AL OTRO LADO

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Paco G贸mez Escribano

AL OTRO LADO

Editorial LEDORIA J M R


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CAPÍTULO I Abadía de Seary, condado de Cork, Irlanda

El atardecer era de los que hacían época. El cielo estaba rayado de tonos violáceos, rojos y amarillos, y el sol estaba a punto de finalizar su ciclo diario escondiéndose por un punto próximo al del día anterior, aunque distinto, como cada jornada. John O’Flagerty asistía a la cita siempre que podía para disfrutar del espectáculo natural en la península de Mizen Head, el punto más meridional de Irlanda. Mientras avanzaba por el sendero hasta su lugar favorito, poco imaginaba que su vida y su mundo estaban a punto de cambiar drásticamente para siempre. Entretanto, iba reflexionando profundamente: solía hacerlo siempre que caminaba por la vereda. Sus pensamientos habían retrocedido hasta su niñez, en Belfast, en donde había tenido que conjugar estudios primarios y secundarios con la violencia en las calles y en su propio hogar. Al terminar la escuela había simultaneado estudios nocturnos de bachillerato en un colegio católico con un empleo de carga y descarga de camiones en la fábrica en la que su padre llevaba toda la vida trabajando. Durante ese período de tiempo, sólo dispuso de los domingos para salir con los amigos y pasarlo bien. A pesar de todo, recordaba esa etapa con cariño aunque sin ninguna nostalgia. Lo único que algunas veces echaba de menos eran las chicas. John era moreno, alto y con los ojos de un azul celeste muy intenso. Esto y su carácter extrovertido habían hecho del don de gentes la principal característica de la personalidad de John, así que tuvo muchos amigos y más de dos novias. No obstante, tenía un par de defectos, al menos a veces él había catalogado de esta forma a su inteligencia


__ _Al _____otro __________lado _________________________________________________________________________________________________3· y a su sensibilidad. Pensaba demasiado y percibía los aspectos negativos de la vida de forma intensa, lo que le había llevado a la conclusión de que en realidad no le gustaba nada lo que veía, no le gustaba el mundo. Este pensamiento le llevó a tener varias conversaciones con sus profesores de bachillerato y, al final, ingresó en el seminario, se retiró del mundo. Ahora tenía treinta y tres años, vestía el hábito blanco del Císter y estaba integrado en la comunidad monástica de Seary. No se arrepentía en absoluto de haber tomado la decisión. Cuando estaba a punto de sentarse en la peña para contemplar cómo se iba ocultando el sol en el horizonte, se percató de la inverosímil escena. Empezó a gatear muy rápido, sin hacer ruido. Se acercó por detrás al americano, rodeó su cintura con el brazo y pegó un tirón que acabó con su espalda contra el suelo. Su pecho notó el peso del otro individuo cayendo sobre él. El golpe que sufrieron los dos fue considerable, se hicieron daño. O’Flagerty había evitado que Sean Moore, el extravagante norteamericano que vivía con ellos desde hacía una semana en el monasterio, saltara al vacío y diera con sus huesos en el profundo acantilado, o al menos eso creía él. Cuando recuperaron la compostura los dos se observaron interrogándose con la mirada. Era la primera vez que se miraban a los ojos desde tan cerca y estaba claro que no era una situación agradable. —¿Está loco o qué? —gritó muy enfadado O’Flagerty. —¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? —respondió Moore colérico. —¡He actuado como lo hubiera hecho cualquier persona! Y si no lo hubiera hecho a buen seguro que mañana mismo habríamos ido de entierro, ¡el suyo! Pero hombre, ¿a quién se le ocurre semejante atrocidad? —Lo que yo haga o deje de hacer es problema mío. Tiene usted mucha imaginación, padre, ¡sólo contemplaba el acantilado! —le espetó el americano, que sin decir una palabra más


_·4 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ enfiló el sendero que llevaba a la abadía a paso ligero. O’Flagerty le siguió en silencio, todavía compungido y visiblemente alterado. Lo que debería haber sido un momento de relajación contemplando el precioso atardecer irlandés se había convertido en un episodio desagradable, grotesco. Hubiera jurado que la intención del americano era saltar al vacío. Mientras avanzaba por la vereda, el monje iba observando los primeros signos de la noche. Experimentó la ausencia de viento que se producía todos los días a esas horas y que invariablemente venía acompañada de aumento de temperatura y de desasosiego inducido por la quietud de las hojas de los arbustos, aunque eran detalles que hoy se difuminaban, dadas las circunstancias. ¿Por qué se habría acercado tanto ese hombre al borde del barranco? Lo único de lo que estaba seguro era de que no le perdería de vista. Moore, que había llegado al recinto sagrado con ventaja sobre O’Flagerty, penetró por el portón principal de Brenton Cathedral Kerry. Visiblemente alterado se dirigió hacia el altar principal y se sentó en uno de los bancos de la primera fila. Quiso rezar una oración, pero en vez de hacerlo se encontró pensando en el sentido de la vida. Sobre todo quiso encontrar una razón para explicar la suya, pero después de repasar en unos instantes sus treinta y cinco años de existencia, no pudo. Y, ahora, tenía que cometer un robo en la abadía de los que le habían acogido. Le habría gustado hablar con el abad, que le explicara el misterio del manuscrito, pero las circunstancias mandaban y de qué manera. No se dio cuenta, pero el cisterciense con el que minutos antes había tenido el incidente en el acantilado acababa de llegar y le estaba observando desde el umbral de la puerta, apoyado en una pila bautismal del siglo XI. El monje tardaría horas en asimilar la escena que se desarrolló a continuación. El americano se volvió hacia él y con un movimiento sospechosamente ágil sacó una pistola, le apun-


__ _Al _____otro __________lado _________________________________________________________________________________________________5· tó y disparó. O’Flagerty, que instintivamente se había tapado la cara con las manos mientras aullaba un «¡no!» entre suplicante e imperativo, escuchó como si algo muy pesado cayera a sus espaldas. Al volver la mirada observó a un hombre tendido en el suelo con la cabeza ensangrentada y con un revólver todavía bien asido en su mano derecha. —¡Por el amor de Dios! Pero, ¿qué es lo que ha hecho? —acertó a pronunciar desconcertado mientras encaraba a Moore. —Salvarle la vida, padre, la suya y la mía, puro instinto de supervivencia, créame. Esta gente no se anda con bromas —contestó el americano mientras caminaba por el pasillo central en dirección a la puerta del recinto sagrado. Antes de salir, se volvió. —¡Ah!, padre, me debe usted una. Usted creyó que iba a suicidarme en el acantilado, pero sólo estaba mirando el mar. —Y sin pronunciar una sola palabra más desapareció después de santiguarse con los dedos de su mano mojados con agua bendita. —¡Espere, espere! —Pero cuando O’Flagerty atravesó la puerta de la vieja catedral después de saltar por encima del cadáver, ya no pudo ver por dónde se había escabullido Moore.


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CAPÍTULO II Ensenada de Bolonia, Tarifa, España

Carmen acababa de bajar de su habitación y se encontraba en la barra del bar. Las dos horas de siesta la habían reconfortado. Carmelo, el dueño del hostal, la saludó y le sirvió un café como los que se sirven en el sur de España, tan caliente que Carmen se quemó los labios. Sentada en la terraza, encendió un cigarrillo y se dedicó a contemplar el paisaje hasta que el café estuvo en condiciones de ser ingerido sin peligro. El día se estaba acabando y decidió dar un paseo por la carretera que lleva a las ruinas romanas. El ambiente estaba raro, el viento había estado cambiando de poniente a levante y eso le había llevado a tener un estado de ánimo inquieto. La situación era bastante extraña. Se había citado con un desconocido para obtener información y había sido él quien la había citado precisamente allí, en Bolonia, en su refugio estival. Cuando el anciano le había dicho que se encontraba allí porque tenía una casa en la ensenada, no se lo podía creer. Quién sabe, a lo mejor hasta le conocía de haberlo visto algún año. También le resultó extraño que, además, la cita fuera en el hostal Bellavista, que era donde ella se alojaba habitualmente cuando se dejaba caer por allí. Miró su reloj. Hacía ya tiempo que el sol había empezado su cíclico descenso hacia las dunas de la playa. Paseó la vista sobre las ruinas romanas, que se iban cubriendo de sombras paulatinamente. Mientras desandaba sus pasos de regreso al Bellavista, por unos instantes pensó que podría vivir allí siempre, aunque rápidamente volvió a asumir que estaba en Bolonia para entrevistarse con un anciano que, en teoría, iba a propor-


__ _Al _____otro __________lado _________________________________________________________________________________________________7· cionarle información para la novela que quería escribir y cuyo tema central era la vida de los refugiados españoles de la Guerra Civil en los campos franceses. Carmen Cifuentes era periodista, pero había vivido toda la vida mediatizada por las historias familiares. Su familia quedó destrozada cuando su abuelo murió en el campo de prisioneros francés de Vernet. Ahora, sentada en la terraza del bar de Carmelo, estaba esperando a un hombre que, como su abuelo, había padecido las vicisitudes de la guerra y que quizá incluso lo habría conocido. —Buenas tardes, señorita —escuchó a su espalda sobresaltada mientras sostenía en la mano la taza de café que por poco vierte—. Supongo que es usted Carmen. —Sí señor. ¿Y usted es don Fernando Laredo? —Para servirla a usted, señorita. Para mí es muy emocionante que una mujer joven y guapa quiera hablar con un carcamal como yo. —Por favor, tome asiento —le dijo Carmen ruborizada y sorprendida, sobre todo porque vislumbró una lucidez fuera de lo común en un hombre que debía de tener noventa años o más. Sus ojos azules y su porte erguido junto con su abundante pelo ya canoso aún dejaban ver el encanto de quien debía haber sido una persona muy atractiva. —Según entendí por teléfono quiere usted escribir una novela. Qué emocionante debe ser su trabajo. —Bueno, la verdad es que no soy escritora —dijo Carmen aún sofocada e inexplicablemente nerviosa. Desde que había visto al anciano su cuerpo había empezado a convulsionarse levemente y estaba sufriendo unos espasmos nerviosos inusuales—. Soy periodista —continuó casi balbuceando. Estaba poniéndose mucho más nerviosa porque empezaba a pensar que estaba haciendo el ridículo de una forma inaudita—. Siempre me gustó escribir, pero..., pero ésta sería mi primera novela. —Muy bien, hija, muy bien —le contestó Fernando a la vez que posó su mano en el hombro de Carmen—. Pues, ánimo,


_·8 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ seguro que lo va a conseguir. —Gracias, eso espero —contestó la joven. En toda su vida nunca había notado una sensación semejante ante nadie. Pero, curiosamente, desde que el anciano la había tocado en el hombro, su cuerpo se había recompuesto al instante y ahora experimentaba una serenidad fuera de lo común. Por mucho que lo deseaba no entendía nada. Había sentido la mano de Fernando como si le hubieran puesto una tonelada de peso en el hombro y, sin embargo, su cuerpo no se había movido ni un centímetro debido a la presión, como hubiera sido lo normal—. Lo que me gustaría es que usted me relatara sus vivencias en el campo. Mi abuelo Basilio Cifuentes también estuvo allí y... —¿Ha dicho Basilio Cifuentes? Señorita, tengo muy buena memoria. Yo conocí a un compatriota que tenía ese nombre, aunque murió cinco días después de mi ingreso en el campo. Tuberculosis, según recuerdo. —¿Conoció a mi abuelo? Es..., es increíble, pero, ¿cómo es posible que...? —Pues no se extrañe tanto, al fin y al cabo no es tan raro. Nunca hablé con él, ya le digo que cuando yo llegué ya estaba muy enfermo. Y no era el único. Lo que me parece más inverosímil es que los que lo hicimos saliéramos de allí con vida. Por cierto, mi más sincero pésame aunque sea con más de cincuenta años de retraso. —Muchas gracias, porque, aunque no le conocí, su muerte marcó las vidas de mi abuela y de mi padre. —Es lógico, Carmen. ¿Puedo llamarla así? —Desde luego, don Fernando. —A cambio usted puede llamarme Fernando, a secas —le dijo el anciano mientras observaba los embriagadores ojos verdes de Carmen, que le hacían recordar pasiones de juventud que hacía tiempo había desterrado. —Y, dígame, ¿qué es lo que quiere saber del pasado? —Pues, me gustaría que me contara su historia. Yo ya me


__ _Al _____otro __________lado _________________________________________________________________________________________________9· encargaré más tarde de extraer los datos que puedan ser de mi interés. Por cierto, ¿le importa que encienda la grabadora? —En absoluto. Espero de verdad serle útil en todo lo que pueda. Antes de empezar pidieron algo de beber. A pesar de llevar hablando sólo unos minutos se había ido formando un ambiente de complicidad y cordialidad, y Fernando Laredo empezó a relatar los hechos que consideraba más significativos. No quería aburrir en absoluto a Carmen con detalles irrelevantes. Carmelo volvió con su perenne sonrisa en el rostro y sirvió una cerveza para Carmen y un agua mineral para Fernando. —Pues, verá, mi joven amiga —Carmen tenía treinta y dos años, aunque no los aparentaba—, España no era el mejor sitio para vivir en el treinta y nueve, así que, después de pensármelo mucho, me marché a Francia. El veinticuatro de enero de mil novecientos treinta y nueve crucé la frontera francesa por Irún, escondido en un tren de mercancías. Evité los campos de refugiados en los que quedaron atrapados miles de compatriotas y logré llegar a París. El caso es que a los dos meses me detuvieron. Alguien dio el chivatazo de que yo era comunista, lo cual era falso, pero las autoridades se lo creyeron. Francia no pasaba por sus mejores momentos y encarcelaban a todo bicho viviente sospechoso de alguna actividad subversiva. Así fue cómo yo, que había huido del fascismo, me vi encerrado en el campo de concentración de Vernet, porque eso es lo que era. Estaba situado al pie del Pirineo andorrano, a unos cien kilómetros de Perpiñán. —Pero, ¿le encerraron así, sin más? —Sí, hija mía, eran otros tiempos. Para tu información te diré que allí había tres categorías de prisioneros repartidos en tres zonas del campo. En la zona A había presos comunes, que eran gente sin documentos o con documentación falsa, aunque también encerraban allí a los malhechores y a los chulos; en la zona B estaban los presos políticos, que para las


_·10 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ autoridades eran los extremistas peligrosos, los comunistas y los anarquistas; y en la C ingresaban a los sospechosos, es decir, cualquier persona que hubiera sido denunciada aunque se careciera de pruebas. —Debieron de ser tiempos muy duros. Siempre me alegré de no tener que vivirlos —comentó Carmen mientras encendía un cigarrillo. Por unos instantes pensó en ofrecerle uno a don Fernando, pero terminó pensando que no era una buena idea. —Nos alojábamos en barracas hechas con tablas y una especie de papel de alquitrán —continuó el anciano—. Como no teníamos suficientes mantas, había epidemias de gripe. Rapados al cero y despojados de nuestros objetos personales, nos sometían a una férrea disciplina que incluía las agresiones físicas. En caso de enfermedad grave se nos hacía esperar tres horas de pie en el patio y después nos ingresaban, pero no nos miraban hasta el día siguiente. Si la enfermedad no era diagnosticada se dictaban penas de prisión, o bien trabajos forzados por los que un gran número de internos morían como perros. Recuerdo que durante un tiempo me pusieron a limpiar retretes, que no eran otra cosa que barriles de petróleo con dos asas llenos de desperdicios. Me hacían pasar el día trasladándolos hasta un arroyo situado a dos kilómetros para proceder a su limpieza. Al volver, el guardia inspeccionaba el barril y si no le gustaba su aspecto me daba dos bofetadas. Aun así, eran menos dolorosas que el hecho de respirar todo el tiempo ese hedor que, desgraciadamente, todavía recuerdo tan bien. —Don Fernando..., perdón, Fernando, —interrumpió Carmen mientras la mirada suplicante de su interlocutor la pedía que le tuteara— ¿os dejaban algún tiempo libre? —No mucho, pero a veces nos dejaban en paz. Matábamos el tiempo conversando. No teníamos nada. Al menos las pláticas eran animadas. Debido a las más de sesenta nacionalidades de los prisioneros había una gran pluralidad de lenguas en el


_____ _Al _____otro __________lado ______________________________________________________________________________________________11· campo y charlábamos intensamente, hasta que se llevaron a la mayoría y los deportaron a Méjico, según creo recordar. Cada tarde, al terminar el trabajo, me consolaba mirando por la ventana del barracón las vagonetas que traían el carbón al campo. Me imaginaba que eran trenes y que yo estaba en la sala de espera de una estación. —Fernando hizo una pausa, ahora su mirada era melancólica y sus ojos azules estaban llorosos. —Qué mal lo tuviste que pasar, Fernando —acertó a decir Carmen impresionada por la historia que este valeroso hombre le estaba contando. También ella había entrado en un estado de ánimo tristón y, viendo que era el momento de hacer una pausa, le propuso cenar. Fernando declinó amablemente la invitación pero la animó para que ella lo hiciera. Carmen dio buena cuenta de un filete de atún a la plancha que le había recomendado Carmelo, quien aseguró que lo habían pescado por la mañana en las aguas del Estrecho. No se arrepintió, el atún estaba muy fresco y deliciosamente sabroso. Durante la cena hablaron del impresionante paisaje de la ensenada y de la benevolencia del clima del sur. Y en presencia de un café humeante y aromático, Carmen encendió un cigarrillo y volvió a conectar la grabadora. —¿Qué pasó a partir de que se llevaron a sus camaradas, Fernando? —Cuando me quedé sin mis amigos en el campo ocurrió un milagro —empezó a decir Fernando, que volvía a mostrar cierto atisbo de brillo en los ojos—. Un día, estaba yo sentado en el suelo del patio cenando la porquería que nos daban y llegó un soldado joven, nuevo en el campo. «¡Cambio libro por cigarrillos, cambio libro por cigarrillos!» gritó. Yo tenía cigarrillos, pero me aterrorizaba el hecho de que me los quitara y me propinara una paliza. Tras dudar un instante, hice caso a mi intuición y realizamos el trueque. Rápidamente lo escondí en mi raído pantalón y seguí cenando. Perdona, pero, ¿Te pasa algo?


_·12 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ —No es nada. Es extraño, pero tengo la sensación de que ya he vivido esto. Disculpa. Háblame de ese libro, Fernando. —Cuando entramos en el barracón encendí una vela que tenía escondida bajo uno de los tablones del suelo. Y cuando lo vi supe que tenía entre mis manos algo de un valor incalculable. Un libro muy antiguo, copia sin duda de un manuscrito medieval que el soldado debía de haber robado Dios sabe dónde, cosas de la guerra. No tenía título, pero estaba firmado por un tal Juan Marcos Larmenius de Jerusalén, autor, según pude saber más tarde, de la segunda mitad del códice. La primera parte estaba redactada por el mismísimo Jacques de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple. —Espere, espere, Fernando —exclamó Carmen todavía sin alcanzar a comprender la dimensión de lo que le estaban relatando—. ¿Me está diciendo que llegó a sus manos un libro sobre los Caballeros Templarios escrito por su máximo jefe? —Sé que es muy difícil de asimilar. No sé hasta dónde llegan sus conocimientos al respecto, pero lo que yo tuve en mis manos es la única prueba escrita y legítima de que la Orden continuó. —Increíble —expresó la periodista, que aún no asimilaba el giro que había tomado la conversación. —En el campo —continuó Fernando— cualquier distracción hacía que te olvidaras de la maldita dinámica diaria. Pero esto no era una distracción más. Supuso que a veces me olvidara de dónde estaba. El libro estaba escrito en francés antiguo y tuve la suerte de que las hojas estaban impresas por una sola cara. Te voy a dar un detalle de mi biografía. En tiempos de la República estudié en la Universidad de Madrid y me licencié en Filosofía y Letras, por las ramas de Geografía e Historia y de Filologías francesa e inglesa, lo que me permitió saber rápidamente de lo que estaba hablando el libro. Además, con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en el campo sólo dejaron a la cuarta parte de los guardias que habíamos tenido


_____ _Al _____otro __________lado ______________________________________________________________________________________________13· hasta entonces. Como no nos podían controlar tanto, nos dividieron en grupos y empezamos a trabajar en días alternos. Pasábamos un día en los campos de trabajo y dos encerrados en el barracón. Esto propició que me dedicara al libro de forma febril y me impuse la labor de ir traduciéndolo al español moderno en el reverso de cada página. Gracias a Dios que disponía de un viejo lapicero de mina dura. Esos días en el barracón se me pasaron volando y cuando me llevaban a trabajar lo hacía con alegría, porque sabía que al día siguiente podría seguir leyendo y traduciendo. Por lo que yo sabía en aquel tiempo, la Orden de los Caballeros Templarios acabó en el momento en que Jacques de Molay, Gran Maestre, y Godofredo de Charney, Maestre en Normandía, ardieron encima de un patíbulo alzado delante de Notre-Dame. Pero según relataba el libro, la Orden continuó. Al parecer, Molay era un hombre extremadamente inteligente y valiente. Dos meses antes de que lo prendiesen supo lo que iba a ocurrir. Conocía de sobra al rey de Francia, Felipe IV «el Hermoso», y a su marioneta en el trono de San Pedro, Clemente V. Pudo huir, pero no lo hizo. No le quedaba tiempo y se dedicó en cuerpo y alma a urdir un plan que diera al traste con los propósitos del monarca. Sabía que le detendrían, a él y a sus hermanos, y sabía que flaquearía como consecuencia de la tortura y el tormento. También sabía que al final le matarían y abolirían la Orden. —¿Y qué plan urdió, Fernando? —le preguntó Carmen al tiempo que observó cómo el cielo empezaba a mostrar un espectacular tapiz de estrellas. —Molay decidió que la Orden continuara, así que, después de trabajar incesantemente en la preparación del plan, el veintitrés de septiembre de mil trescientos siete, un mes antes de su detención, llamó a su hermano Juan Marcos Larmenius, que es quien relata parte de los hechos en el libro, y después de exponerle sus planes, Juan Marcos no quiso cola-


_·14 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ borar al principio y juró que lucharía junto a sus hermanos contra el rey de Francia. Molay le dijo que lo que tenía que ocurrir iba a sobrevenir irremisiblemente y al final logró convencerle de que su plan era lo mejor para la Orden. Así que esa noche, allí mismo, en el castillo del Temple de París, le nombró Gran Maestre. Lo que quiere decir que cuando Jacques de Molay ardió en la hoguera ya no era Gran Maestre de la Orden, pero eso sólo lo sabían él y sus hermanos. La Orden sobrevivió, ya lo creo, y existe actualmente. Aquella noche en el castillo del Temple, Juan Marcos recibió instrucciones precisas. Molay le entregó un sobre cerrado y le ordenó destruirlo cuando se hubiera aprendido de memoria su contenido. Según memoricé del libro, aquella noche el Gran Maestre miró a su sucesor con fiereza y le dijo: No salgo de mi asombro al comprobar cada día el grado de mezquindad de ciertas personas. No hay más remedio, Juan, la Orden va a seguir y tú llevarás las riendas. Y nada será más importante, ¿me oyes? Nada será más importante que permanecer en el más estricto anonimato. Los hermanos seguirán dividiéndose en Sirvientes —aspirantes—, Escuderos, Caballeros, Priores Comendadores, Maestres y Gran Maestre, aunque estos roles pasarán a tener sólo valor simbólico. A partir de hoy y hasta que los tiempos lo permitan pasaremos a ser una sociedad secreta con ramificaciones por todo el mundo y nuestra sede será Escocia, en donde tenemos buenos amigos y buena parte de nuestras riquezas, que servirán para financiar nuestros proyectos. De ahora en adelante lucharemos contra el absolutismo y estaremos al frente de quienes den su sangre por la libertad de pensamiento y la igualdad de derechos de los hombres.


_____ _Al _____otro __________lado ______________________________________________________________________________________________15· —Juan Marcos Larmenius —continuó Fernando— cumplió a rajatabla las órdenes del difunto Maestre. Lo cierto es que los principales causantes de la tragedia de los templarios no les sobrevivieron por mucho tiempo. El Papa Clemente murió apenas seis semanas después de la ejecución en la hoguera de los cuatro caballeros, de muerte súbita, según se dijo. Y el rey Felipe se cayó de su caballo antes de finalizar el año. Este suceso le llevó a la tumba. Pero el destino más asombroso y justo fue el que tuvo el ministro Marigny, principal consejero e instrumento de su monarca en aquellos abominables procedimientos. Se vio inmerso en una trama urdida por el conde de Valois, tío del nuevo rey Luis X. Después de un período de encarcelamiento con tortura fue ejecutado en Montfaucon, en una horca que poco tiempo antes había ordenado construir él mismo. Le acusaron de brujería, hecho tan absurdo como los cargos que él presentó en su día contra los templarios. Estos acontecimientos contribuyeron a forjar la leyenda de que la maldición lanzada por Molay desde la hoguera contra sus verdugos se había cumplido. Pero la verdad es que el conde de Valois había sido amigo íntimo del Gran Maestre ajusticiado y el médico del Papa y el escudero del rey eran hermanos del Temple. El libro hablaba de muchos eventos anteriores y posteriores a la muerte de Molay, pero no daba ninguna pista, salvo la escocesa. Y acaba con el nombramiento al cabo de los años del nuevo Gran Maestre. Juan Marcos Larmenius de Jerusalén designó como su sucesor a Tibaldo de Alejandría. —Fernando —le interrumpió Carmen—, ¿te dio tiempo a traducir todo el libro mientras estuviste en el campo de Vernet? —La verdad es que no —contestó Fernando con síntomas de cansancio en los ojos—. Desde que el libro cayó en mis manos el tiempo se me pasó mucho más rápido que hasta entonces. Y cuando me quise dar cuenta, un día, de repente, no había soldados en el campo. Los alemanes habían invadido Francia, aunque todavía no habían llegado al sur. El caso es que


_·16 ________________________________________________________________________Paco __________Gómez _______________Escribano _________________ todos los prisioneros salimos de aquel horrible lugar tan campantes. Y con la ayuda de unos amigos españoles que tenían contactos con el gobierno republicano en el exilio adquirí una nueva documentación y embarqué en un carguero para Inglaterra. Permanecí en Londres hasta mil novecientos setenta y ocho, investigando a fondo hasta corroborar punto por punto el relato de Larmenius mientras trabajaba como profesor en la Universidad. Carmen se quedó por unos momentos reflexionando, absorta y acompañada por el sonido de las olas al romper en la playa. Y pensó en cómo los acontecimientos evolucionan por sí mismos sin que medie la voluntad humana. Seguía interesada en el tema del campo de concentración, pero involuntariamente ahora se sentía más atraída por la historia del libro que le había relatado Fernando. Miró su reloj y comprobó que faltaban pocos minutos para las dos de la mañana, el tiempo se había pasado volando. Les había dado tiempo a charlar y a conocerse, y ante su nueva inquietud, la pregunta era obvia. —Fernando, ¿conserva usted el libro del que me ha hablado? —Ojalá lo tuviera. No, mi bella y paciente interlocutora, pero le voy a entregar algo. A mí ya me queda poco tiempo y como he vislumbrado en sus ojos ese brillo que produce la curiosidad, voy a hacerle un regalo. El libro estaba encuadernado en piel, muy gastada, pero en el centro de la pasta había un grabado que fotografié hace ya muchos años. —Fernando extrajo la fotografía de su cartera y se la entregó a Carmen. Ella la contempló y, aunque el anagrama no le decía nada especial, agradeció el gesto del anciano. Se despidieron, al fin y al cabo ella tenía que volver a su casa en Madrid al día siguiente bien temprano. Y supuso que Fernando hacía mucho tiempo que no se acostaba tan tarde. —Antes de irnos, dígame, ¿qué ocurrió con el libro? —Corría el año mil novecientos ochenta y dos cuando un día al volver a casa me la encontré toda revuelta. Tras un


_____ _Al _____otro __________lado ______________________________________________________________________________________________17· concienzudo escrutinio comprobé que todas mis posesiones estaban intactas, todas menos el libro. También robaron una copia que hice de mi propia traducción. Excepto la fotografía, eliminaron todas las pruebas de la existencia del manuscrito.


_路18 ________________________________________________________________________Paco __________G贸mez _______________Escribano _________________ Dulcedo quedam mentis advenit


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