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Francisco Trinidad. Crimen en la sacristía (I

Crimen en la sacristía (1)

No supo si por su perfume, o por un reflejo a través de la celosía que los separaba, pero don Argimiro estuvo seguro, aun antes de que empezara a hablar, de que era aquella beata —no se atrevía a llamarla “penitente”— que ya había venido otras veces contándole al por menor sus pecados de erotismo culpable. No sabía cómo se llamaba ni podría identificarla si se cruzaran en la calle, pues a través de la rejilla del confesionario solo podía adivinar su silueta. Estaba seguro, por su voz, de que era joven y estaba más seguro aún, por lo que contaba, que era una desvergonzada. —Padre, me acuso de haber pecado contra el sexto mandamiento…—“Ya estamos”, pensó don Argimiro—. Fue ayer por la tarde, yo estaba sola en casa y llegó mi vecino, que es muy atrevido, y me tocó una teta… —No hacen falta detalles, hija; ya entiendo que pecaste con él. ¿Alguna cosa más? —Verá —siguió ella como si no hubiera oído su recriminación—, me tocó una teta, y luego el culo… —Por favor, calla. —…así que yo me abrí de piernas y… —¡Calla de una vez! —gritó el cura golpeando con sus nudillos la celosía. En ese momento adivinó que la provocadora beata sonreía, así que dio por terminada su confesión, le impuso una soberbia penitencia y salió del confesionario hacia la sacristía. Respiró profundamente, apuró un vaso de agua y abrió la puerta de la calle para refrescar su sofoco con el aire helado de la tarde.

Se puso a colocar unos ornamentos y no tardó más de cinco minutos en entrar una mujer en la sacristía. Le llegó su perfume antes que su figura y antes de que comenzara a hablar —una blusa azul, una melena suelta— ya la había reconocido y había comenzado a desconfiar de su presencia. —Querido don Argimiro… —comenzó diciendo; pero el cura reaccionó como movido por un resorte. —No, no y no. Tengo que aguantar tus pejigueras en el confesionario, pero aquí no es de recibo. Así que adiós.

Presa de los nervios, salió hecho una furia por la puerta de la calle, cruzó el jardinillo y se encerró en el despacho parroquial. Cogió el breviario y se puso a leer la oración del día:

Se acercó a ella, intentó tomarle el pulso, pero le temblaban las manos y solo acertó a coger una mano de la mujer. No le costó darse cuenta de que estaba muerta. O solo lo intuyó por la cantidad de sangre que le salía a borbotones de una de las heridas en el cuello.

Exaltábo te, Deus meus rex, et benedícam nómini tuo in sæculum et in sæculum sæculi. Per síngulos dies benedícam tibi et laudábo nomen tuum in sæculum et in sæculum sæculi. Y así estuvo un rato, leyendo el Breviario —sin enterarse de nada, claro está— hasta que oyó un grito. Era un grito agudo de mujer, de dolor quizás; en todo caso, un grito penetrante que rompió la escasa concentración de don Argimiro, que supuso el grito proveniente de la sacristía. Luego, un breve silencio durante el cual el cura volvió a leer su última oración: Per síngulos dies benedícam tibi et laudábo nomen tuum in sæculum et in sæculum sæculi. Y a continuación se oyeron varios gritos más: de mujer sin duda y provenientes con toda seguridad de la iglesia.

Se levantó el cura y fue corriendo hasta la sacristía donde una mujer seguía dando gritos, mientras que otra se desangraba en el suelo con varias heridas en el pecho y en el cuello. No le costó identificar a la herida con la que venía acosándole en el confesionario desde hacía tiempo y a la que había dejado sola en la sacristía minutos antes. Se acercó a ella, intentó tomarle el pulso, pero le temblaban las manos y solo acertó a coger una mano de la mujer. No le costó darse cuenta de que estaba muerta. O solo lo intuyó por la cantidad de sangre que le salía a borbotones de una de las heridas en el cuello. Tuvo todavía la suficiente entereza para alargarle su móvil a la otra mujer, que ya había dejado de gritar. —Toma, llama a la Guardia Civil. —¿Llamaré al médico antes? —Creo que no va a hacer falta.

Argimiro se sentó en una silla, apoyó la cabeza en sus manos manchadas de sangre y empezó a sollozar. Después de unos minutos la sacristía comenzó a llenarse de gente, mientras el cura seguía sentado, la mirada perdida, dominado por los nervios que de vez en cuando se traducían en suspiros y sollozos. Varias personas se acercaron a consolarle, a preguntarle, pero él no estaba para contestar. Se levantó de aquella silla en el momento que entraba el teniente Ramírez del Olmo. —Argimiro, ¿qué ha pasado? —No lo sé, no lo sé. Esto es como una maldición. Un crimen en la sacristía. —Pero tú, ¿has tenido algo que ver? —el teniente estaba desencajado—. Tienes las manos y las ropas manchadas de sangre. —Intenté socorrer a la herida, pero no sé nada más. Fuera se oyó la sirena de una ambulancia y dentro de la sacristía todo el mundo chapoteaba en murmullos, comentarios, especulaciones. Don Argimiro lloraba. Hasta que el teniente Ramírez del Olmo pegó un grito, mandó callar a todo el mundo y pidió que salieran todos los curiosos y quedaran únicamente los miembros de la Benemérita y los sanitarios que acababan de llegar en la ambulancia. En ese momento, entró en la sacristía un hombre vestido de gris, enjuto y cejijunto, y que parecía cargar con todo el peso de la situación sobre sus hombros. Se dirigió al teniente, se presentó como el forense y ambos cuchichearon unos momentos en una esquina, mientras miraban alternativamente al cadáver y al cura manchado de sangre. El forense se arrodilló al lado de la mujer, procurando no mancharse los pantalones, y tras tomarle el pulso certificó su muerte y ordenó el levantamiento del cadáver, a expensas de lo que dijera el señor juez, que no tardaría en ellgar. Se acercó al teniente Ramírez del Olmo y le dijo que le enviaría el resultado de la autopsia cuando la concluyera. “La causa de la muerte”, agregó, “está clara: arma blanca o un pincho bien afilado, tendré que verificarlo”. Luego salió como había llegado, cargando sobre sus hombros más peso del que parecía poder soportar. El teniente se acercó a don Argimiro y le levantó de la silla donde nuevamente lloraba desconsolado. —Vente conmigo, Argimiro. Vamos al cuartel y me cuentas lo que sepas. Y de paso, tomas algo que te reanime, porque esta mujer, sea quien sea, está muerta, pero tú pareces llevar el mismo camino.

(Concluirá)

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