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Gloria Soriano. La reunión de las seis

Gloria Soriano

La reunión de las seis

Desde hacía meses, ella se unía todas las tardes a una reunión por Zoom. Justo a las seis el anfitrión le daba paso y se repartían la pantalla a partes iguales, solo eran los dos. En su mitad había un fondo virtual de un lugar donde nunca había estado. Su cuerpo asomaba entre palmeras verdes bajo el cielo azul. Él era una bombilla colgando de un cable, un techo de madera ennegrecido y vigas con carcoma. Su voz ascendía desde lo profundo y la luz oscilaba llenando de sombras las paredes.

El primer encuentro se había producido cuando ella intentaba unirse a otra reunión y tecleó un ID equivocado. Una voz ronca le dio la bienvenida desde una sala donde no había nadie. A punto de pulsar el botón de salir sin más explicaciones, la voz dijo, espera, y se quedó mirando el balanceo del vidrio incandescente, atraída como una mariposa. Después apareció en la pantalla el mensaje “la sesión ha finalizado”, el reloj marcaba las 18:40. El inicio y el fin separados por cuarenta minutos fundidos en un instante. No sabía que había pasado, era incapaz de recordar. Apenas cenó. En la cama seguía dándole vueltas a la laguna de su memoria. Esa noche soñó con la lavadora estropeada, el agobio de la ropa sucia saliéndose del cesto, el teléfono del técnico que no acertaba a marcar, y la sorpresa de ver a un desconocido en su cocina reparándola. Empezó la mañana pensando en el intruso del sueño que iba a poner fin al revuelo de la ropa sucia, en torno a él había algo tan inquietante como en su última experiencia en Zoom. Necesitaba volver a conectarse aunque no podía precisar lo que buscaba. La luz de la bombilla era un hito en el camino de la oscuridad y su llamada cada vez más intensa. Estaba impaciente por que llegara la hora.

A las cinco y media ya había comprobado que para la videoconferencia tenía la última actualización y que en el ordenador todo iba correctamente. Mientras esperaba que fueran las seis trató de averiguar cuál habría sido el error cometido la tarde anterior, aparte de no haber usado las gafas para leer el código de acceso. Sacó el papel que guardaba debajo del monitor donde tenía apuntado un número que incluía ochos y seises. Sin lentes, entrecerrando los ojos a veces lograba distinguirlos, pero en otras ocasiones le parecían ceros. Ignoraba que interpretación había hecho, era posible que los hubiera leído bien y tecleado mal. Esta vez veía todas las cifras con nitidez. Se detuvo pensativa en las cuatro últimas — ocho, seis, uno, seis— y recordó haber leído en alguna parte que el 616 representa al enemigo e invoca a la oscuridad. Con mucha frecuencia había tecleado 8616, y no había sucedido nada fuera de lo esperado. Decidió probar a convertir el ocho en un cero, un valor vacío, el aislante que tal vez podría preservar el poder de las cifras del conjuro. Y acertó. De inmediato se abrieron las dos ventanas en la pantalla, una con palmeras verdes, otra tenebrosa. Primero sintió que levitaba y se mecía entre las hojas, después que colgaba de una viga. Cuarenta minutos más tarde la sesión finalizó. Todo el tiempo transcurrido concentrado en dos acciones breves, levitar

y gravitar, sin otros recuerdos, salvo que en esta ocasión había entrado en escena. Sintió que le faltaba el aire y salió a dar un paseo. En el parque, junto a la rosaleda, había un hombre ahorcado en un árbol y pensó que su cuerpo inerte ya no tendría que soportar más tensiones entre el cielo y la tierra. De repente un viento circular lo succionó como un tornado. El árbol se mantuvo intacto, rebosante de hojas verdes. Parpadeó. Dudaba si la visión del ahorcado había sido real o un flash de su memoria: el regurgitar de un agujero negro de cuarenta minutos. Esa noche soñó que ella era un titán condenado a sostener el mundo, y después un semidiós astuto que se libraba del destino del titán. Despertó con el alivio de una reconocible sensación de ingravidez. ***

Cada tarde a las seis ascendía por la palmera para cruzar al otro lado y ser el ojo que ve el símbolo oculto en la viga, la uña que se clava en la madera, el olor del humo. Estar dentro era sencillo: una ausencia temporal, cada vez más larga, y el momento inolvidable de una dosis para los sentidos. No había nada que entender, en el mundo virtual todo era posible. Fuera estaban las burdas copias enmarañadas de atrezo, la pesadilla incomprensible, la argamasa de realidad e irrealidad. Los ahorcados muertos.

Ni un solo día dejó de conectarte. Disfrutaba dejándose ir hasta el lugar que el anfitrión eligiera. El exterior era cada día más extraño. Los tiempos de conexión se alargaron. Cuarenta minutos convertidos en cuarenta horas, cuarenta días. Después de cuarenta semanas era inútil esperar su retorno. A veces, entre las hojas de las palmeras, se mueven dos puntos del color de sus ojos.

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