Nudo Gordiano #17

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Marzo, Abril 2021 No. 17

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

Editora en Jefe

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2021. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral

Ana Lorena Martínez Peña

contacto@revistanudogordiano.com

Difusión

Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.

Erasmo W. Neumann

Ilustrador Esteban Hernández


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Índice Cuentos - la Espada En un Lugar de Esos

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Santiago “Murky” Rúa Correa

Un Paso Fuera del Telón

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Omar Jesús Rebollar Gómez

Cacería Interna

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Sebastián Echegaray Rivera

Parábola del Pescador

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Brandon Barrios

Atentamente

20

Julián Valdes

Poemas - la Lanza Surreapocalismopsis

24

Óscar Alberto Murillo Rubio

Aún Quedará Más por Venir

25

Julio César Plata Rueda

Alicia Vórpica

27

Vanina Roxana Pérez

Vocablo del Eterno Retorno

28

Laura Valentina Ruge Bolivar

Vida de Piedra

29

Gabriela Torrissi

No Mates al Niño

32

José Rodolfo Espinosa Silva

Ensayos - El Buey Me, myself and I

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Aldo Rosales Velázquez

Reseña - El Yugo La obra de Bernardo Couto Castillo: un campo de asfódelo Mauricio Rumualdo Ávila

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Santiago “Murky” Rúa Correa.

Un muchacho negro de bermudas y camiseta de fútbol vendía bebidas frías en la playa durante los primeros días de abril, llevadas en una nevera portátil cuyo peso le enterraba las sandalias en la arena. Una pareja de novios que descansaba con inaplazable sed bajo una sombrilla, lo llamó con un silbido y él se apersonó ante ellos, sonriendo con una amplia dentadura tan cándida y fina como las conchas de mar que la mujer tenía ordenadas cual medallas sobre su toalla. Ella tomaba el sol acostada de espaldas sobre su toalla azul como el jabón para ropa, justo al borde donde terminaba el amparo de la sombrilla, mientras que su novio reposaba en una silla plástica, con sus lentes de aviador puestos y una camiseta cubierta de arena y agua de mar ya seca. Vigilaba constantemente la mochila que tenía al pie y se despreocupaba de la otra silla tras ellos, llena de toallas que se movían solas de tanto en tanto. Revisaron el interior de la nevera, escogieron una bebida cada uno, regatearon el precio y al final dejaron al vendedor quedarse con el vuelto. Cuando se marchó, ambos notaron que las piernas flacas del individuo se parecían a los troncos que a veces flotaban entre la espuma del mar. El novio fue el primero en beber de su cerveza rubia y mantuvo el buche en la boca, sopesando qué tan bien le vendría una rodaja de limón. La novia no se movió de su toalla, pero giró su lata de leche chocolatada para ver el sol reflejado contra los bloquecitos de hielo que se desprendían de ella. A la derecha, la playa se curveaba en forma de cuenca, tras una cortina de concreto compuesta por diez o más hoteles, solo diferenciados uno del otro por las formas de los techos. Parecían pequeños en el horizonte, y ella los comparó con la lata cerrando un ojo mientras decía: — Esto parece Miami o un lugar de esos. Ahorita me tomas una foto en la que se vea todo eso, podemos decir que viajamos lejos, ¿quién se va a dar cuenta? El novio se colgó los lentes en la frente para ver mejor los hoteles y preguntó: — ¿Y quedará buen rollo? Creo que ya toca comprar otro… Se quedó esperando un comentario de ella que nunca llegó, luego miró la mochila, y verificó que el bulto de la cámara sobresalía todavía de la tela. Cada cinco minutos repetía dicha comprobación y más aún si veía a alguien con cara de ser amigo de lo ajeno. 6


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La novia siguió concentrada en su compra: — Chocolate en lata, nunca había visto esto. El novio recordó la frase que le escuchó a una pareja de viejitos cuando bajaban del avión: «Aquí es como estar en el extranjero sin salir del país». — Es que acá traen mucha cosa americana. Pregunta por lo que no veas. Seguro los que venden películas piratas podrían conseguirme la de «King Kong aparece en Edo». La novia se volteó y ahora sí mostró interés: — ¿Esa es la película que no se puede encontrar? —recordando algo que él le contó alguna vez. — Extraviada hace más de 60 años —señaló con ímpetu—, en internet solo se pueden encontrar pedacitos. ¿Te imaginas ahora en pleno 2005, cuánto ofrecerán por ella? Es que lo viejo vale… El comentario final de él la hizo voltear su rostro y observara tentada el mar pálido donde los cuerpos saltaban ante cada ola que venía. Al momento apareció ante ellos una mujer en sus treintas, solamente un poco más mayor que ambos. Llevaba el pelo rubio suelto y esponjado por el mar y una capa grasosa de bloqueador recién puesta que hacía brillar todo su cuerpo desde las rodillas hasta las comisuras de su boca tensa donde se agotaba una sonrisa. — Hola, ¿de pronto han visto pasar una niña? Es castaña y tiene un vestidito de baño con patitos amarillos. Las huellas tras ella demostraban que venían recorriendo cada sombrilla desde metros atrás. Ambos se miraron por el rabillo del ojo y negaron con la cabeza al mismo tiempo. — ¿No? Bueno, muchas gracias. Se me escondió muy bien esa culicagada…—dijo, y se

dirigió a la próxima sombrilla. Una breve sonrisa mutua asomó en sus bocas, hasta que tres bañistas adolescentes pasaron también frente a ellos y contuvieron la carcajada al verlo a él. El novio se avergonzó, apretó el abdomen y limpió la arena de su camiseta ya seca. — Con lo buena que es la piscina del hotel…— mencionó en tono acusatorio. — No te vas a dejar dañar el viaje por unas aparecidas —pidió ella—, que ni quince años deben tener. — Es que no son solo ellas. Todo el mundo me está viendo. ¿Crees que no me doy cuenta? Por eso ahora me metí al mar sin ti —explicó, y ella le rebotó la acusación con reluctante temperamento: — ¿Y yo te dije que fueras solo? Quería que fuéramos juntos, pero te di espacio para no pelear. El novio se puso los lentes de nuevo y miró al suelo mientras agitaba la cerveza en su mano. Olvidaba mantener el abdomen apretado y éste se asomaba y escondía como un bulto de gelatina bajo el pecho. Ella abrió la lata de chocolate y dio un primer e insatisfactorio sorbo. El cisma silente entre ambos les permitió escuchar las olas indómitas hasta que ella retomó inconforme: — Yo no estoy mirando a nadie más. El viaje lo pagamos tú y yo —dijo, y recalcó haciendo un cuenco con las manos que llevó de un lado a otro—, tú y yo, nadie más. — Seguro creen que eres la puta que traje de paseo y que estás conmigo solo por la plata —señaló el novio y, antes de que pudiera arrepentirse, vio desintegrarse toda la calma en el rostro de ella. — ¿Cuál plata? ¿Ah? — preguntó con todo ánimo de devolver el golpe, viendo con desagrado la mochila donde estaba la cámara de rollo, — Dime, ¿cuál plata? 7


Exasperada, golpeó su frente contra la arena, él no despegó la mirada del suelo, pero pudo ver por el rabillo cómo, cuatro sombrillas más allá, la mujer de hace rato aún buscaba a su hija, entonces volteó a mirar con discreción a la silla que tenían atrás repleta de toallas, pero su novia interrumpió con voz cansada: — Esos complejos tuyos me tienen harta. — Yo sé y estoy esforzándome. ¿Hoy qué almorcé? Llevo sin tomar gaseosa… ¿Cuánto? Dos semanas más o menos — calculó él. — No hace falta eso. Si de verdad quisieras, irías al gimnasio, así fueran solo tres días a la semana — advirtió ella. — Tú sabes que ya lo intenté— respondió, pero ella le rebatió al segundo. — Eso no fue intentar. Intentar es no rendirse, sin importar si te miran o no. El novio bebió agitado el resto de la cerveza mientras la novia daba pequeños sorbos y golpeaba la lata contra su mentón como si, en medio de la discusión, algo se le estuviera olvidando. — ¿Y yo parezco una puta? — recriminó con audaz filo—, el bikini es militar, pero a mí me gusta así y punto— observó sus propios pechos, que rebotaba sutilmente cuando se movía—, Ni que estuviera operada o me maquillara extravagante… como tus alumnas… No dijo nada, pero ella escuchó el manso sonido parecido al de un aspersor de jardín, que hacía él cuando algo le causaba gracia. Mientras esperaba respuesta, sintió su lata cada vez más vacía y logró contar tres vendedores de playa en menos de dos minutos. Al final se apaciguó: — Tú podrías encontrarla —dijo mientras empezaba a ordenar de nuevo las conchas, esta vez por tamaño. 8

— ¿Qué cosa? — La película perdida. Tú siempre encuentras las películas. Como esa de la cárcel brasileña que les mostraste a los alumnos de décimo. Y hasta esa rectora loca te felicitó… El buen humor de él fue más audible con el repentino cambio de tema. — Esa no. Está en la lista oficial de filmes no encontrados. Me leí la sinopsis y ocurre en el Japón antiguo, King Kong es malo y secuestra a la hija de un rico — recalcó dudoso—, es el malo o la mascota del malo… no recuerdo bien. — ¿Y dónde la mala sea la película? —vaciló ella—, pagar un montón de plata para que al final resulte una estafa. El novio formó un cuadro fílmico con sus manos y lo apuntó hacia la muralla hotelera. — Haré acá mi propia versión de King Kong: va a secuestrar a esas tres payasas de ahora y las dejará en la punta de esos dos hoteles. ¿Te imaginas? Un enorme simio local — y con orgullo remató—, «Dirigida por Castro». — ¿Y yo qué? — reclamó ella con endulzados y maliciosos ojos que sacaron a su novio la sonrisa definitiva. Él corrigió: — «Castro y Oriana». De pronto, escuchar su nombre descifró en su mente lo que no recordaba e inmediatamente volteó a ver la silla con las toallas. — Pregúntale si quiere algo —susurró ella. Su novio entonces se asomó primero y vio que, a lo lejos, la madre sufría neurastenia crítica y apretaba su cabeza con las manos. — Esperemos que la mamá la encuentre. Después de todo, ella fue quien le dijo que jugaran. — ¿Y? Qué pena. Se va a acabar la Semana Santa y no hicimos nada por el prójimo— formuló ella riéndose—. Comprémosle así sea un helado, además ya es mejor que vaya, esa señora parece enloquecida y podemos me-


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ternos en un problema por dejarla esconderse aquí. El novio se levantó por primera vez desde su regreso del mar, con el efecto acuático del peso extra aún en sus piernas. La silla vacía tenía las patas enterradas y las

toallas estaban extendidas de tal forma que no pudiera verse lo que había bajo ella. Se agachó con humor recuperado y la arrancó del suelo para sonreírle a nada más que la huella de un cuerpo pequeño acostado sobre la arena. — No está— plantó él en seco. La novia se giró de golpe y comprobó con sus propios ojos el espacio vacío bajo la silla. — ¿Cómo que no está? —replicó alarmada poniéndose de rodillas. Vio las infantas huellas en la arena, que se arrastraban de su escondite hasta perderse en el camino tras las sombrillas por donde pasaba todo el mundo—, ¿para dónde se fue? — ¡Ay jueputa! — exclamó el novio con una voz ahogada. Los atrapó un segundo de parálisis antes de ver cómo, a la distancia, un círculo de turistas consternados rodeaba a la mamá y atraían a otros de forma casi electromagnética. — ¿Qué hacemos? — se desesperó ella repentinamente. — Recoge todo y nos vamos ya. ¡No mires a nadie! —su advertencia entre dientes se escapó sobre la resequedad de sus labios maltratados por la sal y el sol, mientras se colgaba la mochila en su espalda y cubría su rostro en el anonimato de las gafas de sol. La desesperada novia metió en su toalla la ordenada colección de conchas de mar y también recogió su lata y la botella de cerveza vacías antes de alejarse con toda la discreción posible, forzando sus cuellos contra el impaciente deseo de mirar atrás. —

ella atracada de los nervios. — ¡Pues ahí en la basura! —apuró él a señalar tres botes de colores verde, azul y gris, puestos contra una palmera al borde de la calle. — ¿En cuál de las tres? ¿Dónde va la lata y dónde el vidrio? Su novio se desentendió del tema y cruzaron apurados la calle en dirección hacia los hoteles. Junto a ellos solo transitaban más turistas que disfrutaban de los últimos días de la Semana Santa. Por más rápido que avanzaron y por más conchas que se le cayeron en el camino, la novia no dejó caer la basura y una cuadra después le recriminó con recelo: — ¿Una niña nos pide escondite y no la vigilas? ¡Por estar pendiente de esa puta cámara tan fea! ¿Quién se va a robar algo tan viejo? Regalada es cara… Aún con ganas de recordarle a ella lo buena que estaba la piscina del hotel, el novio se tragó su bilis sin detener el paso, pero descolgó rabioso la mochila de su espalda para llevarla cargada como un bebé. Sus manos acariciaron el bulto sobresaliente, aferrándose más a su bitácora vacacional, y las líneas de sudor en su frente pasaron tan de largo por su cara como ellos pasaron de la tienda de rollos. Ahora ambos tendrían una anécdota de viaje que jamás podrían contar. Al lado, la playa se hacía interminable y por toda ella posaban parejas y familias sonrientes, con la muralla hotelera que adornaba sus fotos. De lejos podía parecer Miami o un lugar de esos.

¿Y dónde tiro esta basura? —preguntó 9


Omar Rebollar La demostración del brillo de un semblante de gesticulaciones mixtas aumenta el deseo de los concurrentes en el auditorio. El ídolo acongoja a los mediocres con su potencia tan lejana, y esa congoja les produce enfermo placer. Está Romulo, el actor ubicuamente sonriente, y están los apretados titubeantes, acomodados en las cuantiosas butacas. Romulo sonríe para su público, como una forma de autoritaria dominación en el campo emocional. Los apretados le regresan mil sonrisas opacas, que languidecen a los poquísimos segundos. El objetivo social del arte es dominar a los no artistas con brillantes impresiones que los dejen petrificados. En Imperio de la Virtud, nación madre de Romulo y los acongojados, la jerarquía se determina por el brillo de cada persona. Romulo no pudo solo. El mito de la superación personal es bastante estúpido como para creerlo. Nadie llega al podio y al escenario con habilidad nata y fuertes deseos. Se llega con la venta de la dignidad. Uno creería que la dignidad va de la mano con la virtud, pero la experiencia de Imperio de la Virtud demuestra que no es así. Primero, vendes tu cuerpo y todos sus agujeros consigo. Cedes tus cavidades a los virtuosos más viejos, que anhelan la sensualidad de la nueva juventud para tratar de recrear sus sentidos de antaño. Tiras tus extremidades para dejar de defenderte de todo por lo que no quieres pasar. Aceptas la tortura y el castigo por tu falta de dignidad al aceptarla, para garantizarte que el resto de tu vida sea la de un virtuoso. Son pocos los que se venden, porque la dignidad está sobrevalorada por las mentes débiles. Los apretados creen que más vale conservar la dignidad antes de arrodillarse ante el vértigo de la pérdida. Y ellos, porque no quieren perder, siempre se quedarán con lo que tienen. Estoy en camino en la camioneta. Voy a joder a Romulo cuando yo aparezca en los escenarios. Ese muñeco de piel plástica y sonrisa de cobre va a caer cuando mi cirugía esté completa. Seré el primer hombre en tener una vagina en la nuca. Será más que una vagina. 10


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Van a abrirme mi agujero viviente después de raparme. La gente de butaca podrá ver mi materia gris cuando le dé la espalda y desenrolle los labios de mi agujero. Ni siquiera la garganta de níquel y las cinco pupilas de Romulo podrán contra mi fascinante transformación. Los solemnes hombres trajeados no sueltan ningún sonido para hacer gala de su profesionalismo. Estoy sentado en un banco de piel circular, fijado al asiento por un cinturón de seguridad reforzado y de doble banda. Los trajeados están sentados en un sillón que forma una circunferencia alrededor mío. Todos me observan. Aunque obviamente ninguno de ellos se dedica al arte, clavan sus miradas en mi cuerpo con morbosa obsesión. Sus miradas alimentan mi convicción. Quieren guardar cada detalle de mí antes de mi transformación para tener comparación entre el drástico antes y después. Son privilegiados al tener la oportunidad de presenciar a un virtuoso justo antes de serlo. Mis carnes, entrenadas para ser gráciles y sutiles, darán cabida a algo mejor. Algo que va a diferenciarme de los apretados. El quirófano es acogedor. Un par de garabatos al final de oficios con varias hojas de extensión, bastaron para cambiar mi vida para siempre. Ya viene la primera incisión. Estoy tendido boca abajo en la mesa de operaciones, aferrado a mi destino. No quiero adormecer el filo del bisturí con ninguna clase de anestesia. Quiero que esta noche sea la más memorable. Siento en la nuca un roce metálico, y después cómo mi piel se separa. No puedo ahogar mis gritos, mientras muerdo un grueso trapo blanco y límpido. Después de la tercera acometida del bisturí, puedo reconocer lo más importante en el filo terebrante. Este es el dolor de los virtuosos.

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Sebastián Echegaray Rivera El reloj de pared dio la hora, y llenó con sus ocho gritos fúnebres la gélida habitación. Un cenicero con diez colillas de cigarrillos en su interior humeaba debido a uno que estaba a la espera de terminar junto con los demás, consumiéndose solo, agonizando en la oscuridad sin que nadie lo tocara desde hace un buen rato. El viento frío de la noche se filtraba por unas ranuras invisibles de las ventanas, generando un arrullo prolongado que simulaba el gorjeo de una paloma. Un hombre, sentado sobre su silla bailarina, tamborileaba con un bolígrafo azul sostenido por su mano derecha, la superficie de una descuadrada mesa de madera que había sido estabilizada por una precaria cuña de papel periódico puesta en una de sus patas. Por otro lado, la mano izquierda del hombre le soportaba la cabeza por miedo a que esta llegara a caer del cansancio. Casi ocho horas sentado en la misma posición, sin levantarse ni siquiera para prepararse un bocadillo, y mucho menos para ir al baño. Aunque esto último aguardaría su turno mientras no hiciese lo primero. Pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro porque estaba a la espera, no de alguien, sino de algo, pero un algo con nombre femenino que a veces no se le encuentra por más que se le busque, por más que se le llame y se le pida a gritos su presencia. Esta presencia etérea tiene la capacidad de ignorar, de hacer caso omiso a tus súplicas mirándote con altivez, observando cómo te desesperas cuando más la necesitas y regocijándose de tu desgracia. Se interna en su madriguera y entonces es difícil hacerla salir. Desde ahí ella puede verte, más no tú a ella, solo te quedas con la imagen de una oscuridad insondable, una negrura capaz de absorber al mismo sol. Este algo es conocido como “idea”, un animal salvaje difícil de cazar. Su naturaleza escurridiza provoca que los más avezados sucumban en su búsqueda. Es como el leopardo de las nieves, como el santo grial de los intelectuales. A este animal le encantan los cerebros lúcidos, las mentes pensantes. Solo ante ellas se rinde y aparece como tierno gatito, dispuesto a ronronear siempre y cuando se le sepa domesticar. Porque si no, desaparecerá de la misma forma en que llegó y dejará a quien lo poseyó en un estado de angustia total. Nuestro personaje, a quien llamaremos Carlos, no porque ese sea su nombre, ni mucho menos, sino porque tiene un ligero parecido a don Carlos Firens, un ex militar de rasgos duros y de temperamento aún más duro que, en un arranque de locura, liquidó a todo su pelotón mientras estos dormían, colocándoles una bomba en pleno campamento para luego huir sin huir hacia la zona enemiga, dejándose capturar por un grupo de avanzada quienes lo dejaron libre a los pocos minutos después de enterarse de esa “gran hazaña” que obedeció más a su arrebato 12


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psicótico que a su deseo de traición, según fue lo que contó, no sin antes tallarle un enorme y deforme sol en el antebrazo derecho como símbolo de que en algún momento perteneció a ellos. Y no es que lo dejaran ir por considerarlo un héroe, como le hicieron creer, sino por el miedo a que les detonara otra bomba.

ponía en un estado de confusión extrema a mi interlocutor. Pero es que resulta que cuando algo no te interesa, o simplemente no te llama la atención, pierde valor, y por lo tanto necesitas reemplazarlo con otro semejante o si se da la posibilidad con algo mejor, pero nunca peor.

Si sus compatriotas fueron despedazados, ellos peligrarían de correr peor suerte. Fue así cómo Carlos Firens, regresó a casa entre aclamaciones para luego ser condecorado con la más alta distinción ofrecida por su país en mérito a sus grandes hazañas, y sobre todo por haber sobrevivido a dos carnicerías. Nadie hasta ahora, aparte de don Firens y de mí, conocía la realidad de esta historia. Y yo también me habría quedado viéndolo como un héroe de no haber sido su hijo. Es por eso, por el gran parecido que encuentro entre ambos hombres, entre mi padre y este que se halla a la mesa, que le puse Carlos, en parte también porque este es uno de los nombres que más abunda en los registros civiles sin importar raza, credo, ni condición social, junto con Julio, José, Juan, Pedro, Pablo, etc.

Pero vamos, esta no es mi historia, ya habrá oportunidad de contarla en otro texto. Eso sí, no sé con qué nombre firmaré este, así que no se guíen por el que ponga al final del relato. Como les decía, todos en algún momento de nuestras vidas nos hemos topado con algún Carlos en nuestro camino, quizás un amigo, un vecino, un familiar (como en mi caso), un jefe o hasta una mascota, sí, aunque no lo crean conocí un pequinés cuyo pomposo nombre era el de Carlos II, un perro tan viejo como su dueña, quien justamente fue la encargada de ponerle ese peculiar nombre en honor a su esposo fallecido, por lo que fue segundo no por mérito propio. Así que así va la situación, dado que no conozco el nombre de mi personaje, le llamaré Carlos.

Aunque por lo que vemos, Carlos es el único nombre que no viene de los tiempos de Cristo como los mencionados. Pareciera como que, en el aspecto de los nombres, la iglesia también hubiese logrado imponer una moda hasta nuestros días. En fin, como les contaba, le puse Carlos además porque en ningún momento me mencionó su nombre, de todo lo que sé de él, lo único que no pude averiguar fue eso. Error mío, así que pido las disculpas del caso, pero la verdad es que nunca me importaron los nombres, ni siquiera el mío, ya que cada cierto tiempo me lo cambiaba. Mamá y sus gustos estrafalarios.

En un principio pensaba dejarlo así, en el más completo anonimato para no someterlo al cruel escrutinio de la gente debido a la inescrupulosa acción que tendrá al final de esta historia. Más como siempre es menester que todo sea nombrado, he aquí Carlos, quien no era un buen cazador de ideas, por lo que ahora lo vemos a punto de declinar en su lucha. Desde las doce del mediodía que se sentó a la mesa, hasta ahora que son cerca de las nueve de la noche, solo oscuridad, silencio, y una sensación aguda de ineptitud lo acompañaron desde entonces. Peleó de una forma encarnizada por hacer surgir alguna idea de su escondrijo, pero nada. Estas se encontraban muy bien agazapadas oliendo la angustia de Carlos y riéndose como hienas de él. Hasta yo podía oler ese agobio que imperaba en el

En el colegio, en un examen podía llamarme Umberto y en el otro Gerardo. Podía firmar una carta con Alejandro y luego responder a la respuesta a esa carta con Leonardo, lo cual

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ambiente, era una mezcla de humedad con sudor y unos ligeros toques de madera carcomida que complementaban esa singular fragancia. La hoja de papel seguía esperando ser acariciada con la fina punta del lapicero. Salpicada con la tinta como símbolo de que ahí se desarrollaba una contienda, donde el cerebro demostrase su poderío y se vanagloriase de su sapiencia. Esa hoja no fue creada para quedar en blanco, necesitaba mancharse, ensuciarse al menos siendo garabateada, porque su placer residía en eso. Pero Carlos no le daba ese gusto. Solo la veía, la observaba con minuciosidad y detenimiento, auscultando cada fibra suya con la yema de los dedos como si estuviese leyendo en braille, era la única caricia que le podía dar por el momento. Carlos no se movió de su lugar para encender la luz por miedo a que en ese lapso una idea asomase y justo cuando estuviera a punto de capturarla, se volviese a esconder ahuyentada por la luz. Así que permanecía en total oscuridad. Hasta que se dio cuenta que sería imposible capturarla sin poder verla, por lo que abrió uno de los cajones de su escritorio y de ahí saco una vela a mitad de su existencia que guardaba en caso de apagones, y hoy era uno de esos días, su apagón mental necesitaba luz. Cogió la vela y junto con ella una caja de fósforos que procedió a encender. Una vez que insufló vida a la vela, la inclinó sobre una parte desnuda de la mesa y le obligó a que lagrimeara, hecho esto, la puso encima de su llanto y quedó firme, atrapada por sus lágrimas. Así pudo ver la blancura amarillenta de la hoja, y en ella vio reflejado el vacío que poblaba su mente. El viento comenzó a arreciar con fuerza, haciendo tambalear las vigas de madera que funcionaban como el esqueleto de la casa, provocando que chirriaran cual ratón al ser atrapado por un gato. A lo lejos, no sabría precisar la distancia, un perro callejero emitió un aullido melancólico como el de un lobo que llamase a la luna aun sabiendo que nunca vendría. En ese momento, ocurrió lo que tanto estaba esperando. Una idea se le vino a la mente. Vio asomar su pequeña cabeza y se abalanzó sobre ella. La cogió a las justas, pero su piel era resbaladiza como de anguila, así que, si no se apuraba en agarrarla por completo, volvería a su madriguera y a lo mejor nunca más volviese a salir. Colocó el lapicero sobre el papel y empezó a escribir. La tinta brillaba a la luz de la vela para luego secarse de inmediato. El frenesí propio de la caza, lo sometió y como si de un poseso se tratase, llenó hojas y hojas hasta tener la mano adolorida y la tinta del lapicero a punto de terminarse. Por algún motivo secreto, la vela que ya debía acabarse seguía acompañándolo, iluminando el trayecto de su ágil mano. Una vez culminada su heroica tarea, se sintió regocijado al saber que aún su mente seguía funcionando, que aún tenía la fuerza suficiente como para cazar una idea. Así que, complacido y exhausto, se recostó sobre el respaldar de la silla y en medio de un suspiro vio su obra terminada. Vio al animal muerto frente a sus ojos envuelto en una cuantiosa cantidad de papel. Había sido su más grande cacería. 14


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A aquella satisfacción le devino el hambre, que ahora después de doce horas recién se manifestaba con una furia apabullante. Entonces Carlos se levantó y fue a la cocina a prepararse algo. ¡Oh querido lector! Tal vez pienses que esta es una historia con un final feliz, pero nada más alejado que eso. Lamento tener que destruir tus ilusiones, pero la vida es así, es una ida y venida de gracias y desgracias, salimos de una para entrar en otra en un ciclo interminable, así que es mejor suponer desde un principio que lo que queremos no se cumplirá, para así no llevarnos tremendo fiasco cuando todo emocionados nos destruyan nuestras esperanzas. Por eso ahora veremos cómo Carlos pasa de la emoción a la desolación en tan solo unos minutos, y todo porqué, por su ineptitud. Había estado tan emocionado al momento de escribir que se olvidó encender la luz y siguió con la vela prendida que, como dijimos, por obra y gracia del destino no se acabó, y a pesar de resultar innecesaria luego de haber culminado su labor, Carlos ignoró su presencia y la obvió, como cuando vemos un punto fijo durante determinado tiempo, sin parpadear, hasta que todo lo que está alrededor comienza a desvanecerse. Eso fue lo que sucedió, y tal vez ahora comprendan por qué dije que era mejor no saber su nombre. Resulta que olvidó apagar la vela y así se fue, sin tener conciencia de que dejaba a un pequeño monstruo de melena encendida encerrado junto a su obra. Fue suficiente una ligera brisa para que ese insignificante pedazo de cera cayese y envolviera con su cabellera el montón de papel que esperaba a su dueño. El pequeño monstruo incrementó su tamaño, alimentándose de todas esas hojas y de todo lo que tenían escrito. Su voracidad fue atroz. En unos segundos ya no quedaba nada, solo un montón de cenizas que fueron dispersadas con el viento, dejando la mesa vacía, la habitación en completa oscuridad, y a Carlos, que no tardaría en llegar, en el más absoluto abatimiento.

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Brandon Barrios El pescador navegaba por un lago, o al menos eso creía. Alguien le había enseñado que aquello era un lago, y nunca se atrevió a cuestionarlo. En él, podía ver los cadáveres de sus antepasados. Los órganos estaban desparramados por toda la superficie gracias a la descomposición de los cuerpos a los que habían pertenecido. Cerebros, hígados, pulmones, y algunos otrora estómagos. Su caña llegaba hasta el fondo del lago, lo que le permitía pescar algunos de esos órganos para guardarlos en una bolsa que siempre llevaba consigo, en su pequeña embarcación. Un día que prometía ser igual a todos los otros, pescó un corazón. —Debe ser el único que hay en el lago — se dijo—La ofrenda está completa — concluyó. Con todos los órganos que ya tenía, decidió ir al otro extremo del lago. Comenzó a navegar hacia el oeste; veía que la dirección a la que se dirigía le prometía un trayecto infinito, como si a medida que navegaba, la orilla del lago se distanciara cada vez más de él. Remaba con todas sus fuerzas, cada vez menores a causa de su falta de alimento. Con su estómago auto-fagocitándose, metió su mano derecha en el lago, extrajo de él un cerebro y comenzó a comérselo. En diez mordidas, aquel órgano desapareció. El pescador sumergió de nuevo su mano para ver si tenía suerte. Hacía mucho tiempo que no devoraba un hígado, y tendría que esperar un poco más: su mano se entrelazó con la de una mujer que emergió por su propia fuerza. La piel de aquella fémina estaba cubierta de sangre y algas, y su cabellera era negra y ondulada. —¿Así que tú eres el pescador? —le preguntó. —Sí, soy el que se atrevió a pescar en este lago. —respondió. —Eso puedo verlo, mortal. ¿Sabes en qué dirección vas? 16


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—Al oeste, a verlo a “aquel”. —Conoces a quién mora en estas aguas, entonces. —No lo conozco, sólo he oído hablar de él. Intuyo por tus declaraciones que lo que se dice de él es verdad. —Nunca lo he visto debido a la oscuridad que reina en las profundidades de este lugar. Lo único que conozco de él son sus ojos, los cuales, —si las leyendas son ciertas— no han de describirse, y el sonido que hace cuando se inquieta. Dicen que el lago se vaciaría si lo abandonara. —Me devorará, supongo. —Quién sabe. La mujer se hundió de nuevo y el barco siguió avanzando. Esta vez, el pescador no tuvo que remar. Sintió como su barco era empujado por las mismas aguas. ¿Alguien quería que se dirigiese hacia donde ya estaba yendo? Cuando hubieron pasado unos momentos, el pescador notó cómo el lago había comenzado a agitarse; comenzó a esperar que algo saliera de lo profundo. Había pescado en la parte este de aquel lugar toda su vida, esto era nuevo para él. El aire se mantenía nulo, tibio e indescriptible con palabras humanas. — Las esperanzas de los cadáveres deben haberse agotado antes de morir —, pensaba. Las pequeñas olas que ascendían y descendían movían el barco empujándolo en todas las direcciones menos la de retroceder. El pescador advirtió —sorprendido— la presencia de peces cuando dirigió su mirada hacia los fondos abisales, pensando si llevar la ofrenda había sido una buena idea. Ellos —los peces— comenzaron a dar pequeños saltos a ambos lados del bote, él había caído hacia atrás. De repente, uno de ellos se elevó y desplegó dos aletas que le servían como alas. Era una piraña más grande que una cabeza humana, y apenas más larga que el brazo de un niño. Se quedó viendo al pescador por unos instantes. Luego dejó ver sus fauces y habló. —El haber venido hasta aquí denota valentía. ¿Eres digno de verlo? — lo gutural de la voz de aquel animal hacía que todo alrededor del pescador se sintiese más gélido. —Digno no ha sido nadie hasta ahora, ¿o sí? — respondió el pescador.

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La piraña voló hacia el pescador a tal velocidad que fue imposible esquivarla. De una mordida en el vientre se introdujo en él, causándole a aquel hombre una agonía similar a la de una quemadura o a la de una hemorragia. De un instante a otro, el agujero que se había formado gracias al tamaño de pez se cerró y junto con él, los ojos del marinero. Cuando los volvió a abrir, vio frente a sí la ascensión de un glaciar, el cual prometía derretirse en cualquier momento. Y cumplió aquella promesa. Lo que era hielo se volvió agua. El pescador se mantuvo firme. Con todos sus bríos resistió la fuerza de aquel caudal liberado gracias a algo arcano, vetusto y eterno. Las aguas descubrieron primero los ojos y después el escamoso cuerpo de un dragón. Las alas de la bestia reposaban en el agua como si fuesen aletas. Cualquier movimiento con ellas supondría el final del pescador: la travesía lo había dejado agotado. —¿A qué vienes? — inquirió aquel. —A entregarte lo que falta —dijo mientras abría la bolsa en la que llevaba guardado el corazón para mostrarle a la bestia que le traía una ofrenda. Las pupilas de la bestia se achicaron; se enfocaron en aquello rojo que veía, aquel añorado corazón que sólo le podía ser dado por un humano. Abrió su boca dejando relucir aquella dentadura, la que con un solo diente podría haber destruido una ciudad. El pescador venció los 18


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temblores que le recorrieron todo su cuerpo desde el momento en que vio a la bestia y arrojó en su boca todas las vísceras que hacía ya mucho que cargaba. El dragón se las tragó sin masticarlas, y a los pocos momentos regurgitó una especie de huevo que aterrizó en el bote casi provocando su hundimiento. —Llévalo a la orilla y ve cómo nace —fue lo último que aquella magnífica bestia le dijo al pescador antes de hundirse de nuevo, sin causar menos asombro que cuando emergió. El pescador obedeció. Se quedó frente al huevo todo lo que fue necesario una vez que lo apoyó en la arena. Aquel pescador llegó a la ancianidad esperando a que el huevo se rompiese. Una mañana, la ruptura del huevo lo despertó. De él, salió algo similar a un hombre. Aquel ser era des pigmentado, calvo, y le costaba pararse a pesar de tener un cuerpo fornido. El pescador lo ayudó a erguirse y comprendió que era el momento que él tanto había esperado. Dejó atrás sus posesiones y se las entregó al recién nacido. Luego de enseñarle a usar la caña, caminó desnudo hacia el lago para hundirse y dar paso a algo nuevo que recién comenzaba. El recién nacido miró a una dirección distinta a la de su ancestro y caminó hacia allí, hacia lo nuevo que lo llamaba desde el ocaso que se dibujaba en el horizonte.

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Julián Valdés Aldana estaba profundamente dormida en el sillón de su pequeño departamento. Se había quedado despierta hasta muy tarde mirando videos en su celular, algo que solía hacer cuando no podía conciliar el sueño a causa de la cantidad de pensamientos, recuerdos, y sensaciones dolorosas que la molestaban últimamente. Hace exactamente tres meses que se había terminado su noviazgo con Jonatán, y aunque fue en buenos términos, no podía evitar extrañarlo. Fueron demasiados momentos los que pasaron juntos y, a pesar de todo, siempre se apoyaron entre sí. Pero no era solamente su situación amorosa la que le quitaba el tiempo —ya había pasado por una situación similar —, sino que, como le pasaba seguido, cada pérdida le remitía a otra pasada, y cada herida nueva podía reabrir alguna anterior. Porque los recuerdos no solo eran sobre Jonatán, sino sobre sus seres queridos que ya no estaban, sus estudios, sus metas personales y demás pensamientos que ella misma caracterizaba como autodestructivos. Para colmo, Aldana no solía abrirse con sus amigos o sus padres para hablar de lo que le sucedía. Por más que intentara dejar de pensar, era más fuerte la necesidad de aferrarse a esa sensación dolorosa hasta que todo pasara, pero en esta ocasión se había prolongado bastante. Sacando fuerzas de donde no sabía que tenía, decidió quedar para hablar al día siguiente con una amiga y desahogarse. Esto era, por lo menos, un paso adelante. Cuando Belén fue a ver a Aldana al otro día, el ambiente del departamento cambió drásticamente después de que hablaran. Belén no iba a solucionar la vida de Aldana, claro está, pero el hecho de dar un lugar al diálogo era algo sorprendente, el acto de escuchar a otra persona lo era. Esa noche, antes de que durmiera, los recuerdos dolorosos volvieron, pero Aldana no convivió mucho tiempo con los mismos, no dejó que esta vez le consumiesen todas sus fuerzas, y así fue por varios días. Los pensamientos no se van de un día para otro, era un proceso. Una noche mientras Aldana dormía, decidí escribirle una carta, sabía que pronto me tendría que ir y eso era bueno. Me quedé pensando un momento en cómo empezar, no sabía si ella podría leer mi carta, pero de seguro lo sentiría o recibiría el mensaje de alguna forma.

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El aprendizaje era algo complejo y misterioso para mí. Comencé a escribir: “Me debo ir por un tiempo, pero antes quiero que tengas en cuenta algunas cosas porque de seguro nos volveremos a encontrar. Tendrías que saber que existe una fina línea entre reflexionar sobre algo que te sucede y hundirte en los sentimientos que te provocan malestar. Los excesos son malos y no me corresponde hacerte sentir miserable, no es mi función. Por eso mismo te felicito, porque has podido reunir fuerzas para pedir ayuda, no es lo mismo estar sola que sentirse sola, y pareciera que lograste aprender eso, aunque tomó su tiempo, pero nunca es tarde para aprender, para realizar alguna meta. La prisión más grande puede ser solo tu mente. Espero que comprendas con el tiempo que soy imprescindible para que la vida tenga sentido. Soy adictiva, funciono mejor en la soledad, mi presencia en exceso no es recomendable. No tengo malas intenciones, pero poseo una gota de oscuridad en mí, por ese motivo solo podés conocerme un poco, solo un poco. Por este motivo trabajo con mi contraparte, mi hermana, la que da gozo y bienestar. Al pedir ayuda, al poner en palabras tu dolor, hiciste que la presencia de ella sea más grande y eso es perfecto. Estaré en algunos momentos de tu vida y seré necesaria, pero si ves que me pongo cómoda por mucho tiempo, llamá a alguien siempre que sea necesario. Entre más seamos, más fuerte será mi hermana”. Atte. La tristeza 21


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Oscar Alberto Murillo Rubio

Fin no es como Miedo lo imagina.

Todo ha despertado y ocurrido. Nada guardó un cambio. Reglas cambiaron de reflejo: Brazo tertsia marca las tres, hora en que Muerte rompe el reloj de tinta. Cuerdas estelares tejieron el canibalismo planetario, engendrando la aberración astrológica. Profecías saturnales se cumplen, y la tercera ficha del sistema numérico solar sangró: Montañas de mirada eterna soltaron el metal evaporado hacia los jardines porcelánicos. Tormentas de alfileres diagonales erosionaron las tierras de espuma creando el alabastro amargo. Placas tectónicas iniciaron el vuelo al ritmo de la espiral, llevando el cuarzo de los Santuarios al ónix gástrico perenne. Mares de arcilla carmesí plasmificaron en su fin arcano el enramado de tumbas invertidas de epitafios sin esperanza. 24


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Julio César Plata Rueda Aún quedará más por venir, este calor arrasará más sabana y esta tierra quedará más pobre habrá más luz y andaremos más ciegos, la mentira será verdad y la verdad una palabra muerta como el amor o la esperanza existirá el que huye y vuelve porque el infierno extranjero duele más

los insultos no faltan, la cena, la de siempre un plato de amargura el autobús se detiene y los pies en modo automático

—la patria arde, pero es la patria— también surgirán nuevos libertadores que nos esclavizarán el doble, porque nadie encontrará diferencia entre lo malo y lo peor. seremos la generación que sobrevivirá a todo —por desgracia— pero aún quedará más por venir y no sabemos qué será.

se arrastran a las afueras —más cerca de la soledad— solos en casas sin bombillas se consumen en la oscuridad; el reloj ha perdido su tiempo y la vida su esencia. YO DIGO QUE ES MENTIRA, PERO OTROS QUE MAGIA Digo que es mentira, no hay cartas con el futuro estampado, no las hay, solo decadencia, y la tierra, y los rostros, y este barrio también la tiene —estampada—

EL RELOJ HA PERDIDO SU TIEMPO

Digo que es mentira,

Párpados cansados recorren las viejas calles de siempre el autobús llega

no hay tabaco que se lea, solo necesidad que se aspira, los oídos oyen lo quieren oír, las manos cobran lo que quieren cobrar; y nada se dice, y nada pasa

cuando la luz desaparece en los tejados y las voces son las mismas;

Digo que es mentira,

el indigente le grita a su desgracia pero nunca a su vicio, los niños murmuran en tono chillón, corren, no por miedo, sino por gusto, aún no conocen nada, en las casas más pobres

el espiritismo no funciona, si lo fuera, estos muertos, los de las esquinas, los de los campos, los hijos de los hijos —de la violencia— hablarían al unísono, su grito ensordecería al mundo. 25


Digo que es mentira, De igual manera las líneas de la mano —el destino— la muerte, pero primero la desgracia nos siguen, y no hay marca que avise, pasa todo en silencio, al azar. INCENDIARIO Y ves que todo está listo; las palabras secas en el suelo, el rencor empapado en combustible, la imagen nítida, el olor intenso de aquellas horas. Todo junto, la cerilla en la mano sólo falta el parpadeo —el segundo antes de la tragedia—para ver arder lo que fue, sin pensar que los labios se ataron a las palabras, el rencor al pecho, los ojos a la imagen, la cerilla a la mano, el pasado al presente, el fuego a la nada. DE IGUAL MANERA La mano tira la botella pero el alcohol está dentro, los ojos se nublan bajo su efecto; no son calles, son ríos, tira los brazos a contracorriente del aire, del sueño. Los días son iguales, el mundo se acaba —lentamente— se ve la agonía en los cielos negros —y paraliza— se escucha los rumores en las esquinas — y conmociona se dan noticias en la radio —y hastían— la decadencia está en la palabra — y mortifica— Pero el alcohol lo sustituye —todo—ahora el país no es tan malo ni la muerte patrulla (tanto) las avenidas. 26

problema con problema no se resuelve, ni se espera nada ni se inicia; la resaca pone las cruces en su puesto —con su peso— CINCO HAIKUS DE SOLEDAD I Pensaba hablar del nudo en la garganta pero no hay nadie. II Trato de huir en la noche, en el sueño dormir no puedo. III Camino calles buscando las palabras más cercanas. IV Mi rostro solo frente al espejo es un vacío más. V Las horas, hoy de mañana, después solo estaré.


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Vanina Roxana Pérez.

Fragmentos de una historia que se disuelve Entre realidades divergentes, bifurcadas, Entre el yo y la nada. Repeticiones que se esconden en la luz y, Escapan en noches tormentosas para apagar voces lejanas De verdades que emergen cuando emerge el nudo gordiano. Y te sumerges en la ensoñación, la ficción te traga Y caes sinsentido en el mundo del revés. Te encuentras y no eres nadie. Todos creen que eres quien no eres ¿Y quién eres? Si, ¿no eres quien eres ni serás? Te confunden entre lenguajes sin significantes y, Los dobles te desorientan entre fingimientos y símbolos no encontrados. Huyes de la trama que asfixia mientras persigues al conejo, Aunque el reloj te agobia con su latido monótono y muerto, para escapar de realidades que son menos reales que quienes las inventan, entre límites, Para atarte a un mundo enajenado de títeres que se creen libres, en medio de un Jabberwocky que es el reflejo de un mundo de sotas sin corazón. La ficción es solo un sueño Creación de tu alma que intenta salvarte De la noche negra que oprime tu voz y destroza la razón. Libera la Vórpica que habita en ti Transforma el mundo, eleva tu voz, Renace a tu ser, despierta a tu yo y, Revela, al Sombrerero, que: La locura son los sueños que se elevan En vigilias aladas de libertad.

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Laura Valentina Ruge Bolivar Soy en mi composición, un caligrama incompleto unido por palabras asesinas, prófugas de mí. Nacientes de un vientre de fuego, que se esparce por el rosa visceral, con un destino predilecto.

Decoro cada una de las escritas, las figuras reveladas me gritan exhibirlas. Hurto en las dimensiones estéticas. Minúscula la acción de hablar ante el poder emanado por los objetos, que, al tocarlos, se deslizan y atraviesan mi cuerpo.

Soy en mi composición un epigrama caleidoscópico rojo y múltiple, una tumba de metal dulce, de la rabia contenida. Y dedos destrozados de tanto golpear las teclas para atrapar la divinidad implícita. Y en medio de ellas puedo sentir el olor agrio de la sangre. Grito, agonía, destrozo. En el eterno retorno, ¿las palabras importan? Mi vida será la aceptación, la composición y la clonación. Mi ilusión lírica espiritual, un sánscrito naciente y moderno, el vórtice que cae perdido en el concreto. Me atravieso en la pupila con el fino lápiz, a quien nombre creador para así estar más cerca de las palabras. Finalmente, las pequeñas gotas escarlata mutan en el papel y lo hacen braille.

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Gabriela Torrissi Virgen. Vírgenes. Virgo. Vírgenes. No creo en el destino. Si no, ¿adónde queda nuestra ilusión de libertad? No somos la bola que no sabe en qué número de la ruleta caerá. Somos un bloque de piedra bruta, informe. Una tosca que no sabe si será figura humana. Vírgenes. No sabemos si seremos disco de molino harinero. Vírgenes. Toscos. Libres. Con golpes brutos y torpes, como a ciegas, vamos probando darle forma a esta piedra. Virgen. Libres. El tiempo hará del bochón… ¿Qué? Libertad Una arista de la pieza encajará tal vez con la huella forjada en otra piedra. Y nos creeremos la mentira de la sociedad. Vírgenes. Ilusos. ¿Libres? El escultor del granito no sabe cuánto tiempo demorará en descubrir qué le quiere mostrar la piedra. Nosotros tampoco sabemos cuando quedará pulida nuestra vida. El tiempo cubrirá de callos las herramientas del tiempo. 29


Todo sucederá cuando deba suceder: Descorrer las cortinas más temprano no hará amanecer antes de tiempo Cachetazo para el ansioso. Desafío para el previsor. La obra estará hecha cuando el artista termine. Somos la roca, mármol o granito. Y a la vez el cincel, la maza o la amoladora. Somos la piedra, caliza o granito. Y, a la vez, el inmigrante malpago de la cantera. Solos hacemos nuestra vida. Solos le damos forma a la existencia. Somos la piedra. Somos la herramienta. Somos las manos secas y cansadas que aprenden de estrategias con el tiempo. Hay un tiempo de piedra tosca, de granito hecho adoquín lleno de promesas. Virgen. Tiempo de piedras hechas acantilado. Hay un tiempo de piques y repiques ensordecedores, de anteojeras que distraen del oficio. Falsa necesidad de ruido y gente. De pertenecer.

No hace falta el clan o la tribu. Hay el tiempo de ser el mar que acepta el tiempo reposado y sin descanso. De tallar, de moldear, de pulir, de exhibir de dar, de ser. De permanecer. Fuimos uno en la gran piedra. Diferentes. Verdes, rojos. Con vetas. Vírgenes. Somos bloque en desgaste. En proceso de tallado. De pulido. De moldeado. Piedra hecha canto rodado por el mar. Por el viento milenario piedra hecha sierra, torneada, original, única Irrepetible. ¿Forma? ¿Figura? ¿Rezago? ¿Bochón? La escultura no sabe que ha sido en otro tiempo bloque. Virgen. ¿Sospecha si quiera que fue bloque? Bloque virgen. ¿Recuerda acaso que formó parte de una misma masa pétrea? Virgen.

Volverse piedra con la piedra.

Masa originaria, prehistórica. Virgen.

Hay un tiempo de tallar, de moldear. Tiempo lento. Tiempo de pensar. Ensimismar. Ser piedra con la piedra.

Somos lo que hemos hecho de nosotros Somos lo que el tiempo ha hecho de nosotros Somos lo que otros han hecho con nosotros.

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Somos la piedra. Somos el puntero. Y a veces la maza o el martillo. Somos uno solo. Uno solo es nuestro origen. Virgen. Somos uno solo. Uno solo es nuestro destino. Virgen. Uno solo. Muchas formas. Uno solo. Muchas funciones. Uno solo.

Bochón, Escultura o rezago De piedra Picapedrero o escultor. O piedra Uñeta, cincel o martillo. Para la piedra Picapedreros de nuestra historia. Piedra. Escultores de nuestra historia. Piedra. Piedra moldeada por la misma piedra. Virgen. Libre.

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José Rodolfo Espinosa Silva

¡Nunca jamás! Aunque te persiga el dolor con sus doscientos piratas, capitán mutilado, barco maldito, tiempo transmutado en cocodrilo.

¡No mates al niño! ¡Nunca jamás! Aunque ya no creas en hadas, y sólo veas sombreros. flor en el olvido, víbora reptante, veneno que traen los años.

¡No mates al niño! ¡Nunca jamás! Aunque ya no persigas conejos y hayas perdido la juventud. contador de estrellas, esclavo de gris, hombre que ha olvidado reír.

¡No mates al niño! Al contrario, fabrica unas alas, que sean a medida, dale la mano, enciende la luz, permite que fulguren sus ojos, que vuelva Fantasia*.

NOTA: Fantasia*: (Sin acento) Hace referencia al mundo de La Historia Interminable la aclamada obra del alemán Michael Ende. Fantasia es el mundo donde todas las historias convergen. 32


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Aldo Rosales Velázquez

Me, myself and I That’s all I got in the end That’s what I found out Me, myself and I, Beyonce

1 El 29 de abril de 1961, en la base militar rusa de Novolazarevskaya, el Doctor Leonid Rogozov, parte de una expedición rusa en la Antártida, comenzó a sentir malestares que identificó síntomas como apendicitis. Él era el único médico en el lugar y, debido a las condiciones climáticas, era imposible que lo trasladaran o, en su defecto, que algún otro doctor acudiera a socorrerlo. Estaba solo, pero no en una soledad de no tener personas alrededor, sino en esa soledad que brinda el que sólo uno mismo es capaz de realizar cierta tarea. La solución, quizá nunca antes realizada, era obvia: él mismo tendría que hacer la operación. Luego de asignar tareas a un par de hombres que se ofrecieron a ayudar, se aplicó anestesia local en el área del abdomen y, ayudado de un espejo, entre otros utensilios, llevó a cabo la primera auto-apendicectomía registrada del mundo. En una fotografía del evento (tomada, esta sí, por alguien más) se le puede ver abriendo su propio abdomen. ¿Selfiependicectomía? Puede ser. Dejemos que la ciencia se encargue de las nomenclaturas. La operación, por cierto, fue un éxito. 2 Antes de la invención de la cámara fotográfica, si uno quería inmortalizar su imagen, debía acudir a alguien más, un pintor o dibujante, por ejemplo. Un experto. Lo anterior, claro, si se contaba con los medios para solventar dicho encargo. Afortunado el artista que sabía manejar la imagen: como Rogozov, era dueño de su destino y podía salvarse de la muerte, aunque en un sentido mucho menos literal que el médico ruso. Sin embargo, algo de la visión del artista quedaba ahí, en la obra, y uno no podía (re)conocerse a cabalidad; algo faltaba, o 36

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sobraba; estábamos a su merced. Cuando se trata de imagen, el espejo es de los pocos que nos hablan con la verdad (esa que no peca, pero incomoda), mas sus palabras no permanecen; calla en cuanto le damos la espalda y, además, dice algo distinto según quien lo escuche. Yo guardo al espejo, el espejo no me guarda, dice Ferreira Gullar. Después, con la invención de la fotografía, (cerca de 1830, si contamos estadios previos como el daguerrotipo) se presentó la posibilidad de congelar casi cualquier imagen, con mayor precisión (que no belleza) que la ofrecida por la pintura, pero debía acudirse con alguien que poseyera el aparato adecuado, y éstos no eran abundantes. Además, solían encontrarse en espacios cerrados; lo que iba a ser retratado viajaba hacia la cámara: como una presa que va hacia el arma. Seguíamos a merced de un tercero, y un poco de su visión. Al paso de los años, la fotografía se ha democratizado: ya no es indispensable acudir a un estudio fotográfico para obtener un retrato. Con la llegada de las cámaras portátiles (cerca de 1890, cuando George Eastman patenta, en Londres, la primera cámara manual de rollo fotosensible), además, la cámara fotográfica salió del hábitat donde permaneció tantos años, el interior. Si el modelo no va a la cámara, la cámara va al modelo. Hubo más fotografías de exteriores, llegaron los albores del adueñamiento de la imagen propia.

ello, las tomas eran limitadas; había que escoger bien qué se iba a capturar, y por lo general era aquello no cotidiano: las vacaciones, por ejemplo, testimonio de nuestro paso por lugares a donde quizá no volveríamos en mucho tiempo. El operador de la cámara fotográfica (en general un adulto, generalmente el adulto que pagaba los rollos de película), como el cazador, contaba con munición limitada; además, estaba el costo extra del revelado. Por lo tanto, no iba a permitir que se tomaran fotos de algo tan diario como el rostro, o no sin su consentimiento. O no tantas como hubiéramos querido. Poco después, llegaron opciones como la Polaroid, máquina de escribir de la imagen, donde se crea e imprime al mismo tiempo. La fascinación era mayor (recuerdo un video donde un niño, nacido en el 2010, mira a un hombre escribir a máquina. “Mira, papá, esa computadora tiene integrada la impresora”, exclama sorprendido. Es la fascinación que ciertos mecanismos anticuados despiertan en las generaciones análogas, asegura Sandro Cohen), pero también el costo. Con la posterior llegada de las cámaras digitales, que funcionan con unidades de memoria de mayor capacidad de almacenamiento y, sobre todo, sin el costo del revelado, el panorama se abrió: con ellas se podía experimentar a placer, capturar lo que fuera, incluso lo diario, lo cotidiano.

Esta forma de hacer foto, variantes más, variantes menos, permanecería como la más popular hasta hace relativamente pocos años. Los nacidos en los setenta y ochenta, quizá tengamos presentes en nuestras memorias de la infancia (esas fotografías sin cuerpo) aquellos aparatos que funcionaban con un rollo de película fotosensible e, infortunadamente, finito y no del todo costeable para algunos; por 37


Se comenzaron a tomar mayores cantidades de fotografías, y fue entonces, quizá, que empezamos a capturar no solo lo extraordinario, sino lo diario e inmanente a nosotros: nosotros mismos. Nos convertimos en turistas de nuestro propio yo. Ahora sí, no más fotografías a voluntad del dueño de la cámara, donde apareciéramos en una pose poco convincente, con los ojos rojos o el rostro desencajado. No más dependencia del ojo de un tercero para capturarnos, para explorarnos a través de la imagen. Si quiero que algo se haga como se debe hacer (desde extraer un apéndice hasta lograr la foto ideal), debo hacerlo yo mismo. I have to do it myself. (Re)apropiarse de la imagen es otra emancipación. 3 En la época de la preparatoria, una maestra nos encargó asistir al museo Dolores Olmedo. Como los jóvenes se le antojaban poco confiables, nos pidió, como pruebas de asistencia, el boleto del lugar y una fotografía de nosotros en el museo. Como asistí solo, tuve que tomarme la foto yo mismo, pero después del primer disparo deduje que aparecería mi rostro, no así las letras de entrada al lugar. Le pedí de favor a un guardia que lo hiciera por mí. Efectivamente, al revelar el rollo me di cuenta de que la foto que yo mismo me tomé mostraba mi rostro, pero no las letras del lugar: lo que deb í a

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ser accesorio se volvía primordial: en ese caso, importaba la presencia en el sitio, no el sitio aderezando la presencia. Quizá era una buena selfie, pero un mal testimonio de la visita. La selfie anula al mundo, lo convierte en mero marco, ornato o margen. Durante mi recorrido, pude ver un par de autorretratos de Frida Kahlo, donde luce distinta a las fotografías que hay de ella, a veces con cambios tan evidentes e interesantes como un cuerpo de venado; quizá podríamos nombrar a Frida como la madrina de los filtros de celular. Tal como ella, nos dibujamos (con luz o con acuarela) como nos percibimos, no como nos ven los demás. Apóstatas de lo que es, pero fieles creyentes de lo que podría o debería ser, dejamos que la cámara nos devore y luego volvemos al mundo, pero regurgitados desde la luz, bautizados por la luz. No mostramos el rostro que nos dieron nuestros padres, sino el que hemos perfeccionado con la práctica: nos retratamos, en verdad, solos o en compañía. Porque el que toma una selfie, aunque esté acompañado, procura sólo el bienestar del rostro propio, lleva su soledad como un capullo que lo protege.


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Primero yo, después yo y al último yo. Me, myself and I. Me, my selfie and I. 4 Un meme circula en internet: se compone de dos imágenes. En la primera, vemos la selfie de un jovencito: su piel es excesivamente blanca (una imagen posterior, que alguien más filtró, muestra que su tono real de piel es oscuro). La segunda imagen es una cajetilla de cigarros. Delicados con filtro ahora y Delicados con filtro antes, reza el meme. Una broma así, cuarenta años atrás, hubiera sido imposible (no por el hecho de que el antes al que se refiere la broma era el presente de aquel entonces: meros tecnicismos temporales), sino porque aún los Delicados con filtro no existían y, además, no se tenía acceso a muchas fotografías propias, mucho menos a las ajenas, ni a tantos medios para alterarlas.

Los celulares, que antes se limitaban a la comunicación (¿y no es, mostrar una imagen, comunicar también?) ahora incluyen cámaras fotográficas diseñadas específicamente para la selfie, que nos brindan más control, nos dejan ver el momento que vamos a congelar: ya no más disparar a ciegas. Dichas cámaras, además, incluyen filtros, es decir, texturas predeterminadas para una toma. Y existen, por otra parte, programas para retocar la imagen una vez hecha. El más socorrido, según algunos datos, es el que aclara el tono de piel. Al día, según otra cifra, se toman en el mundo, al menos 10 millones de selfies. Somos nuestros propios paparazzi, sobreexponemos nuestro rostro en la primera plana, siempre cambiante de las redes sociales: somos editor, fotógrafo, reportero y protagonista, todo en uno. Alteramos nuestra imagen, sin recurrir a un bisturí, y le decimos al resto “este es quien soy, así me percibo, así deseo ser recordado”. No es de extrañar que el nombre de la red social más socorrida haga alusión a un libro de rostros. La selfie es un busto instantáneo de luz en un panteón virtual. La materia de mi libro soy yo, decía Michel de Montaigne; la materia de este recuerdo soy yo. Mi rostro. Este rostro que he escogido. Otra estadística: el 70% de las personas que se toman selfies en exceso pueden sufrir de problemas de baja autoestima. ¿La selfie es la mentira que nos repetimos mil veces hasta trocarla en verdad? ¿Pretendemos ocultar el bosque tras un puñado de árbo-

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les de luz? En un mundo plagado de imágenes, con sobreoferta de fotografías, siembro la semilla de mi rostro (ese que me construyo) para que florezca, en otros, el recuerdo de cómo me percibo y me muestro, solo o acompañado. Porque aunque en la selfie puedo estar acompañado, siempre seré primero yo, después yo y al último yo. 5 Vamos dos de vacaciones y queremos un retrato frente a cierto monumento. Tú me retratas a mí y yo a ti, pero ¿y si queremos aparecer los dos? La situación se agrava si viajamos solos. Lo más lógico es pedirle a alguien, de preferencia con aspecto de no ser demasiado veloz, que nos tome una foto. Luego de extenderle nuestra cámara, damos cinco o diez pasos atrás (sin quitarle la vista) para colocarnos frente al paisaje de nuestra elección y poner la mejor sonrisa. Pero esos tiempos quedaron atrás. ¿Qué es lo que nos llevó a ya no delegar esta responsabilidad? Quizá no pocas veces, al volver de las vacaciones y llevar el rollo a revelar (si es que el rollo no se fue con la cámara que ya no nos regresaron), aquel que encomendó la difícil tarea a alguien más, se encontró no con su mejor rostro frente a las

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pirámides de Teotihuacán o la Catedral de Santa Prisca, sino con un grosero manchón de luz o, en el mejor de los casos, un dedo retratado en primer plano. Como Rogozov, nos sabemos solos (aunque rodeados) y preferimos hacerlo nosotros mismos. Las cámaras con temporizador paliaron el problema, pero faltaba el toque humano, la precisión que sólo el ojo puede dar. Se optó, entonces, por empuñar la cámara uno mismo, estirar el brazo y retratarse sin intermediarios. Esta segunda opción venció, en términos de popularidad, a la primera: había llegado la selfie. Aunque popularizada (o al menos “presentada en sociedad”) por Paris Hilton en 2006, según ella misma clama, esta forma de retratarse se rastrea hasta 1839, con Robert Cornelius, o a 1914, con la duquesa Anastasia Romanov, si hablamos de la selfie hecha con ayuda de un espejo (dadme un espejo y moveré al mundo, parecen decirnos los rusos). ¿Por qué esta forma de retrato cobró tanta popularidad? Quizá porque la selfie es tener en todo momento el control de la situación, demuestra que no necesitamos de otros para permanecer, aunque sea en imagen.


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Cierto es que en el bar o en la playa (o en la casa, el taller y la oficina, si lo prefiere) habrá, por lo general, otras personas a las que podremos pedir que nos tomen una fotografía, pero quizá desconfiamos tanto de su habilidad de capturar nuestra imagen tal como la deseamos (tal como nos percibimos), que nos parece tan descabellado dejar que ellos capturen el momento como lo hubiera sido para aquel médico ruso el pedirle al guardia o al soldado, que se encontraban allí, que le extrajeran el apéndice. La selfie, al paso del tiempo, ha perdido el carácter de soledad forzosa para trasladarse a la soledad escogida. La selfie no es sólo tomar una fotografía de nosotros mismos: es mostrarla. Acto y resultado. Por paradójico que pueda resultar, recurrimos a la selfie no porque no haya nadie más alrededor para capturar la imagen, sino porque no hay nadie más alrededor para capturar la imagen, alguien a quien quisiéramos confiarle la tarea (Rogozov respinga en su tumba); nadie nos ve como nosotros lo hacemos. Narciso ahora lleva el río en el bolsillo, y el único riesgo que corre de ahogarse es en sí mismo. En la zona limítrofe entre lo privado y lo público, la selfie es una

puesta en escena: mostramos el estreno, aunque nada saben los demás de los numerosos ensayos previos; no les corresponde. Hemos de hacer los intentos necesarios hasta lograr el ángulo deseado, la iluminación correcta, la sonrisa ideal. Ensayo y error, la selfie es constancia. Solos o acompañados (porque la selfie crece y ahora permite compañía, aunque se rehúsa a aceptar el término usfie, de nosotros, y prefiere que la llamemos selfie grupal), tomamos nuestras propias fotos porque nos gusta ser el centro del fenómeno, el epicentro del temblor de luz. Al tener la cámara más pegada al cuerpo (no a dos o diez pasos, mucho menos en manos de otro), capturamos menos de lo que está alrededor y nos convertimos más en el foco de atención de la imagen; y siempre, además, tal y como lo queremos. No importa qué nos rodee, importa que estamos y, por lo tanto, somos. Permanecemos. Revelamos para fijar, parafraseando a Francisco Hernández. Y con la sonrisa fija, nos disponemos a tomarnos una selfie. Y se hace la luz. Y la luz nos hace, nos dibuja tal cual queremos que nos miren.

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Mauricio Rumualdo Ávila

La Muerte, sombra de Dios extendiéndose como inmensa bandera, dominando sobre los seres y las cosas, rodeando todo, acechando todo y cerrándolo en un círculo cada vez más estrecho. La muerte, ¡la sola que verdaderamente existe! Bernardo Couto Castillo Dentro de la historia de la literatura mexicana suele recordarse a Manuel Acuña como el joven poeta que a los 24 años cometió el suicidio debido al desamor que sufría por Rosario de la Peña y Llerena en 1873, a la cual logró inmortalizar con el emblemático “Nocturno a Rosario”. Sin embargo, dos generaciones adelante, la muerte de otro joven escritor volvió a despojar a la literatura nacional de un talento innato: el viernes 3 de mayo de 1901 fallecía a los 21 años de edad el cuentista Bernardo Couto Castillo a causa de una pulmonía. Nacido en la Ciudad de México en 1879, de familia acomodada e ilustrada, Couto Castillo comenzó a escribir desde edad temprana 44

y, con tan solo 14 años de edad, publicó sus primeros escritos en el periódico Diario del Hogar, para más tarde escribir dentro de El Partido Liberal, la Revista Azul, El Mundo Ilustrado y la Revista Moderna. Por sus intereses artísticos e intelectuales, perteneció al grupo de la segunda generación de los modernistas en México, conocidos como los “decadentistas”: José Juan Tablada, Jesús E. Valenzuela, Amado Nervo, Rubén M. Campos, Ciro B. Ceballos, Balbino Dávalos y, desde luego, Bernardo Couto Castillo. Este desencanto y hastío por el mundo moderno se vio reflejado en la obra de Couto Castillo, la cual sufrió una gran transformación al pasar de la temática del ideal poético del artista hacia una crítica del mundo cruel y oscuro que se encontraba dentro de la misma ciudad que se proclamaba progresista y ordenada. Es así como, de una literatura sobre el trabajo artístico, Couto pasó a retratar la marginación, la muerte y la locura que convivían con la ideología positivista del Porfiriato.


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Acostumbrado a las emociones mórbidas, como la visita de morgues y manicomios, Couto Castillo se basó en sus propias experiencias para escribir los relatos reunidos en su único libro publicado: Asfódelos. De manera general, los 12 cuentos del libro tratan a cerca de la locura y la muerte, la cual se desenvuelve entre asesinatos y suicidios. Los personajes de estas historias son seres que solo a través de la locura son capaces de asegurarse la felicidad porque, ignorantes de la proximidad de la Muerte, viven en un presente insano que los condena a existir dentro de una mentira inventada por sus mentes desequilibradas, una forma de llevar una vida macabra y temerosa, sí, pero finalmente ignorante del final sin retorno. Otros, sin enloquecer por completo, hacen uso de sus desenfrenos para complacer sus sentidos criminales al estrangular al prójimo o inducir el caos mortal hacia las demás personas. En cambio, aquellos que no sucumben a la locura son quienes prefieren arrebatarse la vida ante una existencia llena de falsas esperanzas e, incluso, sin emociones. También, a veces la Muerte misma es la que se pasea por la ciudad para quitar la vida a las personas que viven en felicidad, para recordarnos que somos incapaces de escapar a la miseria y que los únicos dichosos son los muertos, porque están muertos. La obra de Bernardo Couto Castillo es un campo de asfódelos donde habita la muerte, la desgracia y la demencia, que hacen de los humanos unos seres despojados que viven para la Muerte. Pero a pesar de tratarse de un campo repleto con flores oscuras, dentro de esta composición sombría también pueden encontrarse resplandores de una serie de vidas poéticas, aunque tristes, de seres que actúan motivados por sus respectivas pasiones. ¿Y no es la pasión, finalmente, para lo que vive el artista? En la obra de Couto Castillo el Ideal poético es la Muerte. Bibliografía: • Couto Castillo, Bernardo, Obra reunida, México, UNAM (Ida y regreso al siglo XIX), 2014. 45


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