Bacanal#113 / SNOB WINE

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TAPA

O N S T O N R O B O SN

N LUGAR DE U A S A T IS B RE OS SNO DEL FOLKLO SCENDIÓ A L


NOTA DE TAPA

SNOB OR NOT SNOB LA SOFISTICACIÓN GOURMET ASCENDIÓ A LOS SNOBISTAS A UN LUGAR DE PRIVILEGIO, CASI NECESARIO EN EL ÁMBITO DEL VINO. FIGURAS DEL FOLKLORE, QUE VAN DE CIERTO ROMANTICISMO A LA CARICATURA MÁS ATROZ, Y QUE EN SUS MODOS JUSTIFICAN LOS CAPRICHOS Y TENDENCIAS DE LA INDUSTRIA. UNA RECORRIDA POR EL SNOBISMO Y SUS CULTORES EN LA NUEVA IMAGEN DEL VINO. TEXTO ALEJANDRO IGLESIAS (SNOB PART TIME)

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el año 1848, plena época victoriana, cuando el novelista inglés William Makepeace Thackeray definió, con ironía pero también con benevolencia, la palabra “snob”, ese acrónimo de sine nobilitate (sin nobleza). Y lo hizo explícitamente desde adentro, escribiendo The Book of Snobs, by One of Themselves. El propio Thackeray se sabía un poco snob, “dando importancia a cosas sin importancia”, y “admirando mezquinamente cosas mezquinas”. Lo repetimos: 1848. Plena revolución industrial, los albores del capitalismo. No hay dudas de que Thackeray fue un hombre de su tiempo. Desde ese año, el término no sólo sobrevivió, sino que creció a niveles insospechados, en paralelo al crecimiento del consumo. Hoy, bien podría declamarse: quien se crea libre de snobismo, que tire la primera piedra. Es que el snob es una figura inherente al consumo, en especial, al consumo mirado desde el placer y no desde la supervivencia. Entre ambos, se retroalimentan, se justifican y se necesitan. Sobran los ejemplos. Y el mundo del vino es uno de ellos. De hecho, en su historia moderna, demostró ser un campo fértil para el cultivo del snobismo, a veces de manera más sutil y sana, otras más desmesurada y caricaturesca. Desde multimillonarias subastas a cursos y mesas de los restaurantes. La conducta del snob esconde siempre un mismo fin: ser parte de un grupo al que se admira. Somos snobs cuando ostentamos

nuestro iPad o la manzanita sobre la Mac portátil. Somos snobs cuando nuestra camisa delata su marca, con el logo declamando a los gritos dónde está nuestro corazón. Un efecto sin intención, pero intencional. El snobismo tiene que ver con la sofisticación; no se busca formar parte de un fracaso sino ser uno con el éxito. Incluso hay quienes aseguran que ser un poco snob es una virtud, que al final del día genera la presión necesaria para realizase. De vuelta al vino: un producto nacional, de altísima calidad, posiblemente el único consumo de lujo hecho en Argentina capaz de competir en cualquier mercado del mundo. Aquí, en París, en Nueva York o en Shanghai, el vino es sinónimo de status. Y en su plano aspiracional se convierte en poderoso imán de snobs. La propia industria sustenta esto, con productos cada día más complejos y lujosos, exigiendo un consumidor que se especialice y justifique esa oferta con la demanda. El problema es cuando el snob se convierte, claro, en caricatura. Cuando se pierden los límites, ingresando en el terreno del ridículo. De esos snobs se reía Miguel Brascó en sus columnas. De esos snobs hablan tantas caricaturas en el mundo entero. A esos snobs retrata Paul, el sommelier de Coca Light. La palabra clave es límite. Una línea que, de tan delgada, es muy fácil de cruzar. Y, muchas veces, difícil de distinguir. Sobre esa línea caminamos en esta nota.

VINAGRE PARA MILLONARIOS Coleccionar vinos y asistir a subastas de etiquetas exclusivas es un ámbito fértil para que el snob se desarrolle. Basta visitar un encuentro para notar que sólo un puñado de los presentes llega con ánimo de ofertar, mientras que la mayoría está allí como acto de presencia donde beber una copa con cara de connaisseur, para luego retirarse con las manos vacías. Más allá de lo pintoresco que pueda parecer este hábitat, las subastas de vinos mueven millones de dólares alrededor del globo. Tanto en Estados Unidos, Europa y más recientemente en Asia, estos encuentros son frecuentes y organizados por empresas de la talla de Christie’s y similares. Incluso existe el índice liv-ex, al mejor estilo Dow-Jones, para seguir en tiempo real cuánto puede haber fluctuado el valor de las etiquetas más preciadas. En nuestro país, estas pujas cuentan con algo más de una década de historia y su crecimiento es más bien lento. Un referente de este ámbito es Federico González Sasso, y asegura que entre su público hay “gente culta y conocedora, entusiastas con ganas de participar (y con recursos para hacerlo) y otros que llegan para comprar vinos que luego regalan socialmente”. También, confiesa que en más de una ocasión los lotes son adquiridos por grupos de individuos a los que no les alcanza para comprarlos en forma personal, y hacen una vaquita para descorchar así la crème de la crème. Hace apenas un par de semanas, una subasta local logró valores récord, con la venta

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de un La Tache 1987 a 21.000 pesos, un Petrus Grand Vin 1979 a $20.600 y un Château Margaux Grand Vin 1996 a $8800. En materia de subastas, el gran snobismo se ve fronteras afuera. Un caso arquetípico fue el famoso escándalo revelado por el libro The Billionaire´s Vinegar (Vinagre de millonarios). En 2008, el periodista Benjamín Wallace develó una de las principales facetas del snobismo en este best seller, donde narra los entretelones de una subasta de 1985. En aquella ocasión, uno de los lotes era una botella de Château Lafitte 1787 que habría pertenecido a Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos. Patrocinada por Christie’s, este remate convocó a coleccionistas y multimillonarios desesperados por pujar y llevar esta etiqueta de casi doscientos años a sus cavas personales. El valor final fue de ciento cincuenta y siete mil dólares, por más de una década un récord en materia de vinos. Pero lo divertido fue saber, tiempo después, que muchas de las botellas de la subasta eran falsas. E incluso muchísimos expertos dudan de la propia Château Lafitte 1787 (entre ellos, claro, el propio Wallace).

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Este no fue el único caso: similar caso sucedió con los vinos de Petrus, y fue necesario que la familia Moueix, propietarios de esta centenaria casa francesa, salieran públicamente a advertir que muchos de los vinos supuestamente suyos subastados en el mundo eran en realidad falsos. Un caso más, el de Rudy Kurniawan, gran coleccionista de vinos arrestado hace dos años por comprar vinos en Borgoña y reetiquetarlos como vinos de colección para luego venderlos a precios siderales en diversas subastas. Lo interesante del caso es que, más allá de que sea falso el vino en cuestión o no, hay algo que no está en duda: un vino de 200 años no se compra para ser bebido. El comprador del Château Lafitte 1787 fue la familia Forbes (sí, los dueños de la revista que es algo así como el súmmun del snobismo), la tuvieron expuesta en su museo privado, iluminada por potentes focos, durante varios meses, hasta que el corcho encogió tanto por la falta de humedad, que se cayó dentro de la botella. De allí, la idea de vinagre para millonarios. Vinos “muertos”, cuyo único valor real es, nada más y nada menos, que la ostentación.

LA CARTA DE VINOS, POR FAVOR En los restaurantes, se suelen dirimir muchas cuestiones snobistas. En esta cancha, la pedantería juega para ambos lados, para el comensal y para el propio lugar. Es común escuchar a clientes decir que la carta de tal o cual local es pretenciosa o que el sommelier es un engreído; como respuesta, son habituales las anécdotas contadas sobre caprichos de comensales con ansias de parecer expertos.


SNOBEADA P

Hoy, los mejores restaurantes apuestan a que sus cartas de vinos sean más que un listado. Que sorprendan, que despierten inquietudes. Esto produjo cierta competencia por ver quién tiene la mejor carta, tanto en su diseño como en la cantidad y variedad de vinos de la cava. Pero, como siempre, no se trata de tener la lista más larga. Ser mejor debe incluir un trabajo consciente por ofrecer opciones inteligentes, respetando una idea gastronómica, teniendo en cuenta la demanda y necesidad de la clientela. Estar orgullosos de tener la “carta más importante de la ciudad” o la más numerosa, como si eso fuese un éxito en sí mismo, es un snobismo absoluto. Recuerda un poco a los viejos bodegones, que por buena comida entendían menús kilométricos con decenas de opciones. En gastronomía, calidad y cantidad difícilmente van de la mano. Para colmo, muchas de estas cartas suelen comenzar con los vinos más caros, una manifestación que lejos de ser de buen gusto, espanta a muchos y vende poco. ¿Y qué pasa del otro lado del mostrador? Ahí surge toda una fauna de snobs, que incluso suele ser tipificada por los actores gastronómicos. Está el conocedor, el fanfarrón, el que elige por precio, el que pide lo que le dijeron que pida y sigue la lista. “En materia de vinos, el cliente no suele tener razón”, aseguró un reconocido restauranteur. Entre las anécdotas que nos contó (en estricto off), la más divertida refería a un empresario que rechazaba sistemáticamente cada una de las botellas que llegaban a su mesa luego de catarlas, ante el asombro de sus invitados, quedando como un verdadero entendido. Lo cierto es que

uede que sea curarse en salud. Puede que sea un spoiler. Lo cierto es que debo decirlo desde ahora: este texto es básicamente una snobeada. Es que acá, después de este párrafo de disculpas, comenzará una larga cita de autores, tal vez algunas explicaciones innecesarias, alguna búsqueda de reflexión. Como sea, no tengo retorno. Y, dicho esto, que empiecen las comillas. “El snobismo parece haber existido, aunque bajo formas atenuadas, desde el lunes de la semana siguiente a aquella en la que Dios creó el universo”, asegura el ensayista y periodista estadounidense Joseph Epstein. Y algo de razón tiene. ¿Qué fueron sino los romanos acomodados de la última etapa del Imperio con sus dioses importados de Oriente junto con el incienso, los camellos y las sedas? O El búrgues gentilhombre que retrata Moliere. O el Legradin de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Seres que intentan sobresalir sin atravesar el camino áspero del conocimiento –el conocimiento en un sentido amplio, no académico–, hombres y mujeres dispuestos a pagar por el banquito que haga elevar sus cabezas por encima de las otras cabezas. En rigor, chicos que buscan desesperados el juguete imposible, el juguete que los vuelve distintos. Y lo buscan del modo que sea: nadando contra la corriente, comprándose directamente el río, o afirmando que la corriente, la natación y el río directamente no existen. Lo que importa es el efecto de su postura o de sus palabras. Porque es la mirada del otro la que determina y en la que se recorta el snob. Por eso, para que el snob fuese snob, necesitaba de la palabra que lo cosificara. Esa palabra llegó a mediados del siglo XIX, con el libro de Thackeray. Y esto no parece casual. Porque si bien es acertada la frase de Epstein, no es del todo cierta. Es que para que el snob fuera de verdad snob, necesitó de ciertas variables en el entorno. Digamos, de una superestructura. Y este andamiaje político, económico y social llegó con la revolución industrial, con la imposición del capitalismo como sistema económico y financiero y con el establecimiento en buena parte de Europa y en el norte de América del cristianismo protestante como religión mayoritaria. En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el sociólogo Max Weber aplica un análisis que –si bien discutible en otros ámbitos– se vuelve bastante claro para la idea del snob. Weber explica en el libro algunos datos básicos del protestantismo: el destino de quienes obtendrán la salvación eterna no puede ser modificado en este mundo, está escrito por Dios desde el comienzo de los tiempos. A diferencia del catolicismo, el hombre no puede modificar su destino. Los nombres de quienes serán salvados ya están escritos. Y en esta tierra sólo hay señales que dan cuenta de ese destino. Una de ellas, tal vez la más importante, es el bienestar económico. De ahí, que el tiempo es oro. De ahí, al alarde snob, diez centímetros. Desde entonces, el snobismo sólo supo de un crecimiento a tasas chinas. Hoy la publicidad sustituyó a Dios, pero el sistema no varió ni, parece, variará. Tener es mejor que no tener. Pertenecer tiene sus privilegios y así. Esto que parece el paraíso del snob es, también, su infierno. Es que hoy todos somos snobs. Por eso, se vuelve difícil cumplir la premisa marcada por Virginia Woolf como básica a la hora de definir el snobismo: “impresionar a los demás”. De ahí, a los mercados de lujo, diez centímetros. Y en estos mercados sobrevive el snob, con su costado simpático y su costado insoportable. Con sus diez minutos graciosos y sus tres horas imposibles. Aquí sobrevivimos todos, como podemos. Incluso cuando no podemos demasiado.

Javier Rombouts


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no era más que una puesta en escena. Este empresario había arreglado previamente con el restaurante que iba a hacer eso, y al otro día volvió al lugar para pagar cada una de esas botellas –injustamente– rechazadas. Otro caso es el de un reconocido –y mediático– empresario que durante su divorcio se alojó por un tiempo en uno de los principales hoteles cinco estrellas de Buenos Aires. Por esos días, este empresario había comenzado su noviazgo con una vedette que luego se convertiría en su esposa. Y para agasajarla solía pedir los vinos más caros, sin mirar gastos. Incluso, cuando salían a comer a casa de amigos, también recurrían a la cava del hotel para que les envíen packs personalizados. “Armábamos verdaderos combos, con Chateau D'Yquem (el favorito de ella), portos y puros, que luego pasaban a buscar sus custodios o choferes”, cuentan con cierta sorna, pero también con nostalgia, un empleado a cargo de esa cava.

PERTENECER TIENE SU PRECIO Cuando el furor por saber sobre vinos llegó a la cresta de la ola, hace unos cinco años, muchos lo creyeron una moda pasajera. El tiempo demostró que estaban equivocados: hoy siguen multiplicándose los cursos y las catas, se mantienen los clubes de vinos, e incluso

en las vinotecas de barrio se dictan charlas a sala llena. En ciertos círculos sociales, quien no sabe de vinos, hoy es un poco analfabeto. Y ahí es donde los cursos se transforman en amperímetros del snobismo nacional. Para Joaquín Hidalgo, periodista especializado en vinos y creador de Vinomanos.com, existen dos tipos de participantes: “Los que vienen a aprender y los que vienen a refrendar. Estos últimos son los snobs, los que hicieron un curso de vinos (o dos) y que vienen para estar en el asunto, y sacarle lustre a una vanidad creciente”. Se podría agregar: están los que van por verdadero amor a los vinos, que quieren entender sus propios gustos, como manera de conocerse a sí mismos; y están los personajes que poco les interesa el vino, pero que no quieren sentirse afuera, excluídos de

conversaciones laborales o en encuentros de amigos. “El vino es sinónimo de estatus. Saber más que el resto es una buena carta de presentación. Antes culto era el que hablaba de Truffaut. Hoy, lo mejor es tener un discurso armado sobre vinos”, aporta un reconocido sommelier que trabajó en varios de los restaurantes más importantes de Buenos Aires. Un tip para encontrar a los snobs: en la próxima feria, cata o evento que vayan, miren lo que consumen. Los snobs no buscan varietales, no buscan un orden pedagógico en la manera de probar, tampoco siguen su gusto personal. En cambio, se guían por el precio, rogando por los súper premium de cada marca. Y se desesperan por olisquear la copa en compañía de algún enólogo reconocido. No van para descubrir lo nuevo, sino para

QUIEN SE CREA LIBRE DE SNOBISMO, QUE TIRE LA PRIMERA PIEDRA. ES QUE EL SNOB ES UNA FIGURA INHERENTE AL CONSUMO. ENTRE AMBOS, SE RETROALIMENTAN, SE JUSTIFICAN Y SE NECESITAN. 48

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que fue la cosecha y nos piden ser cómplices de su relato”, nos confesaba recientemente un enólogo que hasta fue contratado por un empresario para hacer una presentación de “sus” vinos ante amigos y familiares. Este grupo podrían cerrarlo muchas de las celebridades que ven cool ponerle el nombre propio a un vino. Con varios casos en el ámbito local, donde pocas veces se logra la continuidad de la etiqueta (aún cuando sean buenos vinos) en el mundo lo hacen desde Brad Pitt y Angelina hasta Arjona. Un mix de snobismo y show business que satisface el ego de los famosos y también el de sus gruppies que salen corriendo a comprarlo.

ENO VOYEURISMO

marcar territorio. Y una dato más: más allá de la vergüenza ajena que a veces provocan, un buen snob jamás se sonroja.

MI NOMBRE EN LA ETIQUETA Aquí se puede ver claramente qué tan delgada es la línea del snobismo. Una frontera entre la pasión que despierta el vino en todo enófilo y el atajo que toman muchos para simplemente “parecer”. ¿Quién no soñó alguna vez con tener un viñedo desde el cual producir el vino propio? ¿Quién –tras mirar la película Un buen año– no pensó en mudarse a la Provence, así como en la adolescencia hubiésemos dejado todo por un parador en la playa? Atentos a esta fantasía, muchas empresas proponen convertir el sueño en realidad. Ya sea invirtiendo en viñedos, contratando enólogos de renombre o comprando barricas personalizadas, existen diversas opciones para inflar el pecho y descorchar el Malbec personal ante amigos y colegas. Un ejemplo de snobismo sano podría ser Finca Propia, la empresa que ofrece adquirir un número determinados de hileras de vides para tener en cada vendimia una partida espe-

cial de botellas de ese viñedo. Según Santiago Mas, mánager del proyecto, quienes se acercan tienen diferentes motivaciones. “Están quienes siempre quisieron formar parte de la industria, pero no cuentan con el capital para algo más grande; otros lo hacen por curiosidad, para aprender y hasta para divertirse. Y también están los que disfrutan de la idea de tener su propio vino y compartirlo”. Un recurso mucho más simple, pero sin dudas menos romántico, para cumplir la fantasía de ser bodeguero, es comprar botellas de vino sin etiquetar y personalizarlas. Abundan las opciones donde hacerlo, incluso algunas cuentan con enólogos importantes en la asesoría. Pero, claro está, difícilmente quien elija esta solución confiese que simplemente viajó, probó, compró y regresó (en el mejor de los casos; en el peor, todo esto se hace online, salteando la parte de probar). “Suelen ser empresas que compran lotes para enviar de regalo a clientes y contarles que el vino fue elaborado especialmente para ellos. Hay quienes cuentan a sus allegados lo complicada

Las nuevas tecnologías convirtieron a los snobs del vino y la gastronomía en protagonistas de las redes sociales. De mismo modo que los más cholulos se enorgullecen de sus selfies con celebridades de la farándula, otros hacen los mismos. pero con botellas, visitas a bodegas y charlas con enólogos. Con Twitter e Instagram a la cabeza, son miles los que alardean qué vino están bebiendo, dónde y en compañía de quién. Así, el snob se convirtió en una especie de voyeurista a la inversa, deseoso de lucirse con una selfie donde se lo vea con un gran vino o en un restaurante de alta categoría (y precio). Todo sea por ostentar el descorche. Para estos personajes, la aplicación mobile Vivino (la que escanea la etiqueta, reconoce el vino y los sube inmediatamente a las redes) representa el fetiche número uno. Y así como los adictos a Twitter compiten por ver quién en su grupo tiene más followers, estos voyeuristas hurgan en los perfiles de sus contactos para ver cuál es la etiqueta que les falta probar. Pero esta faceta del eno snob no termina aquí. Si además de contar con un smartphone y la posibilidad de descorchar grandes vinos tiene contactos en la industria, los veremos en Facebook compartiendo sus viajes a Mendoza y sus comidas en compañía de bodegueros y


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UN VINO DE 200 AÑOS NO SE COMPRA PARA SER BEBIDO. EN REALIDAD, NO ES MÁS QUE UN BUEN VINAGRE PARA MILLONARIOS. enólogos. O, desde el anonimato total, enviar feliz cumpleaños al enólogo favorito a través de Twitter, en la espera de un retweet.

COLECCIONISTA DE GADGETS Botella, sacacorchos y un par de copas podrían ser la santísima trinidad de todo wine lover. Pero si de aspirar más alto se trata, el mercado ofrece tantos accesorios como el consumidor esté dispuesto a pagar. En su gran mayoría, son innecesarios; otros no aseguran el mejor resultado para todos los mortales, sino sólo para los más entrenados y exigentes. Entre estos accesorios, el más difundido es sin dudas el decanter, esa especie de botellón que bien utilizado asegura una mejor expresión del vino, pero que la gran mayoría usa sólo para llamar la atención, una moda que se aplica tanto a los hogares como a los restaurantes.

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Regresemos al trío santo: desde que la cristalería Riedel revolucionó el mercado con sus curiosos formatos hace unos cuarenta años, las copas se convirtieron en objetos de deseo. Mas aún cuando uno escucha de primera mano cuáles son las características y bondades de cada uno de sus cientos de modelos. Un grado de sofisticación que puede tener muchas justificaciones, pero que sin dudas pocos logran aprovechar. Los mismos consumidores impusimos que un buen restaurante deba contar con grandes copones de vino, más allá que, claramente, su costo está incluído en la cuenta. ¿Será necesario tanto glamour? Tema aparte es el del sacacorchos. Por un lado, está el profesional, de dos tiempos, el más usado en el servicio de restaurantes, económico y eficiente. Pero no alcanza: a su lado surgen miles de modelos, de diversos materiales y formas. Desde el que inyecta aire hasta el eléctrico, muchos son muy buenos, otros son pésimos. Y, claro, todos cuestan mucho más. La lista sigue: entre los últimos wine toys que todo snob debe tener, resplandece el Venturi, una especie de decantador express, junto al Coravin, nuevo fetiche obligado, un vertedor que atraviesa el corcho e inyecta un gas especial que asegura una óptima conservación del líquido después de abrir la botella. Hay una lógica en la pasión por las herramientas: el cocinero amateur querrá el cuchillo de moda, el amante de las manualidades tendrá su minitaller de lujo, y el bebedor querrá los más lindos utensillos. Aunque esto signifique, muchas veces, llenarse de objetos

que nunca se usarán. Como una cartera de cuero para llevar botellas que se cuelga en el marco de la bicicleta...

DETRÁS DE LA TENDENCIA Por último, si hay algo que desvela a los snobs, es saber cuál es la última tendencia enológica. Al snob más exagerado no le interesa la historia, lo que sucedió, tampoco lo que sucede. El verdadero hipster enológico quiere salir del mainstream y apuntar a los más curioso y raro del mercado. Así, conocieron los vinos de altura antes que se instale el concepto, encontraron los viñedos más exóticos antes que sus vinos estén en la góndola, y probaron cuanta cepa rara haya aparecido. Adoran los nombres impronunciables, los sabores polémicos y cualquier frikeada que ande dando vueltas. Deportistas de lo extremo, se definen. Ante esto, la industria nunca dejó pasar la oportunidad. Vinos en el extremo sur de Argentina, vinos en alturas donde las uvas no maduran. Cosechas ultratempranas para lograr acidez y bajo alcohol, cosechas súper tardías para conseguir intensidad. Blends de variedades desconocidas incluso en su país de origen y vinos secretos que circulan como mensajes encriptados en una botella. Hay para todos los gustos y para todos los snobs. Porque a fin de cuentas, de eso se trata. Ese snob que, como dijimos al principio de esta nota, todos llevamos dentro, es parte de la cultura y del consumo del vino. Ese snob del cual mejor es reírse. Para no llorar.

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