Nudo Gordiano #28

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Nudo Gordiano

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Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2023. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

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Enero-Febrero No. 28

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Índice

Cuentos - la Espada

La Habitación Secreta Kamila Castillo Presagio

Andromeda Velasco

Revisitar los Destellos de la Luna Daniel SanMateo Ruido Damián Ortiz Hereida

Poemas - la Lanza

Ausencia

Laura Manuela Urueña

El Tiempo de Asesinar al Sol Martina Free

La Palabra es Plata y el Silencio es Oro Isabel Hernández Mi Tormento Marcos González 27:Veintisiete

Jesús Sánchez Moreno

La Distancia de las Flores: Cuatro Poemas Aleqs Garrigóz

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La música en vivo de una banda tocando instrumentos de viento, cuerda y percusión, se colaba por mis oídos como ligeras ondas sonoras que hicieron olvidarme que estaba en un evento social, sentada en una silla, observando la blanca tela del mantel, el plato vacío de cerámica y la diversidad de cubiertos a sus lados.

Veía a las personas hablar y tener contacto físico con otras, intercambiar números de teléfono y planear encuentros para seguir hablando acerca de lo que sea que estuvieran discutiendo. Llevaba toda la dichosa fiesta sin entablar una conversación con absolutamente nadie. —¿No irán a servir la entrada del menú de comida? —me pregunté mientras cruzaba los brazos. Soltando un bufido, me puse de pie observando el panorama. Estaba aburrida así que saldría a caminar por los grandes y bonitos jardines que el salón de eventos poseía, al mismo tiempo dedicaba un poco de atención a los ornamentos instalados en las paredes.

Tras una breve caminata, divisé una gran puerta de cristal con dirección a los jardines traseros, estos se componían de un prado lleno de césped color verde, algo húmedo por el sereno de la noche. Comenzaba a sentir un poco la soledad, ya que, ahora, el único sonido existente era el repiqueteo de mis tacones contra el concreto.

Conforme avanzaba, se reducía el número de personas que socializaban, en cambio, incrementaban la oscuridad y el silencio. Hasta que, a lo lejos, observé una construcción. Parecía deteriorada, de aspecto lúgubre, como si hubiera estado abandonada hace mucho tiempo. Mi curiosidad despertó, así que caminé a paso rápido hacia ella, pero mientras más me aproximaba un olor algo fétido penetró mis fosas nasales. Me acerqué un poco más a la entrada de la construcción para percibir mejor ese olor y supe que provenía de adentro. Acerqué mi mano a la cerradura protegida con un candado de metal oxidado, lo estaba tanto que solo bastaron unos cuantos jalones para que cayera al suelo produciendo un sonido seco en medio del silencio. La situación empezó a tornarse rara.

Empujé la puerta observando el material con el que estaba hecha, aun así, no pude determinarlo. Mis ojos revolotearon por toda la zona, era una especie de vivienda pequeña y reservada, pero se notaba que llevaba años sin uso por el polvo acumulado en el suelo de concreto (porque no tenía mosaico) y en las ventanas de vidrios polarizados. La oscuridad era notoria así que

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Kamila Castillo

busqué un interruptor. Al menos un poco de luz de luna se filtraba por las ventanas; era lo que me alumbraba permitiéndome poner en práctica la orientación. Pero al tocar los bordes de las paredes, me di cuenta de que no había interruptores, así que saqué mi celular del bolsillo delantero del pantalón, encendiendo la linterna.

Y al momento de dirigirla al suelo, mi corazón se aceleró de inmediato bombeando sangre con velocidad hacia todo mi cuerpo, los nervios se ramificaron a cada articulación inmóvil, las cuales no respondían porque estaban tan asustadas como yo. Había un camino de sangre seca. Pequeñas manchas rojas estaban pintadas en el suelo gris, algunas más intensas que otras creando un camino aterrador de sufrimiento, del cual no podía despegar mi vista. Automáticamente el olor fétido se intensificó, a pesar de que probablemente las bacterias estaban muertas, también noté un ligero olor a hierro.

Tenía miedo. Mi respiración se tornó irregular con cada paso que daba, mi cerebro estaba bloqueado, sin embargo, no podía dejar de caminar, simplemente no podía, estaba cegada por la curiosidad, a pesar que el miedo me carcomía los huesos. Me encontré con una pared al final del pasillo, el suelo aún seguía teñido de rojo, solo

podía girar hacia la izquierda topándome con otro pasillo lleno de puertas, entonces me pregunté cuál era la función de esta construcción porque ya no tenía finta de un pequeño salón de eventos, pero tampoco de un hogar habitable.El corazón me martillaba durísimo contra el pecho, mis pies se movían lentos y mi mirada recorría cada rincón del pasillo en un intento de hallar el origen de la sangre y el propósito de la construcción. Tomé la decisión de abrir una de las cuantas puertas, por lo que giré la perilla dorada teniendo acceso al interior haciendo el menor ruido posible. Era una habitación normal como cualquier otra, constaba de una cama, clóset de madera barnizada, un tocador con espejo, repisas, una televisión del año 1998 y un pequeño sofá frente a la cama. Las paredes eran color verde pastel haciendo una combinación extraña entre los colores café chocolate de las decoraciones. —Creo que este es el baño —susurré encontrando otra puerta dentro de la habitación. Pero al momento de acercarme ese olor fétido y putrefacto volvió a acariciar mis fosas nasales produciendo una sensación de asco y náuseas. Y lo que vi me dejó pasmada, porque nunca imaginé encontrar algo así.

Efectivamente, era el baño que tenía instalada una tina donde yacía un cuerpo sin vida envuelto en una bolsa negra de plástico con cinta americana a su alrededor hundida en sangre, de igual manera, en las paredes del baño se deslizaban hilos rojos creando una imagen espeluznante y traumática que iba a ser imposible olvidar por el resto de mi vida.

Grité. Grité tan fuerte que la intención de pasar desapercibida se me olvidó. El miedo me invadió en forma de adrenalina obligándome a retroceder todavía gritando.

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Salí disparada de esa habitación hacia los tétricos pasillos donde caí de bruces al suelo, pero rápidamente me incorporé. Nuevamente, casi me resbalé con mis propios pies por todos los atisbos de emociones que me hacían perder el equilibrio.

Corrí. El tiempo pareció ser lento y al segundo estalló en una velocidad sorprendente. Era una carrera horrorizada y jadeante donde mis piernas eran presas del pánico y dolían, mientras que mis pulmones clamaban oxígeno, pero no podía parar porque la adrenalina me lo impedía, aun sin saber a dónde me dirigía.

De repente sentí el impacto de la helada brisa acompañada de pequeñas gotas de lluvia produciéndome un escalofrío. Había aire. Me permití respirar mientras seguía corriendo tan rápido aún con mis cansados pulmones. Y vi el estacionamiento donde mi vehículo estaba detenido cerca de una acera.

Corrí con el viento impactando mi rostro removiendo violentamente mis cabellos. La distancia pareció ser eterna, después corta, hasta ser solo centímetros, sólo podía pensar en irme lejos de ahí y jamás volver. Me subí al auto y pisé el acelerador.

Fue cuando me juré a mí misma nunca regresar a esa habitación que se mantuvo secreta por semanas donde se cometió un asesinato de primer grado, actualmente siendo investigado por el Departamento de Policías local, en el que yo me había convertido en una clave elemental, sin si quiera saberlo.

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Una mañana te despiertas pensando que será un día como cualquier otro: te bañas, te vistes, quizá desayunas algo y sales de casa rumbo al trabajo o la escuela, quizá te despides de quien vive en tu casa, quizá no porque tienes prisa y estás seguro de que regresarás y volverás a verlo (s) como cualquier día normal, pero este no es un día normal solo que tú aún no lo sabes....

Y, sin embargo, yo sí lo sabía, lo sentía, casi podría decir que estaba anunciado... desde que visitamos la casa por primera vez y lo vi... ese tramo en las escaleras. Ese maldito tramo que por alguna razón me daba curiosidad y miedo, algo en mí ya lo sabía... la sensación de que algo horrible pasaría en ese maldito tramo. Algunas veces al comenzar a subir parecía que lo veía: el cuerpo colgado, balanceándose de un lado a otro con ritmo casi hipnótico; otras veces sentada en la sala parecía que en cualquier momento alguien caería rodando por ese tramo. Debí hacer caso a mis instintos.

Mis recuerdos son confusos, algunas cosas las recuerdo con mucho detalle como si las estuviera viviendo de nuevo y otras parecen un sueño, y entre más intento recordar es más difícil, los recuerdos se escapan como el agua entre los dedos, pero sé que recuperaré todos mis recuerdos, será doloroso, el precio ha sido alto...

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Andrómeda Velasco Las cosas malas suelen suceder cuando parece que no pasara nada...

Recuerdo haberme ido a la cama la noche anterior como cualquier otro día, cansada física y sobre todo mentalmente como todos los días desde hacía ya bastante tiempo, me dormí rápido, como siempre, desperté con el tiempo justo (como siempre) para bañarme, vestirme, maquillarme y salir de casa con el tiempo necesario para llegar a la hora indicada al trabajo.

Al llegar al trabajo cumplí mis labores diarias (como siempre) sin novedad, con la misma monotonía del día anterior:; aquí las cosas se ponen confusas, regresé a casa, ¿él estaba ahí? ¿yo dije, hice algo? ¿ella se molestó, o era él?, dijo algo, me sentí abrumada, inútil, atrapada, ¿fue solo un cometario? ¿quizá una discusión?, quería estar sola, me sentí en peligro, me encerré en el cuarto, todo quedó en silencio, todo menos la voz en mi cabeza, esa sí la recuerdo porque nunca se fue, sigue hablándome, diciendo que fue mi culpa, nunca he sido lo suficientemente buena o importante, nunca debí esperar tener algo bueno en la vida, siempre fui mala compañía, una persona insoportable, indeseada... la voz es mi única compañía, no se calla, se burla de mí...

Salí del cuarto, me senté al borde de la escalera, mi vida parecía absurda, ninguno de mis objetivos se habían cumplido, mi existencia se sentía vacía, ¿por qué o para qué seguir?

Caminé escaleras abajo, casi tropecé a la mitad y entonces la vi, la cuerda bajo las escaleras, aún no logro recordar por qué había una cuerda o dónde aprendí a hacer el nudo, lo siguiente que recuerdo es que me sequé las lágrimas, até la soga a las escaleras, puse el otro extremo en mi cuello y salté, escuché y sentí cómo tronó algo y la falta de aire durante un breve tiempo, después la nada, por fin la tranquilidad y qué poco duró...

Al minuto siguiente despertaba de nuevo, el día comenzaba otra vez, pero no igual, ya no pude salir de la casa, lo intenté, la puerta no abrió, ninguna de las puertas o ventanas se abrió, grité, pero mi grito solo fue un eco sordo en la casa en donde ahora solo estábamos la voz y yo, rompí las ventanas no sé cuántas veces, a penas el vidrio estallaba y se unían de nuevo y después de llorar y gritar caí en cuenta de la gran laguna en mis recuerdos y entonces lo supe, aún no sé como pero lo supe, había posibilidad de recuperar mis recuerdos, solo tenía que morir de nuevo, si es que es posible morir estando muerta, desde entonces he terminado con mi vida incontables veces y de formas distintas, así es cómo he logrado recuperar algunos recuerdos, he saltado de la parte más alta de las escaleras, aunque no es lo más fácil, debí buscar la forma correcta de caer para poder morir, he clavado uno y

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varios cuchillos en mi pecho, me he degollado y cortado las venas con cada cuchillo en la cocina, incluso de la forma romántica de las películas donde se cortan las venas adentro de una tina con agua, intenté esta muerte “sin dolor” abriendo la llave del gas.

He muerto rápido y lento, depende del ánimo del día, es increíble lo creativo que te pone el aburrimiento, como si eso hiciera la diferencia, es casi una burla, como si quien inventó este juego macabro dijera: “tantas ganas tenías de morir, pues muere”; vivo atrapada en aquella frase que escuché algún día, ¿o la leí?: “si tienes ganas de morir muérete y no alborotes tanto…”

Es curioso que la gente piense que lo que duele es morir, ahora sé que en el caso de la gente como yo, que decide morir, lo que duele realmente no es morir, lo que duele es vivir, lo que duele es esa voz en tu cabeza que te grita cosas, esa sensación de no pertenecer; morir no duele, duele la existencia, el sentirse fracasado e insuficiente, duele saberse juzgado, duele la indiferencia y la falta de empatía, duele la culpa de no poder ser feliz a pesar de todo lo que tienes, porque uno lo sabe, otros sufren más o por cosas realmente importantes, pero aquí estoy sintiéndome miserable y culpable por sentirme miserable.

Quisiera dejar de morir, en algún momento lo intenté, sentí que ya me había castigado lo suficiente y decidí sentarme a esperar para ver qué sucedía si no terminaba con mi vida, pero fue imposible, la voz lo hizo imposible; lo que empezó como un susurro en la mañana al despertar fue aumentando de volumen conforme pasaba el día, hasta terminar en un grito que hacía eco por toda la casa, tuve que hacerlo, tuve que morir para dejar de escuchar esa maldita voz, no hay, no hay salida, seguiré muriendo para reducir la voz y poder recuperar mis recuerdos o quizá despertar en la sala de algún hospital con una nueva oportunidad de hacer las cosas diferentes, de ser más valiente, de poder encontrar la forma de ser feliz con lo que tengo en lugar de pensar en lo miserable que soy por no tener lo que no tengo.

Por ahora lo único que sé es que era yo, siempre fui yo la imagen de quien caía por la escalera, el cuerpo colgando, eran míos los gritos desesperados, el eco del llanto que a veces escuchaba en la noche, era yo, siempre fui yo…

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“A strong emotion, especially if experienced for the first time, leaves a vivid memory of the scene where it occurred”.

La habitación iluminada por lámparas esquineras, el tapiz de un color grisáceo, envejecido por la humedad filtrada por las paredes sin recubrimiento, un olor penetrante que escondía la fetidez del cuerpo yaciente. Banko recorrió la habitación observando todo con minucia, capturaba para su memoria los detalles que hablarían de la vida de su antiguo habitante.

Miró al cuerpo, la posición de sus extremidades, el cambio de coloración en la piel, el cabello revuelto que incluso crecería semanas más si el cadáver no era cremado.

Fue hacia la ventana y miró el paisaje de casas y calles, la ciudad y sus ruidos. Un perro ladró a la distancia, el mundo giraba y a nadie le importaba este momento en esta habitación que contenía, como un estuche de anillos, la muerte adiamantada. Entraron dos peritos vestidos con mono blanco y fotografiaron y tomaron muestras. Con cada flash, Banko se sentía desvanecer, la luz súbita y fría perturbando la paz y la quietud de ultratumba. Y los colores cambiantes, lo tenue salpicado por rojos vivos y brillantes, mancha en toda la alfombra, como un círculo que crecía, que inundaba todo ante su avance acuoso.

Pero aquí no estaba lo que Banko buscaba, no tenía caso permanecer. Ahora tendría que ponerse en marcha si no quería que el tiempo acabara. Solo había una oportunidad. Miró al cuerpo por última vez, el rostro casi durmiente, y se preguntó dónde pudiera estar.

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Daniel SanMateo

Salió y el frío le laceró como una cachetada las mejillas. El rastro se difuminaba con el viento, pero todavía se lograba percibir diáfanamente. Banko lo siguió por las calles oscuras, una lluvia fina cayendo sobre el asfalto que reverberaba con destellos nacarados bajo cada farola. Cruzó la ciudad entera siguiendo el rastro y el frío le carcomía el ser, pero necesitaba dar con el origen de la pista. Finalmente, tomó la última esquina y se topó de frente con un edificio alto, de estilo moderno.

Cruzó la puerta sin problema y ascendió por las escaleras. Entró a la gran habitación e inspeccionó sus esquinas y por detrás de las cortinas, meneándolas suavemente con su paso.

En el centro de la habitación, el revólver sobre la mesa lucía antiguo, su metal desgastado y el cañón con ciertas raspaduras. Se acercó y lo miró con detenimiento. Ahí llegaba el rastro, hasta el arma homicida que todavía tenía un dejo de pólvora, de esta arma había estallado la bala que perforó el cuerpo de par en par, por donde le salió la vida en esa herida penetrante, aquí las otras balas no usadas, sus cilindros dorados, sus puntas convexas listas para ser disparadas y pe -

netrar otros cuerpos con su fuego de muerte. Dónde está el homicida que la había maniatado apenas una hora antes, se preguntó. Recorrió la habitación hasta la puerta del fondo y entró sin pausa. El hombre descansaba, descamisado, sobre un colchón a ras de suelo, la ventana ligeramente abierta por donde entraba un silbido fresco. Banko capturó la imagen para sus recuerdos, la vida del sicario a pierna suelta tras la comisión del crimen.

Se acercó a él y lo despertó. El hombre pegó un brinco que lo encaramó contra la pared. Lo miró aterido, su piel instantáneamente blanqueada, los ojos calculando una salida fugaz. —¿Adónde se fue? —preguntó Banko. El hombre trastabilló en el habla, un tartamudeo de disparos frenéticos, guturaciones sin significado posible. —Habla.

El hombre alzó los hombres, los labios le temblaban como un mar encrespado. —Lo mataste, ¿por qué?

El hombre bajó la mirada, buscó la cajetilla de cigarros con la mano. Banko se la acercó. El hombre esquivó el tacto, pero tomó un cigarro y con dificultad lo encendió, dio unas fumadas. El humo abrazó a Banko que se ocultó por un segundo.

—¿Y bien? —preguntó nuevamente.

El hombre lo veía, sus pupilas engrandecidas, la incomprensión creciente. Banko desesperaba. Su rostro mutó y el hombre supo que todo cambiaría si no daba respuesta alguna. —Me pagaron, necesitaba el dinero —soltó entre dientes.

—¿Por qué lo querían muerto?

—No lo sé, solo recibo órdenes, ejecuto si la paga es buena.

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—No te creo.

El hombre fumó otra vez. Exhaló el humo en dirección a la ventana. —Algo de una mujer, la verdad qué más da. Banko fue hacia la ventana. La ciudad era un mar de luces hasta donde la mirada alcanzaba la vista. Los ruidos de la noche como un concierto desafinado, los perros en la lejanía ladrándole a la luna, recordando su pasado de lobo.

Banko se volteó y lo miró con rabia. —¿Dónde está?

El hombre sintió una punzada en el estómago. Un escalofrío le recorrió la piel. Banko se acercó a él con celeridad, su rostro a centímetros del rostro del hombre. Brincó nuevamente, el terror en la piel, el aliento como una caricia envenenada.

—En serio no lo sé —dijo el hombre a punto de lágrima.

Banko sabía que el hombre no mentía. Era un desgraciado, vivía como la escoria causando destrucción a su paso por pocos dineros.

La había visto salir por el agujero mortal, pero la había perdido en el acto. Solía suceder eso, un destello que le cruzaba a los vivos del más allá la confusión de los sentidos. Pero era tan fugaz la visión que la mente no se preguntaba más. Además, a Banko no le correspondía ajusticiar a este hombre, ya le llegaría por otros medios, pronto, incluso. Dio la media vuelta y lo dejó, el hombre se había orinado sobre el colchón, el llanto tendido, un pobre fiambre sin futuro a la vuelta. Cuando se enfriaba el rastro, recordar las marcas del difunto era la mejor opción para hallarlo. Banko hurgó en su memoria y proyectó la habitación. Buscó alguna foto que pudiera revivir la pista. Hacia la esquina de la habitación, un buró donde pequeños marcos exhibían rostros, cuerpos,

lugares. Una foto en particular, el rostro núbil de una mujer, destacó. La joven vestía el uniforme de un restaurante conocido del centro. Quizá estaba ahí en ese momento, quizá no, qué más daba, pero debía intentarlo, el tiempo apremiaba y era imprescindible hallarlo antes de que amaneciera nuevamente.

Banko se dirigió al centro por calles solitarias, la lluvia caía desde las nubes que cubrían el cielo como un mar invertido y oscuro, a ratos iluminado por algún destello eléctrico seguido del tronido grave que se alargaba hasta recobrar el silencio sepulcral. Llegó a la zona céntrica y anduvo por los callejones traseros para evitar a los peatones nocturnos, a quienes salían de los bares y espectáculos y que se dirigían a sus casas o a otros foros festivos y restaurantes. El restaurante de la joven estaba a la vuelta de la esquina. Decidió entrar por la puerta de servicio, cruzaría la cocina y la buscaría en el salón. La puerta metálica no le otorgó problema y de inmediato se encontró en el almacén de víveres.

Cajas repletas de lechugas y cebollas descansaban contra las paredes, cartones con tomates y hierbas de olor, contenedores de unicel con frutos del día y que serían usados para la creación de postres. Marchó por el espacio y llegó a la cocina, algunos lo vieron pasar y dejaron de trabajar en el momento, pavoridos, el cuchillo caído de la mano y los ojos abiertos sin entender. Casi siempre provocaba esa reacción aunque ya estaba acostumbrado. Necesitaba encontrar a la chica así que siguió hasta el salón. Ahí se hizo hacia un costado y recorrió con la vista el lugar. La chica trabajaría de mesera. Había otras similares, con el mismo uniforme de la foto, pero ahí no estaba. Se acercó a uno de los capitanes, y

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éste, absorto de su presencia en el salón, al verlo se fue hacia atrás como asustado hasta que su espalda topó con la pared.

—¿La señorita Niebla? —preguntó.

El hombre cerró los ojos, su cuerpo entumecido contra la pared.

—Le estoy hablando, ¿la señorita vino hoy?

El hombre abrió los ojos contra su voluntad. Se obligó a responder.

—Se fue hace diez minutos más o menos, pregúntele a Romina, ella es su amiga. —¿Romina?

—Salió a fumar un cigarro, está en la pausa, atrás.

Banko dejó al hombre y regresó por la cocina. Salió y la lluvia torrenciaba. La chica fumaba un cigarro contra la pared del edificio de enfrente, atajada bajo un techito. El humo blanco ascendía y se mezclaba con el agua y producía hélices que se perdían entre la oscuridad y la luz de las farolas. Romina lo vio, pero fumó sin más, solo se reacomodó la chamarra para evitar mojarse. Banko cruzó el callejón con la lluvia sobre su espalda y un relámpago lo iluminó como una luz de neón por un segundo. Miró hacia arriba al tiempo en que el trueno rompía los cielos.

—Busco a tu amiga Niebla.

La chica lo miró sin inmutarse, una reacción extraña entre las personas. Se llevó el cigarro a los labios y chupó una bocanada profunda, gozando el tabaco en los pulmones. Exhaló hacia el costado y el humo fue una pequeña nube en la tierra.

—Se fue, quería llegar a casa. —¿Cuánto tiene de eso?

La chica tiró el cigarro y lo presionó con el zapato.

—No sé, cinco o diez minutos, tenía cierta prisa.

—¿Prisa?

—Tenía un presentimiento extraño, empezó a sentirse mal de la cabeza. Banko miró hacia el callejón. Podría alcanzarla, llegar antes. Dependería si había tomado el autobús nocturno. Romina pareció intuir su pensamiento.

—Se fue a pie para ahorrar dinero. Banko asintió. La miró con benevolencia.

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Quizá algún día tendría que visitarla nuevamente regresarle la verdad que ahora le hacía. Parecía sintonizada con el mundo, un alma vieja en un cuerpo joven. Cada vez eran menos.

Romina sonrió. —Ella siempre va por la calle central —dijo.

Banko agradeció. La miró directamente a los ojos y entre ellos se comunicó un poco de paz. Romina se ajustó la chamarra al cuello y cruzó hasta la puerta del restaurante. Antes de entrar lo miró otra vez. Banko se despidió con un gesto. Tomó en dirección a la escena del crimen. Era imprescindible llegar antes que ella. Banko regresó por los callejones, cortando por puertas y paredes, impasible ante la mirada atónita de quienes lo veían pasar. Ahora todo sobraba, tenía una misión clara, llegar a la chica, retomar la pista, encontrarlo antes del amanecer.

Pensó también que debía llegar antes para evitarle la sorpresa, el trauma que se imprimía en el alma y que transformaba la vida hacia una tristeza permanente, evitarle la sangre, evitarle la imagen que quedaría grabada a fuego en la mente y se proyectaría en cada instante, cada segundo de la vida venidera. La vida que se topaba con la muerte donde debía toparse con la vida, que cambiaba la mirada y las arrugas y los pómulos y la curvatura de la espalda.

Tenía que apresurarse, llegar ahí. Avanzó con sigilo y sintió llegar, dobló la esquina y se encontró nuevamente en el lugar. La cinta amarilla de la policía rodeaba el edificio y los sellos sobre la puerta como pegatinas de publicidad. La chica todavía no llegaba, quizá estaría a algunas cuadras. Remontaría sus pasos para esperarla una cuadra abajo, detenerla, explicarle con calma la situación. Miró hacia el cielo y vio la luna llena, su brillo blanco como un círculo perfecto, enorme, una luz en la oscuridad.

La lluvia no caía más, pero el ambiente era frío, la media noche girando hacia el amanecer. Contra esa luz de noche lo vio ahí, de pronto, sentado en el borde superior del edificio de enfrente, las piernas colgadas del vacío. Cruzaron miradas y el reconocimiento fue mutuo. Ahora lo había hallado, aquí completaba su misión. Él le guiñó el ojo, pero fue hacia el encuentro de la chica. La vio acercarse por la esquina contraria. Andaba mirando al suelo, su paso era decidido. Desde su esquina la observó. Ahora tendría que actuar. El número le vino a la mente como un destello contra la oscuridad. Cerró los ojos y escuchó el timbre del teléfono. Ella detuvo su marcha y buscó en su bolso el teléfono móvil. Lo sacó y se lo llevó al oído.

—Señorita Niebla —dijo él al aire.

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—Sí, quién habla —dijo ella al teléfono. —Hablamos de la comisaría, tiene que venir, dónde está, podemos mandar una patrulla por usted.

Ella miró hacia el frente. Él oculto por la sombra lánguida de una farola. Insistió.

—Es importante, es sobre su padre —dijo.

La vio pensar un segundo mirar hacia todos lados. —Voy en camino —dijo ella al tiempo de colgar. En el acto lo alcanzó en el borde y se sentó a su lado. Juntos la vieron caminar en dirección a la comisaría. Ahí le explicarían, ahí el golpe sería más llevadero.

—La luna brilla —dijo. Banko miró la luna otra vez, su luz de perla sobre un fondo que se pintaba de morado.

—Tu expediente menciona que te dedicabas a las estrellas —dijo Banko. —Astronomía —dijo él. —¿Te gusta la luna? Él asintió. Un silencio descansó entre ellos mientras miraban los destellos de la luna.

—Tenemos que irnos —dijo Banko. —¿Es necesario?

—Lo es.

—Nunca podré regresar, ¿verdad?

Banko negó con la cabeza. Esto era su trabajo, encontrar a las almas perdidas, apuntarles el camino, asegurarse de que entendieran la transición. Ésta lo entendería, ya la resignación coronaba su corazón.

—¿Ella estará bien? Banko se alzó de hombros, el futuro no podría saberse, pero suponía que sí.

—¿Veré la luna allá? —preguntó el hombre.

—Sí —dijo Banko.

—Será bonito revisitar su luz, sus destellos, su cara blanca de plata.

—Desde ahora serás de luz.

El señor Niebla asintió. Miró hacia lo que había sido su casa, su habitación con la mancha de sangre. Su cuerpo ya estaría en la morgue, programado para una autopsia de mañana. No habría querido morir asesinado, pero ahora ya nada podía hacer. La vida daba sorpresas y algunas, a algunos, no resultaban buenas.

—Vámonos, se hace de mañana —dijo Banko.

Se levantaron en el filo del techo, dos fantasmas contra la oscuridad del cielo. Los destellos pálidos de la luna los absorbieron en su diáfana luz y el halo se hizo, finalmente, amanecer.

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Gabriel salía conmigo luego de la jornada laboral, conversaba con él frente al edificio hasta que venían a retirarlo su hija mayor o su esposa. Luego yo caminaba a la parada del bus. Aquella tarde vimos cómo cada parte de nuestras propuestas de proyectos se dispersaban como arena. Salíamos los dos en silencio y diría que casi no notamos que nos acompañábamos de esa manera. Él no fumaba, pero botaba grandes bocanadas de aire en el frío intenso de la capital que ascendían como humo, por momentos entremezclándose con el de mi cigarrillo. Tosí aparatosamente. Gabriel volvió en sí y seriamente me dijo que era hora de dejarlo. —¿Hernán, tú tienes familia? —agregó luego de que yo apagué obediente mi cigarrillo de un pisotón —somos compañeros por unos años y no te he preguntado nada sobre…— se interrumpió como si no supiera cómo terminar la frase. Le respondí: —Hace un largo tiempo yo era otra persona. Llegaba a mi departamento y cada vez que se abría la puerta vieja y descolorida del ascensor sentía temor. Como si un solo paso en falso pudiera destruir mi hogar. Un sonido vago asediaba mi mente en cada despertar. Casi no lo notaba y en un momento ya estaba en la calle camino al trabajo, de vuelta o intentando dormir. Era indiferente el momento, el ruido seguía junto a mí. El tiempo se amontonaba y, así como las gotas parecían retumbar cada una estruendosamente, asimismo cada rayo de sol era cansino y agobiante. Una noche una serie de llamadas fuera de lo común me distrajeron mientras conducía de camino a casa y choqué, el otro vehículo casi no recibió daños más que algunos raspones. Dejé el carro en el taller. Caminé. Algo me empujaba a acelerar el paso. La puerta del ascensor se abrió una vez más. El mismo sonido de la puerta al girar el cerrojo. La luz sobre el entablado viejo. Dos personas salieron apresuradas del corredor que conducía a las habitaciones. Vi el rostro de mi amigo Arturo consternado por mi llegada. Me miró con lástima. Mi esposa Rafaela siguió de largo a la cocina. Arturo intentó articular vanamente una palabra y acto seguido me condujo por donde había ido Rafaela. Lo seguí sin resistencia. Sentía que caminaba en la senda de los condenados y que en cualquier momento Arturo me golpearía por detrás con algo en la cabeza.

Mi esposa se hallaba sentada en la mesa mirando a través del ventanal. Desde mi posición podía ver en el reflejo el rostro contraído de dolor e ira. Arturo me acompañó al asiento y luego se ubicó al lado de Rafaela. Supuse que era un acto demasiado solemne para algo tan obvio.

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Damián Ortiz Heredia

—Arturo, hablen ya. —Este tiempo hicimos todo lo que pudimos para evitarlo —respondió Arturo armándose de valor —no queríamos que acabara así.

¿Sabes? Ese ruido que me acompañaba había estado allí cuando me enamoré de Rafaela. Era un embrión de duda que

—Yo ayudaré con los trámites para el entierro— siguió Arturo esforzándose por decir cada palabra. Asentí. No sabía cómo moriría, vi que Arturo había puesto en algún momento una taza de café frente a mí. ¿Sería así? Había un cuchillo detrás suyo cerca de la panera. Estaba tan cerca del ventanal. Mi esposa echó a llorar amargamente. —Es hora de despedirse —susurró Arturo.

Te miento, Gabriel, si te digo que fue desde que amé a Rafaela que desde mi niñez ese ruido monótono daba ritmo a mis pasos. Aprendí rápido que a mi costado necesitaba siempre con desesperación quien me llevase aunque fuera a cualquier lado. Yo tenía pavor a tomar decisiones.

Anduve por el corredor hacia el cuarto de donde habían salido. Surgió en mí la idea de compadecerme y luchar. No fue suficiente. En el umbral de la puerta se veían las sábanas destendidas. Arturo y yo entramos. Dábamos el frente a la cama.

fue ganando terreno, que sabía sacar provecho de las sombras. Me intentaba convencer a mí mismo de que no era nada, intentaba desenredar ese nudo de tantas maneras. Ese momento frente a ellos sentí algo así como un alivio. Era una certeza que perdía a Rafaela. Ya no tenía miedo.

Entonces lo vi. Vi a mi hijo desfallecido, con el rostro agotado y como pensativo. Hace meses nos habían dicho que no valía la pena seguir con el tratamiento, que estaba mejor en casa. Arturo era mi gran amigo desde la secundaria. Luego de sus turnos en el hospital venía a verlo. Aunque no había mucho por hacer, su presencia nos hacía pensar que algo cambiaría. Le habíamos cedido a nuestro hijo el cuarto principal, mi esposa lo atendía y yo me había refugiado en mi pesadumbre. Ella me había hecho jurar que luego de la muerte de nuestro hijo no intentaríamos seguir.

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“Abrazando tu sombra en un sueño mis huesos se arqueaban como flores”. -Alejandra Pizarnik

Hay ciertos seres que arriban sobre este plano —únicamente— para enseñarnos la impermanencia. Acuden desde ignotas regiones para incrustar su huella en el efluvio infinito de esta desmesurada orbe.

Saben abrir zanjas irreparables en la fisonomía del alma; saben forjar el sufrimiento —mudo y pétreo— del corazón aniquilado. ¡Oh!¡Cuánta dulzura hay en la pena!

¡Cuántas lágrimas se vierten! ¡Cuántas semillas de aflicción sembramos en este barro estéril!

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Laura Manuela Urueña

El sol amanece bañado de tristeza (destello de luz que purifica y consume). El mundo es de repente un estruendo de esquirlas, río de sombras deformes, desolada brecha enmohecida.

Hay ciertos seres que tornan sobre esta tierra para mostrarnos la forma cóncava de la ausencia.

Los hay, que cuando vienen ya nos dejan ¡Y se ocupan de cavar tan profundo…! un roto en cuyo vacío solo la esfinge del dolor se tiempla.

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La sombra entra a mi hogar sin ser invitada, toma asiento en una esquina y me observa. Señala los afilados cuchillos del reloj señala las calles ahuecadas por las balas. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

Se cubren las casas con la cobija pálida de media noche el aleteo de las pistolas son la señal, el guiño la risa del cuchillo afila el pantalón roto que aguarda en las entrañas en las entrañas del hombre-mugre, mujer-rata. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

La capa del silencio cachetea las farolas, las ventanas cuidado con el hocico que se esconde en las aristas de la noche cuidado con caminar con los ojos sedientos, arrugados la punta se clava directo al paladar, a la costilla. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir. ¿Qué hay debajo de la sábana lunar? ¿De la cobija a cuadros? Una mano se aferra al amor que arrolló el tren rumbo al norte una boca que se atora entre el lagrimal de la vagina mancillada un corazón atascado bajo la llanta del auto. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

Juegan las chinches bajo el amparo de la noche se introducen bajo la piel, encima de mi vientre tragan el flujo acaramelado de mis lágrimas, se atascan en el coágulo de mi cuello roto, ajado.

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Martina Free

Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

Las patitas bailan con el sonido estridente de la noche al compás de la aguja en la piel enferma, gris. Cucarachas se aglutinan en la esquina de mi cuerpo vienen por mí, por la vida, por mi sangre, vienen por mí. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

La alforja repleta de oraciones que no te dije ahora arrojadas hacia la bocaza babeante, ensangrentada. Recoge los recuerdos en cachitos, papelitos de colores aterciopelados recógelos antes de que lleguen las placas y candados a estropearte los labios. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

Llevo un vestido de crepúsculos inacabados entre sus pliegues se arañan nombres de los que se fueron en las orillas aguarda la sombra que traga arcoíris y lo vuelve basca aguarda la sombra hambrienta de infancias. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

Los pasillos tiene dedos incrustados, uñas carcomidas los pasillos lanza ecos tibios de corazones enfermos los pasillos guardan un paquete de sesos, drogas, incienso para atraer, atraerte, atraernos. Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

La oscuridad se derrama por los ojos, huye pero no sé por dónde queda el milagro de la vida ¿Dónde queda la vida raquítica? ¿Dónde queda el árbol de sonrisas alegres? ¿Dónde queda la yugular sin colmillos? ¿Dónde queda la tierra sin hambre? ¿Dónde quedan las maletas del mundo? ¿Dónde queda la esperanza? ¿Dónde queda la esperanza? La esperanza, ¿dónde queda? Es tiempo de asesinar al sol, vamos, es tiempo de partir.

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Lazos de amor y tul que nos atan al vuelo Ansias de no soltar jamás nuestras manos

Palabras de plata confinan nuestras bocas Auroras de luna blanca que se desbocan Libres revolotean y se enaltecen al viento Alaban la hermosura arriba en el firmamento Brillos de arcoíris rodean nuestros cuerpos Rondan las mariposas con sus alas al vuelo Amantes inmortales, inefables y etéreos

Emanan suspiros de sentimientos puros Sueños misteriosos evocan largos silencios

Pensamientos que expresan sutil ternura Liberan voces cálidas, cuidadas y puras Adoran la sabiduría y la alaban con primor Tiemblan las estrellas en las noches oscuras Alegres corretean los niños en la ensoñación

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Isabel

Ya avizora el crepúsculo la salida del sol

Es el nuevo día el que anuncia la arribada Los madrigales manan rocío y se regocijan

Sentires en todo el planeta nos agasajan Inspiración y alegorías cuando reina la paz Lentos como saboreando el preludio quedo En los jardines los pájaros acarician el polen No hay prisa todo permanece en el lugar azul Caminamos callados envueltos en quimeras Imanes de esmeraldas nos humedecen la cara Ojos avizores nos avisan del peligro de la calle

Entre las azucenas nos miramos embelesados Sobran las letras huecas que pronunciamos

Otra vez nos abrazamos y se cimbrean los lirios Rosas, claveles y jazmines embriagan la estancia Olvidemos los lamentos y gocemos la fantasía

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Para ti no hay razones, ni para mí esperanza, solo murmullos mudos de consumadas pasiones de ayer y mucho antes cuando tu dulce lanza, mis anhelos sollozantes de ataduras y nudos, no rebosaba de ilusiones.

Por eso cuando vienes en sueños a buscarme, mi alma inquieta vuela en trémulos vaivenes hacia otros horizontes de lejanos confines más cerca de aliviarme la dolorosa espuela que me tiene inerme.

Es ése mi tormento, mi pena, mi agonía pues cuando te tenía era lo que ya no soy. Y cuando no sentía lo que serían horrores mi alma efervescía en todos tus fervores llenando el cielo gris de cálidos fulgores.

Ya nada queda en mí que pueda regalarte ni un atisbo de calma ni el recuerdo de amarte deambula por mi alma, ni otra cosa hay aquí que la sórdida promesa que mi corazón hoy reza: ¡arrancarme tu fantasma!

Y si el sosiego a mí llega no seas tú a quien agradezca más que la pura tempestad que mi ánimo padezca hasta volverse tan ciega a tus ojos la verdad de esta dolorosa muesca. Y en la ilusoria libertad mi corazón, por siempre, de nuevo a ti pertenezca.

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Marcos David González Fernández

Jesús Sánchez Moreno

He aquí lo que soy, y no soy

“En el espejo hoy no soy yo”.

-Alejandra Morena Moraes “She’s ripping wings off of butterflies”.

-Paramore

“And everything you love will burn up in the light…”

-The pretty reckless

más que esto: hay tanto ruido dentro de mi cabeza que me tritura los dientes. He ido al dentista y a terapia, para callarlo todo, para despertar de la pesadilla de crecer que me estira los huesos y me toma del abdomen y me abre la inocencia. Lo digo ahora: aquí está mi cuerpo hecho carne y palabra, hueco y naturaleza muerta, telarañas y niños. He cambiado de formas y de nombre, he enterrado cuentos y calendario, pero hoy amanecí con esta edad de mariposas suicidas, aleteos que se enredan hasta sofocarse en hilos y agujas o se despedazan en una lámpara exterminadora. —Escucho a Nirvana, Winehouse, Hendrix y resuenan a moscas chamuscadas—.

Todo ha de perecer: el pecho funde sus linternas, la sangre apaga su electricidad. Esta es la revelación: los insectos siempre vuelan enceguecidos por el fuego. Recuerdo esta luz, aquel foco depresivo en un rincón; las luciérnagas que se apagaban de golpe

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tras el periódico; y los aleteos agonizantes de las libélulas. Las polillas con sus trajes grises que marchaban tras las paredes. El enjambre que rondaba en toda la casa y se detenía a mirarme frente a todos los espejos: rompía con su negrura todos los espejos. Las habitaciones aún conservan este hedor de mosquitos chamuscados y cucarachas reventadas. El avispero aún permanece encendido. Soy este hogar y las voces de la plaga. Heme aquí con tanta culpa ganchada a la lengua: mi boca es un jardín de dientes rotos por tanto morderse a sí mismos. Quizás yo no tenga voz, quizás ya nada lo tenga, porque tal vez ya nada tenga nombre, ni yo mismo. Solo tengo estos manchones de personas en todas las fotografías, voces grabadas en películas sordas y estas memorias de nadie escritas a ciegas en un diario. No hay tiempo para ser más joven, ahora estoy aburrido y viejo. Ahora todos los más cercanos se desvanecen, son fantasmas enemigos que huyen tras la ventana. Todo lo que toco habita la región del olvido. Todo lo que siembro muere en el brote del caos. Hay tanto ruido de árbol aquí dentro que crepita y se pudre. Madera que naufraga. Roca que se hunde. Nombre de honda. Nombre de Caín. Tan solo tengo este breve instante para odiarme frente al reflejo, derrumbarme y demolerlo todo con el martillo de mi ansiedad frente a las puertas de mi furia. “Toc, toc.” —¿Quién es? me presento: soy el monstruo,

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aún me escondo debajo de mi ropa. Soy el asesino de la lámpara que hiere a todos en circunstancias de motosierra. Me disculpo, hoy fue lunes, me desbordé y a todos corté la cabeza. Atrás solo dejé puñados de sangre y una muchedumbre de niños asfixiados —están ahí pudriéndose: recolectan la mierda como escarabajos peloteros —. Que se diga de mí: nunca conocí el amor propio, ni el veneno, ni la guillotina. Construí esta jaula. Luces azules igual a un rincón en un manicomio. Luces rojas en una película slasher. Palabras de porcelana que estallan frente a un azulejo infinito en lo más ciego y blanco. Siempre en este territorio de paraísos suicidas e insectos de olvido. Siempre yo, mala sangre, Caín escondido bajo el nombre de su vergüenza, para que nadie lo vea, para que el polvo lo olvide y el zumbido de la mudez le sepulcre los dientes bajo el útero de la tierra y el cordón de los gusanos.

Hay un idioma que siempre pronuncio, habla de tantas cosas enredadas entre la terapia y la escritura: el lenguaje de las arañas irse desmembrando en veintisiete partes. Todo lo revela esta edad de desolaciones y redes: las mariposas se precipitan al fuego, para morir jóvenes, algún día, de pronto.

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EL JACAL

Junto al basurero, hay una tienda de plásticos y maderos que no alcanza a cubrir de sol ni lluvia. Sus paredes oscilan con el viento. Apenas un primitivo recoveco para no dormir a la intemperie y recogerse un poco lejos de las alimañas.

Sus muebles son cajas de cartón y algún hierro retorcido donde colgar la ropa.

Apenas cabe uno de pie y sus habitantes se debaten en la incomodidad de un aire de olores prisioneros y huecos por donde se cuela la luz quemante, la persistente gotera que moja las ropas de dormir e inunda los sueños de tristeza.

Se fugan por ahí los días cuyo solo beneficio es nueva chatarra arrancada al basural.

¡Qué horror repentino (mi mente yendo a habitar allí, compartiendo esos mismos cacharros), por lo que debería ser una casa y no lo es!

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Aleqs Garrigóz

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EL ABUELO

Por las tardes sale a tomar el aire que no alisa sus arrugas; y en el desfile de carros y rostros, permanece impasible, dando un ceño circunspecto al timbre de la vida. Se ha vuelto agrio como un fruto que encierra la demencia. Y en el monólogo de su plática, mezcla reclamos con historias fantásticas de lo que nunca fue y quiso ser.

Sus días son procesión de achaques. Sus noches: cortas y sin misterio.

El catre lo aferra como camilla de hospital, recogiendo, ávido, su rancio olor, a humanidad ya pasada.

Su señorío en casa concluyó hace mucho, como carta cuyo remitente ya no importara. Podó un árbol, extravió un libro, lastimó a un hijo. Ya nada espera: ya puede morir, como quien abre la mano para mostrar que nada guarda.

DOMINGO

Desde que amanece hay más polvo en el aire. Los minutos se afanan en alargarse: elásticos de tedio. Las cosas sufren un silencio de plomo aun si hablan; y si hablan lo hacen con flojedad infinita.

Todas las campadas del día son de muerte, porque éste es el primer día de todos. Y como tal, exaspera como una infancia afligida que no nos perdonará olvidarla.

La voz se ralentiza. El estudiante reposa su cruda con dolor en la cabeza del alma. Las calles se ensanchan de modo invisible para que el transeúnte se perciba más solo. Los orgasmos sufren raquitismo y culpa. Quizá Dios maldijo a Adán un domingo. Y este día nos rememora la debilidad del mundo.

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Gracias a todos ustedes, lectores y escritores.

Les debemos todo.

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