EL BALAJE DEL REY SALOMÓN

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O, flexamina atque omnium regina rerum, oratio


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Lázaro Rodríguez

EL BALAJE DEL REY SALOMÓN

Editorial LEDORIA J M R


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CAPÍTULO II Ocaña (a finales del mes de septiembre de 2007, de madrugada) El sonido estridente y repetitivo del timbre de un teléfono siempre es perturbador, y resulta molesto cuando interrumpe un sueño profundo recién cogido. Juan se revolvió en la cama y se tapó la cabeza con la almohada. «Quizá se pare o quizá solo sea un mal sueño», quiso imaginar. Y así fue. Se hizo el silencio, pero la tranquilidad sólo duró unos segundos, los que tardó el timbre en volver a sonar. Chasqueó la lengua y sintió en su boca el sabor áspero del orujo y del tabaco de hacía unas horas. Retiró la almohada, abrió un ojo y observó la luz verdosa del despertador colocado sobre la mesilla de noche. Abrió el otro ojo y fijó la mirada. El teléfono se quedó mudo de nuevo. —Son las cuatro… ¡las cuatro de la mañana! —maldijo después de dudar un momento y recordar que se había acostado hacía apenas un par de horas—. Tenía que estar prohibido llamar a estas horas —masculló antes de ahuecar bien la almohada y cerrar los ojos. A la tercera vez que sonó el timbre, descolgó el auricular y se lo colocó en la oreja. Se quedó en silencio esperando el milagro de que no hubiera nadie al otro lado de la línea. «La compasión no existe», pensó al oír la voz trémula de una joven. —¿Señor Centeno? ¿Señor Centeno? —preguntaba angustiada. —Sí, soy yo —barbotó Juan. —Mi jefe ha desaparecido.


_·4 ___________________________________________________________________________________Lázaro ______________Rodríguez _________________ —¿Perdón? —preguntó incrédulo, como haría si alguien pretendiera darle una conferencia sobre la necesidad de beber cinco litros de agua al día para estar sano. —Mi jefe ha desaparecido —repitió la voz inoportuna, como tanteando el terreno que no sentía seguro. —Y a mí, ¿qué coño me importa eso? ¡Pues búsquese otro jefe, no le costará trabajo!—le espetó Juan. Después añadió—: Y procure que sea uno que no le enseñe a tocar las narices de madrugada. —Soy María Blasco —dijo la voz en tono pausado— y mi jefe es don Lorenzo López de Haro... un historiador especializado en la Edad Media... —Pues no tengo el gusto de conocer ni a su jefe ni a usted —la interrumpió Juan. Se frotó los ojos con la mano izquierda mientras se incorporaba en la cama, encendía la luz y volvía a mirar la hora en el despertador—. Señorita, ¡son las cuatro de la madrugada! —la increpó. —Perdone que le moleste a estas horas, es un caso de extrema urgencia —se justificó la joven con voz suave. —Le repito que no conozco a su jefe... —murmuró Juan con tono seco mientras reprimía un bostezo. Pensó que si escuchaba un minuto podría volver a dormirse. —Pues mi jefe debe de conocerle —insistió la joven—. Acabo de abrir mi correo electrónico y tengo un mensaje de Lorenzo... —la voz de la joven denotaba preocupación—. Ha debido de pasarle algo. —Señorita, llámeme mañana por favor —pidió Juan maldiciendo en su fuero interno los correos electrónicos, los ordenadores y a las mujeres de voz quebrada que deberían estar durmiendo a esas horas de la madrugada. —Si me cuelga volveré a llamarle o avisaré a la Guardia Civil para que vaya a buscarle —aseguró la joven con firmeza. Juan Centeno miró a la mesilla. «Está loca», musitó mientras cogía la última pipa de la noche anterior y comprobaba si quedaba algo de tabaco.


El _____balaje ______________del _______rey _______Salomón ________________________________________________________________________________5· __ —¿Qué dice el correo? —indagó resignado Juan mientras se acoplaba el auricular entre la mejilla y el hombro para encender la pipa. Carraspeó y dio una calada. —Que iba a ir a visitar dos pueblos: Tricio y Cañas... —¿Y qué quiere que haga? Yo vivo en Ocaña, no en Cañas, que por cierto no sé ni dónde está —le interrumpió Juan de mal humor, pero aliviado y decidido a colgar el teléfono al descubrir el origen del malentendido que había provocado la llamada. —En el correo también me dice que si le pasaba algo me pusiera en contacto con usted, si usted es Juan Centeno Maroto y vive en Ocaña —manifestó la joven con paciencia. —Acuéstese e intente dormir, mañana... —En el mensaje —le interrumpió— también me decía que me había dejado un sobre en recepción. Bajé a buscarlo, creí que en él encontraría la explicación de su ausencia, pero en el sobre sólo había seis mil euros y una nota en la que, además de repetirme las instrucciones que me había dejado en el correo electrónico, me indicaba que el dinero era para pagar sus servicios. —Resérveme una habitación en el parador —le pidió Juan, pensando que el tal Lorenzo era un hombre previsor y generoso, y que la señorita María no le dejaría dormir si no le hacía caso—. La veré dentro de unas horas. Bull, su podenco ibicenco de color canela, entró en la habitación con las orejas levantadas. Movía el rabo y se le abría la boca. Se acercó a la cama, se sentó en la alfombra y se quedó mirando a Juan. —Seis mil euros es una buena razón para ir a Santo Domingo de la Calzada —comentó Juan a Bull, después de colgar el teléfono. Se levantó de la cama y se dirigió al lavabo seguido de su perro— Y, al fin y al cabo, no es la primera vez que duermo un par de horas ni la última que me tomo cuatro copas —agregó mientras abría el grifo del agua fría de la ducha.


_·6 ___________________________________________________________________________________Lázaro ______________Rodríguez _________________ Después de ducharse, se puso delante del espejo, la escasez de pelo era patente con el pelo húmedo. Se afeitó, y, al finalizar, sonrió. «Si tengo poco pelo también tengo pocas arrugas», se dijo de mejor humor.


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CAPÍTULO III Santo Domingo de la Calzada

Juan Centeno, después de fumarse tres pipas, tomarse un café en el Hotel Landa de Burgos y conducir durante algo más de cuatro horas, acababa de llegar a Santo Domingo de la Calzada. Había seguido las indicaciones de unos carteles que le indicaban cómo llegar al parador y ahora contemplaba unos bolardos que le impedían el paso al casco viejo del pueblo donde se encontraba el parador. Oyó dar nueve campanadas en un reloj. A su derecha se fijó en un poste con un altavoz y un botón. Lo apretó, y los bolardos bajaron chirriando hasta el suelo. Avanzó en su Range Rover por calles empedradas fijándose de nuevo en los carteles del parador hasta desembocar en la Plaza del Santo. Frente a él contempló un magnífico edificio de sillería y ladrillos, con una balconada de hierro y una galería porticada en la que divisó la puerta de entrada. Juan bajó del coche, se arregló el chaleco de caza con varios bolsillos, cogió su bolsa de viaje y se dirigió a la recepción donde rellenó una ficha, pidió que le subieran el equipaje a la habitación y preguntó dónde podía aparcar el coche. —Baje por la calle de la izquierda, a los pocos metros está la entrada al aparcamiento. Toque el timbre de la puerta y le abriré desde aquí —contestó el recepcionista, un joven moreno de pelo engominado vestido con un traje azul marino y una corbata de color malva. Juan, después de aparcar el coche, subió por una escalera interior que comunicaba directamente el garaje con la recepción del parador.


_·8 ___________________________________________________________________________________Lázaro ______________Rodríguez _________________ —Ya he mandado su equipaje a su habitación —le informó el recepcionista con voz meliflua—, es la 203. Mi nombre es Francisco Ramírez y estoy a su disposición. La señorita María me rogó que le avisara de su llegada, su habitación es la 205 y la de don Lorenzo López de Haro, su amigo, la 207. —Si la señorita pregunta otra vez, confírmele mi llegada —le pidió Juan sonriendo. La voz suave de Francisco era un incentivo para solicitar sus servicios—. Ahora voy a estirar las piernas. Cuando vuelva hablaré con ella —comentó Juan y salió del parador. Atravesó la plaza y pasó por delante de la catedral hasta desembocar en lo que supuso era la plaza mayor del pueblo. El sol picaba, y algunas nubes negras en el horizonte anunciaban una tormenta. Se paró un momento y contempló numerosas casetas de madera cubiertas de lonas alrededor de las que pululaban hombres y mujeres afanados en montar sus tenderetes: vestían sayas, calzas, jubones y túnicas; cubrían sus manos con mitones y calzaban, la mayoría de ellos, borceguíes recubiertos de trozos de tela atados con tiras de piel. Juan sonrió y recorrió con su mirada el mercado medieval. Sacó una pipa, la encendió. El humo llenó su boca y pensó que necesitaba un café solo y un orujo. Avanzó entre los puestos de madera y olió el aroma de las plantas medicinales, de las especias y de los jabones naturales. Echó en falta a los perros que debían de acompañar a los buhoneros de antaño, e imaginó los ladridos de Bull entre tanto bullicio. A su lado pasó un hombre con un morral colgado del hombro —cara redonda y rubicunda; barba y bigotes encanecidos— vestido con una túnica de color rojo brillante y un bonete, que tiraba de las riendas de un borrico, el primero de una reata en la que, se imaginó, montarían los niños para dar vueltas por la feria. Juan escrutó entre los arcos de medio punto que daban paso a los soportales de la plaza. Descubrió una pequeña taberna


El _____balaje ______________del _______rey _______Salomón ________________________________________________________________________________9· __ y se dirigió hacia allí esquivando saltimbanquis, malabaristas, a un hombre orquesta, a una bruja joven vestida de harapos y al halconero que hacía volar, una y otra vez, a un halcón peregrino. Frente a él, apoyado en una de las columnas de la plaza, vio a un hombre de edad mediana, calva reluciente y con un mandil blanco atado a la cintura. El hombre se fijó en él, después miró lo que le quedaba del puro que se estaba fumando, torció el gesto, tiró la toba al suelo y entró en la taberna. Juan se acercó al bar, antes de entrar se detuvo y leyó el letrero de madera: El Bar de Manolo. Vinos y aguardientes de la Rioja. «Puede servir», pensó, y traspasó la puerta de madera con los cristales sucios. En el interior hacía fresco. Olía a vino y a café recién hecho. Vio unas cuantas mesas de mármol con cuatro sillas de hierro cada una, un par de barriles incrustados en la pared, un reloj de pared y estantes de cristal con una hilera de botellas. Frente a él, sobre la barra de zinc, al lado de un paño blanco con varios vasos de tubo boca abajo, había un platillo con una cucharilla, un sobre de azúcar, un chupito de orujo blanco y un vaso con agua. El tabernero le daba la espalda mientras manipulaba en la cafetera. Cuando se volvió lo hizo con una taza de café en la mano que dejó en el platillo. —¿Está bien así? —preguntó. Juan probó el café —negro y fuerte— y se bebió el orujo. —¿Me pone otro? Es bueno —reconoció Juan, dio una calada a su pipa y preguntó—: ¿Todos sus clientes toman café solo y orujo? —Antes muchos, ahora ya pocos —comentó sonriente mientras servía el chupito. —Pero se lo pone a todos los extranjeros —insinuó Juan. —Solo a los que lo piden y a los que alguien me encarga


_·10 ___________________________________________________________________________________Lázaro ______________Rodríguez _________________ que se lo ponga —contestó divertido el camarero y le aclaró—. Ayer por la mañana, un cliente, don Lorenzo López de Haro dijo que se llamaba, me pidió que si un cincuentón, con pelo en retirada, regordete y que fumaba en pipa venía al bar le sirviera lo que le he puesto —explicó el tabernero en tono condescendiente—. Me llamo Manuel Muñoz, aunque en el pueblo todos me llaman Manolo, pero yo prefiero que me llamen por mi nombre, Manuel —se presentó el tabernero mientras se servía otro chupito de orujo— y usted debe de ser, si don Lorenzo no se ha equivocado, Juan Centeno. —Efectivamente, ése es mi nombre —comentó Juan desconcertado—, pero no conozco a Lorenzo López de Haro... aunque si estoy aquí es por él. —Él debía de conocerle y sabía que podía venir —dijo Manuel y añadió—: Además me dejó un mensaje para ti... si me permites el tuteo. —Que en el parador tenía un sobre —le interrumpió Juan recordando la conversación con la joven la noche anterior. —Sí, y que a cambio del contenido del mismo tenías que buscarle, y si no lo encontrabas, deberías finalizar su investigación. —¿Qué investigación? —preguntó Juan sorprendido. —No quiso decírmelo, pero me aseguró que alguien te diría lo que tenías que hacer —respondió Manuel, se bebió su orujo y sirvió otros dos—. En ese momento Lorenzo se puso serio y añadió que era muy importante... y que tuvieras cuidado —recordó antes de llevarse el chupito a la boca. Juan acabó su orujo y buscó su cartera. —La consumición la dejó pagada don Lorenzo. «Por si acaso», me dijo. Juan avanzó por la plaza mayor. Fumaba dando rápidas caladas a su pipa. Pasó entre las casetas de madera. En una de ellas, un hombre con la cara enrojecida, alto, de carnes magras, rebuscaba en un baúl de cuero repujado.


El _____balaje ______________del _______rey _______Salomón _____________________________________________________________________________11· _____ —Juana —dijo dirigiéndose a una mujer gruesa, de cara morena, que trajinaba con unas cacerolas— no encuentro ni mi capuz, ni mis calzas, ni mis borceguíes. —Si no te gustara tanto el vino… —le recriminó la mujer mientras se limpiaba las manos en el mandil blanco que cubría su hábito marrón—. ¿No te acuerdas que ayer por la tarde le vendiste tus ropas por trescientos euros a un señor en la plaza de la iglesia de Tricio?


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CAPÍTULO XXXV El balaje del rey Salomón

Aparcaron frente al exterior de la capilla de los Chacones. Juan guardó el cáliz en la mochila y se la colgó al hombro. Antes de entrar miró hacia la parte superior de la pared de la capilla, iluminada por unos focos, y sonrió: allí estaban los escudos de Chacón y Alvarnáez con los cuarteles bien colocados. Sintió un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. Se fijó en dos coches de la guardia civil aparcados delante de la puerta de entrada. De uno de ellos se bajó el sargento Santaella. —Tengo otro coche en la plaza de la Reina vigilando la puerta del lado sur. Don Julián de Deza acaba de irse, le ha llamado el Arzobispo. Ha dicho que todo estaba en orden. —¿Julián de Deza? —preguntó María mientras se ponía el abrigo—. Creí que estaba en El Alborayque. —Acompañó a una pareja de la guardia civil a detener a Martín, pero lo encontraron muerto en la biblioteca con una copa de coñac en la mano. Julián decidió venir a ayudarnos. —¿Había recibido Martín alguna visita? —le interrogó Juan. —Don Julián de Deza estuvo con él después de comer. —Y le invitó a probar la espuma del cerbero, me imagino —comentó sarcástico. —¿Sospechas de Deza? En la biblioteca no había signos de violencia… Martín pudo suicidarse al enterarse de que le seguíamos la pista y suponer que iríamos a detenerle. —El resultado es el mismo: ya no podrá hablar con nadie ni contar sus secretos —anunció Juan pesaroso y se puso la pipa apagada en la boca—. ¿Venía solo monseñor Deza?


El _____balaje ______________del _______rey _______Salomón _____________________________________________________________________________13· _____ —No, le acompañaba un monje encapuchado. —El sargento se fijó en el gesto contrariado de Juan—. ¿Cuál es el problema? —Que estoy convencido de que han entrado en la capilla de los Chacones y lo han hecho antes que nosotros. —Monseñor Deza está encargado por el Arzobispo de colaborar con nosotros en la investigación. Además, acababa de hablar contigo —se justificó el sargento molesto por las insinuaciones—. Al monje que lo acompañaba lo dejó monseñor vigilando en la iglesia. —No es culpa tuya, tenemos demasiadas palomas disfrazadas de cordero a nuestro alrededor —le tranquilizó y le pidió que solicitara una orden de busca y captura para don Julián de Deza. —¿El arcediano es miembro de la Orden de la Paloma? —preguntó con voz trémula. —Supongo que puede ser el Gran Maestre —le aseguró Juan. —¡Pero él te salvó la vida al descubrir en la iglesia al individuo que quería matarte! —Entonces no entendí la razón por la que don Julián había registrado la iglesia tan minuciosamente. Él debía de saber que el compinche del que escapó no había podido salir y tenía que deshacerse de él para que no descubriera a Leopoldo Báez, que era su contacto, y a él. Los golpes que propinó al hombrecillo no venían a cuento, pretendían y consiguieron amedrentarle. Él intentó huir, tropezó y al caer de cabeza se partió el cuello. Lucas se quedó pensativo. Se rascó la cabeza. —Don Julián te descubrió la relación de esta iglesia con los conversos, te habló de la cruz verde, de la cadena, de la Paloma Judía y de su relación con la Orden de la Paloma… —Me proporcionó, como don Benito en Murcia, como hicieron con Lorenzo, la información necesaria para que siguiéramos buscando el collar. —Juan puso la mano sobre el hombro de su amigo—. A mí también me han engañado. ¿Has entrado a la capilla?


_·14 ____SEPULCRO ______________________Y____ESCUDOS ____________________DE ______GONZALO _____________________CHACÓN ______Lázaro _____________Y_Rodríguez ___CLARA ______________ ALVARNÁEZ EN LA IGLESIA DE SAN JUAN DE OCAÑA


El _____balaje ______________del _______rey _______Salomón _____________________________________________________________________________15· _____

ÍNDICE

I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV XVI XVII XVIII XIX XX XXI XXII XXIII

En el Palacio Arzobispal Ocaña Santo Domingo de la Calzada María Blasco Tricio Evangelina La iglesia de San Miguel Arcángel En la plaza de Tricio Santa María del Salvador de Cañas El hombre del Capuz La Orden de la Paloma La decisión de María Blasco En el bar de «El Quinqui» La iglesia de San Juan La espuma del cerbero Conversación con el Gran Maestre El arcediano don Julián de Deza El entierro El balaje de Pedro I el Cruel Gutierre de Cárdenas Teresa Enríquez Chacones y Fajardos Las instrucciones del Gran Maestre

p. 11 p. 18 p. 22 p. 27 p. 38 p. 48 p. 58 p. 65 p. 68 p. 77 p. 86 p. 95 p. 108 p. 116 p. 127 p. 133 p. 137 p. 151 p. 162 p. 170 p. 179 p. 191 p. 200


_·16 ___________________________________________________________________________________Lázaro ______________Rodríguez _________________ XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX XXXI XXXII XXXIII XXXIV XXXV

La paloma judía El Alborayque La beatificación de Isabel La Católica En la Catedral de Toledo En las casas maestrales El matrimonio de Isabel la Católica El collar de balajes La capilla de los Vélez La cripta de la Orden de la Paloma El Cáliz de la Última Cena Los archivos de Lorenzo El balaje del rey Salomón

p. 202 p. 211 p. 224 p. 239 p. 246 p. 253 p. 266 p. 273 p. 283 p. 291 p. 303 p. 315


El _____balaje ______________del _______rey _______Salom贸n _____________________________________________________________________________17路 _____ Dulcedo quedam mentis advenit


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