Nudo Gordiano #22

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Enero-Febrero

No. 22

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca Ana Lorena Martínez Peña

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

Editora en Jefe Ana Lorena Martínez Peña

Difusión Erasmo W. Neumann

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2022. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.


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Índice Cuentos - la Espada la Mujer de los Perros

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Ana Lilia Félix Pichardo

La Joven del Cuaderno Azul Petróleo

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Atilano Sevillano

La Rapiña

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Claudio Echegurry

Los Códices de Nishizawa

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Daniel San Mateo

Petunia y su Hambre

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Eva Campos

El Otro Lado

22

Silvia Carús

Poemas - la Lanza Las Últimas Palabras

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Alejandrina Mancilla Núñez

Frío y Miedo

28

Alexander J. Meza Illescas

Imperativo Irrefutable

29

Gastón heredia Carreras

En Tu Cuerpo Busco la Noche

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Germán Rizo

Poemas de Sueños de una Sombra

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Jonathan Mostacero Castillo

Gato al Interior

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Juan Fernando Mondragón

Tiempo de Azucenas | Toques de Puerta | Torre para Servir Nelson Roque Pereira

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Ana Lilia Félix Pichardo Ingrid me vuelve loco. La sigo, la huelo, la muerdo. Llegué a su lado en un tiempo en que mi memoria se diluye. Mi vida es ella, sus palabras. Somos iguales, somos uno. Lo siento. La observo y me veo, con su andar grueso, pero nada torpe. Es ágil, un cazador que se mueve con la nariz echada hacia adelante. No es un animal vulgar como otros de su especie. No cazamos para comer, cazamos porque no podemos no hacerlo. Me acerca su hocico y no veo a nadie más que a mí, como un espejo. Aus

Pasan días y no puedo estar a solas con ella. Está enfurecida, huelo su ansiedad, siento su pulso cuando se acerca y me acaricia, está acelerado, jadea. Sus gritos no son para mí, como cuando me pasa las manos sobre el lomo y me jala el pelo mientras se contorsiona sobre mí. Sus hedores me dicen algo diferente a cada hora del día, de estos días. Tosca en sus movimientos, pesada al anochecer, está fuera de sí. Empieza furiosa y va quedándose sobre sus piernas, cansada. La sigo, la observo, la espero. Alerta, siempre alerta, la miro. Bajo y subo las orejas constantemente, esperándola, pero no llega. Sé que me necesita. Espero sus palabras, el sonido preciso que conozco y obedezco. Voraus

Mi cuerpo lleva el cansancio de varias noches sin dormir. Ella tampoco lo hace, pero está excitada, no cansada. Yo estoy asqueado. Estos cuerpos huelen a tanto miedo que dejan de interesarme. Ella se ensaña con estos animales hasta exprimirlos. Me quiere a su lado, me acaricia, me busca. Lauf

No quiero. Voraus

No puedo parar. Fass

El asco me empapa. Sus salivas se embarran en mi pelo. Platz

Ella continúa. Repite y repite nuestras palabras. No se sacia.

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Aus

Sé que es de noche. Ella lo sabe también. Intuyo el paso del tiempo, pero la oscuridad tiene a estos cuerpos desquiciados. No gimen, no ladran. No comprendo sus sonidos. A ratos somos uno. Ingrid me lo ordena. Me llevan también en su asquerosa y lisa piel. Ella no grita. Su voz penetra como una navaja en nuestros oídos. A pesar de su monstruoso tamaño, hiere con delicadeza, no conoce la prisa ni la torpeza. Sangra a estos cuerpos con profundo cuidado. Lauf

Ruido constante. Entre los gritos apretados de estos cuerpos, la voz de Ingrid y ese sonido alto que sale de las cajas negras, mis oídos están absortos. Estoy acostumbrado, no me irrita tanto, pero los aromas de este lugar… La desnudez de los cuerpos agolpados en ese rincón. Los llevan, los traen, los suben, los bajan, los exprimen, los silencian, los contorsionan, los disminuyen, los derriten. Los montan en una cama plana, fría y elevada. Tiemblan, temblamos juntos. Se retuercen como un gato entre mis mandíbulas, tenso, duro y luego blando. Sudamos. Nos odiamos, pero por instantes somos uno. Puedo ver sus caras, olerles, lamerles. Ellos tienen los ojos cancelados. Huelen a sangre. Llenos de orín, no reconozco el olor que debía ser particular a cada cuerpo. Fass Fass Fass

No me controlo. Su voz me alcanza, me acaricia, me recorre, me penetra, se coloca en mi lengua y en mis dientes. Salivo. Su voz me golpetea por dentro del cráneo. Fass Aus Lauf Tengo la mandíbula endurecida, entre los dientes traigo carne ajena y, ahí, su voz me agarra con fuerza, me estruja. Platz

Siento cómo me escurren los líquidos de esos cuerpos. Ingrid se irrita. Conocía su irritación cuando en nuestros paseos por la calle me tragaba las palomas aplastadas, esa carroña deforme con olor a pájaro. Esta carne se me va por la garganta, la lengua no puede detener esos trocitos. Fass

Su voz entra por en mis caderas, recorre líquida mis entrañas, fluye, endureciéndome. Aus

Soy yo y no soy. Su voz me lleva al límite de sus deseos o de sus irritaciones. Soy lo que ella necesita. 7


Me moldea, me presiona cada músculo. Deseo la soledad a su lado. Somos uno, lejos de esos cuerpos tibios y temblorosos. Ingrid me obligó a mojarlos con la humedad que creía era solo nuestra, nuestro pacto, nuestra tranquilidad. Estamos solos ahora. Ingrid, serena. No hay ruidos, acallaron los gritos. Silencia su voz, pero aún la escucho, me traspasa. Fass Fass Fass

Estoy impregnado por su voz. Camina despacio, llega a mis orejas, toma mis pasos y controla mis piernas. Fass

Tengo por primera vez a Ingrid en mí. No habla. Tengo grabadas sus palabras bien adentro. Aus

No contengo mi mandíbula, jalo y desgarro el sonido que me gobierna. Estoy sobre ella, como a ella le gusta. Se ríe. Me mira y luego calla. Me asquea de a poco. Ese olor tan familiar me revienta la nariz. Ingrid se caga de miedo. Auss Fass

Tengo la quijada trabada, jalo para zafarme de sus músculos. Un trozo de ella se desliza desde mi lengua hacia mis entrañas. La escupo, sale un líquido verde con sangre coagulada. Regreso a ella. Fass

Olisqueo. Desconozco mi reflejo. Es nauseabunda. No me detengo. No puedo. Su voz me obsesiona, me recorre superficialmente como una caricia de sus pies. Me necesita a su lado. pLatz

Empieza a oler cómo esos cuerpos apelmazados y su voz se me desboca en la cabeza. Entro en ella, ella en mí. La paladeo, mastico incontrolable como si fuera cadáver de pájaro sobre el cemento. Odiaría saber que la comparo con la basura que me trago cuando caminamos juntos. Tiene un sabor como a rata caliente que chilla hasta atiesarse. Sigo. Hace una mueca como sonrisa, pero está cagada de miedo. La desconozco, ya no es ella. No es ya el animal ágil e irritable, furioso y desquiciado. Platz

Balbucea. No entiendo. Grita. Pierde la mueca sórdida. No completa una risa con el poco aliento que le queda. Su voz, ajena a su cuerpo, me posee, pero ya no sale de su hocico, que ya no es hocico, sino boca. Nein Basta

Pero no entiendo. 8


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Atilano Sevillano

“La esencia de la ficción es el trabajo solitario: la tarea de escribir, la de leer.” J. FRANZEN

Uno En la vida de cualquier persona llega el día a partir del cual ya nada será como antes. Ulises decidió desechar la ruta habitual, y en vez de rodear decidió atravesar el campus por su paseo central. El sábado por la mañana el campus estaba prácticamente desierto. Ulises iba enfrascado en sus pensamientos camino de la consulta médica, sin embargo, reparó en un bolso abandonado sobre un banco. No sin cierto temor, se acercó, sopesó el bolso y lo abrió y entrevió algún cuaderno, libro y efectos personales femeninos. Lo cerró enseguida y empezó a elucubrar: unA joven, probablemente alumna de posgrado ha sufrido un robo y el ratero lo habrá abandonado aquí una vez sustraído el monedero y el móvil. Así que lo asió con la intención de depositarlo en la comisaría más próxima atrochando por calles secundarias. Llegado a la puerta de la comisaría y sin saber muy bien porqué, cambió de parecer y se dirigió a su vivienda. Ya en casa tiró con suavidad de la cremallera central, y por su enorme boca se vertieron diversos objetos que le parecieron incontables: dos frascos, un neceser, un pintalabios, algunos recortes de prensa, una revista, un libro, un manojo de llaves, un par de bolígrafos, un álbum pequeño de fotos… Lo que más le llamó la atención fue algo que parecía ser una agenda de formato libro, pero que en seguida comprobó que se trataba de un grueso cuaderno de cubiertas rígidas de color azul petróleo. Se dispuso a hojearlo en busca de algún indicio sobre la identidad de la joven: nombre, apellidos y dirección. Solo encontró en el centro de la primer página garabateado con tinta negra el hipocorístico de Beatriz.

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Dos Te levantas temprano, no porque no tengas sueño, sino porque no tienes más ganas de dar vueltas en la cama. Se supone que a las ocho sales de casa y coges el autobús número tres que te lleva al otro lado del río, muy cerca de tu Instituto de Enseñanza Secundaria. Trayecto que repites cada día laborable durante todo el curso escolar. Ya en el autobús lees atenta y abstraídamente un libro. Llueve, estamos a principios de octubre, y siempre llueve por estas fechas. Hace menos de un mes que has comenzado el nuevo curso escolar en el Campus Miguel Delibes. Todo el mundo en el IES te tiene como alguien que ha consagrado su vida a los estudios y a la docencia; que es un docente vocacional y que se divierte enseñando. De hecho, la vocación te viene desde la pubertad y, sin duda, era de acero inoxidable; de ello, dan fe cientos de tardes leyendo, paladeando y rumiando libros de poesía, narrativa, teatro, ensayo o de todo aquello que caía en tus manos. En la actualidad, a tus cuarenta y tantos años piensas que ya ha gado la hora de no posponer por más tiempo tu proyecto, tu gran “Proyecto”.

lle-

Es cierto que en los últimos meses del curso se te veía un poco raro, no parecías el mismo. Cada vez más ausente, más ensimismado buceando en tus ensoñaciones, a menudo perdías la noción del tiempo. Mostrabas un aspecto especialmente desolado y silencioso. Ese no era el profesor que los alumnos conocían, y éstos se sentían cada día más perplejos: a menudo te dejabas la cartera olvidada sobre la mesa, en ocasiones te pasabas más de quince minutos mirando hacia afuera del aula a través de la ventana con la mirada ausente y, de vez en cuando, se te escuchaba decir en voz baja una sarta de improperios. El director del instituto, también filólogo, sabe cuán bueno eres —mucho mejor que él mismo—, compartías con él una vida de profesor tan meticuloso como predecible, nada inesperado, previsible. Sin embargo le había llamado la atención que desde hacía algún tiempo empezaba a notar en ti un cierto menosprecio a tu entorno, a tus colegas, a tus amigos... y también habías cambiad o tu aspecto físico: te habías dejado crecer la barba y el cabello y también habías cambiado la montura de las gafas. 10


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Tres Ulises ha dado su paseo de la mañana, ha dado tu paseo del atardecer, apenas si ha comido algo, ha pensado en algo, ha escrito algo, ha echado una siesta y también ha soñado algo, y pese a todos esos “algos” sigue sin tener nada. Sigue matando una hora o todo un día. No de forma fortuita o sin proponérselo, sino premeditadamente: el asesinato premeditado de los minutos y de las horas. Se trata de una violencia que viene de una combinación de rendirse, de que no importa nada y de resignarse. De manera que mata las horas y el día. No trabaja, no lee, no se entrega a ensoñaciones. Es bien sabido que hay situaciones en las cuales el aburrimiento, debido a la repetición, alarga el tiempo y el espacio. Hoy es sábado y, como todos los sábados, tras su divorcio debe acudir a la cita con el psicoanalista el Dr. Alejandro Oreja de 10 a 11 h. Nada más recostarse en el diván, le contó la historia del bolso y le pidió ayuda. —Disculpe —, susurró el doctor —. ¿Solo tiene un bolso, un nombre de pila y un rostro? Pero…, señor Muñoz, usted me dice que lo encontró en el campus, pues entonces empiece investigando entre sus alumnas. —No sabe usted cuánto me gustaría encontrarla —, le interrumpió Ulises. Cuatro Parece que hablas, pero no eres tú quien habla de ti y no es de ti. Él es quien te contaba historias acerca de ti. Te abrumaba con historias. No sabes cómo ocurría eso. Has pensado cortar con el Dr. Oreja, tu psicoanalista y psicoterapeuta. Tras haberlo frecuentado con asiduidad durante más de tres años, te encuentras peor que antes. Aún no se lo has comunicado al doctor, pero tu decisión es irrevocable. Piensas que todo esto te viene de cuando un día en la consulta comenzaste a imaginarte a alguien que no eras tú. Que se parecía en algo a ti, pero que no eras tú. Sentías una incontrolable necesidad de fabulación. Entonces te pusiste a hablar de él en la siguientes sesiones jugando a inventarte un personaje. Será que el ser humano necesita ficciones; constantemente transformamos la vida en historias. Quizá la necesidad de fabulación sea tu aliada y te pueda ayudar en tu “Proyecto”. Te encuentras sentado al pie de la cama intentando hacer planes. Se supone que te has encerrado porque tienes un propósito, y no precisamente girar en torno a una cama. El año sabático que te has tomado de la enseñanza secundaria, tiene un objetivo irrenunciable: el “Proyecto”, el reto personal de escribir la novela. Suenan un murmullo de voces en tu cabeza. Te viene la imagen de tus diferentes yos: el niño, el joven estudiante universitario, el esposo, el amante, el profesor… 11


Cinco Ulises Muñoz, nada más llegar a su despacho de profesor asociado de la universidad con contrato anual, repasa las listas de sus alumnos con la remota e improbable esperanza de que alguna de sus alumnas llevara el nombre de la joven del cuaderno azul petróleo. Media hora más tarde se dirige a la Secretaría del Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, a fin de consultar el listado de todos los alumnos matriculados en algunas de las materias impartidas por el departamento con el pretexto de una investigación sobre “La construcción sociocultural del género”. Quince minutos después la secretaria le entrega el listado completo. Encontró tres jóvenes universitarias cuyo nombre de pila era Beatriz. Ulises empezaba a sentir cierto optimismo en su empresa y pidió las fichas correspondientes, mas ninguna de ellas respondía a la imagen que de la joven había encontrado en el pequeño álbum. La hora libre que aún le faltaba para impartir su próxima clase la llenó con la lectura del cuaderno azul petróleo de la joven Bea. Leyó y releyó el encabezado de la segunda página: “EL PROYECTO DEL PROFESOR”, y pensó que el mero título no prejuzgaba nada, pues textos que responden a ese título eran de fácil coincidencia. Pero a medida que proseguía la lectura se iba sintiendo cada vez más y más perplejo. Una vez leídas casi las cinco primeras páginas se percató de que lo que leía se correspondía palabra por palabra con el comienzo de la novela que él mismo estaba intentando pergeñar. A partir de ese momento le asaltó la duda de si entregarse de lleno a su labor detectivesca o centrarse en la escritura de su novela, que al final vendría a ser lo mismo. Tanto lo uno como lo otro le exigirían todo su esfuerzo y empeño.

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Claudio Echegurry Anochece. Ahora estamos solos, hechos bolita, ocultos detrás de la pedacería de automóvil y muebles viejos que apilamos unos sobre otros hasta formar una barricada tras dónde resguardarnos por si se pone feo el asunto, y se sale de control. Contando el tiempo con el reloj de arena en mano, esperamos que vengan de nuevo. Lo sabemos porque vienen aproximadamente cada quince días desde hace cuatro meses a la misma hora, cuando empieza a anochecer. Lo sabemos también por el incansable ladrido de los perros, el negro cojo, pachón y abotijado, poblado por una sarna incurable en el hocico, y el par de canelos de pelaje hirsuto, uno corcovado y desdentado y el otro famélico y tuerto. Ambos se ponen nerviosos al olfatear el aire; aullando y echando ladridos exasperados, corren de un lado a otro, salivando con el rabo tieso en señal de alerta, buscando llamar nuestra atención ante lo que, para ellos y para nosotros, resulta ser una presencia errática e inexplicable que va más allá de lo natural en el comportamiento humano. —¿Ya mero vienen? —pregunta mi primo Guado, acomodándose entre las barricadas de chatarra y tapicería donde nos hemos escudado. —No lo sé —le digo frunciendo el entrecejo—, pero los animales se están comportando muy inquietos. Seguro los están olisqueando. Escuchamos el cloqueo escandaloso que hacen las gallinas encerradas en el corralito de alambre que les construimos, anunciando el rutilante fragor del sonido sucio y lejano del motor de los vehículos: es un ruido pedregoso, pringoso, brutal, semejante a sus hoscos tripulantes; aquella mezcla mitad humana y mitad androide con los cuales resulta imposible dialogar; también sabemos que vienen por 13


la presencia inconfundible de un acre y profundo olor a gasolina y grasa quemada que se desprende por el aire. El precio de estar en esta incómoda posición ovillada, es que las piernas se me engarrotan y duermen con facilidad por la falta de circulación. Guado me sugiere que las estire y les dé masaje con los dedos para hacer que la sangre corra libremente por ellas, manteniéndolas despiertas por si hay que ponerse alertas y correr. Después de estirarlas comienzo a sentir punzaditas y un hormigueo constante en ellas, semejante al piquete de uno de esos alacranes güeros y ponzoñosos, de los que, después del bombardeo a la ciudad, ya no se ven muchos por aquí. —Toma los binoculares y trépate a la atalaya —le digo a Guado quien lleva los binoculares colgados al cuello por medio de una correa. Mi primo sube sin hacer ruido a la construcción hecha con piedras y maderos viejos que encontramos desperdigados por el camino y desvalijamos de las múltiples casas abandonadas al introducirnos en ellas a la búsqueda de comida y armas. Encaramado en lo alto, Guado puede observar fácilmente el desértico horizonte donde años antes se encontraba la ciudad, ahora destruida y convertida en un sitio ruinoso, fantasmal, abandonado tras la invasión y los posteriores saqueos. Y más allá, perdiéndose entre una miríada de dunas, se distingue en forma de S la carretera; claro, si se puede atisbar entre las copiosas tormentas solares que repentinamente nos caen por acá; entonces nos ocultamos como bichos indefensos dentro de nuestros “hombrigueros” (trincheras y túneles que, basándonos en la compleja estructura de un hormiguero, cavamos bajo la tierra), pues permanecer al exterior nos hace vulnerables a los imprevisibles estallidos que queman la vista con un fogonazo resplandeciente. 14

Con el reloj de arena en mano y las armas que tenemos escondidas (para evitar que las roben), les daremos la bienvenida, que, los muy idiotas a pesar del presumible progreso y el avance tecnológico en el que viven, confiados en su poder, ni siquiera se imaginan. Eso le pasa a uno por fiarse y creer de buenas a primeras en la buena voluntad de los androides. Primero llegaron buscando benefactores como lo haría pidiendo ayuda un forastero cualquiera. Nosotros los recibimos hospitalariamente, les regalamos comida, agua y aceite, sacrificamos a uno de los caballos salvajes con los que acostumbramos a organizar una comilona cuando hay invitados importantes, les brindamos un odre grande de agua para el camino, y les llenamos un par de bidones de gasolina. Nos dieron parcamente las gracias y se fueron. Uno confía porque antes de ellos ha venido gente desconocida, nómadas que iban de paso pidiendo auxilio a la búsqueda de refacciones para arreglar sus vehículos y auto curarse sus partes robóticas descompuestas. Después de recibir nuestra ayuda, nos ofrecen una dádiva como agradecimiento: un cuinito, un radio, un cuchillo, una baraja, un aparato de telecomunicación. Uno de ellos nos regaló a los perros canelos siendo todavía unos cachorros, y al día siguiente se fueron. Nunca más volvimos a saber de ellos. Pero con estos bárbaros es diferente. No pasaron ni dos semanas de haber venido cuando volvimos a escuchar el engorroso motor de sus carros y motocicletas rugir por la carretera.


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Desde la atalaya los oteamos con los binoculares. Eran los mismos seres intimidantes y bicéfalos, rapaces más altos (miden poco más de dos metros) que un hombre ordinario (género humano de los que quedamos unos pocos sobrevivientes), mitad humanos y mitad máquina, y esta vez no fueron tan amables . Es sorprendente cuánto puede cambiar una persona (en este caso hablamos de androides con características físicas no del todo humanas, pero con rasgos de índole moral humanizadas en su interior) en tan poco tiempo. Por su cuenta, sin pedir nuestra autorización, ingresaron a la bodega donde guardamos los víveres; saquearon comida, agua, aceite y armas, y todavía se dieron el tiempo suficiente para violar a nuestras mujeres y matar a dos viejos que intentaron defenderlas, con salvajismo inusitado. No supimos cómo reaccionar. Nunca antes nos habíamos enfrentado ante algo semejante. Esa vez se llevaron varios huacales con gallinas, dos cabras, cuatro caballos salvajes y un cerdito nacido de la última camada de la cerda gorda y pinta. Así siguieron robándonos, a vejarnos sucesivamente. La última vez se llevaron a la hija jorobada de mi compadre Filemón, y a Felipe y Ponche, dos muchachos sanos y fuertes; seguramente los escogieron a primera vista como mano de obra en la reconstrucción de la ciudad o quizá hasta se los agenciaron con la intención de entrenarlos en las vergonzosas artimañas del pillaje. Lástima, tan buenos muchachos, ahora terminarán convertidos en cacharros de metal con el corazón envilecido. Los puedo vislumbrar moralmente podridos, entrenándose en el arte de matar. Los pocos que quedamos hacemos cuentas en el reloj de arena, y si los cálculos no nos fallan, lo más seguro es que vendrán esta noche por su paga (consistente en mujeres, niños, alimentos y armas), y a cobrarnos el derecho de piso; pero esta vez no nos quedaremos acobardados; no señor, los estaremos esperando. Sabemos que nos superan en armamento, fuerza y número de hombres (en este caso androides), pero ni aún así nos harán bajar la guardia contemplando como pasmarotes cómo se llevan lo nuestro. Los estamos esperando. Sabemos que vienen en camino; lo sabemos al escuchar gritar a Guado: «¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!», y oír a lo lejos el sonido estentóreo del motor de sus coches, la hediondez desperdigándose por el aire que emanan sus cuerpos a tufo herrumbroso, y también lo sabemos por el ladrido perturbado y ensordecedor de los famélicos perros canelos.

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Daniel SanMateo Llegué a la ciudad de Toluca una fría mañana de finales de agosto. El cielo era todo gris, casi escurrido, como lleno de agua, pero la ausencia de nubes garantizaba que no tendría que preocuparme por lluvias. Tras dejar mi escaso equipaje en un hotel del centro, salí con la intención de tomar un buen desayuno en algún restaurante de los portales. Ingresé en uno que se preciaba de ser el comedor de mayor abolengo en la ciudad. Mientras bebía mi café con leche, repasé mis apuntes y el porqué de mi visita a esta ciudad. Mis últimos años había hecho excavaciones arqueológicas por aquí y por allá. Primero en el sitio de Templo Mayor, en la ciudad de México, en los descubrimientos posteriores a la Coyolxauhqui, y al terminar el doctorado, había viajado a Israel para participar en numerosas excavaciones arqueológicas. Allá, antes de regresar al país para ocupar una cátedra en la ENAH, participé en la excavación de Talpiot Este, cerca del hotel Diplomat de Jerusalén, así como en la excavación de Ramallah-Bet Hanina. A lo largo de mi estancia en Israel, tuve la fortuna de hacer trabajo en el laboratorio ayudando a armar el inmenso rompecabezas que, con el paso de tiempo, se había convertido gran parte de los rollos de Qumrán, mejor conocidos como los manuscritos del Mar Muerto. Desde 1947, cuando fueron descubiertos, había ocupado a científicos y arqueólogos día y noche. En mi caso, gracias a mi conocimiento del lenguaje hebreo, mi condición errante como judío Sefardí, aunado a mi experiencia con los códices mexicas, hicieron de mí una pieza clave en el equipo internacional de científicos a cargo de esa tarea. Al final, el esfuerzo valió la pena porque logramos reconstituir casi el 90 % de los manuscritos. Fue así cómo aprendí más sobre los Esenios, aquella secta mística judía, y sobre aquel que se conoce como el Cristo. De regreso a México, a pesar del transmitir

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anhelo de dar clases a los nuevos arqueólogos y de todos mis conocimientos a las gene-


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raciones siguientes, no había logrado deshacerme totalmente de la emoción del hallazgo arqueológico. Apenas comenzaba a instalarme en mi nueva casa que el gusanito del descubrimiento se había apoderado de mí. Y quizá fui yo quien lanzó los dados del destino, pues casi sin querer, conocí aquella leyenda toluqueña. En sí, la cosa estaba un tanto disparatada, sobre todo por cómo me había hecho de su conocimiento. Había ido a comer con un colega arqueólogo a los Colorines, restaurante ubicado frente al antiguo palacio de Minería, en el centro de la ciudad. Nos habíamos puesto al tanto de nuestros últimos años, hablado de mengano, fulano y zutano, reído de viejas anécdotas, recordado nuestros años de juventud y la excavación de Templo Mayor. Comíamos ya el postre, un delicioso flan flameado, cuando escuché, en boca de los comensales de la mesa de a lado, un cuento sobre fantasmas y apariciones en el museo Taller Luis Nishizawa de la ciudad de Toluca. Solo logré escuchar que entre los aparecidos se encontraba un monje del Carmel y que el museo estaba junto al palacio de Gobierno. Mi amigo no prestó atención porque en ese momento se encontraba calculando la propina y decidiendo si ponía el 15 o el 20 %, tan bien nos habían atendido. Sin conocer más sobre ella, supe que era digna de investigarse. Quizá haya sido una intuición profesional, una simple corazonada.

De regreso a casa terminé de mecanografiar mi curso —me faltaban tres temas completos del temario—, y por internet compré algunos libros sobre historia del Estado de México y arquitectura colonial de la ciudad de Toluca, más otro acerca de los cinco pueblos indígenas que habitaron esa región: Matlazincas, Nahuas, Otomíes, Mazahuas y Tlahuicas. Los días posteriores llegaron los libros y leí que el Valle de Toluca era antiguamente conocido como Tollocan, que en náhuatl quiere decir: “Donde la cabeza se inclina hacia abajo”. Supe que mi corazonada latía por el buen camino. El caso es que ahora estaba en Toluca dispuesto a investigar un poco sobre esa leyenda. El café se terminó y el mesero vino a servir nuevamente otra taza. Saqué mis anotaciones. Ahí había escrito que el museo taller estaba efectivamente a un lado de palacio de gobierno separado por la calle Bravo Norte. En la parte posterior a palacio de gobierno se encontraba el antiguo monasterio del Carmen, y la iglesia también de esa misma congregación religiosa. Los carmelitas, inspirados por el profeta Elías, se dedicaban a la vida contemplativa y a la oración. Había sido el mismísimo patriarca de Jerusalén, Alberto, quien en 1209, terminada la primera cruzada, les había entregado su regla basada en esos dos preceptos. Había que notar que Karmel o Al-Karmel en árabe, significaba jardín, quizá haciendo referencia al jardín del Edén donde el hombre compartía su tiempo con un Dios vivo. Su lema es: ZELO ZELATUS SUM PRO DOMINO DEO EXERCITUUM, que en latín significa: Me consume el celo por el señor, Dios de los ejércitos.

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Esas tres cosas inmediatamente me hicieron asociar a la orden con los Esenios judíos, y luego de leer que dos de sus más notables miembros, Santa Teresa de Jesús de Ávila y San Juan de la Cruz, habían sido grandes místicos, no me quedó duda alguna de mi asociación, el desierto, las epifanías, la escritura poética. Otra cosa que había escuchado en el restaurante era que supuestamente existía un túnel quizá a unos cinco o siete metros bajo la calle que conectaba el primer patio del museo taller con el convento del Carmen. Eso me hizo pensar que si dicho túnel existía, otro tipo de edificación subterránea era posible. Terminé mi desayuno, miré mi reloj, apenas pasaban de las nueve. Pregunté al encargado del restaurante si conocía los horarios del museo. “Abre hasta las 10:30”, me respondió. Decidí regresar al hotel para leer un poco. A las diez y media abandoné el hotel y me dirigí caminando al museo. Crucé el gran zócalo de Toluca, la plaza de los mártires muy hermosa y casi despoblada de peatones a esa hora, y llegué al museo. En la entrada el guardia de seguridad se asombró por mi temprana aparición. “¡Ah caray, casi nunca tenemos visitantes tan temprano, se ve que le gusta la pintura!”. Sonreí y le expliqué la razón que me traía ahí, supuse que a lo mejor él estaba más al tanto de los rumores y leyendas sobre el lugar. El guardia me miró, con ligera desconfianza, y luego de que explicara nuevamente mi interés por saber de los cuentos que se decían del lugar, suavizó el ceño, y dijo: “Pues mire, sí he escuchado de cosas, que dizque se oyen cosas, que dizque se mueven las macetas, que dizque los cuadros de los estudiantes de pintura del profesor Nishizawa se terminan solos, a mí me cae que puro cuento, yo no creo eso”.

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Pregunté por el encargado del museo. “La licenciada llega más tarde, qué le puedo decir, así son los jefes”. Pedí permiso para entrar, dar una vuelta. “Es todo suyo, nada más se me apunta en la lista porque si no me regañan”. Entré al patio principal y miré hacia todos lados. No sabía por dónde empezar. Regresé con el guardia. “¿Y usted no sabe por dónde dice la gente que se escuchan ruidos?”. “Según que por la escalera principal y también en la sala siete”, dijo. Me dirigí hacia la escalera principal. Estuve un rato revisando su herrería, su pasamano de madera pulida, revisando las curvas ornamentales. No sentí algo en particular. Fui hacia la sala siete. Cuando entré, un gran cuadro del nevado de Toluca me sorprendió. Entonces me acordé de la etimología de Toluca, Tollocan, lugar de la cabeza inclinada. Tuve una iluminación, a todo lugar sagrado se entra siempre con la cabeza agachada, como signo


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de humildad de reconocimiento a un ser superior. La ciudad de Toluca era, por su simple nombre, un lugar sagrado, y eso no era extraño pues los antiguos americanos construían sus ciudades en lugares que consideraban sagrados y llenos de energía. El descubrimiento de Templo Mayor me había confirmado eso, un gran templo mexica sobre el cual los conquistadores habían construido otro, la catedral. En Toluca la catedral era de construcción reciente, ideada apenas en el siglo XIX y terminada a mediados del siglo XX. El templo del Carmen era más antiguo, y su extensión actual era apenas una pequeña parte de lo que había sido. Al fin de cuentas la reforma de Juárez había expropiado muchos bienes a la iglesia. Entonces no era descabellada la idea de que el museo taller, junto con palacio y el mismo zócalo, estuviesen construidos sobre terrenos de lo que alguna vez fue el gran convento del Carmen en la región de Tollocan. Y si me basaba en los ritos judíos, continuados por los cristianos, era habitual enterrar en las esquinas de todo terreno conventual, de todo templo, a manera de fundaciones al-

gunos rollos de la Torá. Esto para santificar el espacio donde se erigiría la casa de Dios, el hogar de la Shekinah, la presencia sensible. En las excavaciones de Templo Mayor, hacia la frontera con los cimientos de la catedral metropolitana, se habían encontrado vasijas repletas con códices mexicas, y en una de las fundaciones de la catedral se habían hallado dos rollos pequeños de piel vacuna, donde se leía, escrito en códice dos pasajes bíblicos, los mismos que lleva el Tefillin judío, Éxodo 13:9 y Deuteronomio 6:8 y 11:18. Me dirigí hacia la esquina izquierda de la sala y me incliné, haciendo caso a la etimología toluqueña. Con precaución recorrí con los dedos la moldura del parquet. Palpé con los dedos minuciosamente ambos lados de la esquina y de pronto, ya casi cuando estaba a punto de rendirme, de que la cordura y no la emoción se apoderara nuevamente de mí, sentí una hendidura artificial, un oquedad donde se vencía la madera. Desprendí la moldura insertando una llave. La moldura se despegó y la pared vio la luz por primera en mucho tiempo. Ahí, inscrita en la pared, una traza formaba la figura de un hombre similar al del glifo de Tollocan, y por encima de su cabeza, la forma clara de una cruz cristiana. Mi corazón empezó a latir. Mi intuición había sido certera. Este era un espacio sagrado, un espacio de poder donde las energías cósmicas fluían entre los mundos, un portal de espíritus, de fuerzas sobrehumanas donde los planos convergían. Borges lo había dicho en uno de sus cuentos, ese punto donde el infinito cruza la materia y proyecta la infinitud como un espejo de mil caras. Los ruidos, las apariciones serían ciertas, el monje fantasmal también. Un lugar tan sagrado y de tanta energía forzosamente produce ese tipo de experiencias. Todo Israel, todo el país las producía. 19


Cuántas veces en el laboratorio trabajando con uno de los pergaminos, había sentido la presencia de alguien a mi lado, y al voltear no veía sino el vacío, los monitores centellantes de las computadoras. A pesar de no creer mucho en los ángeles, ni ser tan religioso a pesar de mi condición de judío, en esos momentos sabía que Dios vigilaba mi labor, al igual que ahora, Dios, o alguno de sus ángeles, resguardaba esta esquina que con seguridad contenía algún códice sagrado. El guardia entró a la sala. Se sorprendió de verme hincado en un rincón. Volví a pegar el parquet velozmente. El guardia llegó a mi lado y puso su mano sobre mi hombro, “¿Se encuentra bien?”, preguntó. Me levanté lentamente, el guardia me ayudó, respiré profundamente, luego le respondí: “Sí, gracias, estoy bien, muy bien, rezaba, disculpe usted, me sonó la alarma y tenía que hacerlo”. Caminé hacia la salida de la sala, el guardia se quedó a revisar un poco la esquina. Casi en el umbral de la sala, miré hacia atrás, el guardia miraba ahora el cuadro del nevado de Toluca, y dije: “Y eso de los ruidos y los fantasmas me parece una gran mentira, yo como usted creo que es puro cuento”. El policía me sonrío, le sonreí, y me dijo: “Sí, puros cuentos, vamos, lo acompaño a la puerta”. Regresé al hotel con el secreto en el corazón. Una leyenda es leyenda mientras no se pruebe la verdad, y yo no deseaba, después de lo que había sentido ahí en la sala, revelar la reciente verdad. Toluca o cualquier ciudad, bien merecía su propia leyenda.

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Otra vez tenías hambre. Tanta hambre que tus tripas se retorcían y chillaban como las ratas que luego cazabas. A su vez, la estabas mirando, silenciosa, como si fueses una caja musical rota. La observabas desplazarse de un lado hacia otro, sin hacer el más mínimo movimiento por molestarla. Ella estaba caminando con pasos calmados, arrastrando los pies contra las baldosas del piso como si no tuviera la energía para pisar con fuerza. « ¿Qué está haciendo?» Te preguntabas sin dejar de mirarla. Nunca entendías nada de que lo que estaba haciendo, pues ella siempre era así, siempre caminaba suavemente, con temor, como si estuviera dañada. A veces, cuando solías mirarla de más, te dabas cuenta de lo pálida que era su piel. Era una piel apagada, sin brillo, tan seca como la misma tierra que rodeaba la casa. También te percataste de sus huesos asomándose de su pecho. No solo era pálida sino muy flaca. Estabas segura de que si ella dejaba de moverse se convertiría en un árbol seco. Con facilidad podría hacerse pasar por una rama sin vida. Suspiraste y pensaste: « ¿Por qué luce tan blanca?» Y te respondiste que seguramente era así porque nunca salía al sol o porque debía tener hambre. «Hambre… ¿Hambre de qué?» Te preguntaste. —Ven, Petunia, come. Sus pasos no solo eran silenciosos, sino también lo era su voz. Caminaste despacio hacia la mesa del comedor. Saltaste sobre ella de un solo brinco. Observaste la leche que se hallaba servida sobre la mesa. « ¡Come tú, mujer!» quisiste gritar « ¡qué no ves que te estás muriendo de hambre!» Pero no lo hiciste, no gritaste nada. Te acercaste a la leche y comenzaste a beber. Tus tripas dejaron de chillar, sin embargo, seguías sintiendo hambre. Dejaste la leche y miraste de nuevo a la mujer. —Yo también tengo hambre… como tú… —dijiste despacio. Ella te miró, pero no dijo nada. No entendió tu maullido. Entonces te diste cuenta de que el hambre que tenías, era un hambre que no se calmaba con simple comida; era un hambre de querer hablarle y no poder hacerlo.

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Silvia Carùs La habían enterrado hacia pocos días en el cementerio de la Almudena. Sitio en Madrid. Apenas la familia y los amigos más cercanos fueron testigos de su sepultura. El cielo estuvo cubierto por nubes grises y blancas con sombras oscuras. Presintieron que iba a llover a pesar de ya estar cerca la primavera. Los invitados se presentaron puntuales al encuentro marcado. Una comitiva de unos doce coches seguía lentamente al coche fúnebre de color gris adornado con motivos florales. Durante todo el acto se notó en el aire un ambiente sereno sin grandes conversaciones. Hacia el mediodía las únicas personas que quedaron en el recinto fueron la familia de Ana y su comparsa. Un sacerdote presidió la liturgia cristiana proporcionando esperanza y consuelo a los vivientes. Diego vistió un traje oscuro con una camisa de color discreto y zapatos a coincidir, también oscuros. Su rostro fue reflejo de un dolor profundo. El homenaje a Ana fue hermoso, sus padres hicieron un discurso lleno de recuerdos de buenos momentos compartidos, y la elogiaron como buena persona. El pésame a la familia fue breve y sencillo con grandes muestras de afecto por lo sucedido. Los presentes al acto fúnebre uno a uno, fueron arrojando lirios sobre el féretro. Los sepultureros, una vez concluida la ceremonia, echaron tierra sobre la tumba. Y Ana y sus flores desaparecieron para siempre. Una vez en casa, los familiares se dedicaron a atender a sus amigos ofreciéndoles una merienda leve a base de sándwiches y refrescos. Las semanas siguientes pasaron lentamente y sin ningún aliciente, sobre todo para Diego.

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Todo absolutamente todo le recordaba a Ana. La chimenea donde leían sus libros de poemas, la mesa de la cocina que olía a café y a galletas de canela cuando hablaban sobre sus cosas banales. También la cama donde se amaron tantas noches y que estaba tan vacía ahora sin su presencia. La encontraba en todos los lugares que habían compartido en aquel céntrico apartamento, especialmente en el espejo. Un espectacular espejo de marco dorado y tallado en grandes dimensiones del siglo XVIII o principios del XIX y de un valor incalculable, colgado en el centro de la sala. Por este motivo, Diego decidió venderlo todo por un precio razonable. Pero no fue capaz de deshacerse del espejo. A pesar de que tuvo grandes oportunidades en el que le ofrecieron importantes sumas de dinero por él, simplemente no conseguía darlo. Era como si al hacerlo una parte muy importante de Ana dejara de existir. El apartamento pronto se llenó con nuevos muebles dando al espacio un aire renovado y consiguió tranquilizar el alma de Diego por unos tiempos. Cierta noche, cuando no conseguía conciliar el sueño. Fue hasta la cocina a beber un vaso de leche, fumar un cigarrillo y escribir alguna poesía. Al pasar por delante del espejo contempló su reflejo. Esta vez se llevó una sorpresa, quedó petrificado. Otra cara lo saludaba con una sonrisa. Empezó a hiperventilar y tras un solemne chillido, empapado en sudor, cayó desmayado en el suelo. Al día siguiente alguien llamaba a la puerta. Al no recibir respuesta la asistenta abrió con su llave maestra. Se puso el uniforme y comenzó su trabajo. Antes de salir se detuvo un instante en la sala. Un bello retrato de dos amantes lo adornaban dando un aspecto sofisticado al entorno.

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Alejandrina Mancilla Nuñez

“Hace tanto la soledad que las palabras se suicidan” Alejandra Pizarnik

Tú, carne voraz que lee, escucha e imagina. Corazón bombeando éxtasis hacia todo tu ser.

Tú, cuya lengua bañará estas letras de saliva y quizás también de llanto, tus ojos, al pronunciarlas en voz alta. ¡Entérate! Son las últimas de todo este repertorio de dolor que se amontonó con el tiempo.

De este mundo, de esta noche, en el que sello el camino hacia la hoguera, he de llevarme el temor sembrado en el pensamiento, la inquietud de no encontrarte en la profundidad de aquel sueño póstumo a la dolencia de vivir.

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Simplemente, no hay espacio para mí en este mundo. He decidido, emprender un viaje astillado de placeres no provistos por esta noche que hunde su negrura entre mis vísceras. En el más allá, las gaviotas arrearán mi espíritu hacia el mar y me desnudarán de mi antiguo yo.

No insistas Julio, esta insuperable realidad, me descompone en segundos y yo aspiro a vivir la fiesta de mi funeral a costa de mi propia vida. Anhelo que mi alma atraviese el ataúd para succionar los rostros de la gente y mi boca se llene de las flores que en vida jamás recibí. 27


Alexander J. Meza Illescas

Siento un frío espectral, el aire helado cala en mis huesos, me duelen, me duelen mucho. Siento un miedo brutal, el aliento cortado pasa en el viento, me agitan, me agitan mucho.

Siento pena y siento temblar mis pies, mi cabeza, mis manos, también mi fe. Tengo miedo, mucho; pierdo la calma, sin saber qué será de mi frágil alma. Ruidos me perturban, me molestan, las tinieblas sobre mí se acuestan.

Tengo miedo de no poder hablar o decir lo que autónomo deba callar. Mi espalda cansada me ha de fallar, sin esperanza, sin fuerzas, sin paz. Tengo frío, tanto que fácil me ahogo, en el silencio fúnebre que es sonoro. 28


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Gastón Heredia Carreras Camina sonriente. Nadie puede contra la felicidad de saberse inquieto de espíritu.

Pausa tu corazón. Pocos entienden el otoño en tu mirada.

No te asustes. Alguien escucha tus pasos.

No te pierdas. Congela la esperanza llena de impertinencia.

Escucha el viento. Viaja hasta lo profundo de las miradas equivocadas. Corre llorando. El sol te mostrará la cálida desnudez de tu sombra. 29


En tu cuerpo yo busco la noche. Germán Rizo Amé la inadvertida hoguera de tu noche la caída de tu desnudez los ojos entrelazados en un solo gesto y amé la lluvia las profundidades de tus venas. Me asomé al dulce vientre que alimentó mi dolor al tiempo disfrazando la eternidad. Amé el prodigio disipado en la luz de tus llanuras regocijo solar cascada inevitable donde agitados lienzos escapaban hacia la repentina promesa. Tierra dorada tu cuerpo donde el deseo es un largo olvido. En tu cuerpo mi ofrenda es el fuego que despierta la gloria y la luna es el prodigio que arrebata este intento por repetir la muerte. Derramas el silencio ese vértigo de soles donde el amor inunda el letargo. Acércate al gemido/ estamos dentro del fuego desafiando el secreto de sus heridas en ese vestíbulo que adornan las brazas.

Todas las velas palidecen en esa ofrenda de tu cuerpo. Tu sangre estalla quemándome hasta confesar mis temores. Llevo la profecía de tu enigma en mi atardecer. Derrama en mí tu silencio el diluvio venerable donde el corazón insinúe otra sinfonía donde el argumento de su cólera acuse esta lejana voz. Libra en mí la fortaleza entristecida víctima del deseo. Derrámate busca pedazos de mí en el humo. Intenta despuntar las arpas que celebran el latido el inadvertido ángulo doliente de mi sed. Río que arrastra la oscuridad esa luna rondando tus voces sobre tu cabeza los girasoles decoran la eternidad. En tu bosque el corazón es una llama buscando otra noche buscando un sendero de palabras colgadas en el verso. Entrégate al resplandor que madura los trigos

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al incendio sagrado de la noche y deja entreabierta la espiga de tu desnudez. Otra vez otoño y cargo más que la muerte sobre mi espalda. No hay pañuelos para secar tanta oscuridad/ mientras pronuncio una lágrima las piedras ordenan esta monotonía de pasiones indómitas. Soy víctima de máscaras y zarpazos de hojas feroces que se arremolinan sobre mi cuerpo. En esta incertidumbre alguien destrenza las huellas/ mientras escucho cómo la lluvia reclama su ritual/ mientras el aroma del jardín envejece sobre mis huesos. Mañana la ausencia se robará mi rostro. La lluvia es un murmullo otra forma de amarte es otra desnudez. Sin palabras ando vaciando el latido en su temblor de hojas.

Tempestad en la cordura de la luz tejiendo espigas en el corazón este amarnos en el resplandor de la soledad.

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Otra vez sosteniendo el insomnio y el amor la oscura primavera amurallando la puerta. No hay quien me despoje de este espanto quien pregunte a dónde voy quien me espere detrás del espejo. He dejado mi sombra cerca del cataclismo como un náufrago sin clemencia que rema contra los faros. Y abro la boca de los peces para sentirme olvidado/ trampa donde los huesos se agolpan en mi red tardía. Germán Rizo El otoño vistiéndome y tú en el sabor de la lluvia las hojas emigrando en el grito de tu piel. Somos círculo que brota en la sed del beso. Triste tempestad embistiendo los trigales. Me cubre tu desnudez. Voy cavando en la tentación las estaciones que afloran en tus senos. Voy naciendo en tu piel mis manos entran en ese enigma salvaje de tus sílabas sentencia que enviste mi sombra. 32


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Jonathan Mostacero Castillo Laconia marítima

Vine hacia el mar por voluntad propia Para sentir ese frío recodo aún distante en la imaginación Ola primitiva que se esparce Y me entierra contra las piedras.

Al ladear la orilla oscura gaviota Miro siempre el Mar y siento que aquesta sensación de estrago No es nostalgia ¡Ah, no hombrecillos, Corderos! Agnus Dei, qui tollis peccata mundi

¡Tanto, ah, por sucumbir, cariño! Y ¡Plaf! Otro tanto por navegar… Di, ¿por qué los suspiros y el llanto que hinchaba tu pecho al oír las desgracias de Ilión?

BLANCA HABITACIÓN DE LIRIOS U olas que Remesen… Enfrían Calan Llevan Me llevan… Dejando a mi libro de poemas en la orilla “Que los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles…”

¡No es nostalgia! Contemplatio Tiene más de un ardor en los ojos O un hedor salino en la trompa Algo así como una especie de [Asco]

Hómeros Extraña visión del MUNDO: ¡Mi delirio no es la gran certeza!

… podría yo aseverar… Barco glaciar derrapado a un vasto Espacio

sino

No cubierto Jamás aún derrotado

la ciega mancha de los SOLES en los ojos del tirano…

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EXORDIO

¡Qué de horror marfil, el salto entraña! Al despeñado hombre que azuleja Barco hostil, noche refleja De oscura muerte en que se baña

Una pareja haciendo el amor Y la soledad golpeteando a la luz de la luna Oquedad nativa de mi ilustre lecho/ Tan vacío, hasta de mí, soledad Camisas arrugadas Soledad Cigarrera que no tengo soledad Soledad libro de poemas Cáscaras de frutas y jazz Carne viva / SOL imaginario SOL edad.

Do el oculto sueño quiebre el ara Que al rey del fuego ya enmudece Fragor del cielo que anochece O al infame Cócito me helara.

Fantasía cromática

Oh crepúsculo Créese el tiempo de la nada Rumor de sinos que equivoca Yo soy la pasajera entrada,

Imaginación Pausada figura de belleza que cae en la mañana

el terrible templo al que convoca. De luna vil en blanco ornada Al silencio eterno que lo toca…

Delirio intenso del idiota Fantasía colorata Penumbra de naranja

Lonely girl

En Rayoazulvioláceo En el tercer piso de una casa que no es mía Pero oscuramente vivo Mi hastío merodea Mi hastío merodea

Diamante sin nombre Esmeralda/ Deshuesada

Mi hastío es un crepúsculo Mi hastío es un crepúsculo De Luz tenue y parpadeante Aberración de luz aberración Mi hastío es un crepúsculo

Scherzo de la noche Cual golpe de oro de otro reino…

En el estallar de baterías, en el encendedor sin cigarrillo, en el ron blanco y la soledad Rasuradora con pelo y Soledad

Reino

Fruta podida que pudo ser buen alimento y que a oscuras se agazapa Lamparilla calurosa de departamento que no es mío

Reino

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Reino


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¡Oh imaginación! ¡Terrible y cercano modelo de lo amado!

X

Llegado a mis veintisiete años, cuando el pecho se me enturbie en el liquen de la muerte Y la luz del baño permanezca quieta en el crepúsculo vacío Los tormentos del ángel volverán a serme un hijo de la oscura nada Blanca y pasajera fantasía Lepidóptera agonía que afuera de mí, me retuerce dentro Porque ahora de mi vanidad bebo; y en mi vanidad bebo ahora, en el placer oculto de mi mala conducta para ponerme siempre brusco… en los veranos terribles.

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Juan Fernando Mondragón si le encontráramos el otro lado no su lado físico sino el profundo allí donde descansa el gato apenas disimulado —si miramos bien— por una cortina de hoja blanca rasgada si fuéramos capaces de arrancarle con la uña toda la capa de sofisticada blancura como quien arranca cachitos de tinta en el muro desgastado hasta dejar la página desnuda en cuyo fondo arrullado dormite con la piel oscura que llena de sueño a las palabras y las colma de color y las acuna mientras respira

2. Ha caído la noche y en este cuarto, en esta hoja, no estoy solo no paso mirada, solo escribo: la luna es concreta y adviene el maullido desde un más allá del libro misterioso por cuyo halo cortante los versos tiritan 3. Cómo hacer de un libro un gato Atraído por el presentimiento pasar la mano sobre el lomo —cuantas veces fuere necesario— hasta verlo retorcido y encariñado

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4. Preso en el muro de los libros dueño de una nostalgia insobornable maúlla toda la noche y pone a llorar a los libros que le escuchan

5. La hórrida pregunta secular: ¿Qué hacer con el libro que está en celo?

6. A veces llevado por una curiosidad demente propiamente felina como persiguiendo un no sé qué se avizora y yo lo miro de reojo deja un halo de paso súbito y corro detrás suyo pero apenas alcanzo el eco de una cola que se oculta al doblar la página y la página que sigue y la que sigue… Lo he de encontrar, detenido en un cuarto oscuro en pleno salvaje amasado de palabras

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Nelson Roque Pereira. “Tiempo destruye a tiempo, voz a voz, hombre a hombre”. Pere Gimferrer.

Saber que un día la voz del equilibrio rompe las cercas, y tanto minuto, tanta sombra sobre los plantones de azucenas serán marchitos. Vindicación del destino a las tierras que fueron abono de botellas rotas, el rincón para los ojos del amanecer en lontananza, algo así como un vedado en la entraña del tiempo.

Y saber que un viernes cualquiera de la memoria, obedecen cuerpo y sudor a los límites desbrozados, a plantar semillas en lo que fue contarnos todos.

Volver dueño de la azada, al acomodo de la almendra que nos ensortija el alma con la fiebre del apetito, hasta que sangre el mundo pronto de las azucenas. El tiempo construye la voz, tiempo a hombre con voz, voz y hombre al tiempo.

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Toques de puerta

Con un toque a la puerta se decide en los labios la canción del día. Un toque para ser tañido desde las llagas a las pupilas, otro para tañer la puerta en la esperma de las nervaduras a nombre de todas las cosas. Un toque funde a madera y mortal, da forma a la argamasa del pecho al que se siente domar antes de agotarse el barro, y se acordonen las libertades al lenguaje de los pájaros como peldaños de los zapatos. No por metamorfosis de presencia se quiebra el tiesto de la areca, y el óxido del agua mancha el desnivel de los mosaicos al peso del toque desconocido de pedradas en tiempo de canto. ¿Cómo escapar de la llamada si se agolpan varias razones en el pórtico de quien esgrime? Razón para saberse rectángulo a la espera de una racha de viento, o no habrá imagen de fondo que disponga el golpe de la aldaba.

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Torre para servir

En fin y al cabo el cuerpo es torre mar adentro del vivir cercano. Lo que se hereda y aprende en la estrofa de los hombres y salta como un pez en arcos a las ventanas de la humanidad.

Dentro de las palabras que cortejan la mente y el hambre de la calle en el fango de la memoria es una luz un latido el valor por aprender a domesticar en un sorbo las palabras “lo siento”.

Después de tantos días de sabor a ladrillo en los labios se bordan los renglones “…como sirve al tesoro su alcancía”. Vicente Gallego. con los planos de la palabra y se ancla un cuerpo más a los límites de la vergüenza.

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Torre que en fin y al cabo concurre al rumor de las olas y va al afluente que da a los ríos a vivir lo excitante de la orilla a sabiendas que hay aguas que lo perdonan todo antes de enlazar los dedos a las manos de otro cuerpo.

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