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Gloria Soriano. Orexia

Gloria Soriano

Orexia

Consultó en el reloj de pulsera el Body Battery y cambió de postura para seguir durmiendo. Necesitaba recargar su nivel de energía un poco más. Seguro que el estrés nocturno había sido alto, pensó, aunque no lo deducía de sus sensaciones corporales, era una enseñanza de los informes que elaboraba el reloj. Sesenta minutos más tarde el indicador de energía marcaba cincuenta sobre cien y se levantó. Ya no le daría tiempo a terminar la novela que iban a tratar por la tarde en el Club de Lectura. Antes de desayunar se pesó. La báscula daba el peso de los músculos, los huesos, el porcentaje de agua, la grasa corporal, la grasa subcutánea y la edad metabólica. Del peso global sí se fiaba, pero sus huesos parecían tan livianos como los de una gallina y sospechaba que el cerebro de aquel artilugio era arbitrario en sus cálculos algorítmicos. Su investigación sobre las variables matemáticas determinantes no le aclararon nada, y se resignó con aquel resultado propio de una osteoporosis grave. Casi siempre la cifra se mantenía constante. Una mañana marcó cien gramos menos y estuvo horas tratando de averiguar la causa de tal pérdida. De seguir mermando, pronto tendría la consistencia de una ameba.

Cuando se sentó a desayunar su Body Battery había disminuido doce puntos. Consultó también el resto de valores del sueño. Era consciente de cada cambio de postura durante la noche pero no llevaba la cuenta para no desvelarse. Recordaba en especial una de las veces que se tumbó sobre el costado derecho, su postura favorita, y como había corregido la posición para evitar la postura fetal, y también había subido la cabeza hasta la parte más alta de la almohada siguiendo los consejos del fisioterapeuta. Una vez recolocada le entraron dudas sobre las recomendaciones, y se puso boca arriba para no empeorar la tortícolis. Sí llevaba cuenta de las visitas al baño, y aunque las hacía casi sonámbula, era el único momento que según el reloj estaba despierta. Un diagrama de barras mostraba alternativamente las fases de sueño ligero y REM, el de las pesadillas. Dormir profundo no iba con ella. De las fantasías del inconsciente a veces recordaba las últimas, y no por mucho tiempo. Esa noche soñó que la llamaba por teléfono su profesora de ciclismo (lo fue durante dos días hacía un par de años). A causa de las interferencias apenas se oían. Durante la conversación construida a base de suposiciones, le dijo que se negaba a inscribirse en más cursos. Perseguir un mejor nivel técnico le parecía desafiar a la naturaleza.

Mientras sujetaba la tostada, con el dedo índice de la otra mano escribía letras en el móvil tratando de adivinar las palabras del WORDLE del día. Desde que supo de su existencia lo practicaba a diario. La palabra científica era la más difícil. Al principio escribía palabras de medicina, después descubrió que las más vulgares también eran válidas para encontrar las letras componentes de la solución. A menudo, cuando solo le quedaba una por adivinar, iba probando con el abecedario disponible, inventaba vocablos hasta dar con uno que ella no reconocía pero el juego sí. Con WORDLE ampliaba su vocabulario científico y ejercitaba capacidades ajenas al reloj y la báscula.

Después de desayunar miró la hora. Aunque se había levantado más tarde de lo normal, tenía tiempo para hacer la digestión antes del entrenamiento. Estaba poniendo orden en libros y cuadernos cuando encontró las notas tomadas en un taller literario: al

coordinador no le entusiasman las lecturas que narran lo que él ya sabe, ni las historias familiares que carecen de relevancia fuera de su núcleo, tampoco le engancha reconocer sus sentimientos en los personajes. Él busca una mirada diferente. Ella temía que la suya, atrapada entre sensores de frecuencia cardiaca y pulsioximetría, no se distinguiera de la de un robot.

Antes de salir de casa bebió otro vaso de agua para hidratarse, y rellenó un bidón para llevar. El gimnasio estaba a dos estaciones de metro. Esperando en el andén buscó el móvil y entonces se dio cuenta de su olvido. No es ningún drama, pensó. Puesto que tampoco llevaba un libro, podría dedicarse durante el trayecto a la observación. El tren iba lleno. Se acomodó como pudo junto a la barra central, sin perspectiva. Lo importante era respirar, lo de mirar sería para otra ocasión.

Haciendo deporte su cuerpo se hacía presente en forma de molestias saludables que quemaban grasas y erigían los escudos protectores del organismo. Tenía más fuerza y resistencia y quiso probar actividades que quedaron pendientes en su juventud. Le faltaban días en la semana para descansar. Cuando las molestias empezaron a ser como un reuma, y las agujetas perdieron su inocencia bajo el nombre de microrroturas e inflamaciones, pensó que debería reducir el ritmo. No sabía a qué actividad renunciar. Temía que se adueñara de sus articulaciones la artritis y de sus brazos la flacidez, como se adueña la naturaleza de la casa abandonada. Sería lamentable no mejorar el estilo de natación, o no remontar en bicicleta la larga pendiente hasta el collado.

Al salir del gimnasio pensó en ir a recoger un paquete. El mensajero insistía en informar “destinatario ausente”, incluso el día que estuvo esperándole como una prisionera y el timbre no sonó. Iba a consultar en el móvil cómo llegar al punto de recogida cuando otra vez lo echó en falta. Tal vez con el plano del metro y el callejero de la salida podría orientarse, en el pasado sin GPS llegaba a cualquier lugar. Pero regresó a casa, en el móvil estaban los datos del pedido. Ella también dependía de aquel aparato sustituto de su memoria y donde encontraba el significado de las palabras, las estadísticas del estado físico, como estirar los abductores, los nutrientes de las almendras, el nombre de una flor, la música, los senderos de las montañas, la historia, la red de autopistas, los rostros de los seres queridos, las imágenes de lugares recónditos, las últimas noticias. El asombro que sentía ante el sinfín de herramientas solo era superado por el recuerdo de sus viajes anteriores al móvil. Aquella manera de ir de un lugar a otro, cruzar fronteras y hacer descubrimientos le parecían heroicidades.

Ahora el norte existe porque lo marca una aguja, es una niña de la mano de Garmin o Android, entre otros sistemas que abren el apetito. Orexia cree que con cada avance va perdiendo algo de su esencia, como el paciente que sometido a un tratamiento psiquiátrico, tiene miedo a perder su genialidad.

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