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Monchu Calvo. Recuerdos de Balquemau

Monchu Calvo

Balquemau hacia 1960

Recuerdos de Balquemau

Era el primer día de 2023. Amenazaba lluvia, pero por el momento salía el sol tímidamente. La despedida de año, con alegre y concurrida cena en el pueblo de Rioseco, no propiciaba como en otras ocasiones un temprano despertar para disfrutar por alguna de las rutas del parque de Redes, y acompañado de mi hijo Ramón, su mujer, María y sus hijos, comentábamos la posibilidad de acercarnos a la vieja casa de Balquemau, para que mis nietos conocieran algo de sus raíces.

Pensamos que era una buena ocasión para empezar el año, y antes de que sobre aquel terreno reposaran para siempre las cenizas del que fue su último morador, preparamos visita hacia aquel lugar importante en nuestra memoria.

Hacia pocos dias que, víctima de un accidente fortuito, nos había dejado nuestro tío Tino, último habitante de la casería de Balquemau, solar de nuestra familia, por la parte materna.

Aferrado a aquel terruño, ni las enfermedades, algunas serias, ni los más de ochenta años lograron separar aquel hombre enjuto, pero fuerte como el fresno que crecía imponente delante de la casa, ni siquiera una mujer fue capaz de moverlo de aquel lugar grabado para siempre en mi memoria, pues permaneció soltero toda su vida.

Trece hijos tuvieron mis abuelos Manuel y Oliva, de los que sobrevivieron doce. Recuerdo mis años de niñez y juventud, en aquella hiperpoblada casa, con mis tíos dedicados a sus quehaceres, domésticos en algunas ocasiones, y si no en atender vacas, gallinas o cerdos, y también tierras sembradas de patatas o el huerto familiar lindante con la vivienda. A mí me llevaban mis padres, o mi madre, con la que pasaba el verano. No olvidare a mis abuelos Manuel y Oliva, un referente en mi vida. Tuve la gran suerte de que conociesen a mis hijos, sus bisnietos, y hoy contemplo orgulloso aquellas imágenes cogidos de sus manos en aquel lugar donde bullía la vida y que marcó para siempre la existencia de mi familia. Mi abuelo Manolin, tuvo su incursión en Sudamérica. Viajó a Buenos Aires, y allí, en el barrio porteño de Mataderos, fundó junto a su hermano Jose Calvo una empresa de frigorífico que elaboraba fiambres con el nombre de Los Calvo, que posteriormente fue vendida a los actuales propietarios a mediados de los cuarenta. Mucha fue la atracción de la tierrina, porque por los años 25 ya se encontraba en tierras casinas, donde aparte de casarse con la moza mas guapa de La Felguerina y Pereu, Oliva Calvo, mi abuela, trajo la receta de la forma inigualable de preparar el cordero, que es a la estaca. Primer asado en Caleao, 1927 según tiene documentado.

Yo llegué a conocer la casa sin luz ni agua corriente. Con la luz de una vieja lámpara de carburo, o alguna linterna de petaca, por toda iluminación, y los pesados viajes a la fuente con aquellos calderos de cinz que mi tía Elvira, ciega, se ponía en la cabeza encima de una corona de trapo que amortiguaba el peso del caldero lleno de agua, a la vez que se agarraba de mi brazo.

Mi abuela Oliva con sus tataranietos

Hay tantos recuerdos entre aquellas paredes que mis ojos y mi memoria se bloqueaban pensando en ellos. Mi hijo Ramón también tiene grandes momentos pasados entre aquellos caminos, asi como su hermana Yolanda, que no pudo estar presente. Quizás al volver a mirar aquellas fotografías tanto tiempo escondidas en una caja. No me refiero a una caja en la que guardana los zapatos que se quedaron obsoletos por el abultado ritmo de la moda. Tampoco a las que se usan para esconder el desorden o para meter cosas inservibles que no te animas a tirar. Yo me refiero a una caja que suele estar en el fondo de un cajón, en un altillo poco accesible o en un trastero. Hablo de la caja de los recuerdos. Ese lugar donde se guarda la memoria agarrada a cartas escritas a mano, a un pedazo de taza rota o un cuerno con su boquilla para beber el mate argentino. Una memoria suspendida en el interior de ese pequeño espacio oscuro hasta que, una mañana de domingo o un miércoles por la tarde, decides desenterrar la caja de entre un montón de jerséis que hace demasiado que no te pones. Y ahí recuperas aquella niñez cogido a la mano de tu abuela, o en el regazo de la bisabuela Oliva, en el caso de mis nietos, cuando contemplas las fotografías que aquella caja guardaba.

Mientras aquella comitiva familiar ascendía primero por la pista que atraviesa un pequeño bosque desde la carretera, y luego de atravesar una portiella que cruzaba un prado que presidia la cuadra de Foncaliente, íbamos viendo a lo lejos el conjunto de casas y chamizos convertidos en garajes, hasta llegar a la vieja casa de Balquemau, que ha cambiado poco su fisonomía en tantos años, si acaso la vieja escalera de madera que subía al trébole, donde se guardaban prendas de vestir, y que se había sustituido por una más fea, pero más segura de hierro.

Todos mis tios de Balquemau

Seguramente un perro border que correteaba junto a nosotros, era el perro de mi tio, al que algún sobrino le proporcionaba comida.

Tratábamos de rebuscar en la memoria aquellos lugares que las viejas fotografías nos mostraban, y allí estaba el antiguo tronco pegado a los barganales del huerto, donde mi madre jugaba con una pareja de niños, uno de los cuales de 44 años ha regresado al mismo lugar con dos mocetones, sus hijos, para que sus ojos recorran el mismo paisaje que vio su padre, y yo , su abuelo, anclado en el silencio de un dia invernal, gris, y con alguna chispa de lluvia, que adornaba aquel retazo de nuestra niñez y juventud, como un cuadro que llevaras en la memoria.

Te da tristeza pensar que aquel lugar que atesoro tanta vida, se ofrezca ante tus ojos, vacío de ella. Sabes que será imposible recuperar todo lo que perdió, y con la muerte del ultimo inquilino solo correrán por aquellos lugares los aires del olvido.

Desde la ventana del trébole, mi hijo Ramón deja que su mirada se empape de los lugares que formaron parte de su infancia, Purucoya, Brañafria, La Infiesta, los montes de La Canalina y el Visu la Grande, y tantos lugares que de la mano de mi tio Ignacio recorrió, buscando entre las riegas las esquivas truchas que con gran habilidad pescaba a mano, o enseñando que hojas de algún árbol se comían gracias a su sabor dulce.

Son vivencias que ya nunca volverán a repetirse, porque no se repiten estas personas capaces de acercarte una cuerna de leche recién catada para que te quede el “bolleru” (la espuma blanca) en forma de bigote, o amasarte en el horno de leña unos bollos especiales para ti, con un poco de chorizo dentro.

Por eso la extraña sensación que nos conmueve al recorrer estos lugares que tanto significaron para mi y los míos. También es el rincón concreto de la tierra que no sé habitar porque mis mapas miran al pasado, porque tengo cien mil recuerdos de tantos hechos vividos en este lugar, en el que solo pervive el silencio, pues ha desaparecido el que lo mantenía con un hilo de vida . Sientes tristeza por un mundo que desaparece. Señalas a la globalización como el peligro de la extinción. “Nadie sabe qué ocurrirá en dos generaciones”. Falta de oportunidades, emigración, desarticulación, envejecimiento, despoblación, extinción. Esta es la cadena evolutiva de la España que desaparece del mapa. “Es como un cáncer: se lo va comiendo todo, sin parar. Es horrible”, recuerdas haber leído en algún lado.

Y te viene a la cabeza una vieja canción de Sabina, una de cuyas frases dice: “al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver”... Esta frase nos la tendrían que enseñar a todos en la escuela. Nos ahorraría, además de tantos dolores de cabeza (“corazón”), la posibilidad de arruinarnos la existencia buscando cosas que ya no existen, apunta un comentario.

Si en ese lugar fuiste feliz, creo que si deberías volver en algún momento de tu vida. Esas cosas no desaparecen de tu memoria, aunque físicamente ya no estén.

Emprendimos el regreso dejando al perro entristecido por la ausencia de las caricias que le dimos, también nuestra alma dejó un pedacito de ella entre aquellas estancias, y el prado donde pacía indolente un toro y creo que dos vacas. La única señal de vida de una tierra que pronto recibirá las cenizas de quien edificó allí su existencia y donde quiso descansar para siempre.

Hasta siempre, Balquemau.

Mi hijo Ramón con su mujer María e hijos

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