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R E F L E

X I O N E S

cataclismo de la pasión, ellos, apóstoles, discípulos y seguidores del Maestro lloraban y se lamentaban porque veían cómo prendían a Cristo, cómo lo ataban, lo vejaban, lo flagelaban, lo llevaban a un juicio inicuo, lo condenaban y finalmente lo crucificaban. Ellos observaron cómo, para rematar la enorme injusticia, uno de los soldados, certeramente introducía la lanza en su costado buscando el debilitado corazón de Jesús. Hubo, aquel viernes, muchas lágrimas ocultas y silenciosas de los que contemplaban, absortos, el final del Maestro, Señor de la Vida. No, no se merecía haber terminado de esa forma. La siembra seguía su curso, "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn.12,24). Y el Maestro fue delante; su cuerpo, enterrado, para resucitar con fuerza inusitada ante la mirada atónita de sus discípulos. Y aquellos hombres, seguidores de Jesús fueron unos colosos de la siembra entre lágrimas. 6. En mi recuerdo quedan ofertorios misioneros y misioneras que murieron de modo súbito, a lo largo de estos 36 años vividos en el Perú: P. Santiago Ramón (1980), P. Tomás Fernández (1985), Fray Julián Masegosa (1986), P. Hermógenes García (1999), Monseñor Felipe Zalba (1999), P. Javier Aniz (2003), P. Adolfo Torralba (2005), Hna. Angela Santos (1986), Clara Cabrera m.s. (1975), Holger Nieto m.s. (1975), Jeannette Serra m.s. (1990), María Angeles Huerta m.s. (1994). Rindo tributo, porque ellos fueron semilla buena que, caída en tierra, produjo tallos, flores y frutos que han sazonado nuestra labor misionera. Ellos han sido auténticos sembradores entre lágrimas de esperanza. La semilla de aquellas muertes jóvenes y la semilla, encerrada en los numerosos misioneros en forma de ofrenda total, que fueron fieles hasta el final, constituye una siembra maravillosa en medio de lágrimas abundantes. Los misioneros siempre hemos tenido un pie en las cruces y el otro en el alma. 7. El campo misionero está rodeado de una cerca ingente de espinas. Es difícil trasladarse, ingresar por esos caminos sinuosos; es difícil la vida en la tierra misionera. A todos los misioneros y misioneras nos ha tocado trabajar, penar, sufrir. Lo hacíamos con entusiasmo porque creímos que un día cambiaría la suerte de nuestros hermanos marginados. En esta vida, hay que reconocerlo, no hay éxito sin trabajo duro, no hay avances sin esfuerzo sacrificado. Y nosotros elegimos una ruta difícil, caminando por senderos increíbles, esforzándonos en buscar recursos, poniendo, como garantía, nuestra propia salud, trabajando con sentido de honradez misionera, mirando con fe el hontanar que un día podríamos encontrar para aplacar la sed de vida que estaba en posesión de los débiles. Nuestras vidas, y la de nuestros hermanos, fueron campos extensos donde debíamos sembrar entre lágrimas. Y fuimos sembrando esperanzas, eternidad, ilusión por la cosecha, cantos de fiesta, alegría anticipada. Sembramos soñando con la cosecha. Lo hicimos, muchas veces, con lágrimas en los ojos y en el

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