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Laudelino Vázquez. Dónde estas Miguel Miralles, y XII

Laudelino Vázquez

Dónde estás Miguel Miralles y XII: al final llegó el final

El ruido atronador despertó de golpe a Natalia y a Mingo. Sin saber muy bien qué hacía, éste saltó de la cama y cogió la tablet de la mesita con ánimo de lanzarla contra el monstruo que se había colado en sus sueños arrancándolo del terciopelo de los brazos de Natalia con un estruendo que amenazaba reventar su corazón. —¡Eh, tú! –balbuceó, fijando la vista en el bulto que se desmadejaba lentamente en la esquina contraria de la habitación– , ten cuidado que estoy armado.

Una confusa Natalia acertó a encender la luz de la lámpara y, somnolienta y aterrada a partes iguales, consiguió articular un ¿qué? Tras el cual se hizo un silencio abrumador: Mingo se vio entonces desnudo a la luz de la lámpara, reflejado en el espejo del armario, desencajado y con el sentimiento de ridículo que impone la desnudez inesperada. —¿Tú? –exclamó convencido de que aún estaba en el territorio de lo onírico–. No puede ser. —Puede –contestó una voz ronca, extraña, casi desarticulada, desde la esquina del cuarto–. Para vuestra desgracia, puede.

Natalia, que casi se había convencido de que lo mejor era darse la vuelta y seguir durmiendo, que aquello sería un simple susto nocturno, abrió los ojos de golpe y se incorporó acercándose temblorosa a la figura. —¿Miguel? –murmuró con la esperanza de obtener una respuesta negativa–.¿Eres tú? —¿Y quien iba a ser si no? —¿Pero cómo, dónde…? —Pues cómo no lo sé –respondió ácidamente Miguel–, pero dónde, es fácil: en mi habitación. Y con la agradable sorpresa de faltar un par de días y encontrarme a mi mujer y mi mejor amigo, juntos en la cama. Aunque supongo que sería por el frío, porque la pobre Natalia, sufre tanto en invierno… —¿Un par de días? –la voz de Mingo denotaba auténtica sorpresa, que se incrementaba a medida que seguía hablando–: Apareces a las tres de la mañana por la parte de la habitación que sólo tiene paredes, después de siete años de ausencia, de haberte llorado con desconsuelo, de haberte declarado oficialmente muerto, sin más noticias tuyas que un móvil que entró hace cinco años por ese mismo rincón, ¿y te extraña que nos preguntemos cómo y dónde? —¿Siete años? El silencio se hizo abrumador entonces. Solo Natalia acertó a moverse para buscar una camiseta con la que taparse y acercar de paso la suya a Mingo. Se sentaron en el borde

la cama contemplando a Miguel, cogidos de la mano, esperando cada uno a que el otro encontrara las palabras que les permitieran entender qué estaba pasando allí. —No puede ser. Es verdad que perdí la noción del tiempo porque allí nunca luce el sol, pero no hace más de tres o cuatro días desde que el Sumiciu me arrastró en el cruce hacia el otro…

Se interrumpió al ver la expresión de extrañeza de su mujer y de su amigo, y abarcando con un gesto todo lo que le rodeaba, se limitó a musitar «Y si no buscad una explicación mejor» antes de volver a callar. —¿Quién es ese Sumiciu? —Es verdad que siempre os reísteis de mi por la afición a las leyendas y los mitos –respondió desganadamente Miguel–, pero al menos, los dioses de casa, deberíais recordarlos ¿no os parece? De pronto la puerta se abrió, y la menuda figura de un niño, asomó la cabeza. —Mami, papi, ¿qué pasa, que no me dejáis dormir? —¿Mami, papi? ¿Pero esto qué es?

Sintió una sacudida de ira, el deseo salvaje de destruirlo todo, incluso a aquellos que tanto había querido, incluso a aquel ser inocente que le miraba con ojos de espanto, pero entonces, penosamente primero y como un río desbordado después, cuando pareció destaparse de golpe el tapón que sujetaba su escasa razón, volvió la memoria, la despedida de la Xana y la voz. Aquella voz. —¿Por qué hiciste lo mismo que Robert Johnson? Y vino también a la memoria su respuesta y la pregunta final desde la sombra. —¿Estás seguro que estás dispuesto a darlo todo? ¿Cualquier cosa? ¿Renunciar a amor, familia, amigos..? —Todo. Había respondido «todo» y si aquel que gobierna en y desde la Sombra, aquel al que llamaban Su Grandísima, cumplía su palabra, no había tiempo que perder. Robert Johnson no sabía de cuánto disponía, pero Miguel Miralles, sí; exactamente del mismo que el rey del Delta Blues dispuso desde que se encontró en el cruce de la sesenta y uno con la cuarenta y nueve en Clarksdale, Mississippi. —Al menos, conserváis mi guitarra –silabeó mientras caminaba lentamente hacia ella. —Conservamos todo lo que pudimos… Mingo quería explicarse, justificar que en realidad Miguel Miralles estaba muerto y ellos sufrieron tanto y que no lo habían olvidado, pero de apoyarse el uno a la otra y la otra al uno, pues, bueno, este era el resultado, pero Miguel le calló con un gesto, acarició el pelo de Natalia, descolgó la guitarra y salió por la puerta de la habitación. Natalia y Mingo, han contado esa historia cientos, miles de veces. Tantas que ya no saben cuánto hay de cierto y cuánto de añadido, pero saben que no importa lo que hayan podido imaginar, porque la realidad supera con mucho cualquier ficción.

Miguel Miralles, músico aficionado y poco virtuoso, desapareció un día cerca de un cruce de caminos rurales en el límite de Asturias y León. Curiosamente, una era la ruta 49 y la otra la 61. Nunca más supieron de él hasta que dos años después su teléfono móvil cayó de la nada en la habitación. Hubo que esperar otros cinco años hasta que se presentó una madrugada y pocos minutos después desapareció con su guitarra. Un año después, una figura desconocida hasta entonces irrumpió a través de las redes sociales. En apenas una semana, se había convertido en un fenómeno mundial. R. Leroy Miralles, que así se hacía llamar, revolucionaba el viejo y declinante rock con una música asombrosa. Una mezcla de estilos reconocibles pero que en sus manos sonaban distintos, nuevos. «El rey del Omega Blues», le llamaron, porque, después de oír su música, ya no quedaban ganas de oír nada más. Nada. Y al igual que apareció, un día, su cuerpo apareció flotando en el río. O con un disparo. O envenenado. O reventado por las drogas, que estas y otras muchas historias corrieron sobre su muerte, convirtiéndolo definitivamente en leyenda. —Me encanta cómo tocas la guitarra. —Lo hago solo para ti.

La Xana sonrió, mientras Miguel Miralles, como todos los días desde su vuelta, dejaba que la guitarra hablara por él con aquella a la que amaba más que a nada y más que a nadie. —Después de todo, no se está mal aquí –le dijo al acabar la canción–. Si tú estás conmigo, cualquier rincón es mi patria, y todas las patrias merecen la pena. Ella apagó las luces de «La cueva la Xana» y le cogió de la cintura para dar su paseo diario a la luz de la luna. —Totalmente de acuerdo –exclamó.

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