El color del olvido

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El color del olvido

テ]gel Bienayas de la Encina

EL COLOR DEL OLVIDO

Editorial LEDORIA J M R

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El color del olvido

CAPÍTULO I Cerca de Illescas, 29 de marzo de 1583 1 Francesco Preboste miraba sin rubor a su amo, le conocía perfectamente y sabía que en ese instante no se encontraba en el mundo de los vivos. Los dos viajaban sentados sobre las duras tablas de una carreta que habían alquilado a un arriero toledano por ciento veinte maravedíes al día. Desde el pescante, Francesco manejaba con arrogancia las gastadas bridas de cuero. Mientras tanto, Doménico y la mula, cabizbajos y con el ánimo exhausto, perdían la mirada en las piedras del camino que desaparecían bajo sus pies. —¡Qué buen centauro harían! —dijo para sus adentros. El criado, consciente de la mala sangre que corría por sus venas, sabía del carácter que gastaba el animal mitológico: pendenciero, salvaje y amante del vino. Y por no pecar de ignorante, porque jamás se perdonaría esa falta, se reconoció a sí mismo en la bestia. Francesco echaba la culpa de su temperamento rencoroso a lo que había sufrido y a las injusticias que había tenido que soportar. No podía disimular alegrarse con el mal ajeno y, en especial, cuando veía a uno en peor situación que él. Su amo, Doménico Greco, permanecía curvado como la empuñadura de una garrota, sujetándose la vencida cabeza con las manos y observando el continuo riachuelo de piedra, barro y arena por debajo de la galera. Los golpes del reposabrazos en los riñones le mantenían al borde de la consciencia. El viaje de regreso a Toledo estaba siendo un descenso a los infiernos. ·15·


Ángel Bienayas La mula, solidaria como todos los animales que tienen dueño, agachaba la crin y se sumergía en la desgana, avanzando sin mucha convicción, dejándose llevar. Francesco se preguntaba qué habría ocurrido dentro del monasterio de El Escorial; muy grave tuvo que ser a tenor de la angustia que destilaba Doménico. Días atrás parecía que todo iba a cambiar, que por fin la esquiva suerte hincaría la rodilla. Habían puesto su confianza en un cuadro y en un rey. Ahora todo estaba perdido. Calculó que aún les quedaban ocho leguas para llegar a Toledo; todavía una larga jornada de pensamientos ocultos y silencios machihembrados. Mucho tiempo atrás, cuando Francesco tenía once años, el destino se divertía con sus sueños, descubriendo la pasión por la pintura. Ocioso de día y en vela de noche, deseaba parecerse a su padrino, el tío Federico Tognoli, pintor al que no le faltaban encargos en la ciudad de Padua, propietario de un taller donde trabajaban aprendices, principiantes y otros pintores a sueldo. A tan solo esa edad, se percató de que si no conseguía un hueco con su padrino, terminaría trabajando con su padre cuidando cerdos en las cochiqueras de los Tabanini. Aunque niño, su voluntad siempre era la de una persona diez años mayor. Pero aún no se había deshecho de la insistencia infantil, insufrible para los que vivían bajo el mismo techo, y suplicaba continuamente con lo de ser aprendiz. Su padre no tuvo más remedio que sacar la vergüenza de donde sólo se guarda para un hijo y visitar al maestro Tognoli. —Tengo dudas, primo Preboste —recelaba el pintor al ver conducirse a su ahijado. —¿Qué me vais a decir? Ya sabéis lo bruto que es... ¡Qué ·16·


El color del olvido éste se me mata si no entra en vuestro taller! —contestó el viejo Preboste consciente de que la propuesta no tenía sentido. —¡El niño está en pañales!, ¿no lo veis? —exclamó Tognoli. —Acogedlo un par de meses, que se desengañe por sí mismo. Al cabo de ese tiempo me lo devolvéis, que en la casa de los Tabanini no falta puerco que alimentar. Federico Tognoli quería a Francesco como a un hijo. Decidió en contra de toda lógica aceptarlo, le daba mucha pena que el niño estuviera tan limitado. —Le daré de comer, le vestiré y le calzaré. Por la noche volverá a vuestra casa a dormir. Ahora no firmaremos el contrato de aprendiz…, sería de necios. Tognoli tomó al muchacho de la mano, igual que un feriante agarra a su mono, y se marcharon hacia el taller. Al entrar, todos los empleados miraron boquiabiertos a la original pareja. No tuvo más remedio que bajar la mirada. Él, que tanto gustaba de dar órdenes, ahora se sentía preso de una sinrazón. Pasaron los primeros días y no encontró el valor suficiente para ordenar a alguien que se hiciera cargo de instruir al zagal, no tuvo más remedio que asumir él mismo su educación. Y, aunque a veces quisiera, no podía zafarse de la extraña compañía que solamente él se había proporcionado. Francesco apretó el alma como se aprietan los dientes. No pestañeaba ni en los momentos más rutinarios, engullendo cada explicación como si fuera la última. No tenía tiempo de deleitarse con los pormenores; pero pronto, tal como había sospechado, el sabor viscoso de la pintura prendió en su paladar. Recibía migajas de arte, pero le parecían maná caído del cielo. Así pasaban los días; tío y sobrino deambulando por el bullicioso taller, unidos como un perro y su traílla. En contra de todo pronóstico, al cabo de dos meses, el maestro Tognoli visitó a su primo Preboste con la intención ·17·


Ángel Bienayas de firmar el contrato de aprendiz: el niño había superado todas las pruebas. El viejo Preboste creyó que su pariente había perdido el juicio. —No tenéis porqué —dijo asombrado. —Sé lo que me hago. No le esperéis por la noche, ya no volverá a vuestra casa. Nadie supo lo que Tognoli había visto en el zagal. El escollo que el joven Francesco nunca pudo superar fue su desfigurado aspecto, un muro insalvable para la cantidad de ingratos que pululaban por los talleres de Padua. Su anodina cara, de la que surgían muecas bobaliconas, no animaba a tomarle en serio, más bien al contrario. Sus ojos negros y achinados acaparaban más atención que su boca, amplia y dentona. Su labio superior era tan sumamente delgado que parecía que los mocos que le colgaban salieran de los dientes. Si reía a carcajadas, la parte superior de la cara desaparecía y sólo se veían fauces, pareciendo más cabeza de lagarto que de humano. Sus extremidades se movían desacompasadas, titubeantes, balanceándose al dictamen de un impreciso albur, como si brazos y piernas se reprocharan maliciosamente el estar inacabados. Sin embargo, su complexión no tenía nada que ver con su espíritu, forjado a base de golpes y cosido a adversidades. Su voluntad parecía hecha de granito, palos e infortunios rebotaban en él sin hacer mella. Pero al igual que aquellos que pasan su vida a la defensiva, temerosos de la desgracia, se le avinagró el carácter. La ira permanecía a flor de piel. Incubó tanta desconfianza que la proyectaba a distancia, abortando cualquier trato amistoso, dejando ante sí un secarral de sentimientos. Con todos menos con su tío, con quien construyó una isla de afecto rodeada de incomprensión por parte de los demás. ·18·


El color del olvido Debido a su mala sangre, los habitantes de Padua no osaban burlarse en su presencia: eso era aventura de insensatos. Cuando Francesco se sentía atacado respondía con un latigazo fulminante, clavando su aguijón en el punto más débil del contrario. Era consciente de que podrían darle una paliza como para terminar de descoyuntarle, aún así repartía lindezas sin reparar en secuelas. Su desfachatez era tal, que la gente prefería dejarle en paz antes que disfrutar de una broma fácil. Cuando algún incauto se atrevía a molestarle, rápidamente le hacía desistir diciéndole: —Prefiero tener la cabeza como un pepino que decorada como un cérvido. Yo me cuidaría de que mi mujer no me la estuviera dando con otro. Para los del gremio se reservaba otras no menos hirientes: —Mejor pintar como asno que ser un mediocre anodino e ignorarlo como tú. Sus réplicas eran tan espontáneas que los que le escuchaban no podían evitar reírse, saliendo el increpante, ahora increpado, con el rabo entre las piernas. —Como no podía ser de otra manera… —sentenciaba, mientras escupía veneno y desataba el jolgorio general. Sin embargo, las chanzas a sus espaldas eran inevitables. Percibía los murmullos y adivinaba los gestos, pero como no podía atacar con esperanza de éxito, prefería continuar con su quehacer y no perder munición. Hubiera sido necesario tener los ojos como los camaleones para de esa manera proteger todos los flancos. En Padua, nadie se extrañaría de que si Dios concedía a alguien los ojos de esa guisa, el elegido sería Francesco Preboste. También era consciente de que, más por la lengua que por las hechuras, algún día se iba a meter en un altercado del que no saldría bien parado. Sabía que jugaba con fuego: se estaba acostumbrando demasiado a sí mismo. ·19·


Ángel Bienayas Su escasa habilidad le carcomía por dentro. Su destreza con los pinceles era una quimera. La mano tartamudeaba sin control cuando, delante de un lienzo, tenía que empezar a dibujar trazos. Era un mal pintor, peor aún, lo sería toda su vida. Sólo el maestro Tognoli vio desde el principio el don que le brotaba en la misma medida que la inquina: su pericia para conseguir los colores en tiempo, tonalidad y textura. Nunca había visto nada igual, ni siquiera en los múltiples viajes que había hecho a Venecia. Francesco usaba las cantidades precisas de aceite de linaza y trementina para obtener el secado de la mezcla, crucial para ir desarrollando el cuadro a tempo. Desde los toscos emplastes iniciales hasta las últimas pinceladas imperceptibles, proporcionaba al pintor la viscosidad que éste deseaba en cada momento. Tener a alguien así en el taller era valiosísimo, sobre todo en el Véneto, donde se pintaba a base de finas capas transparentes que, una encima de otra, lograban el resultado final, negociando en cada pincelada la naturaleza del emplaste. Pronto se extendió su fama. De boca en boca se propagó la técnica del insólito ser que trabajaba con Tognoli. Manipulaba laca roja, calcita, azurita, cardenillo, malaquita y los cotizados albayalde y lapislázuli. Los extraía delicadamente, los machacaba y los mezclaba con aceites. Dios le había dado la capacidad de ver dos tonalidades de un mismo color donde los demás sólo veían una. Su división de matices era infinita, inagotable, como si mirara a través de los ojos de un insecto. Distinguía miles de escalas. Su popularidad saltó las barreras de Padua, recorriendo de dos zancadas las diez leguas que le separaban de Venecia. Los del oficio sabían que Francesco nunca llegaría ni a pintor mediocre, pero rivalizaban para que trabajara en sus talleres. Era el mejor. ·20·


El color del olvido Otra virtud que descubrió su padrino fue el sexto sentido para concebir la pintura antes de que se terminase, capacidad que le situaba por encima de muchos artistas famosos. Era inexplicable su anticipación en el itinerario del lienzo. Federico Tognoli, consciente del tesoro que había encontrado, lo cedía por semanas a otros pintores y ahora se complacía viendo crecer su talega de escudos. Cada vez importaba menos su cara de sapo, un aditivo más de su genialidad. Pero la envidia crecía y las chanzas cada vez eran más crueles. Una mañana Francesco se encontraba rasgando una pequeña piedra de lapislázuli para mezclarla con azurita, una operación tan delicada que apenas se practicaba, con la que se obtenía un intenso color azul ultramarino. Nadie podía distinguirlo del extraído únicamente del lapislázuli. El resultado era el mismo, pero de coste más barato. A su lado, Cristiano el Ratas, aprendiz tres años menor que él, vertía aceite de linaza en una gaveta con pigmentos ocres. En un movimiento inoportuno, propio de su hechura, Francesco derribó una moleta de mármol que cayó sobre los dedos del pie del otro, cuyos zapatos, de tanto usarlos, respiraban aire por todos lados, provocándole un agudo dolor. —¡Ten cuidado! ¡No sirves ni para modelo de Leviatán! —gritó el Ratas. Un silencio expectante se extendió por el ruidoso taller, todos volvieron la vista hacía el rincón donde se había producido el suceso. Francesco se inclinaba para recoger la moleta cuando retumbó el insulto. Entonces se enderezó y se abalanzó desafiante sobre la cara del zagal, que palideció, más por la amenaza del improperio en ciernes que por el dolor mismo. Antes de soltarle la coz, Francesco tuvo tiempo de percibir su cálido y entrecortado aliento. ·21·


Ángel Bienayas —Si al que llamas padre fuera pintor, tal como dices, ¡aunque en Padua sólo conocemos a tu madre, la Carlota!, sabrías que echando tanto aceite de linaza a esa mezcla, sólo conseguirás que la pintura se resquebraje pareciendo más un mosaico que un cuadro. Antes de que Francesco terminara la frase, el aprendiz cerró los ojos para asimilar el veneno que le iban a inyectar. Pero al percatarse del alcance de la ofensa, lleno de furia, desató su puño contra la cabeza de Francesco en el momento en que éste se retiraba. Los ásperos y angulosos nudillos impactaron en el centro de la cara derrumbándole estrepitosamente. En su caída arrasó con una cabeza de cera que estaba sobre una mesa, con tan mala suerte que después cayó sobre ella a la altura de los riñones. Al sentir bajo sus lumbares la pieza Francesco exhaló un aullido de dolor. El impacto quebró la nariz aguileña de la muestra, que saltó por los aires. Instintivamente se echó las manos a la cara y una gran mancha de sangre las inundó, su fino labio superior se había partido tan fácilmente como se raja la vaina de un guisante. Enseguida se dio cuenta de que su nariz también estaba rota y sangraba a borbotones. La hemorragia resbalaba por el jubón, marcando un reguero carmesí en las baldosas. Al instante llegó el maestro Tognoli, al que apenas le había dado tiempo a dejar el pincel en un caballete. Incorporó a Francesco, sacó un pañuelo de su bolsillo y lo puso sobre su cara para que absorbiera las secuelas de la contienda. Después recogió del suelo la cabeza de cera sin nariz. Al echar un vistazo a esa figura, vio el retrato de la muerte, se estremeció y sintió cercana su presencia. Un escalofrío recorrió su cuerpo. —¡Largo de aquí! —gritó desencajado dirigiéndose al Ratas—. Si quieres usar los puños en lugar de las manos vete con los esparteros. El muchacho salió cabizbajo del taller, no sin antes devolver ·22·


El color del olvido una mirada de odio y sarcasmo a Francesco, quien continuaba taponándose el flujo de sangre que huía, en un goteo rubí, por sus muñecas y brazos. El balance de la trifulca había sido un labio roto, que hacía de Francesco un ser aún más esperpéntico; dos narices quebradas: una de carne y hueso y falsa la otra; un despido, y una descomposición de vientre del maestro Tognoli de la que jamás se olvidaría. —Demasiado poco... —dijo para sí el pintor. Francesco distinguía el pálpito de su corazón en la zona ensangrentada, como si éste se le escapara por las narices. Pero la quemazón en su interior era mayor. —No llegaré jamás a nada —dijo a media voz. Durante esa noche no pudo dormir. No le dolía la pelea ni la sangre que perdió en ella. La vida se le escapaba por dentro, no por fuera. Estaba harto de ser blanco de jacarandas y de tragar monsergas de pintores mediocres. Por primera vez concibió la idea de fugarse, irse de Padua. No concilió el sueño esa noche, ni la siguiente. Al final, cuando las fuerzas de la prudencia se volvieron frágiles, decidió abandonar el taller. Una madrugada, antes de que el día besara la noche, creyó que había llegado el momento de romper la rueda de tanta cautela. En la oscuridad preparó el hatillo y buscó debajo del jergón una talega bien henchida de escudos, tesoro que había acumulado desde que empezó a cotizarse. La palpó como el que manosea su porvenir, pensando que, antes de tocar sólo cuero, sobreviviría un par de años. En los últimos días había especulado con el destino. Pronto desechó la idea de Venecia, a dos jornadas de fácil camino y meta natural de los artesanos de Padua, Treviso, Vicenza o Verona. Francesco escuchó lo que decían de la Serenísima República y no le gustó nada. Allí soplaban vientos de guerra. ·23·


Ángel Bienayas El Dux había desarrollado un complejo sistema de alistamiento para reclutar jóvenes dispuestos a hacer frente a la amenaza turca que ya había conquistado Creta, Chipre y un buen trozo de la Dalmacia. Por la noche, cuando no podía escudarse en el ruido de la vida, reconoció que su suerte estaba echada si se iba a Venecia. Tendría muchas opciones de que le enrolaran en un navío de la armada. La sinceridad le advirtió de que la soldadesca gustaba reclutar mentecatos para mofarse de ellos y así arrinconar sus propios miedos, porque no había peor cosa que un soldado antes de morir o matar. Sólo un lugar le permitiría empezar de nuevo: Roma. Sabía que en la Ciudad Eterna se preparaban para el jubileo de 1575. Sólo faltaban dos años. Había infinidad de trabajo, el papa quería inaugurar una nueva era, la era de Trento. Francesco pensó que cualquier forastero podría pasar desapercibido, por raro que fuera. Al irse pasó por la puerta de su casa y, por debajo, introdujo una nota: No os culpo de nada, al contario, os agradezco que no pusierais ningún reparo a mi locura. Padua llenará mi estómago, pero jamás mi espíritu. Lástima me tengo porque hay mala saña aquí. No os olvidaré y si la vida me recompensa será gracias a vos. Despedidme de mi tío y maestro, pues el ánimo no me permite hacerlo. Francesco Mientras tanto, en Roma, Doménico Greco intentaba sacar a flote su propio taller. Tanta agua había vertido en la vasija de la vanidad que terminó por rebosar, y cuanta más echaba más desperdiciaba. ·24·


El color del olvido Estuvo dos años en el palacio del cardenal Alejandro Farnesio, nutriéndose con lo mejor de la época. Gracias a la protección de Julio Clovio, su mentor, tuvo hospedaje y disfrutó de un ambiente intelectual extraordinario. Se respiraba talento en cada pasillo del palacio: Tiziano, Rafael, Miguel Ángel, Bellini, Salviati o Volterra estaban presentes en los muros y en los techos del edificio. Con ese despliegue, la familia Farnesio demostraba al mundo su poder sobre la inmediatez de la vida. Doménico dormía en un desván con dos personas de la servidumbre: un palanganero y un jardinero. No le gustaba compartir sueño con dos personajes tan alejados de él. Dedicaba el tiempo a pintar con Julio Clovio y a estudiar los lienzos que saturaban las paredes. El resto del día frecuentaba la biblioteca del palacio, participando en tertulias, en las que quería hacerse notar. Sólo regresaba a su habitación bien entrada la noche. Su interior crecía cada vez más, pero lo pagaba demasiado caro. El precio: su tiempo, el recurso que menos poseía. Los días le aplastaban como una losa, no había mañana que al despertarse no se preguntara hasta cuándo. Tenía más de treinta años. Había llegado a la madurez de la que tanto se vanagloriaba en los cenáculos, pero su nombre no despuntaba. Apenas tenía encargos, sólo trabajos de poca entidad, útiles para engañarse a sí mismo. Cortejaba al Gran Cardenal con lienzos que suponía de su agrado, se los regalaba con el propósito de conseguir favores de mejor condición. Favores que no llegaban, era tratado como un sirviente más, no mejor que sus compañeros de camastro. Para colmo cayó mal al conde Ludovico Tedeschi, mano derecha del cardenal y guardián de palacio. Ambos se odiaban, la sola mención de uno sacaba de quicio al otro. No se soporta·25·


Ángel Bienayas ban ni a distancia, y cuando el azar les obligaba a cruzarse, el día quedaba torcido, los estómagos caídos y los cuerpos tiesos como velas. Doménico era consciente de que estaba en desventaja y de que en una contienda saldría derrotado; aún así no cedía. El conde manejaba todo a su alrededor, moviendo la legión de criados como peones en un tablero de ajedrez. Era el eslabón entre Alejandro Farnesio y el mundo fútil que éste no quería ver. Todo ello condujo a Doménico al aislamiento, radicalizándose cada vez más, hasta que la espiral de furia le puso frente al mismísimo Miguel Ángel Buonarroti, muerto diez años atrás y objeto de culto de Tedeschi. Desde los primeros años, había trabajado estrechamente con el florentino en el diseño del palacio Farnese. De aquella obra nació una devoción irracional. Un día en una tertulia, se discutía sobre la libertad de los artistas en contra de las imposiciones de mecenas que sólo les contrataban como obreros. Doménico expresó su opinión. Muy cerca Tedeschi, con odio en la mirada, todavía no había escuchado lo peor: —Miguel Ángel no sabía pintar, simplemente fue un hombre bueno, el perfecto artesano —sentenció Doménico. El conde, al que el tiempo y las batallas le hacían mejor estratega que soldado, prefirió callar. Se guardó esa frase en su interior y decidió que fuera el epitafio del propio Doménico. Sintió que habían profanado más que un osario: ¡habían mancillado la memoria! Tedeschi espolvoreó por toda Roma lo dicho por Doménico, tejiendo una densa telaraña de menosprecio de la que el pintor no escaparía. Para el círculo íntimo del cardenal Miguel Ángel era sagrado, Doménico, un hereje. A los pocos días del incidente, cuando la serenidad actuó con eficacia, el conde relató lo sucedido a Alejandro Farnesio, sentenciando: ·26·


El color del olvido —¡Así es como ese extravagante forastero os agradece vuestra generosidad! La soga circundaba el cuello de Doménico. Sólo quedaba apretarla; cuanto más se moviera el reo más se ceñiría a su cerviz. De nada sirvieron las llamadas a la calma de Julio Clovio y otros amigos. El cadalso de la mala fortuna ya se había levantado. Farnesio, consciente del patíbulo en que se había convertido su palacio, decidió dejar hacer a su principal mayordomo. En presencia de Julio Clovio y Fulvio Orsini, bibliotecario del cardenal, Tedeschi mandó llamar a Doménico. Cuando éste estaba frente a él, le dijo con desdén: —Greco, despachad esta misiva a su Eminencia que se encuentra en Caprarola. El conde no hizo ademán de acercarle la carta, le repelía entrar en contacto con el cretense. El Gran Cardenal se ausentaba largas temporadas holgando en Villa Farnese, a diecisiete leguas al norte de Roma. Eran necesarias tres jornadas para ir y otras tantas para volver, a lo que habría que añadir el tiempo que supusiera llevar a cabo la encomienda. Doménico sabía lo que le esperaba. Le prepararían una mula en las caballerizas de palacio y se uniría a cualquiera de las recuas de abaceros que partieran para el norte. Viajaría con ellos, oliéndose unos a otros el miedo a los salteadores de caminos. En posadas deleznables comería guisotes que ni las bestias del campo querrían. Con suerte dormiría en la misma habitación con algún criado del cardenal, con algún desconocido la mayoría de las veces. Se separaría de su exquisito mundo durante una temporada, la cual se le antojaba una eternidad. Pero no eran esos sinsabores lo que más le dolía. Hacer de recadero era infame. Estaba harto del menosprecio al que le sometía Tedeschi. Sentía la soga apretarse en su cuello, sabía ·27·


Ángel Bienayas que el desenlace estaba próximo. Por su parte llevaba meses pensando en despedirse definitivamente; si no lo había hecho era por respeto a Julio Clovio. Doménico no estaba dispuesto a tolerar más ofensas. —Será la última vez que hago de mandadero, señor conde —le contestó cogiendo el sobre. —Quien ama las rosas debe amar sus espinas. Eso tiene vivir en palacio —replicó Tedeschi, consciente de que hablaba con un reo que olía a muerto. —Si ha de ser así, no estaré por más tiempo cerca de vos —sentenció Doménico. —¡No hay mayor desdicha que la del tiempo perdido! —gritó Tedeschi. Julio Clovio y Fulvio Orsini permanecían de pie boquiabiertos. Tanta inquina se tenían los dos contendientes y tanto ansiaban la tragedia, que no tuvieron tiempo de reaccionar. Doménico se dio media vuelta sin mediar más palabras, decidido a no volver a cruzar el umbral de ese aposento. A su vuelta alquiló una habitación que le servía de estudio y vivienda. Se sentía libre, sin dudas, sin equipaje. Ludovico Tedeschi, por su parte, agradeció al cielo que el orden reinara de nuevo en palacio. Pensó que por fin se había hecho justicia. Por aquel entonces, Francesco Preboste llegó a Roma después de casi un mes de viaje desde Padua. Había visitado todos los talleres donde poder ocuparse, aunque sin éxito. En su azarosa huida descuidó hacerse con una carta de presentación, muy útil para encontrar trabajo en un lugar donde nadie había oído hablar de él. La actividad artística era frenética, tanta que faltaba mano de obra. En dos años comenzaría el Jubileo y el papa Gregorio ·28·


El color del olvido XIII, iluminado por la doctrina combativa del concilio de Trento, no reparaba en descosidos. Roma vestía como una novia: el oratorio de Gonfalone, la iglesia de Santa Caterina, la sala de las Cortes Geográficas y la Sala Regia del Vaticano eran algunos de sus muchos ornamentos. Pero Francesco no había sido invitado a la boda. Sin recomendación y con su extraña apariencia le resultaba difícil emplearse. Cuando le veían, primero murmuraban y después le rechazaban con cualquier pretexto. El agobio del trabajo no les dejaba disponer de tiempo ni para mofarse de él, aunque algunos se mordían los labios al dejar escapar una ocasión para romper el vertiginoso ritmo de trabajo. Fue una cura de humildad que le dotó de templanza. Muerta vanitas renace curativa veritas, se decía Francesco, todavía sintiéndose fuerte. Apenas quedaban talleres que visitar. Sólo faltaba un estudio que la mayoría le había sugerido maliciosamente: el de un griego que trabajaba en solitario, el estudio de Doménico. Cuando llegó allí reparó en la fachada cochambrosa, con trozos de mampostería a punto de desprenderse y otros tantos en el suelo. La puerta se encontraba mal cerrada por vieja, mal hecha y peor guarnecida, imposible de encajar en su cerco. Entró sin llamar. Al abrir, junto a él se colaron unos rayos de sol que tomaron libremente la guarida. En un primer instante le pareció más un almacén que un obrador de arte. Estaba oscuro, inmundo, sucio, desordenado; en nada se parecía a los talleres de Padua. Al fondo vislumbró una pequeña ventana y, antes de dar un paso, decidió dejar la puerta entreabierta para comprobar la naturaleza de aquel antro y permitirse, si fuera necesario, la huida. Con una ojeada distinguió un banco de pintar, una escaleta, una mesa con utensilios, una gaveta, varios almireces, ·29·


Ángel Bienayas una pequeña plancha de roca oscura, una moleta y varios frascos con aceites y barnices. En un rincón divisó unos cuadros y, a su lado, cabezas de yeso. Se detuvo ante unos diminutos cuerpos humanos de cera apilados junto a una librería. Cuando sus ojos se adaptaron a la tenue claridad, reparó en la figura de un hombre en el lado opuesto de la habitación. Lo que parecía un espectro habló: —Cerrad, no permitáis que entre la claridad. Francesco, con las carnes temblorosas, movió la desvencijada puerta. Al comprobar que no encajaba, empujó con ambas manos hasta que súbitamente las maderas se acoplaron, con tal ruido que pareció un trueno en una noche negra. Se acercó a tientas al rincón donde se encontraba la persona que había hablado. Palpaba el suelo con los pies, más preocupado de no pisar objetos que de llegar hasta el pintor. Cuando alcanzó a Doménico quedó pasmado. No dio crédito a lo que veía. ¡La luz irradiaba del cuadro! Miró alrededor para comprobar que no había ningún resquicio por donde entrara una claridad tramposa; sólo unos frágiles haces de luz, tamizados por unas cortinas deshilachadas, se filtraban por una rendija de la ventana. El efecto visual hacía del cuadro un espejo, un manantial de fosforescencia que alcanzaba la cara del pintor. Francesco se percató de que finos trazos blancos y amarillos capturaban la luz y la proyectaban con fuerza. Sus ojos cabalgaron sobre esos resplandores y confirmaron el espantoso estado del taller. Volvió la mirada al cuadro, asombrándose aún más. A escasa distancia pudo distinguir cada una de las pinceladas amarillas, blancas, ocres y bermellón. Pero en su retina mostraban una única imagen, la de un muchacho soplando una candela. El impacto de realidad era despiadado, un extraordinario halo de vitalidad emanaba del niño y de la vela. ·30·


El color del olvido Impresionado por estas sensaciones, sólo imaginadas en sueños, balbuceó: —Por Dios, es la luz... La cara de Francesco permanecía fláccida, sus ojos brillaban. Doménico, sin dejar de pintar, sintió el efecto que su cuadro estaba produciendo en el recién llegado. Aprovechó ese instante para loarse: —En Roma no saben lo que es el color. Me temo que nunca lo entenderán —dijo con una doblez imperceptible de amargura. En ese instante Francesco recordó lo que decían del cretense. Ahora comprendía muchos comentarios que dejaban entrever la estridencia de sus colores, en los mismos términos que su carácter. Demasiada provocación, pensó. Se dio cuenta de que su temperamento y su técnica a la par serían insoportables para los pintores romanos. En ese instante se sintió atraído por Doménico, percibió que estaba ante otro maestro en lidiar infamias, como él. —No existe lugar en el mundo donde se trabaje de esta guisa —dijo Francesco con mala intención, refiriéndose tanto al dibujo como al abandono del taller. El paduano, a pesar de las apariencias, era más malicioso que tardo, no desperdiciaba ningún momento en que pudiera ser socarrón, aún a costa de malgastar el primer encuentro con una mala y definitiva impronta. Domenico captó el doble sentido del forastero y le respondió con un dardo envenenado para descubrir de quién se trataba, si de uno del gremio, un marchante o simplemente un curioso: —¡Las tonalidades del color crean los cuerpos, no las líneas! —exclamó. El cuadro estaba casi terminado. La luz que desprendía la candela era increíblemente poderosa, capaz de despuntar ·31·


Ángel Bienayas los detalles de la cara y de las manos del arrapiezo. No sólo los claroscuros definían su cuerpo, por debajo de la camisa también era perfectamente definible. Doménico puso a prueba a Francesco. Llevaba varios días sin hablar con otro ser humano. Decidió dar por terminada la charla si no apreciaba los volúmenes según había sugerido. Entonces Francesco susurró: —Es verdad, maestro… Sólo a base de amarillos habéis definido tantas cosas… Es como si el muchacho estuviera vivo, desnudo... Aunque si la primera capa de imprimación no fuera tan oscura los colores serían aún más ciertos. Absorto en su trabajo Doménico no había apartado la vista del cuadro, ni siquiera cuando el desconocido dio el portazo al entrar. Permanecía concentrado en las últimas pinceladas, unos finísimos trazos de color blanco que potenciaban los puntos de mayor luz: la candela, las manos y el cuello de la camisa. Se había dejado llevar por la delicadeza de los retoques finales, capaces de multiplicar la claridad hasta en las uñas del zagal. Pero al escuchar esas palabras bajó el pincel de pelo fino y lentamente se volvió hacia Francesco. Al verle, estando su mente aún ligada al lienzo y sus sentidos nublados por la pertinaz oscuridad, pensó que uno de sus moldes de cera había cobrado vida. De un vistazo comprobó que no faltaba ninguno. Cerró los ojos y pensó que al abrirlos no encontraría a nadie, que todo había sido una broma de su mente por haberla sometido a la esclavitud de la abstracción durante tanto tiempo. Esa misma sensación le había ocurrido otras veces. Cuando apartaba los ojos del cuadro, después de mucho tiempo fijos en él, tardaba unos segundos en diferenciar lo real de lo imaginario, no sabía dónde empezaba uno y terminaba otro. Al trabajar casi en penumbra sus pupilas tardaban en habituarse ·32·


El color del olvido a las distancias. Se miraba el contorno de ambas manos y hasta que no era consciente de su corporeidad, no atinaba a distinguir los demás elementos del taller. Esta vez, al abrirlos de nuevo, volvió a darse de bruces con un ser al que le hubiera costado imaginar, obligándole a cerrarlos por segunda vez. Por su parte, Francesco pensó que algún tipo de enajenación asediaba al pintor, no adivinaba el porqué de mirarse tanto las manos. Cuando Doménico se percató de que el forastero era así de raro y no una alucinación, inquirió: —¿Qué más sabéis, muchacho? —El soporte de madera comprime la escena. Creo maestro —no reparó en decir—, que si utilizarais tela de lino o cáñamo conseguiríais un efecto más real. Doménico bajó la cabeza intentando digerir las dos enmiendas que un jovenzuelo acababa de servirle. El estupor le obligó a recriminar las impertinencias: —¿Cómo sabéis que el color de la primera capa es oscuro si ya no se ve? —Lo percibo claramente —dijo Francesco sintiéndose crecer. Doménico llevaba semanas experimentando con menos proporción de negro orgánico en la capa preparatoria. Tenía el convencimiento de que conseguiría mayor sensibilidad si reducía su opacidad. También era consciente de que, tarde o temprano, debía abandonar la tabla como soporte para sus cuadros. La había utilizado en Creta, Venecia y Roma. Ahora le daba vértigo renunciar a ella, pero sospechas de mayores grados de libertad recaían sobre el lienzo. Doménico no esperaba que un pimpollo le dijera lo que llevaba meses probando. —¿Qué buscáis, zagal? —preguntó sin rodeos. —Maestro, la gente dice: huye del que sufre, porque, ·33·


Ángel Bienayas aunque no lo quiera, su aguijón de dolor te envenenará. —¿Creéis que aquí no hay sufrimiento? —le probó. —Y más cosas, maestro. Muchas más. En ese instante, Doménico vio en el extraño joven lo que Federico Tognoli descubrió muchos años atrás en un niño. —Podéis quedaros —y señalando una puerta dijo—. Ahí tenéis un camastro. Dejaos barba y pelo largo… Os hará más llevadero. —Maestro, ¿por qué vuestras palabras saben amargas? —Porque no sé decirlas de otra manera ¡Apresuraos, abrid las ventanas, que entre la luz del día! Aquella mañana Francesco Preboste se convirtió en el único y leal sirviente de Doménico Theotocopoulos. Fueron devotos uno del otro. Durante años no tuvieron más compañía que la que mutuamente se proporcionaban. Y, al igual que el olor a tierra húmeda y cálida presagia tormenta, se separaron cuando les llegó el fato de la mala muerte, ese que sólo los animales huelen.

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テ]gel Bienayas Dulcedo quedam mentis advenit

ツキ416ツキ


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