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Bodas y funerales por Enrique Gaxiola

por Enrique Gaxiola.

Bajé del avión y recibí un mensaje. La abuela murió. Volteé a ver las escaleras detrás. Yo era el último en bajar. El sonido de un motor, o de unas aspas, o de alguna de esas mierdas aeroportuarias, se escuchaba al fondo.

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Mamá llamó. Colgué. Estaba prohibido atender el teléfono en la zona de aterrizaje. Caminé. No pensé en nada. La abuela murió mientras yo estaba a kilómetros sobre tierra. Ni siquiera tuve tiempo de sentirme bienvenido en Sonora cuando me enteré de que la abuela murió. Estaba sentado en una banca, eso recuerdo. Atendí el teléfono, eso también recuerdo. Mi mamá lloró toda la conversación, eso no recuerdo. Papá llegó por mí. Estaba callado. Subí mi maleta improvisada en la cajuela. No tuve tiempo de empacar mucha ropa. Me dijeron «la abuela está enferma, ven ya», e hice caso. Entonces ahí estaba, en Carencia. Bueno, no. El aeropuerto más cercano es el de Ciudad Obregón, así que tuve que soportar un buen trecho de carretera con la circunspección de papá. La mamá de su esposa había muerto. Obviamente iba a estar callado.

—¿Cómo estás?

—Bien, hijo. Gracias.

El sonido de la carretera. El sol desértico. Los sahuaros y los mezquites y los cerros. Una que otra vaca pastando.

—¿Qué tal mamá?

—Está bien, hijo. Gracias por preguntar.

No recuerdo nada más. Son siempre borrosos los momentos de en medio.Mamá no lloró cuando me vio, después de dos años de estar lejos de mí no lloró. No lloró cuando llegamos a la funeraria. No lloró cuando vio la madera del ataúd. No lloró cuando vio el cadáver. Lloró un mes después. En navidad, cuando entró a la habitación de la abuela y ella ya no estaba ahí.

Toda la familia presente. No podía escuchar ni mis propios pensamientos entre el cuchicheo y los sollozos. Yo estaba al fondo de la habitación, observando. Una tía se comía las uñas, mientras el resto de la familia avanzaba lentamente hacia el ataúd. Un primo me dijo algo en voz baja, no recuerdo qué, pero me dijo algo. Mamá estaba delante de mí. Cuando llegó con la abuela, le puso la mano encima al cristal que dilucidaba el rostro de la anciana. Yo di un paso. Vi las arrugas, los ojos cerrados, la tranquilidad y la tez blanquecina. Vi mis recuerdos con ella. No me vi llorar, eso sí. No sé si lo hice.

—¿Cuándo vuelves a Monterrey? —me preguntó Laura, mi prima.

—Yo creo que mañana.

Era noviembre. Había nubes en el cielo. Había luz de luna. Se escuchaba el ulular del viento. Ella le dio una calada a su cigarro. Un humo espeso se escapó hacia el cielo.

—¿No te vas a quedar?

—No creo, tengo trabajo.

Se llevó el cigarro de nuevo a los labios. Vio directamente a las vías del tren que se encontraban justo afuera de la funeraria.

—Deberías quedarte —dijo.

—No sé si me den permiso.

—Es tu abuela, no mames.

—Tengo mucho trabajo. Lo siento.

La verdad era que no. Nunca pregunté si me podía quedar más de un día ahí. Solo no quería estar en Carencia. Me despedí de mis padres al día siguiente. Hablé con Aurora, mi novia en ese entonces, por teléfono al llegar a Monterrey. Ella pasó por mí. Hicimos el amor toda la noche. Alfredo, mi mejor amigo, se casó días después. Yo tenía la invitación desde meses antes, lo que no tenía eran ganas de ir.

—Ándale, ve —me dijo Aurora—. Si no vas, te vas a arrepentir.

La invité a ir conmigo a Carencia. Ella se negó. Me dijo que tenía exámenes en la universidad. Me mintió. Sabía que me estaba mintiendo, pero no le dije nada. Tal vez ella le tenía miedo a Carencia, no lo sé. Digo, con cuatro muertos al día, ¿quién no lo tendría? Días después, después incluso de navidad, ella cortó conmigo.

Llegué tarde. Terminó la ceremonia. Alfredo me miró con enojo al salir de la capilla.

—Ya llegó el padrino —gritó.

Me disculpé por la tardanza. Me abrazó. Es cierto… Hacía dos años que no lo veía.Las fotos fueron normales, o eso creo. Era la primera boda a la que iba. Creo que es normal tomarse fotos de boda enfrente de una casa que se nota adinerada. La novia con el vestido de novia y el novio con el traje de novio. Las flores. Los padres llorando. La gente feliz. No sé, creo que eso es algo normal en una boda. Todo parece detenerse. Todo parece alegre.

Estuve hablando con una de las damas de honor. Entablamos una buena amistad, eso creo yo. Siempre creo entablar amistades y terminan siendo solo experiencias pasajeras.

Ella me preguntó que dónde trabajaba, que si iba a estar mucho tiempo en Carencia. Que si me gustaba la carrera que había estudiado. Me preguntó si tenía novia. Respondí que no. Todavía no sé por qué respondí que no. La fiesta de la boda fue una experiencia agradable. Fui tan feliz esa noche, que el recuerdo me lo quedo para mí.

Danna, la dama de honor, me invitó por un café al día siguiente. Estuvimos platicando todo el día.

—¿Y cuándo te devuelves?

—Mañana.

Y ella se calló. El lugar olía a café. La gente cuchicheaba. Carros se escuchaban pasar afuera del establecimiento. La mesa era pequeña. Vi esos ojos. Vi esos ojos y pensé que no le faltaba nada a esos ojos.

Entonces seguimos hablando. Cayó la noche. La acompañé a su casa. Ella me invitó a pasar.

—Tengo novia —dije después de un rato de silencio. Y pegué la vuelta. Y me marché. No recuerdo haber escuchado nada. Tal vez me gritó que era un pendejo, un degenerado, un perro, cualquier cosa. Sinceramente no recuerdo. Tres cosas:

Primero, fue navidad. Mamá lloró a moco tendido en la recámara de la abuela.

Segundo, Aurora cortó conmigo en enero.

Tercero, me despidieron del trabajo en febrero. Hubo recorte masivo de empleados.

Nos invitaron y nos acomodaron. Hicimos fila como ganado al matadero para firmar nuestros papeles de despido.

Pinche sistema. Los días pasan lento. Las horas pasan lento. Todo pasa lento, incluso la pinche comida por la garganta, cuando no tienes trabajo. Cuando tienes que volver a Carencia. Cuando vuelves a vivir con tus pinches padres.

Mamá me hacía de comer todos los días. Papá me contaba chistes en las comidas. A veces jugaba con el PlayStation solo cuando tenía ganas. A veces, también leía o compraba libros con el finiquito de mi despido. No faltaba mucho para que se me acabara el dinero. Daniel, otro de mis mejores amigos, vino por mí un día. Me dijo que me pusiera traje, que íbamos a una boda. Llegamos al local. Se escuchaba la música de banda a todo volumen. Se veían las luces coloridas rozar el cielo. Miré la luna. Di un suspiro. Intenté bajarme del carro pero Daniel me dijo que no, que esperara.

—¿Esperar?

—Sí.

Señaló al guardia en la puerta del local.

—¿Cómo? ¿No tienes invitación?

Me sonrió. El guardia se metió y desapareció de nuestra vista. Daniel se bajó del carro, se echó a correr como ráfaga. Yo corrí detrás de él.

No era una boda, era una quinceañera.

Unas horas después de haber llegado, Daniel sacó a bailar a una muchacha.

Me dejó solo, con un plato de comida al fondo del salón. Mientras música de banda se escuchaba resonar. Las luces me molestaban. Tenía sueño ya. Quería irme de ahí.

Pensé: es un error haber venido. Es un error estar aquí. No tomo ninguna puta buena decisión.

—¿Hola? —ella me dijo.

—Hola —dije. No sé si la música tapó mi voz.

—¿Me recuerdas?

—Sí. De la boda de Alfredo. Danna, ¿no?

Ella asintió. Nos quedamos parados por un rato. La música se escuchaba muy fuerte.

—¿Quieres bailar? —dijo.

No dije nada. Fingí no escuchar. Tenía un vaso con Coca-Cola en la mano. Di un sorbo. Repitió la pregunta. Di otro sorbo. Fingí moverme al ritmo de la música. Ella no pareció molestarse.

—Estaré en la pista de baile, por si cambias de opinión.

Sonrió. Pegó la vuelta. Se fue.

Me quedé ahí. Tarareando canciones. Tomando Coca-Cola. Esperando el momento propicio para ir con Danna. Pero nunca llegó. Me quedé ahí hasta que ya Daniel se cansó y me llevó de vuelta a casa.

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