Encuentro Internacional Cuentistas FIL 2018

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encuentro internacional de

CUENTISTAS 2018




Miguel Ángel Navarro Navarro Rector General Carmen Enedina Rodríguez Armenta Vicerrectora ejecutiva José Alfredo Peña Ramos Secretario general Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

José Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural

Comité Organizador

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Raúl Padilla López Presidente

Dania Guzmán Torres Coordinadora de Diseño y Ambientación

Marisol Schulz Manaut Directora General

Adrián Lara Santoscoy Coordinador de Montaje

Tania Guerrero Villanueva Directora de Operaciones

Carolina Tapia Luna Coordinadora de Programación

Laura Niembro Díaz Directora de Contenidos

Yolanda Herrera Paredes Coordinadora de Viajes e Itinerarios

Ma. del Socorro González García Administradora general

Isabel Islas Cervantes Coordinadora de Difusión

Mariño González Mariscal Coordinador general de Prensa y Difusión

Mónica Rosete García Coordinadora de Alimentos y Bebidas

Armando Montes de Santiago Coordinador general de Expositores

Miriam Arias García Coordinadora de Recursos Humanos

Rubén Padilla Cortés Coordinador general de Profesionales

Leticia Cortés Navarro Coordinadora de Ventas Nacionales

Bertha Mejía Vázquez Coordinadora general de Patrocinios

Erika Jiménez Novela Coordinadora de Crédito y Cobranza

Ana Luelmo Álvarez Coordinadora general de FIL Niños

Elena Mondragón Villegas Contadora general

Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL

Lourdes Rodríguez de la Torre Coordinadora de Protocolo

Leonardo Ureña Bailón Coordinador de Tecnologías de la Información

Angélica Gabriela Villaseñor Rivera Coordinadora de Ventas Área Internacional

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Índice

Nota para el lector ...................................................................................................... 5 Shimon Adaf (Israel)................................................................................................... 6 Valeria Correa Fiz (Argentina)................................................................................. 12 Edgardo Cozarinsky (Argentina)............................................................................. 18 Afonso Cruz (Portugal).............................................................................................. 24 Elpidia García (México)............................................................................................. 32 Teolinda Gersão (Portugal)...................................................................................... 38 Jordi Lara (Cataluña)................................................................................................ 44 Daniel Salinas Basave (México)............................................................................. 48 Histórico de cuentistas por orden alfabético y nacionalidad........................ 58 Histórico de cuentistas por país y año de participación.................................. 60

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Curaduría: Laura Niembro / Alberto Chimal Proyecto editorial: Melina Flores Diseño editorial: José Carlos Picos Agradecemos su valioso apoyo a Acción Cultural Española AC/E, Biblioteca Nacional de Colombia, Embajada de Israel en México, Gobierno de la República Portuguesa e Institut Ramon Llull.

Todos los derechos reservados Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Cuenteros somos y en la Feria andamos El Encuentro Internacional de Cuentistas llega a su décima segunda edición, como uno de los más entrañables espacios dentro de FIL para el goce del género breve; hasta ahora han participado 93 cuentistas de primer nivel, y muy variadas geografías, en las últimas páginas de este impreso el amable lector podrá consultar la nómica de autores que han participado, una buena brújula para los amantes del cuento. Dedicamos esta edición del Encuentro Internacional de Cuentistas a Juan José Arreola, voz fundamental de la literatura mexicana moderna, enamorado de la palabra, cuentista excelso, comediante de alta escuela, amante del teatro y la música, de quien celebramos los cien años de su nacimiento. Sin duda el eco de “El juglar de Zapotlán” se hará presente en las voces de los autores que participan en esta edición, coordinada por Alberto Chimal. Desde Portugal, abanderados de nuestro Invitado de Honor nos acompañan Afonso Cruz y Teolinda Gersão, participan también Shimon Adaf, quien pertenece a la generación más joven de autores israelíes, Valeria Cruz de Fiz de España y Jordi Lara de Cataluña, junto a los autores mexicanos Elpidia García, Daniel Salinas Basave ambos del norte del país y con trayectorias muy singulares, también tendremos a Edgardo Cozarinsky, ganador del Quinto Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. ¡Sean todos bienvenidos a este confabulario, que lo disfruten! Laura Niembro Directora de Contenidos

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SHIMON ADAF Israel, 1972

Durante mucho tiempo he soñado con convertirme en una persona, como esas criaturas artificiales de los mitos y las historias de ciencia ficción que se empeñan en llegar a ser humanas. Nací, por supuesto (en 1972, en Sderot), y tuve una infancia. Cierto tipo de infancia. Mis padres, quienes llegaron a Israel viniendo de Marruecos, ya bordeando la adolescencia, dejaron atrás todo conocimiento de la infancia. Mis hermanos y yo tuvimos que inventarla, pero nuestros cuerpos maduraron rápido. Luego de prestar el servicio militar, me uní a una banda de rock (The Aristocracy) y me mudé a vivir a Tel Aviv, con los demás miembros. En esa época empecé a publicar poemas en revistas literarias. Seguí haciendo mucho de lo que hace la gente de verdad, leer, escribir, anhelar una vida mejor, pagar la renta, dormir, trabajar, cuidarme, entre otras cosas. En el proceso he producido, hasta ahora, tres poemarios, diez novelas, un puñado de cuentos y un libro de ensayo.

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Credo Me cuesta distinguir entre el cuento y otras formas de escritura, y no se debe a que no me haya esforzado por hacerlo. No soy un narrador de historias por naturaleza, aunque puedo inventar tramas complejas, o construir personajes de mi gusto, con mucho trabajo, y enmarcar un drama psicológico. Pero, en mi papel de lector y también como escritor, busco más que nada ocurrencias textuales en las que se haya cerrado esa grieta constante entre la experiencia interior y el lenguaje. En contadas ocasiones esas ocurrencias se manifiestan en el vacío de una página… en un verso de un poema, en el poema entero. Pero la mayoría de las veces es necesario construir el mundo de una novela, la mansión de una novela corta, la habitación de un cuento, para que esas ocurrencias puedan expresarse y resonar. Por lo tanto, mi interés se centra en tres aspectos del arte de la escritura: el lenguaje (que es la materia y el medio), la composición (la arquitectura, la construcción en sí) y el subtexto (la ingeniería acústica).

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“Ishmael” A falta de una imagen alternativa, nos remitimos al momento de la creación. La forma que surge de la torpeza de la materia. No, no es torpeza, más bien la indiferencia hacia el ser. Esta vez estoy listo; esta vez me he preparado. Paso la noche sin poder dormir, repasando las etapas en mi mente. No quiero desperdiciar tiempo precioso en náuseas, o en pánico. El tecnodroide me dijo que no era necesario, que podía aguardar en la sala de espera, que podía irme y volver después, yo se lo llevaré. Le dije que quería ver. En la mañana, en la entrada, se lo repito, quiero ver. Contemplo la crisálida de carne en la cámara de cristal. No sé de quién sería el niño de ayer, el de cuál exiliado. Por el momento, carece de rasgos, es tan solo la posibilidad de un cuerpo. Las fibras ópticas se extienden desde la parte alta de la cámara, y luego hacen interfaz con la radiante piel artificial. Imagino un sonido de succión; imagino el sonido de algo que se asienta. Pero los datos que van acelerados por las fibras no hacen ningún ruido; ni un susurro. El tecnodroide tampoco puede oírse tras sus monitores, con los párpados cerrados. Estoy convencido de que no es más que una extensión de la sala de carga, su manifestación. En la cámara de cristal, la crisálida de carne va tomando forma, tanteando para llenar el molde guardado en los datos que le transfiere la copia de respaldo. La reprogramación de la matriz neural se me oculta, pero sus impresiones fugaces son evidentes en el rostro que se va dibujando, en sus expresiones, cada una evocando la cara que conozco, que recuerdo, más que la anterior. Está desnudo y temblando en la cámara de cristal, mi hijo, por siempre en los seis años. Recorre el entorno poco familiar con mirada desconfiada. A pesar de los cuidadosos preparativos, estoy paralizado. Es la segunda vez. Su nombre, al escapar de mis labios, es una secuencia inerte de sílabas. Papá, me dice, dónde estoy. El temblor que se percibe en su voz se multiplica y reverbera en mi interior. Estoy hueco, esta es la segunda vez, y el tecnodroide me toca el hombro. El frío sintético me alcanza a través del grosor de mi ropa. Cuánto tiempo ha transcurrido, casi dos años y medio en este satélite; cuatrocientos noventa y tres días de aquí. En mi mente aún cuento los días según los giros de la tierra sobre su eje, a una distancia inconmensurable. El hábito me ciega. A menudo tengo que consultar el reloj, el doble calendario. Recupero la voz, se recupera a sí misma, con la fuerza que me inyecta el frío. Ishmael, le digo. Lleva el nombre de mi padre. Sonríe, y su sonrisa es tan pálida como el resto de su ser. Voy hacia él, lo tomo por los hombros y lo levanto. Cómo pesas, le digo. Ríe. Lo dejo en el piso. Los deditos de sus pies se estremecen con la sensación. El tecnodroide le entrega algo de ropa. Son las mismas prendas que usó la vez anterior. La talla nunca cambia.

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Es un hospital, dice, casi como una pregunta. Tengo la mentira preparada para mí, ya pulida. Traté de explicarle la primera vez, a pesar de las instrucciones del tecnodroide. Sus últimos recuerdos, me había dicho, provienen de la copia de respaldo. Hasta donde se acuerda, se acostó a dormir en su cama. No hay manera de crear un nuevo respaldo. Cada descarga producirá al niño que se fue a dormir en su cama. Sí, le digo, te enfermaste, Ishmael, y tuvimos que traerte a este lugar. La mentira se desenvuelve fácil y ligera en mi lengua. ¿Dónde está Mamá?, pregunta. Vendrá a visitarte mañana, digo. La voz no me tiembla. Dice: Tengo que ir a la fiesta de Yaron y Efrat. Oh, exclamo, la pospusieron hasta que te recuperaras. Lo hicieron por mí, reacciona asombrado. Esa felicidad pasajera lo inunda, lo sostiene. No era un niño popular en la escuela. Les supliqué a los papás de los gemelos que lo invitaran. Había sido años atrás. Quién hubiera podido imaginar que habían hecho respaldos de nuestros hijos durante los chequeos médicos, quién hubiera podido imaginar que la rebelión iba a estallar apenas un mes después de la fiesta de cumpleaños de ese par de gemelos arrogantes. Las ironías de la historia se intensifican cuando tratamos de anclarlas en los sucesos de nuestra vida. Salimos por la puerta de la sala de carga. Ishmael no pregunta adónde vamos. Mientras caminamos se da cuenta. La vez pasada también sucedió exactamente en ese instante. Miro atrás y calculo la distancia. Ciento cincuenta metros desde la entrada. Abre los ojos desmesuradamente en su asombro. Lo sigo. Se da cuenta de que la luz es verdosa, como si estuviéramos bajo el agua. El cielo está teñido de un azul más intenso, que amarillea hacia los bordes. En el horizonte, a nuestra derecha, hay un enorme planeta rodeado de anillos. Los minerales de los cinturones rocosos son lo que les da a los rayos reflejados ese color. La mano de Ishmael busca la mía instintivamente. La tomo. Mi mano está algo sudada, a pesar de las bajas temperaturas. Su cuerpo artificial regula su temperatura muy bien. No lleva puesto nada más que delgadas prendas de lino. Papá, dice. Contesto, es bonito, ¿no te parece? Y el regusto de las palabras en mi boca es metálico. ¿Dónde estamos?, pregunta. Le digo, ¿te acuerdas de los trajes de realidad virtual que había en el centro comercial? Sí, contesta. Bueno, sigo, este hospital es especial. Es como un video de realidad virtual. ¿Y qué es lo que me pasa?, dice. Contesto, una enfermedad rara, y te trajeron a su hospital. Su hospital, repite. Sí, confirmo, al suyo. Asiente. Incluso nuestros hijos saben que su tecnología es inconcebible. Ven, lo invito, te voy a mostrar. Esta vez no hay nada de las vacilaciones y aprensiones de la anterior. Esta vez todo va bien. Me digo, este es Ishmael, a quien no he visto en los dos años de la rebelión, es él, nacido del pensamiento y de la añoranza; lo traje de regreso superando las barreras de tiempo y lugar. Y a través de sus ojos estoy libre, aunque sea por un día, del odio y el deseo de venganza. La belleza de este

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planeta de exilio, de mi sentencia, se me revela. Lo llevo a las cataratas, y el agua brota con un estruendo cristalino. Las especies de plantas y animales que fueron enviadas con nosotros en contenedores criogénicos desde la tierra han mutado. Las golondrinas tienen el tamaño de cuervos y sus confusos trinos nos acompañan entre la maraña, donde los árboles autóctonos trenzan sus ramas entre sí y secretan lamentos. Una ley de astronomía sostiene que la cuarta luna de todo planeta con un sistema de anillos por lo general resulta habitable. Hasta los juncos son huecos y emiten secretos en una lengua que nadie habla. Ishmael corre dichoso, riendo con mis chistes malos; el niño de mis recuerdos, la creación del pensamiento y la añoranza. Una planta púrpura, con apariencia de coral, trepa por las paredes de la cueva, delineando círculos de arena en ella. Hago una demostración. Si uno tantea con un palo en la arena, de esta salen filamentos como zarcillos, con una boca diminuta en el extremo, y tararean una especie de melodía al envolverse sobre el palo y morderlo. La carne de estos zarcillos es exquisita, digna de un rey, si se cocina como debe. La boca es venenosa, libera ácido y tóxicos. Prácticamente pierdo el equilibrio al recuperar el palo con las marcas de dientes. Los vapores que ascienden de ellas emborronan las imágenes, las difuminan. Los fanáticos se sirven de ellas como medio para hacer predicciones. Me volteo hacia él y sonrío una sonrisa absurda ante la torpeza de mi movimiento, pero la sospecha ya llena sus ojos, su mirada retrocede y sus extremidades se crispan. De repente se da cuenta de lo viejo que estoy, mayor que la persona que está fija en sus recuerdos. Ishmael, le digo. La próxima vez que lo vea tendré dos años y medio más, de los de aquí, y el seguirá de seis, la aprensión le llegará más pronto. ¿Quién eres?, dice Ishmael. Soy tu padre, digo yo. ¿Qué te sucedió?, pregunta, y retrocede. Espera, le pido, espera. Sus piernas tocan otro borde de corales. Hay movimiento en el círculo de arena. Por unos instantes, se me cruza una idea por la mente, tal vez así es como se supone que todo debe terminar, un accidente. ¿Por qué nadie lo ha pensado antes? Veintinueve exiliados se niegan a la encarnación de sus hijos, tachándola de abominación, pero son una minoría. Están también los fanáticos, los setenta y ocho que adoran la encarnación y la predican como medio para absolver el pecado. Pero para el resto de nosotros, es la cruel benevolencia de nuestros jueces; la encarnación es el privilegio de ver a nuestros hijos cuando aún permanecen en la inocencia. Se dice que el rigor del castigo se ajusta a la gravedad del crimen. Despertamos de nuestro sueño congelado cuando la nave aterrizó en la luna de un sistema solar desconocido. El tecnodroide que supervisaba el viaje anunció que nos habían esterilizado, que la nave estaba equipada con una sala de carga en la que se conservaban respaldos de nuestros hijos, cuando niños, pero que estaba

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equipada con únicamente una crisálida de carne. Y la luna gira alrededor de su eje, rota en torno al planeta con anillos, dando vueltas junto con este alrededor de un sol distante. Ishmael, le digo, hijo, no te muevas, estás… Quién eres, exclama él, te pareces a mi papá, pero no eres él. Soy yo, digo. Contesta, no te creo. Yo tampoco lo creo. Quizás todo deba terminar así. Le digo, apretando los dientes, te voy a contar un cuento, en un país muy lejano había tres hermanos. Me mira largamente. Sus ojos cafés se hacen aún más radiantes. Dice vacilante, ¿esa es toda la historia? Qué aburrida. ¿Qué querrías que sucediera? Sonríe cansado. Anoche, antes de que se durmiera, jugamos ese mismo juego. Cada detalle del invierno de esa hora de dormir permanece conmigo, el ritmo de la lluvia, el olor de las hojas, su respiración callada, su lucha persistente contra el ángel del sueño, su cabeza posada sobre la almohada. A través de él, de su acotada réplica, lo veo como debería ser, sus fallas infantiles, su esplendor, sus deseos y decepciones; y lo quiero, amo su imagen desde el aproximado futuro del pasado, que me llega con su dolor y su felicidad, mereciendo consuelo y también el poder sanador de los años. Pregunta cómo se llaman. Respondo Por qué, Cómo y Por qué no. Dónde vivían, pregunta. Contesto, Por qué vivía en la tierra y se alimentaba de nabos, Cómo vivía en el agua y cazaba serpientes, y Por qué no vivía en el aire. En el aire, repite él. En el aire, digo, y se movía de un clima al otro, pastoreando los vientos. Qué aburrido, dijo. Y se arriesgaba por entre la niebla, buscando el mapa de Pamplapam-nam. Por qué un mapa, dice. Por qué no, digo. Se ríe, casi naturalmente. Su pierna roza la planta coral. Quiero irme a casa, dice. Yo también, respondo, aunque lo agradable de la idea ya se reviste con la sensación de alarma. Le tiendo la mano. Vuelve la cabeza y mira la superficie de arena, el burbujeo que hay bajo esta. Ven, le digo sin emoción, volveremos juntos. Pero no se voltea hacia mí, no responde. Adaf, Shimon.(2013) “Ishmael” en revista Ho! num. 9 (Traducido por Mercedes Guhl, a partir de la versión en inglés de Leanne Raday)

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VALERIA CORREA FIZ Argentina/ España, 1971 © Isabel Wagemann

Nací y crecí en Rosario (Argentina), a orillas del río Paraná. Aunque hace más de quince años que vivo en el extranjero (siempre en ciudades que empiezan rigurosamente con la letra eme: Miami, Milán, Madrid), todavía conservo el humor turbio y sedicioso que me legaron las aguas del río: la infancia es un espacio de resistencia y la memoria, más poderosa que la extranjería. Estudié derecho y economía. No trabajo más como abogada, pero sigo persiguiendo la justicia con todos mis leopardos. Soy una escritora tardía. Me puse a ello cuando todo en mi vida tendía al desequilibrio y al esguince. La ficción puede ser una muleta y un conjuro: los deseos que se ponen por escrito tienen la posibilidad de volverse reales. Me gustan los libros que se leen con los nervios y así procuro escribirlos. Soy autora del libro de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016), que fue seleccionado para el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, y finalista del Premio Setenil 2017, y de los poemarios El álbum oscuro, distinguido con el I Premio de Poesía Manuel del Cabral, 2016, y El invierno a deshoras (Hiperión, 2017), merecedor del XI Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez. Soy madre de gemelas, pero contra la felicidad nadie te advierte.

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Para escribir un cuento 1. Amarás la primera frase de tu cuento por sobre todas las cosas: puede ser tu paracaídas o tu lastre. 2. No tomarás el santo nombre de cuento en vano. Que escribirlo se asemeje a pintar una ventana que se entreabre. Sé generoso: deja a tu lector dar la pincelada última. Arrepiéntete: tacha y elimina. En un cuento suprimir es completar. 3. Santificarás las juergas. Un buen cuentista debe obligarse a la haraganería: juega, diviértete, distráete, convoca lo invisible. La ejecución de lo que has imaginado es posterior y se llama oficio y disciplina. 4. Escribirás para ser otro pero desde ti. Un escritor es un arqueólogo de sí mismo. 5. Buscarás la palabra exacta. El silencio no envejece. Las palabras lujosas, sí. 6. No sacrificarás el asombro: mira hasta encontrarlo, aunque tengas que pulverizarte los ojos. No hay mayor lujuria que observar y luego recordar para escribir, sin descuid ar los detalles. El misterio de la vida se revela en lo mínimo. 7. No juzgarás a tus personajes, aunque cometan actos impuros, y no dejarás que se excedan por tus páginas como marqueses libertinos: no eres su amo, tampoco su siervo. 8. Escribirás desde el ímpetu interior. Sin ese vértigo que te convoca no acertarás a escribir nada verdadero. 9. Amarás a tus muertos, amarás todas tus pérdidas. Bendito sea lo que fue maldito si sirve para tu cuento. Un escritor es alguien que con ausencias y cicatrices construye un personaje de carne. Procura que tu obra sea un monumento digno de tu soledad. 10. Preservarás el misterio: un buen cuento se acaba pero nunca se termina.

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“PERROS” Matías mira una vez más el viejo revólver de su padre. Lo va a hacer. Lo tiene que hacer él antes de que lo hagan los otros. Le debe al menos eso al perro y es lo que hubiera querido su hermano Francisco. Se lo había advertido mil veces al Fran, hacé rajar a este perro de acá, pero nada. Francisco era terco. Pibito de mierda, piensa Matías, y se limpia los mocos con el antebrazo. Que no lo vean llorar. Le falta solo eso. El Duque algo se huele porque escarba la tierra, hace un hueco y apoya la quijada. Ni la cola mueve. Afuera se van juntando todos. Puede distinguir el vozarrón de Braian por encima de los gritos de los otros, pero no comprende lo que dicen. La lluvia golpea las chapas del techo. Por una de las esquinas está entrando un poco de agua. Desde que se les murió la madre, Matías solo se ha preocupado por comer –cuando puede– y dormir. No ha hecho nada por la casa. La intemperie y la mugre no perdonan, y ahora esto. Casi, casi que se daría con paco o pegamento para juntar coraje. Tendría que mendigarle un poco al Laucha Acevedo. Pero no lo hizo antes ni cuando lo de la madre ni anoche con lo de su hermano Francisco. No lo iba a hacer ahora. Hace girar el tambor del revólver y cuenta las balas: hay cuatro. –Mierda, Duque, una grandísima mierda. El perro vivía con ellos desde finales de noviembre. Lo había traído su hermano una mañana de tormenta como la de ahora. Tenía una pata lastimada y heridas en el lomo. Los pibes dijeron que el perro se había escapado de lo del Gordo Raviol, uno de los más infames de la Veinticuatro, el único que tiene una casa de ladrillos y con dos parabólicas más allá de las vías. Les advirtieron que con el Gordo Raviol no jode ni la policía. Mirá cómo se la agarraba con la mujer nomás. Era una llaga viva. Pero Francisco decía que era imposible que fuera un perro de villa miseria. Ni de esta ni de la Veinticuatro. Cabezón, el Francisco, pibito de mierda. –El Duque era de alguien muy bien, Mati. Mirale el pelo. Se nota que está educado además. Matías, por las dudas, insistía: –Che Fran, ¿cuándo se raja el perro este? –Aguantá hasta que se cure nomás, hermano. Duque los acompañaba a juntar cartones. Francisco no se despegaba de él ni por las noches, el perro era su frazada. Además, no les daba trabajo. Se las rebuscaba solo. Tomaba agua de los pozos de las vías, comía de la basura, hacía sus cosas afuera de la casa de chapas. Francisco lo llamó Duque porque tenía clase. El Fran: «mucho gusto», y el animal levantaba la pata.

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Matías supuso que el perro los iba a abandonar pronto, cualquier día de esos en los que ellos no tuvieran nada, ni un pan viejo ni un caldo aguado de la mamá de Braian para comer. Al final se enterneció la noche de fin de año cuando el perro les llevó un pollo al espiedo. Lo tenía apenas agarrado por una pata como no queriendo tocar el resto del pajarraco. –Lo trajo para nosotros, ¿viste Mati? Panzada: calientito, güenísimo. ¿De dónde lo habías sacado, Duque? –Tenía razón el Fran –dice Matías. Le acaricia la cabeza con la mano libre y se aprieta contra el perro. Dan ganas de abrazarlo todo el tiempo al Duque, dan ganas. Tiene el pelo suave, de color caramelo. Le revisa el lomo con los dedos. Si le revuelve el pelaje se ven las cicatrices de las heridas. ¿Serían palizas del Gordo Raviol? –Hijo ‘e puta. A Matías le duele la cabeza de la resaca. Le parece mentira que su hermano Francisco haya aparecido muerto junto a las vías anoche. Una cuchillada en los riñones y desnudo. Más bueno que Lassie, ¿por qué carajo se metieron con él? –Venganza por robarle el perro al Gordo Raviol –le dijeron los pibes. Pero quién sabe si era cierto. Matías hubiera querido ir a la comisaría a verlo por última vez. Pero no fue. –Que cuando so’ menor te agarran y te meten en un hogar de huérfano’ y ahí va’ a saber lo que e’ el fierro caliente y marchar con un «sí, señor» todo el día. Mejor acá, se come mal pero hacé’ la tuya. Pasó la noche abrazado a Duque y tomando vino barato alrededor del fuego que improvisaron en un tanque de lata. Hasta vino el reverendo y dijo una oración. Un velorio más a cuerpo ausente en una villa miseria no sorprendía a nadie. El reverendo estaba acostumbrado a esas cosas. La mamá de Braian le había traído un poco de caldo en un jarrito y le acarició el pelo como solía hacerlo la suya. Entrada la noche, le ofrecieron pegamento, paco y hasta una pastilla pero ni Matías ni Francisco se habían metido jamás con esas basuras, ni con ninguna otra droga que te rompen todo por dentro y te dejan los ojos líquidos. Sobre la madrugada Matías buscó el revólver del padre. Lo detuvieron entre varios pero él alcanzó a dar un disparo al aire. –Pará loco, ¿a quién le va’ a tirar vo’? Mirá que al Gordo Raviol se lo llevaron ayer a mirar la’ reja’ de adentro. Dicen que le van a dar como treinta cinco año’ por tráfico de coca. Casi un alivio saber que el asesino de su hermano la iba a pagar, de una forma u otra la iba a pagar. Pero después, alguien dijo: –«Muerto por muerto»: esa e’ la única ley. Porque tampoco se podían dejar las cosas así. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2018

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–Que lo’ de la Veinticuatro no se crean que no’ cagamo’. Acá nadie tiene miedo; ninguno se come lo’ moco’. La mamá de Braian se opuso a la idea desde el principio; que es lo último que le queda al Mati, dijo en algún momento, y le pidió a Braian que la cortaran con las venganzas. Pero era inútil discutir con los pibes. Matías no recuerda bien lo que pasó después. Sabe, eso sí, que les prometió encargarse él personalmente pero no esa noche. Mañana por la mañana, a primera hora. Los pibes querían que fuera de una cuchillada en los riñones y pelarlo para que se lo vea desnudo como al Francisco. Era una venganza sin sentido, un disparate más. Al menos, los convenció de que no, de que así no lo iban a reconocer. Lo mejor era darle un disparo en la cabeza y basta. Qué mejor advertencia, qué mejor mensaje. Y sí claro que lo iba a hacer, él mismo y con el fierro del Viejo. –Lo juro por Dios y por el Fran –dijo y se besó los dedos pulgar e índice cruzados formando una cruz. Total, no había nadie que lo reconviniera por jurar. El reverendo hacía rato que se había ido a dormir al abrigo, bajo el techo de su templo. La mamá de Braian se tapó la boca con las dos manos y decía que no con la cabeza. Matías acaricia una vez más al animal y se pone de pie. Duque aúlla. Es un lamento agudo que hace sentir el frío de la mañana en la garganta y ahoga el ruido de lluvia sobre las chapas. Cuando ve el arma, el perro baja la cabeza como quien acepta un justo castigo. Los de afuera esperan que Matías cumpla su promesa. Están impacientes, en cualquier momento entrarán sin más para cargarse al perro y él lo sabe. –Hay que apurarse, Duque, aunque nos joda. Se agacha un poco, lo abraza, se deja lamer las manos unos segundos. Con la mano derecha untada de saliva caliente, se persigna; la izquierda coloca el revólver entre los ojos dóciles del animal y, sin mirar, dispara. Afuera resuenan los gritos. Dan voces de venganza y de alegría, aunque para Matías suenen iguales. El perro cayó seco a tierra. Un hilo de sangre caliente le roza los pies descalzos. Que no me vean llorar, piensa, que no me vean. Se sorbe los mocos. Oye la lluvia contra las chapas del techo y a los de afuera que se dispersan, chapoteando en el barro. Braian y la mamá son los únicos que todavía están afuera de la casilla. Alcanza a oír sus voces: –Abrinos, che –le gritan.

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Se sienta junto a Duque. Vuelve a persignarse con la derecha. La mano está seca: no le queda ni la saliva del perro. Se muerde el labio inferior para evitar el llanto y hace girar el tambor del revólver. Se suceden las balas y los agujeros vacíos del cargador hasta que la velocidad los confunde, dibujando una circunferencia de metal igual a la de su boca. –Abrime, Mati –insiste Braian. Intenta forzar la puerta, pero Matías sigue jugando con el arma sin preocuparse: le puso la tranca hace unas horas. –¿Querés salir de ahí, che vo’? –La voz de Braian suplica. Matías detiene el tambor. Cuenta las balas restantes: son tres, la mitad exacta de las que admite el cargador. Le susurra algo al perro muerto que aún sangra, carga el revólver, y se persigna por tercera vez. Tomado de: Correa Fiz, Valeria (2016) La condición animal. Páginas de Espuma: España.

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EDGARDO COZARINSKY Argentina, 1939

© Alejandro Guyot

Nací en Buenos Aires. Viví unos 30 años en París. Hace más de diez que he vuelto a la ciudad donde nací. Soy nómada por temperamento, y rara vez paso más de tres meses sin viajar. Pasé muchas tardes de mi adolescencia en cines de barrio viendo viejas películas de Hollywood, mucho antes de conocer a Bergman y a Tarkovski. El filme noir me inició en el mundo de los adultos. A los quince años descubrí La metamorfosis y La muerte y la brújula, Kafka y Borges. Creo que moldearon mi vida imaginaria. Más tarde la enriquecieron Joseph Conrad y Dostoievski. Me han dicho que soy mitad monje y mitad soldado. Cuando escribo me gusta estar solo para escuchar esa voz interior que el barullo de la vida pública me impide oír. Por otro lado, hice cine porque me gusta también estar rodeado de gente y pelear por vencer los obstáculos que ese trabajo enfrenta. Mi primer libro fue tardío: Vudú urbano. (Cancelo dos anteriores que no corresponden a lo que quise ser, a lo que quiero ser). Estuve muchos años distraído en ocupaciones que postergaron mi verdadera vocación. Necesité una enfermedad que pusiera en peligro mi vida para lanzarme, a los 60 años, a escribir y publicar sin pausa, encarnizadamente. (Esta última palabra me la dijo Juan Goytisolo). Leer y escribir, el culto de la amistad, ocupan mis días. 18

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Credo Confieso que no tengo credo alguno. Diría que la única exigencia del autor de un cuento es producir una intensidad que permanece en la memoria, en el afecto, en la inquietud del lector. Los cuentos de Arreola y los de Silvina Ocampo, lejanos entre sí, cumplen con ese requisito. En mi juventud creí que había reglas para la composición de un cuento, algo así como lo que en los Estados Unidos impartían en los cursos de creative writing. El final inesperado, el impacto de la conclusión, estas nociones se evaporaron definitivamente de mi credulidad cuando descubrí a Chéjov. Recuerdo la revelación del final abierto de La dama del perrito, el anuncio de un futuro difícil para sus personajes, un futuro de incertidumbre en el que en ese momento están dando los primeros pasos. Hoy escribo a partir de una imagen entrevista, de una pregunta que me hago, de una frase oída o leída. Avanzo llevado por las palabras que me sugieren desarrollos, situaciones, conflictos. Así como el guijarro arrojado a un estanque va describiendo círculos concéntricos cada vez mayores. En algún momento entenderé que tengo entre manos un material que exige un desarrollo narrativo, o que me pide en cambio un corte que lo potencie. Sólo entonces sabré que allí hay un cuento, o el esbozo de una novela.

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“La segunda vez” Absortas o ausentes, suspendidas entre impaciencia y fatiga, las expresiones en las caras de los pasajeros del metro nunca habían dejado de interesarle. (Seguía pensando “metro” en vez de “subte” quince años después de haber vuelto de Madrid). Que fijasen la mirada en las puntas de sus zapatos o en el itinerario impreso encima de las puertas, que la posasen sobre un libro o la dejasen errar en el espacio sin hallar objeto para su atención, en esas caras él leía un intervalo, una pausa involuntaria en la puesta en escena de sí mismos a las que esos pasajeros estaban condenados. Entre el punto de partida y el de llegada del trayecto subterráneo, bajo una luz polvorienta e indiferente, se hallaban momentáneamente libres de jefes y clientes, de cónyuges e hijos. Aun su ropa, el peinado o el maquillaje, marcas de identidad social, parecían abandonados sobre sus cuerpos, en espera del llamado que habría de devolverlos a un escenario perentorio. En ese limbo, él se sentía un observador impune, como ante pacientes sobre quienes la anestesia aun no ha perdido su efecto, intruso sigiloso en una morgue... El castigo de ese rapto de vanidad no tardó en llegar: en unos ojos oscuros, demasiado pintados, en un atisbo de sonrisa irónica, descubrió que su mirada era objeto de otra mirada, y esa mirada lo relegaba al anónimo pasaje del que, entre dos estaciones de la línea Constitución-Retiro, él se había sentido superior. La mujer era de edad indefinida o, como sabe decirlo una frase piadosa, no tenía edad. El maquillaje pesado se limitaba a los ojos y, si se quiere, al rojo fuerte de los labios; su palidez, el pelo teñido con descuido de un negro inconvincente no indicaban coquetería alguna. Había en ella, en cambio, cierto curioso énfasis teatral, como destinado a un espectador distante. La mirada, que seguía clavada en él, le pareció de pronto no menos irónica que la sonrisa esbozada. ¿Acaso esa mujer lo conocía y esperaba que él la reconociera? Ella lo había seguido desde la mañana sin hallar una ocasión que le pareciera propicia para manifestarse. A las nueve él había dejado el departamento de Olivos para tomar el tren hacia Retiro; en el centro había hecho trámites en un banco y una oficina pública; su almuerzo había sido un sándwich y una cerveza en un café de la calle Reconquista antes de dirigirse a Constitución para tomar un tren hacia Lomas de Zamora; allí había pasado casi dos horas discutiendo, negociando en una agencia inmobiliaria antes de tomar el tren de vuelta hacia Constitución.

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Ese ir y venir no podía sorprenderla. Hacía años, lo sabía, que él había ido aceptando una existencia práctica, previsible, muy lejos de los sueños que en otro tiempo habían creído compartir. De lejos, ignorada por él, ella lo había visto perder gradualmente el tono impetuoso de la voz, el destello entusiasta en la mirada, la sonrisa franca. Ella ya estaba en el vagón cuando él subió. Primero la vio distraídamente, luego notó el pelo renegrido, el rojo demasiado intenso del lápiz labial, la mirada fija en él, como a la espera de un reconocimiento que tardaba en llegar. “Se le parece tanto” pensó; también: “Quién sabe cómo estaría hoy, con veinte años más y tantas cosas que pasaron...” En la estación San Juan subió mucha gente y durante un momento la mujer quedó oculta por tantas expresiones anónimas de fatiga e impaciencia. Cuando volvió a verla parecía estar mirándolo con la misma concentración ausente, sin curiosidad ni reconocimiento. Varias personas que tenía delante bajaron en Independencia y pudo acercársele. Una leve sonrisa volvió a los labios de la mujer. En ese momento, contra toda razón, supo que era ella. -No me mirés tan asombrado. Ni que me hubieses creído muerta... Se rió, con la misma espontaneidad que él recordaba de tantos años atrás. Como entonces, se sintió obligado a dar explicaciones. -No soy tan vanidoso. Porque yo no vea a alguien durante años no por eso voy a pensar que ha muerto... Pero me impresiona que el tiempo no haya pasado para vos: tenés en los ojos el brillo de siempre. Yo, en cambio... -Te hubiese reconocido. Qué sé yo, hasta en el subte de Estocolmo te hubiese reconocido. - ¿Dónde estuviste todos estos años? No me digas que en Buenos Aires... - ¡Dónde no estuve! Estuve viajando. Mucho. Quedaron callados. La sorpresa del reencuentro se había agotado en preguntas generales y ahora descubrían la ausencia de una trama compartida que pudiese alimentar el diálogo. Él observó sin mucho interés a la sanjuanina llorosa que subió, como siempre, en Avenida de Mayo; llevaba un cartel colgado del cuello: con letra laboriosa y ortografía errática la declaraba refugiada de Kosovo, el marido y tres hijos masacrados por el terror serbio. En Diagonal Norte bajaron mujeres con los brazos cargados de flores y subieron otros

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mendigos: el hombre del muñón en el brazo derecho y el de la lengua cortada, exhibida con un gruñido triunfal. - ¿Hace mucho que estás en Buenos Aires? ¿Pensás quedarte? - preguntó él, mecánicamente. -Yo siempre estuve aquí. Fuiste vos el que se fue. Él insistió, más irritado porque ella se contradecía que ansioso por la respuesta. -No entiendo cómo no me enteré, por qué nunca nos encontramos. -Tal vez porque nunca pensaste en mí... Ahora ella sonreía francamente. “Es increíble la vanidad de las mujeres” pensó él, como tantas otras veces en su vida. Esta idea y otros recuerdos lo distrajeron brevemente. Cuando llegaron a San Martín se dio cuenta de que ella estaba hablando, casi con nostalgia. -Siempre me acuerdo de ese cuento maravilloso que una vez me contaste. El del chico que al atardecer recoge en la playa una moneda de muy poco valor, juega un rato con ella y luego la tira en la arena. Poco más tarde, en la última luz del día, ve surgir del mar una ciudad. Su arquitectura le parece fantástica, le recuerda las ilustraciones de los cuentos de hadas. Se interna por calles bordeadas de negocios; ante las puertas lo asedian mercaderes impacientes, le ofrecen sedas bordadas en plata y oro, joyas, reliquias, todo por una moneda, aun la más ínfima. Uno de ellos le explica que esa ciudad, la más rica de su tiempo, fue castigada por la codicia de sus habitantes, condenada a hundirse con sus tesoros y a resurgir del mar una vez cada cien años para ofrecer esos tesoros por una moneda. Sólo cuando alguien los compre podrán descansar en paz. El chico busca en su bolsillo la moneda, recuerda que la arrojó en la arena, que despreció su valor. Verá desaparecer en el mar esa metrópolis fabulosa y sabe que estará muerto cuando resurja. “Me confunde con otro” pensó él; también: “Si no la he visto todos estos años es porque debe haber estado encerrada en un loquero”. Subían las escaleras hacia la estación de tren en Retiro cuando halló una excusa que le pareció verosímil. -Llamame, estoy en la guía. Ahora tengo que alcanzar un tren. ¡Hasta pronto!

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Echó a correr en medio de la multitud. Sin detenerse, se volvió para agitar una mano hacia ella: estaba mirándolo, siempre con esa sonrisa apenas esbozada, que iba a quedar en su memoria: una polaroid de esta nueva separación, que lo acompañaría durante todo el viaje hasta llegar a su casa. Es esa imagen la que lo distraerá horas más tarde, poco antes de medianoche, la que le hará interrumpir la lectura tardía de un diario que dentro de minutos será de ayer, lleno de presuntas noticias que pronto serán de anteayer. Se asomará a la ventana y no verá la quieta calle y sus follajes silenciosos sino un rostro pálido, el pelo tan negro, la boca muy roja. Saldrá a caminar, confiando en que la tibia noche de primavera disipe su inquietud. Se detendrá de pronto al recordar o comprender algo: “Yo nunca le conté esa historia, nunca le hablé de Nils Holgersson. Estoy seguro. Ella no podía saber cuánto me impresionó de chico.” Inmediatamente recordará haber leído, no recuerda dónde, que en Santiago del Estero, o en el Chaco, creen que en el día de los muertos éstos pueden volver a la tierra por veinticuatro horas para buscar a sus seres queridos e intentar llevárselos al otro mundo. El reloj de la pequeña estación suburbana marcará las 23.56, pero todos saben que casi nunca funciona, y cuando lo hace es entre atrasos, apuros y síncopes. Él verá del otro lado de las vías la luz de un bar abierto y se prometerá una ginebra, siempre eficaz en momentos difíciles. No oirá llegar el tren de las 23:58 y la sorpresa del impacto borrará toda sensación de dolor. La imagen de un rostro de mujer, fiel, tenaz, tal vez enamorada, volverá durante... ¿un segundo? Pero ni los cronómetros más sutiles saben medir lo que ya está fuera del tiempo. Cozarinsky, Edgardo. (2017) En el último trago nos vamos. Argentina: Editorial Tusquets

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AFONSO CRUZ ©Paulo Sousa Coelho

Portugal, 1971

Me llamo Afonso Cruz, tengo 47 años, nací junto al mar y vivo en el campo. Soy escritor, ilustrador y músico (desafino en una banda llamada The Soaked Lamb). Como no tengo nada que hacer, desde mi estreno en 2008 he escrito y publicado más de veinte libros: romances, novelas, no ficción, teatro, infantil y juvenil. Algunos de estos libros forman parte de una enciclopedia ficticia (una enciclopedia de la historia universal, donde todo es inventado, desde los autores citados, a las obras y la bibliografía), cuyos volúmenes se publican con una frecuencia más o menos regular, habiéndose lanzado el séptimo tomo en 2018. Mi intento fue el de ser breve. De hecho, esta enciclopedia, a pesar de contener algunos textos tan extensos como novelas, está poblada sobre todo por pequeños organismos: cuentos, microcuentos, aforismos. He recibido varios premios (entre ellos el Gran Premio de Cuento de la Asociación Portuguesa de Escritores) por mis libros, que se publican en varios países.

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Credo cuentístico 1. Creo en un principio, un medio y un fin, exactamente como Godard planteó la cuestión: todas las historias necesitan tener principio, medio y fin, pero no necesariamente en ese orden. 2. Creo en los lanzadores de cuchillos. Borges dijo erróneamente que el Corán no mencionaba a los camellos, pues son tan omnipresentes que sería perfectamente redundante hablar de ellos. El Corán habla de camellos, pero la justificación me parece buena. En la Ilíada nunca se describe la belleza de Helena. Probablemente por el motivo que Borges menciona. La belleza de Helena se construye por la ausencia. Sabemos que era tan grande que provocó una guerra y eso es más poderoso que limitar la belleza a una descripción detallada. Así, cada uno se imagina a su Helena, de acuerdo con su propio canon estético. Como diría Mrozek: para imaginar la violencia de la tempestad, basta mencionar lo enorme que era mi miedo. Erri de Luca comparó a los escritores con los lanzadores de cuchillos. Estos nunca le dan al blanco, o la mujer atada a la rueda, pero van, eso sí, delineando a través del error, del hecho de que aciertan del lado, y poco a poco van sugiriendo una forma, una silueta. Esta sutileza es una forma de evitar la obscenidad, la ofuscación. Fue lo que hizo Homero, que compuso la belleza de una mujer sin acertarle con ningún cuchillo. 3. Dicen que para escribir basta haber tenido una infancia. Yo trato de tener infancias cuando escribo, porque una idea es una infancia que nos sucede: es un momento en que la realidad muestra una nueva perspectiva bajo una luz diferente, un mundo nuevo todavía intocado por la conciencia, por los sentidos. De repente nos sucede una mirada ingenua, inocente, y miramos al mundo con el asombro que nunca debíamos dejar de tener. Es decir, celebrar la imaginación porque la realidad es un lugar común. 4. Libertad: debemos soltar a nuestros personajes, incluso a los más peligrosos, incluso de noche. Y al día siguiente, al despertar, maravillarnos con todos los daños que causaron en la noche. Los propios textos sólo encuentran su plenitud después de que salen de casa y encuentran nuevos espacios para vivir. La oreja más famosa del mundo le perteneció a Van Gogh, pero sólo se hizo célebre después de volverse independiente. Lo que se escribe también. Es a partir del momento en que no nos pertenece que puede efectivamente puede ser algo. Dijo Malgorzata Zajac: Espero que todas las casas puedan ser aire libre. Yo espero lo mismo de las historias. 5. Concluyendo, las reglas anteriores son como todas las reglas y en un momento dado se parecen a las glorietas: hay que darles la vuelta.

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“A Queda de um Anjo” 7.º La luz es intensa aquí en el séptimo círculo. Me pongo el sombrero de pajilla con alas, con un listón negro, que me dieron a la entrada. Ahora veo mejor el paisaje, las tumbonas, los ángeles, a Dios, a los demás habitantes de la Eternidad. Nunca me imaginé que hubiera tumbonas en el Paraíso, un mueble tan amigo de uno de los pecados mortales. Me tapo los ojos por la luz. Es demasiada, es mucha luz, y debería haber un botón para disminuirla, para que diera penumbra, como cuando bajo las persianas en las tardes de agosto. Me imaginaba el Paraíso con persianas. Espero que haya una noche para aliviar este día tan luminoso. Las rejas parecen seguras, pintadas de azul, que quedan bien con el cielo. Pero tengo que reclamar. ¿Dónde está mi marido? Surge un ángel frente a mí, todo vestido de blanco. Casi yergo la mano para tocarle la cara, tan joven, tan bonito, tan lleno de luz. En vez de eso, me sale una pregunta seca: ¿dónde está mi marido? El ángel se queda sin saber qué decir. Le digo que no me interesa que puedan haber pensado que mi esposo no era una buena persona, que él no era persona de irse al Cielo. La verdad es que, si yo me voy al Paraíso, si me lo merezco, tengo que tener a mi marido conmigo. ¿Qué diablos es ésto de que nos pasemos una eternidad separados de las personas que amamos? El ángel me dice que me calme, pero no puedo aceptar una cosa así. Tienen mucha luz, pero se olvidan de los que amamos. Mi marido puede que sea malo, pero si amamos a personas así, ¿qué podemos hacer? ¿Vivir eternamente sin ellas? ¿Qué porquería de paraíso es éste? El ángel se encoge de hombros. Nunca pensé que los ángeles los encogieran, es más, nunca pensé que tuvieran hombros. Las camas blancas se suceden. La blancura me agrada, es señal de higiene. Hay un hombre que me mira y que tiene bigote. Esta es otra cosa que no me esperaba encontrar. ¿Para qué estos pelos? ¿Será que hay que cortarlos o se quedan siempre del mismo tamaño? Es difícil decir. Me parece que todavía no ha pasado un día, pero ¿quién puede garantizar tal cosa? El tiempo debe pasar de forma diferente por aquí. Tal vez hasta haya pasado ya una eternidad. El tiempo es muy relativo y sé muy bien lo que eso es. Tuve un tío que cuando abría la boca para hablar, parecía que nunca más se iba a callar, parecía una eternidad. Hay una jarra sobre la mesa y varios ángeles. Les digo que si mi marido no está aquí, que si no es lo suficientemente bueno para estar aquí, entonces yo prefiero irme al Infierno. Por lo menos estaremos juntos. Me tratan de disuadir, pero no voy a desistir. Me agarran y me llevan a un cuarto. Me sientan en la cama y me hablan con voz dulce. Hacen que me acueste, me traen un vaso de agua y yo, después de algunos ​​minutos, siento ganas de dormir. Me despierto en la noche (a fin de

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cuentas, hay noches en el Paraíso) y trato de prender una lámpara, pero sólo emite oscuridad. Tengo que llegar al Infierno, pienso, tengo que llegar al Infierno. 6.º Estoy en el sexto círculo e inicio mi viaje hacia el Infierno. Empiezo a acordarme de cosas, recuerdos, idas a la playa. Cómo me gustaba ir a la playa, la arena, el sol derretiéndome el cuerpo. A mi marido no le gustaba. Se quedaba acostado en la toalla bebiendo cerveza y leyendo el periódico deportivo, mientras yo caminaba hasta el borde del agua. Entonces - porque nunca aprendí a nadar, lo único que sabía era chapotear - me sumergía, me sentaba en la arena, para que las olas me mojaran el pecho, la cara, el pelo. Después me levantaba y veía todo desenfocado, me frotaba los ojos con las manos, me quedaban ardiendo y llenos de arena, y me volteaba a ver si mi marido me estaba mirando. Parecía que nunca lo hacía, pero nunca tuve la seguridad, porque a pesar de que, cuando me volteaba, él estaba siempre mirando hacia otro lado, nada me asegura que cuando yo estaba de espaldas, en el agua, él no me estaba mirando. Es más, estoy segura de que me estaba mirando. Probablemente disimulaba por vergüenza. Me acuerdo que los dedos se me quedaban todos arrugados de tanto estar dentro de agua, parecían ciruelas pasas, y me gustaba enseñárselos a mi marido. Corría hacia él con las manos estiradas y le enseñaba la pulpa de los dedos, todos rugosos. Mi marido se encogía de hombros y me decía que lo dejara en paz. Tenía razón, pues siempre fui muy infantil. No es fácil ser una niña tan vieja como yo. Muchas veces quiero bailar y mis piernas sólo tiemblan, no concuerdan con lo que quiero y eso me deja triste. Insulto a mis piernas y les digo que ya están viejas y ya no saben vivir la vida, por eso, para enseñarles cómo se puede ser feliz, bailo realmente, pero sin mover las piernas, sólo balanceando los brazos. Y cuando se cansan, bailo sólo con la imaginación y entonces doy saltos muy grandes y en esos momentos nadie me regaña, ni siquiera mi marido que sigue leyendo el periódico deportivo. 5.º Tengo comezón en la espalda. Qué cosa extraña, pues… ¿cómo se rasca uno la espalda? En el Paraíso no debería haber espaldas si no podemos llegar a ellas con las manos. Empiezo a tener demasiadas quejas. Que el mundo no sea perfecto se entiende, pero un Paraíso así, es inaceptable. Tal vez le debieraa pedir a los ángeles que me rasquen la espalda, pero no veo a ninguno. Dicen que los ángeles no tienen espalda, lo que tiene todo sentido. Talvez yo tampoco tengo y la comezón que siento es como la de aquellos sujetos amputados, soldados y eso, que siguen sintiendo dolor en la pierna que les serraron para impedir que la gangrena se extienda. Es un Infierno muy grande tener comezón en una zona del cuerpo que ya no tenemos. Es lo mismo que ir de compras sin llevar la cartera. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2018

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Pues sí, estoy segura de que no tengo espalda. Si alguien se me acercara y me tocara, no me tocaría en el cuerpo, sino en el alma. Si me dieran una palmadita en el hombro, me tocarían en el corazón. Todo es profundo, no hay cosas superficiales como escaparates y centros comerciales. Cuando intento rascarme la garganta, empiezo a rascar las palabras y la voz se me queda ronca. Mis pies están arrugados. Debe ser sólo una impresión. Como si me hubiera quedado mucho tiempo en la tina, como cuando iba a la playa y mi marido fingía no verme. Tengo siempre mucho miedo de salir de la tina, resbalarme y partirme la cabeza del fémur y tener que quedarme acostada en una cama recuperándome, y tener que quedarme muchos meses así, sin poder estornudar, porque el hueso no se recupería. Y yo que soy alérgica, especialmente en la primavera. Los pólenes me irritan la nariz. Qué cosa: por culpa de las flores no voy a poder recuperar el hueso de la pierna. Ni modo, tampoco me va a hacer falta, debe haber forma de andar volando. Tenía un amigo que decía que viajaba con la imaginación. Mi imaginación está un poco vieja, como si se hubiera quedado demasiado tiempo en la tina, pero creo que todavía me va a servir para viajes cortos, para volar de un pensamiento a otro. Sí, la cabeza funciona bien. Paso por lugares de mi pasado con mucha rapidez, como si corriera en un campo verde. Veo a mi gato Van Gogh, que es muy peludo, y yo que soy alérgica a los animales, no es sólo a los pólenes, y por eso no lo toco, pero lo acaricio con los ojos, lo cual tiene el mismo efecto que acariciarlo con las manos, y él ronronea y siente mi mirada como si fueran mis dedos. Quiero mucho a Van Gogh, que es un gato con las piernas cortas y la cola larga. No tiene una oreja por culpa de un perro. Caza ratones y palomas y a veces el balcón se llena de plumas y de animales muertos. Es muy buen cazador y yo se lo digo, porque es muy triste cuando hacemos algo bien y nadie se fija. Siempre fui buena para recortar palabras, pero mi madre y mi padre nunca se fijaron en eso, y decían que tenía que aprender a cocinar y a ser esposa y a ser servicial. Fue lo que hice, pero era mejor con las palabras de lo que era siendo esposa o friendo huevos estrellados. Casi nuna salían de la sartén con la yema entera. A veces mi marido me pedía huevos estrellados y yo le preparaba arroz con chícharos. Él se enojaba, pero era mejor ésto a que se reventara la yema. 4.º La primera vez que hice el amor con mi marido fue en una caravana usada que había comprado, toda blanca con gaviotas azules. No eran gaviotas verdaderas, eran calcomanías y no volaban, a pesar de que tenían las alas abiertas. La caravana tenía una mesa que hacía de sala y telas azules y rojas. Mi marido que

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cuando compró la caravana con gaviotas azules todavía no era mi marido me dio una cachetada porque yo no quise hacerle unas cosas con la boca. Y me la merecí, yo era muy tonta, era como una niña y él era una persona muy sabia y con mucha experiencia que se había embarcado y había visto el mundo. Me hice mucho más mujer después de aquella tarde. Soñé con flores que habían sido usadas en cabellos de bailarinas y con vestidos largos por estrenar. Soñé con muchachas descalzas que corrían hacia dentro de ellas mismas y desaparecían para siempre. En ese tiempo yo soñaba muchas cosas y en mis sueños siempre había animales corriendo entre las flores como si fueran abejas, y había sastres que morían de fiebre amarilla, y había arquitectos de pirámides egipcias que se construían con piedra jabón. Una vez me vestí de blanco, como la caravana, y acabé ensuciando el vestido, porque el blanco atrae muchas manchas. Fue el día que me casé. El blanco también atrae maridos y las manchas son como los pájaros, vuelan a nuestro alrededor y posan sobre la ropa lavada. Estoy bajando rápidamente al Infierno. Puedo sentir el calor llenándome las mejillas y toda la cara. Antes sabía cómo ver las horas sin ver el reloj y nunca fallaba por más de uno o dos minutos. 3.º Mi marido fue un hombre que en cierto momento de su vida empezó a juntar años. En vez de vivirlos, los juntaba. Vivió mucho tiempo, pero sin tener noción de ello. Mi marido ya estaba tan viejo que ya no envejecía, sólo se pudría. Yo lo quería mucho y no soy capaz de vivir eternamente sin tenerlo a mi lado eternamente. Los dibujos se recortan con tijeras. El alma se recorta con palabras. Yo siempre hice eso muy bien, es como cortarse las uñas. Siempre he sido muy buena para eso. Hay personas que saben jugar al burro castigado muy bien y otras que saben remover el café con las dos manos - a veces con la izquierda, otras veces con la derecha - y otras que saben hacer cuentas y bailar al mismo tiempo. Yo soy buena recortando palabras. Cada uno es bueno para lo que nace y yo con las palabras es como cortar uñas, bien pegaditas a la carne. Cuando era joven usaba sandalias y las uñas pintadas. Cuando somos jóvenes somos eternos y, en vez de envejecer, crecemos. Sólo después empezamos a envejecer, en vez de crecer. Entonces dejamos de durar para siempre y empezamos a ser abuelos y a apreciar las flores y a caminar muy despacio y a tener dificultad en doblar la espalda. Lo que es una lástima, porque como nos gustan más las flores, tendemos muchas veces a cortarlas y

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ponerlas en jarrones con agua sobre la cómoda y en la mesa de la sala. Queda todo perfumado, todo florido y lleno de colores. A las visitas les gusta mucho y lo elogian. Yo les agradezco los elogios, pero les digo: pero, mire usted, señora Guzmán, no es nada bueno para la espalda. 2.º El pelo no se les cae solo a los hombres y a los árboles en el otoño, también se les cae a las mujeres, y yo ya no tengo mucho. Últimamente, siempre que me veo al espejo, me puedo ver la curva de la cabeza. Cuando me froto los ojos son muchos siglos de mirar los que estoy frotando. Porque una persona no tiene sólo su pasado, tiene también los pasados de todos sus familiares, de sus amigos, de las historias que leyó o que oyó. ¿Verdad? Cuando nos frotamos los ojos, frotamos muchos siglos. Un día mi marido se despertó sin poder pronunciar las palabras, sólo le salía la señal de ocupado del teléfono. Abría la boca y le salía un sonido de máquina. Le di un beso y se le pasó, pero fue todo muy raro y cuando lo extrañaba, cuando se iba por muchos días, levantaba yo la bocina y esperaba hasta oír la señal de ocupado. Yo siempre le decía a mi marido que mis palabras quedaban pegadas a la carne. Le decía que era como cortar uñas. A veces apuntaba algunas palabras que veía a mi alrededor. Él se enojaba mucho cuando hacía eso. Es que siempre pude ver y oír ciertas palabras que se quedan en las salas y en los cuartos de las casas. Entro en cualquier cuarto y oigo palabras antiguas que fueron pronunciadas hace un año o hace una semana o hace menos tiempo. Hay palabras que se dicen que jamás se borran. 1.º Cuando era joven pensaba que tenía que sustituir los fines por segundas oportunidades para no tener muchas cosas que enterrar. Después, cuando envejecí, pensé que tal vez debía pasar más tiempo enterrando cosas. Funciona con las dalias y con las margaritas. Enterramos semillas y ellas crecen hacia el sol. Los cuerpos sin luz tienen ganas de exhibirse y de crecer hacia el cielo como si subieran escaleras. Enterramos cosas y crecen, aparecen, engordan, enverdecen. Es un buen ejercicio y fue algo que hice muchas veces: enterrarme en el jardín. Mi esposo aborrecía que lo hiciera, pero a mí me daba ganas de vivir y yo salía de la tierra como las dalias y las margaritas, llena de pétalos y llena de colores. Me metía de negro y blanco y salía como si fuera felicidad.

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Después me pasaba mucho tiempo lavando la ropa y unas tres veces se me pegaron las garrapatas. Las tuve que quitar con un periódico en llamas y yo que detesto quemar las noticias. Dicen que no sirven de nada, pero yo siento que son importantes y nos informan que nuestra vida siempre está caminando hacia el abismo y que no podemos hacer nada sino seguir votando por las personas equivocadas, que dizque para eso sirve la democracia, según entiendo. Estoy toda desnuda y me siento más joven. La proximidad al Infierno tiene efectos benéficos en la piel. Oigo el ruido de los automóviles y eso nos dice algo sobre ... Nota final – o P/B. Mi prima, Ema de Jesús, se arrojó desde la ventana del asilo Paraíso - que ocupaba el séptimo piso de un edificio del centro - a donde se había mudado recientemente, tras la muerte de su marido. Todos sentimos algún alivio cuando murió después de una enfermedad prolongada. Es un sentimiento triste, pero no hay que ser hipócritas con eso. Siempre escuché que el tiempo es muy relativo. Me acuerdo de un tío que, cuando abría la boca, parecía que nunca se iba a callar, eran discursos que parecía que duraban eternidades, y entonces espero que la caída de mi prima le haya permitido, como he oído decir que sucede en estas ocasiones, repasar su vida entera en segundos, como si la estuviera viviendo de nuevo. O al menos recordar algunas de las cosas que más quizo. Creo que ochenta y dos años caben perfectamente dentro de una caída de siete pisos.

El asilo Paraíso ha sido objeto de un proceso judicial.

Cruz, Afonso, et al. (2016) Guia Ver e Ler Lisboa. Portugal: EGEAC. (Traducción por Linguaemundi)

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©Paco de Santiago

ELPIDIA GARCÍA México, 1959

Nací en un rancho del Estado de Chihuahua. No había cumplido el año cuando me trajeron a Ciudad Juárez. Desde entonces, vivo aquí, en este lugar de ventoleras, remolinos y cerros grises. En esta frontera de gente trabajadora, noble y tan cálida como sus veranos. De niña, viví cerca del cementerio, ese fue mi patio de juegos. A los 15 años, trabajar en la maquila era la opción para salir de la miseria. Trabajé hasta los 45, cuando la empresa quebró, y luego empecé a escribir, cuando pude salir de las cuatro paredes de las fábricas. Los cuentos de mi primer libro Ellos saben si soy o no soy trascurren en ese ambiente maquilero, tratan de los avatares de la gente con salarios exiguos. Mi segundo libro, Polvareda, comprende cuentos sobre la maquila y algunos otros temas, policiacos, alguno fantástico. Los talleres, la lectura, la autodidaxia y el cine, me han formado como narradora. He publicado en diversas antologías y revistas impresas y digitales, obtuve becas y premios para publicar mis libros. Pertenezco al Colectivo de narradores y poetas juarenses Zurdo Mendieta. Mi último libro, ganador del Premio Bellas Artes de cuento Amparo Dávila 2018, se titula El hombre que mató a Dedos Fríos.

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Diez reflexiones desordenadas sobre el cuento Siete. Escribo cuentos sobre historias que me duelen o me afectan. Entre más genuino mi sentimiento al escribirlos, mejor transmito esa emoción a mis lectores. Dos. Voy a la caza de historias, no espero que vengan a mí. Me apropio de ellas y las aderezo con mi manera de contarlas. Hablo con las mujeres de la limpieza, entrevisto a las chicas de la estética, pido a los viejos que me cuenten sus experiencias. Cinco. Mi motivación para escribir casi siempre es sacar algo incómodo en mi interior, algo que es necesario exponer a la luz. Las ideas de mis cuentos me rondaron y molestaron durante un tiempo. Hasta que pude escribirlas me dejaron en paz. Ocho. Escribo principalmente sobre lo que conozco. Mi primer libro de cuentos es sobre trabajadores de la maquiladora, donde trabajé más de tres décadas. Me inclino por reivindicar a los indigentes, los inmigrantes, los indígenas, los obreros, y las víctimas de las violencias. Ello no impide que también escriba sobre brujas, hadas y fantasmas. Uno. En ocasiones recurro a la mitología, la historia o a los cuentos clásicos para encontrar la forma de narrar. Investigar sobre los personajes es fundamental para un buen cuento. Seis. Escribir un buen cuento es para un escritor lo que para un arquero: acertar en el centro de la diana. Hay que apuntar con gran concentración y tensar bien el arco para dar en ese pequeño punto central. Quizá después de tirar mil veces y errar, lo logre. Mi objetivo es que mis cuentos se conviertan en flecha y enamoren a los lectores. Tres. Sin buena lectura no hay buena escritura. Leer como una experiencia íntima y decisiva. Leo de forma que aprovecho al máximo las destrezas de la lectura, no solo para conocer, sino para aprehender y aprender de los y las mejores cuentistas. Del cine, las series y el autoestudio también se aprenden técnicas narrativas. Nueve. El cuento es un milagro, una maravilla que raras veces se alcanza, pero eso no me desanima, al contrario, disfruto del viaje que me lleva hasta ese destino prodigioso. Una buena historia y un final que revele algo escondido, personajes bien construidos y atmósferas adecuadas, son clave para llegar al final del camino amarillo. Cuatro. Ser escritor requiere convicción y obsesión. Escribir es producir con constancia y disciplina las ficciones de la imaginación, si se quiere llegar a ser buen cuentista o novelista. Conlleva aislamiento y soledad, envidias, críticas y más trabajo, aunque también tiene sus placeres. Diez. Aprendo de los maestros escritores que ya tienen un largo camino recorrido en la literatura. Asisto a sus talleres, encuentros y presentaciones, los leo. Si quiero escribir bien, hay que empaparse del cuento, vivir del cuento. Nunca terminaré de aprender, corregir, volver a empezar.

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“El hombre que mató a Dedos Fríos” Dedos Fríos salió como un rayo de Las Cumbres con el gesto retorcido de coraje. Llevaba algunas copas de más y la mano preparada a un lado de su arma: su letal Colt .38 con cacha de marfil. No era su favorita: la Matraca calibre .41, que lo acompañó hasta que el ayudante del sheriff Will Ten Eyck se la decomisara tres años antes en el bar Gema, pero mataba igual. Echó a andar por media calle en dirección del hombre que alcanzaba a divisar a poco más de un centenar de metros: el abogado y mano derecha del hombre de la estrella de hojalata, John Selman Jr. Al verlo en ese talante y tan decidido, los hombres a caballo y las diligencias se detuvieron; los pasajeros se asomaron, inquietos, por las ventanillas. En lugar de esconderse por si había balacera, la gente de a pie lo siguió. De su cartera, un hombre extrajo un as de espadas con cuatro agujeros de bala firmado por el famoso tirador, para presumirlo a los demás. El único ruido: sus espuelas como crujidos de pisadas sobre vidrios rotos. Antes de salir de la cantina, Dedos Fríos supo que Selman junior, había enchironado a su amante MʼRose, la viuda prostituta que calentó su cama después de muerta Jane, su amada esposa, por blandir una pistola de la que salió un errático tiro cuando estaba ebria. La figura recortada de John Wesley Hardin, alias Dedos Fríos, en la polvorienta calle, presagiaba la muerte. Con el sombrero cubriéndole la cara y las piernas cruzadas, el abogado sesteaba en una banca bajo la sombra del toldo de madera de su oficina. Cuando llegó hasta él, Dedos Fríos le arrancó el sombrero de un manotazo. — ¡Levántate, hijo de la chingada! — ¡Hey! ¿Qué demonios quieres, Wesley? ¿Buscas bronca? —Respingó. Aunque despertó sobresaltado, el joven esperaba que, tarde o temprano, Dedos Fríos apareciera por allí. —Vengo a exigirte que saques a MʼRose de la cárcel o te atengas a las consecuencias. —Estás borracho. Solo cumplí la ley. Esa puta podía haber matado a alguien. Paga la fianza y saldrá libre. Mientras los hombres discutían, alguien fue a avisar a John Selman padre. Si bien ahora era el sheriff, también había sido un forajido y era hábil con la pistola. Llegó rayando su caballo cuatralbo y desmontó de un salto. — ¡Wesley Hardin! O te largas inmediatamente, o acompañas a tu zorra en chirona. Parece que no tuviste suficiente con los diecisiete años que estuviste preso, pero yo con mucho gusto pongo remedio a eso. ¿Qué piensas? —Mira, Selman, tú y este leguleyo son carroña de la misma especie. Encerraron a MʼRose solo para joderme. —Replicó, casi tocando la gran nariz del vigilante de la ley.

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Lo miró con esa mirada azul y violenta, de rebelde indómito. No era la primera disputa que tenían. Meses atrás, Dedos Fríos lo había acusado falsamente de planear la muerte de un hombre. —Tú no eres más que un asesino de sangre fría. Una vergüenza para nuestro país. Merecías haber terminado en la horca, malnacido. —Acusó Selman. Dedos Fríos no pudo controlar su temperamento irascible y lo empujó por el pecho. Temiendo lo peor, la gente, que sabía de su historial de asesinatos, pero también que había estudiado leyes, teología y matemáticas en la cárcel, observaban a distancia prudente el forcejeo del hombre célebre por el giro de su pistola. Lo miraban con la fascinación de quien mira a un monstruo de dos cabezas en dirección contraria, a la anfisbena mitológica. Por una parte, era un cruel asesino, con habilidad de serpiente para escurrirse de la cárcel y sus enemigos; por la otra, devoto de su esposa y sus hijos, con una fecunda inteligencia que le hizo terminar una carrera y escribir sus memorias. El sol del mediodía de agosto hacía que el polvo se pegara a la piel, y el sudor se volviera pringoso y oscuro. Los dos hombres lucían sucios, sus alientos con olor a whisky se trenzaban. Luego de dar un puñetazo a Selman en respuesta a sus insultos, Dedos Fríos desenfundó su revólver Colt y lo encañonó contra el pecho del guardián de la justicia. En medio del silencio, los testigos, parapetados tras los postes o las carretas, con el Jesús en la boca, pudieron escuchar el clic del martillo, pero el joven abogado se interpuso. — ¡Guarda tu pistola si no quieres terminar en la horca! Dedos Fríos se quedó cavilando sin bajar la pistola. Tenía la cara roja, el pelo rubio enmarañado. Un perro que olió la muerte, ladró. El hombre de la ley se quedó frío, el pavor de morir lo había dejado sin color ni habla. Tras unos segundos que se eternizaron, el pistolero más famoso en todo Texas envainó su revólver, dio media vuelta y se alejó. La gente pudo respirar aliviada y se dispersó. Esa noche, en el bar Las Cumbres de la calle San Antonio, en El Paso, Texas, había pocos clientes. No era por temor a la presencia de John Wesley Hardin, el hombre por el que veinte años atrás, el gobierno de la Unión Americana estuvo dispuesto a pagar cinco mil dólares de recompensa por su captura, vivo o muerto, y que había salido de prisión apenas hacía un año, luego de estar diecisiete bajo la sombra. Después de todo, el que hubiera terminado la carrera de abogado y escrito sus memorias en la cárcel, daba a algunos cierta confianza de que estaba reformado. Aunque iba repartiendo tarjetas de presentación por donde podía, su borrascoso pasado le impidió ejercer la abogacía, por eso ahora se ganaba

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la vida en el juego a los dados y en los concursos de tiro al blanco a los naipes. Cada noche terminaba con los bolsillos repletos sin tener que vaciar el Colt .38 sobre sus enemigos. No, no era por eso que al verlo sentado en una mesa frente a la barra jugando a los dados con Henry Brown, muchos habían regresado a la salida, sino porque sabían de la trifulca que había tenido esa mañana con John Selman, y que le había hecho desenfundar la pistola a causa de MʼRose. —Te ves muy tranquilo —dijo Henry mientras agitaba el cubilete para lanzar de nuevo los dados, mirándolo a los claros ojos azules y un poco rasgados, como de víbora, que le conferían una expresión de sarcasmo — ¿No crees que sería mejor que cruzaras a Ciudad Juárez? Selman puede llegar en cualquier momento y… —Me encontrará donde esté, prefiere matarme a esperar a que yo lo mate a él. Será mejor que lo espere aquí mismo. ¿No será que el que quiere irse eres tú porque estás cansado de perder? —Preguntó con sorna, alisando los bigotes que le enmarcaban el mentón cuadrado. El Colt colgaba en el costado derecho preparado a obedecer sus órdenes. Una cantinera con sus exuberancias medio descubiertas se acercó melindrosa con una botella de whisky. Su perfume barato la envolvía como una nube. —Hola, vaquero. Aquí tienes tu botella, guapo. Oye, John, tengo una curiosidad, ¿es verdad que mataste a seis en Abilene solo por roncar muy fuerte? —Cuentan muchas mentiras sobre mí, honey. Solo he matado a uno por roncar. —Oh, ¡qué malo eres! La cantinera se alejó riendo y contoneándose al ritmo de la música honky tonk que un pianista muerto de cansancio tocaba en la pianola. Sin dejar de mirarle el trasero, Henry Brown retomó la conversación. —Pero John, no querrás acabar otra vez en la penitenciaría. Hay un momento en que hay que parar, ¿no? Selman se quedó muy emputado y seguro que ya está más borracho que una cuba —replicó el amigo de juego y de parrandas. —No, claro que no, pero ya ves lo que dice el dicho. Si la rama nace torcida, será la manera como crezca. Crecí rebelde y así moriré, Henry. He liquidado a un cristiano por cada año de los cuarenta y dos que tengo, ¿qué más da otro? Vamos, lanza. ¿Nada otra vez? ¡Qué mal juego! No das una esta noche, ¿eh? El humo del cigarro de Dedos Fríos ascendió y se mezcló con el de los demás. El olor a orines de macho salía desde el mingitorio para mezclarse con el de los sudores, el alcohol y la ropa de los hombres. El ambiente se volvió pastoso esa noche del 19 de agosto de 1895. El ruido de vasos y botellas, de las charlas, subió

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de volumen, y el whisky ingerido ya dejaba sentir sus efectos en los asiduos de Las Cumbres: unos cuantos mexicanos y tres forasteros. Todos lo conocían y no podían evitar mirarlo con el rabillo del ojo. Era casi la medianoche. Los dados rodaron en la pulida superficie de la mesa y salieron a favor del pistolero cuando la puerta de dos hojas se abrió. Un hombre alto y de barba oscura, con los ojos rojos e hinchados por el alcohol, entró de golpe como torbellino en el desierto, sin previo anuncio. Al mismo tiempo, los clientes voltearon hacia él como si esperaran el fatídico momento. El miedo de estar cerca de la muerte casi cortaba el aire, pero nadie movió un dedo y el tiempo se congeló un instante. Justo cuando Dedos Fríos dijo, con la cabeza de la anfisbena que ríe: “A ver si puedes superar esos cuatro seises, Henry”, levantó la vista y vio a su adversario en el espejo arriba de la barra. En tres zancadas John Selman llegó hasta él. Apenas desenfundaba cuando el sheriff le disparó el revólver Smith and Wesson a traición, por detrás de la cabeza. El tiro le salió por el ojo izquierdo y lo hizo caer. Sin tiempo ni de moverse, Brown quedó salpicado de sangre y sesos. Cuando Dedos Fríos ya estaba en el piso y sin vida, le dio otros tres tiros en la espalda. La segunda cabeza del monstruo había quedado en silencio para siempre. El suelo de Las Cumbres se volvió un espejo rojo. García, Elpidía. (2018) El hombre que mató a Dedos Fríos. México: Editorial Lectorum

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Portugal, 1940

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TEOLINDA GERSÃO

Durante mucho tiempo pensé que se nacía o novelista o cuentista, y que una cosa excluía a la otra. El hecho de que Borges, por ejemplo, no hubiera escrito una sola novela, me pareció suficiente y definitivo. Siempre me identifiqué con la novela, que me permite crear ambientes, desarrollar personajes y desdoblar conflictos. Además de que implica el paso del tiempo –lo que, en mi opinión, es la materia esencial de la literatura. Sin embargo, acabé por escribir textos más cortos, incluyendo cuentos. Me di cuenta de que el cuento tiene dificultades específicas, al igual que la novela. La principal es que, siendo muy breve, tiene que ser fuerte como un tiro y acertarle al blanco. No hay espacio para equivocaciones: o se acierta o se falla. Si se acierta va a quedar en la memoria del lector y lo incita, lo provoca, lo obliga a poner al mundo y a sí mismo en tela de juicio, a cuestionar lo que daba por hecho o seguro. Es verdad que la novela también logra ese objetivo, pero el cuento, por ser tan corto, es una forma privilegiada de llegar al lector. Se puede leer en la parada del camión, en el Metro, en cualquier sala de espera. Exige poco tiempo, lo cual conviene a nuestra era de la velocidad, en que todo se concentra en lo inmediato. A veces me he interrogado acerca de si escribir cuentos sería una concesión a esta forma apresurada de ser y de estar, que no comparto. Pero creo que mis cuentos no son más fáciles de leer que mis novelas, ni transmiten cosas diferentes. Sólo que lo logran hacer de un modo concentrado. Y esto no me parece que sea una concesión, sino una capacidad que, durante mucho tiempo, juzgué que no estaba a mi alcance.

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Credo cuentístico En realidad, no tengo un «credo cuentístico». No creo en métodos, ni recetas ni en un valioso «vade mecum» que abra las puertas de la escritura. Vivimos en una época de velocidad vertiginosa y de pragmatismo instalado, en que posiblemente el tiempo de la literatura y para la literatura están desapareciendo, y son los libros tipo «Cómo educar a su hijo», «Cómo cuidar a su perro», «Cómo ganar dinero y poder» los que inundan las librerías. Claro que no resulta sorprendente que el público espere enseñanzas literarias útiles que le ofrezcan resultados rápidos y satisfactorios. Sin embargo, creo que cuando los escritores escriben sobre el proceso de la escritura, en este caso del cuento, (y los grandes nombres lo han hecho, o lo hicieron en el pasado), no se tomaban sus teorías realmente en serio, porque estaban conscientes de que en literatura cualquier teoría sólo sirve para ser superada. En otros casos, también sucede que el camino que le parece evidente a un autor no funciona mínimamente con otro. Cada uno tiene que encontrar su rumbo, sin guía y sin seguridad. Como todas las formas del arte, la literatura es el reino de la incertidumbre: no controlamos la obra que estamos creando, ni siquiera la podemos realizar, lo que implica para el autor una buena dosis de angustia. Si quisiera dar un testimonio de mi experiencia, lo que puedo decir honestamente, quizás es demasiado simple: No busco temas ni historias, dejo que una imagen o idea fuerte venga a mí y me persuada que la siga, a donde quiera que vaya. Escribo en la oscuridad, y es la escritura la que ilumina el camino que va abriendo. Escribo para saber lo que no sé. Lo que busco, y nunca tengo garantía de encontrar, es una revelación, otra forma de mirar que descienda por debajo de la superficie de las cosas y las muestre de otro modo, y con otra luz. Creo que si queremos sacudir al lector y mostrarle que todos somos responsables por el mundo en que vivimos, la literatura es mucho más eficaz que un artículo de periódico o un folleto político. Es también ésto lo que me interesa y me pone en movimiento, por muchas dificultades que pueda encontrar en el camino. La visión a la que llego puede ser traumática, y enfrentarla exige una buena dosis de valor. Pero quien tenga miedo de la locura y de las zonas de sombra, dentro de nosotros y en el mundo desbocado a nuestro alrededor, no lograr soportar ni el entusiasmo ni el estrés de ser escritor. O de ser lector.

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“Jogo Bravo” Podríamos decir, aunque no sea exactamente factual, que en el Juego Bravo todo el cuerpo de un hombre, de la cabeza a los pies, se transforma en falo. Por eso, viendo a los jugadores en campo, casi no nos damos cuenta de la existencia de sus brazos y mucho menos de las manos, cuya utilización está prohibida y, cuando sucede, es severamente castigada. Incluso cuando brevísima y accidental, en la pequeña o gran área del medio campo, es la causante de la más grave de las penalidades. O, si se trata de un jugador del otro equipo, el uso de los brazos o de las manos en esa zona se castiga con un tiro libre, a favor del adversario. La única excepción en cada equipo es el portero, a quien le pueden crecer brazos y manos mágicamente, convirtiéndose así en una figura diferente, con más poderes, que su función defensiva justifica. En cuanto a los otros diez, cuya función es sobre todo ofensiva, sólo se pueden usar brazos y manos en situación de fuera de juego: el falo no tiene brazos ni manos, es un órgano sin excrecencias, que consiste en un solo bloque, altamente enervado y flexible y dotado, en toda su extensión, de excepcional fuerza y dureza, una vez en estado de tensión. Así entran los hombres en campo: de la cabeza a los pies su cuerpo es una sola pieza, lista para disparar, certera como un tiro, en dirección a un blanco. En el Juego Bravo la velocidad es otra de las condiciones determinantes: el cuerpo va a ser transportado por las piernas y los pies, decenas de kilómetros, y los pies, más que la cabeza, serán las principales figuras, o detonadores. Digamos que los pies se convierten, por su parte, en metáforas del cuerpo, en su todo: cada pie es, ya de por sí, una representación del falo. Por lo tanto, va a ser este la estrella del juego, digamos que su logotipo: el pie pateando la pelota en dirección a la portería es la representación condensada del falo en búsqueda del placer, lanzándose en delirio trás su posesión. Esta jugada representa a todas las otras, y es hacia esta que convergen todas las otras infinitas pequeñas jugadas. Por lo tanto, todo se resume a ese instante fulgurante del placer, en dirección al cual, en cada segundo, se juega todo el juego. No obstante, ese instante en el que la pelota entra en la portería es siempre aleatorio, puede -o no- ocurrir. Pero, en general, ocurre. A veces incluso más veces de lo esperado. Sin embargo, esas ocasiones, aunque se repetirían, parecieran ser siempre escasas, y por ello tanto más apreciadas e incansablemente perseguidas a lo largo de la hora y media de duración de la contienda, rajada a la mitad por el medio tiempo, de pura agonía. En estos dos tiempos los hombres se enfrentan, en campos antagónicos, cada grupo de once atizado contra el otro. Es verdad que el nombre y nacionalidad de cada grupo es importante, pero lo que caracteriza al juego es su regla central: cada grupo, y cada uno de sus miembros, funciona como un todo, lo que se refleja en la cohesión del equipo, y, en cada gol que se mete, en la confusión de los cuerpos que se funden, amontonados unos sobre otros, en un abrazo brutal, desordenado. Se celebra entonces la red de trampas que se fueron urdiendo, segundo a segundo, jugada a jugada, exigiendo la derrota inequívoca del Otro, su máxima humillación, su muerte simbólica. En estos breves momentos de fiesta se permiten brazos y

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manos, como signos de unión, de victoria del colectivo, para que luego siga el juego, sin ser interrumpido. Los miles de espectadores que acuden al estadio, bajo sol o bajo lluvia, nieve o temporal, que se aguantaron en la fila, aunque fuera día y noche, aguardando el momento de la venta de los boletos, o comprándolos a precio de oro en el mercado negro, los que cruzaron el mar en aviones comerciales o especialmente fletados, los que viajaron en autobús sesenta horas sin parar, por amor y fidelidad incondicional a su equipo, se proyectan en los jugadores como en un espejo, tienen sus favoritos, iconos o ídolos que toman el lugar de héroes o dioses de un Olimpo nimio y cotidiano. Siendo juego de hombres, el Juego Bravo es un juego de guerra. Claro que también existe en versión femenina, porque las mujeres siempre se quieren igualar a los hombres. En realidad, son libres de jugarlo, y es indiscutible que lo hacen con competencia y fuerza, cumpliendo todas las reglas, aunque violenten su cuerpo, obligándolo a adaptarse a todas las circunstancias. Sin embargo, la muy visible carne blanda y protuberante de los senos no sólo no corresponde a la forma escurridiza del falo, sino que tampoco fue hecha para soportar el embate de una pelota disparada a la velocidad de un tiro. Pero no se quejan, y seguro que resistirán a todo, si no individualmente, al menos como valientes representantes de uno de los géneros de la especie humana. Lo que no impide que el Juego Bravo sea, por naturaleza, un juego macho. Es por la posesión de las mujeres que los hombres han luchado siempre; desde que el mundo es mundo las mujeres son indisociables del placer de los hombres, y es a los vencedores que ellas, también, prefieren entregarse. Pero, siendo un juego de sombras, una representación de pulsiones, todo en el Juego Bravo no es más que su propio esbozo, y la mujer es un objeto abstracto, su cuerpo, tal como el del hombre, se reduce a la representación simbólica de su órgano genital. La portería es la representación geométrica, abstracta, de la vagina. Sólo el portero puede entrar en ella, territorio propio, confiado a su custodia: la vagina de la mujer le pertenece al hombre que la considera suya, y la defiende a cada instante de los asedios del Otro, de todos los demás que no son él. Ayudado por los de su equipo, cuyo papel en el fondo es combatir, directa o indirectamente, al portero de la portería contraria, y facilitarle la vida a su propio portero. Para cada equipo, la portería ubicada en el campo contrario es la vagina de la mujer del Otro, y la penetración del gol hostil es la mayor humillación que se puede infligir al enemigo. De ahí que, en ese instante, el estadio se levante y el delirio se lleve al éxtasis, explotando en un rugido triunfal de los adeptos vencedores, de cuyas gargantas brota el sonido, como un torrente de esperma. Este es el momento por excelencia del placer: la penetración y la eyaculación simbólica del falo en la vagina. Sin embargo, ese instante de supremo placer es sólo su representación, un albur. Ni siquiera es el hombre, en representación del falo, el que irrumpe en triunfo en la portería, sino sólo la pelota que patea -y la pelota es un objeto inestable, constantemente en fuga, que hay que perseguir en cada momento, que sólo se domina por instantes, y va (o no) a alcanzar el blanco por un golpe de suerte aleatorio. La pelota se convierte entonces en la más apropiada figuración del placer, siempre en tránsito, y, en definitiva, siempre inalcanzable: sólo casi por milagro se posee

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fugazmente, para luego, al instante siguiente, perderse, porque el juego continúa siempre y no para nunca. En el momento en que el equipo vencedor celebra en éxtasis la victoria, hundiéndose en todos los excesos, alcohol, sexo, golpes, insultos, es por la angustia de la fragilidad de la victoria, porque a cada juego le sigue siempre el próximo, y la pulsión de jugar nunca se apacigua. Cada partido victorioso celebra al mismo tiempo la muerte de la victoria, y anticipa la angustia de una derrota futura. Es, pues, la pelota, ese pequeño objeto inalcanzable, que, en última instancia, triunfa diabólicamente sobre el hombre: después de una persecución extenuante, él la toca a veces, y por instantes tiene la ilusión de dominarla, pero luego esta retoma su existencia autónoma, su libertad ilimitada. La pelota es el placer que circula, corriendo suelta por el campo, sin objetivo y sin dueño, se ofrece y se rechaza, está allí, pero siempre esquiva y en fuga. En cada juego es ella la que triunfa sobre los hombres, engañándolos. No le pertenece a nadie, ni al final del juego ni al principio. No habrá aquí, después del furor de la lidia, el toro muerto en la arena, que concede a los humanos la ilusión de la victoria consumada. El Juego Bravo oscila entre el entusiasmo y la esperanza, el miedo y la bravuconería, y la sugestión de que la guerra nunca deja de estar presente, con el lanzamiento (efectivo o intentado) de petardos, de ultra-lights, el uso de pitos, cornetas y voces, palabras de orden, de apoyo o de agresión, gritadas en coro o cantadas, insultos, groserías, gestos obscenos. Y al final hay saltos al campo, gente desnudándose y abrazándose, mientras los adeptos del equipo perdedor desahogan su frustración partiendo sillas, saltando sobre las bancadas, invadiendo las calles en su fiebre de violar todas las normas, robar lo que se pueda, incendiar los basureros, agredir a quien esté cerca, derribar árboles, perforar llantas, lanzar piedras de la banqueta contra vitrinas. A veces vencedores y vencidos reaccionan de modo semejante, aunque de espaldas, divididos entre fiesta y luto, desgracia o éxtasis, humillación o victoria. Hay irracionalidad y delirio, como después de una batalla, la sensación de que todo está permitido, el insulto y el saqueo, la agresión y la rabia, porque también, por un momento, se celebra el caos. Claro que es antes del partido cuando se verifica la escenificación habitual: la entrada en campo, los himnos de los clubes o los himnos nacionales cantados fraternalmente, de pie y lado a lado, con los hombros casi pegados los unos a los otros. Está la instalación sonora y luminosa, las radios, televisiones, fotógrafos, corresponsales y periodistas, la presencia de los entrenadores y técnicos, la entrada de políticos y “personalidades”. Hay como siempre miles de personas trabajando entre bastidores, desde la colocación del pasto, que viene enrollado en largas tiras, como una serie de tapetes, y se coloca con rigor antes de cada juego, para después ya nunca volver a ser usado. Quien esté atento entrevé el pequeño mundo que ha crecido alrededor, desde los profesionales de la seguridad, a los que vienen a sustituir las sillas y a limpiar los vestidores, desde los diseñadores de los uniformes a los fabricantes que los confeccionan, desde las tiendas que los comercializan a los vendedores ambulantes en cuyos kioscos se amontonan banderas, gorros, bufandas y camisetas alusivas. Sin embargo, no se ve, porque se mantiene oculto, el dinero sucio, el negocio oscuro, el delirio de ganar millones, el todo se vale de los paraísos fiscales y de las

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cuentas numeradas y sin nombre, la compra de árbitros, los sobornos, el tráfico de influencias en las más altas instancias, el dopaje que se arriesga, al amparo de cualquier nueva sustancia que aparentemente lo disimula. El que llega antes de tiempo ve el aparato casi solemne de los preliminares, la escenificación del espectáculo, el sonido y las luces, el frémito de la multitud, a veces el alegre revoloteo de globos de hidrógeno de colores, que vuelan alto y se pierden en el cielo. Pero enseguida el juego bravo es puro y duro, y sin preliminares. No hay lugar para sentimientos múltiples ni diferenciados. Se trata de la lucha por la conquista de un placer, de la posesión de un trofeo simbólico, (que no paga ningún valor material, aunque como se ha dicho antes, entren en juego muchos millones en dinero). Pero también eso se olvida en el furor de la lucha. La ira, la ferocidad, la astucia, la fuerza, el orgullo masculino dan lugar a un solo deseo: derribar, aniquilar, triunfar sobre el Otro. Matarlo. De cada lado lo que existe son once hombres-falos, cada uno desafiando a otros tantos adversarios, persiguiendo una bola que, como el placer, es evasiva y huye y, por mucho que quieran dominarla, les es robada y vuela. Porque a pesar del interminable entrenamiento, del mucho saber, maestría y arte, hay una parte del juego que depende del azar y de las circunstancias, y nunca hay garantía de alcanzar el blanco. Se sabe que hay que crear la oportunidad y actuar en el momento oportuno cuando no hay tiempo de pensar en nada, hay que seguir el puro instinto, anticipar lo que viene enseguida, entregarse al juego, jugada a jugada. Hay que olvidar lo que pasa alrededor, no oír ni ver, volverse sordo a los silbidos, gritos de apoyo o abucheos, ser sólo un cuerpo envuelto con otros, luchando por la posesión de una bola que debe entrar en una portería, una trayectoria hasta el último instante imprevisible -que siempre puede ser cortada por otro cuerpo, que de repente se entromete- o que, en el momento crucial, cuando fue lanzada con el rigor de un aparato de precisión, le pega al marco. Y cuando necesario, hay que saber usar los golpes bajos y los ardides, las caídas fingidas, las zancadillas mañosas, las agresiones disfrazadas de casualidades. Es necesario obedecer ciegamente a un entrenador que conoce y prevé miles de posibilidades, a veces consigue entrar en la cabeza del enemigo, descubrir sus esquemas y sus puntos débiles, montarle ratoneras con precisión casi milimétrica, calcular probabilidades y consecuencias, intentar todas las formas de dominar el juego. Sabiendo que siempre es aleatorio. Es esta, sin embargo, su belleza, y su verdad más profunda. Y es por ahí que el juego asciende a metáfora no sólo del acto sexual, sino de la misma condición humana. En sí mismo, a pesar de toda la suciedad, el juego es limpio, y me atrevo a admitir que está condenado a perdurar, a través de los siglos. Porque así somos: incompletos, básicos, normales, a un paso de resultar victoriosos o frustrados, e inseparables de nuestra bestialidad más pura. Gersão, Teolinda (2016) Prantos, amores e outros desvaríos. Portugal: Porto Editora. (Traducción por Linguaemundi)

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JORDI LARA España, 1968

No publico un texto hasta que me siento incapaz de haberlo escrito yo, o lo que es lo mismo, hasta que siento que lo trabajó una parte de mí que no es ni el oficio ni el talento. Acaso hay algo de fuga en lo que hago, que invita a adentrarse a universos como la tradición reinventada, el folclor, los perdedores felices de serlo, los amores difíciles, el bálsamo crítico del arte, los sitios abandonados. Amo la invención, aunque me esmero para que el placer del arte y el bello patetismo de las contradicciones humanas no me distraigan del compromiso con mi tiempo y todas las gentes. La literatura es un combate entre la lengua y el mundo; el mundo que se resiste a ser dicho, la lengua que se afana en decirlo; nunca cuaja del todo, pero ahí está. Alimento mi literatura inoculando de ficción la realidad, tal vez por eso he hecho varias exposiciones de video poesía y dirigí un largometraje. Estudié música y literatura; me gustan al mismo nivel la música de Bach, tangos y boleros, la pintura de Hammershoi y los filmes de Dreyer. A veces voy a la iglesia a tocar el órgano a solas para estudiar la gramática del mundo. Nací en Vic, una ciudad de la Cataluña interior, en 1968.

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Decálogo Huye de la palabra cuento, simplemente cuenta. No me gustan los cuentos redondos. Los prefiero abollados. Vierte silencio en tu novela hasta justo antes que se ahogue: tendrás tu cuento. Un cuento no debe durar más de lo que dura un sueño. No publiques tu cuento hasta que te sientas incapaz de haberlo escrito. Si quieres escribir no sigas consejos de escritores; sigue los de pintores, músicos, arquitectos o científicos. Los consejos de Bresson para el cinematógrafo son esenciales para tu escritura. Lo que interesa en literatura está fuera de la literatura. Que los personajes de tu cuento no sean personajes de cuento. Te dicen que escribas mucho y tires mucho; mejor escribe poco y piensa mucho. Que tu cuento parezca un retazo arrancado de una novela. Tu cuento es otro tornillo de la máquina del tiempo. Ajústalo bien para poder volver. Que no te engañen: la inspiración existe. Pero por si sola tiene poco que ver con el arte.

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“Crisis” Al fondo del snack estuvimos debatiendo, con Jaume y Callao, las bondades y tropiezos de dar por el culo; Jaume juraba abstenerse de ello tal vez por los hedores, yo sostenía que el agujero del culo era el centro de gravedad, nadir de toda cosa y por lo tanto el punto más equilibrado de acoplamiento de los cuerpos. “La prova”, dije, “una prova de mal gust però incontestable és l’empalament”. La cerveza no me sentaba bien pero yo insistía. Asomada a la barra, una chica que yo aún no sabía que era Buia movía su trasero reclamando quién le cobrase la manzanilla; deseé en secreto confirmar mis razones algún día. Afuera llovía, como siempre. No lo vimos, de hecho, no podíamos verle: se había materializado tras la cortina de caña, el puño en la cadera como la maruja que espera al marido borracho. El poeta y mentor nuestro Santiago Mallofré nos agujereaba con mirada de viejo pillo. ¿Nos había oído? Callao quiso decir algo pero el otro ya se metía en el lavabo. Imaginé el gran helenista en la estrechez del cubículo, como un sabio griego cagando filosofadas, sentí enseguida la obligación de restituirnos las dignidades de maestro y discípulos. Ya salía, aun ensacando, cuando le espeté lo más ingenuo e impúdico: “Santiago, vostè perdoni, una cosa, dèiem... vejam, vostè què opina: què és el més important de la vida?”. Esperábamos por lo menos una cita clásica. Tosió, acaso sabiendo que no estaríamos a la altura de su respuesta, hasta que lo soltó: “Ja ho anireu veient, no cal rumiar-hi gaire. Però és evident que al final, d’anada o tornada (de ida y venida), tot passa pel cul”. Nos echaron del snack cinco horas más tarde, con las orejas abrasadas y la mente embutida. Nuestro gamberrismo había entrado en crisis con una colleja de cinismo madurado. Sí: íbamos por la vida urdiendo provocaciones algo esnobs, repartiendo pataletas intelectuales a ciegas, sin saber muy bien por qué. Al fin y al cabo, ¿qué valores queríamos combatir? Pronto resolvimos que la mayor jugarreta, lo único que nos permitiría crecer, sería reinventar nuevos valores. Mucha faena, claro, para tanta pereza. Un par de años aún apostamos por el arte. El arte, creíamos, nos salvaría de la crisis de una sociedad consumista y miserable. “Socializar los bienes materiales para combatir la pobreza, vale; pero antes hay que socializar” leía Jaume en no sé qué panfleto, “y la socialización sólo es posible mediante la cultura. O mejor aún: mediante la cultura puesta en crisis, eso es, el arte”. Lo cual se concretaba en recitales de poesía inacabables, donde propugnábamos el sacrificio íntimo, pero con proyección pública, nos cagábamos en el poder con figuras retóricas obsoletas y negábamos la felicidad porque nos parecía

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poco artística. Llegaron otros, puesto que en el snack ya no cabíamos pasamos a Brins, una tetería que por las noches ampliaba el surtido de infusiones. Ahí di a conocer mis “poemes comestibles”, que me zampaba en el escenario después de leerlos. La idea era mostrar que “sólo de arte puede vivir el hombre”. Jaume se apropió la idea y me han contado que aún se indigesta con ella. Pero enseguida llegaron las chicas, con sus dientes tan blancos y sus espaldas tan largas, apoyadas en las mesas intentando enamorarse de los poetas que quisimos ser; como no lo conseguían nos redimían de versos a fuerza de toqueteos. Una noche, borrachos en el camerino después del espectáculo, Callao y yo nos miramos suficiente rato a los ojos como para soltar una carcajada y reconocer en voz alta que el verdadero objetivo de los recitales eran las chicas en general y Buia en particular. Y así, recordando al viejo Mallofré, resolvimos que, pudiendo calibrar culos, cualquiera contaba sílabas, y que consagrarse al arte era poco más que una indecencia. “Cal impartir amorologia a les escoles!”, proclamaba Callao, yo lo animaba. Sospechábamos que acaso el amor fuera el único método de exploración del mundo válido para un joven o para cualquiera que quisiera mantenerse joven. Ya no pensábamos en la estetocracía como un mármol frío y pulido sino como un cuerpo caliente y sudado. Porque así era Buia esos primeros años, en tantas noches que no puedo olvidar y quisiera. Demasiado pronto, también, Buia y yo pusimos en crisis la fragilidad de nuestro amor, no por falta de amor sino por exceso. No nos dejamos antes porque compartíamos un vínculo más fuerte que el amor: nos habíamos desengañado juntos del amor. Antes de cumplir los cuarenta me tocó la lotería. Para más inri, de un décimo regalado por mi abuela aún viva. En vano intenté escondérselo a Callao, era mucha pasta. Una tarde, aún llovía, nos cruzamos y nos saludamos cerca del snack pero ya no nos detuvimos a charlar. Lo peor es que sabíamos porqué. También lo supo el sabio Mallofré, que en paz no descanse, el cabrón, que no quiso advertirnos a tiempo. Voces - Antologia de Narrativa Catalana Contemporánea.(2010) Edición y prólogo de Lolita Bosch. España: Editorial Anagrama

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©Paty Roa

DANIEL SALINAS México, 1974

Fui concebido entre libros y acaso ello explique el posterior desbarrancadero. Es como si un heroinómano hubiera sido engendrado en un campo de amapolas. Crecí en una biblioteca que también era una casa. El poco espacio que no acaparaban los libros lo ocupábamos nosotros. Al final de mi calle había un río casi siempre seco y frente a mi ventana se extendían las vías del tren. Tuve una madre lectora que me indujo al vicio y padecí un temprano aferre por contar historias. A principios de los noventa hacía lo que casi todos los escritores de mi generación, pero entonces descubrí una droga durísima llamada periodismo que me apartó por década y media de la literatura. Al final, dicha droga resultó ser mi mejor escuela para aprender a narrar. Mi destino fue ser un lector que se ganó la vida como reportero e inventó su mundo en las calles tijuanenses. Cuando a medias me rehabilité del vicio reporteril, retorné como hijo pródigo al redil literario con náufraga sed de ficciones. Entre 2010 y 2018 publiqué doce libros, casi todos de cuento y ensayo, aunque también hay por ahí una novela y una crónica periodística. La única beca que he tenido en mi vida es la fe de mi esposa Carolina y mi combustible es la mirada de mi hijo Iker. Un día arrojé una botella de mal whisky al mar y llegó hasta el litoral colombiano como finalista del Premio García Márquez. Poco después dejé zarpar un barco tripulado por irredentos juglares que arribaron al Río de la Plata y se ganaron el Premio Fundación El Libro en Argentina. Otros barcos y botellas han ido furtivamente a saludar a Lowry, Owen y Revueltas y también bajé del cielo una estrella moribunda para regalarle a Sor Juana. Los entreveros de duermevela y los discretos susurros de la muerte me recuerdan que debo apurarme con la historia que aún me falta por contar.

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Confesiones y consejos de un pepenador de palabrería • Ante todo, lee. Sé un lector omnívoro y hedonista. Lee de todo y hazlo por puro y vil principio del placer. No olvides nunca que el lector es el personaje más fascinante y enigmático del universo literario. Siéntete orgulloso de ser lector. La escritura llega solita, casi como consecuencia inevitable. • Camina y habla solo. La mejor escritura suele brotar sin pluma ni teclado de por medio y su territorio natural son las caminatas. Estoy a punto de decir que también brota sin palabras, pero el lenguaje es una lapa terca. Aun en el más demencial e inconexo ritual de libre asociación de imágenes y sensaciones, las palabras siempre estarán ahí. • Viaja. Caminar por vez primera una ciudad desconocida es uno de esos rituales por los que la vida merece la pena ser vivida, pero no olvides que también las calles de tu barrio son misteriosas e infinitamente extrañas si sabes cultivar el arte de perderte y mirarlas con ojos forasteros. Hasta aquí algunos trucos de caza e inspiración. Ahora sí, pluma en mano, tirémonos de lleno en la escritura. • Cuenta un cuento. Parece una obviedad, pero a menudo olvidamos que aquí lo fundamental es narrar una historia, tener un personaje y plantear un dilema. El cuento es el género semilla, la madre del arte narrativo y nuestra puerta de entrada a la literatura. A menudo llegamos a él antes de aprender a leer y escribir, por eso cuando escribas un cuento honra a quien logró atraparte de niño valiéndose solo de su voz para consumar el embrujo que sigue al “había una vez”. • Juégate entero y tírate a matar en la apertura. En tus primeros párrafos se define la supervivencia o el prematuro naufragio de tu cuento. Naufragar nunca es deseable, pero hacerlo en las primeras líneas es una catástrofe de la que nadie se levanta. • Escribir ficción es mentir. Para brutales honestidades tenemos al ensayo. Aquí se trata de hacer fintas, gambetear al lector, ser tramposo y chapucero. Sé un ilusionista y aprende a sacar conejos bajo la gorra. • Suelo escribir con café al amanecer y leer con whisky al caer la tarde. No digo que sea una receta infalible, pero a mí me ha funcionado. • Lee tu cuento en voz alta. No basta con redactar bien y conjurar las erratas. Aunque escribas prosa y no poesía, tu texto debe respirar, tener cadencia y armonía. Si no te gusta cómo suena entonces algo anda mal. • Solo la muerte (y a veces ni ella) trae consigo un cerrojazo concluyente, y por ello se vale apostar por finales abiertos, lo cual no significa que tu cuento no tenga una desembocadura, un desenlace o una bifurcación. • Mejor olvida todo lo anterior. Vive a lo bestia, lee, viaja, bebe, coge. Al final sólo quedarán por herencia la imaginación y las palabras.

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“Yacen las piedras de la locura en la Rumorosa” Siglos más tarde, se tornaron normales las operaciones en las que se abría la cabeza para retirar la piedra de la locura, piedra que se decía era responsable de determinados actos desequilibrados. Gonçalo M. Tavares Historias falsas Me llamo Galaor Roa y soy armagedonista. Todo lo demás ha llegado por añadidura, casi como consecuencia lógica de esta condición. Nunca lo he pretendido maquillar ni he renegado de ello. Alguna vez medité la idea de entregar tarjetas de presentación, donde espetara sin complejos ni medianías mi rol en el mundo: Galaor Roa. Armagedonista. Podría también proclamarme apocalíptico pero acaso por simple costumbre o por pura y vil extravagancia me ha gustado más definirme como un heraldo del Armagedón. Ahora bien, si lo de la tarjetita debe limitarse a definir un rol laboral, entonces lo correcto debe ser nombrarme Galaor Roa. Operador de la caseta de cobro de La Rumorosa. Ese ha sido mi empleo desde que me extrajeron la piedra de la locura y lo seguirá siendo hasta que cruce el umbral y me vaya de aquí, lo cual puede ocurrir esta noche. Nací y crecí en el poblado de El Hongo, municipio de Tecate, y lo del Armagedón y el umbral no se me ocurrió de repente; lo supe siempre y no sé si sea pretencioso decir que nací sabiéndolo. Claro, si por alguna razón empezaba a olvidarlo o dejaba de tenerlo presente ahí estaban las voces para recordármelo. Ellas también estuvieron siempre ahí y solían llegar puntuales al caer la tarde aunque a veces las muy canijas no avisaban y comenzaban a hablarme así nada más, en el momento menos esperado. A veces eran rudas y mandonas, pero también solían arrullarme y hablarme dulcemente al caer la noche. Era esa la mejor parte de mi día. Yo no suelo ser como otros de mi condición que se aterran y sudan frío en cuanto empiezan a escuchar los parlamentos. Tengo una elemental educación y si alguien me llama yo contesto. Las voces me hablaban todas al mismo tiempo y yo cumplía con responderles en voz alta. Si acaso les pedía por favor que me hablaran más despacio y ellas cumplían con bajar los decibles de esa gritería atropellada y cacofónica. Sólo entonces podía escucharlas con calma y entender lo que querían decirme. Fue en una de esas charlas cuando me sugirieron lo de ir en bicicleta hasta la Rumorosa y deslizarme sin freno por las curvas. Sólo así podría empezar a bordear el umbral de los otros mundos, porque éste que nos rodea ya se va a acabar, me explicaron, aunque yo, por supuesto, seguía teniendo algunas dudas. Nosotros vamos a encargarnos de que no te desbarranques y dicho y hecho, nunca me desbarranqué, pese a que la bici alcanzaba velocidades propias de motocicleta, rayando llanta a centímetros de los precipicios. Tampoco puedo explicarme de dónde sacaba fuerzas para pedalear de regreso por la inclemente subida que asciende desde la desértica Laguna Salada hasta las alturas serranas de El Hongo, una proeza

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para un niño de diez años de edad y en realidad para cualquier ser humano. De las subidas apenas recuerdo detalles y por alguna extraña razón no quedaban registradas en mi mente, pero la bajada sorteando las curvas era algo muy parecido a eso que después me enteré algunos llaman el nirvana, el éxtasis o la plenitud existencial. Cuando al atardecer las voces me invitaban a deslizarme por La Rumorosa, yo debía ingeniármelas para escapar de casa y aquello por supuesto empezó a aca- rrearme terribles problemas con mis padres. En casa no tenían idea de a dónde me iba en mi bicicleta. Sólo lo supieron cuando un camionero vecino llegó lívido y ate- rrado a decirles a mis padres que acababa de atropellarme en la Rumorosa. Según su testimonio, yo venía bajando a toda velocidad sobre mi bicicleta y él alcanzó a reconocerme, pues mi overol de mezclilla y el color verde de mi bici son inconfundibles, pero en una fracción de segundos me crucé delante de su camión cuyos frenos fueron insuficientes para evitar el golpe. El chofer sintió el impacto de la bicicleta en la defensa e incluso asegura haber escuchado el crujir de fierros y huesos cuando la llanta delantera me aplastó, pero cuando detuvo su camión y bajó para encontrar mis despojos, descubrió con sorpresa que ahí no había nada. Ni cuerpo destrozado, ni pedazos de bicicleta y ni siquiera un manchón de sangre. Supuso el chofer que el impacto me habría arrojado al fondo del barranco pero desde el borde sólo veía rocas milenarias y las láminas retorcidas de los no pocos automóviles que se han desbarrancado a lo largo de la sangrienta historia de esa carretera. Con lagrimones y moqueando, el camionero se ofrecía a ir en busca de algunos socorristas que contaran con equipo de alpinismo para descender por el barranco a buscar lo que quedara de mi cuerpo, pero justo cuando mis padres a punto del colapso nervioso se disponían a ir en busca de mis restos, aparecí yo tan campante, montando mi intacta bicicleta. Algunos quisieron atribuirlo a un milagro, pero los más al exceso de pastillas consumidas por el camionero, que mezcladas con alcohol resultaban en un coctel fatal que acarreaba alucinaciones. Por si las dudas mis padres redoblaron las medidas de seguridad y me convertí en un prisionero en mi propia casa. Mamá me llevaba y me traía a la escuela y por la tarde era encerrado con candado en mi cuarto, donde pasaba las horas explicándole a las voces mi imposibilidad de cumplir su manda. Aquello podía degenerar en estridentes discusiones y endurecimiento de palabras pues si algo caracteriza a las voces es que no entienden de razones. El problema es que casa me escuchaban gritar solo a mí, pues a las voces, al parecer, sólo yo podía escucharlas. En su descargo debo decir que además de darme claves sobre la manera de bordear en bicicleta el umbral del otro mundo, las voces también me daban consejos prácticos para ayudarme a romper mi encierro. Una tarde me hicieron notar que mamá había olvidado poner el candado en la puerta de mi cuarto y acto seguido me revelaron el lugar en donde estaba

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oculta la copia de la llave que abría la cerradura. Reanudé entonces mis fugas a la Rumorosa y mis descensos en bicicleta se tornaron aún más intrépidos. A partir de entonces empezaron a llover testimonios de automovilistas que aseguraban haberme arrollado mientras yo bordeaba abismos de roca en mi bici. Aquello se volvió una leyenda regional e incluso el diario El Bordo de Tijuana publicó un reportaje con testimonios de aterrados conductores que juraban haberme impactado. Algunos narraban que el golpe me había arrojado con toda la fuerza al fondo de la barranca y otros aseguraban haber escuchado el crujir de mi cráneo despedazado por la rueda. En lo que todas las versiones coincidían era en el color verde de mi bicicleta y en la velocidad a la que yo descendía. Como contexto, el reportero mencionó la leyenda de la enfermera de la Rumorosa a la que también algunos automovilistas aseguraban haber arrollado, aunque aquella era más bien una vieja historia que se contaba desde hace años. Fue entonces cuando mis padres tomaron la más radical de las decisiones. Muy cerca de nuestra casa ha habido siempre un hospital. Algunos lo llaman simplemente la clínica, pero ningún enfermo o lesionado va a atenderse ahí, pues todos sabemos que ese sitio es el tristemente célebre manicomio de la Rumorosa, un lugar cuya existencia es siempre negada por las autoridades de la Secretaría de Salud. Algunos piensan que ese nosocomio forma parte de la leyenda negra del Territorio Norte de la Baja California. Otros creen que es una ficción literaria nacida en la imaginación de Federico Campbell y cuya existencia se limita a la novela Pretexta o el cronista enmascarado. El personaje principal de esta narración, Bruno Medina, es recluido en la clínica psiquiátrica para atender sus severos desórdenes mentales, tal como yo fui confinado siendo apenas un adolescente de catorce años. En el manicomio de la Rumorosa me recibió un doctor chaparrito con cráneo en forma de huevo a quienes todos llamaban con reverencia Metón el Pequeño. La pared del fondo de su blanquísimo despacho estaba cubierta por un enorme cuadro en donde se aprecia a un pobre anciano recostado en una silla mientras un hombre con un embudo como gorro y un faldón rosado le abre el cráneo con una navaja o un bisturí. Junto a él hay un sacerdote con una jarra de vino y una monja sobre cuya cabeza hay un extraño libro rojo. - ¿Te gusta? Es la réplica de La extracción de la piedra de la locura y lo pintó El Bosco alrededor de 1474. Eso mismo haremos contigo aquí. Te sacaremos la piedra de la locura y serás un hombre nuevo. Dejarás de escuchar todas esas nocivas voces que te torturan por la noche y curaremos tu lacerante esquizofrenia, pero esto no podrá ser de la noche a la mañana. Todo lleva un proceso, me dijo antes de leerme el severo reglamento de la institución en donde a partir de ese día estaría internado. Mi habitación era una pequeña celda toda blanca en donde apenas había una pequeña ventana por donde alcanzaban a apreciarse las rocas de la Rumorosa.

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Esa misma noche, cuando me disponía a acostarme, apareció una enfermera. Su pelo negro lo llevaba recogido en una cebolla. Tenía un rostro blanquísimo de pronunciadas ojeras. Lo suyo era, por llamarle de alguna manera, un demacre seductor. Se presentó como Ximena y dijo que cada noche vendría a traerme el coctel de los dulces sueños. - Yo sé muchas cosas de ti y sólo quiero decirte que te entiendo porque yo comparto una parte importante de tu historia, me dijo mientras ponía cuatro pastillitas alrededor de un vaso de agua. Debo admitir que dormí deliciosamente. Las sesiones con Metón el Pequeño empezaron al día siguiente. Arrodillado frente al cuadro del Bosco me hacía tomar unas pastillas y después me ordenaba desnudarme. Aquello se parecía mucho al estado en que pedaleaba cuesta arriba por la Rumorosa, una suerte de embotamiento o semiinconsciencia en donde sólo veía los ojos de Metón quien al parecer trataba de hipnotizarme. En acto reflejo yo desviaba la mirada y trataba de fijarla en la pintura del Bosco, pero el doctor me sujetaba la cabeza y me ordenaba mirarlo fijamente. Empezaba entonces un interrogatorio ¿Qué me decían exactamente las voces? ¿Qué sabía yo acerca del Armagedón? ¿Cómo hacía para no desbarrancarme en la bicicleta? ¿De dónde sacaba fuerzas para pedalear de regreso por una cuesta tan empinada? Los detalles de esas sesiones se pierden en las arenas movedizas de mis recuerdos, pero tengo la sensación de que yo me las arreglaba para mentir siempre. La parte dulce de mi estancia llegaba al anochecer, cuando Ximena llegaba a mi habitación con su cuarteto de pastillas. - Haces bien en contarle mentiras. Yo no sé de dónde sacas la fuerza para no doblarte ante las pastillas y la hipnosis, pero hasta ahora lo has hecho muy bien, me decía mientras me daba el vaso de agua con el que pasaba las píldoras. Las sesiones con Metón se tornaban intensas y pronto aquello empezó a parecerse a una cámara de tortura, aunque de alguna parte sacaba yo alguna coraza física y emocional para resistir. En la zona nebulosa de mi memoria me veo desnudo y con el culo al aire recibiendo latigazos, mientras escuchaba algo así como doblegar la voluntad y la resistencia. ¿Fui sodomizado por el psiquiatra pequeñajo? Lo cierto es que al caer la tarde las magulladuras de los fuetazos me dolían tanto como el ano, pero la sola presencia de Ximena por las noches era un potente analgésico, un salvoconducto a una noche de sueño profundo y reparador. Tampoco tengo claridad ni certidumbre sobre lo que por las noches ocurría en mi celda blanca. Solo sé que la dulzura de los sueños mutó en una húmeda intensidad. Ximena se arrancaba su traje de enfermera y se metía a mi camastro. Cuando ella me montaba la sensación era idéntica a ese vértigo pleno que sentía al bordear con mi bicicleta en frenético descenso los precipicios de la Rumorosa.

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Las voces desaparecieron paulatinamente, pero en su lugar quedaban las palabras que Ximena me susurraba al oído. - Yo te veía bajar en tu bici por la Rumorosa. Yo siempre estuve ahí, arrojando las piedras de la locura por el precipicio. Sé lo que sientes porque a mí también me atropellaron muchas veces ¿No has escuchado las historias de los camioneros? ¿Nunca viste la ambulancia sin conductor de la que todo mundo me veía descender? Recordé entonces la mención al final del reportaje de El Bordo en donde se hablaba de mi extraña historia y citaban como contexto la leyenda de la enfermera. Mi única certidumbre es que el tono de voz de Ximena y la sensación que me producía escucharla era similar a esos momentos de paz y plenitud que experimentaba en la infancia cuando las voces me hablaban con dulzura. La terapia con Metón llegó a su parte más extrema. De aquellas crueles trepanaciones no recuerdo nada, pero quedan como constancia las vendas y suturas sobre mi cráneo y el dolor tan intenso. - Ha empezado a hurgar en busca de la piedra de la locura, pero me parece que no la encuentra. Tu piedra le interesa particularmente, sueña con poder leerla y descifrarla, pero hasta ahora no ha podido, me dijo Ximena. Su cuerpo cabalgándome en la duermevela mitigaba el dolor y conjuraba los demonios. - Voy a tratar de encontrar tu piedra de la locura, si es que acaso ha logrado extraerla. Metón las esconde cada vez mejor, pero yo siempre doy con ellas. ¿Sabes lo que he hecho? He robado las piedras de la locura que ha extraído a otros pacientes y las he sustituido por rocas viles y por ello Metón no puede descifrar nada. Las verdaderas piedras de la locura las he arrojado en un barranco de la Rumorosa, justo en el lugar donde se va partir en dos el mundo cuando llegue el Armagedón. Tú sabes bien de lo que te hablo, querido Galaor. Nunca pude constatar si Metón logró extraerme la piedra de la locura y tampoco sé si Ximena logró dar con ella y arrojarla al barranco. Las semanas transcurrieron con prisa, Metón interrumpió sus terapias en la mañana y las duermevelas de sexo salvaje con Ximena retomaron la dulzura de un maternal arrullo. Una mañana desperté y me di cuenta que la puerta de mi celda estaba abierta. Sobre la mesita encontré un documento con el sello del hospital en donde certificaban el satisfactorio cumplimiento de objetivos de la terapia a la que fui sometido por espacio de cuatro años. Mi salud mental podía considerarse en condiciones óptimas para reintegrarme a la sociedad. Lo extraño era que el hospital estaba absolutamente vacío, diríase abandonado. Ni rastro del personal médico o de otros pacientes. Salí a la calle y caminé rumbo al hogar paterno en el Hongo. Mis padres, que en cuatro años jamás me visitaron, no parecían sorprendidos de verme y se limitaron a sonreír cuando les mostré orgulloso mi certificado. Mi nueva vida comenzaba ese día.

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Con mi constancia de buena salud mental en la mano salí a buscar trabajo y ese mismo día tuve la fortuna de ser contratado como cajero en la caseta de cobro de la Rumorosa en el turno nocturno. Mi horario sería de siete de la noche a siete de la mañana y mi deber era recibir los 16 pesos de cuota, dar el pequeño comprobante de pago y desear buen viaje. Lo que no ha dejado de sorprenderme es la poca gente que parece haber en la carretera. A veces pasan horas sin que cruce algún viajero y hasta el mismo pueblo se ha tornado fantasmagórico. Las voces han vuelto. Ahora me hablan invariablemente cuando pasa la media noche y yo estoy solo en la caseta tratando de conjurar el frío de la madrugada. A las voces les ha dado por improvisar un juego de adivinanzas y me retan a señalar qué automovilistas se desbarrancarán minutos después de haber pasado la caseta. Lo extraño es que he desarrollado una habilidad para saber quién está condenado a muerte. El conductor pone los 16 pesos en mi mano y acto seguido adivino si llegará sano y salvo a Mexicali o si se despeñará en el abismo. El condenado a muerte avanza y media hora después pasa frente a mí la ambulancia que va a recoger sus restos. El tráfico en la carretera ha descendido pero los accidentes han aumentado de manera alarmante. Más de la mitad de los carros que pasan frente a mi caseta sufren un percance y en la Rumorosa no hay espacio para los heridos. Caer por sus barrancos significa una muerte segura. Algunas veces he estado tentado a lanzar advertencias, a decirles que soy adivino y veo a la muerte posada sobre su automóvil, pero las voces me lo han prohibido. No tengo el derecho a torcer los caminos. Hoy es la noche de fin de año, marcada como jornada de altísimo riesgo. Por si ello no fuera suficiente, ha empezado a nevar. Pienso que lo coherente es cerrar la carretera, pero no recibo indicaciones al respecto y a las siete de la noche arribo puntual a mi puesto en la caseta. Me extraña encontrarla sola. No hay ni rastro de la cajera del turno diurno que sólo se retira cuando llego a relevarla. La tormenta de nieve arrecia y los focos de la caseta están fundidos. Me alumbro con una vela y me preparo para levantar la pluma en forma manual si es que pasa algún carro pero esta noche yo soy el único ser vivo en el umbral de la Rumorosa. Al llegar la media noche mis voces cumplen con desearme feliz año nuevo. Al fin cruzarás el umbral, me dicen a coro. Una luz destella en las tinieblas y alumbra la cama de nieve sobre el pavimento. Sólo hasta que está a un metro de mí descubro a una ambulancia. Al volante solo distingo una sombra negra, pero cuando estoy levantado la pluma para dejarla pasar escucho pronunciar mi nombre. - ¡Feliz año nuevo Galaor! Aquí traigo tu piedra de la locura.

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Ximena me sonríe desde el asiento del copiloto. La ambulancia avanza y con la mirada sigo la luz de su sirena hasta verla extinguirse entre los laberintos nevados de la Rumorosa. Ahora hasta mis voces se han quedado en silencio. Cuando vuelvo la mirada encuentro a un niño montando una bicicleta verde frente a la caseta. Antes de intercambiar palabra alguna, lo veo levantar la pluma de metal con su brazo izquierdo y seguir su camino montaña abajo. Fuera del viejo overol infantil de mezclilla, donde se aprecian manchones de tizne y sangre seca, no lleva nada para cubrirse del intenso frío. En pocos metros la bicicleta ha tomado una velocidad de vértigo y de pronto creo verla flotar entre la nieve hasta convertirse en un punto verde diluido en la oscuridad. Las voces permanecen calladas y nada responden cuando les pido me aclaren lo sucedido. Acaso encuentro una señal en su silencio, pero sé que mi único camino posible es salir de la caseta y correr carretera abajo tras la bicicleta verde. Las voces no necesitan aclararme hacia dónde se dirige. Salinas Basave, Daniel (2018) Juglares del libro. Argentina: Fundación El libro


Histรณrico de autores participantes en el


HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES por orden alfabético, del 2007 al 2018

Shimon Adaf ~Israel Marco Tulio Aguilera ~ Argentina Gabriela Alemán ~ Ecuador Fernando Ampuero ~ Perú Alberto Barrera Tyszka ~ Venezuela Bagunyá Borja ~ España Rosa Beltrán ~ México Marcelo Birmajer ~ Argentina Caterina Bonvicini ~ Italia Luis Jorge Boone ~ México Beatriz Bracher ~ Brasil Marcelo Birmajer ~ Argentina Gonzalo Calcedo ~ España Ermanno Cavazzoni ~ Italia Alberto Chimal ~México Ana Clavel ~ México Valeria Correa de Fiz ~ España Alejandra Costamagna ~ Chile Edgardo Cozarinsky ~ Argentina Afonso Cruz ~ Portugal Mario Delgado Aparaín ~ Uruguay Pablo Andrés Escapa ~ España Bernardo Esquinca ~ México Patricia Esteban ~ España Rubem Fonseca ~ Brasil Carlos Franz ~ Chile

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Espido Freire ~ España Elpidia García ~ México Ana García Bergua ~ México Javier García-Galiano ~ México Felipe Garrido ~ México Teolinda Gersão ~ Portugal Mempo Giardinelli ~ Argentina Marcos Gilart ~ España Tessa Hadley ~ Inglaterra Liliana Hecker ~ Argentina Julián Herbert ~ México Claudia Hernández ~ El Salvador Jorge F. Hernández ~ México Jabbar Yassin Hussin ~ Irak Fernando Iwasaki ~ Perú Karmele Jaio ~ España Andrea Jeftanovic ~ Chile Etgar Keret ~ Israel Mojca Kumerdej ~ Eslovenia Jordi Lara ~ Cataluña Mónica Lavín ~ México Pedro Mairal ~ Argentina Berta Marsé ~ España Isabel Mellado ~ Chile Marcelo Mellado ~ Chile José María Merino ~ España


Biel Mesquida ~ España Emiliano Monge ~ México Mauricio Montiel ~ México Pablo Montoya ~ Colombia Fabio Morábito ~ México Guadalupe Nettel ~ México Andrés Newman ~ Argentina Eduardo Antonio Parra ~ México Edmundo Paz Soldán ~ Bolivia Marina Perezagua ~ España Goran Petrovic ~ Serbia † Ricardo Piglia ~ Argentina † Sergio Pitol ~ México Monique Proulx ~ Canadá Jordi Puntí ~ España Ednodio Quintero ~ Venezuela Pablo Raphael ~ México Rodrigo Rey Rosa ~ Guatemala Cristina Rivera Garza ~ México Giovanna Rivero ~ Bolivia Evelio Rosero ~ Colombia Roberto Rubiano ~ Colombia Daniel Salinas ~ México † Guillermo Samperio ~ México † Annie Saumont ~ Francia Ingo Schulze ~ Alemania

Samanta Schweblin ~ Argentina Luis Sepúlveda ~ Chile Ana María Shua ~ Argentina Roman Simic ~ Croacia Peter Stamm ~ Suiza Paola Tinoco ~ México Eloy Tizón ~ España Mariana Torres ~ Brasil † Hebe Uhart ~ Argentina Álvaro Uribe ~ México Luisa Valenzuela ~ Argentina Paul Viejo ~ España Juan Villoro ~ México Irvine Welsh ~ Reino Unido Kim Young-Ha ~ Corea † Eraclio Zepeda ~ México

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HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES por país y año de participación

Alemania Schulze, Ingo ~ 2012 Argentina Birmajer, Marcelo ~ 2009, 2016 Cozarinsky, Edgardo ~ 2018 Giardinelli, Mempo ~ 2016 Heker, Liliana ~ 2014 Mairal, Pedro ~ 2008 Newman, Andrés ~ 2007 † Piglia, Ricardo ~ 2010 Schweblin, Samanta ~ 2008 Shua, Ana María ~ 2013 † Uhart, Hebe ~ 2014 Valenzuela, Luisa ~ 2007 Bolivia Paz Soldán, Edmundo ~ 2013 Rivero, Giovanna ~ 2011 Brasil Bracher, Beatriz ~ 2016 Fonseca, Rubem ~ 2007 Torres, Mariana ~ 2015 Canada Proulx, Monique ~ 2008 Chile Costamagna, Alejandra ~ 2013 Franz, Carlos ~ 2009 Jeftanovic, Andrea ~ 2015 Mellado, Isabel ~ 2011 Mellado, Marcelo ~ 2012 Sepúlveda, Luis ~ 2008 Colombia Aguilera, Marco Tulio ~ 2007

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Montoya, Pablo ~ 2016 Rosero, Evelio ~ 2012, 2017 Rubiano, Roberto ~ 2007 Corea Young, Ha Kim ~ 2012 Croacia Simic, Roman ~ 2012 Ecuador Gabriela Alemán ~ 2016 El Salvador Claudia Hernández ~ 2015 Eslovenia Kumerdej, Mojca ~ 2012 Guatemala Rey Rosa, Rodrigo ~ 2016 España Puntí, Jordi ~ 2012 Bagunyá, Borja ~ 2011 Calcedo, Gonzalo ~ 2010 Cebrián, Mercedes ~ 2017 Cerrada, Cristina ~ 2017 Correa de Fiz, Valeria ~ 2018 Escapa, Pablo Andrés ~ 2010 Esteban, Patricia ~ 2010 Freire, Espido ~ 2009 Giralt, Marcos ~ 2011 Lara, Jordi ~ 2018 Karmele, Jaio ~ 2013 Marsé, Berta ~ 2009 Merino, José María ~ 2010 Mesquida, Biel ~ 2011


Morellón, Alejandro ~ 2017 Perezagua, Marina ~ 2015 Tizón, Eloy ~ 2014 Viejo, Paul ~ 2013 Francia † Saumont, Annie ~ 2007 Inglaterra Tessa Hadley ~ 2015 Irvine Welsh ~ 2015 Irak Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007 Israel Adaf, Shimon ~ 2018 Keret, Etgar ~ 2012 Italia Bonvicini, Caterina ~ 2008 Cavazzoni, Ermanno ~ 2008 México Beltrán, Rosa ~ 2007 Boone, Luis Jorge ~ 2014 Chimal, Alberto ~2014 Clavel, Ana ~ 2010, 2016 Espejo, Beatriz ~ 2017 Esquinca, Bernardo ~ 2015 García, Elpidia ~ 2018 García Bergua, Ana ~ 2010 García-Galiano, Javier ~ 2010 Garrido, Felipe ~ 2014 Herbert, Julián ~ 2013 Hernández, Jorge F. ~ 2008 Lavín, Mónica ~ 2010 Monge, Emiliano ~ 2009 Montiel, Mauricio ~ 2015

Morábito, Fabio ~ 2010 Murguía, Verónica ~ 2017 Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013 Ortuño, Antonio ~ 2017 Parra, Eduardo Antonio ~ 2008 † Pitol, Sergio ~ 2007 Rapahel, Pablo ~ 2011 Rivera Garza, Cristina ~ 2009 Salinas, Daniel ~ 2018 † Samperio, Guillermo ~ 2010 Tinoco, Paola ~ 2010 Uribe, Álvaro ~ 2013 Villoro, Juan ~ 2012 † Zepeda, Eraclio ~ 2007 Perú Ampuero, Fernando ~ 2016 Iwasaki, Fernando ~ 2011 Yushimito, Carlos ~ 2017 Portugal Cruz, Afonso ~ 2018 Gersão, Teolinda ~ 2018 Serbia Petrovic, Goran ~ 2008 Suiza Stamm, Peter ~ 2011 Uruguay Delgado Aparaín, Mario ~ 2014 Venezuela Quintero, Ednodio ~ 2007 Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009

ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2018

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Gracias al equipo de la FIL Guadalajara Dirección General: Alejandro Márquez Hernández, Luis Ángel Márquez Arrellano, José Luis Martínez González, Mariela Cruz Mena Mundo, David Unger Operaciones: Judith Morales Moreno, Yolanda Peguero López Administración: Carolina Ayala Noble, Nancy Guadalupe Cruz Nieto, Manuel Alberto Delgado Siordia, Patricia Lorena Valentan Gómez, Bernardo Torres Sahagún Contenidos: María Daniela Ascencio Casillas, Melina Flores Hernández, Lucila Jauregui Rosales, Araceli López Alvarado, Natalia Montes Sánchez, Itzel Estefanía Sánchez Hernández Protocolo: Blanca Daniella Gama Cárdenas Diseño y Ambientación: Francisco Javier Ojeda Álvarez, José Carlos Picos Alarcón, Erika Rivera Íñiguez Prensa y Difusión: Juan Manuel Alatorre García, Jessica Cano Lule, Areli Belén Martín Orozco, Josué Enrique Nando Durán Tecnologías de la Información: Noe Dávila Leandro, José Antonio Mercado González Patrocinios: Dea Nicté López García, José Rafael Sánchez Hinojosa FIL Niños: Joannes Paulus Arevalo Saguaya, Mario Carreón García, Juan Manuel Guzmán Saavedra Expositores: Abigaíl Corrales Pérez Profesionales: Diego Arellano Riverón, Jazmín Vianett Martín Orozco, Cintia Rodríguez Gutiérrez Servicios de Viajes: Mónica López Bravo, Aranzazú Soledad Meza Macías, María Verónica Flores García Alimentos y Bebidas: Paola García Martínez Montaje: Gabriel Castañeda González, Felipe Díaz Sedano, Eduardo Garibay Maldonado, Pablo Hernández Gutiérrez, Francisco Lara Santoscoy, Jessica Elizabeth Navarro Tinajero, Raúl Ramírez Galván, Carlos Alberto Padilla Rojas, Luis Alberto Velázquez López






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