Nudo Gordiano #9

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Noviembre/Diciembre 2019 No. 9

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Adrián Alcántara Solar Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano. com

Difusión Erasmo W. Neumann

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Claudia Monterrubio

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2019. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.


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Índice Cuentos la Espada Noche Importante

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Diana Laura Caffaratti Grasso

La Máquina de Escribir

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Andrés Alexis Cruz Gallegos

El Clima Limeño

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Raúl Arfi

Der Wanderspiegel!

21

Erasmo Wertz Neumann

Radioterapia

22

Ernesto Tancovich

Máscaras y Antifaces

26

Teresa Quintero

Poemas la Lanza Divagación de la Vida Cegada por la Mentira

32

José Natividad Méndez Patiño

La Patria, mis Alas

34

Suartín R. Córdova

Mensaje

36

Francisco José Casado Pérez

Poemario Mínimo

37

John Jairo Quitián Murcia

La Eternidad del Parpadeo

39

Luis Aceves

Ensayos el Buey Las Construcciones Imaginarias

42

Irvin Alejandro Cortés Juárez

Reseñas el Yugo Teresita y el Misterio del Piano Dayana Rada

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Diana Laura Caffaratti Grasso Se calzó los guantes para ocultar, una vez más, la tosquedad de sus manos: desentonaban con el resto de su figura. Antes, se había acicalado con esmero, luego de haberse dedicado por entero a la depilación. Ya quedaban pocos rastros pilosos gracias a las técnicas definitivas. En el baño había puesto un espejo de cuerpo entero, de tres hojas, para no perderse detalle. Sobre el cristal azogado, y a su alrededor, a modo de marquesina, luces potentes. No quería tener piedad con sus imperfecciones. El baño era su bunker. Allí se pasaba más tiempo del que la familia consideraba prudente; pero se lo toleraban porque la modernización de ese lugar había corrido por su cuenta, adquiriendo la casa mayor categoría. Cuando no estaba, sus hermanas se ufanaban ante las amigas mostrando la lujosa “zona de placer” Untó su rostro y todo el cuerpo con las cremas “Charles of the Ritz”, aconsejadas por la experta de belleza que se las vendía. Eran caras; de manera que se exigía siempre trabajar sobre horarios para mantener sus caprichos. Mientras la oleosidad penetraba por los poros para darle suavidad de seda, acercó una banqueta donde puso las toallas y el albornoz para usarlos luego del baño. Siempre blancas. Impecables. Odiaba esos colorinches modernosos que disimulan cualquier bochorno. Se recostó sobre el tapiz que cubría una camilla de madera; colocó un fresco y pesado antifaz sobre sus ojos; encendió el reproductor musical, y se dedicó a dormitar con los pies algo elevados, hasta que sonara la campanilla de leve timbre anunciando que el agua en la bañera había llegado al nivel programado. Al oír la alarma, sin alterarse, se levantó del lugar y metió primero sus manos en la gran pileta, para verificar la temperatura. Tomó un frasco con líquido ambarino y derramó parte de él en el recipiente donde reposaría otra media hora mientras los chorros del sistema jacuzzi masajearían con distintas intensidades cada rincón de su cuerpo.


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Agregó unas bolsitas de lavanda, pétalos de rosas, sales perfumadas y un gel espumante. “¡Aaaahhh! ¡Qué placer…!” Se dijo susurrando, dejándose llevar a la nada: nirvana personal que había logrado para sí. Los chorros removían el agua deliciosamente y la espuma de las sales habían creado un lago de burbujas que irisaban la superficie móvil de la tina. Soñó con escenas de la Grecia antigua y con fornidos y sudados romanos, tal vez por las imágenes que se había representado en la lectura de “Félix de Lusitania” (Últimamente se le daba por leer novelas históricas como recurso para saber Historia, sin la pesadez de ella misma… Podría hablar con la gente, sin que se percibiera lo superfluo de sus conocimientos) Las figuras masculinas se sucedían hasta convertirse en una tentación libidinosa.Guardó las pulsiones que le exigían caricias y satisfacción pensando que de esa manera iba a ser más eficaz en la cita de esa noche. El impulso del agua comenzó a disminuir anunciando la quietud y el fin del baño. Se quedó unos segundos, dejando afuera sólo la cabeza. Aspiraba con fruición los aromas que exhalaban las sustancias perfumadas. Salió de la tina sintiéndose una deidad, como esas propagandas donde los cuerpos aparecen con gotas transparentes que los recorren. Lo que vio en el espejo merecía aprobación. Se envolvió en el albornoz y cubrió sus cabellos mojados con una toalla enroscada por sus extremos, a modo de turbante. Abandonó el lujoso baño sin haber pasado por el sauna (Nunca lo había usado, en realidad) pues tenía el prejuicio que le produciría baja de presión. Comenzó entonces su tarea artesanal: embellecer su rostro.

Con la prolijidad reconocida, dispuso cada adminículo. Ablusionó agua mineral con agua de rosas; pasó un papel tissú con suavidad para secar el excedente, abrió la ampolleta celeste que contenía un potente hidratante, lo esparció con suaves tecleteos y movimientos ascendentes en las mejillas, y en forma de ocho en los párpados; alisó la frente y la comisura de los labios, y palmeó enérgicamente sobre la barbilla. En el cuello, manos de seda para acariciarlo en abanico de abajo hacia arriba…La concentración en la tarea era tal que parecía un rito. Y en realidad lo era: tanta dedicación, tanto tiempo para no dejar escapar tan pronto la juventud que ya estaba por filtrarse en los intersticios de los cuarenta (Lo pensó porque en ese momento, el tema de Arjona que estaba sonando, hablaba de “los cuarenta”). Unas gotas de colirio redimensionaron el brillo de la mirada, momentos previos a comenzar el maquillaje: un toque de base en la frente y dorso de la nariz, mentón y mejillas. “El cuello también…” le había dicho una promotora de Lancome, “…para que el rostro no parezca una máscara” La difuminó con unas esponjitas de látex que descubrió en Pozzi, el año pasado. Las compró al por mayor: celestes, rosadas, blancas, verdes, triangulares, chatas, voluminosas…Con mirada de artista eligió el iluminador del párpado que haría también de corrector de ojeras, aunque hoy usará poco: había descansado lo suficiente. Luego, las sombras grises que profundizó con un tono más oscuro, en el pliegue del párpado superior. Vigiló que ambos ojos tuviesen las pinturas simétricamente dispuestas, y suavizó sus límites repitiendo el acto de difuminar con otra de las esponjitas. Devolvió sombras y pinceles a su lugar y eligió uno de apariencia de estilete, con las cerdas prietas, en punta, finitas… 7


Lo introdujo en el frasco del delineador, y lo dejó allí por unos minutos _Había olvidado que esta noche quería impactar, pues sería la que decidiera su nueva vida. Abrió un cajoncito de su coqueto tocador donde había guardado las pestañas postizas. Tenía varios juegos de distintos largos, y un par con brillitos como toque exótico. Al sacar el estuche de las elegidas, vio debajo de él la imagen de la Virgen Desatanudos. Se persignó, le hizo el ruego de siempre y, a continuación, besó la medalla de plata que colgaba de su cuello. Cerró el cajón como si cerrara el de un tesoro, sonrió y continuó con su tarea: colocó el pegamento a las pestañas y con precisión relojera las adhirió a sendos párpados “Increíble cómo pueden realzar la mirada…” Disimuló el artificio pasando un trazo delineador, otra vez, poniendo su fina habilidad en la tarea. Con lápiz rojo dibujó el contorno de la boca voluptuosa, y rellenó el interior con la barra labial. Quitó el exceso cerrándola sobre un trozo de papel absorbente. Agregó polvo volátil y volvió a pintarla “¡Perfecto!” _ se dijo. Introdujo el dedo índice en la boca, cerró sobre él los labios y, luego, lo deslizó hacia afuera para liberarlo mientras eliminaba todo rastro de pintura sobrante que pudiera dañar la prolijidad de su aliño (Pont Ledesma repetía este consejito cada vez que se presentaba en el programa del canal Utilísima; y en realidad era un tip muy útil y eficaz) era un gesto de coquetería, pero a la vez, voluptuoso y que divertía.

Eran el marco perfecto para esos ojos selváticos que Dios le había regalado. Apretó el difusor del antitranspirante, y esperó que se secaran las axilas. Con los brazos en jarra, entró al vestidor. No perdería tiempo buscando qué ponerse pues su apego a la puntualidad le hacía disponer todo con suficiente antelación. Allí también había un espejo inmenso. Antes de colocarse el sostén, apreció la turgencia de sus pechos. El cirujano que los operó se había esmerado en dejarlos naturales… Calzó las tazas en cada “lola”, abrochó en la espalda, y apreció el contraste del encaje negro sobre la tonalidad apenas bronceada de la piel. Como si alguien observara, izó las bragas con la coquetería sensual de un buen espectáculo de striptease “Cada vez vienen más breves…” _ pensó mientras trataba de ajustarlas correctamente. Sus nalgas aparecieron redondas y duras “¡Qué mal pasé aquel postoperatorio de varios días boca abajo…! Pero, valió la pena”

Extrajo del portante una especie de brocha con mango plateado y suaves pelos de marta que pasó por unos tintes rosados, y aplicó a sus pómulos para destacarlos. Hundió visualmente las mejillas con un tono más oscuro; emparejó las tonalidades con otra esponja, y luego con un cisne; terminó con una cubierta de polvo volátil en todo el rostro y el cuello. Retocó las cejas peinándolas hacia arriba, destacando su arco pronunciado.

No toleraba su cabello: era el motivo de un complejo que no podía superar. Afortunadamente, estaban las pelucas… Sí, allí estaban ellas, enfiladas las cuatro sobre sus cabezales de Telgopor; los cuellos larguísimos; damiselas pálidas que de un tirón podían convertirse en calvas. Eligió la de siempre: la melenita negra, brillante, que destacaba el verde de sus ojos (Morocha y de ojos verdes: un ícono en la fantasía masculina, más cálida que la rubia de

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Se puso el portaligas efectista y las medias transparentes del color de su piel. No quería parecer una puta barata completando el atuendo con medias negras; más, el portaligas, sí. Es infalible el valor agregado que tan diminuta prenda tiene. Con igual sensualidad deslizó desde abajo hacia arriba el vestido escotado que marcaba su silueta. Cerró la cremallera en la espalda, y pasó las manos sobre la seda roja para causarse cierto estremecimiento de placer.


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ojos claros, que si natural, más desabrida que una hostia) Miró el reloj mientras lo colocaba en la muñeca: faltaban quince minutos para la cita… Una turbación le sacudió las entrañas. Se sonrió para darse coraje. Cuántas veces hizo lo mismo. Pero esta vez, era distinto. Tenía que lograr cobrar más que nadie. El motivo era suficientemente importante como para tolerar al viejo empresario que, hacía rato, acosaba con llamadas telefónicas, ramos de flores, y ofertas varias. Lo había aceptado hacía ya tres semanas. Se encontraron en un departamento que sin mucho miramiento puso a su nombre esa misma mañana. Después de todo, el hombre tenía sus años, pero algunos encantos: olía bien, era galante, sabía esperar, y respetaba _aunque fuese sexo por contrato_ Eso halagaba. Prácticamente se bañó en una ola de “L’Air du Temps” de Nina Ricci. Tomó su bolso, se cubrió con un abrigo liviano para disimular el gran escote, y recién entonces se calzó las sandalias altísimas que había estrenado la semana pasada. Obsequiándose una mirada aprobatoria final, se calzó los guantes. Cerró la puerta del departamento, y llamó el ascensor “Ocho minutos… Faltan ocho minutos”. Ya en la calle, arrancó silbidos de admiración a su paso. Tres cuadras y allí, en pleno Barrio Norte, estaba la limusina, que no era alquilada para impresionar; esperaba por su compañía y por su sexo. La puerta fue abierta invitándola a entrar. 9


Subió, recorrieron un buen trecho sin hablar. Las luces de las calles recortaban, como relámpagos, tanto a la oscuridad del interior del automóvil, como al espeso silencio. Cuando el hombre comenzó con los apremios y caricias, cedió, y simuló calentura que más tarde fue genuina. El hombre susurraba al oído algo como “Hagámoslo ya, aquí…” Mientras, manoteaba todos los lugares que deseaba. También, casi en secreto, le contestó aceptando, hablándole al oído, lanzando su aliento tibio deliberadamente sobre el pabellón de la oreja, permitiendo que los labios le rozaran con suavidad. Exigió con mohines que el chófer se retirara; que comenzara el juego desde el principio. Accedió el millonario, ya excitado y sin poder casi dominar sus impulsos. No llegaron a un acuerdo acerca del precio de la noche, pero el juego continuó. En realidad, para el cliente, era una manera más de aumentar los grados de su pasión: sentir cierto poder sobre quien le prestaba el servicio, aunque esta putita le gustara mucho más que las otras, y tuviera que regalarle un cero kilómetro mañana mismo. Indicó al chófer que estacionara, y le envió a un bar cercano hasta que lo llamase “Papito… Quiero champán… Vamos a bebérnoslo todo. Yo te lo daré en la boca… Así, con mi aliento, con mi saliva… Vayamos lento; déjame que yo te lleve…” La lengua recorría la piel del hombre, deseoso de dar lugar a sus urgencias. Pero se entregaba a las propuestas de la pareja. Había comprendido que se trataba de prolongar el momento. Divertido, cerró los ojos inspirando y llenando sus pulmones con el perfume de Nina Ricci que le golpeaba en el punto justo del placer. Le divertía saber que al día siguiente, en agradecimiento, estaría firmando un cheque en la concesionaria Peugeot “Un polvo de éstos, bien vale la atención” 10

Sentía en el interior de su boca la delicia del champán. Alcoholizarse ambos. Era necesario. Tenía que tener al vejete en un puño, y a la vez tomar el valor necesario para terminar la noche como lo había planeado. La verdad era que la calentura estaba en ambos, pero gozaría sin perder de vista sus planes. Se montó sobre la falda del hombre mientras éste le pedía que lo tocara “ahí, por favor…” Sonrió con malicia, levantando sus manos enguantadas y apretándose más a él, pelvis con pelvis. Tenía otros planes; lo haría de otro modo: más enloquecedor, y dejaría sus guantes como fetiche… Lo convencería que así sería mejor. Y descendió su boca hasta la intimidad del hombre… Y dejó que éste hiciera con sus dedos lo que quisiera, por donde quisiera. Le gustaba. Curiosamente, junto a la lujuria, se exaltaba el motivo de su noche. Sentía que la adrenalina le borraba todo rastro de pudor. Enloqueció pensando en cuánto dinero le hacía falta para cumplir su objetivo en el plazo previsto. Los latidos de su corazón se expandían vertiginosamente. La mente tenía sólo dos pensamientos que laceraban: placer y objetivo, objetivo y placer… Mientras, se movían frenéticamente, y los olores animales anulaban a los carísimos producidos en laboratorios. Comenzó a apretar el cuello del hombre hasta sentir crujir los huesos entre sus dedos. Una mirada de estupor fue lo que más recordaría del ricacho. Le sacó el Rolex, la pulsera de oro, el anillo de brillantes; desnudó su billetera, sacó dólares y pesos argentinos; la tarjeta, por las dudas; birló una botella de champaña, y llamó a un remis a la espera en la esquina de la otra cuadra “A Ezeiza” _ordenó. En el Aeropuerto Internacional, llegó a tiempo para hacer los trámites pre-vuelo.


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“LAN Chile anuncia su vuelo 1949 con destino a Santiago… Pasajeros por puerta 15…”Se apresuró a entrar a la manga y abordar el avión. Ya en el aire, Pablo se distendió. Pidió al Comisario de a Bordo una copa, y que le abriera la botella de “su” champaña. Comenzó a soñar su vida nueva sin el odiado apéndice que colgaba muerto en la zona exterior de su futura vagina… _ “¡Salud!” _ dijo al joven comisario. Éste, por cortesía, respondió “¡Salud!”

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Andrés Alexis Cruz Gallegos -¡Buenas tardes! -¿Sí? –una voz gastada, a lo lejos. Sentada. Unos ojos cansados. Un bastón. -Disculpe, ¿sabe a qué hora abren el bazar de aquí al lado? -Pues si no abren a las 5 será hasta mañana. ¿Qué querías? -¡Muchas gracias! Pues estoy buscando alguna máquina de escribir… ¿Sabe dónde puedo conseguir alguna? -¡Yo tengo una! –una segunda voz, más a lo lejos, desde un cuarto oscuro al final de la casa, se une al coro. -¿¡En serio!? ¿La puedo ver? -¡Sí, joven, pásale! –las dos voces, que no dicen lo mismo, pero se interpreta igual. Entonces, después de un sinfín de movimientos, logro sacar el barandal y estacionar la bici detrás del portón. Veo la mesita que da a la calle, custodiada por el barandal de madera blanco y gastado. Una mesita nostálgica. Encima de ella, algunos botecitos de dulces de antaño. Botecitos transparentes amarillosos. Bombones, cocos, tamarindos y dulces mexicanos que solía comprar de pequeño. Camino por el pasillo, que más bien es un largo estacionamiento. Una casa vieja, con las paredes desnudas que dejan ver sus entrañas, sus años y sus retaches. Un estante de metal con cosas varias. Libros. Recuerdos. Utensilios que ya nadie usa. Polvo. Unos pasos más adelante, colgando en las paredes, muchos cuadros;

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de esos que se encuentran en las casas de las abuelas. Cuadros extraños; de frutas, de paisajes, de plantas, de la vida, que embonan perfecto con el resto de la casa. Tristeza. Una mesa con seis sillas, del lado derecho. Un sillón polvoso, del lado izquierdo. La Voz Primera sentada detrás de una mesa para costurar. -Buenas tardes –digo con la cabeza baja, apenado e intimidado-. Con permiso. -Pásale, joven –la Voz Primera, ya serena. -Pasa; adelante, adelante -la Voz Segunda, presuroso, encorvado, muy entusiasmado por ser escuchado por otros oídos que los de la Voz Primera. -Con permiso -volteo hacia la Voz Primera. Una sonrisa recíproca, de airosa amistad. Un momento después me encuentro frente a la Voz Segunda, que, sentado en un sillón me ve y me tiende la mano en señal de bienvenida. Yo le tiendo la mía, gustoso. Nos vemos fijamente por un instante y es cuando me doy cuenta. De soslayo miro que las paredes no se ven. ¡Sólo hay libros! ¡Un cuarto lleno de libros! Muchísimos de ellos, pero todos con el lomo escondido. Paredes de hojas. Mesas y más mesas atiborradas de libros. Sillones atiborrados de libros. -Por aquí está, ven –dice, parándose y haciendo notar su singular caminar por uno de los estrechos pasillos que quedaban-. Mira, aquí está, bájala. Voy acariciando las hojas, trato de ver los títulos, pero son demasiados y me siento abrumado. Mis dedos están llenos de polvo por pasarlos en un par de libros.


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Me paro frente a un ropero, estiro los bazos y tomo aquella pesada máquina, de transparente plástico azul por fuera y gris metal por dentro. -Llévala a la mesa de afuera para que la pruebes. -Sí, gracias… ¿Son de usted todos estos libros? -¡Síííííí!, son míos todos. Los vendo; así que cuando quieras uno sólo tráeme el nombre y lo buscamos. -¿Cómo fue que los consiguió? Tiene demasiados. -Pues los fui comprando poco a poco, joven. Un poco incrédulo con la respuesta sigo hacia la mesa de afuera. La Voz Primera viste una bata blanca con dibujitos difuminados por el uso, unas calcetas cafés y aguadas que le cubrían inútilmente las piernas hinchadas, unos zapatos cómodos para aminorar el impacto en las rodillas y un bastón, donde posa la mano derecha. Guapa de joven y guapa ahora, me dije. Los ojos cansados en demasía, como si guardasen las lágrimas de alegría que no derramaron por derramar lágrimas de pesar… y una tos terrible corta a machetazos mi meditación. Volteo hacia la Voz Segunda y éste, encorvado, tiene la mano derecha empuñada y pegada a la boca. Sigue tosiendo de una forma que nunca había oído y entonces me alerto. Pienso ser testigo de una defunción y en lo extraño que resultaría mi presencia para las autoridades. Sin embargo, cuando volteo hacia la voz primera esperando su reacción de alerta y primeros auxilios, esta apenas y le presta atención. Un par de toses después comprendí que era un suceso de todos los días.

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Saco una hoja de mi mochila, la pongo en la máquina y tecleo letra por letra, signo por signo. Todo funciona bien, a excepción de que sólo se ve la mitad de la mayoría de las letras, pero me digo que es porque la tinta ya está muy seca. Acordamos un precio justo para los dos, mas no sin antes escuchar la opinión de la Voz Primera sobre la máquina. -Esa máquina es mía –dice, con tono de suave reclamo. La Voz Segunda alega por la máquina y la Voz Primera se queda pensando, como recordando que la Voz Segunda quizá tenga la razón. Ha perdido la potestad, pero lo ha tomado con serenidad, como si todos los enojos y conflictos que debiese tener en su vida, los hubiese ya pasado. Entonces hurgo entre mis bolsillos y no encuentro ningún billete. Saco la cartera y nada… Cuento las monedas y tengo justo para el pan con queso y cebolla y para el café de olla. Le digo a la Voz Segunda que si puede buscar una bolsa para llevar la máquina mientras voy a retirar el dinero del cajero. Él, por supuesto, me mira con desconfianza y se vuelve hacia la Voz Primera un poco molesto. Me da la espalda y yo salgo. Al poco rato, después de retirar el dinero para la máquina y un poco más para las cintas, llego y me encuentro de nuevo frente a la casa y, como si fuese mi estirpe la que se esconde detrás de ese barandal de madera, lo aparto con confianza, estaciono mi bici en la misma posición que hace un rato y camino hacia la mesa. Está ya la máquina guardada en dos bolsas de plástico negras. Y yo, arrastrado por el deseo de comenzar a teclear y a desbordar las palabras guardadas, le pago la cantidad acordada, me despido gratamente de la Voz Segunda y más gratamente de la Voz Primera. -Volveré pronto por unos libros. -Cuando gustes, joven, con calma, aquí te esperamos. -Que te vaya muy bien. Cuídate. Salgo de la casa sin voltear y me viene a la mente la despedida de Richard Parker. Ignoro la analogía, acomodo el barandal en su lugar, monto la bicicleta, me pongo los audífonos, busco una canción para la ocasión, observo hacia atrás para buscar el carro más próximo, acomodo el pedal izquierdo y doy la primera pedaleada un poco tembloroso por el peso de la máquina en la mano izquierda, pero con la cabeza al cielo y el aire en el cuello, como ritual de festejo por la adquisición inesperadamente esperada.

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Pienso durante el camino en todo aquello que no escribí excusándome por no tener la máquina adecuada, en verter todas las notas, todos los papeles sueltos, todas las hojas al final de las libretas, como si por un pacto con Lucifer vomitase dos novelas, veintiocho cuentos, treinta y cuatro ensayos, un poemario y mis memorias precoces. Llego al cuarto, pongo Canto Ostinato y me dispongo a limpiar la máquina; cada una de las teclas, con el cuidado de un hombre viejo. Reemplazo las viejas cintas por unas nuevas, coloco una hoja de papel en la máquina y comienzo a teclear como loco. Retrocedo levemente la cabeza y me acerco a la hoja para darme cuenta de que, en efecto, no se ven las letras. Entonces reviso rápidamente el mecanismo de la máquina para detectar el problema, pero después de unos minutos concluyo que no sirve. ¿La mando arreglar? ¿La devuelvo? ¿La guardo como decoración? A la mañana siguiente, después de ayunar, tomo la bici, guardo la máquina de escribir en una mochila, me pongo los audífonos, bajo las escaleras con la bici al hombro hasta llegar a la calle, subo a la bici, acomodo el pedal derecho, selecciono Olita de Altamar y doy la primera pedaleada. Pasados unos 15 minutos, al estar frente al barandal blanco y justo antes de pronunciar palabra alguna, me percato de que la Voz Primera ya está viéndome. -¿Qué pasó, joven? ¡Pásale! –la Voz Primera más serena, en el mismo lugar que la última vez, y casi con las mismas vestiduras. -¡Buen día! –digo con calidez. Trato de acordarme de las maniobras que realicé para apartar el barandal la primera vez y las repito con discordancia. Situada la bici en su lugar me dirijo a la Voz Primera, mientras la Voz Segunda, sentado donde la primera vez, me da

la bienvenida un poco sorprendido, y sorprendido yo, al sentir tal familiaridad en apenas la segunda visita, Seguí caminando hasta hallarme parado frente a la Voz Segunda, dentro de ese cuarto con las paredes de libros, tan lúgubre, tan caótico, tan inmenso. -¿A qué se debe su visita, joven? –dice, como sabiendo ya la respuesta. -Le traigo malas noticias, don: no sirvió la máquina. -¿Cómo? Pero si ayer la probaste y funcionaba bien. -Pues sí, eso mismo pensé, pero al parecer no. Le planteo la situación tal y como había sucedido, pero él no muestra ningún interés en tener la máquina de vuelta, así que al final del discurso, me da la oportunidad de escoger un libro a cambio de la máquina. Me parece un buen trato. Entonces comienzo a mirar a mi alrededor, me acerco a los libros tomando uno: Balzac; luego otro: Stendhal; luego otro: “Libro de cocina”. Me muevo en la sala y ladeo la cabeza, ora a la izquierda: Góngora; ora a la derecha: Comte; ora hacia delante: decenas de Porrúas; ora hacia la derecha… Un lomo azul con letras blancas: “PABLO NERUDA, ANTOLOGÍA GENERAL” leo a lo lejos. Es ese, pienso. Y aunque otras vocecitas me llaman, me susurran, tengo claro que esa edición de la RAE debe estar con sus otras hermanas, en mi librero. Me acerco, lo tomo, lo ojeo, me doy la vuelta y le digo que es este. -Ah, Neruda. Muy bueno. –Hace un gesto de asentimiento, pero no puedo evitar sentir su aura nostálgica desprendiéndosele. -¿Qué estudia pues, joven? -Estudio sociología. Estoy a un año de terminar la carrera. 15


-¡Sociólogooo! –dice entusiasmado-. Oye, Voz Primera, que el joven es sociólogo… -¿Sociólogo? –dice la Vos Primera mientras se mantiene en su posición. -Me va usted a disculpar pero yo también soy sociólogo. -¿En serio? –digo, y por un carraspeo, un tanto sorprendido. Nos vamos hacia afuera, donde está la Voz Primera y me siento en el viejo sillón, mientras la Voz Segunda jala una silla de la mesa y se sienta frente a mí y a la vez frente a la Voz Primera, que está detrás de la mesita de costura. Abro la mochila para guardar el libro y la Voz Primera irrumpe la acción. -¿A ver? ¿Cuál escogiste? –dice con un tono de recelo mientras ágilmente tiende la mano hacia mí-. Me gusta mucho su poesía. -¿En serio? –digo un poco asombrado. -Sí. Escribí poesía. -¿¡En serio!? –sale de manera automática, como una reserva mandada por el cerebro al quedarse paralizado con tremenda respuesta-. ¿Y ya no escribe ahora? -Ella me devuelve el libro, como resignada. -No. Dejé de hacerlo hace tiempo. Me estoy quedando ciega, y el doctor me dijo que dejara de escribir… y también de pintar. -¿También pintó? -Todos esos cuadros que ves colgados en las paredes-. Y con los ojos los señala uno por uno. Soy maestra jubilada; daba clases de multigrado. Esa máquina que te ibas a llevar la utilicé para escribir mis documentos y también mis poemas. Pero tuve un problema con una nieta muchos años que me acabó. ¿Sabes? Es muy cierto eso que dicen: el peor error que puedes cometer es dejar que tus hijos se críen con sus abuelos… porque piensan muy diferente, viven en épocas muy distantes, y les dan todo, se vuelven caprichosas… 16

Pues esta niña se volvió alcohólica y drogadicta. ¡Ay, Dios mío, lo más terrible que te puede suceder en la vida! Esa niña me dejó en la miseria. Yo ganaba muy bien en ese entonces, pero cuando comenzaron esos problemas, todo el dinero se me iba en ella. ¡Bendita niña! Un tiempo tuvo un novio… alcohólico y drogadicto, también, que vivió con ella. Los vecinos siempre me decían que cada noche escuchaban los gritos y los llantos, cosas quebrándose. ¡Era terrible! Tenía mis alhajas de oro aquí en mi casa y a veces, por las noches, venía muy drogada con unos hombres y me vaciaban toda la casa, llevándose todas las cosas de valor. Con decirle, joven, que una noche vino muy tomada con un hombre y me arrancó los aretes que llevaba puestos, los anillos, ¡todo! Su novio nos pedía que le pagáramos mensualmente todo lo que yo ganaba y nos amenazaba si no cumplíamos. Así pasaron años, joven, años de desgracia. No dormía, caí enferma, no sabía qué es lo que estaba pagando al pasar todo eso… Hasta que logramos internarla en un albergue. Pasamos por todos los albergues y centros de rehabilitación de San Cristóbal; prácticamente nosotros los manteníamos. Con este señor que es mi compañía, que me ayudó como no tienes idea. Ahora damos rentada casi toda la casa. Sólo nos queda este pedacito. Ahora estoy muy enferma, Dios sabe qué cosas hice o haré que ya las estoy pagando… -… -Pues así está la cosa, joven –dice, con una sonrisa dolorosamente amena. -Pero qué bueno que ya todo está en calma –digo sin saber qué más decir. -A ver, préstame el libro -dijo alargando de nuevo la mano-. Hay uno que me gusta mucho. Toma el grueso libro, y como si fuese una tarea cotidiana, con los pulgares abre el libro, deja correr algunas hojas y comienza a leer…


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-¡Es hermoso! -Ten. Ahora es tuyo. -Muchísimas gracias. Ha sido un placer escucharla. -Gracias a ti, joven, por la paciencia. -Sí, joven, gracias. -La Voz Segunda que hasta ahora había posado en la silla para hacerse mitad ausente. -Aquí tienes tu casa para cuando quieras venir. -Y lo haré, vendré pronto por más libros. -Cuídate –dice la Voz Primera-. Que te vaya bien… y no descuides la escuela, por favor. Camino hacia el portón, aparto el barandal blanco, saco la bici, y mientras acomodo de nuevo el barandal miro hacia el interior y me doy cuenta que las dos voces están inmóviles, y poco a poco se difuminan, para ser parte de la casa, de los libros, de los cuadros…

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“Algo se estrelló en el suelo”. Raúl Arfi Así comienza el poema que Óscar me envió el otro día, durante un almuerzo de negocios que se extendió demasiado en Larcomar. Lo leí desde el celular, todavía sudando discretamente, con la corbata puesta. Lima tiene un clima nublado que comienza a arder si te mueves mucho y la conversación no iba del todo bien, ya sabes cómo son las discusiones cuando uno usa corbata: tiene que fingir que no se ahorca con sus propias palabras. Además ten en cuenta que la meteorología no ayuda a ninguno de los dos casos: ni a atender mensajes medulares en la vida de una persona ni a continuar hablando del mercado del arte en Sudamérica. Aquí el clima es así: fallido. De pronto, la ciudad son bastones y ancianos por completo o bien, son todo narices aguileñas, cuellos en V y pantorrillas apenas cubiertas por pantalones muy cortos, uno nunca sabe qué esperar de Lima la gris. Pero, a ver, volviendo al poema, que es para lo que te escribo, amor, ¡qué poema! Duro, conciso, desgarrador, una joya de esas que nadie aprecia bien pero todos saben que brillan, como el “podría escribir los versos más tristes”. De ese tamaño.

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Tenía el tipo de tropos y ritmo que, sin saber por qué, se te quedan en la cabeza como un golpe de tequila (de pisco, si te pones regional), una luz arrojada adrede sobre los ojos. Puto Óscar. No pude darme a la tarea de buscarlo sino hasta días después, puesto que tu editorial se propuso destruirme al mismo ritmo en el que sus ventas caían, justo mi salud. Por cierto, al momento (y debo decirlo) gracias a la pericia de tal almuerzo que ya te mencioné (nunca doy detalles en vano) podrás notar una gran mejoría, aunque yo no podría estar hecho un manojo más grande de nervios. Lo que hacemos no está bien... y encima hacerlo en Perú, viviendo en Lima, respirando agua. ¡Ay, las cosas que hago por ti! crecer tu imperio (que espero pronto sea tanto tuyo como mío, me lo dice el anillo), mudarme al sur, soportar a tus escritores, a tus amantes... supongo que tienen razón cuando dicen que uno hace todo por amor pero hace absolutamente todo por dinero. Menos mal que, en esto que tenemos, nos queda claro cómo se mueve el universo. Vuelvo al poema: Él no respondió a mi elegante y a la vez misterioso mensaje: esto es brutal.


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Tenemos que hablarlo porque esto, esto sí, decía mi whatsapp. Y no respondió porque, prepárate porque esto es tan extraño como premonitorio: ese algo que se estrelló con el suelo, me enteraría después, resultó ser su cabeza y no solo se estrelló sino que se derramó por alguna calle sórdida de La Victoria. No conoces Lima, pero imagínate que si es un terrible lugar para vivir, es uno peor para morirse. Uy, vaya que era buen poeta ese Óscar. Era sagaz y luminoso pero también era un muchacho atormentado que o necesitaba mucha atención o mucho cariño. Por supuesto que laborando por dieciocho horas al día yo no pude dar ninguno de los dos, si acaso me limité a leer sus poemas y decirle que no se narcotizara tanto. Sí, “tanto”, porque yo lo prefería ligeramente drogado o de otro modo comenzaba a llamar al celular y ¡dios mío! qué férrea molestia ver su nombre en la pantalla solo para atender y escucharlo llorar por horas, preguntando cuándo alguien lo vería en serio, cuando alguien lo publicaría. Trabajo mucho para hacerla de nana también. Lo siento. En verdad lo siento, no soy tan malo. ¿Te sueno egoísta? Bueno, pues intenta trabajar tanto, tener tan pocos amigos y estar hasta la mierda de deudas. No soy egoísta, cariño, es solo que no tengo tiempo. ¿Te sueno abyecto? Igual y no, porque no sabes qué significa abyecto, pero te aviso que si lo soy es exclusivamente por adolecer de espacio vital para ponerme más amable. Probablemente en dos años, tú y yo ya casados en Manchester y sin trabajar recuerde a Óscar, el muchacho casi de mi edad al que le fue diez veces peor y se murió (bueno, realmente lo mataron, detalles) y fue una lástima. Creo.

No sé. -Óscar, no te van a publicar, compadre. No te van a publicar porque nadie te conoce y no te van a publicar no porque no seas un excelente poeta, sino porque eres un excelente poeta y ya nadie lee poesía. Además, como buen poeta no sabes escribir otra cosa. No es como que te pueda recomendar de copy en algún lado. — Le dije el otro día, en mi defensa mucho antes de leer su poema y con unas copas en algún bar de Barranco. Él me miró por un largo rato como si estuviera probando cada palabra y el trago le hubiera sabido, más que extraño, familiar. Asintió, pagué la cuenta y nos fuimos. Ese día casi me siento mal en el taxi hacia la cena con el embajador de Italia. El muchacho era un adicto que se sabía talentoso y joven, cuya madre se quedó sin trabajo y que hacía trabajitos para mantenerse mientras pernoctaba en el sillón de su amigo. Yo era amable con él pero no condescendiente y además, creí, el muchacho en cuestión se tendría que enterar eventualmente de que sería mejor hacer algo de telemarketing porque no podía vivir siempre de la beneficencia y mucho menos; dios lo sabe, muchísimo menos; de la poesía. Vaya, resulta que un poco de condescendencia probablemente hubiera impedido que pretendiera estafar a un narcotraficante de poca monta peruano, quien terminó por defenestrarlo. La foto del diario era más cruda de lo que debió haber sido. Ahora, tampoco me lo voy a anotar como una pérdida personal porque adulto sí que era, porque tengo muchos números rojos en mi vida y además, ahora al menos dejará de llamar. 19


Espero. Sobre todo no me lo voy a anotar como una pérdida porque que le llore su familia. A lo que nos tenemos que volcar ahora es a que tenemos un poema que arde para asignar a la ridícula de Amalia, quien se muere por poner su nombre en algo y vende como la que más en todo el mundo de habla hispana. Júntalo con un poquito de todo lo que dice hacer cuando dice estar inspirada y tenemos un poemario decente con unos versos que son, créeme que yo sé de esto, pura vida o pura muerte. Pero nada en medio. En resumen: lo que quiero decirte con toda esta carta, cariño, es que he conocido gente interesante en este país y que ya el negocio está más estable, pero que estoy harto de los clichés, aún cuando sí son excelentes poetas y sí se mueren a causa de sus demonios. Quiero decirte también que todo marcha viento en popa con nuestros nuevos proyectos (excepto el detallito de tu amigo derramado en La Victoria, pues) y veo nuestra boda enorme y mi habitación de Inglaterra aún más. Pero sobre todo que este clima limeño... qué insoportable que es. Cariño, León.

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Erasmo Wertz Neumann Salí alguna vez con un anticuario que me obsequiaba los más horribles cachivaches. Una buena tarde llegó a la casa con un espejo de cuerpo completo soportado en unas patas de garra. “Qué bonito”, le dije muy sonriente, mas en cuanto se marchó cubrí el armatoste con una sábana; algo en sus rapaces extremidades me ponía la piel de gallina. Antes de dormir cavilé en mil pretextos para deshacerme de él. Entrada la madrugada, me arrepentí de no haberlo destruido en el acto, pues desperté de un sueño inquieto para descubrirlo apostado junto a la cama, como mirándome. Luego de que el endiablado trasto me correteara por la estancia, el comedor y la cocina, resolví enfrentarlo con una pesada sartén de hierro. Sobra profundizar en los detalles de la ulterior lucha. Diré solamente que no amanecía aún cuando fui en busca del infeliz mercader para devolverle los añicos y advertirle que, como se me acercara de nuevo, correría la misma suerte. A Angélica

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Ernesto Tancovich El traslado - Ruta Provincial 6, 4.00 a.m. Es noche todavía, transparente. Lejos, a la izquierda, en trazo nítido ligeramente sesgado, las luces en hilera de Alto Cardales acotan el mundo. Una curva repentina las arroja tras la parda arboleda. En el fondo de la ruta, amontonadas en desorden, arden otras luces naranjas, amarillas, rojas, fundiéndose unas en otras, temblorosas. Entre un sueño y otro sueño fogatas se me figuran de algún arcaico rito pueblerino. Autopista del sol – 4.15 a.m. Ahora, en el confín de los campos embozados en negrura tan estricta que apenas cabe recordarlos, rasgando la noche, de norte a sur, impecable, la recta luminosa de ruta ocho describe un falso horizonte. El chofer insiste en su compilado de cumbias. La voz se arrastra, lastimosa dame cinco minutos cinco minutos y nada más cinco minutos para decir cinco minutos 22

tan sólo cinco minutos… En el asiento trasero la otra paciente ha desactivado los signos de vida. Amodorrada, se hace olvidar. Tiro líneas de fuga que me distancien del machacar cumbiero, la calefacción excesiva y los apremios del mundo.

Otamendi, San Jacinto, Río Luján han quedado atrás. Pasando Loma verde, a izquierda y derecha, asediando las lindes de la noche se precipitan fábricas festoneadas de focos, talleres mecánicos, almacenes una Shell fulgente de rojos y amarillos, invernáculos fantasmales. Y allá vamos, emprendiendo el último tramo, cortando el arroyo Escobar, a ciento treinta, por el tercer carril, a ciento cuarenta. Pasamos la estación de peaje, la torre de Unicenter, el empalme de autovías, el gasómetro. Pasamos bajo un puente bajo y angosto y ante las mil y una luces que puntillean la fachada catedralicia del fabuloso Bingo San Martín. Vamos llegando. La cumbia arrastra unos metros más su letanía, infatigable, fatigosa.


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Día habrá en que también suplicaremos con voz estrangulada cinco minutos más. Cinco minutos, solamente cinco minutos, tal como de chicos pedíamos en el almacén de don Teodoro un caramelo de yapa.

Limpió la casa, lavó ropa, preparó una fuente para los gatos de los techos. Llegó a San Martín en el 343, esa carreta desesperante, y luego de radioterapia abordará el 161 para la quimio en Florida este.

El arribo – San Martín 4.55 a.m. Finalmente aterrizamos. Esperaremos las seis, dando cara al frío de junio en la vereda de Radiaciones San Martín Claudia de San Andrés de Giles, Hugo de Escobar, Olga, la evangelista de Matheu, López, el colectivero de Lomas, Silvina de Baradero la dulce, Lucía, la hermética de San Pedro, el chistoso Ramón, de La Josefa y los nuevos que aún no tienen nombre.

Cuenta que a sus veintinueve, quizá por evitar lo que ahora pasa, las horas solitarias, la enfermedad, las molestias del vivir, tomó un frasco de Luminal. “No es buen plan suicidarse” dijo el médico de guardia.

Sobrevivir es una competencia de triatlón.

Enfrente, bajo la marquesina de la Obrera Textil los choferes arman ranchada, conversan de motores, de mujeres, de fútbol o de nada, mateando, a prudencial distancia de la temida raya que deslinda esto de aquello. Sala de espera – Con Esther, 6.10 a.m Interrumpiendo el soliloquio en que transcurren sus días me aprovecha en esta larga espera. Que no se casó, me dice aunque tuvo muchas parejas. Una descocada, dice, no debe tener hijos. Ayer pidió a dios le diera energías, me cuenta,y fue escuchada. 23


“Dos fuerzas confrontan y se suele fracasar a medias. “Una se disparó en la sien y quedó ciega. “Ahora estudia en braille. “Podés tirarte al paso de un tren, “perder las piernas y seguir por la vida en un carrito”. Esas razones la disuadieron, dice. Ríen los labios empastados de bermellón. La cara es una trama de arrugas, el mapa vial de un país súper poblado. Bajo la superficie aletea aquella joven desdeñada por la muerte. librando un combate interminable en que todo el tiempo se anima a hurras de victoria y en que cae derrotada una y otra vez, todo el tiempo. Sala de espera – 7.00 a.m. Evitando las deprimentes revistas dominicales que se acumulan en la mesita, vuelvo las páginas amarillentas del Viaje al fin de la noche. Bardamú ha obtenido en el puerto de Nueva York el cargo de censista de piojos. Los clasifica por su origen: piojos peruanos, piojos polacos, piojos chinos, ucranios, albaneses… Rinde informes diarios, confecciona estadísticas, gana prestigio en la especialidad, genera envidias. No consigo dominar la risa. La gorda parecida a Buda me mira con sospecha. El viejo Troche me mira con curiosidad. 24

La doliente de Suipacha me mira intrigada La odiosa de Zárate evita mirarme. La hermética de San Pedro me mira furtivamente La atildada de Campana Centro me mira con temor Marisa Oviedo, la furibunda peronista de Villa Bosch, me mira divertida, sonríe, le sonrío. Cierro el libro, y reímos, francamente, cada cual sabrá de qué a todo el ancho de la sala. Gabriela – Sala de radioterapia 8.15 a.m. Desde su puente de mando llama por el parlante, anota, indica: vestidor tres, deje el abrigo, espere ahí, cuando salga la señora pase usted. Acuéstese, levante las piernas, ahora bájelas, manos sobre el pecho, no se mueva. Corre desde la máquina al monitor y vuelve, corriendo, sin dejar de hablar del tema del día. El frío, la lluvia, la ropa que no seca, el jardín de infantes de la hija, lo que cenaron anoche, el crimen o accidente de la víspera, indignada por esto o por aquello. Esta semana las verdulerías recibieron las primeras mandarinas y recuerda las que había en casa de la abuela, allá en Paraguay, de tres variedades distintas. De cuando las tomaban de la planta en el tibio invierno subtropical y las desgajaban como si fuesen horas. También las naranjas, tan dulces y diferentes de las que venden aquí.


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Y aquellos rotundos pomelos, soles distantes que todavía relumbran, vocingleros, en la palabra. La sesión – 8.30 a.m. Las manos cruzadas sobre el pecho, me dice. Respire normal, sin moverse. Los paneles del cielorraso son cuadrados, excepto el que corresponde, en espejo, a la camilla, rectángulo que equivale a dos de los otros. En su centro, pintada, una cruz negra. Alguna función ha de cumplir que omito averiguar. Me sobrevuela, es un buitre que atestigua o advierte. Cierro los ojos, dejándome olvidar, ensayando para muerto. La máquina se desplaza, pip pip, se detiene, vibra a un lado del cuerpo, al otro, como practicando mediciones, se retira. La camilla corre sobre unos rieles. La sesión ha terminado. Atrás queda por hoy la cruz. Resucito, bajo, acomodo la ropa, echo a andar. El peregrinaje continúa.

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Teresa Quintero

Le preguntaré al pájaro que golpea incesante su imagen en el cristal de mi ventana, qué busca. Tendré que explicarle que no hay perfumes, ni voces en esa irrealidad; tan sólo es un espejismo. Tonto pájaro que no te das cuenta que la montaña está tras de ti y que no debes buscar el reflejo. Que tan sólo es un espejismo, sin palmeras, ni agua para calmar la sed. Ventisqueros de yo con yo. Bien que me lo dijo el psiquiatra: - No te llamaré a engaños. Seré bien claro. De estas situaciones no se sale con el alma intacta. Recoges los pedazos y rearmas, como puedas, la vida e, inténtalo de nuevo. Algunos de sus amigos llegaron al hotel y en nuestra habitación se brindó con el vino que me había ofrecido para iniciar nuestra luna de miel. Me rascó, me quitó el desabillé y me dejó dormir. Y yo, pendeja, idiota, gafa, niñita de colegio de monjas de las de antes, agradecí su delicadeza. Después vino la regla: muy oportuna ella, y a los días tuvo que irse a trabajar, y yo me quedé con mi virgo, con mi himen, con mi sexo intacto, de luto pues, de cuaresma: nada de carne; como un relicario para colgármelo en el cuello o como un sello en la frente…Y la cama anchota y la soledad tranquila, que entraba por la ventana… Yo y el camisoncito blanco de encajitos y los otros, de todos los colores, menos negro porque ¡bueno! el negro es para las viudas. -¿Y qué pasó para que se te rompiera en pedazos el sueño? ¿Cuál fue el detonante?

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-El apartamento, con su chimenea falsa como tantas cosas en su vida, con las fotos de nuestro matrimonio, yo feliz, con cara de gafa; pero con mi vestido blanco, guantes y un sombrerito, comprado en Modas Theresita. Me vi allí y, por primera vez, me dieron ganas de llorar; no por él sino por mí, por lo que era, por lo que fui. Eso no fue todo: estaba una pintura mía, enorme, y me pregunté qué sentido tenía… tanto esfuerzo, tanto engaño… ¿Para qué? Mientras, sentí de nuevo unos brazos que me rodeaban y una voz que me susurraba “siempre te amó, te quiso mucho… mucho, mucho, siempre, siempre”. Era su mamá y pensé allí: “vieja ridícula, tú también te burlaste de mí” y lloré, lloré mucho. Ellos pensarían que era el dolor por él, por el finado. ¡Qué broma con la palabrita! Me sentí una intrusa en el amor de él con su pareja. Había visto su intimidad, sus detalles y lloré `por mí y por el otro, el que no podía atar su vida a la de mi esposo, y sentí pena por él, y la rabia, dio paso al dolor y los entendí, los compadecí. Había visto las colonias, las ropas, las intimidades; las sábanas y los juegos de toallas con sus monogramas y me los imaginé en la cama, a esos dos hombres, a los dos con pene. No pude más y salí y él me tendió un vaso de manzanilla y me dijo: “perdóname, perdónalo”. -¿Qué sentiste? ¿Cómo te sientes? ¿Cuáles fueron tus sentimientos allí, con el otro en la funeraria? Piénsalo… -¿Qué cómo me siento? Aún humillada, destruida, saqueada. Hubiera sido más fácil el engaño con otra mujer. Los peores recuerdos y no pude construir unos nuevos falseando la memoria como se hace con un niño. El símbolo más notable es que el odio me sigue siendo fiel, me dura mucho tiempo y había sepultado el amor como un apestoso medieval. Degradada.

Hubo cinco minutos en que yo era una reina, en que él era un hombre y abrí los ojos, ¡Maldito seas! Abrí los ojos y caminé, descalza, por una playa de olvidos. -Todos pasamos por situaciones oscuras, límites y al salir de ellas, no olvidamos, buscamos la verdad, repasando una y otra vez las cosas. Toda pérdida es un duelo y hay que pasar por cada una de sus etapas; no debes permanecer anclada en ninguna. -Pero, ¿Cómo carrizo voy a perdonar ese amor? Quise sorprenderlo y la sorprendida fui yo cuando los encontré en ese apartamento. “Soy la señora del ingeniero López, ¡La señora Cara de …!” ¿Por qué no entendí la mirada del vigilante del edificio?, me dejó subir cuando debía estar pensando: “Ésta es idiota. No sabe que su esposito, si vale, su esposito duerme con su amiguito ¡Qué idiota!”. Pero yo no sabía. Pertenezco a “la generación del No”, de las que se casaban vírgenes, de las que nunca habían visto un condón y mucho menos un hombre desnudo; de las que bromeaban con la relación tamaño del pie y largo del pene. Entré con la copia de la llave que tenía escondida. Los dos, con bandeja pintada de rosa, con tapeticos y cortinas de encajes en la ventana de la habitación; con álbum de fotos íntimas de una luna de miel en Acapulco, de revolcones y de María Bonita. Y yo, ¿Cómo se perdona eso? ¿Cómo se olvida eso? ¿Cómo olvido, si el otro debía ser yo en el poster de la famosa foto de Marilyn con la falda levantada por la corriente de aire? Allí los dejé: en su apartamento con su vida, con su gran mentira y su porquería “Cuando te mueras, volveré a reclamar lo mío. Yo espero. Sé que esa enfermedad, la que me dejó viuda, vendrá por ti” le grité antes del portazo final. - ¿Alguna vez hablaste con él? - Al principio no quise; yo estaba como perdida. 27


No sabía si era sábado de gloria o domingo de resurrección. Luego me decidí: “Me parece injusto que te quedes sin nada a la muerte de tu pareja. Que tengas que hablarle y pedirle a la viuda porque las leyes no ofrecen ninguna protección. Yo no tengo problemas. Te dejaré todo porque el apartamento fue el “nido de amor”, cursilería aparte, de ustedes. Fueron pareja durante unos cuantos años. Amaste a ese hombre; lo acompañaste; lo cuidaste; estuviste hasta el final con él, sin asco del vómito y del vaciado a cada momento de sus intestinos” Eso fue lo que le dije. Cuando se fueron los que trabajaban con él en la empresa y algunos de sus familiares, incluyendo su mamá “la vieja mentirosa esa”, ¡Claro que ella estaba dolida! A fin de cuentas, era su hijo, pobre, no aceptó nunca su realidad. Yo no fui la mujer maravilla. Y sentí que mi deber era protegerlo a él, llegaron a la funeraria los otros, los que, si lo conocían, los que, si compartían su verdadera vida, y yo arrinconada, claro no tenía nada que compartir con ellos, ¡Dios! Un desfile al mejor estilo de película venezolana: nada de cafecito, chocolatico, galletas de soda con queso. ¡No!, ¡no! desde trucha ahumada hasta una soberbia empanada. Y, aquí estoy, frente al recuerdo. Sé que es difícil, casi imposible que mis palabras te alcancen. Te escribí una carta, como niña buena, siguiendo el consejo de mi psiquiatra, por lo que esto no irá a ninguna parte porque tú no estarás para leerla. No es ni siquiera que te fuiste a otro lado como excusa. Ya no estás; pero que me he transformado en una amiga invisible, sigo insistiendo en volver a ver la luz encendida en tus ojos y la sonrisa bella en tu boca. La tarea que me espera es abrumadora: cuando el psiquiatra me dé de alta te llevaré al apartamento para que veas la nueva pintura que adornará la sala de tu pareja. 28

¡Sorpresa! ¡Ah! ¿Quién era ese gerente medio que no dejaba de mirarme los senos por encima de mi escotada blusa negra de encaje? Tal vez es una irreverencia de mi parte, pero sé que estaba pensando: “Carajita, estás viuda y más buena que el cipote”


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José Natividad Méndez Patiño (Para quienes enfrentan la batalla de las denuncias falsas) Tu cuello… Cárnica-efímera vasija de una historia y la historia dentro de aquella historia o masa creciente disuelta en lo que no existe pero que una vez que te hubo nombrado como sembrador de la penumbra y la depravación es el bucle en que se encierran esos ojos extirpados por la ira. Tu historia, algo que al narrador de lo infinito no le dieron oportunidad de concluir. Resbala de la mejilla y navega la soga tu última lágrima y el testimonio vagabundo de tu labio que quiso aferrarse a la inocencia y le fue devuelta la ignominia que todo lo ensombrece y devora o habrá de tatuar desasosiego en los espíritus de quienes permanecen.

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Aquí la presunción de lo que es y su trayecto hacia los hechos; es un fantasma yendo entre humos de antorchas avivadas, ahí está, no se ve, no quieren verlo, yo no lo sé, no sé nada pero tengo de cierto el peso de asumir la partícula de la responsiva esa tan fácil de prostituir por unas reacciones y un puñado de billetes. Yo minúsculamente vengo a ofrendarte un puñado de esta rabia que vomita letras:


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A ti varón que no conozco y ya no podrás oírme y sin embargo es tu iris de sofocación ya desvanecido el puerto en que lanzo esta botella a un mar embravecido.

Despierta, sé que estás exhausto, pero despierta voz que los necios se negaron a escuchar…

Tus piernas ya de pronto arrulladas por el aire; cerradura que se abre, nudo atado fuertemente y el descenso.

Todo el espacio es un aullido de dolores tardíos demasiado tardíos y más tarde aún; las excusas y disculpas apestando a claveles.

Tu pecho otrora microcosmos de sueños ya no florece de latidos.

Uno, dos, tres, es una utopía de compresiones cardiacas que no debieron ocurrir. ¡Carajo¡

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Suarlin R. Cordova I. Yo, la muchedumbre ¿Me preguntas qué se siente ser de aquí? Yo no soy de aquí, soy del viento Soy de yaqui y de chortí ¡Calma! Soy tierra, soy fuego, suelo y cielo, no te miento Desvanecido me he encontrado Moribundo, sediento, alienado y desolado Piensa en letras y en lienzos, créame y seré un alma errante, de amor profeso, desde el sur a Paquimé Obesos son los padres que dirigen el camino Devoradores de almas ínfimas que corren desdichadas Que siempre vienen en bandadas Recorriendo carreteras y a cuestas la esperanza Para poder llenar al fin un poco más la panza de aquellos que sentados les dirigen el destino ¿Qué se siente ser de aquí? Es la llaga insana, el grito sordo, el dolor agonizante Es la nostalgia cuando estás lejos, es para mí la incompetencia ignorada, la patria amenazante Cercenado estoy, soy un pueblo mutilado Y aunque tantas veces me han matado Me levanto con la ilusión de ver en el horizonte la justicia llegar como llega la lluvia al pie de monte Décadas he recorrido vestido de luto 34

Llevando en la memoria el recuerdo inventado, el pasado idílico, el futuro incierto, el presente imaginado Sorbiendo realidades de tierras lejanas Que con fronteras oceánicas siguen siendo hermanas de este suelo donde reina el bastión corrupto

II.

Tú, la patria

Invento cruel, falible y voraz De simbología forastera transmutada en local De sueños egoístas y de la unidad siempre incapaz Haz hecho de este suelo un inmenso arrabal Inocentes crédulos de ti se entregaron en tu nombre En las interminables filas donde mujer y hombre Ensangrentados y moribundos gritaban libertad Burlaste su muerte por tu interés mezquino disfrazado de bondad Ángeles y santos han salido a tu encuentro En defensa invisible que hace al pueblo subyugar Que tus hijos malhechores han sabido utilizar En un acto ventrílocuo donde su voz es tu voz Haz cortado su esperanza con tu hoz Pero una luz pequeña e inefable se mantiene muy adentro


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III.

Nosotros, pueblo y patria

Hoy te tengo frente a mí, patria odiada ¿Así agradeces mi ala protectora? Bajo ella me he sentido vulnerable y desnudo Ha arrepentirte llegas a mala hora Gritarte quisiera hasta quedar mudo Yo soy sorda desde hace mucho alma desolada He huido de tus fronteras tantas veces Así lo has querido, yo no te he echado Trasmutado en carnada de narcos y peces

Una cifra más a la lista donde el nombre es ignorado Tengo llagas en todo el cuerpo, hace poco me haz quemado ¡Calla! Haz silencio, la bandera está ondeando La soberbia y la ambición los ojos te han vendado Y tú, pueblo, vas fugazmente olvidando Cambia el tiro de gracia y dirígelo a mi corazón He dejado de escuchar a la razón Falsa e insoportable es tu democracia ¡Oh patria mía! Bríndame el derecho de eutanasia He sido mutilada, vendida y arrendada como tú Marcada en un plano con alfileres como vudú Me he ensanchado y encogido, levantado y construido Me han parcelado y destruido, pero yo no he huido Mis pies son tus pies, alcémonos y huyamos ¡Yo no puedo caminar! Tengo pies terráqueos hundidos en el mar Entonces volaré por ti, yo te llevo en el pecho Y con los pesares que me has hecho Hoy te pido madre mía que volemos y nos fundamos. 35


Francisco José Casado Pérez Sostengo en la mano el oscuro campo tribuna indiferente de la palabra, en el día indiscriminada, tentativa, entrada la noche, que ha germinado mi nombre en ajenas pestañas semejantes al bosque que en mi cuerpo ha crecido con los árboles padres, el árbol hermano, el árbol de cada amante, los de amigos cercanos y lejanos, sombras, compañía de todos los días. Sin embargo hay cierta desconfianza por los nuevos brotes por viciar el aire, entrecortando la trama del sueño al invitar atentamente a inventar significados, excitando a la maldita manía de hacer al mundo un puñado de hojas para devorar de un bocado ¿Qué mensaje ocultan en su raíz? Nadie lo sabe, solo los árboles repiten que su confesión llegará con el tiempo al largar el perfume de su fruto que al morder escurrirá su néctar por el cuerpo rompiendo el llanto sin distinguir su sabor porque los nutrientes primordiales son los mensajes remitidos por sus homónimos y aunque mueran los árboles seguirán dando frutos. Queda claro el inevitable hecho de que todas las palabras estando el aire, entre los oscuros campos habrán de volver a la lengua de origen sin confesar, si le amará, o solo le morderá

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John Jairo Quitián Murcia

La verdad sueño Con voz agitada, imaginando el paraíso, juega el niño con su padre pero las horas negras van arribando. Vuelan vuelan y no se van. Son arpías que se desploman y devoran a su querido padre. Despierto. ¡Me despierto! Y aquel terrible sueño cae en el rio y pienso, con la indiferencia del cartón y el cemento ¿Por qué desapareció mi padre? Te pongo un nombre Te pongo un nombre para olvidar el mío. Te doy un cuerpo porque no gozo el mío. Te regalo el lenguaje, señala a los culpables y mata aquello que piensas. Nacer es la primera de muchas muertes que te dejo de herencia. Por cada labio que conozcas pon una letra

y labra tu propio epitafio. No cedas a tu deseo. Rebélate y pelea contra tu nombre como hice con el mío.

Reflejo de otro Soy el reflejo de otro, de lo que siente y dice, lo que ve y piensa. Carne temblorosa gesticulando con la luz de su reflejo. Imaginario, erótico, agresivo. Existo gracias a él. Penetrándome me dice ¡tú eres! pero solo en el espejo. Él está frente a mí, él está dentro de mí, tan íntimo y extraño. Cautivo de un deseo que se aleja en la memoria pago sus pecados entre abandono y silencio. Espejo que todo lo ensamblas dispones a otra copia más para soportar la desnudes de tu odiosa presencia. Historia mínima 37


I. Del cielo bajan corroídas aves y escupen yerros de carne rizada despojando al cuerpo de su última lagrima. II. Sobre la tierra brumas y tristeza despedazan el abrazo en la fosa de los olvidos. Y las oraciones se elevan pero nadie las escucha. III. De aquella felicidad que se perdió en la ribera queda el balón de trapo, símbolo de nuestra inocencia.

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Luis Aceves Cierro los ojos, iluminas el cielo mientras decido usar mis manos como sedales para la primer cosecha de palabras entre los mares de tus sueños. Han pasado dos estaciones, cientos de pecados y miles de cicatrices desde aquella parasomnia en la que tuve mi última sobredosis de opioides y hui del cuarto al que prometí jamás retornar. Escucho tu voz y abro los ojos. Estamos en tu mesa favorita en Gijón. Te recargas en el ventanal de madera, admiras el toque de azufre en los árboles de mimosa, mientras el ocaso acaricia tus mejillas, como siempre. Llevamos un mes acudiendo de manera devota todos los sábados en la noche y ya nos conocen, como en todos los lugares antes de Gijón y todos los albores después de un veintidós del cuarto, como siempre. El sosiego que acompaña la brisa que hoy, llegó contigo, la que me recorre el cuello y permanece en mi pecho desde el día en que nos dimos cuenta de que no había fórmula para la perfección. Solté el timón, pidiéndole a tu susurro que me llevara hasta ti, entonces viento de tus insomnios, izando las velas sin brújula ni sextante. Nos liberamos de la misma condena que Sísifo. Los relámpagos en las tormentas de incertidumbre iluminaron nuestras liturgias hasta convertirse en fulgor. La falta de aire la usamos como pizcas de pasión, umami del cual nos alimentamos cuando compartíamos el aliento. Al ver la belleza en la tragedia, desnudamos el miedo de nuestras entrañas. Y las dudas que nos mojaban fueron la pólvora para los fuegos artificiales al estar juntos.

Aquel viaje dibujaste con tus dedos líneas de colores en este marfil viejo hasta que renació en arte. Así aprendí la matemática del compás en tu pecho, para tocar las notas en el Allegro de tus labios el resto de nuestras mañanas. La chimenea arroja destellos vivos de lo remanente. El amor de tu vida, recostado a tus pies. Arriba, la repisa del mismo marfil donde descansan nuestros recuerdos y todos tus sueños se encuentran colgados. Una cocina donde residía la magia, desde el elixir de la juventud hasta la felicidad eterna. Nuestras alas se han ceñido a un sillón. Un escritorio para dos y libreros llenos de nosotros. Las líneas infinitas que me quedan en las palmas se desvanecen. Cierro los ojos, tus palabras necias y las letras que nos inmortalizaron, me acarician el alma. La mujer de mil canciones, mi poesía en braille de cada luna. El perfume que devolvió de vida, la que no sabía que tenía e hiciste tuya, para amarte por el resto de mis pasos. Contemplo la partida serena, de cuyos ojos fueron la respuesta a mi propia existencia. No escucho tu voz y abro los ojos, la carga sigue ahí. Yo no estaba y tú nunca llegaste. Ahogado entre la droga barata y los mares de tus sueños. Las ambiciones sobran en un cuarto diferente pero igual al resto. Los miedos y el ruido desgarran nuestras almas mientras el resto hace fila. El arte se quedó en la pluma y a mi lado Sísifo.

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Irvin Alejandro Cortés Juárez A primera vista Borges y Arlt son antípodas literarias, la literatura refinada y la de barrio. La de laberintos imposibles y la de ciudades llenas de aceite, la de la exactitud en el lenguaje y la de la narrativa algo torpe. Pero en el fondo de su literatura, en donde se muestra la perspectiva del mundo que cada autor, se ve la coincidencia que tienen dos escritores muy diferentes. Relación a través de los velos de imaginación que nos cubren, esos imaginarios que nos hacen seres humanos. Borges lo ve en el ser humano a través del lenguaje y Arlt en la sociedad a través de nuestras normas morales. En el principio era el verbo: Borges La literatura de Borges aborda lo imaginario, como el lenguaje nos permite crear cosas fantásticas, historias, ideas, dioses y a nosotros mismos. Para Borges nos creamos a partir del lenguaje. Nuestro “Yo” parte de la estructura gramatical en la cual ubicamos nuestra subjetividad en contraposición al “Otro”, a aquel que no soy yo. Nuestra realidad son palabras, una de las infinitas posibilidades que hay. Como en el cuento El Jardín de Senderos que se Bifurcan, en el que se habla de un libro que trata de abarcar la totalidad de posibilidades de una historia. Somos una de las posibilidades de un libro infinito. No somos un ser dado sino un ser que con cada acto va definiendo quién es. Borges al poner que nos definimos a partir de un lenguaje, que nos deja interactuar con el mundo exterior y con otras subjetividades, comparte la postura de Wittgenstein de 42


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que “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”1. Aquello que se encuentra fuera de mi posibilidad de representación me es incomprensible, se vuelve un significante vació por estar fuera de la estructura de oposiciones que es el lenguaje. Así el lenguaje es un manto en el que cobramos identidad, a partir de las oposiciones de cada palabra. El lenguaje nos hace humanos, no sólo materia sino seres, seres imaginarios, porque lo que cubre el lenguaje, lo que trata de llenar, es ese vació irreductible que somos. Desde una perspectiva lacaniana nuestro “Yo” sólo se entiende como oposición a “Otro”, oposición que surge a partir de un punto Negativo, insimbolizable, lo Real en términos de Lacan2. Punto negativo de anclaje sobre el que se estructura lo simbólico, lugar donde se encuentra el yo en oposición con el otro. Así se puede ser un “Yo” porque no se puede reducir el “Yo” y el “Otro” a un mismo punto. Llenamos ese origen inalcanzable con el lenguaje, haciéndonos individuos. Nos creamos en el lenguaje y creamos al mundo. El universo surge con nosotros y se muere con nosotros porque fuera de nuestro lenguaje, de nuestra capacidad de simbolizar, no existe. Pero queda algo que desborda al “Yo” y es justamente el lenguaje. Como Wittgenstein señala no hay lenguaje privado3 por la imposibilidad de estructurarlo a partir de la pura percepción de un sujeto, aun si fuera algo tan sencillo como tratar de señalar las emociones propias. Justo en esto se encuentra el puente entre Borges con Arlt, en el lenguaje necesariamente social. Las imaginarias buenas costumbres: Arlt Si Borges da una visión de cómo somos seres imaginarios, Arlt por su parte da una visión descarnada de los velos de buenas costumbres que tratan de cubrir las relaciones sociales. Lo imaginario de las buenas costumbres, o de la moral, para Arlt entra en contacto con lo propuesto por Borges sobre el lenguaje. 43


La noción de que no hay lenguaje privado por la necesidad de que este ponga cosas en común entre distintos sujetos, además de su imposibilidad epistemológica (Como la imposibilidad de conocer si dos sensaciones son diferentes por sólo tener un interpretante y ningún otro punto de delimitación, como lo sería otro sujeto). Así el lenguaje se estructura en lo social como un acto performativo, pero que no sólo hace referencia al mundo material, sino que en última instancia hace referencia al lenguaje mismo. Como lo muestra Peirce, el lenguaje no tiene un referente último, dado que un signo puede remitir a otro signo, dándose lo que él llama semiosis ilimitada4. Así el lenguaje sólo se entiende por su función social y su significado depende de los juegos del lenguaje5. En estos juegos del lenguaje se estructuran las relaciones sociales. A partir de ellos se generan los discursos de poder que clasifican, demarcan y estructuran la realidad. Como señala Foucault, a partir de estos discursos se clasifica la realidad, por medio del lenguaje, normalizando ciertas conductas y marcando otras como anormales6. Definiendo el bien y el mal a partir de estructurarlo en oposiciones en el lenguaje, las normas sociales, lo moralmente aceptado y las maneras amables de relacionarnos con el “Otro” no escapan de ser un discurso más que trata de normar las relaciones. Arlt muestra en textos como el El Juguete Rabioso o El Jorobadito cómo estas relaciones moralmente buenas son un velo que trata de normalizar ciertas conductas. Pero esas normas son imaginarias, porque no tienen un origen metafísico, sino que al igual que el “Yo” se estructuran en el vacío. Por convención de la sociedad, convención que puede ser ignorada, a partir de la oposición entre lo bueno y lo malo, delimitada por un determinado discurso de poder. A partir de mostrar cómo esas buenas costumbres son algo imaginario Arlt nos da una vista descarnada del ser humano, de una sociedad en la que las relaciones entre sujetos inevitablemente llevan a una ejerción del poder, un roce a partir de diferencias irreductibles. En los insultos vuelven a aparecer las diferencias entre los sujetos que ninguna norma social logra eliminar, surge el vacío negativo cuando el velo imaginario de las buenas costumbres cae. Borges y Arlt convergen en hacernos ver que somos más imaginarios de lo que creemos. Nos hacen cuestionarnos sobre los fundamentos en los que nos basamos a nosotros mismos y a nuestras normas sociales. 44


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Nosotros y nuestras normas somos imaginarios porque carecen de un referente fijo, de un origen metafísico. Cada individuo y la sociedad es fluctuante porque nos construimos y reconstruimos en el lenguaje, el “Yo es una ilusión, el bien y el mal son una ilusión, todo a partir del lenguaje, que nos permite crear literatura e imaginar cosas fantásticas.

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Dayana Rada La paridad o dupla formada por Luiz Carlos Neves escritor brasilero que vive en Venezuela desde 1983, reconocido nacional e internacionalmente por su producción literaria y Mar de los Ríos, escritora y editora venezolana, se unen nuevamente para regalarnos el cuento infantil Teresita y el misterio del piano. En esta historia la imaginación recrea el episodio en el cual Teresa Carreño siendo niña es invitada por el Presidente Abraham Lincoln a la Casa Blanca para realizar un concierto privado para él y su familia. Los escritores nos muestran a una Teresita con un carácter imponente, preocupada por su excelente desempaño en la interpretación de cualquier pieza musical. La historia se centra en el inconveniente que encuentra la niña a la hora de comenzar su concierto, cuando se percata que el piano en el que iba a tocar estaba desafinado, lo cual constituye un problema para cualquier pianista y más para la exigente Teresita. Las ilustraciones a cargo de Aarón Mundo, diseñador e ilustrador venezolano; son las mejores acompañantes en este viaje; ellas hablan a través de su dinamismo, júbilo y color haciendo que nuestra imaginación nos traslade a un lugar placentero e inolvidable, al lado de la entusiasta niña prodigio. Teresita y el misterio del piano, nos envuelve en música, en la alegría de una niña que cuenta con el apoyo de su familia en especial de su padre para transitar el camino que la llevará a cumplir su sueño de tocar piano por el resto de su vida. 48

Viajamos con Teresita y su papá Manuel Antonio Carreño en el tren, tocamos a dos o a cuatro manos el piano junto con ellos, recorremos y jugamos en la Casa Blanca junto con Teresita. Cómo se desencadena esta historia es una interrogante y para encontrarla deben disfrutar la lectura de este cuento que es para toda la familia, editado por la Fundación Teatro Teresa Carreño en el marco de la conmemoración del centenario de la desaparición física de Teresa Carreño en el año 2017. La primera edición en el año 2.018 consta de 2.000 ejemplares. La lectura de este cuento nos conecta con los sueños hechos realidad, con el talento, con el amor y con la certeza de que todo esfuerzo es recompensado. Prueba de ello es el legado de la gran Teresa Carreño.


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