorra marinera para el sol. ••• «No sé de dónde soy, solo dónde he estado», creo que dice Russell Crowe como Robin Hood o Robin Hood con la cara de Russell Crowe en la versión de Ridley Scott. ••• La rubia de la recepción es una finlandesa de libro. Lo lleva grabado en la melena blonda y en el apellido que figura en su chapa de identificación, tan lleno de dobles aes y de terminaciones en -anen. Aventuro su origen al tiempo que tomamos una palmerita de las que obsequian en recepción. Confirma sorprendida, mientras sus compañeras —algo menos guapas y menos finlandesas— hacen mohínes envidiosillos. Nunca las clases de latín sirvieron para tanto, pienso satisfecho, mientras recuerdo el manual de latín vulgar de Veikko Väänänen, de la escuela filológica finlandesa (también podrían haberme valido, claro está, Ari Vatanen, piloto de rallies y eurodiputado, o Juha Kankkunen, o Kimi Räikkönen, ambos pilotos de Fórmula 1). Y fuime y no hubo nada, acompañado de la miradita recriminatoria de todas las mujeres de los alrededores. De todas menos una. •••

«Me fascina el frío. He llegado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de

Nos ponen en la muñeca una pulsera de control para identificación y seguridad. Una pulsera de color azul braga y roja para los adultos y para los niños del todo-incluido, respectivamen-

cuando nuestras mujeres no podían oírnos, pero ella aparecía cada día con algún plato nuevo o un postre para todos, de modo que era imposible librarse de su presencia. Pablo llegó a ofrecerse a sustituir a las cocineras, pero ellas se atrincheraron alrededor de los fogones con aires de dignidad ofendida. Durante cierto tiempo los hombres albergamos la esperanza de que a las mujeres les caducara la inquina, pero su odio no había hecho más que despuntar y todo cuanto hacía o decía la otra lo alimentaba. Metidas en la cocina, despellejaban a Gloria mientras troceaban verduras con innecesaria violencia. Viéndolas así, no era de extrañar que los platos que preparaban fueran casi incomestibles. En cierta ocasión Pablo, Tom, Gloria y yo fuimos al chiringuito a tomar el aperitivo y Laia se unió a nosotros en calidad de infiltrada, para luego informar a las otras y seguir con su linchamiento de la abominable. El caso es que la dueña del chiringuito alabó el vestido que llevaba Gloria y esta, ni corta ni perezosa, se despojó de él y se lo tendió a la tabernera. —Ten —dijo—: acabas de ganar este vestido que a ti te encanta y yo ya me he puesto mil veces. Al principio, la abrumada tabernera se negó en redondo a aceptar el obsequio. Pero Gloria zanjó la discusión citando a Dashiell Hammett: —Las cosas deberían ser de quien más las desea. En serio, yo estoy ya aburrida de él. Pruébatelo y si te va bien te lo quedas. La tabernera, en efecto, se retiró a la trastienda y salió al poco enfundada en el vestido de Gloria. A mí no me pareció que le quedara muy bien, pero Gloria la cubrió de elogios y, después de hacerla desfilar al derecho y al revés, la obligó a quedárselo. Por lo visto no era la primera vez que Gloria se desprendía de algo y se lo regalaba alegremente a quien se lo elogiaba. Días antes le había dado a Carmen una pamela y a Betty una camiseta por la que esta manifestó entusiasmo. Comoquiera que, cuando me lo contaron, me pareció

percibir un tonito de censura, mi sentido de la justicia me obligó a salir en defensa de la abominable. —Es una mujer generosa, eso es evidente. —¿Y tú eres burro o qué? —soltó Laia prescindiendo por una vez de su amor a la retórica—. ¿No te das cuenta de que nos da sus cosas para que veamos, y vean los demás, lo mal que nos sientan a nosotras? Carmen con pamela parece un hongo y a tu mujer esa dichosa camiseta le queda como hecha adrede por su peor enemigo. —¿No creéis que estáis haciendo lo que habéis criticado todas montones de veces? Es decir, jugarle el juego al viejo y repulsivo sistema patriarcal. —Precisamente es Gloria quien juega a eso, a la hembrita que compite con las otras mujeres con un contoneo de caderas y tetitas —se me encaró Betty. —¿Y tú estás completamente segura de ser mejor que ella? —solté sin pensar hasta qué punto iba a arrepentirme de haber formulado esa pregunta. Fue mi gran cagada de aquel verano, mi gran cagada de aquel año, mi gran cagada en mi matrimonio con Betty. Supongo que todos tenemos en nuestro haber algún punto negro, esas cagadas que hacen que de pronto algo empiece a envenenarse y después no haya ya forma de detener la caída por más que lo intentes. Mi pregunta, en cualquier caso, disolvió la reunión. Betty se marchó llorosa, las otras se quedaron meditabundas y rabiosas y yo regresé a la playa dando patadas a las piedras. Lo primero que vi al levantar la mirada fue precisamente a aquella por la que acababa de pelearme con todas las demás. Estaba jugando con Blanca, la hija de Tom y Carmen, que era una muñeca rubia, de solo cuatro años. Justo cuando yo pasé a su lado, Gloria se puso a acariciar el largo cabello de la chiquilla en un inusitado rapto de instinto maternal. —Si tuviera una hija —la oí decir a la niña— me gustaría que fuera exactamente como tú.


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te. Se adhiere a nuestro cuerpo, tras el preceptivo clic que marca el punto de no-retorno, como un grafiti eterno, como el traje de Iron Man. No nos han dado a elegir entre las calidades de pvc tipo vinilo y textil en poliéster 100 %. Tampoco sabemos si es de silicona nuestra manilla, o de vinilo traslúcido (aunque no lo parece), o del misterioso Tyvek (es poco verosímil este extremo). Se trata de nuestra pulsera de control, la que nos acompañará durante los próximos días de all-inclusive. Y confirmamos, sí, que los modelos en pvc tipo vinilo incorporan un cierre inviolable no reutilizable y, aunque no es nuestro caso, son personalizables en serigrafía hasta tres tintas. Están disponibles, eso sí, en un amplio surtido de colores, según la clase socio-turística a la que pertenezcamos los usuarios de las instalaciones. Quedará para mejor ocasión (concierto de Maná en zona VIP, entrada a los palcos del Open de Tenis de Madrid, recepción en el Palacio de Liria, curso de verano en universidad pública) el disfrute de las más sofisticadas pulseras textiles, que abarcan tres tipos distintos de calidades y acabados: Jacquard bordado, serigrafía con o sin relieve y sublimación digital. Quién pudiera pasearse alguna vez con una pulsera que muestre la sublimación digital del usuario, pienso, cómo se sentiría uno desviando freudianamente sus pulsiones sexuales gracias a su pulsera. Pero aún más ilusión me haría ser marcado para el rebaño de los que llevan pulsera luminiscente con luz neón. Con nuestras pulseras nos miraremos unos a otros con disimulo en las playas y en los paseos marítimos, en los centros comerciales que visitamos si acaso llueve algún día o en esos ratos perdidos antes de la cena en los que pecamos de derrochadores («es preciosa esa blusa color caldera», se oye decir a la dependienta de la franquicia), compartiendo estatus, reconociéndonos como semejantes, como hermanos, pero al mismo tiempo estableciendo equipos enemigos, bloques geopolíticos, levantando entre nosotros y ellos telones de acero en forma de toallas, barricadas hoteleras, soldados del ejército en el 7.º Regimiento

Un instinto que siempre me ha parecido curioso me impulsó a volver la cabeza en busca de la sobrina. Se hallaba a unos metros, diez tal vez, cavando cansinamente el foso de un enorme castillo La tía Gloria de arena, pero con una mirada sombría clavada en el idílico dúo formado por la tía y la rubia muñeca que la tía acariciaba con gesto de embeleso. De pronto, me embargó tal irritación contra la abominable, a quien había defendido no hacía ni diez minutos, y se me encendió hasta tal punto la sangre que yo mismo me quedé atónito. Me encaminé hacia donde se hallaba la sobrina «La construcción y para protegerla de la escena que la zahería le pedí si me de nuestro colosal dejaba ayudarla con el castillo. Al cabo de un par de hocastillo (que, contra ras de intensa actividad, el castillo era una obra colosal, todo pronóstico, no con impresionantes murallas y bastiones faraónicos, rodeados de un profundo foso. Me dio la impresión de que fue destruido hasta lo habíamos construido contra el mundo, y el mundo entres días después de tero (es decir, la pequeña comunidad reunida en aqueque Susana y yo lo lla playa) vino a admirarlo. Mientras el mundo entero erigiéramos) marcó se rendía a nuestros pies, vi sonreír por primera vez a la el principio de una sobrina, que acababa de decirme que se llamaba Susana. La construcción de nuestro colosal castillo (que, extraña amistad contra todo pronóstico, no fue destruido hasta tres entre la sobrina de días después de que Susana y yo lo erigiéramos) marcó Gloria y yo» el principio de una extraña amistad entre la sobrina de Gloria y yo. Una mañana en que ella y su tía se habían quedado a dormir en la playa después de quedarse en nuestra casa hasta bien entrada la madrugada (si mal no recuerdo era la noche de San Lorenzo y Gloria, con una melopea considerable, rechazó nuestra sugerencia de ponerles un colchón en la sala para que durmieran allí porque quería dormirse contando estrellas fugaces), me encontré a la niña en el embarcadero donde en aquel momento Picosa sacaba los pescados de las redes. Por lo visto Gloria dormía todavía y la niña no tenía más ocupaciones que observar al pescador. Lo que me sorprendió es que la cría ha-

de Hostelería lanzados a la batalla al compás del Garryowen y tratando de morir, si es que hay que morir, con las chanclas puestas. ••• La fauna y la flora intestinal del refectorio comunitario indoor con la que compartimos superficie y cercanía la componen un matrimonio de Lugo que no se habla. Una madre y una hija del País Vasco que no callan. Un niño algo pasmado con pinta de haber sido elegido por unanimidad relegado de su clase. Un guapo danés con una novia que es limpia, pija y da esplendor, en apariencia. Un tipo de Albacete, Manuel Cuerda se presenta siempre que tiene ocasión, expansivo e implacable, quise decir incansable, en sus palabras: un ejemplo narrativo perfecto de manólogo exterior. Después, en la tumbona, yo escucho en mi mp3 el bolero De un mundo raro en versión de Chabela Vargas, tremenda macorina, con su desgarro y su poncho con este calor, al tiempo que un gordo escocés que la noche anterior nos informó de que era directivo de una empresa de construcción que se llama Heel and Heel, Inc. se remoja la tripa en la piscina de niños.

Media tensión

Desembarca en la sala de fiestas el Comares Show, un espectáculo con loros, papagayos o cacatúas que se abre al grito de un gudinin granaíno. El Show consiste en Fernando arriando la bandera de España al ritmo de Manolo Escobar, con sus patitas dóciles y sus uñas entrenadas. El profesor Pancho (Villa) circula en patinete encima de la mesa mientras Miguel («que vino de Italia») baila el Danza kuduro antes de ponerse a jugar al baloncesto, y Jorge hace un puzle de la pantera rosa. Nadia, la cacatúa odiseica y presumida, toma el sol en una tumbona de su tamaño. Pancho se lanza después a resolver problemas de aritmética, Pancho, nuestro loro matemático, nuestro matemátic tícher, que da campanadas porque sabe

cía esbozos de la escena en una libreta que le quité de las manos y estudié durante un rato mientras ella se estremecía en silencio a mi lado. Huraña y tímida como era, supuse que a cualquier persona que no fuera yo le habría arrancado la libreta de las manos y habría huido de allí. —No están mal estos dibujos. Aquí has captado la expresión, aunque falla un poco la proporción entre la cabeza y el cuerpo. Podría darte clases si a ti te apeteciera. Una sonrisa iluminó el semblante de la niña, que asintió con la cabeza y se relajó visiblemente. Fue entonces cuando Picosa, que seguía sacando sus capturas de las redes con la expresión taciturna que tan bien había sabido plasmar la cría, tiró un pez al mar. Susana se volvió hacia él en el preciso instante en que el pescador tiraba un segundo pez. —¿Por qué hace eso? —me preguntó en un susurro. —¿Por qué tira usted al mar esos peces? —pregunté yo a mi vez levantando la voz. Picosa se encogió de hombros y, tras apretar los labios y soltar un soplido, nos explicó que eran peces que no servían ni para hacer sopa con ellos. —Son indignos —fue la asombrosa sentencia tras la que el hombre volvió a hundirse en su silencio habitual. —Indignos —repitió Susana pensativa y con lo que me pareció un melancólico acento, aunque no puedo jurar que su melancolía no fuera un invento mío. A partir de aquel día, en cualquier caso, empecé a impartir lecciones de dibujo a Susana. Enseguida quedó claro que tenía aptitudes: no solo absorbía rápidamente las indicaciones que yo le daba, sino que estaba dispuesta a repetir los dibujos cuantas veces fuera necesario hasta que salían bien. Una de esas tardes en que los dos dibujábamos, solos y tranquilos, bajo la fresca sombra de una de las múltiples parras que ofrecía la casa, Susana vino a sentarse junto a mí, dejando de lado su dibujo.


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elcuaderno cortos de verano

Javier García Rodríguez Todo incluído

sumar. Y después, el señor Comares y su hijo y heredero ofrecen a los clientes que se hagan un par de docenas de fotos sujetando a los animales, belicosos y poco dóciles, clientes satisfechos y orondos que beben cubalibres de marca desconocida y lumumbas y destornilladores, aunque ellos no lo sabrán nunca. ••• Anima el cotarro un argentino rapado que abronca sistemáticamente a los guiris («los putos guiris» o «estos guiris cabrones», dice él a la menor ocasión y sin cortarse ni un pelo) y a sus niños repelentes por no respetar los silencios y los turnos, por no respetar la disciplina, por correr por el salón, por no divertirse comedidamente, por ser de países que no han producido a Borges y a Cortázar. A nosotros nos atiende solícito un camarero amanerado de nombre José Luis, tan parecido al cantante de «pavo real, pavo real…» (aquel cantante venezolano con tono de voz de tenor dramático y padre a su vez de Génesis, Liliana y Lilibeth Rodríguez, estas dos últimas también cantantes y actrices, aunque usan el apellido materno, Morillo, por comodidad, publicidad o tal vez por hipotéticas rencillas edípicas con su progenitor), que nuestro vecino de mesa el del «manólogo» lo ha bautizado desde el primer día como José Luis Rodríguez El Pluma. El tal José Luis autóctono se divierte requebrando teatralmente a las jubiladas y comiéndose con los ojos a los jovencitos nórdicos, pensando tal vez en sus edredones. ••• La noche que actúa el malabarista Miki, que se comporta en el mínimo escenario con los ademanes y la soltura impostada de un artista del Cirque du Soleil, el poco espacio público lo ocupan niños con turutas y pajaritas de pega, parejas que discuten mientras toman cava chungo, una niña desnutrida que salta como un resorte cuando suena el Gangnam Style, para regresar después de

Mercedes Abad

La tía Gloria

—¿Puedo contarte un secreto? —Sí, claro. Me encantan los secretos. —¿Y no se lo dirás a nadie? —Si tú me lo pides, mantendré la boca cerrada. —Te lo pido. Solo después de mirar en derredor suyo y de cerciorarse de que nadie podía oírnos, se atrevió a decirme con un hilillo de voz: —¿Sabes que Gloria en realidad no es mi tía? —¿Ah, no? —solté yo luchando por no dejar traslucir mi profunda estupefacción. —En realidad es mi madre. Pero se empeña en que juguemos a fingir que somos tía y sobrina y se inventa todo el rollo de que mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo era casi un bebé. Y si la llamo solo Gloria en lugar de tía Gloria ni siquiera me contesta. La sangre volvió a hervirme en las venas y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que aquella niña, que era inteligente y perspicaz, no me lo notara. Pero cuando, poco después, volví a ver a Gloria, un invencible deseo de enfrentarme con ella me impulsó a arrastrarla, escaleras arriba, hacia un sombrío cuartucho, situado en una especie de torreón, donde yo había instalado mis utensilios de pintura y nadie entraba jamás. Solo cuando cerré la puerta tras de mí, logró ella zafarse. —Qué violencia —dijo entreabriendo la boca de la forma más sexy y soltándose el pelo que llevaba recogido con su sempiterno lápiz—. No imaginaba que pudieras ser tan vehemente. Traté de mirarla con la mayor frialdad mientras ella, que obviamente había malentendido mis intenciones, avanzaba lentamente hacia mí y, tratando de seducirme, se despojaba de la ancha camisa blanca y de la parte de arriba del bikini. No era, tal y como Betty y las otras repetían sin cesar, una mujer tan guapa, pero sus movimientos la hacían parecer irresistiblemente atractiva.

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su eléctrico vaivén, vencida y desarmada, al sofá familiar, jóvenes madres, parejas de lesbianas con niños naturales y desinhibidas y, por tanto, tan normales y tan burguesas que la pareja de ancianos que tienen a su lado ni se inmuta cuando llega el turno de los besos de tornillo con lengua. ••• Una noche, tras los Funny Games («not funny» y «not games at all», dice un niño malcriado pero bastante observador), nos ofrecen la actuación de los perritos saltimbanquis. Los cánidos atienden poco y andan sobrados de energía, celos y mala leche, por lo que acaban correteando por el salón sin orden ni concierto, y llegan a morder a un niño que se acerca demasiado. Consiguen de vez en cuando, eso sí, caminar a dos patas vestidos de sevillana (Molly), saltar obstáculos como caballitos enanos amaestrados, atravesar aros de colores dando brincos muy simpáticos o bailar un pasodoble sin pisarse los callos. El culmen de su espectáculo es que son capaces de decir los puntos que han salido en un dado gigante de gomaespuma lanzado por la inocente mano de uno de los infantes no difuntos. Decir es un decir en este caso, porque ellos ladran los puntos, como puede suponerse. Y qué gracia les hace a los hooligans de Brístol o de Liverpool, estos tipos de más de cincuenta y pico años a los que les cuelgan los tattoos de sus carnes picadas de varicela, de sus bíceps fláccidos, de sus glúteos de premier league. Suena entonces por la megafonía Somewhere over the rainbow en vaporosa (¿pavorosa?) versión con campanillas sintetizadas y entonces todos cantamos, porque todos somos Dorothy. ••• Se cuenta que algunas familias han quedado cosificadas en la arena de la playa, como estatuas fijadas a la orilla por la experta mano de un hippie contumaz, que duerme por la noche al lado de un dragón flamígero y una iglesia gótica. ¢

Sabía imprimir un encanto loco a la forma en que movía el cuerpo con un grácil contoneo de las caderas mientras sacudía de un lado a otro la cabeza y hacía ondear la rubia melena con una sonrisa resplandeciente y una mirada que parecía contener toda la luz y la vivacidad del mundo. Honestamente, no sé qué habría ocurrido allí si la puerta del cuartucho no se hubiera abierto de pronto y Betty no hubiera aparecido con una expresión de desconcierto primero y de furia después. Yo, desde luego, eché a correr detrás de ella después de su portazo. —No ha pasado nada; no es lo que crees —me oí decir a mí mismo como miles de veces se han oído decir a sí mismos millares de maridos o de compañeros o de amantes. Y no me hizo falta ver la expresión de Betty para saber que aquello no tenía buena pinta. Después de aquello ya no volvimos a ver a Gloria ni a la niña y al poco el verano tocó a su fin y cada cual regresó a su ciudad, Tom y Carmen a Londres y a Barcelona los demás. Durante un tiempo me consagré en cuerpo y alma a tratar de salvar mi matrimonio y aunque me consta que Betty luchó por olvidar lo sucedido (es decir, lo que no llegó a suceder), e incluso fingió que lo había conseguido, las cosas entre nosotros no volvieron a ser como antes. Aún pasamos otro verano juntos, pero ya no en Ibiza, sino en la India, antes de separarnos. Luego cada cual siguió su vida, aunque nuestros dos hijos sean la causa de que mantengamos un vínculo y nos veamos de vez en cuando. Celebro que a Betty le haya ido bien con su restaurante, del que acaba de abrir una nueva sucursal en Tokio tras clamorosos triunfos en París y Nueva York. Yo tampoco puedo quejarme: después de algún que otro aprieto económico, las cosas me han ido bien, vivo de mi pintura y gozo de cierta cuota de reconocimiento. Fue precisamente en una muestra de arte en Berlín donde volví a ver a Susana hace una semana y de la forma más casual. Yo había examinado los folletos de la muestra casi por aburrimiento, pues había llegado demasiado pronto a mi cita en un bar cercano


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Mercedes Díaz Villarías Albacete, 1977

«Cuando tengo tiempo libre, paseo por el barrio [Malasaña]. Los días de sol los pasamos en la plaza. Siempre que quiero estar en algún sitio, quiero estar aquí». Estudió Teoría de la Literatura en Turku, Finlandia. Publicó los libros de poemas Finlandia (Diputación de Albacete, 2002), Enviada especial (Barcarola, 2002), Mi nombre es rojo (Plurabelle, 2004) y This is your home now (autoedición, es-es.facebook.com/ThisIsYourHomeNow, 2014). En 2008 promovió el proyecto literario colectivo Canciones en Braille, generado online y editado en formato libro (lulu.com, 2009). Es la voz crítica tras el blog Cabeza de Perro (ememinuscula.blogspot.com). Paradigma de un nuevo enfoque cultural a través de la literatura, Mercedes Díaz Villarías aleja sus propios libros de las tiendas para que sean los propios lectores quienes apoyen su difusión. Nuevas formas de libertad creativa y asociativa diferencian a esta autora que propone una reformulación de los conceptos. Como dice David Refoyo, «Vive alejada de las modas, pero las conoce. Disfruta de Apple y, sin embargo, pese al conocimiento maniático de la tecnología, ha escrito This is your home now en una máquina de escribir. ¿Una declaración de principios?».

Mercedes Abad

La tía Gloria

con mi marchante alemán y no tenía otra cosa con la que entretenerme. Descubrí que una tal Susan Amur, de nacionalidad española, exponía su obra, y me vino a la cabeza la niña a la que había dado clases aquel remoto verano de mil novecientos setenta. No recordaba el apellido de la pequeña Susana si es que alguna vez lo supe, pero fue casi inevitable que jugara con la idea de que aquella Susan Amur quizá fuera la misma. Así que después de despachar mis asuntos con el marchante alemán, me acerqué al lugar no sin cierta excitación. Al principio pensé que no se trataba de ella porque la mujer a quien una informadora tan amable como anónima me señaló como Susan Amur era hermosa y delgada, aunque de grandes pechos. Me complace decir que, en cuanto descubrió mi presencia, se me quedó mirando como si buscara en su memoria de qué diablos conocía a aquel caballero bien entrado ya en la cincuentena. Y a decir verdad no tardó ni un minuto en iluminársele el rostro. Entonces, apartándose el pelo de la cara con un gesto que me recordó a Gloria, se acercó a mí. —Eres Cesc, ¿verdad? Yo asentí y, después de quedarse boquiabierta y echarse las manos a la cabeza de la forma más glamurosa, con aquel aire entre estudiado y espontáneo que era el sello de marca del encanto de Gloria y me hizo sentir una punzada en el vientre, ella se precipitó a fundirse conmigo en un largo abrazo. De nuestras efusiones salió con lágrimas en la cara y el maquillaje corrido, pero tan hermosa o más que antes. Me miró sacudiendo incrédula la cabeza y luchando para no estallar en un llanto incontrolado. —No sabes, no sabes, no sabes —eran las únicas palabras que lograba articular. Al final la llevé a un restaurante donde se tranquilizó lo suficiente como para conseguir explicarme con cierta coherencia todo lo que yo no sabía. —¿Sabes que fuiste mi primer amigo? ¿El primero en mi vida al que le conté un secreto? Yo tenía once años, ¿te acuerdas? Han

Bailando el Papichulo como si no hubiera un mañana Guardo unos panecillos en el bolso. Intento que mi hermana no me vea, creo que me reñiría. Más que eso; no me reñiría, me despreciaría. Miraría por encima de mi cabeza. Más bien a través de mí. La veo regresar del bufet de desayuno con un tercer café con leche, ¿cuál es la diferencia?: ella quiere llevarse puestos cuantos alimentos pueda, yo me los guardo en el bolso de playa. Un día cuando empezaba el calor me quité las durezas de los pies, les puse crema y me pinté las uñas. Aunque son mi punto débil tenían un aspecto soberbio. Aquello me hizo sentir mejor y me dio fuerza para teclear el número de mi hermana. No habíamos hablado desde hacía un par de años, pero seguía manteniendo el mismo número. «No aguanto estos calores —dijo—, ya no sé qué hacer». Fue una conversación agradable. Fue tan agradable que en un ataque de optimismo decidimos apuntarnos a uno de esos viajes para viejos. Aunque nosotras nunca nos hemos soportado demasiado. Pero desde que se fue mi esposo y los hijos han hecho su vida supongo que una comprende que es mejor estar a disgusto con otros que con una misma. O eso nos hacen entender los hijos, los nietos, la tele: fajas, móviles, crema de caracol. Una también debería poder tener derecho a envejecer y morir tranquilamente. Cuando llegamos a la playa alguien ha dejado unas chanclas encima de la toalla. No exactamente encima, pero sí muy cerca. ¿Cómo se puede ser tan desconsiderado? Las aparto con el pie e intento que se llenen lo más posible de arena en el proceso. ¿Es en esto en lo que se supone ha cambiado a mejor el mundo? ¿Cacas de perro en las aceras, no ser cuidadosos con nuestros mayores? Extiendo las toallas entre un mar de hamacas y sombrillas,

pasado veintiocho. Pensaba que nunca sabrías lo importante que has sido a lo largo de estos años. Y me parecía irónico que uno pueda no enterarse nunca de esa clase de cosas. Incómodo y abrumado, me temo que esa noche acabé bebiendo más de lo sensato en un cincuentón como yo. Ella estaba tan eufórica que su discurso daba vueltas, se enroscaba, vacilaba, saltaba hacia atrás para repetir algo ya tres veces dicho o se interrumpía de repente para pasar a otra cosa de la forma más inconexa y abrupta, de modo que le costó mucho llegar a todo aquello que yo no sabía pero debía saber. —Es difícil contarlo —repetía sin cesar—. No ha sido fácil, ¿sabes? Muchas noches, cuando me quedaba a oscuras en la cama, con los ojos abiertos y sin poder dormir, soñaba en ir a buscarte, pero a los trece años, saltar de México a España para que te adopte un pintor que ni siquiera sabes donde vive es una empresa imposible. Cuando empezaste a ser famoso yo ya era mayor. Y, bueno, supongo que las cosas habían cambiado. Ya no necesitaba un padre adoptivo y por otra parte había dejado de sentirme culpable. —¿Culpable? —Culpable, sí. Dos veranos después de conoceros, Gloria me estaba enseñando a conducir la lancha. De pronto, no sé qué pasó: ella se había tirado al agua, yo puse el motor en marcha y la hélice le trituró una pierna. No se desangró porque otra lancha vino enseguida en nuestra ayuda. Pero perdió la pierna. Y ya nunca quiso volver a verme ni a mantener conmigo ninguna clase de contacto. Dijo que lo había hecho adrede. Me echó a gritos del hospital. «Ojalá te hubiera abortado» es lo último que oí. Fue la única vez que admitió públicamente que era mi madre. Se hizo cargo de mí una tía lejana, que me llevó a vivir a México. —¿Vive ella todavía? Gloria, quiero decir. —Creo que sí. Me han dicho que va en una silla de ruedas la mayor parte del tiempo. ¿Puedo contarte un secreto? —Sí, claro, me encantan los secretos. ¢


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Mercedes Díaz Villarías

procurando que no queden arrugas ni se manchen de arena en su superficie de perlé. Coloco encima mi neceser, una botellita de plástico con agua estratégicamente donde se prolonga el haz de sombra de los vecinos, a un lado las chanclas de goma y la noBailando el vela. Mi hermana lo deja todo tirado encima, cómo se nota que Papichulo ha vivido siempre a la suya. Me extiendo crema por cara y bracomo si no zos. «Uh, qué cabeza. ¿Me das?». Ahí está la víbora, pidiéndome, hubiera un no ha sido capaz ni siquiera de comprarse su propia crema promañana tectora, así toda la vida. «La compré en la farmacia, extiéndetela bien, es una crema muy cara». El agua está fría y mis pobres pies, llenos de ojos de gallo, agradecen la sal y el paseo por la orilla. A unos metros se ven pequeñas cabezas y brazos que molinean. «También pago yo los patines. «Son los benjamines, que están haDebí haberme dado la vuelta con el ciendo la prueba para socorristas.» monedero en el sostén del bañador y «Las criaturas se van a desfondar», dice mi hermana. «Bastante saseguir andando en sentido contrario, lo brás tú de niños.» que pasa es que soy demasiado educada, También pago yo los patines. ese ha sido siempre mi problema. Pero Debí haberme dado la vuelta con el falta demasiado para que abran el monedero en el sostén del bañacomedor y de todo este plan de venir a dor y seguir andando en sentido Benidorm lo que más me apetecía era contrario, lo que pasa es que soy demasiado educada, ese ha sido subir en los patines, con un pañuelo en siempre mi problema. Pero falta la cabeza. ¿Por qué un pañuelo? No lo demasiado para que abran el cosé, simplemente me apetecía» medor y de todo este plan de venir a Benidorm lo que más me apetecía era subir en los patines, con un pañuelo en la cabeza. ¿Por qué un pañuelo? No lo sé, simplemente me apetecía. La isla está mucho más lejos de lo que parecía. Otro grupo de benjamines nos adelanta a pesar de usar solo la potencia de sus pequeños cuerpos. La juventud es poderosa. Recuerdo a mis

Ramón Isidoro › I, II, III y IV (Sonic

Youth), 2014, 30 µ 45 cm cada uno • Pintura de estos y otros días › Gema Llamazares (Gijón) › Hasta el 15 de agosto

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inagotables hijos, salpicándose y discutiendo en la bañera después de días que a mí se me hacían agotadores, incapaces de reducir sus revoluciones, yo sentada sobre la tapa cerrada del váter, fumando, entonces que se podía sin vergüenza. «Cómo son los críos», dice. Debí haber dicho que me quería volver, pero solo susurré «bastante sabrás tú». «¿Tienes que echarme en cara algo, a los ochenta años?» Ella es demasiado soberbia para dejar pasar el comentario, claro. «Perdona, no era mi intención.» Noto que algo cálido empieza a brotar de donde mis pies rozan con el movimiento imparable y maquinal de los patines, mis pobres pies. «¿Tu intención? —contesta levantando la voz—, tú nunca tienes mala intención». Se pone de pie sobre el patín, ahora tengo miedo de que se caiga. Presto atención al patrón de su bañador, de algún modo similar al mío. «Bueno, reconoce que siempre has hecho lo que has querido, a tu aire. Por Dios, si no venías ni a la mitad de los cumpleaños de los niños.» Por un momento no contestó. Su cara estaba congestionada de furia, o quizá estábamos alargando demasiado la exposición a un sol vertical y crudo, en mi cabeza empezaba remoto un zumbido. «¿Y dónde has estado tú todos estos años de cenas frías frente a la tele, sin nadie que me acompañara a urgencias cuando caía enferma? ¿Dónde aparte de en los discursos de “Qué cansada estoy, el colegio, la piscina, los uniformes, pero qué cansada” que no escuchaban ya otra cosa? ¿Quién le pintó la cara a la Nancy con un rotulador de pizarra el mismo día de mi octavo cumpleaños, santa Teresa de Calcuta?» Exactamente así es mi hermana, aspándome en las situaciones más extremas. No llegamos a la isla, pero afortunadamente nos recogió el servicio de emergencias y no tuvimos que pagar ningún sobrecargo por todo el tiempo que inmovilizamos los patines. Dos enfermeros nos retuvieron al fresco de su caseta, nos dieron latas de Aquarius para beber a sorbos, lentamente, nos aplicaron compresas. Me curaron los pies y los llenaron de


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Mercedes Díaz Villarías Bailando el Papichulo como si no hubiera un mañana

apósitos con ácido acetilsalicílico. La manicura aparece arruinada, eso sí, pero ya no aguijonean. Al entrar en el comedor pido al camarero directamente la botella que tiene nuestro apellido común en la etiqueta y un refresco de casera. Durante toda la tarde, los gritos de la piscina decoran la lejanía de nuestra siesta, flotando en un ligero dolor de cabeza. Oímos el mar, los graznidos de las gaviotas, hasta que la sombra va descendiendo por la pared y nos levantamos un poco confusas, lentas, pero de buen humor y recicladas. Yo me pongo el vestido con gardenias y le dejo uno a mi hermana. Ella me presta unos pendientes preciosos, que parecen de verdad perlas caribeñas, nos ponemos colonia. Estamos listas para bajar a las zonas comunes de ocio y animación turística, donde conocemos a dos señores muy apuestos que nos invitan a cava, donde las luces iluminan de un mundo cósmico el universo, donde bailamos el Papichulo como si no hubiera un mañana.¢

Sofía Santaclara › de la serie Astígmata, giclée sobre papel 100% algodón, 90 µ 40 cm • Jóvenes valores de arte contemporáneo › Galería Van Dyck (Gijón) › Hasta el 18 de agosto

Eduardo Jordá Palma de Mallorca, 1956

«La autoficción oculta un cierto desprecio por la vida». Viajero y escritor, tiene una dilatada trayectoria como narrador y cronista de sus viajes. Desde un criterio puramente personal, destacamos entre sus libros Van Morrison (Cátedra, 1990), Tánger (Destino, 1993), La ciudad perdida (José J. de Olañeta, 2001), Norte Grande: viaje por el desierto (Península, 2002), Lugares que no cambian (Alba, 2004), Playa de los alemanes (Algaida, 2006), Pregúntale a la noche (Fundación José Manuel Lara, 2007) y su reciente Yo vi a Nick Drake (Rey Lear, 2014). Como poeta, es autor de libros como La estación de las lluvias (Renacimiento, 2001), Ciudades de paso (Pre-Textos, 2001), Madrid, once de marzo. Poemas para el recuerdo (Pre-Textos, 2004) e Instante (Fundación José Manuel Lara, 2007).

Surf’s up La imagen más hermosa del verano de 2009 la vi en una playa del oeste de Portugal, en Vila Nova de Milfontes, y la protagonizó un súrfer que estuvo durante un rato sentado a mi lado en la Praia das Furnas. La playa estaba llena de súrfers jóvenes, pero este súrfer era ya mayor, casi como yo —y eso me llenó de alivio—, y llevaba un bigote largo que me recordó al bigote de Stevenson, aunque imagino que aquel súrfer no había oído hablar nunca de Stevenson; o si había oído hablar de él, no le había interesado en absoluto. Me llamó la atención su cara angulosa que parecía de otra época, y la expresión con que fumaba muy despacio sus cigarrillos (porque se fumó varios en poco tiempo), como si no le diera importancia a nada o ya se hubiera acostumbrado a todo lo que traía la vida, ya fuera bueno o malo, del mismo modo que se había insensibilizado al frío del océano y a los golpes de las olas. El súrfer estaba solo en una pequeña tienda que lo protegía del viento, y a su lado tenía su traje de neopreno y su tabla, una tabla vieja y llena de melladuras que supongo que había paseado por medio mundo. Me pregunté si alguna vez había estado en Puerto Escondido, en el Pacífico mejicano, cuando esa localidad era un pueblo con las calles sin asfaltar y había que llegar en los autobuses traqueteantes de la Estrella del Valle que atravesaban la Sierra Madre del Sur. A comienzos de los ochenta, Puerto Escondido se había convertido en uno de los destinos favoritos de los súrfers californianos. Yo llegué allí por casualidad, sin saber nada de surf (o bueno, nada más que las canciones de los Beach Boys), y fue allí donde me aficioné a contemplar a los súrfers cabalgando sobre las enormes olas circulares que llamaban pipelines, como los gasoductos. Estuve a punto de dirigirme a mi vecino de playa y preguntarle si él también había estado allí, en la


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Marta Sanz Madrid, 1967

«Para mí, la literatura de emergencia es la que, modestamente, siendo consciente de las limitaciones cada vez mayores de lo literario, aspira a intervenir en el espacio común. Es la que, en mi caso, aborda las cuestiones que me duelen o que no llego a entender del todo. La escritura que yo procuro practicar es una forma de comunicarme con los otros que me permite a la vez aprender, ir descubriendo cosas en el propio proceso de escritura. Hoy hay muchísimos motivos para poner en práctica ese tipo de literatura de emergencia. Muchísimo.» La carrera literaria de Marta Sanz comenzó cuando se matricu­ló en un taller de escritura de la Escuela de Letras de Madrid y conoció al editor Constantino Bértolo, quien publicó sus primeras novelas en la editorial Debate. Quedó finalista del Premio Nadal en 2006 con otra novela: Susana y los viejos. En su novela La lección de anatomía (rba, 2008) utilizó su propia biografía como material literario. En la novela negra Black, black, black (Anagrama, 2010) creó el personaje del detective homosexual Arturo Zarco, que recuperó en su novela Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012). En 2013 publicó Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), donde recrea el mundo de la cultura popular y las actrices de la Transición, como Susana Estrada, María José Cantudo o Amparo Muñoz. Tras su publicación, esta novela recibió el Premio Tigre Juan y el Premio Cálamo. La editorial Anagrama acaba de ree­ditar La lección de anatomía (Anagrama, 2014) y este mismo año la auto­ra publicó el ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), cuya resonancia sigue presente en los medios culturales por su inconformismo y lucidez crítica.

Eduardo Jordá

playa de Zicatela o en la caleta de Puerto Angelito, buscando esa ola perfecta que los súrfers llaman la puerta verde. Decían que Puerto Escondido era el mejor sitio del mundo para encontrar Surf ’s up una puerta verde, y recuerdo que una vez hasta el chófer del autobús de la Estrella del Valle se bañaba en la playa, del todo desnudo —una osadía en el Méjico puritano de aquellos años—, contemplando cómo los súrfers remaban hasta el lugar donde rompían las olas y empezaba el oleaje, surf ’s up, como decían los californianos. Pero a mi lado, en la Praia das Furnas, el súrfer estaba fumando en silencio con la vista fija «Pero a mi lado, en la Praia das Furnas, en el mar, donde los súrfers jóvenes el súrfer estaba fumando en silencio hacían piruetas sobre las olas, y no con la vista fija en el mar, donde los quise distraer a aquel hombre con súrfers jóvenes hacían piruetas sobre preguntas sobre playas mejicanas. las olas, y no quise distraer a aquel Cualquiera sabe en qué cosas puede estar pensando un súrfer que se pahombre con preguntas sobre playas rece a R. L. Stevenson. mejicanas. Cualquiera sabe en qué Cuando empezó a ponerse el cosas puede estar pensando un súrfer sol, los súrfers más jóvenes salieron que se parece a R. L. Stevenson» del mar. Alguien puso música en algún sitio y los súrfers y sus acompañantes se fueron de la playa. Diez minutos más tarde solo quedábamos unos pocos bañistas dormidos sobre la arena, el súrfer que fumaba y mi hija y yo. Y fue entonces cuando el súrfer apagó el cigarrillo y se puso su traje de neopreno. Cogió su tabla llena de melladuras y se metió en el agua helada. La marea estaba alta, las olas eran muy fuertes y cada vez rompían más cerca de la orilla. No era el mejor momento para encontrar una pipeline ni una puerta verde, pero el súrfer no se preocupó. No parecía tener ninguna prisa. Fue remando poco a poco sobre su tabla, igual que yo había visto a los súrfers californianos en Puerto Escondido, remontando la corriente hasta llegar al lugar donde todo empieza, surf ’s up. El súrfer llegó a una zona en la que solo se veía el reflejo

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Inglaterra

[Capítulo de la nueva versión de Lección de anatomía, Anagrama, 2014]

Me acuerdo perfectamente de por qué Belén y yo estábamos discutiendo. Ella mantenía que pasarse el cepillo por el pelo era, para ella, una actividad muy dolorosa, porque su pelo oscuro y abundante se encrespaba en contacto con la almoha­da, se anudaba sobre sí mismo y, al despertar, resultaba casi imposible deshacer los nudos. Más, lo suyo era más, y yo no podía permitir ni ese más ni el hecho de que Belén se hubiera puesto tan discutidora, cuando casi siempre me daba la razón. No sabía cómo habíamos podido llegar a ese punto ni qué habría soñado Belén aquella noche, qué residuo tóxico de la cena se le habría instalado en el hígado para que fuera tan persistente y estuviera a punto de llorar de rabia, frente al escepticismo que yo estaba mostrando ante sus absurdas explicaciones. Extremando mis aptitudes de filósofa sofista, contraargumenté que lo mío era muchísimo peor, que mi pelo fino y pobre se electrizaba y que las chispas me quemaban los cabellos, de modo que, antes de los quince años, era muy probable que me hubiese quedado calva como una pelota de billar. Aquello sí que era un destino desgraciado y no los tirones en el cuero cabelludo de Belén que, aunque dejara en el cepillo miles de pelos, enredados y rotos, siempre podía contar con que le saldrían más, en el occipucio, en los parietales, dentro del hipocampo —si le diseccionaran el cerebro, encontrarían mechones prendidos de la víscera—, pelos nacientes hacia el ángulo alargado del rostro y en el pecho, como les salían a los gorilas de África. Los niños españoles de la school inglesa, en la que estábamos pasando las vacaciones de verano, primero observaron atónitos y, al entender por fin los argumentos de las contendientes, se aliaron en uno u otro bando manteniendo silencio. A mi espalda había

cegador de los rayos del sol. «¿Dónde está?», me preguntó mi hija. Tuve que encogerme de hombros. No se veía nada. Cada vez hacía más frío. La playa se había quedado desierta. Mi hija y yo empezamos a tiritar, y si no fuera porque nos preocupaba saber dónde estaba aquel súrfer de los bigotes negros, ya nos habríamos ido. Estuvimos esperando un rato, sin ver nada. Las olas rompían muy cerca de la orilla. El sol casi se había puesto. «Allí, allí», gritó de pronto mi hija. Y entonces lo vi. Una figura solitaria salía de los reflejos dorados del agua y empezaba a remontar una ola perfecta, un gasoducto, una insaciable puerta verde. Durante dos o tres minutos estuvo deslizándose sobre el agua, sin cambiar de postura, con la misma concentración con que había estado mirando el mar. Quizá había buscado durante años aquella ola, quizá llevaba toda la vida esperándola. Mi hija y yo lo vimos. No había nadie más en la playa. ¢

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Marta Sanz

muchos más niños que a la espalda de Belén. Los niños son listísimos y captan enseguida quién lleva las de ganar. Belén lloraba y yo me mantenía ina­movible en mi postura, después de haber Inglaterra insinuado que mi amiguita era una mona y de haber omitido que, desde hacía bastante tiempo, mi abuela Rufi no solo intentaba infructuosamente adornarme la cabeza de esos tirabuzones que yo quería lucir, sino que además me depilaba los brazos con una cera caliente, que hervía en un caci«Estábamos susceptibles en el Chilton to metálico, para que mis tíos, Cantelo House, porque por primera mis primos y otros hombres cavez, tanto Belén como yo, nos habíamos riñosos de mi entorno familiar no se burlaran de mí. separado de unas madres que nos Estábamos susceptibles ayudaban a escribir los comentarios de en el Chilton Cantelo House, texto. A mi madre le pusieron un siete en porque por primera vez, tanto su disertación sobre las Coplas a la muerte Belén como yo, nos habíamos de su padre, mientras que la madre de separado de unas madres que Belén solo consiguió un cinco con cinco. nos ayudaban a escribir los comentarios de texto. A mi La madre de Belén, que era profesora de madre le pusieron un siete en historia en la Universidad Complutense su disertación sobre las Coplas de Madrid, se quedó sorprendida ante esa a la muerte de su padre, miendiferencia de casi dos puntos» tras que la madre de Belén solo consiguió un cinco con cinco. La madre de Belén, que era profesora de historia en la Universidad Complutense de Madrid, se quedó sorprendida ante esa diferencia de casi dos puntos, sobre todo cuando se enteró de que mi madre era fisioterapeuta y, sin perder un minuto, telefoneó a mi casa para tratar de entender cómo una sanitaria, que había abandonado su profesión hacía años, podía redactar un comentario de texto de notable —el profesor era endemoniadamente exigente—, mientras que a ella le habían puesto un cinquito. La madre de Belén no contaba con que la mía fuera una lectora hipercrítica, que

Agustín Fernández Mallo La Coruña, 1967

«Soy de la primera generación de escritores que no estamos locos.» Licenciado en Ciencias Físicas. En el año 2000 inventa el término Poesía Postpoética que ha dejado reflejado en libros como Yo siempre regreso a los pezones yal punto 7 del Tractatus (2001, Alfaguara, 2012), Creta lateral travelling (Editorial Sloper, 2008), Joan Fontaine Odisea (La Poesía, Señor Hidalgo, 2005), Carne de pixel (Premio Ciudad de Burgos, dvd, 2008) y Antibiótico (Visor, 2012). Su libro Postpoesía, hacia un nuevo paradigma ha sido finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2009. En 2006 pone en marcha el Proyecto Nocilla y publica Nocilla Dream (Candaya, 2006), a la que siguieron Nocilla Experience (Alfaguara, 2008) y Nocilla Lab (Alfaguara, 2009). La trilogía fue publicada en 2013 por Alfaguara en un solo volumen. Ha escrito también el libro de relatos El hacedor (de Borges). Remake (Alfaguara, 2011), que suscitó una absurda polémica con . Junto con Eloy Fernández Porta mantiene el dúo de spoken word «Afterpop Fernández & Fernández», espectáculo integrado por videos, música y textos. Junto con Juan Feliú forma parte del grupo musical Frida Laponia (http://www.fridalaponia. com). Limbo (Alfaguara, 2014) es su última novela publicada.

cortos de verano elcuaderno 21 enjuiciaba los libros del mismo modo que los mensajes y reacciones de la vida cotidiana; así captaba al vuelo el significado de los dobles sentidos, de las malas intenciones y tenía clarísimo el concepto de verosimilitud. Mi madre sabía leer, encontrando las pelusas debajo de la alfombra, y no se dejaba impresionar con las metáforas ni con los apuntes escatológicos ni con el sentido del humor ni mucho menos con los ríos que van a dar a la mar. A mi madre las coplas de Manrique no le sonaban sinceras. Belén, que era muy estudiosa, estaba disgustada y un poco ausen­te, a causa de ese cinco con cinco que le habían puesto por culpa de su madre, que era profesora de Historia y la esposa del mejor decano que tuvo esa facultad. El doctor Estébanez fue el único decano que no toleró el acceso de la policía al edificio de Filología B, en aquel curso 86-87, en que las manifestaciones de estudiantes en Madrid se resolvieron a tiros. Así que tanto Belén como yo, en 1979, estábamos abatidas por nuestras soledades inglesas. También nos abatía la circunstancia de que la dueña del Chilton Cantelo House solo nos permitiese, poniendo bastantes reparos, telefonear a nuestras madres al llegar de Madrid y de que nos pusiese mala cara, al avisarnos de que nuestras madres nos habían llamado. La sonrisa estirada de la patrona se le fruncía a la vez que el ceño, cuando mascullaba: —Phone. Como la que dominaba el inglés era Belén, yo me parapetaba tras ella, cada vez que la dueña del Chilton se acercaba con aquella cara que invitaba tan poco a la comprensión de una lengua no nativa: —¿Qué ha dicho? —Ha dicho que phone. Yo no entendía la pronunciación de la patrona, pero la de Belén sí, y me sentía estúpida, incomprendida, con unas heridas sangrantes en el amor propio que justificaban, más aún, mi susceptibilidad. Cuando en otras circunstancias no había entendido

Agosto-mecanismos (2012) Paraíso (1): El tiempo es la casa de quien no tiene otro lugar. Pero el lugar es la casa de aquel que se ha visto defraudado por el tiempo. Al contrario que el fotógrafo, no busco el «momento decisivo», sino lo anodino, un intervalo de tiempo cualquiera. El ratón, invariablemente, repite su trayectoria hasta que el corazón le dice basta. Un bote de lejía vacío yace en la arena, pronto será un balón de fútbol en los pies de un niño. •••••••••••••••••••••••••• Hoy me he levantado muy temprano, las estrellas se estaban retirando. En ese momento, sobre la mesa de la cocina otras estrellas aparecían en el fondo de la pantalla de la computadora, donde ella —que aún dormía— había dejado escrito: Adivinación (definición): llegar a una previsión de acontecimientos futuros mediante la interpretación de presagios construidos como evidencia. Lanzarse a este mar cada día es un acto de fe. Después una radio del apartamento de al lado anunciaba que ayer en unos juegos olímpicos dos atletas habían dejado exhaustos los cronómetros. Pensé en nosotros, que pasamos del tiempo. Abrí la cortina, los aparatos de aire acondicionado de las casas de enfrente se abrían como cangrejos al sol, una relación tan sagrada como si fuera bendecida. La playa, aún vacía. Ruedas de bicicleta habían dejado en la arena un rastro que me pareció de reptil, un reptil tan antiguo como el modo en que cada mañana acostumbramos a tomar el café, sorbo a sorbo.


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Inglaterra

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a las personas que se dirigían a mí, mi reacción había sido el miedo: miedo en una casa en Galicia, donde me alojé con mis padres, en la playa de Carnota, otro de esos paisajes, brumosos y verdes, que me daban tiritonas y que me hacían pensar en la humedad del morirse y que nada tenían que ver con la luz y con el calor y con la sequedad desértica, con los espejismos producidos por el deslumbramiento y la temperatura que, para mí, siguen siendo el símbolo del paraíso. La dueña de la casa era una gallega solícita que me hacía arrumacos, mientras yo contraía mi cuerpecillo, como si la intención de la mujer fuera clavarme un machete para sacarme grasa con la que preparar el unto. El marido de aquella mujer era pescador y su hijo, que padecía cretinismo y era de mi edad, me espiaba. Nada sensible a las cuestiones sociales y a las desgracias de aquella pobre mujer que se veía obligada a alquilar cuartos para sobrevivir. De mi viaje a Carnota, solo me quedé con el lado siniestro de las pelícu­las de terror: con los ojos del cretino, tan parecidos a los del hijo de Antonia que defenestró al perrito de su madre; con los ruidos de los goznes de las puertas y de los golpes de mar contra las rocas; con el destello de un cuarto de baño, blanco e inmenso, que nadie había usado nunca, un baño antinatural, sobredimensionado, listo para ensuciarse con las salpicaduras de la sangre de los cerdos en la matanza o de las niñas que, como yo, todavía usaban medias de perlé enroscadas en los tobillos; me quedé con las arañas, cuyas telas mimaba dentro de mi alcoba, para que se enredaran en ellas aquellos mosquitos, agrandados por la lente de una lupa, mitológicos como los esqueletos de los dinosaurios en el museo de ciencias naturales; mosquitos que, si no eran devorados por las arañas, me acribillaban las piernas por las noches. Me alié con las arañas en Galicia y, desde entonces, son insectos a los que cuido entre los libros de mi casa. Todo eso me sucedió en Galicia y, en Inglaterra, a causa de mis limitaciones con el idioma, yo volvía a estar temerosa y a la vez resentida, porque nadie se daba cuenta de que yo era una

niña muy inteligente por mucho gesto de ojo avizor, de muchacha espabilada, que articu­lase por los pasillos del colegio cada vez que me cruzaba con un habitante del condado de Somerset, sur de Inglaterra. Mi orgullo estaba despedazado y, cuando me dirigía a Belén, era desagradable: —Pero ¿es mi madre o la tuya la que llama? —No sé. —Belén, ¡no te enteras! —Sí me entero, es que no lo ha dicho. El teléfono era propiedad de la patrona y, aunque Belén y yo entendíamos que no quisiera gastar su dinero en las llamadas mimosas de los niños, lo que no alcanzábamos a comprender era por qué se enfadaba tanto cuando nuestras madres, que lo estarían pasando mal separadas de sus hijas, se atrevían a marcar el prefijo de Inglaterra para comprobar que dormíamos y comíamos y que estábamos aprendiendo mucho inglés en las lecciones matinales. —My grandmother went to the market and she bought… —Apples. —Apples and butter. —Apples, butter and coconuts. —Appels, butter, coconuts and donuts. —Appels, butter, coconuts, donuts and eggs. —(…) —¿Martha? —(…) —¿Martha? —¡Perdón! Fish, la granmoder compró fish. Y todo el juego de retención léxica y de repaso del alfabeto se iba al garete porque, aunque Belén y yo acumulábamos buenas razones para estar abrumadas ante la separación de nuestras madres, las mías eran mucho más poderosas. Belén y yo estábamos abrumadas por la impresión que nos produjo esa casona in-

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Qué lejos quedan estas algas de los dientes de un corzo. •••••••••••••••••••••••••• Mascota: En mí no hay cuerpo. Soy una nave que viaja en la misma dirección que la Tierra.

NARRATIVA

Las islas se hallan separadas del mundo por aquello que las une al mundo: el mar. Así los cuerpos, así las pieles, así los cerebros, así las manos, así los corazones. El mar es la primera Red de comunicaciones. Necesita sal para que todo flote. El agua salada es el enlace de los cuerpos, lanza mensajes de la misma manera en que las olas llegan a la costa —una a una, sin pausa, como los latidos de un corazón en vías de verse integrado en el ritmo de las cosas.

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Diabolicón • Jorge Ordaz

La noche ancha • José Ramón González Regueral

La llave • Ricardo Labra

La existencia de Dios • Miguel Barrero

Las estancias provisionales • José Antonio Mases

Tú serás Baudelaire • Fernando Poblet

La cama • Vanessa Gutiérrez

Turno de noche • Ibrahim Aslán

El diario de Henriette Vogel • Karin Reschke

Paracaidistas • Chus Fernández

Tráeme pilas cuando vengas • Pepe Monteserín

Costas perfumadas • Agustín Vidaller

A la sombra de los abedules • Fulgencio Argüelles

Últimos ejemplares • Pablo Rivero

Los caballos azules • Ricardo Menéndez Salmón

Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es


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glesa que ocultaba en sus bajos búnkeres de la segunda guerra mundial y cuyo umbral se franqueaba tras pisar las lápidas musgosas de uno de esos cementerios ingleses tan poco recatados; Inglaterra una casa inglesa cuyas maderas crujían por las noches —eso lo notaba yo, no Belén, que roncaba, y a quien tampoco le había dicho que lo que más terror me producía era la chimenea de nuestra habitación, por la que se podían colar almas en pena, muertos resucitados o murciélagos, y esas «Así que, cuando me matricu­laron en ventanas de vanos góticos idénel colegio público que me correspondía ticas a las de los castillos de los en Madrid y conocí a Belén, a Elena, a condes de Transilvania—. Belén Mari Mar, que de un curso para otro y yo estábamos abrumadas ante pasó de lucir canesúes de nido de abeja la cocinera que nos daba de desayunar huevos fritos con espaa embutirse dentro de unos vaqueros gueti, mientras un pitillo colgaba que le marcaban la obscena redondez de de sus labios; abrumadas ante la los glúteos, conocí a Gema, cuyo padre profusión de actividades deporalojaba una solitaria en los intestinos, y tivas, que nos quitaban el aliento me sentaron en el pupitre de una clase de pájaro de los pulmones, y ante los jerseicitos de pico de nuestros mixta, yo estaba asténica, exhaus­ta, rota compañeros santanderinos. Pey cabreada y dejé de ir al colegio sin que ro, aunque las dos vivíamos una nadie lo supiera durante dos meses» experiencia en la que no hubiera sido imposible que nos retrotrajésemos a la primera infancia y nos meásemos en la camita, yo tenía más derecho que Belén a estar hipersensible. Cuando al fin había descifrado los enigmas y estaban a punto de entregarme las llaves de esa ciudad cerrada contra la que apliqué mi ariete durante al menos ocho años fundamentales en mi crecimiento; cuando había empezado a dominar los resortes y las fórmulas de mi proceso de socialización en un territorio enemigo, por motivos laborales de mi padre y por necesidad afectiva de mi madre, habíamos regresado a Madrid. Yo me sentía demasiado

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Cada diez años se renuevan todas las células del cuerpo, eres otro. Pero eso se ve mejor desde el cielo. Brazos, huesos, matojos de pelo y zapatos, todo allí abajo. Esta noche he intentado mirarnos desde ese cielo, un arco tan espectral y luminoso que no he podido pegar ojo. También cada diez años el Mundo es otro. En el contenedor de basura, frente al portal, lo tenemos todo. Perfume de una cosa que se instala entre nosotros y aún no sabemos qué es. •••••••••••••••••••••••••• Lección de geografía: No muy lejos, en la pared rocosa de una playa ha aparecido un bañista muerto. Sueco, dicen. Los animales disecados retienen en sus ojos la mirada de la muerte. Es costumbre cerrarle los párpados a un muerto. ••••••••••••••••••••••• Ayer fuimos a caminar por las rocas, un paisaje lunar. El sol evapora el agua de las oquedades; queda la sal. Hemos estado recogiendo esa sal y la hemos metido en tarros transparentes. Antes de comerla la observamos y comentamos que cada cristal es un primitivo microchip de esta isla, un calambrazo que une nuestra comida con la de un esquimal, con la de un residente en Brooklyn, con la de otro que pasa los días en un suburbio de São Paulo. Y así con todo. Me levanté muy temprano, hice el café para mí, solo para mí. En la pantalla de su ordenador ella había dejado escrito: El corazón no es una piedra sino el agua donde construimos la casa que todos conocen. Vienen desde muy lejos. He encontrado un perro, come nuestra comida, duerme en nuestra puerta.

cansada para acometer, en una tierra en la que de nuevo era una extraña, la misma lucha en la que me había enfrascado durante mis primeros años. Así que, cuando me matricu­laron en el colegio público que me correspondía en Madrid y conocí a Belén, a Elena, a Mari Mar, que de un curso para otro pasó de lucir canesúes de nido de abeja a embutirse dentro de unos vaqueros que le marcaban la obscena redondez de los glúteos, conocí a Gema, cuyo padre alojaba una solitaria en los intestinos, y me sentaron en el pupitre de una clase mixta, yo estaba asténica, exhaus­ta, rota y cabreada y dejé de ir al colegio sin que nadie lo supiera durante dos meses. A veces me pregunto qué hubiera pasado si no nos hubiéramos ido de Benidorm y creo que todo sería más o menos igual. Yo habría ido a estudiar a Alicante o a Valencia, me habría hecho bilingüe y sería alguien muy parecido a quien soy ahora. O tal vez no, y me hubiera sido difícil concentrarme, mi madre hubiese aflojado las riendas o, ahoga­da en temores, las hubiese estirado tanto que me habría convertido en una muchacha estúpidamente rebelde, que habría caído en las rutinas previsibles de un lugar, hipnótico y sensual, anestésico y turbio, en el que no era posible construir una burbuja y colocarse en el centro, para salvarse del olor de la cebolla frita y del ruido martilleante de los graves de las canciones que se van incrustando en algún punto del tórax o de la cabeza hasta que dejas de oírlos. Un lugar que continuó siendo el sitio al que siempre se quiere regresar, hasta más allá de mis veinte años. Posiblemente, a estas alturas, si no nos hubiésemos mudado, sería una consumada bailarina de música disco, el mundo de la hostelería me hubiera succionado como a Alicia el agujero y, con el salario que ganase sirviendo copas en los pubs o fregando platos en los restaurantes especializados en paellas, me hubiese pagado, sin rendir cuentas a nadie, mis rayas, mis cubatas, mis inha­laciones, y quién sabe si, en una noche loca, hubiese olvidado mis promesas infantiles y me hubiese dejado preñar por un

No soy nudista, solo estoy desnuda —que no es lo mismo. •••••••••••••••••••••••••• Fósiles blandos (1): La boca es el órgano principal de las conquistas. La historia de las civilizaciones equivale al modo en que vamos masticando el mundo. El consumo se ejecuta con la boca. La maleza, los minerales, la carne, no hay reino que no sometamos constante y diariamente al test de las mandíbulas. •••••••••••••••••••••••••• Un día, después de comer, se nos dio por pensar en el gigantismo. Cómo es posible que dos metros de adn quepan en el interior de una célula, o que nuestros pulmones, desplegados, abarquen una superficie del tamaño de esta misma isla. Llevamos dentro una cartografía más grande que el Planeta. Nos hemos preguntado el porqué de tal exceso. Ella dijo —seamos claros— que ese excedente que nos crece dentro es el «amor por las cosas». Esta mañana la pantalla de su computadora estaba en silencio, no obstante palpitaba. •••••••••••••••••••••••••• Duelo: He traído hasta esta casa las libretas en las que años atrás anotaba cosas, las he releído y ya no las entiendo. Escribir es alimentar ondas de sonido en la cabeza y sé que ya no volveré a estar entre esos sonidos. Busco la fotosíntesis en otra parte. El cuerpo ha cerrado puertas, dentro se alejan canciones que un coro de grillos inventaba para mí. Un mago extrae conejos de la boca, no sobreviven más allá del mediodía. Después ella ha escrito:


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turista sueco o por el encargado de un local, barbilampiño y con barriguita. Perfectamente integrada en el entorno gracias a mi proceso de desin­tegración. Inglaterra A veces es importante rendir cuentas; que te pasen revista. De hecho, es de las mejores cosas que pueden ocurrirte y quizá no sea tan insano no disponer de una habitación propia. Esa carencia te salva de la obcecación y de los fantasmas. Sigo creyendo que es preferible no adentrar«A veces es importante rendir cuentas; se en el lago con los bolsillos que te pasen revista. De hecho, es de las del abrigo llenos de piedras. mejores cosas que pueden ocurrirte y La imagen es visualmente quizá no sea tan insano no disponer de una hermosa, la bruma, las flores, el abrigo que flota antes de que habitación propia. Esa carencia te salva el agua cubra por completo a la de la obcecación y de los fantasmas. Sigo mujer; también representa una creyendo que es preferible no adentrarse acción dañina e inú­til. Tan daen el lago con los bolsillos del abrigo llenos ñina y tan inú­til y tan egoísta y de piedras. La imagen es visualmente tan auto­destructiva como esos hermosa, la bruma, las flores, el abrigo dos meses de ausen­cia de la escuela, que hicieron llorar a mi que flota antes de que el agua cubra por padre, cuando por fin me descompleto a la mujer; también representa cubrieron. Mi madre se mosuna acción dañina e inútil» tró más sobria. Era necesario. Alguien tenía que corregir mi cansancio y mi rabia. No se puede tolerar que una niña nerviosa no quiera despertarse por las mañanas y que, poco a poco, se duerma para siempre. Belén, a mi retorno a la escuela pública, tras mi conato de suicidio moral —dos meses con la angustia y el deseo de ser descubierta, aunque no fuera fácil porque yo era lista y me lastimaba con mis mentiras minuciosas, con mis cálcu­los perfectos—, me acogió y a su misantrópico modo me ayudó a formar parte de la sociedad escolar. Pero Belén era muy rara. Llevaba a todas par-

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El insoportable carácter optimista de las películas de espíritus es que presuponen que hay vida después de la muerte. •••••••••••••••••••••••••• Sistema nervioso: En los diferentes trabajos que este verano cotidianamente acometo, las manos y la mirada siempre llegan tarde al encuentro que para ellos yo había preparado. Las formas quedan en suspensión durante un breve instante de tiempo. Es entonces cuando ocurren los desarreglos que de verdad nos importan. Desde el cuarto de baño me gritas que te lleve la toalla. •••••••••••••••••••••••••• Todos los turistas han traído sus mascotas, y estas, fatigadas, ya no aguantan más tantas carreras, tanta exhibición, tantas fotografías detrás de una pelota. Aun así, son fieles y posan, pero no lo hacen por agradar ni porque se sientan miradas. La pose es anterior a la mirada, incluso a los cuerpos. La pose animal es ciega pero olfatea, se orienta. •••••••••••••••••••••••••• Grandes migraciones (1): Las células de la retina son las mismas que las de la piel, y por una simple razón: cuando somos embrión la retina forma parte de la piel. Esto nos da una pista de por qué la literatura de cualquier civilización establece multitud de analogías entre los ojos y la epidermis. Y con aquello que las relaciona: la luz.

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tes una prensa de flores y, cuando íbamos andando por la calle Antonio López rumbo al colegio, se paraba para recoger, de las rendijas que quedaban entre el asfalto y la tierra de los descampados, flores amarillentas, ramitas grises, que inmediatamente aplastaba con su prensa portátil y guardaba entre las páginas de un libro, ante mi mirada, primero incrédula y, más tarde, teñida de vergüenza ajena. Había que ser muy paciente para aguantar aquellas excentricidades. Belén era aceptada entre las compañeras porque la conocían desde el parvulario. Le tenían cariño y cierta admiración: Belén era la empollona de la clase, la que sacaba diez en todas las asignaturas. Belén iba a estudiar biología y se iba a especializar en botánica, en una época en la que yo me iba decantando por los estudios literarios, aunque también me interesaban las ciencias políticas, la pedagogía, la antropología, la sociología, las bellas artes, la historia del arte, la lingüística, la arqueología, la psiquiatría, la música antigua, el periodismo, el cine y, al llegar al instituto, incluso las ciencias físicas. Me consta que Belén logró sus propósitos, porque no hace mucho, una mujer se acercó a mí en una caseta de la Feria del Libro y me preguntó si me acordaba de ella. No me acordaba. —Soy Belén. Me inclino sobre los ojos de Belén, me meto dentro de ellos y sus ojos me tragan para mostrarme las diademas de Belén, sus vestiditos camiseros, sus zapatillas de deporte, sus manos de yemas castigadas por el aprendizaje de la guitarra, su manía de chuparse el dedo al dormir, la letra picuda de sus cuadernos escolares, la letra infantil con la que Belén escribe respuestas sobre hojas de distintos colores, las ciencias en azul, la lengua en rosa, las matemáticas en verde, hojas distribuidas en los distintos compartimentos de la carpeta de anillas: la mayoría de edad llega a los dedos infantiles cuando son capaces de usar un cuaderno de anillas sin que las hojas se rasguen por sus agujeritos. El clic clac del abrir y cerrar las anillas está lleno de sensualidad y nosotras

•••••••••••••••••••••••••• Grandes migraciones (2): Cuando un náufrago consigue pescar un pez, lo primero que come son los ojos porque el 99 % de su contenido es agua dulce. Piensa en esos millones de ojos bajo el mar como se piensa en estrellas, como se piensa en manantiales de agua dulce sin los cuales el mar nunca podría ser mar. •••••••••••••••••••••••••• Hoy, por equivocación, me ha llegado un correo electrónico de alguien desconocido; parece vivir muy lejos. Dice que en el libro La mer (1860), Jules Michelet cuenta cómo cuando era pequeño intentó infructuosamente coger un pez dentro del agua. Textualmente: «Me pareció idéntico al medio en el que se desenvolvía, y tuve por un momento la confusa idea de que el pez solo era agua, agua animal, agua evolucionada». Pero esa continuidad de las cosas ocurre con todo. Lo sé porque hoy me levanté poco antes del amanecer, ella aún dormía. Sobre la mesa de la cocina, en la pantalla de su computadora, había dejado escrito: Corazón (definición): isla de arcilla. Después fuimos a bañarnos. Nos diluimos como esa arcilla. Lanzarse a este mar cada día es un acto de fe. ¢


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Inglaterra

Dionisio González › Villa Harris,

Serie Le Corbusier (en algún lugar, ninguna parte), 2013 • La ciudad análoga › Centro de Cultura Antiguo Instituto Jovellanos (Gijón) › Hasta el 13 de septiembre

somos estudiantes que jugamos a ser secretarias o archiveras, y demostramos nuestra eficiencia en el mimo con que sacamos y metemos las hojas sin rozar la punta dentada de la anilla. Me inclino y compruebo que Belén es Belén, la misma de los doce años, aunque, si me hubiese cruzado con ella por la calle, no la habría reconocido. Me inquieto al pensar que solo somos capaces de reconocer las cosas previsibles, que no importa que no se hayan producido transformaciones relevantes, porque solo se reconoce lo que se espera. Aquella mujer, que era Belén, me sonríe, pero aparta sus ojos al volver a hablarme. Para acercarse hasta la caseta, Belén ha hecho acopio de su valentía. Es posible que yo no me hubiera atrevido a dar un paso, aunque la hubiese reconocido de lejos. —Te imaginas lo que estudié, ¿verdad? Belén ha perdido kilos y está más pequeña que cuando era pequeña; sin embargo, conserva su propensión a los sofocos y una mochila, en la que no sé si guardará una prensa de flores, pero de la que saca una libretita. El gesto de sacar la libretita de la mochila, con esas manos un poco temblorosas que me llevan a pensar que no va a encontrar nada de nada, ese gesto de revolver el interior de la mochila es muy suyo, muy de esta Belén que es Belén y que apunta mi dirección. Nunca imaginé que me la volvería a encontrar. Sentí ternura. —Belén, sentí mucho lo de tu padre. —De eso hace ya mucho tiempo. Yo me divertía con los despistes de Belén —no se limpiaba con la servilleta los bigotes después de beber leche ni se daba cuenta de si llevaba un lamparón en la camisa—, con sus perfeccionismos —Belén podía pasarse horas resolviendo una ecuación o corrigiendo el estilo de un texto— y con una inteligencia que mi amiga no aprovechó para convertirse en una mujer soberbia, sino en una persona buena y humilde que me ayudó sin alardear nunca; pese a todo, Belén a los doce años era muy rara y no en-

tendía —posiblemente no le interesaba o quizá sufría mucho por ello— que a esa edad, además de ser una empollona frente a la que los chicos se sienten minusválidos, también conviene practicar algún deporte y comenzar a pintarse, sin que te vea tu madre, la raya del ojo. Si tu madre te ve y te lo consiente, ya no sirve de nada. Por eso en aquella época en que me apoyé en Belén, también me hice amiga de Elena, cuyo padre era un militante del pce —eso nos unía mucho porque el mío también lo era— que había muerto de penosa enfermedad, dejando solas a la madre de Elena, a Elena y a sus dos hermanas. Elena ya empezaba a darse el lote con algún niño por los rincones oscuros. También trabé amistad con Eva, que no se daba el lote con nadie, pero llevaba unos pendientes largos en los lóbulos de las orejas, se pintaba una raya azul en la línea del párpado inferior y tenía una hermana que le enseñaba pasos de baile, porque era bailarina profesional del programa Aplauso. Por mucho que mi madre se empeñara, yo era tan vulnerable a la precocidad en Benidorm, como en Carabanchel. Ni la climatología ni la topografía ni la capitalidad frenan los instintos ni las ganas de consumar —solo hasta cierto punto— lo que ya se sabe de memoria. Y me fui apartando de Belén, aunque siguiéramos compartiendo ratos de estudio porque, como yo era plana como una tabla de planchar, un único pelo negro me acababa de nacer en el monte de Venus y mi aspecto era el de una niña muy niña, necesitaba la muleta de alguna mujer exuberante de doce años. Yo hice, por rabia y por melancolía, novillos en sexto y, en séptimo, tras algunos comentarios de clásicos de la literatura hispánica compartidos por nuestras madres, Belén y yo fuimos juntas para mejorar nuestro inglés al Chilton Cantelo House; allí discutimos y, en octavo curso, nuestra amistad ya no fue igual. Éramos dos niñas, pero yo hago todo lo posible por dejar de serlo, mientras que Belén parece sentirse cómoda en el abrigo de serpiente de su infancia: me da miedo que el abrigo se la coma. En el


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Marta Sanz

Chilton Cantelo House aprendemos juegos para aprender inglés, de los que solo recuerdo la dinámica, pero no los contenidos. Me parapeto en Belén cuando alguien me habla, y ella me descifra Inglaterra los significados, tarea que no le agradezco, sino que ambas consideramos como una obligación por su parte; en el Cantelo House, capitidisminuida ante los angloparlantes, doy el do de pecho en las actividades físicas: corro como una loca para cubrir las bases del campo de béisbol, aprendo a manejar el bate de madera, placo al contrario —es decir, incrusto mi «Todas las noches me angustia no cabeza dura contra el estómago de poder hablar por teléfono con mi los contrincantes— en los torneos de madre pero me aguanto. No quiero rugby, aprendo a dar saltos mortales que mi madre se ponga triste al en las camas elásticas. También me baño con mi bañador de competición pensar que no me acuerdo de ella y Venus, en una piscina de agua verde, que, si no la llamo, es porque no me da en la que me exhi­bo nadando. Me tila gana. Cada vez que ella me llama, ro de cabeza, de lado y hago la salida insisto en que no me dejan telefonear. de los espaldistas. Hago largos en la No estoy muy segura de que me crea piscina verde, con los ojos abiertos bajo el agua y, cuando voy a chocar y, quizá, por esa razón, me decido contra el muro, doy la voltereta con a escribir cartas desde el Chilton la que los nadadores profesionales Cantelo. Belén no escribe cartas, solo cambian el sentido de sus brazapostales, se la ve tranquila y por las das. La piscina verde se me queda noches duerme como un angelito» pequeña. No encuentro rivales y escondo los latidos de mi corazón bajo la palma de mi mano, para que nadie sea capaz de calibrar mi esfuerzo y todo el mundo crea que mis aptitudes exceden a mis voluntades. Soy verdaderamente una sirena. Belén anda por ahí, flotando en una esquinita de la piscina. A veces, me tropiezo con su cuerpo y tengo que desviar la línea recta de mi largo. En el Chilton Cantelo House escribo cartas a mis padres, en las que les cuento que me ducho todos los días —hasta hace poco

Dionisio González › de la serie

Inter-Acciones, 2013- 14 • La ciudad análoga › Centro de Cultura Antiguo Instituto Jovellanos (Gijón) › Hasta el 13 de septiembre

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mi madre me metía en la bañera un día sí y otro no—, alardeo con la magnificencia buena heredada de mi tía Pili y les digo que la nutella inglesa es exquisita y también las galletas del supper, y las natillas calientes con las que cubren los cakes. Odio los dulces, pero les digo que como muchísimo y, aunque es verdad que como, Belén come más que yo y se deja churretes de comida en las boceras. Escribo que nuestras excursiones son maravillosas: los ejércitos del mar en Portland, el encanto de Sherborne con sus casitas bajas, sus colorines y sus viejecitas bebedoras de gin y de tea indistintamente. Les digo que les echo de menos, pero que estoy muy contenta. Todas las noches me angustia no poder hablar por teléfono con mi madre pero me aguanto. No quiero que mi madre se ponga triste al pensar que no me acuerdo de ella y que, si no la llamo, es porque no me da la gana. Cada vez que ella me llama, insisto en que no me dejan telefonear. No estoy muy segura de que me crea y, quizá, por esa razón, me decido a escribir cartas desde el Chilton Cantelo. Belén no escribe cartas, solo postales, se la ve tranquila y por las noches duerme como un angelito. En los parties, que nos preparan los profesores, bailo desen­ frenadamente el rock and roll con Mr. Manathon, que es un profesor grande y canoso, con cara de cerdo de York, que convierto en mi objeto de deseo, dado que estoy en la época de la vida en la que es imprescindible contar con un objeto de deseo, después de haber asumido que el Errol Flynn al que le fui fiel desde el parvulario hasta quinto ya nunca volverá a silbarme como si fuera una vaca y posiblemente acabará liándose con Juana Amparo que es la única niña tan bella como él, la única que podía haberme hecho sombra en el corazón de Flynn; pero yo traicioné, desacralicé y quité el halo luminoso de encima de la cabeza de Juana Amparo cuando le robé un papel en la representación escolar de quinto curso —de qué poco vale la fascinación, aprendí entonces—, cuando a ella le asignaron el papel del estudiante y a mí el del aldeano, y conspiré con la señorita hasta conseguir el papel


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Inglaterra

del estudiante, porque pensé que el aldeano era el tonto de la representación y el estudiante, el listo. Había leído tan mal la obra que al final era exactamente al revés. Pero, de hecho, dejé a Juana Amparo llorando y descubrí que las niñas que nos creemos muy listas somos subnormales profundas. También en los parties del Cantelo House tocamos la guitarra, reu­nidos en círcu­los y bebiendo zarzaparrilla, y yo me desgañito entonando Chogüi, una canción que entusiasma a Miss Cheryl, quien en la clase, entre la butter y el cheese de la grandmother consumista, ha confesado estar enamorada de Clint Eastwood. Si Miss Cheryl ama a Clint Eastwood, yo puedo amar a Mr. Manathon, aunque sea un hombre casado, al borde de la andropausia, que me levanta como a una pluma mientras hacemos nuestras piruetas, y a quien miro directamente a los ojos mientras me desgañito cantando Chogüi. Todos cantamos juntos, en un tono moderado, el texto inicial de la canción: —Cuenta la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado un indiecito guaraní… Pero cuando llega el momento del estribillo, solo se oyen mis agudos y me dejan sola: —Chogüi, Chogüi, Chogüi, Chogüi, qué lindo es, qué lindo va, volando va, cantado se alejó… Chogüi, Chogüi, Chogüi, Chogüi, qué lindo es, qué lindo va, perdiéndose en el cielo azul turquí. Belén, que es la que sabe hacer lo difícil —tocar la guitarra—, me acompaña en el cántico con una convicción conmovedora, inclinada sobre un instrumento más grande que ella. Pese a mis trinos, mi velocidad en las carreras y mis saltos mortales —verídicos— no me nombran la niña más popular del curso, tal vez porque me he aplicado demasiado para serlo. Ese galardón tan británico recae en Betty, que no sabe hacer nada en particu­lar y es la hermana santanderina de Alfredo y de Pepe. Belén, que ha pasado por las competiciones con una actitud parecida a la pachorra y que ha demostrado que no tiene el menor interés en

Vicente Valero Ibiza, 1963

«El poeta no es un referente social, ni prácticamente cultural. El poeta no es nadie, pero sigue ahí, como en los tiempos de Homero. Muchos de sus hallazgos se adentran en la sociedad casi imperceptiblemente. Muchas de las palabras que decimos y muchas de las ideas que tenemos provienen de poetas que casi nadie se acuerda ni de cómo se llamaban». Ha publicado siete libros de poesía: Jardín de la noche (Ediciones del Serbal, 1987), Herencia y fábula (Rialp, 1989), Teoría solar (Visor, 1992), Vigilia en Cabo Sur (Tusquets, 1999), Libro de los trazados (Tusquets, 2005), Días del bosque (Visor, 2008) y Cierto ciervo que vi (La Isla de Siltolá, 2012). Es también autor de los libros de ensayo La poesía de Juan Ramón Jiménez (Andros, 1988), Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza 1932-1933 (Península, 1988), Viajeros contemporáneos: Ibiza, siglo XX (Pre-Textos, 2004) y Diario de un acercamiento 2004-2006 (Pre-Textos,2008) al que pertenecen los fragmentos seleccionados por el propio autor para el cuaderno. Su primera incursión en la narrativa se ha producido con Los extraños (Periférica, 2014).

ganar nada, me mira por el rabillo del ojo. Belén está en todas partes y en ninguna: detrás de los setos del campo de rugby, en la esquinita de la piscina, al fondo del cuarto. Como si pasando desa­percibida, exigiera toda mi atención. Me irrita no saber qué estará pensando cuando me mira por el rabillo del ojo. Por fin, casi al final de las vacaciones, estalla la bronca de los enredos del pelo. Al hacer las maletas, dejo olvidado en el gancho de detrás de una puerta una bata corta de hilo, con florecitas azuladas, que mi madre me ha prestado. Todavía no me lo he podido perdonar. El viaje a Inglaterra me ayuda a volver a mi ser tras mi prolongado conato de suicidio y tal vez por el corrosivo proceso de volver en mí, cuando mis padres van a buscarme al aero­puerto, peso treinta y dos kilos, las clavícu­las parece que van a salírseme de mi caparazón de pollo, tengo bracitos y piernitas, pellejitos, estoy consumida como si me hubieran metido en una olla a presión para quitarme la grasa y la humedad y dejarme mochos los huesos, soy un tomatito escaldado al que se le puede separar la piel de un tirón, y la cara y el cuero cabelludo me los ensucian pústulas que me dan el aspecto de ser la víctima de un accidente. Mis padres enseguida me llevan a un dermatólogo, que me prohí­ be el chocolate y el chorizo, y me receta una pomada abrasiva que debo aplicar sobre mis granos y mis pústulas cada noche. Aunque no me han quedado marcas de aquella enfermedad de la piel que contraje en el Chilton Cantelo House, a causa de la alimentación o de los estafilococos flotantes en la piscina verde, ahora, cuando me acuerdo de aquello, me doy pena. Porque creí ser felina y taimada y lo único que conseguí es ser como un perro que mueve el rabo para que le acaricien el lomo. Belén era una niña mucho más digna que yo y no le reprocho que, aunque tendríamos mucho que contarnos —Belén y yo no hablaríamos exclusivamente de recuerdos—, todavía no haya revisado su libretita y, haciendo un segundo acopio de valor, me haya escrito. ¢

Hojas de verano

(Del libro Diario de un acercamiento)

Presentación. En una de mis primeras fotografías puedo verme en brazos de mi madre, desnudo, en la playa, en la misma orilla del mar. He cumplido los primeros seis meses de vida y es mi primer verano. Lloro. ¿Quiero entrar en el agua y no me dejan? ¿O no quiero bañarme, porque el mar, delante del cual me encuentro sin duda por primera vez, me da miedo? La verdad es que no lo sé, no lo he sabido nunca. Veo que los demás, es decir, aquellos que nos acompañan a mi madre y a mí en la fotografía, ríen, mientras observan con impaciencia, como personajes secundarios. Tampoco ellos conocen lo que va a ocurrir, si me va a gustar o no mi primer baño. Mis ojos de entonces, cuando miran el mar, ¿qué ven? ¿Un lugar donde el agua parece haberse desbordado infinitamente, hasta llegar también a nuestros pies, tal vez incluso con algún peligro? Y si hay olas, aunque la fotografía no las recoge, ¿qué son las olas? El cielo y el mar, allá un poco más lejos, hasta donde alcanza mi vista, que no puede ser mucho todavía, pero es también un horizonte, ¿son una misma cosa? Y cuando por fin mi madre se decida a dejarme sobre la arena, y la arena se pegue también por primera vez a mi piel nueva y blanquísima, ¿qué nuevas y extrañas sensaciones deberá afrontar también aquí mi cuerpo, mi primer cuerpo? Génesis. En el principio fue la playa. Una larga playa que empezaba en junio y acababa en septiembre. ¿Qué otra cosa eran las mañanas de verano en una isla? Si alguna otra cosa eran ya no lo recuerdo. Y así día tras día, año tras año. Lo que el mar nos regaló entonces, ¿en qué lugar más nuestro permanece?


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Hipólito G. Navarro Huelva, 1961 «Esto de ser escritor quita muchísimo tiempo para escribir.» Biólogo interruptus, reside en Sevilla desde 1979. Es autor de los libros de relatos El cielo está López (Editorial Don Quijote, 1990), Manías y melomanías mismamente (Editorial Don Quijote, 1992), El aburrimiento, Lester (Anaya & Mario Muchnik, 1996), Los tigres albinos (Pre-Textos, 2000) y Relatos mínimos (Ediciones del 1900, 1996). El volumen Los últimos percances (Seix Barral, 2005) recopila su narrativa breve. También es autor de la novela Las medusas de Niza (Algaida, 2000; 2003 ). El pez volador (Páginas de Espuma, 2008) es su último libro publicado hasta el momento.

Vicente Valero Hojas de verano

Álbum del mar. Otras fotografías en la playa: con dos años, con siete, con nueve, con doce… Del blanco y negro se pasa, un buen día, al color, aunque aquel color sea hoy solamente ya casi una capa monocroma, muy pálida. Ni se sabe tampoco cómo era aquel mar, aquel cielo, aquella arena. Dentro y fuera del agua, nadando o jugando en la orilla. Cubos, palas y rastrillos, flotadores y colchonetas: los utensilios imprescindibles. Y ahora pienso no solamente en la felicidad de quienes aparecemos en las imágenes, sino en la de mi padre haciendo las fotografías, es decir, en la felicidad consciente de sí misma.

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Base por altura partido por dos 1

Evidentemente, desde esta posición privilegiada, con el café negro helado, sentado bajo el tilo del paseo, viendo como veo el verdor de las dos acacias junto al porche, si fuese pintor ahora mismo estaría cogiendo la paleta y los pinceles para dibujar la tranquilidad relajada de la siesta de la sierra, con este aire volandero entre las piernas cruzadas frente a él, que reescribe una carta a los amigos ausentes; evidentemente, si fuese pintor. Mientras tanto, hasta que esa afición por los aceites y los pigmentos no se haga pura mancha en una posible bata larga de artista, con los ojos bien abiertos intentaré asimilar el abanico de los verdes y azules de las acacias sobre el cielo de las vacaciones. Dentro de esta emoción —muy cerca suenan los caños de la fuente— que traerá la tarde para anunciar la suavidad mayor de agosto, mentalmente, como acostumbro, deberé dibujar la línea blanca del porche que asoma con vértigos de balcón la mirada de dos niños hacia las ristras de hormigas que acarrean más abajo las cáscaras del aburrimiento de pipas de girasol de las parejas. Esos dos niños en el porche bien pudieran ser mi hermano y yo en los pretéritos de este pueblo, y yo, el que suscribe porque pintar es algo que se le escapa, junto a él que sigue reescribiendo la carta a los amigos menos ausentes con las letras del cariño, él y yo, los de ahora, bien pudiéramos ser dos forasteros de esos que viajan a los países del turismo para escribir cartas y contemplar con ojos extraños a los niños que juegan sobre los montones de arena de los porches. Pero no. Ah, esos dos niños en el porche, peligrando desde la altura de las cosas. Ah, las vacaciones, que dejan entrever a los dos niños ahí subidos para atrasar la memoria veinticinco o treinta años y volverse a ver retozando los juegos

Muchas de estas fotografías se confunden con otras imágenes que guardo en mi memoria, pero todas regresan finalmente, muchos días, cuando entro en el mar. Es como si de pronto el mar se convirtiera en un gran álbum de familia. Clasificación. Había dos tipos de playas: aquellas a las que iba todo el mundo y aquellas a las que no iba nadie. A estas últimas no era tan fácil llegar, por sus malos caminos sobre todo. Y, por supuesto, no era verdad que no hubiera nadie. Allí estaban los solitarios, los nudistas, los amigos de los perros.

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Hipólito G. Navarro

pobretones de la tierra y los palitos, qué felicidad agazapada para el asalto de las lágrimas; mejor sería olvidarlo todo. Bueno, y después pintar en la retina las columnas que separan las barandillas del porche, con la pintura de herrumbre derramada por las lluvias hasta tan abajo, que la altura del porche vista desde aquí, desde esta posición privilegiada sin pinceles, es múltiplo inmenso y descalabrado de la altura enana de esos niños que pudiéramos ser de todas, todas yo y mi hermano, mi hermano y yo, aprovechando el económico entretenimiento del montón de arena a falta de pan, mientras los vecinos aceleran escalextrics y construyen babilonias con los mecanos para nuestra envidia de tierra sucia. Ah, las vacaciones otro año más en este paseo del pueblo de la niñez, escapar de los fuegos urbanos hasta el lugar manchado del pasado, volver a sentarnos —él y yo— en el velador bajo el tilo con los cafés negros negrísimos, él con sus menudas letras amorosas para los amigos tan poco ausentes que parece que estuviesen aquí mismo en sus palabras escritas con los caracoles de su estilo, yo, si fuese pintor, desde esta posición privilegiada, viendo el porche como lo veo con los dos niños repeinados sobre la arena, debería pintar lo que veo y añadir además a las barandillas un suplemento muro que aleje de los juegos infantiles la boca del abismo de la altura, pintar tal vez un paisaje de césped más abajo, mullido lecho para los previsibles accidentes, en lugar de los cristales rotos de las botellas borrachas del aburrimiento de las parejas por las noches debajo de las acacias, parejas sentadas en el porche hasta donde llegan, quién lo diría, los cantos abriles de los ruiseñores. Pero claro, ¿cómo evitarlo?, ¿cómo desde esta situación privilegiada de turistas dar un grito en inglés o en noruego cuando el niño —uno de los dos, no importa quién—, cuando el niño se ha subido a lo más alto del porche, y el otro niño —uno de los dos, no importa cuál—, el otro, intenta sujetarle los ícaros deseos de

volar a destiempo?, ¿cómo atajar la caída del niño que al final está mezclado con los cristales tan abajo, roto y descansado de sus juegos pobretones de la tierra para ya tomarse tan en serio la tierra de los camposantos? ¡Ay! ¿Cómo evitar recordarlo desde esta posición de privilegio desde donde puedo calcular la altura que devoró a mi hermano gemelo después de un sutil empujoncito que eliminaba accidentalmente a los ojos entristecidos de todo un pueblo un angelito que para mí ni más ni menos era división económica de las arcas familiares, argumento sangrante que me daba inmensos montones de arena meada de perros en lugar de monopolis y patines? Ah, las amargas vacaciones que en estas tardes de verano, además del privilegio de la sombra del tilo sesteando, me señalan desde las ramas de las acacias con dedos acusadores que sin duda me vieron las intenciones malsanas de los juguetes ausentes a los que ni cartas podía escribirles, y tan contentos mis vecinos con sus cartas a los magos convidadores de la mañana de Reyes. ¡Malditos los recuerdos en las vacaciones!; yo que desde entonces pude acumular regalos y más regalos que bien pronto fueron cuadernos blanquísimos para escribir cuentos macabros; este niño, desde que faltó su hermano, no sabe otra cosa que escribir historias desgraciadas, la imaginación la tiene de tormentas, en su mirada se le ven a veces cavernas insondables, ¿de dónde le salen esas angustias?, hasta en la redacción de la vaca que le pide la maestra, en lugar de yerbitas y leche y toritos se le meten veterinarios auscultando tumores, vaqueros introduciendo sus velludas manos sudorosas en el sexo descomunal de la vaca para extraer los terneritos muertos, ¡qué horror, sí, qué horror! Ah, las vacaciones, las vacaciones, obligarme a regresar como un sonámbulo al velador donde velar cada verano el recuerdo asesino de los juguetes. No hubiera hecho falta tanto, porque al final y en definitiva las ansias estaban conformadas

Vicente Valero

Fidelidad paterna. Los domingos íbamos siempre a la misma playa. Situada en el norte de la isla, a unos veinticinco kilómetros de la ciudad, se consideraba entonces que aquella playa estaba demasiado lejos. Pero esto era, me parece, lo que mi padre quería hacer siempre los domingos: ir lo más lejos posible, a un lugar donde no tuviera que encontrarse con nadie. Y hasta allí no llegaban todavía, ciertamente, ni los turistas ni, por supuesto, la gente de la ciudad. Era una playa solitaria, a la que se accedía por un camino pedregoso que atravesaba unos campos llenos de extraordinarias higueras, y en la que solo había un pequeño bar, con cuyos propietarios, una familia de campesinos, establecimos para siempre una afectuosa relación —gracias, sobre todo, a mi madre, cuya sociabilidad nos salvaba frecuentemente a mi hermana y a mí, también a ella misma, de las exageradas tendencias eremitas de mi padre—. En aquel lugar comíamos, no demasiado bien según recuerdo, pero ir a aquella playa los domingos exigía este y otros pequeños sacrificios: se trataba de un viaje largo, siempre destinado a pasar el día entero. Además de nosotros, a aquel mismo bar solía acudir, al menos durante los primeros años, un pequeño grupo de hippies. A estos los veíamos llegar hasta allí andando o en bicicleta, por un camino diferente: un senderuelo que bajaba de una montaña. Recuerdo que cantaban y fumaban mucho. Cuando, años más tarde, un amigo me invitó a fumar marihuana con él, me vino rápidamente a la memoria aquel olor de la playa, incluso las alegres canciones de aquellos hippies. Entre ellos y nosotros se establecían contactos mínimos, pero siempre cordiales y simpáticos. Había niños también —los hippies han sido el único movimiento contracultural que ha amado a los niños y a los animales—, pero no recuerdo que yo jugara nunca con ellos. El día se hacía interminable, pero solo regresábamos a casa cuando el aburrimiento afectaba a toda la familia. Para entonces,

ya habíamos leído todas las revistas, todos los tebeos y todos los diarios que habíamos comprado, a las diez de la mañana, antes de salir de la ciudad; nos habíamos bañado no se sabía ya cuántas veces, con colchoneta o sin ella, con la pelota, antes y después de jugar con el boomerang, a la petanca o a las palas, etcétera. Durante la semana, mientras mi padre estaba en el trabajo, mi madre nos llevaba casi todas las mañanas a mi hermana y a mí, también para pasar el día, a alguna de las playas próximas a la ciudad, es decir, adonde iba todo el mundo conocido. Pero los domingos estaban consagrados a mi padre y a su mundo feliz: una familia solitaria en una playa lejana y maravillosa.

Hojas de verano

Hojas de verano

Vida nocturna. Las playas de la noche: arena oscura y fría, la música mejor del mar, cuerpos ocultos, solitarios, entre las dunas. Muchas veces, entre sombras y murmullos, tiembla la luz de un cigarrillo. Arenas movedizas. La sensualidad ardiente de las playas. Los cuerpos del verano. Fue también aquí donde aquel niño de las fotografías conoció por primera vez la impaciencia del deseo, sus arenas movedizas. Postrimerías del curso. Solo cuando llegaba junio a nuestro colegio, puede decirse que llegaba la felicidad, sonaban las campanas del verano. Aquel horrible edificio había sido un antiguo asilo de ancianos. Situado a las afueras de la ciudad, en pleno campo, se diría que era nuevo y viejo a la vez. Era nuevo, porque lo estrenábamos nosotros, una generación muy numerosa, imposible de acoger en los colegios de siempre. Pero era viejo también, porque apenas había nada que estrenar allí, salvo las sillas, las mesas y las pizarras. El edificio era el mismo que, durante años, había servido para acoger a pobres, locos y ancianos que no tenían donde morirse.


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Hipólito G. Navarro Hojas de verano

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con bolígrafos y folios para el tremendismo de unos cuentos sucios y encubridores; habrían hecho falta menos alforjas para ese viaje tan repulsivo, porque mi hermano no necesitaba de los juguetes que yo tampoco al fin y al cabo; lo suyo era pintar, hubiera sido pintor, y tampoco era tan caro un artista de once años: una mínima caja de ceras y un estuche ridículo de acuarelas, que no necesitaba mi hermanito ni papeles, contento únicamente con un vaso lleno de agua gratis de la fuente y un puñado de piedras blancas gratis de la cantera para barroquearlas de colores con el pincel de tres a la peseta. ¡Qué lástima!, todavía una cesta de piedras de colores en el rellano de la escalera de la casa de mi madre adornando el recuerdo de un ángel caído a empellones de avaricia.

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¿Sigues con la carta a tus amigos?, le preguntaba yo limpiándome las manos aceitosas en la largura pringada de la bata, sin dejar de medir con los ojos asombrados la altura descabellada de las barandillas del porche, y él, canallita, me respondía mirándome por encima del lienzo, apurando su café, que no era carta sino cuento, un relato de esos como los que escribiría tu hermano antes del batacazo tan asesino. Claro, siempre recordándome la desgracia, vacaciones horribles que me hacen regresar a este lugar bajo el tilo desde donde pintar con mis carísimos pinceles de pelo de castor la verticalidad hija de puta de mis juguetes, viendo para colmo en el porche a dos niños que pudieran ser —¿por qué no?—, en los pretéritos vegetales de las sombras de las acacias, yo y mi hermano, mi hermano y yo, los dos, inventando juegos pobretones en un montón de tierra de las obras de los ricos padres de los niños con cochecitos y muñecas que hasta, joder, hablan y pitan y cierran los ojos e incluso mean. Malditas otras vacaciones para regresar otro verano con la caja de tubos de colores y el caballete y el lienzo inacabado de los

Vicente Valero Hojas de verano

Salas inmensas, inhóspitas y desangeladas, siempre con el mismo olor a cal y a humedad. Un grupo de padres, entre ellos el mío, había impulsado la transformación de este viejo caserón abandonado, propiedad de la Iglesia, en un nuevo colegio para la ciudad. Aunque buscaron un nombre nuevo, por supuesto religioso, el colegio continuó siendo conocido, durante los primeros años al menos, como «el asilo». El obispo escogió a un selecto y experimentado grupo de maestros de la ciudad, algunos muy próximos a la jubilación, con fama de buenos educadores, es decir, todos muy exigentes y severos. De mi primer maestro recuerdo, sin embargo, su bondad. Era el más viejo de todos y, por tanto, también el que parecía más paciente. Estaba, además, bastante sordo. Era también escultor, y pasó los primeros meses esculpiendo en clase el busto del papa, que luego quedaría expuesto para siempre en la capilla. Acabado el busto de yeso, empezó a tallar un crucifijo de madera. Todos admirábamos a nuestro maestro escultor, quien, entre un trabajo artístico y otro, parece que encontró tiempo también para enseñarnos a leer. El colegio era, por dentro, frío y desolador, con sus lúgubres corredores y los techos altísimos. Por fuera no presentaba mejor aspecto. Pero estaba en el campo y, al principio, esta circunstancia parecía compensarlo todo. No había vallas y, durante los recreos, nuestros juegos conquistaban territorios arbolados, caminos de tierra, huertos, estanques y establos de fincas próximas, bancales donde crecía el trigo y el girasol. Pero solo cuando llegaba junio puede decirse que llegaba la felicidad completa. Nos escapábamos entonces para ir a bañarnos a los estanques, siempre llenos de ranas. Y a veces los más osados corrían también hacia las playas. Mística marina. El nadador no tiene amigos. Conversa a solas con su alma mar adentro.

tiempos donde disimular las rejas del porche de mi solución criminal, donde dibujar con un escarlata de sangre el justo muro que eleve la simpleza del empujón y evite ahora en lo posible el accidente camuflado, las reptiles lágrimas de cocodrilo cuando mi hermano ya estaba roto abajo con los cristales rotos. ¡Qué excesivo argumento contra la economía de la familia, qué manera diabólica de eliminar la división por dos que anidaba en mis ansias de juguetes! Ah, las vacaciones, las horribles vacaciones en este pueblo de la niñez. Si al menos yo escribiese medianamente regular —ah, eso, si al menos—, debería intentar la redacción de unas letras que digan los silencios cómplices de esas dos acacias en el porche, adjetivar sin miramientos la escandalosa altura de la pared, resumir en una línea certera la clandestina hipocresía del fácil juego de esos niños en el porche con la arena y los palitos, a dos palmos del abismo. Evidentemente escribir de eso si yo fuese escritor, y no este estallido de colores en la tela en este lugar privilegiado sin la urgencia de los verbos. Ah, eso, mientras él está ahí escribiendo dice que un cuento como los que escribía mi hermano, Mozart del lápiz a los once años reventado sobre el suelo de mis acumulados juguetes a priori. Mala leche, podrida leche mamada a chupetones ansiosos de la gemela teta que apretaba a la vez que apretaba la otra teta de mi hermano gemelo en la cuna ignorante de la leche desperdiciada por mis ansias de juguetes. Las jodidas vacaciones tantos veranos regresando a la sombra del tilo para jamás de los jamases poder concluir un lienzo agarrotado, los botes de colores reventados bajo la mirada acusadora de los dedos de las acacias que intuyeron mis estrategias para acaparar la totalidad de los ingresos destinados a los juegos, estrategias que tampoco fueron para tanto, porque desde entonces mi historia consiste en acumular tablas y botes de colores para dibujar paisajes incendiados, retratos de monstruos,

Ensoñación. Esta tarde, debajo del algarrobo, con la somnolencia dulce del calor y del vino de agosto, me he puesto a leer poemas de Tonino Guerra. Al cabo de un buen rato, me han entrado ganas de ir a la playa, pero a una playa como la que describe el poeta italiano en uno de sus poemas: como aquella a la que iba su madre el día de la Asunción para lavar el caballo. Doble aprendizaje. No se me ha olvidado el día en que aprendí a nadar porque aquel mismo día también aprendí a tener miedo. Raros rumores. Decían, por ejemplo, que si te hacías amigo de los erizos te saldrían púas en la lengua. Pálpito. En el corazón de cada bañista palpita el deseo de una playa solitaria, de una playa que el bañista siempre cree merecer para él solo. Otro mundo. Aquel niño que abrió sus ojos por primera vez debajo del agua y descubrió que existía un mundo diferente: un mundo lleno de peces plateados. Narcisismo. Lo que más aprecio del verano y, por tanto, lo que más echo de menos en invierno: mi cuerpo lleno de sal. La rutina más bella. Por la mañana, cada día, a las ocho de la mañana, nos acercamos con el coche hasta la playa más próxima. Nos bañamos. Estamos solos. A las nueve y media o a las diez ya estamos de nuevo en casa. Queda entonces un larguísimo y caluroso día de agosto, pero con la sensación de que lo más importante ya está hecho. ¢


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Hipólito G. Navarro Hojas de verano

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Corbusier (en algún lugar, ninguna parte), 2013 • La ciudad análoga › Centro de Cultura Antiguo Instituto Jovellanos (Gijón) › Hasta el 13 de septiembre

que este niño, desde que faltó su hermano, no sabe otra cosa que pintar horrores, tiene la imaginación tormentosa, en su mirada se le ven de cuando en vez infiernos y purgatorios, ¿de dónde le salen semejantes angustias?, hasta en la lámina sobre la montaña que le pide la maestra se le pierden las flores y los pastores y las ovejitas y en su lugar siembra cruces donde queman a brujas que parecen reír mientras les salen culebras y bolígrafos por las bocas desencajadas, ¡qué horror, sí, qué espantoso horror en esos dibujos! Ah, las tremendas vacaciones intentando concluir un lienzo con la complicidad pringosa de los óleos dándome guiñotazos de colores; ay, este dibujo interminable de la angustia que se resiste a ser pintado, para que él, que está escribiendo un relato como los que escribía mi hermano ausente, venga a ver la incapacidad de mis pinceles y se sonría una tarde más y me repita el chiste ese tan bueno y tan macabro de por qué no pintas eso de base por altura partido por dos que te sale tan bien, maldita sea. Ah, las vacaciones, las malditas vacaciones; ahí enfrente el porche con los niños, aquí a mi lado él que me intuye sospechoso, y yo, el que pinta churretones porque escribir es algo que se le escapa, apurando el negro café helado bajo el tilo recordando las ansias de juguetes, que no hubiera hecho falta tanto, que la fiebre al final sería resuelta con unas cuantas cajas de rotuladores y de ceras para el tremendismo de unos cuadros sucios y encubridores, excesivas alforjas para un viaje tan pequeño, porque a mi hermano en definitiva le importaban los juguetes un comino más o menos como a mí, que lo suyo era escribir, y no es tan caro un escritor de apenas once años: una mínima carpeta con cuartillas y dos lápices mordisqueados por la emoción de las historias. ¡Qué lástima!, todavía en la estantería del salón de la casa de mi madre sus delgados tomos de relatos manuscritos con la cariñosa encuadernación en piel para el recuerdo de un ángel caído después de la zancadilla de la ambición.

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Evidentemente, desde esta posición privilegiada, con el café negro helado, sentados bajo el tilo del paseo —los caños de la fuente derramando el agua tan cerca y tan sonora—, mi hermano y yo, viendo como vemos el verdor de las dos acacias junto al porche, no podíamos hacer otra cosa que pintar él un lienzo con los colores y las luces de la altura y escribir yo una historia paralela de la boca del precipicio cuajado de cristales. Porque claro, contemplando los juegos de dos niños en un montón de arena a dos palmos de la eternidad, lo más lógico es que improvisemos cruces de miradas de inteligencia y de memoria escarbada veinticinco o treinta años atrás, cuando mi hermano y yo, yo y mi hermano, jugábamos ingenuos los pobretones juegos de la tierra, imaginando por separado cada uno una felicidad equivocada de juguetes caros que serían más posibles si uno de los dos desaparece, pero qué suerte la comunicación extraña y telepática de los gemelos, que cuando yo lo iba a empujar a él y cuando él me iba a empujar a mí se transmutaron las maldades en abrazo y los juguetes ausentes en nuestros ojos tan idénticos, mirando desde el borde mismo de la muerte lo que hubiese sido a buen seguro una media vida mutilada de su otra media inseparable. Y, claro, ahora, desde esta posición de privilegio, nosotros, los de hoy veinticinco o treinta años después, completos y enteros el uno con el otro afortunadamente, uno pintando —no importa cuál—, el otro con los folios —no importa quién—, construimos a nuestra manera similar y diferente el justo muro que eleve las barandillas para que esos niños que retozan hoy en otra arena terminen sus juegos sin los accidentes previsibles, y continúe sin mancharse de tragedia el porche bajo las acacias donde a veces se aburren las parejas por las noches atravesadas de grillos del verano, y donde en otro tiempo, quién lo diría, hilvanan los abriles con los mayos los pespuntes musicales de los ruiseñores. ¢


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elcuaderno

Número 58 / Julio del 2014

DIÁLOGO Reyes Díaz Melquiades Álvarez La exposición conjunta de Reyes Díaz y Melquiades Álvarez mantendrá sus puertas abiertas desde el 26 de julio al 31 de agosto en el Complejo Cultural As Quintas, en A Caridad (Asturias). Martes a sábado de 19 a 21 h y domingos de 12.30 a 14 h.

Reyes Díaz Autorretrato y magnolia 2000, óleo sobre tela 35 µ 27 cm Melquiades Álvarez Ensoñación 1991, pastel sobre papel 38,5 µ 26 cm

en la Cúpula: Javier Riera Luz vulnerada del 21 de junio al 14 de septiembre

— exposiciones— en el Auditorio: The World in Black & White © National Geographic Society del 26 de junio al 32 de agosto


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