Illescas 21

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Wilfredo Mari帽as Guerrero

ILLESCAS 21

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Editorial LEDORIA J M R

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gazapado contra el batiente cerrado de una puerta de doble hoja, sus cabellos alborotados y húmedos se deslizan sobre sus desorbitados ojos; desde allí el joven Eduardo observa desesperado la escena del despacho contiguo, reflejada en la bruñida placa de bronce del batiente abierto. La extrema violencia que emplea el torturador le paraliza. Gruesas gotas de frío sudor se deslizan hacia sus ojos, le producen un ardor que aumenta su pánico. Los gemidos de la vÍctima, cada vez más débiles, laceran su impotencia. Sus dedos garfeados al frío metal de su inseparable muleta soportan el peso de su cuerpo. La invalidez de su pierna derecha ha invadido todo su cuerpo, inmovilizándolo. Su respeto, cariño y devoción por la víctima torturada nada pueden contra su cobardía y la corpulencia y decisión del torturador. Éste sostiene con una mano por el pecho el casi desfalleciente cuerpo de la víctima, en la otra un revólver de grueso calibre, con él atiza una y otra vez el sangrante rostro del profesor. · 4·


La víctima entre gemidos de dolor combinados con estertores de sangre pronuncia débilmente: —Illescas... Illescas...Illesss... El torturador se ensaña en golpes perdida su paciencia, interroga en gritos contenidos. Sabe que las puertas de este recinto público está próximo a abrir. El tiempo se le agota. —¡Mierda! La madre que te parió... ¿En Illescas, dónde?... Viejo loco, específica, ¿dónde dejaste todo?... ¿Dónde?... El profesor, con el rostro convertido en una masa sanguinolenta, pierde el sentido. No es más que un pesado fardo sin voluntad en manos del impaciente torturador. Eduardo se debate entre la supervivencia y el afecto al profesor. Entre la cobarde huida o el auxilio. Su respuesta es el pánico. Trata de respirar, de tomar aliento, tampoco puede. Su pierna, su puñetera pierna, no solamente le duele como siempre, es ahora un bloque que le ancla en la inmovilidad, a aquella maldita inmovilidad que soporta desde su infancia. Un leve ruido metálico, lejano y oportuno en la entrada del edificio, interrumpe el monólogo violento del despacho contiguo. Es un alivio para Eduardo. Intenta vocalizar una llamada de ayuda, pero su garganta no le obedece. Aún no supera el pánico. En la entrada se abre una puerta, una ráfaga de aire matinal atraviesa los amplios ambientes de la Academia. Ese aire fresco llena los pulmones de Eduardo. Pero también impulsa la hoja de la puerta donde se reflejan los sucesos al interior del despacho; violentamente la cierra dando un bandazo sonoro contra la hoja cerrada. El ruido seco advierte al torturador. Éste, en un reflejo felino, impulsa el cuerpo de la víctima, fláccido e inconsciente, contra la pared mas próxima. Un último golpe que desnuca al maltratado profesor. Sin perdida de tiempo emprende la huida. Veloz alcanza la puerta sin percibir la presencia del asustado muchacho. · 5·


Eduardo, aún recostado en la puerta, observa, siempre a través de la placa, el cuerpo yacente del profesor en el suelo y al asesino acercándose rápidamente. Una corriente de adrenalina recorre su triste humanidad. Su mano izquierda se aferra al pomo de la cerradura, endurece la pierna izquierda, sólida sobre el suelo, eleva el brazo que soporta la muleta en actitud propia de un ave a punto de alzar el vuelo. La pierna derecha, mustio colgajo de su herida humanidad, cuelga a su cintura. Sus músculos atenazados por el pánico, el dolor y la impotencia se cierran todos en un solo esfuerzo dirigido contra el vano abierto de la puerta, justo en el momento que el brutal asesino empuja la entrecerrada hoja y cruza el umbral. La fuerza con la que es impulsada la muleta de metal hace que se empotre longitudinal en su rostro. Entre ojos y nariz hacen un surco que alcanza las orejas. Eduardo, impulsado por el esfuerzo, gira, su peso vence la fuerza de su mano atenazada al pomo de la cerradura. Pierde el equilibrio, cae exhausto, enrollado a los pies del asesino, sin fuerzas ni aliento. La imagen de su mentor muerto se desvanece en su inconsciencia. El incidente interrumpe el inicio de las actividades en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en su central de la calle de Alcalá, 13. Los alumnos agrupados en corrillos esperan acontecimientos. Desarrollan allí una importantísima labor de propaganda, a modo de carteles, para concienciar al pueblo de Madrid en la necesidad de proteger el patrimonio histórico artístico nacional, amenazado por la guerra, por la artillería enemiga en la línea del frente y por los bombardeos aéreos sufridos los últimos días en Madrid. Dos milicianos ataviados con vistosos petos azules, sencillas alpargatas, un gorrillo cuartelero tipo isabelino y negros correajes en pecho y cintura y armados de un fusil Maúser de · 6·


7 mm intentan una pose militar. Su evidente falta de instrucción militar disminuye su intensión. Juntos bloquean la puerta principal, a pares con las dos columnas del viejo palacio de Goyeneche. La tensión generada por la insurrección de los generales facciosos hace de cualquier incidente motivo de curiosidad entre los vecinos. Pronto se han transmitido en los alrededores las noticias del rápido movimiento de los milicianos hacia el interior del edificio y la consecuente interrupción de las actividades de los alumnos en la Real Academia. El rumor del origen de tales hechos se extiende rápida y tendenciosamente. La indignación crece entre los leales a la República. La versión más generalizada indica que en acción rápida de las milicias se abortó una operación de sabotaje de los quintacolumnistas con resultado de muerte del faccioso infiltrado. Con los bombardeos aéreos y el frente de batalla, que inevitablemente se acerca, en la capital los nervios están a flor de piel. Son las nueve horas de una mañana otoñal de mediados de octubre y el incidente aumenta el nutrido grupo de curiosos y afectos republicanos. Algún periodista se afana en alcanzar una primera línea que le permita una buena primicia. Las madres angustiadas y temerosas apremian a sus jóvenes hijos a abandonar la manifestación de curiosos. —¡Muerte a los facciosos! —grita un ocasional agitador. La consigna de inmediato es repetida por los reunidos. —¡Muerte! Don Alonso de Hinojosa, acompañado por dos asociados, avanzan en dirección a la entrada. Son intelectuales comprometidos con la República, miembros de la Junta de Incautación del Tesoro Artístico Nacional. Una Junta creada inicialmente por el Ministerio de Instrucción Pública republicano · 7·


para velar por la conservación de las obras de arte de interés artístico o histórico localizados en los edificios ocupados por las milicias, los partidos políticos y las organizaciones sindicales. Hoy vela por la salvaguarda de aquellos bienes culturales amenazados por las acciones de los insurgentes facciosos. La pequeña comitiva se abre paso entre la multitud. Los curiosos respetuosamente facilitan el paso a las autoridades hacia el acceso de la Real Academia. Los milicianos apostados en la entrada los identifican protocolariamente, su característico puño izquierdo levantado manifiesta su conformidad, y franquea el acceso. El grupo es recibido por un sargento miliciano, que a modo de saludo indica lacónico: —Seguidme, Camaradas. El grupo se pierde entre salas y auditorios del viejo palacio hasta adentrarse en el sector administrativo, escenario de las violentas muertes. Don Alonso, impresionado por la escena, frena en seco su paso y se afloja la pajarita. Pasa rápidamente del horror de la primera víctima, el del rostro desfigurado por un impacto salvaje, a la del hombre mayor recostado contra la pared, entre estanterías de archivos. El caos de papeles revueltos puede ser el indicio de una posible lucha; en su corto entender no se relaciona habitualmente con estos sucesos. Su atención se centra en este último. Lentamente se acerca, inclinándose hacia el rostro desfigurado por los golpes. En él aún se puede reconocer su abundante mostacho, su frente amplia surcada por pronunciadas arrugas y sus claros ojos coronados por esas amplias y oscuras cejas. El pelo negro, casi exento de canas a pesar del desorden, evidencia su estilo característico de peinarse hacia atrás. Efectivamente, es él. Convencido, se pone en pie y se dirige al sargento miliciano; le hace un gesto de afirmación. Con una mano sobre el codo del sargento le invita amablemente a alejarse del grupo. Demasiadas personas allí reunidas las que reaniman al desvanecido y · 8·


los milicianos de seguridad a la espera de órdenes para el levantamiento de cadáveres. —Por favor... ¿Sargento...? —Martínez, de Seguridad. —Bien, Martínez, sargento Martínez, por favor, tratemos este asunto fuera —Don Alonso, entre autoritario y amable, empuja suavemente al sargento donde no puedan ser escuchados. —Ante todo, en nombre de toda la Junta, quiero agradecer su colaboración en este delicado asunto. Ceremonioso, don Alonso, hace una pausa para mirar el cadáver recostado contra la pared. —Efectivamente, el del rincón es Maximiliano González, por quien la Junta solicitó al Cuerpo de Vigilancia e Investigación su urgente localización. Le agradecería me ponga al tanto de más detalles —solicita entre autoritario y expectante, al tiempo que con un ademán indica a sus acompañantes que se acerquen. —Como verá, señor Alonso, estas muertes complican enormemente este caso. El sargento Martínez, parsimonioso, hace una pausa reflexiva, lo acontecido en este recinto no encajan en la investigación encomendada, su intuición le indica que no está al tanto de todos los detalles. Además, le exaspera el tonito autoritario de los letrados de la Junta. —Podría decir «he aquí el objeto de la denuncia, acabada la búsqueda, resuelto el caso». Pero no, no es así, muchos elementos sueltos, detalles, documentos, y ahora estos asesinatos. Uno identificado, otro por identificar y un tercer implicado vivo, pendiente de declaración. Creo necesario una investigación más profunda. Dados estos extremos necesitamos más detalles, camarada Alonso —apostilla, manifestando un espíritu de colaboración y un evidente ánimo de llevarlos a sus dominios. · 9·


—Sí, tiene toda la razón, sargento. En este estado, el tema se nos ha ido de las manos —accede don Alonso, mientras busca en la mirada de sus acompañantes una aprobación—. Reconocemos que el fallecimiento del profesor obliga a una investigación más profunda. —Bien, entonces nos reuniremos sobre las doce, el intermedio me dará tiempo para interrogar a Eduardo —termina el sargento Martínez, a la vez que les extiende la mano en actitud de despedida. —¿Eduardo? —pregunta don Alonso, al tiempo que estrecha la mano del capitán. —Sí, el inválido, el que hundió la muleta en el rostro del segundo fallecido. Bien, nos vemos en mi despacho de Alcalá, 40. —¿Alcalá, 40? —un escalofrío recorre el espinazo de don Alonso—. Un momento, la Junta informó del caso y solicitó la actuación del Cuerpo de Vigilancia e Investigación —protesta con preocupación. —Mire, señor Alonso, le adelanto: a mi entender el caso supone la participación de quintacolumnistas, por decir la posibilidad menor. Es posible que tratemos con temas mayores, ya me lo confirmaréis —en alusión a la sospecha del sargento respecto a la pertenencia del fallecido sin identificar—. En origen, el Cuerpo de Vigilancia e Investigación delegó en mi despacho la búsqueda del profesor Maximiliano González. Su búsqueda incluye zonas en guerra en toda la provincia de Toledo. Demasiadas cuestiones que aclarar. Nos vemos luego — concluye suspicaz Martínez consciente de las reticencias de este miembro de la Junta de Incautación. —Sí, allí estaré, sobre las doce —asiente, entre resignado y preocupado, buscando la salida. La salvaguarda del patrimonio artístico ha sido iniciativa de su grupo de intelectuales por la República. También la designación de las personas a realizar esa patriótica tarea, en· 10 ·


tre ellos doctos en temas de arte. Suya, también, la responsabilidad de explicar ante el resto de la Junta la designación del profesor Maximiliano González en la labor de catalogar los bienes artísticos a trasladar desde Toledo y la desaparición del convoy con el envío. Una sensación de ahogo hace evidente su preocupación por su persona y el prestigio de la República, si este extremo se confirma y se hace público. En la cafetería, la larga espera al mediodía resulta un suplicio. El escenario de la ciudad preparándose para el asedio se percibe a través de la amplia ventana. Allí se refleja el paso de las familias campesinas arrastrando sus pocas pertenencias, atadas burdamente en mantas. Temporeros que llevan tras de sí todo el polvo del camino, revuelto por el viento otoñal, posterior al tórrido verano. Un polvo que traen adosado en sus desolados rostros, en sus desgrañados cabellos y en sus raídas vestiduras. Larga ha sido la jornada, quizás desde Talavera, Toledo, Olías, Azaña, o quizás ya desde la mismísima Illescas. Han atravesado la seca comarca de la Sagra. Oleadas de humildes simpatizantes republicanos, con el miedo en el cuerpo, huyen al solo grito de «¡Qué vienen los moros!». Un grito que en oído de los campesinos significa brutalidad inmisericorde, violaciones y castraciones. Llegan a millares, paseando su miseria por las calles de un Madrid que se prepara para la resistencia, para el asedio, para una batalla inminente. La ciudad percibe el horror del conflicto, el eco de los cañones rompe nítido y tenaz el silencio de la noche madrileña. Los pequeñines, embobados, miran los altos edificios capitalinos, cogidos de los largos faldones oscuros de sus madres desesperadas. Algunas tendrán el auxilio de un rincón en el piso de algún pariente o conocido, otros irán directos a los túneles del metro, las autoridades los han habilitado como · 11 ·


recurso de emergencia. Las organizaciones sindicales se afanan en reubicarlos en las iglesias y los conventos abandonados por los religiosos, tras su huida de la furia republicana hacia la protección de las zonas ocupadas por el bando nacional. Pero estos esfuerzos no dan abasto, el flujo de los desplazados supera la capacidad de esta ciudad. Algunos de estos padres encontrarán el consuelo de algunas pesetas por la construcción de improvisados parapetos de sacos terreros con los que proteger los negocios de los viles bombardeos aéreos de los fascistas. El entusiasmo de la joven e inestable República frenado, herida de muerte, empujada al precipicio de la guerra. Tan sólo a dos meses de la insurrección, tocan ya las puertas de Madrid. Don Alonso apura en un último sorbo un café ya frío. Se despide de sus acompañantes. Estos aceptan de buen grado su iniciativa de ir solo. Una visita a la más afamada checa de Madrid en estos días no es una visita agradable, cualquiera que fuese el motivo. —Por la tarde tendrán noticias. Convoquen a la Junta. Hasta luego. Con paso decidido don Alonso salva en pocos minutos la distancia entre la Academia y el edificio del Círculo de Bellas Artes. De columnas pareadas, sus dos plantas son rematadas por una cornisa. Sobre ella emerge una torre en forma de minarete; enorme, besa el cielo madrileño. Pero no es hacia arriba adonde va don Alonso, es hacia los bajos del edificio, hacia los sótanos, hacia las “Oficinas de Seguridad”. En la entrada, apostadas unas mujeres desesperadas. No arrastran sus miserias, no son las desposeídas, éstas indagan por sus esposos, parientes o hijos desaparecidos. El temor al habitual “paseo” llena sus ojos de llanto y súplica. Penetrar allí es el trago amargo de su apoyo a la República, la negación de su condición de letrado, la anulación del estado de derecho que defiende. A su modo de entender, el “talón de Aquiles” de la · 12 ·


acosada República. Sacrificio justificado en aras de la legítima defensa y lógica en un estado de guerra. Argumentos para los defensores de este extremo inconstitucional, que él no comparte. Ante la presencia de don Alonso se adelanta para recibirlo un miliciano de la brigadilla apostada a la entrada del edificio. Se cuadra en un intento de saludo militar; con el puño en alto, le invita a seguirle. Una a una van descendiendo por las plantas del sótano hasta llegar a la presencia del sargento Martínez. El miliciano repite el saludo y se marcha, cierra tras de sí la puerta de la lúgubre oficina. Martínez indica una silla al recién llegado, sin más preámbulos le explica el avance de sus investigaciones. —Camarada Alonso, supongo que no tendrá tiempo que perder, la situación es la siguiente: recibida su solicitud de localizar al profesor González a partir de su última visita a la ciudad de Toledo. Luego de algunas pesquisas, tenemos constancia de su presencia en el archivo de la Diputación Provincial, en una labor que le retiene dos días. ¿Qué hace allí? Usted lo sabrá. El informe indica: misión oficial. Luego, es visto en Illescas, donde se hospeda en una pensión, en la calle del Pósito, solo, sin compañía —hace una pausa esperando alguna pregunta por parte del invitado. —Continúe, por favor. —Bien, allí se hospeda dos noches. Curiosamente, no llega a dormir sino hasta bien entrado el día, por lo que deducimos que hace labores nocturnas. Además, la camarera nos informa que el profesor pasa largas temporadas, algunas de hasta quince días en el transcurso del último año, en esa misma pensión. El 15 de octubre abandona Illescas, luego no tenemos más noticias, hasta hoy, antes de su muerte —Martínez hace otra pausa. —Continúe, continúe. —Dada la relevancia del caso, entiéndame, en las circuns· 13 ·


tancias actuales, no dispongo de más efectivos y ni pistas que seguir; por lo que organizamos un operativo mínimo de seguimiento a posibles contactos, aquí en Madrid. Se dispone de milicianos de paisano en entornos familiares y laborales. Gracias a ellos, esta mañana se intercepta una carta. Como remitente figura uno de los fallecidos esta mañana, el objetivo de nuestra búsqueda inicial: Maximiliano González —Martínez señala una esquina de la mesa donde, con otros documentos, esta la carta. —¿Puedo leerla? —pregunta don Alonso, extendiendo su brazo para cogerla, con una incontenible curiosidad. —Espere —le interrumpe Martínez, necesita mantener esa baza para presionarle más adelante—. Déjeme terminar. La carta va dirigida al tercer hombre del escenario del crimen, el que encontramos desmayado, a Eduardo. Pero, volvamos al operativo de seguimiento. Una brigadilla de milicianos, después de interceptar la carta en el momento que el cartero la depositaba en el buzón, intenta localizar al sujeto que figura como destinatario. Él no se encontraba en su domicilio. Se le busca en su trabajo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; esto se sabe por la colaboración de los vecinos. Ya en la Real Academia, después de una discreta espera al conserje para facilitarnos la entrada, nos encontramos con la brutal escena, vista también por usted. Es decir, Eduardo, mata con la muleta... —¿El inválido? —interrumpe sorprendido don Alonso. —Sí, el mismo. Le atiza la muleta con tal fuerza que le hunde el rostro, matándolo en seco. Esto, al parecer, en una primera declaración del detenido, en legítima defensa y horrorizado por la vista del crimen cometido. —La madre que lo parió. ¿Cómo pudo hacer eso? —interrumpe más sorprendido aún el letrado. —Con el bastón y en un descuido del asesino. En un ataque de ira. Tenga en cuenta que Eduardo era un colaborador cer· 14 ·


cano del profesor González. Era su asistente de fotografía. En la pensión de Illescas también figura él en largas estancias acompañando al profesor. El sargento hace una larga pausa para continuar, evidentemente tiene más, pero necesita la colaboración de su interlocutor. —Esto es toda la información, de momento. Me faltan algunos detalles que espero completar con lo que usted me comente, camarada Alonso. Corta su informe a la espera de que su interlocutor amplie su declaración. Se acomoda en el sillón mientras enciende un cigarrillo. Extiende la pitillera hacia don Alonso, que la rechaza cortésmente. —¡Ejem! —carraspea el letrado en una mueca de disgusto por el humo del tabaco que inunda la húmeda habitación. Trata de comprender la intención de este sargento. En su posición debería estar al total servicio de la Junta, máxime tratándose de tan noble labor, como la de preservar el patrimonio artístico. Una labor altruista en la que se han comprometido hombres de bien, leales con la República. Podría sospechar de algún asunto económico que le beneficie, no en lo personal, sino en el grupo que representa en este mal cohesionado Frente Popular. Por otro lado, comprende las reticencias del sargento, la Junta no dio detalles en el momento de la denuncia. Y ahora tenemos el tiempo en contra, el frente ya está cercando Madrid. La poca disponibilidad de recursos de la Junta para resolver esta eventualidad lo pone en manos de este sargento. —Disculpe, debe de ser el humo. He de reconocer que albergábamos la esperanza de resolver esto con la localización del profesor. Él nos explicaría lo sucedido. No ha sido así. No tienen sentido más reservas. Le explicaré sucintamente la labor encomendada a este profesor. Como bien entenderá, la naturaleza de nuestra organización es la salvaguarda del pa· 15 ·


trimonio artístico, de la destrucción y la rapiña en este momento tan delicado. No voy a justificar la importancia que ello significa para la nación, como usted comprenderá. Hace una pausa valorativa y sigue su parlamento. —El profesor Maximiliano González era un experto en toda la complejidad del arte toledano por sus muchos años de dedicación. En su condición de funcionario docente de la Real Academia fue designado y propuesto a la Junta por este su servidor. Su trayectoria no implicaba la más mínima duda, tanto para la labor de catalogación de las piezas de arte reunidas, como para su traslado desde Toledo hacia la capital. Me refiero, sargento Martínez, a piezas de valor incalculable, que, de caer en manos poco escrupulosas, supondría un verdadero desastre. Extremo que, a evidencia de su exposición, ha sucedido. El convoy debería haber llegado a destino hace ya exactamente semana y media portando distinto material embalado: piezas de oro religiosas, óleos enrollados retirados de sus marcos, libros incunables, en fin... —Oro y arte. ¡Mucha pasta! —interrumpe el sargento—. Disculpe, don Alonso, continúe, por favor. —Sí, una larga lista de piezas confiadas para su protección a esta Junta por los responsables de las distintas instituciones titulares de esos artículos. Los que nos pedirán cuentas cuando este drama de la guerra haya pasado. Comprende ahora la gravedad de este caso. Comprenda, también, mi particular responsabilidad respecto a la inexplicable conducta, por calificarla de algún modo, del Profesor González. Termina en un tono de desesperación, sabe que está en manos de este joven sargento, y posiblemente no tengan el tiempo ni el espacio suficiente para recuperar tal pérdida: los generales rebeldes avanzan vertiginosamente sobre Madrid. —Posiblemente, el cargamento —analiza Martínez rápidamente encajando todas las piezas de este complicado caso, a · 16 ·


la luz de lo expuesto por el letrado y los acontecimientos de la mañana— puede estar ya en manos de los nacionales, pero yo descartaría esa posibilidad, los golpistas estarían dándole al bombo de la propaganda en contra nuestra, y el profesor fusilado. Sin embargo, el cuerpo del profesor está en nuestro lado, muerto por un espía, como demostraré más adelante, siendo este un detalle importantísimo. Otra opción es la acción de traficantes, esta podría ser la peor de todas, nuestras posibilidades serían mínimas. Una última opción, la más probable a mi modo de entender, es que esté escondido, que el profesor lo haya escondido y los facciosos estén al tanto de esta circunstancia, como ahora nosotros. ¡Bien! Ahora encaja todo el rompecabezas. El sargento enciende otro cigarrillo a modo de premio, tiene el caso más que claro. Ansioso, don Alonso, a grandes zancadas ha recuperado la confianza en esta joven generación, trata de comprender la exposición del sargento. La justificación de sus argumentos debe estar en los documentos que descansan en el otro extremo de la mesa. —No se impaciente, camarada, ahora se los muestro. Martínez permanece atento al estado de animo del letrado. Desdobla los documentos cuidadosamente y los expone sobre el tablero, en orden, acariciándolos como si un movimiento brusco los desvaneciera. Son de vital importancia para el caso, cualquier doblez podría proporcionar alguna pista. —Acérquese camarada, obsérvelos. —¡Cabo! —grita Martínez, dirigiéndose a la puerta, mientras don Alonso trata de entender las teorías del sargento a la vista de los documentos—. No se inquiete camarada, ahora se lo explico. Ya lo entenderá. —Sí, camarada sargento, a sus órdenes —un miliciano se presenta en la puerta. · 17 ·


—Llame a los camaradas del ABC, necesitamos a alguien que pueda reconocer a los fotógrafos del ABC de Sevilla. ¡Es urgente! —el cabo, antes de que su superior haya terminado la frase, ya está corriendo hacia el teléfono. —Continuemos, camarada. —Sí, continúe sargento, con esto yo no me aclaro. —Es sencillo. Fíjese en el orden en que he dispuesto los documentos. Los cuatro primeros estaban en poder del muerto del umbral de la puerta, el de la cara desfigurada; uno es un permiso de fotógrafo para operar en todo el territorio de la República y otro para operar en el de los insurgentes, cada uno con su correspondiente identificación y con un nombre distinto para cada par. Evidentemente, un espía. Nos confirmará el camarada del ABC cuál es el verdadero. El segundo grupo es la identidad del profesor, que corresponde plenamente. Y el más importante, el último, es la clave. Don Alonso se acerca casi al máximo para ver el sobre que indica el nombre del inválido como destinatario y en el remite muestra el del profesor. Pero lo que no alcanza a entender es el contenido de la carta, allí una escueta frase: “Illescas 21”, sin más. —Perdóneme, sigo sin entender —susurra el letrado. —Si se refiere a “Illescas 21” yo tampoco la comprendo, camarada. Sospecho que sea una clave que nos indica el lugar dónde podría estar oculto «el cargamento». El punto muerto de nuestras investigaciones. Muy posiblemente también el de los facciosos, dadas las circunstancias de esta mañana. Por alguna razón que no alcanzo a entender el profesor se vio obligado a ocultarlo, y que ante una eventualidad como la ocurrida haya confiado su localización a una persona de su confianza, o a alguien en la posibilidad de descifrar el mensaje. Quizás nos lo aclare el destinatario de la misma. El sargento, entusiasmado por la alternativa de solución inmediata, se levanta y enérgico eleva la voz hacia la puerta. · 18 ·


—¡Cabo! —ordena, esta vez sin esperar la presencia del auxiliar —traiga inmediatamente al chaval de la muleta. Entretanto, ordena de nuevo los documentos, dejando sobre la mesa únicamente el sobre y la carta. —Permiso, camarada sargento, aquí está su testigo. —Puede retirarse, cabo —ordena, mientras facilita el asiento al chaval. —Siéntese —sugiere Martínez a la vez que dirige la mirada a don Alonso para que él también lo haga. Procura un ambiente calmado, que brinde confianza a Eduardo. Ambos comprenden que están en sus manos para resolver este caso. Don Alonso observa la estatura media del muchacho. Su ancha espalda y sus fuertes brazos compensan la escuálida y corta pierna derecha, que le origina ese grotesco defecto al andar. Una posible poliomielitis infantil, supone. Llama su atención lo fuerte que tiene el brazo derecho por soportar todo su peso sobre la muleta. Esto explicaría la contundencia del golpe. La muleta aún tiene restos de sangre en un extremo. Su tímida sonrisa puede ser debida a su edad, su enfermedad o el miedo a estas dependencias. —Eduardo, así es como te llamas, verdad —a la pregunta del sargento asiente con la cabeza—. Bien, camarada Eduardo, te pondré al tanto de la situación. La persona muerta de un golpe por objeto contundente en la cara, acción de la que tú te haces responsable, según tus declaraciones, es un enemigo de la República. Por ello, más que temer alguna represalia es motivo de felicitación. Eso es lo que se merecen los enemigos: ¡la muerte! —dicho esto, el sargento observa en el chaval una inmediata sensación de alivio—. Es más, y éste es el motivo que estés compartiendo esta mesa, necesitamos de tu colaboración. El muchacho pasa del susto y la angustia inicial a la excitación. No tendrá castigo alguno y su acción tiene mérito. Gira para mirar más detenidamente al señor elegantemente vesti· 19 ·


do. Lo reconoce por sus visitas esporádicas a su jefe, el señor González. Su excitación le hace sonreír y mostrar expectación a lo que le proponga el jefe miliciano. —Responde a estas preguntas, ¿trabajabas para el Profesor González? —inicia el interrogatorio el sargento Martínez. —Sí —responde presto—. Soy... era su ayudante de campo, en fotografía. —Explícanos exactamente en qué consiste eso. —Acompañaba al profesor en sus viajes. Tomaba las fotografías que me pedía. También llevaba el material para revelarlas. El profesor las necesitaba de inmediato. —¿Cómo las revelabas de inmediato? —Con el equipo portátil, lo llevaba en mi mochila, los reactivos y cubetas. Trabajaba oscureciendo la habitación de la pensión. —Vamos, como un reportero gráfico. —Sí. —¿Acompañabas al profesor únicamente para realizar el levantamiento fotográfico o también te participaba de sus estudios y hallazgos? —El tiempo que pasaba con el profesor daba para mucho, me explicaba cada descubriendo que realizaba. —Por ejemplo —el sargento apunta en una dirección que don Alonso sigue con entusiasmo. —El último año trabajamos sobre una teoría basada en los números ligados al cuerpo humano descritos en la Iglesia de Cristo de la Luz, la antigua mezquita Bab Al-Mardum, en Toledo. Lo que había descubierto en esa mezquita lo consideraba la base del diseño en el arte de los antiguos mudéjares. Por eso recorrimos en Toledo las torres de San Román, Santa Leocadia, La Concepción, San Miguel, San Pedro Mártir, Santo Tomé, además en la provincia, la de La Puebla de Montalbán, Erustes e Illescas. En esta última nos pasamos meses. Pasado su estado de nerviosismo, el muchacho se muestra más locuaz y confiado. · 20 ·


—¿Dices números en las iglesias? —Sí, la proporción entre anchos y largos de determinadas partes de la fachada y en la distribución de la planta daban el número de Oro. —¿Número de Oro? —El 1,618, también contenido en nuestro cuerpo, por ejemplo, al dividir la distancia del ombligo hasta la punta del pie, o entre la del ombligo hasta el extremo de la cabeza. Los interrogadores se miraron entusiasmados. Ahora se les hacia claro el porqué de la misiva tan escueta al muchacho por parte del profesor. Éste sería el único que podría indicar su significado. —Ahora, presta atención —indica el sargento a la vez que le extiende el sobre—, dime, ¿reconoces esta letra? —Sí —asegura categóricamente. —¿Estas seguro? ¿No tienes ninguna duda? —No. La conozco bien, llevo dos años trabajando con él, y, como verá, es complicadísima de copiar. Es horrible y por ello única —certifica, dando paso a sus interrogadores a realizar la pregunta definitiva. —Esta carta te corresponde, muchacho. Fue interceptada por los servicios de seguridad de la República —interviene don Alonso, mientras su mano posiciona la misiva, justo delante de la mirada curiosa del joven. Eduardo, en una actitud ordenada, posa suave e instintivamente su inseparable muleta sobre el borde de la mesa y deja libre la mano con la que recoge el sobre donde reconoció la ilegible caligrafía del fallecido profesor. Tal como le habían indicado allí se consignan correctamente sus datos. Es una carta destinada a él. En un giro rápido también puede verificar al profesor como destinatario. Su atención pasa al contenido, el folio lleva en el centro una escueta frase, sólo una, nada más. El joven, contrariado, gira el documento. Nada por el reverso. Mira intrigado a los ansiosos interrogadores. · 21 ·


—No hay más, sólo esa frase —se adelanta el sargento. —¿Illescas 21? —Sí. Es lo único que tenemos —Martínez se estira fatigado en su sillón. —Busque en sus recuerdos, algún concepto que nos pueda ayudar. Es vital que nos descifre este último mensaje del profesor. Fue su última voluntad, dirigida a usted. Debe tener relación con alguno de sus estudios —interviene ansioso el letrado. El muchacho observa a ambos, perplejo. Descargan sobre él una responsabilidad que no comprende. —¿Por qué creen que esto tenga un significado? —pregunta cada vez más desconcertado en una necesidad de darse tiempo, de sacudirse de la ansiedad a la que es sometido por sus interrogadores. Martínez y el letrado observan preocupados la confusión del chico, el callejón sin salida a la que están conduciendo esta situación. Sus posibilidades se acortan en el tiempo, el chico no lo estima así. Comprenden que deben motivar su implicación. —El profesor González —toma la iniciativa don Alonso—recibió un encargo de la República, importantísimo: la salvaguarda de los bienes artísticos de toda la provincia de Toledo y su traslado desde la provincia hacia un lugar seguro de la destrucción de la guerra, las bóvedas del Banco de España, piezas de arte que, en muchos casos, catalogó en su compañía. Lo entiendo así dado que usted fue su fotógrafo, ¿no es así? La rigidez del letrado impone un aire de ansiedad en el ambiente. Es necesario transmitir lo urgente de la situación al chico, que espabile de una buena vez. Sus rápidos reflejos ya le salvaron de una situación angustiosa. Razona el letrado. Martínez le deja actuar, es posible que su condición de militar aturda al muchacho. · 22 ·


—Sí, en muchas ocasiones, pero todas antes de la guerra —responde Eduardo, más ansioso por las explicaciones que le den luz a todo lo ocurrido durante este desgraciado día. Su brazo recoge instintivamente de nuevo la muleta. Ella es parte de su cuerpo, le da seguridad. —El profesor, tu jefe, recibió el encargo de catalogar y custodiar el traslado de ese «cargamento» hasta Madrid, una labor de no más de cuatro días y no ha sido así. La Junta, preocupada por su demora y la ausencia de sus noticias, ordenó la localización del envío y del profesor sin éxito, hasta esta mañana. Su asesinato nos impide conocer detalles del destino de esas incautaciones. Salvo esta nota dirigida a ti — hace una pausa don Alonso para dar tiempo a que el muchacho asimile su exposición de las circunstancias que le involucran—, las alternativas de la actuación del profesor son muchas, desde haber sido interceptado por los generales facciosos a haber caído víctima de especuladores, o... a habérselo quedado para sí. —¿Don Maximiliano, un ladrón? Imposible —salta como impulsado por un muelle, ante la satisfacción de don Alonso. Ésa era la reacción que buscaba. —Ésa es nuestra convicción, joven Eduardo, nos es difícil aceptar una conducta deshonesta en la trayectoria del profesor. Por ello debemos localizar ese «cargamento» y así salvar su buen nombre. Y por ello necesitamos tu colaboración. Busca en tus recuerdos de cuando catalogabais todos esos objetos de arte toledano y encuentra algún detalle que nos dé luz sobre esta frase —termina el letrado acercando aún más la nota hacia Eduardo, en un gesto solícito y de necesidad de respuestas. Los recuerdos del muchacho vagan vertiginosamente en su pasado. En su infancia y adolescencia sometidos a la inmovilidad, en su refugio entre libros y tebeos, en su soledad de amigos y compañeros, mitigada únicamente por la abnega· 23 ·


ción de su madre. Recuerda la necesidad de valerse por sí mismo y ser un soporte para su familia, recuerda cómo todas sus posibilidades chocaban brutalmente con una realidad disminuida apoyada en una muleta. Recuerda ese universo de impotencia salvado por el apoyo leal y franco del profesor Maximiliano. La valoración constante de sus aptitudes artísticas en el campo de la fotografía y el particular empeño por su especialización en la Historia del Arte. Sus viajes al interior de la provincia en busca de sus atesorados indicios que confirmaran su teoría de un canon global en la arquitectura medieval del reino de Toledano, posterior a la Reconquista, en tiempos de Alfonso X, «El Sabio». Un apoyo que se correspondió con un afecto casi paternal. El dolor por su pérdida, su impotencia por evitarlo, y ahora se sumaba el descrédito. ¡No puedo permitirlo! —No catalogábamos objetos de arte, apoyaba al profesor en realizar levantamientos fotográficos de los monumentos religiosos de entre los siglos XII y XIII en la provincia de Toledo —puntualiza Eduardo para aclarar su relación con el profesor e indicar que pueden contar con él. —A inicios del verano —sigue— estábamos en Illescas. Estudiábamos la iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, bueno, su torre. Ése fue el último trabajo que hicimos juntos. —¿Es posible esconder algo tan voluminoso y pasar desapercibido en esa iglesia? —pregunta impaciente el sargento. Su obsesión por fumar ha invadido todo el pequeño recinto haciendo más lúgubre el ambiente. —No, la iglesia es pequeña, de una sola nave y con varias capillas adosadas al lado norte, abiertas al interior del recinto. El único sitio posible podría ser el espacio vacío entre la bóveda y el tejado, con acceso desde la torre —razona Eduardo siguiendo la lógica de sus interrogadores. —¿Es posible esconder allí, podríamos decir, el contenido · 24 ·


de dos furgonetas de un total de dos toneladas? —pregunta Martínez. —No —responde categórico Eduardo—. El peso haría ceder la bóveda, es del siglo XVI. Es más, el invierno próximo la hace impropia como un improvisado almacén, por las humedades que se filtran desde el tejado. —¿Y la torre? —Menos, no es exenta, con acceso desde el exterior; su construcción es sólida hasta el tercer cuerpo, con una escalinata estrecha que permite el paso de una sola persona. Allí no se podría esconder nada de la magnitud que ustedes indican. Eduardo hace una pausa para captar una mayor atención de sus interrogadores sobre la motivación de su profesor. —Lo excepcional de la torre es su decoración exterior: los seis cuerpos en que está dividida alojan decoraciones en forma de ventanas apuntadas, arquerías ciegas, columnatas y muros con divisiones en aparejo toledano, elementos que eran la obsesión del profesor. Las estudió los últimos meses. La última vez que le acompañé realicé una serie de tomas con el zoom en la cara sur de la torre, de sus detalles decorativos. Desde el primer cuerpo hasta el sexto. —¿Maximiliano no le explicó la razón de su obsesión por la decoración de esa torre? —pregunta don Alonso angustiado por la confusión que les genera interpretar la única pista de la que disponen para recuperar los valores artísticos perdidos. —El señor Max evitaba difundir conjeturas que podrían dar interpretaciones erróneas. Sus explicaciones eran justificadas sobre demostraciones que no admitían contradicción alguna. Vamos, cuando las consideraba irrefutables. —¿Aun contigo? —interrumpe el letrado. —Sí, era frustrante viajar de pueblo en pueblo realizando levantamientos fotográficos de monumentos antiguos sin sa· 25 ·


ber cuál era la motivación del profesor. En ocasiones me adelantaba a sus explicaciones, era fácil, centraba mi atención en el detalle que me encargaba realizar con el zoom de la cámara. Cuando esto se producía, el profesor estallaba en una carcajada de gozo. Según él, si un principiante era capaz de percibirlo es que era evidente, y, por tanto, irrefutable. Yo me esmeraba en comprender su trabajo, así me aseguraba su preferencia —subraya el muchacho orgulloso de su labor y de la relación con su mentor. —En el trabajo realizado en la antigua mezquita del Cristo de la Luz en Toledo —continúa—, después de muchas fotografías y mediciones, comprendí la intención del profesor: trataba de demostrar que la disposición de los diferentes elementos estructurales y decorativos guardaban estrecha relación con el cuerpo humano, con sus proporciones. Su obsesión en Illescas iba también en ese sentido: demostrar la existencia de esas mismas proporciones, cómo llegaron a ese rincón apartado del occidente cristiano desde la lejana Grecia y Egipto con la participación de la cultura musulmana como elemento de transmisión. Martínez observa al muchacho y al letrado, es evidente que estos intelectuales pierden la noción del tiempo y de las circunstancias; caen embobados ante estas gilipolleces que en otros momentos resultarían interesantes, pero no ahora. —¡Basta de teorías! Vayamos a los hechos. ¿Qué quería decirte el profesor con este mensaje? —corta Martínez la exposición de Eduardo—. ¿Es posible que sea una dirección o la indicación de un lugar donde podamos buscar? —Una dirección no, el profesor era meticuloso en sus escritos, aunque con una caligrafía horrorosa, jamás una falta de ortografía o una puntuación que hiciese equivocar el sentido de la oración. Si eso fuese una dirección estaría separado por una coma. Es más, si del pueblo de Illescas se tratase, allí no existe una calle con ese nombre. · 26 ·


—¿Estas seguro? —Sí señor, el pueblo es muy pequeño y conocíamos todas sus calles. Terminada la labor del día, el profesor buscaba referencias históricas en sus iglesias, las ruinas de las murallas, la localización de su alcázar medieval, el palacio que servía de hospedaje a las comitivas reales, antiguas fondas y tabernas, localización de juderías, morerías, tenerías y molinos de aceitunas. En esa labor se conoce evidentemente todo el pueblo. Definitivamente esa no es una dirección. —Entonces, ¿qué coño es esto? —rompe exasperado el sargento Martínez en una reacción violenta. Se encuentra ante un caso donde su capacidad para relacionar elementos delictivos con pistas arqueológicas es nula. —Si me permite —responde el muchacho en un ánimo de suavizar el ambiente—, si atendemos a la lógica del profesor y consideramos como cierto que el mensaje indica su localización y a que confió en mí la solución del enigma, necesariamente debe tener relación con la cara sur de la torre de la parroquia de Illescas. Ése fue el motivo de nuestro último trabajo y su última obsesión. El sargento miliciano y el letrado aceptan esta afirmación y en la idoneidad del inválido para resolverla. Pero están adentrándose en un terreno que no conocen y sobre el cual ellos no marcan los tiempos; una variable que ahora es prácticamente igual a cero. Es necesario hacer comprender al muchacho esa necesidad. —¿Podría Usted revisar el último trabajo realizado por el profesor González en busca de la solución? —solicita el letrado planteando una alternativa evidente. —No es posible —indica el muchacho, tajante—. Lamentablemente, el profesor llevaba consigo el dossier, incluidas las fotografías realizadas. Acostumbraba a aprovechar los itinerarios en trenes para repasarlos. —¿Quiere decir que no disponemos de apuntes y notas en · 27 ·


su despacho de la Real Academia? —En la Academia están las copias de sus trabajos publicados o expuestos al patronato, los terminados. El profesor era parco en notas y escritos previos y sus apuntes no pasaban de grafismos al reverso de fotografías, esquemas o breves notas en su libreta, una especie de cuaderno de bitácora. Es posible que esté en alguno de los bolsillos de su chaqueta. —No, no encontramos nada aparte de lo que tenemos sobre esta mesa —responde Martínez sin ocultar su preocupación de que tanto el dossier fotográfico como la libreta personal estén en manos de los nacionales. Una posibilidad evidente, dada la presencia del asesino del profesor, un elemento infiltrado de los nacionales. Es posible que la búsqueda del cargamento con los tesoros toledanos esté ya también en el bando fascista. —Yo no me preocuparía por ellos —indica Eduardo al percibir el aire preocupado de sus interlocutores—. Si su letra es horrible en sus escritos de comunicación, imáginense cómo serán en unos apuntes propios, unos auténticos rasguños ilegibles. Y en el anverso y reverso de las fotografías, más de lo mismo. Incluso a mí esos grafismos me son difícil de entender, con el tiempo que trabaje con él. Otra cosa son sus escritos de publicación, allí el profesor se esmera en el correcto uso del lenguaje y procura hacer entendible su letra. —Entonces, ¿cómo harías para retomar las investigaciones del profesor y que aclaremos el enigma? —Ir a Illescas, no hay otra alternativa —responde con decisión Eduardo. Fija en su mente el venerable recuerdo de su mentor. Le motiva para proceder a demostrar una eventualidad que justifique una razón de honor en su proceder, ahora puesto en duda. Además, está convencido de la intencionalidad del profesor al remitirle a él el escueto mensaje. No oculta su preocupación, desde luego, por el riesgo de salir de Madrid con · 28 ·


los nacionales acantonados en Bargas, después de su irrupción victoriosa en Toledo. Sabe de los fieros combatientes regulares y de los indígenas marroquíes del Ejército de África, al acecho del sur de Madrid y dispuestos para dar el zarpazo final a la aparentemente indefensa República. Y, en medio, Illescas.

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Dulcedo quedam mentis advenit

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