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Solange Rodríguez (Ecuador

Solange Rodríguez

Ecuador

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©Tyron Maridueña

Biografía en tres palabras:

Abuelo: nací en 1976 en Guayaquil. Más que hija de mis padres fui nieta de mi abuelo, quien pasaba encerrado días enteros a cal y canto tomando notas y haciendo apuntes. Es así como me familiaricé con la idea del escritor x como un ser con un mundo propio. Para estar cerca de él hice mis primeros relatos dibujando viñetas con muñequitos y coloreándolas. Tenía cuatro años y no sabía escribir, así que en los lugares donde iban los diálogos, colocaba rayitas.

Publicaciones: he pasado por todas las instancias posibles para poder publicar. Pienso que ser mujer y escribir únicamente cuento me pusieron las cosas un poco más difíciles. En el camino he ganado un premio nacional de relato en 2010 y he adaptado mis narraciones al teatro, varias veces. Mi inicio fue con una autopublicación algo efectista llamada Tinta sangre (2000). Luego de cerca de veinte años de trabajo, la editorial Candaya ha puesto toda la potencia de mis caballos a correr con La primera vez que vi un fantasma (2018).

Sueño: sueño con dejar de escribir por un año y solo dedicarme a leer. Leer a mis contemporáneos; leer revistas de divulgación científica; rescatar libros que nadie lee en las bibliotecas; leer recomendaciones de terceros y leer clásicos, pero no lo hago. Las historias me demandan crear historias, así sea solo en mi cabeza. Sueño con escribir un cuento llamado “El año en el que no escribí”. Pero hasta el día de hoy, fallo.

Los atribulados

Hubo un tiempo en el que volvía fatigada a casa tras largas veladas en un hospital público. Pasaba mi guardia mirando siempre a una puerta metálica que casi nunca se abría con buenas noticias. Cerca de las doce llegaba mi hermano para el relevo, y yo retornaba a mi departamento abatida como solo puede estarlo quien tiene un familiar en terapia intensiva. Creo que desde ese periodo mi literatura tiene padecimientos y ahora avanza algo dislocada de la realidad, pero esa es una confesión suelta. Cuando ya me había desvestido y llorado; duchado y llorado; acostado y llorado, me contaba a mí misma una historia cada noche, como si fuera mi propia hija. Me recuerdo tumbada, en la oscuridad, imaginando cosas terribles porque nada podía ser tan aterrador como lo que estaba pasando dentro de mí: la devastación de la esperanza —y en medio de esa tierra arrasada por los diagnósticos médicos que jamás se ponían de acuerdo—, la llamita verde del miedo haciéndome sentir fuerte, quemándome sin hacerme arder. Recordé en esas noches un relato de un conocido de la infancia, la historia sobre un ser de la oscuridad que tomaba la forma de todas las cosas y se alimentaba de los atormentados. Pensaba mucho en esa criatura e ideaba mentalmente sus técnicas de caza, me preguntaba si vendría por mí; hasta que un día la puerta metálica se abrió y me llamaron. —Solo quedan un par de horas—, me dijeron. Fui al departamento, lo revolví buscando ese número y llamé al viejo conocido de la infancia. Me contestó impresionado que no recordaba quién era yo ni tampoco ese relato extravagante, que seguramente lo había inventado.

Le dije a mi hermano que yo permanecería esa madrugada decisiva en el hospital. Cuando se apagaron las luces, invoqué al ser de la historia de mi amigo con todo el poder de mi miedo, con la valentía que me daba la desesperanza. Algo de entre los cuerpos de los que esperábamos durmiendo tumbados como osos, se movió. ¡Ay, ay! gritó alguien y los guardias lo iluminaron con sus linternas lánguidas. Uno de mis vecinos había muerto súbitamente. Así suele fallar un corazón extenuado, concluimos. Luego, contra todo pronóstico, nos cambiaron de piso a uno donde las batas médicas ya eran blancas y no verdes. Dejé cuidados intensivos, pero continué visitando el pabellón de los atribulados, por costumbre. Yo era de las pocas personas que tenía un familiar que había superado una crisis y todos querían escuchar mi historia. Y creo que para eso sirven los cuentos, para mantenernos entretenidos hasta que llega la muerte.