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Ignacio Padilla (México

©Lisbeth Salas

Ignacio Padilla

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México

Escribo porque no puedo no hacerlo.

Soy consecuencia de los libros que he leído tanto como de la lengua y la ciudad en las que nací en el turbulento otoño de 1968. Mi vida ha estado marcada por libros y viajes, pero ante todo por derrumbes: el terremoto de 1985, la caída del Muro de Berlín y el ominoso Martes Negro de 2001. Escritura y lectura me han permitido sobrellevar con cierta inusitada felicidad esos viajes y esas caídas. Casi por accidente he pasado por universidades mexicanas, escocesas y salamantinas, siempre como pretexto para la escritura de cuentos que a veces devienen otras cosas, y quizá también para la docencia, con la que me alimento tanto como me hago acompañar de otras voces, otras miradas.

Contaminado lo mismo por mis maestros y amigos que por las historietas, el cine y las novelas de aventuras, ignoro en qué momento me obsesioné con la vida, la obra y los tiempos de Miguel de Cervantes, con quien de cualquier modo y como cualquiera estoy en deuda. Escribo por amor y por venganza, escribo porque me he propuesto hacer sentir en otros el mismo amor, la misma sorpresa y hasta el mismo horror que ciertos libros han provocado y siguen provocando en mí desde que puedo recordarlo.

1. Suelo definirme y defenderme siempre como un impenitente contador de historias. No soy más que un físico cuéntico a quien a veces, como ahora, se le pide que teorice sobre escribir cuentos y novelas, una actividad sobre la que apenas reflexiono. Cuando esto sucede, hago lo que está en razón que haga: me inclino por lo obvio y arrimo mis veladoras a un santo laico llamado Jorge Luis Borges, quien escribió muchos cuentos y ninguna novela si bien no tuvo empacho en hablar de ellas, y de qué modo. He oído decir que una de las razones esgrimidas por el argentino para no escribir novelas era que no quería permitirse equivocarse tanto. 2. Es el carácter paradójico de la imperfección de la novela lo que, agigantándola, la distingue de los restantes géneros, particularmente del cuento: el titubeo de la novela es su excelencia, su excedencia es su esencia, su portento radica nada menos que en la asunción entre humilde y humillante de su eterna perfectibilidad y de su eterna inconclusión. 3. Como cuentista a quien alguna vez le ha ocurrido el accidente de la novela, creo que el cuento carece de la capacidad y de la obligación que sí tiene la novela para mirarse a sí misma mientras se va constituyendo. El cuento está obligado a afirmar menos por lo que omite que por lo que lo desborda, se consagra en la ambición prometeica o quijotesca de alcanzar un diamante que de tan pulido parezca divino; el cuentista se catapulta, siempre ingenuamente, en el sueño de crear una obra que refleje una aspiración de perfección de modo que el lector vea estimulado en él o en ella la intuición de lo único, lo bueno, lo verdadero y lo bello. 4. Confieso que por un tiempo deseé para el cuento el mismo próspero destino que ha tenido la novela en este horroroso siglo de distopías y derrumbes. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia posapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. 5. La inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra brillante tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad.