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Manuela F. Cacao. La Santa Compaña

Manuela F. Cacao

La Santa Compaña

Galicia es tierra de bosques frondosos. En ellos, el musgo se adueña de la piedra, los árboles centenarios ocultan poderes sanadores y los riachuelos transmiten leyendas de meigas y hombres lobo.

Nuestro protagonista caminaba por uno de esos bosques. Rememoraba cuando de niño, en ese mismo paisaje, su padre le contaba historias legendarias de conjuros, pociones y malos espíritus.

Se distrajo y se hizo noche cerrada. Debía darse prisa en la vuelta, su esposa estaba enferma y dependía de él.

De pronto se hizo el silencio y la quietud. Las ramas dejaron de moverse, los animales desaparecieron… Únicamente se escuchaba el aullar de un perro. Miró hacia todos lados, la oscuridad era espesa. A lo lejos, una bruma se abría paso al mismo tiempo que comenzaban a oírse unas campanadas con ritmo pesaroso. Sabía de qué se trataba, era la Santa Compaña.

Por un momento se paralizó. Su padre le había contado la leyenda que decía que, en la noche, las ánimas salían a vagar por el bosque. Un vivo encabezaba la procesión portando una cruz, un vivo que por la mañana no recordaba nada y que poco a poco iba muriendo. Aquel que se cruzara sería el sucesor para encabezar la comitiva. Para escapar de esa suerte, había que hacer un círculo en el suelo, tirarse boca abajo en su centro y esperar a que las ánimas pasaran sobre él. Afortunadamente se encontraba lo suficiente lejos como para no cruzarse.

Salió corriendo, estaba aterrado. Pero había más, la leyenda decía más... No se podía centrar en recordar el resto, estaba demasiado sobresaltado, no podía ser visto por la comitiva, su mujer estaba sin atender… Solo podía correr, pero había más.

Cuando no le quedaba casi aliento, su vista alcanzó el pueblo. Según se acercaba veía cómo la gente se amontonaba en la puerta de su casa. ¿Qué era todo aquello? ¡Dios mío! Ya, ya recordaba el resto de la leyenda:

«Para quien viera el cortejo sería un presagio, la muerte visitaría su casa».

Sería posible un mal augurio de su pobre mujer, no tenía que haberla dejado tanto tiempo sola.

Llegó al porche, atravesó la concurrencia que, vestidos de negro, murmuraban y lloraban. Cruzó el salón. Un sacerdote salía de su dormitorio; se dirigió hacia allí. Desde el umbral vio a su mujer rezando junto a la cama. Sobre la cama un cuerpo inerte era velado. Se acercó y reconoció el cuerpo, era el suyo que, ataviado con su mejor traje, aguardaba al sepulturero.

[De su libro de relatos Alta tensión]

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