Nudo Gordiano #18

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Mayo, Junio 2021 No. 18

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

Editora en Jefe Ana Lorena Martínez Peña

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2021. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

Difusión Erasmo W. Neumann

Ilustrador Esteban Hernández

Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.


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Índice Cuentos - la Espada Mingo el demencial

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José Escobedo

Bailando un vals con mis demonios

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David Martínez Balsa

Usos prácticos de la Fe. Ejemplo 3 Daniel Frini

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Primavera inversa

20

Lilia Adriana Pimentel Linares

El Cazador

22

José Rodolfo Espinosa Silva

24 Buscada Gabriela Torrissi

Poemas - la Lanza Décima del engaño

28

Luis Moreno

21

29

Fernando Raluy

Un día pero no este día

30

Mario Evaristo González Méndez

Alter y ego con moto

31

Vicente de la Serna

Convulsiones Idílicas

34

Jorge Alberto López-Guzmán

Tantos Judas Carlos Fariello Gamarra

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José Escobedo Limitados son los ojos que logran prestar atención a los detalles importantes, escasos los que consiguen descubrir las maravillas del mundo en la simpleza de las cosas. Y es que el inextinguible deseo del hombre por encontrar tesoros extrínsecos a donde quiera que postra la vista es tan absurdo, que da como resultado la acumulación de un pasado envuelto en fracasos innecesarios y dotado de éxitos que parecen huecos cuando afronta su último aliento. Esa premisa colmada de falsas ambiciones que se resume en una existencia materialista y trivial es la causa de una tristeza colectiva. Un mundo codicioso, pero insatisfecho. Un camino de ambición superficialmente justificado que cuesta la vida entera y que se dirige casi siempre a una inalcanzable utopía prefabricada; eso es el hombre. ¿Pero qué pasa con aquellos seres que encuentran los tesoros más insondables mirando hacia dentro de sí mismos? Hablo de aquellas mentes tan perturbadas como excepcionales, cuyas características psíquicas no responden al orden común y tampoco están interesadas en compartir la cordura general. Todo este intento absurdo de filosofía podría ejemplificarse con otra absurda, efímera y anecdótica, aunque apasionante, desventura de poco más de treinta años. Una desventura que tenía por nombre Domingo Beltrán. Por la actualidad, la gente suele referirse a él como un hombre en situación de calle o solo se limitan a llamarle “Mingo el demencial”. Pero su historia, por más desagradable y eludible que sea, no siempre fue así. Es cierto que para propios y extraños, su vida representaba una superposición de tragedias constantes y bien distribuidas en lo que él tenía a bien llamar vida, pero asimismo cobijaba ciertas cualidades que iban encaminadas a lo más extraordinario del intelecto humano. Saber si dichas capacidades surgieron como inspiración en respuesta a una existencia llena de infortunios, es algo que hasta la fecha no se sabe. De hecho, nada se sabe con veracidad. Domingo Beltrán nació por el año de 1985. Desde su llegada, la ironía ya estaba tocando la puerta al haber entrado al circo de la vida un 14 de febrero, fecha en donde las personas solían depositar sus sentimientos y ambigüedades, cosas de las cuales él tuvo poco entendimiento. Su madre era Estela Romero, mujer de piel morena, sonrisa cálida y además atenta. Los que la conocieron en vida sabían con seguridad lo buena persona que ella era. Ojalá, Domingo Beltrán, hubiera tenido la oportunidad de experimentarlo de primera mano, pero no fue así, pues apenas cuatro meses después de nacido, ella contrajo una horrible bronquitis crónica. Eso le causaba una tos constante e interminable, tan escandalosa, que el pequeño Domingo saltaba de su sueño todas las noches apenas logrando un descanso decente. 6


A raíz de eso, el bebé comenzó a dormir con Mariana Beltrán, su hermana mayor. Ese desprendimiento prematuro del cobijo maternal sería solo el comienzo de toda su soledad, ya que ese mismo año su madre moriría de aquella enfermedad, sin poder disfrutar del crecimiento y la crianza de su hijo y la maravilla de ser madre por cuarta ocasión. Para ese entonces radicaban en San Miguel de Allende y hay que decirlo, era un lugar hermoso que con bastante éxito solía considerarse en México como una ciudad de la época colonial. Su arquitectura barroca española tenía algo de encantador y hasta la fecha un lugar turístico excepcional. Pese a sus encantos, no fue suficiente motivo para que la familia en luto continuara viviendo en ese lugar luego del desafortunado evento. Saúl Beltrán era el nombre del padre que ya en calidad de viudo, había resuelto que él mismo no sería capaz de solventar a sus cuatro hijos. No pasó mucho tiempo antes de que decidieran abandonar San Miguel de Allende y mudarse a la ciudad de León. Por compasión fueron recibidos por su hermano Enrique Beltrán. Habían llegado ligeros, con apenas algunos pares de cambios de ropa y poco dinero. Su comienzo en esa nueva ciudad a primera instancia había sido benevolente. Los hermanos con buena edad junto con su padre comenzaron a trabajar en los mercados cercanos. En cuanto a Domingo, su desarrollo en plena soledad era todo un misterio, fue un niño reservado en sus primeros años. Gustaba mucho de mirar las paredes de la casa por largos intervalos de tiempo, en especial aquellas ausentes de color y de formas. Lo cierto es que solo él sabía cómo llenar el vacío pálido de los muros con su innata imaginación. Si bien dichos hábitos implicaban el comienzo de una conducta anormal, en realidad no importaba.

Todo eso pasó desapercibido para cualquier mirada atenta mientras que permanecía solo la mayor parte del día. El ser humano es una criatura de repeticiones. No sabría qué hacer por sí mismo si el entorno no le ofrece un estímulo o motivación a seguir. Si el aprendizaje es el resultado de la observación del exterior, el aprendizaje de Mingo en cambio fue en un ambiente infértil que lo había obligado a mirar hacia sus adentros e intentar patéticamente encontrar un propósito. Sin pauta ni enseñanzas de ningún tipo salvo las que su inmaculada mente podía ofrecer. Nadie sabe lo que veía a través de los muros. 7


Cuando Mingo cumplió cuatro años de edad su padre murió. Ese fue el punto y aparte de la disfuncional familia. Sus hermanos con quienes jamás cultivó un afecto fraternal se fueron al cumplir los quince años. Su hermana mayor que había jugado el rol de madre se casó más tarde con Antonio Vidal. Lo había conocido en el mercado y ese mismo año por necesidad, viajó como indocumentado a los Estados Unidos de América. Con él había tenido tres hijos en los subsecuentes tres años. Mingo, por su parte, tuvo que hacerse cargo de sí mismo a partir de los doce años. Trabajó como lo hicieron sus hermanos en el mercado, cargando costales de papa o lavando autos en el estacionamiento. —Era muy trabajador aunque introvertido—

Antonio Vidal, quien en su tiempo le había jurado amor eterno a su propia hermana, decidió finalmente abandonarla y casarse con alguien en el extranjero. Ese pesar fue de algún modo su motivación, pues todo su dinero lo enviaba de manera puntual a la ciudad de León para que así su hermana pudiera solventar una vida y la de sus hijos. Su causa siempre había sido noble y nunca fue dueño de sus decisiones. Su existencia parecía simbolizar una ola envuelta en tragedias a las cuales él se acoplaba.

Decían los empleadores. Lo más destacable de su personalidad era su mirada desprovista de vivacidad, pero a la vez, parecía ocultar un gran secreto, uno que nadie supo desvelar en aquel tiempo. Los muros en blanco nunca dejaron de ser su afición, pero aquel hábito extraño pareció desvanecerse al filo de la necesidad.

II

A los catorce años su hermana y él habían resuelto que lo mejor para su vida era dejar de lavar coches en el estacionamiento del mercado e ir a donde estaba su cuñado en busca del sueño americano. Viajó a los Ángeles California, en poco tiempo se había convertido en su nuevo hogar. Con ayuda de su cuñado tuvo nuevos empleadores, por primera vez supo lo que era ganar. Fue así que su ambición también se acrecentó. A los diecisiete ya era un hombre, aunque mal encaminado. —Siempre tuvo problemas con la ley, era un drogadicto y además vendía esa porquería—. Decía su cuñado. Pero Mingo parecía tener sus razones, estaba decepcionado del orden de las cosas. 8

Pero su noble gesto no duraría mucho. A los pocos meses sería procesado y cumpliría cinco años de prisión en San Quintín por venta y consumo de drogas. Era apenas un niño, pero su resiliencia siempre fue a precederlo aún en sus días más oscuros.

La cárcel es la segunda vida de quien se la busca, y él fue un claro ejemplo de todo eso. Su buena conducta, aunada a un sinfín de favores tanto benignos como desagradables, fue el resultado de que su condena se redujera a poco más de tres años. En todo ese tiempo trabajó como cocinero de la prisión e incluso en esos lugares el capitalismo y los cambios de divisa, dejaban algún beneficio. Se había hecho de buena capital ahí dentro. Sus motivaciones eran en cierto modo de carácter filántropo, pues su única voluntad yacía en volver a ver a su hermana y brindarle a ella y a sus hijos una buena parte de su esfuerzo obtenido. Si bien todo lo descrito es fácil de redactar, para Domingo y sus asimilaciones, su vida ya era otra. La soledad se asentó aún más en los muros grises y opacos de su celda, fue en ella que después de tanto tiempo, comenzó de nuevo a imaginar extraños mundos en forma de murales como cuando era pequeño.


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Mundos mejores o cuando menos más apasionantes que el que estaba ante sus ojos ordinarios y los de toda la gente. Así pues, nunca estuvo solo y en realidad había recorrido todo el mundo en su mente. Al salir de prisión fue deportado a México. Llevaba una maleta con pocas pertenencias, nunca fue un hombre ambicioso, pero llevaba una gran cantidad de efectivo que se contaba en dólares. Ahí estaba su propósito a corto plazo. Uno que vio la luz muy poco tiempo. Atravesó ciudad Juárez, su interés estaba puesto en tomar un camión hacia la ciudad de León donde su hermana ya le esperaba, pero las cosas no salieron según lo planeado. Fue asaltado con violencia en una avenida y despojado de todo cuanto él era. De todo eso cuanto había construido material y en dado momento psíquicamente. Grave fue el desacierto al resistirse del atraco, pues uno de sus agresores lo golpeó con la culata de un arma con tal fuerza, que quedó inconsciente por varios días en un hospital público. No llevaba documentos. Era un desconocido, un vagabundo, un hombre en situación de calle. Luego de eso, poco se supo sobre su paradero. Muchos atribuyen que las heridas del atraco causaron un colapso mental que lo llevó a ser lo que en la actualidad era. El golpe pudo haber modificado su conducta o bien lo llevó a concluir que todos sus esfuerzos no valían en una vida sin favoritos. Si alguien lo reconoció en la calle alguna vez, alegaba que se le veía merodear por las calles como si fuera un indigente. La mirada era perdida, similar a cuando solía mirar los muros en blanco. —El golpe causó un daño irreversible en su cerebro, provocando una demencia senil—. Dijo el médico que lo atendió de mala gana y tras los intentos de su hermana por buscarlo, los años parecían escurrirse de manera exagerada. Nadie volvió a saber de él en mucho tiempo. 9


Sus familiares más cercanos, siendo muy pocos, ya lo daban por muerto. III Quince años pasaron en los cuales Mingo el demencial se mantuvo en el anonimato, si es que todavía existía. Nadie supo si había razones para desaparecer o si solo se trataba de un altercado en contra de su humanidad que le costó la vida dado el testimonio de su muerte o posible demencia. De alguna manera, todo lo dicho guardaba algo de verdad, pero en quince años dejó de importar. Los hijos de Mariana Beltrán crecieron y apenas sabían de la forma y modales del que una vez fue su tío mediante llamada. Ella por su parte decidió que estaba mejor muerto. Era poca la gente que le estimaba o recordaba de manera directa por lo que no fue precisa una investigación formal de su paradero. Vivió y desapareció como un marginado, un solitario, un loco. Fue un 11 de octubre de 2015 que un conocido de la ciudad de León reconoció de milagro el rostro agudo de Mingo Beltrán. Llevaba la ropa raída y zapatos desgastados. Su cabello era cenizo, largo y esponjado, similar a enredaderas poco aseadas. Su piel era oscura por el intenso sol y su mirada aunque determinada, no parecía ir a ninguna parte que no fuera sus pensamientos. Mingo el demencial había aparecido luego de tanto tiempo en la muerte. Su hermana volvió a acogerlo como cuando había muerto su madre y los primeros meses no dejó de hacerle preguntas, pero las respuestas no eran las esperadas — Mingo es de pocas palabras. Decía cosas sin sentido y cuando estaba más despierto, de lo único que hablaba era sus largas caminatas junto a la carretera. Hablaba de paisajes bonitos, escenas muy feas y profundas que nadie entendía—. Decía Mariana cuando le preguntaban. Con la poca evidencia de sus años vividos, pensaron que dedicó todo ese tiempo en recorrer carreteras solitarias desde ciudad Juárez hasta al fin llegar a León cuan perro extraviado. En cuanto a su conducta, siguió siendo la misma persona que cuando era niño. Miraba los muros y dibujaba con la mente cosas en ellos. A pesar de que le otorgaron una habitación propia y una cómoda cama donde descansar, él solía dormir en el piso, una condición, según dicen, resultado de dormir por tantos años en la calle. Domingo Beltrán no tenía mayor anhelo que seguir su camino a pie a donde sea que su perturbada mente le dictara. Era alguien que pasó desapercibido ante el mundo y poco demostraba ante el futuro. Un día Mariana Beltrán recibió una llamada de una mujer anciana que vivía en la frontera entre México y Estados Unidos. Preguntó por Mingo Beltrán, pero ella se limitó a describir su situación y demeritar su existencia alegando que sufría problemas mentales. 10


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La mujer al teléfono, que se presentó con el nombre de Eusebia Ramírez, no solo refutó todo lo dicho sino que también tachó al buen Mingo de ser un genio. Alegó que él le había comprado una propiedad cerca de su domicilio hace más de quince años. Era una casa bastante amplia en donde había dejado todas sus pertenencias. Mariana quiso saber más al respecto y una vez supo la ubicación fue hasta allá. La casa en cuestión estaba en desuso, pero dentro había un centenar de pinturas de toda clase de estilos. Algunas de tema hiperrealista que dejaban ver casi de manera fotográfica, escenas de cárceles, de calles de california, de caminos de dudosa ubicación, paisajes edénicos y otros grotescos. Todos con una habilidad admirable y lo más importante, todas hechas por Mingo. Eusebia Ramírez se comunicó porque estaba interesada en comprar todas las pinturas que había visto en la casa. Mariana que conocía poco de su valor artístico, las vendió a un precio muy bajo junto con la casa. Pensó que tales propiedades no serían de utilidad para alguien en las condiciones mentales de su hermano. Aquel extraño suceso no fue más que una anécdota interesante y poco comprobable que se desvanecía al poco tiempo. En cuanto a Mingo Beltrán, su vida y todo lo que pudo asimilar en esta, es algo que solo él podría decir si fuese consciente de ello, y poca justicia le hacen estas vulgares palabras. Es cierto que era un ser tan excepcional como incomprendido. A menudo el término locura es visto de modo fatalista y malicioso, pero como diría uno de los maestros universales del relato corto y la novela gótica: la ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia.

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David Martínez Balsa Te levantas a las nueve de la mañana, tarde para la rutina que has seguido durante la mayor parte de tu vida. Una rutina ya casi suprimida por esa expresión de tristeza que atiborra tu rostro de más arrugas. Tienes unos cuantos años encima, aunque no los suficientes para justificar que pareces moverte encadenado a un andador invisible. Eres ágil, solo has consentido al cuerpo olvidarlo. Tu mente sí te lo recuerda cada amanecer en un tortuoso despertar. Quien solías ser y quien eres ahora. La soledad de la casa te lanza directo a la cárcel de tus pensamientos donde empiezas a sentir el azote de los reos que comparten celda contigo. En la cocina encuentras el café aún caliente en el termo. Te sirves el fondo de una taza. El café en exceso es malo, reflexionas. Vas a la mesa del comedor, allí reposa una caja de cigarros, casi vacía. Enciendes uno y mientras exhalas, prometes reducir las dosis de nicotina diarias. El verdadero tormento empieza cuando sientes una leve cosquilla en el muslo derecho. Luego, una extraña sensación, como si una corriente de calor te reptase por el interior de la pierna hasta detenerse en la rodilla y languidecer poco a poco. Enseguida, sabes que tienes algo malo. No sabes a ciencia cierta qué es, solo sabes que es malo. Mientras tanto, tus compañeros de celda asienten al mismo tiempo, de acuerdo con tal razonamiento, pues, ¿qué otra cosa pudiera ser ese calor extraño en tu muslo si no algo malo? Incluso, puede ser muy malo. Malo de presagio de muerte. A lo mejor un cáncer, te susurra otro de los reos al oído. No quieres oír la palabra, ni pensarla. Sin embargo, la conoces, su concepto y repercusiones. En cuestión de minutos, alimentas la sospecha de que te tocó la carta mala a la hora de repartir los destinos finales. Morirás de cáncer. Eres un buen candidato: fumador desde los doce años, bebedor hasta los cuarenta, y tu última sesión de ejercicios fue a los treinta y cinco. ¿Por qué no pudiera ser cáncer? ¿Y por qué tiene que serlo?, te repites una y otra vez, inmerso en una dualidad de opiniones contra tus compañeros de celda. Ellos caminan junto a ti, te tocan el hombro si intentas ignorarlos, gritan si finges sordera.Vas al baño. Te cuesta trabajo, culpa de las hemorroides. Hoy las sientes extrañas, casi afuera. Al terminar, no descargas. Necesitas examinar lo que hay dentro del inodoro. Buscas rastros de problemas intestinales. Tus heces fecales no son las de antaño, carecen de la dureza que juzgas sinónimo de salud. Tras casi diez minutos de análisis, sin llegar a un veredicto concreto, decides descargar el baño. Quizás mañana veas algo distinto. Te sirves otro poco de café en la cocina. Mientras lo bebes, tus ánimos reciben una nueva magulladura, al recordar que antes, eras tú quien hacía el café, luego de llenar de agua todos los cubos de la casa, poner a hervir la leche del nieto y organizar todo para ir a darle pelea a la cola de los mandados. Ya no, ahora es tu hijo quien prepara el café, antes de irse al trabajo, tu esposa la que llena los 12


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cubos y tu hija la que hace la leche del niño. Ninguno expresa quejas, pero distingues en sus expresiones esa leve sombra de decepción, fruto de comparar al hombre de otra época con este de ahora, un peatón en los corredores de la casa, comprometido a tareas hogareñas frágiles e impropias de un paterfamilias respetable. Te duele todo ello, pero ¿de dónde sacarás la fuerza, el espíritu de pelea? Aunque tu legítimo horror es no entender cómo olvidaste tu propia voluntad de hierro o peor, el hecho de no lograr redescubrirla. Solías librar cualquier batalla sin importar la envergadura o el esfuerzo implícito. La edad y las limitaciones que ésta empezaba a imponer a tu físico, jamás fueron un freno. Te cagabas en todo eso. Ahora no. Ayer cargaste el tanque de veinte litros de petróleo que tenías en el patio. Lo llevaste en un recorrido corto, a través del pasillo de la casa y hacia el parqueo, ubicado afuera, a la derecha del portal. Al terminar, tu rodilla sonaba y el dolor del hombro te impidió desacreditar la preocupación de sufrir algún mal en los huesos. Tampoco aceptaste tomar analgésicos, pues odiarías exponer tu organismo a la toxicidad de las pastillas. Además, ya con las que tomas para los nervios tienes suficiente. Con el cigarro en la mano, das un recorrido por la casa. Quieres acabar de espabilar los músculos todavía resentidos de las cuatro horas que pasaste durmiendo en la silla anoche, antes de que tu esposa te conminara a ir a la cama. Eso siempre ocurre, lo de quedarte dormido frente al televisor, pero antes no era tan radical el castigo que se cernía sobre tu cuerpo a la mañana siguiente. Puedes culpar a los años de eso, aunque rápida, tu mente insiste: tal vez es una enfermedad en los huesos de la que tu renuencia a someterte a un chequeo ha impedido cobrar conciencia. Te detienes en el cuarto de tu hijo. Permaneces varios segundos en el umbral de la puerta contemplando el interior, mientras tratas de decidir si concretar el ansia que te ha invadido al llegar ahí. Entras y giras a la derecha; quedas frente al espejo. Sientes el pesar formarse en tu vientre y ascender a toda velocidad hacia tus ojos, transformado en un llanto. Logras detenerlo. Ya eres toda una autoridad en estancar las lágrimas. ‘’Qué flaco estás’’, se quejan tus compañeros de celda. ‘’Flaco, decrépito, enfermo, muerto’’. Para colmo de males, hay un retrato encima del espejo. Están tus dos hijos, tu esposa y tú, de pie, sonriendo a la cámara. Recuerdas aquella ocasión, en la que fueron a visitar a tu hijo a la previa del servicio militar. Tienes puesta una gorra y un pulóver gris que te queda apretado. En ese tiempo, te acompañaban los vestigios de la complexión atlética labrada en tu juventud. Ahora los músculos de tus brazos son tiras de pellejos arrugados que 13


cuelgan de unos huesos frágiles. Apartas la vista de la foto. Transitar el pasado ya no sirve para jactarse de los logros de la vida. Solo trae un martirio que se funde con tu situación actual y plaga de hiedras venenosas la visión del futuro. Casi sueltas un grito al oír el timbre de la puerta. Dedicas unos segundos a recobrar la compostura. Vuelves al pasillo y recortas a paso lento el tramo hacia la sala. Al alcanzar la puerta, ni te molestas en preguntar quién es. Ya lo sabes. Abres a Fabián, el chofer que, en estos tiempos de penurias, has escogido para manejar tu carro. ‘’El carro necesita seguir caminando’’, reflexionaste hace unos meses, cuando decidiste dárselo a este hombre delgado pero fornido, quien ya en la mitad de los cuarenta, luce más joven de lo reflejado en su licencia de conducir. —Dime, viejo, ¿cómo está la cosa? —te sonríe al estrechar la mano que le extiendes, sin percatarse del daño que hace a tu moral el hecho de que se refieran a ti como ‘’viejo’’, así sea de cariño. Si él supiera cuanta lucha le plantas diariamente a esa palabra. Y lo peor: en estos días, todo el mundo, al toparse contigo, comenta lo flaco que luces, o señalan el incremento de arrugas. Al oír semejantes cosas, vuelves a la casa con el semblante turbado y al primero de tus familiares que llegue del trabajo, le lanzas la queja de que fulano te dijo que debías ir pensando en entrar al asilo, porque tus días de vigor acabaron. Tus hijos y tu esposa te recomiendan renegar de las habladurías. ‘’No vivas con la gente’’, insisten. Lo irónico es que roban de tus labios palabras que solías usar. Pero no puedes evitar sentir el vacío en tu estómago cuando, tras oír las burlas o las opiniones casuales de alguien respecto a los cambios en tu fisionomía, te miras en el espejo y oyes las voces de los reos susurrar que sí, tal vez la gente tiene razón. De verdad has cambiado; ya no eres el mismo y vas de mal en peor. Fabián dice que sacará el carro. Resolvió un viaje al aeropuerto dentro de una hora. Antes, 14

quiere medir el aceite, comprobar que dispone del combustible suficiente y darle vida un rato al motor, no vaya a ser que al bicho le dé por romperse en el momento de salir. Le dices que espere un momento, buscarás la llave del carro. Te giras para ir a tu cuarto y nada más empiezas a caminar, oyes el grito de Fabián, pide un poco de café. Todas las mañanas lo mismo, y todas las mañanas combates el deseo de gritarle que no, que esto no es una cabrona cafetería y que bien caro que te sale el café y él viene a tomárselo como agua. Por si fuera poco, ya el carro no busca tanto dinero. Cuando tú lo manejabas, constituía el auténtico sostén de la casa. Ahora, si acaso permite comprar la comida. Los lujos quedaron relegados hasta que tú logres hallar el sitio donde se te extraviaron los nervios. En una de las esquinas del comedor descansa la radio encima de la mesa. La enciendes, sintonizas radio FM, subes el volumen y continúas tu trayecto a la cocina, donde sirves una taza de café para Fabián. Se la llenas hasta la mitad. ‘’Hay que ahorrar’’, te dice uno de los reos, pese a que consideras el acto un gesto de egoísmo en lugar de sensatez, no obstante, eres incapaz de sacudirte la necesidad de racionar las cosas, de estirarlas y estirarlas, víctima de la vana ilusión de que lograrás conservarlas por siempre. Prestas oído al dicho popular de que el dinero es superfluo, cosa que tienes hoy y quizás mañana, tu muerte te impida disfrutarla. Lo oyes, asientes pero para tus adentros, prefieres limitarte a los confines angostos de la prevención.


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Llevas la taza de café a Fabián. Lo encuentras en la calle, ya con el carro afuera. Revisa el aceite. Luego de beberse el café y encender un cigarro, repite lo del viaje al aeropuerto. Le dices que no hay problema, que cualquier cosa te llame por teléfono. Quedan de acuerdo en que Fabián saldrá en diez minutos. Entonces, vuelves a la casa y te encaminas al comedor. Allí, tomas asiento y lees un rato el periódico mientras prestas oído a la radio. En secreto, deseas que en el periódico no aparezca ningún artículo de esos raros, en los que a veces informan de los síntomas de cualquier enfermedad, o que en el radio no anuncien el descubrimiento de que una molestia en el pie derecho puede significar cáncer de próstata. De oír o leer algo similar, enseguida te apropiarás de los síntomas y serás víctima de la enfermedad. Tu cuerpo se ha vuelto tu peor enemigo y libra contigo una batalla de perseverancia en la que cuando no eres derrotado, si acaso logras alcanzar tablas. Tienes aliados en esa guerra, a pesar de no escucharlos. ¿O acaso tus hijos no te han dicho en repetidas ocasiones que esas molestias corporales son comunes? ¿Que ahora tu anatomía no logra ponerse a tono con el ritmo? Antes eras un hombre en constante movimiento, no parabas en la lucha. Ya no, pusiste los frenos y es más el tiempo que permaneces inactivo. También eliges obviar las palabras de tu esposa, quien, como tú, ya pasó de los sesenta, y consciente de los achaques de la edad al físico, te intenta

recordar a diario que tú también alcanzaste esa etapa, que eres inclusive más viejo que ella y, no obstante, en muchos aspectos sigues ostentando una mayor agilidad. Sin embargo, los otros reos no dejan de gritarte al oído y tú no logras enmudecerlos.Te levantas y emprendes tu faena diaria para transitar por el día, cuyas horas últimamente se alargan demasiado. Barres la casa de punta a cabo, le echas agua al patio y a las macetas, recoges la ropa de la tendedera, la organizas y guardas en las gavetas. A las once y media preparas tu almuerzo: dos panes con jamón y un vaso de refresco. Alrededor de la una de la tarde, regresa Fabián y guarda el carro, siempre bajo el acecho de tu mirada cansina. Le preguntas, por cortesía, cómo fue el viaje, aunque realmente no te interesa, solo te interesa que no sabes si padeces alguna enfermedad y que no hallas el modo de recuperar tus nervios. A las dos de la tarde, te acuestas a dormir la misma siesta de todos los días. Sospechas que despertarás entre las tres y las tres y media. No quieres soñar, pero siempre lo haces. Todo lo que ves en tus sueños lo interpretas, de una forma o de otra, como un mal augurio. Hace unos meses, estabas convencido de que alguien te había echado una brujería de la que ningún babalawo te iba a sacar. Finalmente, varias visitas a distintas videntes te convencieron, bueno, más o menos te convencieron de que si hubo brujería, ya no quedaba nada. Allí, tendido boca arriba en la cama, antes de quedarte dormido, elucubras cómo será el resto del día. Te levantarás a las cuatro y vagarás por la casa acompañado de los otros reos, seguro de que nunca saldrás de este tormento, seguro de tener cáncer o ‘’algo’’ malo que te apartará de este mundo de un momento a otro. A las cinco de la tarde comenzará a llegar la familia del trabajo. 15


Primero tus hijos y por último tu esposa. A todos los intentarás detener y hacerles escuchar la misma música que compones cada día, solo que, con diferente instrumentación, ejerciendo tú la función del frontman de la banda. Que si me muero, que si cuándo voy a salir de este bache, que si esto, que si lo otro. Verás la decepción en sus rostros, el hastío, las ganas de gritar que te calles, que basta ya de lo mismo. Los verás sufrir a tu expensa y te dolerá y sabrás que es injusto, pero no lograrás reprimir el impulso de expresar lo que te carcome por dentro, de darle voz a este dolor inmune a medicamentos, charlas. A todo. Te dirán que vayas al médico, pero esas visitas te asustan y justificas su irrelevancia con el hecho de que el médico no podrá hacer nada, o no sabrá qué es. Habrá un aparente desdén en tu tono, aunque realmente te asusta salir y que la gente note la diferencia entre este espectro que les extiende la mano y el hombre fuerte que solía ofrecerle una sonrisa a cada día de trabajo, sin importar cuán arduas fueran las perspectivas de enfrentarlo. Poco a poco, te irás quedando dormido y a los veinte minutos, quizás más, quizás menos, llegaré yo. Tengo preparada la excusa de que vine a buscar los audífonos, pero en realidad, vine a darte una vuelta, para cerciorarme de que sigues aquí con nosotros y no te has ido por completo, que no has intentado hacer algo que en tu rostro veo ganar cada día más terreno. Te observo largo rato, sin que mi mente logre forjar una estrategia, cualquier cosa que logre devolvernos a la persona tan añorada en esta casa. Ya se ha probado de todo, hablar contigo, gritarte, los dichosos consejos, pero nada resulta. ¿Qué decirte? ¿Adónde llevarte? Si la verdad es que solo una persona puede sacarte de esa prisión y lograr que esos reos dejen de sembrar malas raíces en tu espíritu…

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Daniel Frini Esto es, palabras más, palabras menos, lo que nos contó el viejo Vélez: El «Amelia» estaba a la altura del paralelo 38, a unas diez millas un poco al sur de Mar del Plata. Fue allá por el año ochenta y uno, ochenta y dos, a más tardar. Me acuerdo porque fue una de las últimas zafras rendidoras del bonito. Después, no sé si conoce la historia, empezaron a traer el atún de afuera, y nos tuvimos que dedicar a la pesca de la merluza. ¿Usted sabe cómo se encuentra el bonito? No hay sonar ni radar que valga. Se trata de ver el cardumen. Desde cubierta, al salir o ponerse el sol, se busca, a ojo limpio, el reflejo de los lomos plateados. Si se anda con suerte, las gaviotas ayudan: donde hay gaviotas, hay anchoítas, y si hay anchoíta, lo más probable es que, debajo esté el bonito. Ese día navegábamos con rumbo norte y, desde temprano, habíamos estado en cubierta forzando la vista hacia el este. Casi en el horizonte, una reverberación nos señaló el cardumen. Viramos para perseguirlo, y a eso de media mañana, el capitán empezó a largar la red cerquera para rodearlo, moviendo el barco de acá para allá. Estábamos en esa maniobra, cuando Gauna contó, como al descuido: ―El capitán estuvo toda la madrugada relojeando el barómetro. Parece que se nos viene una movida de allá ―y señaló hacia el sur. Se veían lejos unas nubes; pero por lo demás, era un día claro. Sin embargo, ya se sabe que el mar no avisa. Al mediodía, el cielo de color azul se volvió gris y tuvimos que enfundarnos en los trajes de agua para aguantarnos el chubasco. Al minuto nomás, la lluvia se hizo tan intensa que el capitán decidió poner el motor al ralentí porque las gotas hacían daño en la cara y la visibilidad era pésima. Los cabritos de las olas empezaron a crecer con la intensidad del viento. Entré a la cabina para buscar unos guantes y, justo al salir, vi un enorme fogonazo seguido por un chasquido brutal que sonó como un desgarro, seguido de otros más pequeños. Hubo varios rayos seguidos y, cerca del barco, se veían los surtidores de vapor que causaban. Calculamos que fue uno de ellos el que nos dejó sin radio. 17


Y la cosa se puso peor: el viento llegó a los ochenta, cien kilómetros por hora; el mar se retorcía en olas de más de ocho metros y la lluvia caía a baldazos de un cielo grande y negro y barría la cubierta. El capitán ordenó capear, navegando despacio, porque el «Amalia» se movía en una travesía llena de pantocazos, escoras cada vez más pronunciadas y ruidos del trepidar de la hélice cuando salía del agua. Los doce que estábamos en cubierta nos metimos en la cabina y trincamos las puertas. Alguien gritó «¡Viene una grande!». Nos agarramos de donde pudimos, y la ola nos impactó con un ruido espantoso y arrancó de cuajo la puerta de proa. ¿Vio en las películas que cuando el agua entra por la puerta de un buque parece una catarata? Bueno. No es como en las películas. El agua entró a una velocidad infernal, con la forma de la puerta, y con ésta como locomotora casi hasta la mitad de la cabina, desmantelando todo. Calculo que ahí fue cuando se inundó la Sala de Máquinas, porque ni dos minutos después se plantó el motor. Entonces, el capitán preocupado, llamó en un aparte al viejo D’amico y le dijo: ―Oiga, D’amico, estamos en un brete muy bravo. ―Y que lo diga, capitán. ―Tengo que pedirle algo. ―Mande, nomás. ―Usted es un hombre de fe, ¿no? ―Sí, señor. ―¿Mucha fe? ―Creo que sí, capitán ―Sabe que la cosa está jodida. ―Sí. ―Que nos quedamos sin radio y sin motor… ―Sí. ¿Quiere que guíe el rezo del Santo Rosario? ―En realidad, quiero pedirle algo más concreto. Voy a necesitar que vaya caminando a pedir ayuda. ―¿Caminando? ―Sí. ―¿Sobre el agua? ―Sí. No le voy a decir que como Jesús. Digamos que como Pedro pero sin dudar. Y con algo más de fe, para qué voy a mentirle: el mar de Galilea no estaba tan furioso. ―Trataré, capitán ―contestó D’amico mientras se persignaba. El viejo acomodó su traje de agua amarillo y ajustó su capucha; lo ayudamos a sellar mangas y botamangas con cinta de embalar para impedir la entrada de agua; se calzó un par de salvavidas en la cintura ―nunca se sabe cuándo puede flaquear la fe―; revisó sus botas y calzó sus guantes. El capitán le dio una brújula y las indicaciones necesarias para que 18


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siempre fuese hacia el oeste. Se persignó otra vez, y esperó a que la próxima ola alcanzase la altura de la proa para saltar al agua, como quien sube a una escalera mecánica. Trastabilló y se ayudó a mantener el equilibrio con sus brazos a la manera de un equilibrista; pero enseguida se repuso y se alejó del «Amalia» con pasos cortos primero, y más decididos después. Nosotros lo mirábamos asombrados e incrédulos. No todos los días se ve un milagro. Parecía que el mar estaba poseído por el diablo y le doliese que alguien se atreviera a desafiarlo y lo golpeaba con olas tres, cinco veces más altas que él; de frente, de atrás y de costado. En un momento, el viejo D’amico levitaba a dos metros del agua caminando en el aire, y al siguiente estaba hundido hasta el pecho como en la nieve. Y así nos fuimos separando. A unos cien metros se paró en el valle entre dos olas, nos miró y levantó su brazo en señal de saludo y lo perdimos de vista. Pasaron unas dos horas, la tormenta se hizo llovizna, el mar se calmó; pudimos achicar la sala de máquinas, limpiar los filtros y encender el motor después de cuatro o cinco intentos. Bastante averiados, con un susto grande y sin la radio. El capitán ordenó navegar hacia el oeste tratando de encontrar al viejo si aún no había alcanzado la costa. Nos apostamos todos en cubierta, cansando la vista, hasta que, ya en el crepúsculo, alguien lo vio a unos mil metros sobre la banda de babor a popa. Faltaban unos cuatro kilómetros para llegar a la costa, un poco al norte de Santa Clara. Caminaba arrastrando los pies, con sus manos aferradas a los salvavidas. Sólo estaba vestido con su capucha de la que colgaban jirones de lona amarilla, unos calzoncillos gastados y una sola bota que había perdido su suela, subiendo y bajando en su pierna derecha. Llevaba los ojos bien abiertos, la vista fija en la franja de tierra y no respondió a nuestros gritos ni a la bocina del barco, ni siquiera cuando estuvimos a su lado. Gauna sacó el cuerpo inclinándose fuera de la borda y le tocó el hombro. Sólo allí el viejo se sobresaltó y nos miró como a fantasmas. ― éjeme llegar, capitán ―dijo el viejo mientras peleaba con nosotros que D queríamos tomarlo de los brazos para subirlo a cubierta. El capitán nos hizo una seña para que lo dejásemos. Habrá pensado que había pasado lo peor o que merecía el premio por su esfuerzo. Lo soltamos, y D’amico siguió caminando. Lo seguimos desde unos treinta metros entre admirados y enternecidos. El caso es que se hizo de noche y no pudimos acercarnos más por miedo a encallar. Creemos que llegó a la costa, pero nunca más volvimos a verlo. A los diez días, la prefectura abandonó la búsqueda. Gauna dice que quizá se hundió en la tierra; pero yo no le creo.

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Lilia Adriana Pimentel Linares En donde vivo florece a destiempo. Los paisajes coloridos y florales que muestran los libros y las imágenes de internet cuando uno busca “primavera”, no aparecen en el tiempo en el que deberían. Esta estación comienza en marzo, específicamente el día del natalicio de Benito Juárez, aquel presidente que nació en un pueblito oaxaqueño hace ya un largo tiempo (mamá se sabía casi completa la biografía de este personaje). La primavera arriba en marzo y se despide más o menos en junio para cederle el protagonismo al verano, las playas y los bikinis y trajes de baño exhibidos en las tiendas. Es una bonita estación la primavera, sobre todo porque sustituye al invierno: no más frío quemante hasta los huesos ni pies helados bajo los dos pares de calcetines de felpa. La primavera es el inicio de la alegría y la plenitud. Los colibríes revolotean sobre las flores y los niños disfrazados de abejas, mariposas y demás flora y fauna, conforman los festivales escolares. Pero como he dicho antes, aquí donde yo habito, la primavera llega en otro momento.

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Durante el tiempo que dura esta estación (y a veces hasta inicios de septiembre), las jacarandas y las galeanas no adornan el paisaje; por el contrario, nada florece. Las calles y vías se hallan aisladas y vacías. De vez en cuando, sobre todo antes de dormir, caen unas cuantas gotas de lluvia ácida, (como, según los libros de geografía de la primaria, se llama a las primeras lluvias del año). No hay flores, pues poco sol alumbra los días, y, a veces, ni siquiera la totalidad de ellos. Los recuerdos de tiempos pasados se acumulan aquí donde vivo yo. Tiempos en los que sí florecían las plantas, y los árboles daban su fruto. Ahora solo dejan ver sus ramas quebradizas y frágiles, propensas a romperse o caerse en cualquier instante. Mientras otros lugares disfrutan la primavera, la hermosura de sus colores y la alegría, aquí hace frío. No cualquier clase de frío, sino aquel que inmoviliza y que ciega. No se puede ver o pensar más allá del frío que recorre uno a uno los rincones de este lugar. Inútilmente se han tratado de imitar los hábitos y las acciones de aquellos lugares en donde la primavera llega y se instala en las fechas debidas, pero es en vano. Se ha intentado plantar semillas de árboles primaverales, y rituales para atraer la tan anhelada estación han sido organizados, pero los árboles no germinan y los rituales fracasan. No siempre ha sido así aquí, he dicho antes. En el pasado, hace unos dos años, la felicidad se respiraba e incluso irradiaba a todos lados. Fue un buen año el de hace dos años: las copas de los árboles se colorearon de amarillo, rosa y morado. La luz del sol alumbraba todos los alrededores y las plantas crecían bellas y fuertes. Por eso el recuerdo duele tanto, porque ahora se compara con el nuevo panorama. Este triste, solitario y perdido nuevo panorama, que durante dos años se ha apoderado de aquí. La penumbra en que vivo llega a su fin en septiembre, como dije. En ese momento del año se comienzan a ver indicios de una flora distinta y fresca. También empiezan a desaparecer las nubes grisáceas, dejando así resquicios por los cuales se escapan pequeños (pero ya notables) rayos de luz. Es decir, que no todo el año se vive en las sombras. Llega un temporal en el que las cosas mejoran un poco y se comienzan a apreciar colorines y cacalosúchiles por las calles principales; aun así, es una lástima que aquí donde vivo la primavera sea inversa y llegue a destiempo en comparación con otros lugares. Pero es más triste aún que ese lugar donde vivo, soy yo.

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José Rodolfo Espinosa Silva La música es anterior a las palabras, a la poesía y a la civilización. Estaba ahí antes de la gran migración de África y del descubrimiento del fuego. Es un lenguaje sin palabras. Las ballenas cantan, y aunque no comprendamos lo que dicen, podemos sentir su dolor, ese dolor que compartimos todos los seres vivos. La música puede dormir a las bestias, asustarlas o ponerlas furiosas. Se puede crear música con casi cualquier objeto: un vaso de cristal, un escudo de cobre, incluso con la licorera vacía que llevo atada a la cintura. La melodía correcta puede atraer a todas las ratas de una ciudad hasta el río. Puede incluso llamar a todos los niños, instarlos a salir de sus casas y seguirme. He tocado la flauta y ciento treinta niños han respondido a la música. Dos largas filas de infantes caminan tras de mí mientras toco una de las tantas melodías que ensayé hasta la extenuación en mis años de aprendiz. Trismegisto me enseñó todo lo que sé. Después de quedar huérfano, cuando los galos invadieron mi aldea, llegó este hombre peculiar, más mago que sabio. Vestía de carmín, un sombrero de punta en la cabeza con un ojo que parecía seguirte por donde te movieras. Me pidió que le mostrara las manos. “Son manos de cazador”, me dijo. Pero no puso una espada en ellas, ni siquiera un cuchillo. Lo que colocó era metálico, pero sin filo. Una flauta. “A partir de aquí, dejaremos de hablar”, me dijo. Y él cumplió. Yo, cabezota como cualquier niño, le preguntaba cosas como: ¿a dónde vamos?, ¿a qué hora comeremos?, ¿cómo logras ese sonido? Él no respondía. Siempre llegábamos a algún sitio para trabajar, no pasé un solo día sin comer y aprendí a tocar, aprendí de ver, de escuchar. ¿Acaso el conocimiento ya está dentro de uno y solo venimos a este mundo a encontrar el conocimiento en nuestro interior? Mi maestro estuvo conmigo once años, luego, sin avisarme, sin decir palabra, desapareció. No lo he vuelto a ver. He llegado, las marcas en los árboles indican que estoy en el lugar correcto. Abandono la ribera y su música, el canto dulce y vivaz del agua, para adentrarme en la orquesta forestal, con sus lechuzas barítonos y árboles rumorosos. La melodía que toco perturba su paz. Puedo sentir en mi cara la hostilidad. Dos árboles sin vida forman con sus ramas cual garras, la puerta del demonio. Una efrit vive ahí. Tiene el cuerpo color canela y ojos felinos.

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Su cabello es largo y negro con una corona de cuernos en la frente. Su tamaño es tres veces el mío, pero sé bien que si se lo propone puede ser tan alta como una montaña. Dejo de tocar. —¿Quién perturba la entrada de mi hogar? —Soy un pobre músico al que le ha sido negado su pago. En venganza he despojado de sus hijos a mis deudores. —Creí que los de tu clase estaban extintos. —Magia conozco muy poca, tan solo un par de canciones. Pero soy un buen comerciante, y sé que los niños son un manjar para ustedes. —Lo son, lo son sin duda. Pero dime, flautista, ¿qué me impide matarte y quedarme con los niños? Con estos deliciosos infantes que tan gentilmente has traído hasta mi puerta. Doy un trago a mi licorera y la arrojo al suelo. Me limpio la boca con el dorso de la mano. Y levanto mi flauta con la otra. —Conozco la melodía de la muerte que hará que todos estos niños en trance pierdan la vida. Son solo seis notas, estoy seguro de que terminaré de tocarla antes de que puedas usar tus poderes sobre mí, entonces ambos perderíamos y tendrías que conformarte con un delgado flautista, que como mucho te servirá de mondadientes. —¿Cuál es tu precio? —Las llaves de tu hogar, después de este gran comilón te sobrarán fuerzas para hacerte dos o tres guaridas más, ésta será para mí. Necesito un lugar donde esconderme — las guaridas de los efrit pueden transformarse en desiertos, estepas o islas tropicales, cualquier cosa que el dueño desee— y las cien monedas de oro que se me prometieron. —O eres un hombre poco ambicioso o no estás al tanto de mis poderes, ya has dicho tu precio y lo pago. Una bolsa con oro se materializó a mis pies al tiempo que me arrojaba unas llaves de plata que atrapé con mi mano libre. —Tocaré entonces la melodía para sacarlos del trance. Y toqué. Las primeras tres notas la inmovilizaron, las siguientes veinticinco transmutaron su cuerpo en vapor, y las últimas doce la sellaron en mi licorera. Me apresuré a taparla. La metí en mi bolso, junto con el resto. Imaginé una isla con abundante comida y agua dulce. Y conduje a los niños hacia ella. Cerré con llave tras de mí. —¿Dónde estamos? —preguntó el primer niño en salir del trance. Esperé unos segundos, a que los demás despertaran. —Están en Nunca Jamás. Aquí son libres de los adultos y sus gobiernos. De los demonios y arcontes. Aquí podrán ser artistas, o jugar y cantar por siempre.

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Gabriela Torrissi —Inspector Lasarte, ¿qué novedades tiene? —¿De qué caso me está hablando? Cada vez vamos cerrando menos. —De la mujer que vino el lunes a las 15:14. ¿Se acuerda? ¿No le tomó la declaración usted? Se la pasó llorando. No se le entendía nada. Aparentemente la hija nunca llegó a la casa de la abuela. —A ver. Espere. Estaba desgrabando los testimonios de los testigos del incendio de anoche. No doy abasto. Desbloquea el celular. Busca en el bloc de notas el nombre que le ha puesto a la carpeta de ese caso. Podría crear una en la notebook, pero el teléfono le resulta más fácil, más cómodo. A veces, fumando mientras trata de dormirse, se le ocurre algo y entonces no tiene más que estirar la mano y escribir para no olvidarse. —Las cámaras de seguridad del peaje la captaron el sábado a las 9:45. Si aceptamos que de su casa salió a las 9, a una velocidad promedio de 90 kilómetros por hora, deduzco que no hizo ninguna parada. —¿No se detuvo a levantar a nadie? —Las imágenes del peaje la muestran sola. Podría ser que alguien estuviera escondido en el asiento de atrás, pero no creo. Vea: la mirada distraída, los hombros relajados. No parece estar preocupada ni asustada. —¿Encontró alguna otra cámara en el trayecto? —Aparece en la estación de servicio. —Cargó combustible. Claro. Para seguir el viaje. Para mí que se escapó. A esa edad, ¿viviendo con la madre? Y esa madre. ¿No le dio la impresión de ser muy protectora, como esas mantas que de tanto protegerlo uno termina ahogado? —No cargó. Entró a comprar cinco atados de 43/70. Accidentes no hubo. —Secuestro no me parece. La mujer que dice ser la madre no parecía tener muchos recursos. Digo, como para que le pidan un rescate. 24


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—Más tarde, las cámaras de seguridad del hipermercado la muestran en el semáforo en rojo en el último cruce de avenidas. Eso fue a los cincuenta minutos de haber salido de la estación de servicio. —Lasarte, ¿no tiene datos de algún novio o de las amigas? ¿Compañeros de trabajo? Porque ésta piba, ¿trabajaba o no trabajaba? —Nada. Encima se me dificulta la investigación porque el lugar de destino, o sea, adonde se dirigía la posible víctima, es medio inaccesible. Mucha sierra. Mucho árbol, ¿vio? No hay wifi. Perdimos el rastro del teléfono justo después del semáforo en verde, porque lo último que se ve es que toma la calle de tierra. Analizando el recorrido, no se escapó, siguió por el camino más fácil, de tránsito fluido, calles anchas o bien iluminadas, sin arboledas. No se estaba escondiendo.

—Atento, cabo Gutiérrez. ¿Me copia? Solicito informe avances de su investigación. “Aquí cabo Gutiérrez. Vehículo de la posible víctima estacionado en la base del cerro. Freno de mano activado. Sin rastros de sangre. Las huellas en el camino coinciden con la contextura de la buscada y avanzan hacia la cima. Más arriba hay una casa. La dueña, una señora mayor, sin sacarse de la boca el cigarrillo de esos negros, me informó que no vio a nadie. No recibió visitas”.

—¿Y el auto? ¿Qué sabemos del auto? Lasarte resopla. Quiere terminar de desgrabar. No le gusta desgrabar. Prefiere ir escribiendo en la notebook a medida que escucha. Es cierto que así puede prestarle atención a los gestos, las miradas. Observar el entorno, como dicen los superiores. Sabe que tuvo en cuenta el auto. Pero el jefe no le da tregua. Le dispara a quemarropa las preguntas, como si él no fuera capaz de hacer una buena investigación. Es cierto, también, que hace rato no se dice “caso cerrado”, “caso resuelto”, pero le gustaría un poco de consideración. —Mandé a la cabo a que tratara de terminar el itinerario, desde que se la pierde de vista hasta el supuesto lugar de destino. En el trayecto debe haber quedado algún rastro, un indicio de qué carajo le pasó. —Llámela. Que vaya adelantando qué pruebas encontró.

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Luis Moreno

De vacuidad e ignorancia este mundo ha padecido, y con virtud confundido, lucido con elegancia. Es dicho que con constancia quedará bien arraigado, y será el adoctrinado víctima de la mentira, y acabará con su vida creyéndose afortunado.

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Fernando Raluy.

Me inmiscuyo entre el ciprés y su figura toco la estrella que él toca la misma tormenta que rompe sus brazos quiebra mi tiempo y mis deseos de quedarme aquí hacen que él no se marche. Me licúo y voy en su savia a la carne verde de sus hojas y me enraízo como a vivir. Quién sabe qué es el ciprés ahora que en él vive un hombre que es una pregunta.

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Mario Evaristo González Méndez

pero no este día;

Un día callarán mis versos y una noche no tendré más sueños. Un día faltarán mis besos y una noche ya no habrá “te quieros”.

una noche, pero esta es mía.

Un día no habrá pensamiento y se hallará desnudo todo sentimiento. Una noche no sabré del viento que tomó de mi alma su divino aliento.

Un día luminoso no seré en el mundo y cubrirá mi tiempo velo moribundo. Una noche arqueada de cielo profundo arderá mi alma en misterio fecundo. Un día llegará puntual el día, una noche habrá que ya no es mía. Un día,

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Este día cantaré mis versos y esta noche sostendré mis sueños. Este día gozaré tus besos y al caer la noche escucharás: “Te quiero”.

Este día con inquieto pensamiento encarnó mi cuerpo un sentimiento: esta noche sentiré en el viento del eterno Amante su divino aliento.

Este día soy en el mundo y escapo del tiempo sin ser moribundo. Esta noche en amor profundo me abraza la vida, misterio fecundo.


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Vicente de la Serna

Un catorce de septiembre paradójicamente y sin proponérselo nació con un grito mi inefable alter ego ajeno absoluto a su destino deambuló como náufrago por calles, ciudades, barrios y sueños.

Jugó a ser niño a ser niño jugó cargando con su mundo por el mundo feliz cálido y desprotegido de su infancia sin saber que su ego perdón, su alter —viejo en alemán viajaba directo a su encuentro.

Buscó a tientas entender el misterio que anida en la mirada del otro o más bien de la otra pues en ello al menos alter y ego coincidían fuera por el atractivo natural que la cavidad femenina ejercía en él o por esa esperanza veterana de encontrar la media naranja aunque por desgracia siempre con magros resultados. 31


Como decía, buscó a tientas en otros cuerpos en otras miradas kundereanamente entenderse a sí mismo su finitud, tal vez la extensión de su piel y esa ánsia congénita de afecto que latía en su corazón.

Aunque su alter lo desaució de amor su ego porfiadamente lo mantenía en pie no de guerra que habría sido una alternativa sino de pie, frágil como un fuss note que busca destacar o aclarar en una frase algo al menos del significado de la vida.

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Y en ese andar dudoso a veces otras truculento sus pasos lo llevaron por diferentes épocas vivaldianas estaciones desolados paisajes dublineanos barcitos países y desorientados tranvías su cuerpo abrazó gustoso la causa de otros cuerpos sus brazos se abrieron buscando el abrigo de otros abrazos

sin saber de los golpes q o de los costalazos que por arriesgar una mejor d

Pero metido en sus cuar siguió buscando como buen alter que se insistente en esa mirada el oráculo que le diera u o —como condorito— un al deambular mundano d

Y quiso hallar así un poc en los escasos besos de que ingenuo creyó propi o en el amor, ese misteri que después del tercer m y del enésimo polvo aún se le mostraba mezq

Pero ese alter que nació ese catorce de septiemb con o sin ego quiere seguir cantando porque se resiste a desc en el amor pese al autoengaño y a los años arrebatados quiere creer, decía que en alguna parte exis


que vendrían vinieron definición.

rtos

precie a extraña una pista na explicación de su tristeza.

co de sí mismo e ella ios ioso mes

quino.

ó chicharra bre

creer

s a la vida

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ese ángel misterioso que complete su yo.

Tal vez alter y ego se encuentren al fin piensa ilusionado quizas en la mengana de Benedetti o en los jadeos olvidados dejados por Neruda en su isla infinita o en la honrosa derrota daltoniana de dos orgasmos contra uno o en el alter, tal vez femenino de Pessoa porque quiere porfiadamente creer que existe amor aunque para ello se deje la piel —o el pellejo y no postergar más allá de la muerte lo que la vida le negó.

A veces se imagina como en las películas de hollywood en una conversación bajo la lluvia o en la espera esperanzada bienvenida de andenes o en el peor de los casos en una carretera americana esperando el bus que lo aleje de una vez de sus nostalgias.

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Jorge Alberto López-Guzmán PLACER Esos besos atroces que me llevan al infierno y me transportan al paraíso, donde concibo lo sublime de ver la lujuria y lo atroz de ver la ironía, soportando el prejuicio de la existencia y la obsesión de la vida; siendo un fantasioso de día y de noche, por deleitar el vicio de tus labios, que me sofocan y me ahogan en un mundo de blasfemia y un universo de orgasmo, en donde se convierten en droga que envenena y sustancia que revive, hasta volverme inmortal y enaltecerme a la muerte, esa muerte excelsa, de morir en tus labios, con las satisfacción de agonizar con tus besos. Esas noches, en donde tu mirada y la mía, hablan sin necesidad de palabras, donde nuestros cuerpos sudorosos, esparcen exaltación e irradian conmoción y nuestros pensamientos abruptos, difunden orgasmo y propagan éxtasis y nuestros sentidos pierden su tacto, a tal punto que entramos en una catarsis colectiva, en donde desvariamos de amor y convulsionamos de pasión, y nuestros cuerpos son trasportados en un devenir de placer y sentimientos de donde no queremos bajar, y nuestras mentes solo desean poseerse, y ostentar nuestros cuerpos, en un insomnio tan atroz, que cuando deseemos dormir, sea la hora de morir, y moriremos rodeados de amor; ese amor que proclama nuestra esencia, y agonicemos lentamente, en un sueño eterno, el sueño de la muerte y del amor. Pensándote en mi lecho, extrañándote en mis sueños y torturándome en tu ausencia, deseándote tener en mis brazos y soltarte hasta desaparecer en un clamor de conmociones y ocasionemos una desazón de eyaculaciones y gemidos, y que nuestros cuerpos, no se reconozcan después de sentir el fraccionamiento del orgasmo, y que el frío sentimiento de la soledad nos aprisione convirtiéndonos en entes dependientes el uno del otro, y que la penumbra de mi corazón te pida a gritos y que palpes mis sentidos y me demuestres que estás cerca, y que volvamos a ocasionar pasiones y revoluciones haciendo el amor, ese amor intenso e inmoral, que nos lleva a volvernos adictos al sexo y exasperados el uno por el otro. Ahora estoy solo, arrinconado en la tristeza que me ha causado tu alma, recordando esos instantes en donde éramos amigos y amantes, donde tus besos se convertían en la dosis más parecida a la cura de la muerte, tus caricias me hacían vislumbrar la penumbra del infierno, conllevando a esos momentos donde destruíamos vestiduras y combatíamos cuerpo a cuerpo sometiéndonos al idilio y ultrajándonos 34


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al placer, hasta llegar a ese intervalo entre la vida y la utopía, donde gritábamos sin cesar, y ese sublime anhelo, de efervescencia llamado orgasmo, nos violentaba y nos amaba hasta llegar a ese silencio que hablaba sin parar y nos decía al oído: te amo amor mío. Ahora estoy perdido sin tu cuerpo, sin tu alma, y el perfume de tus besos acompaña a mis lágrimas, haciéndome saber, que reflejé lo imposible, conocí lo inmoral y amé de verdad. ORGASMO Esas situaciones en donde nuestra rabia se transforma en sublime orgasmo y nuestra furia se convierte en eminente placer, que momentos, en donde me ultrajas con afecto y me violentas con pasión, que instantes, en donde mis gemidos y aflicciones, no son de tristeza ni amargura, sino de éxtasis y convulsión, en donde nuestras heridas después de fornicar solo son muestras de la osadía de nuestro amor y la intrepidez de nuestro corazón, esas secuelas que irradian nuestros cuerpos al mirarse frente a frente y esparcir las conmociones de dos latidos y dos mentes que copulan y se injurian, haciendo del sexo, una dulce blasfemia, una exquisita ninfomanía y un gustoso kamasutra; en donde ocasionamos una pugna entre dos seres que se adoran con caricias y fruición diciéndose al oído al terminar, un te amo tan efímero, que en el lecho es algo eterno. Qué intrépido sueño el que tuve esta noche, vislumbraba tu presencia abrazándome con júbilo, pidiéndome al oído que te desnudara suavemente y te besara como nunca, que te hiciera el amor mientras escuchaba a tu alma diciéndome en latidos el amor que me proclamas; y yo como un loco enamorado, te besaba suavemente con besos de placer, de orgasmo y convulsión, haciéndote sentir la belleza de vivir y lo eminente de saber, lo que es la muerte en el placer, sepultando un orgasmo en el umbral de tu espíritu, diciéndote al instante que te amo de verdad. Siento ese sueño como pesadilla, y esa verdad como mentira, ahora pido a gritos que vuelvas a mi lecho y me ames con clamor, diciéndome al oído, te amo, mi amor. Esos segundos que hacemos eternos mientras nuestros sentidos experimentan el placer de acariciarse y de rozarse, como la brisa acaricia tu silencio; donde la lujuria y la blasfemia, solo son palabras atroces para muchos imbéciles, cautos y prudentes; para nosotros sin razón, sin sentido, sin significado, y te haga sentir esa penetración intensa que ocasiona mi amor, y en donde tu respuesta es succionarme lentamente con clamor, a tal punto, de demostrarme con gritos y gemidos el sentimiento y la pasión, que instaura nuestro amor. Y expresamos con sigilo la sinceridad del corazón, y sintamos lo sublime del orgasmo y lo pulcro del éxtasis. Y al portar tan excelso atuendo, el atuendo de la piel, donde no existen sujetos, solo dos espíritus, copulando conmociones y sintiendo el sadismo de enamorarse con ceguera, de un latido y una respiración. BLASFEMIA Qué excitación la que implantan mis sentidos expresando orgasmos de versos, y éxtasis palabras, en un mundo de lujuria textual y blasfemia poética, donde eyaculo cuando escribo, y segrego cuando instauro, que impregno en ese cuerpo, ese cuerpo que es un lienzo, que es casto y vuelvo impío, que guarda mi injuria y vigila mi indolencia, y copulo en el momento de impregnar a mis ideas en esa hoja en blanco que 35


me atrae sin problemas, donde encuentro libertad y penetro mi subjetividad, y ocasiono conmociones de orgasmos y palabras, de versos y placer. Oh mi bella amada, te veo en la morada del éxtasis de mi lujuria, ocasionándome convulsiones de exaltación y agites de delirios donde mi esquizofrenia se dilata, e instaura mundos orgásmicos, atiborrados de blasfemia y saturados de fricción y me ocasionan sentimientos abruptos y a la vez apacibles, que me originan eyacular precozmente en el aura de nuestro ser y me hacen sentir ese calor intenso de afecto y exaltación de tu cuerpo sobre el mío, ostentándome salvajemente, cómo nuestras conmociones, que luchan por vencer, una sobre la otra, hasta la muerte del placer. Esa conversación en donde yo hablo mientras tú gimes, en donde tú discutes mientras yo grito, esa tertulia tan personal, tan clandestina, en la que ocasionamos espasmos de placer y orgasmos de insurrección, ese diálogo entre nuestros sentimientos y conmociones, donde platicamos internamente, besándonos ciegamente con locura y demencia, en donde te beso con pasión en el rincón más sublime y recóndito de tu cuerpo, y tú me besas con sublevación en el lugar más sensible y sensitivo de mi cuerpo, esas palabras sin razón, sin sentido, pero con clamor y furor, donde yo te escucho a través de tus latidos y tú me escuchas a través de mis sentidos, ese amor sin repulsión, solo con adhesión, donde en el éxtasis de la demencia ocasionamos convulsiones que nos llevan a una conversación tan placentera y a la vez efímera, donde nos rozamos y acariciamos terminando copulando, sin restricciones, solo dos corazones y amor. INSURRECCIÓN Qué horizonte más extraño el que me invita a su morada justificando mi osadía de volar a lo infinito, de superar la utopía y alcanzar la fantasía, qué corazón más rebelde lleno de locura y placer, que me vuelve insurrecto y a la vez muy sumiso, qué luz más sublime la que penetra en mi ser, es la luz de la vida que me lleva a lo obsceno y también a lo digno, qué noche más ilustre la que rodea mis deseos, y alegra mis tristezas, es la noche del placer que me exalta hasta el orgasmo; conjugando un día a día de amor y opresión, solo me espera la muerte que me llevará al eterno, me llenará de placer y resucitaré sin sentirlo. Mujer subversiva e insumisa, que exploras cambios, destellas pasión, transmites inspiración, eres amante de las armas, enemiga de la opresión, compañera de disputa, gestora de revolución, que cautivas con miradas que expresan tus sentidos, conjugando un corazón y justificando valentía, demostrando amor y evidenciando rebeldía; qué mirada más atroz y sublime a la vez, encajada en tu cuerpo, qué dispersa rebelión, trasciende utopías y engendra libertad, mujer indignada, marginada y vengativa, conviertes tu día a día, tu noche a noche, en conspiraciones e ideas, explicando una vida de sueño y fantasía, buscando una realidad y no un imposible, mujer insurrecta y sublevada, día a día, noche a noche, tienes la osadía de un claro 36


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sueño, que te lleva a un mundo épico y heroico, donde la belleza se basa en sentimientos y emociones y no en dinero y prototipos, día a día, noche a noche, sientes el deseo fantasioso de un universo de cambios y una tierra de poesía, sientes cómo las ilusiones se desvanecen, transformándose en realidades, día a día, noche a noche, tienes un indigestión de doctrinas y pensamientos que divulgan cambio y bienestar, esa es tu vida, tu día a día, tu noche a noche, mujer única e imponente. Qué excitante un individuo pensante, qué orgásmico un sujeto inteligente, qué bella una mente eyaculando ideas, qué hermoso un cerebro expeliendo conocimientos: placer, encanto, satisfacción; amor mental, atractivo y placentero, atiborrado de militancia y subversión conjugando sentimientos, emociones y arrojo; cómo un arma encaja en unas delicadas manos ocasionando una explosión efímera suficiente para arder fuego con amor interiormente, para emanar humo con revuelta íntimamente, para dispersar contienda profundamente y que se sacudan las masas y la subversión aumente. No estás sola, la libertad te acompaña seguida de represión y odio como el oprimido al opresor, somos mentes brillantes, somos armas peligrosas derrocando un sistema con amor y pasión, dicha para todos o moriremos por ello, hagamos el amor y nuestras vestiduras arranquemos. AMOR El amor es el antídoto que nos vislumbra el júbilo de la vida, la sublimidad del mundo, la perfección de la naturaleza, la preciosidad de los animales y la locura de hombres y mujeres. Mediante esta poción el vivir se convierte en osadía y la muerte se transforma en enemiga. ¿Qué pasaría si este brebaje no cohabitara con vosotros?, sencillo, percibiríamos la vida con tristeza, observaríamos al mundo con declive, divisaríamos la decadencia de la naturaleza, resaltaríamos la abolición de los animales, y hombres y mujeres serían entes sin alma, sin espíritu. Si no yaciera tal bebida con vosotros el vivir se convertiría en castigo y la muerte en salvación. Entonces, ¿qué es mejor, su presencia o su evaporación? Malditas lágrimas que gritan sin surgir, que aman sin amar, que quieren sin querer, que buscan la verdad, que emanan la tristeza e irradian soledad; amor taciturno, íntimo y utópico, con un corazón que late sin cesar, que irradia anomalía, que observa la ceguera, que escucha poesía y que busca libertad, amor infecundo y abatido, eso eres, eres soledad, llena de sentimientos, emociones y experiencias, conjugando letras, versos, poemas, mundos y universos, miserable soledad, que me tienes sin tenerte, que me llevas sin llevarte, que amas sin amarte; desdichada, infeliz y mezquina soledad, asesinas, odias y exterminas…maldita soledad. UTOPÍA Mundo de apariencias, tierra de inconformes, mundo de mentiras, tierra de peones; animales maltratados, mujeres quebrantadas, hombres incapaces, 37


niños alienados, corazones inservibles, regiones fragmentadas, culturas quebrantadas, seres oprimidos; mundo de engaños, tierra de ficciones, mundo desgarrado, tierra de invenciones; animales extinguidos, mujeres maltratadas, hombres iletrados, niños perturbados, corazones lacerados, regiones divididas, culturas destruidas, seres sometidos; mundo de disfraces, tierra de artimañas, mundo simulado, tierra de artificios, universo de utopía, universo destrozado, universo olvidado; universo de millares, animales amparados, mujeres insurrectas, hombres sublevados, niños reflexivos, corazones productivos, regiones agrupadas, culturas evocadas, seres redimidos, mundo de parientes y tierra de hermanos. Qué filantropía más absurda la que dispersan mis sentidos, cada vez que perciben que aproxima una ilusión, que nos divisa una visión y que nos acosa un espejismo, qué felicidad más alucinada la que sienten mis axiomas cada vez que no encuentran opresión y tampoco opositor, qué esplendidez más paradójica la que sienten mis discursos que no son impugnados ni tampoco silenciados, qué magnificencia más incongruente la que divulgan mis emociones sin encontrar detrimentos y tampoco menoscabos, qué altruismo más ilógico el que irradian mis acciones, es el mundo de la utopía, un lugar perfecto; sino fuera prefecto, nociva utopía que pones a volar en busca de abolir lo imposible y volverlo factible, de extinguir lo improbable y volverlo realizable, maldita utopía, sublime utopía. Qué célebre el recorrer el mundo, ese mundo utópico que enuncia fantasías y nos irradia ilusiones y nos lleva al infinito y nos atrae a lo eterno, y de la audacia de lo cruel y el arrojo desalmado, nos expulsa velozmente y nos transporta a lo dulce, de leer con amor y de aprender con clamor, y nos convierte en dos entes completamente invisibles y además imaginarios, que recorremos mundos de versos, tierras de palabras y universos de poesía, y cada vez que observamos el horizonte, un millar de obras esperando ser leídas, llenas de realismo irreal e imposible realidad, que nos trasportan

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en un devenir de emociones y un acontecer de sentimientos, en el cual nuestro amor se basa en el conocimiento dándonos un amor inmortal, porque el conocimiento es perdurable, la magia de tus besos es perpetua y los versos de los libros son sublimes; oh mi bella compañera de lectura y amante de afección, que te llevas mi mirada cuando lees concentrada, y te robas mi amor cuando lees sin control, o perdurables mundos recluidos en nuestros cuerpos y nuestros cuerpos recluidos en perdurables mundos, qué sensación de ideas y conocimiento que nos llevan a la demencia y a la vez a la razón, oh mi bella compañera, compañera de lectura, compañera de adhesión, que caminamos en el cielo y volamos en la tierra; oh mi bella compañera. Qué eminente mi mundo colmado de libros y sin personas, saturado de letras y sin estereotipos, aglomerado de frases y sin individuos, atiborrado de párrafos y sin sujetos; qué prodigioso mi mundo en el que creo pensamientos e instauro concepciones, y no formo mentiras y establezco engaños, un mundo de poesías e inspiraciones, y no de envidia y egoísmo; qué excelso mi mundo, erótico y épico, y no de castidad y cobardía; un mundo con cuantiosa soledad e incontable compañía, con colosal abandono y excesiva adhesión; un mundo repleto de amor y sin expresiones de rencor, con abundante pasión y sin ninguna aversión, donde engendro romance y extingo odio, gesto idilio y derogo repulsión; mi mundo, ese mundo de próceres y escritores, de poetas y novelistas; mi mundo de ideas, unas déspotas y las otras demócratas, como las que cambian el mundo para unos, y las que quieren un bienestar para todos, unas que buscan la libertad y abolir la opresión, otras que nos muestran la luz y ocultan la oscuridad, unas que nos cuentan la historia y no especulan el futuro, todos estos conjugando un mundo, ese mundo que va dentro de mí, ese es mi mundo.

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Carlos Fariello Gamarra

En el mundo tantos judas tantos tantos Desde el viejo tiempo del origen entre las virtudes lo ilícito lo cobarde y el honor en la misma mesa la traición no es novedad práctica de muchos, promesa de tantos tantos traidores como almas tantos traidores que reviven en la espera de otros tantos traidores besos que no acaban de repetirse tantos judas caminan al encuentro de su presa

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