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La acequia La profundidad del agua

Mi vida era silenciosa y serena. Así suele transcurrir la existencia de las acequias. La monotonía había hecho nido en las márgenes de mi cauce. Algunas hierbas silvestres crecían en mis orillas. Yo les aportaba humedad. Ellas hacían menos rutinario el fluir del agua por mi cuerpo.

Cuando llegaron ellos, yo llevaba casi dos siglos fluyendo desde el río Dora. El destino de mis días había consistido en regar campos de maíz, cultivos de patatas y pequeños huertecillos de verduras. Pero la presencia de aquellos muchachos cambió mi vida. Ellos llenaron de nuevas resonancias el murmullo casi imperceptible del agua. Alteraron mi silencio… y mi misión.

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Todavía recuerdo aquella primera tarde. Llegaron desde la casa Pinardi; una edificación que se alzaba a escasa distancia de mi curso.

De pronto, sin pedir permiso, aquel grupo de muchachos comenzó a sumergir en mis aguas las escasas prendas que portaban en humildes hatillos. Mi agua cristalina, protestó. Aquellas ropas estaban sucias: arena y cal, grasa y sudor, mugre y suciedad… No pude reprimir una mueca de asco. Luego, entre risas y chanzas, esgrimieron toscas pastillas de jabón. Quise protestar… pero ya era tarde: mi agua cristalina se estaba enturbiando. Sentí escozor en mis ojos. Lloré. Mis lágrimas se fundieron con mi caudal.

Tiempo después, desapareció el jabón. Cesó el llanto de mis ojos. Fue en- tonces cuando reparé en las prendas que lavaban en mi cuerpo. Eran pobres y humildes. Mostraban un sinfín de cicatrices: zurcidos y remiendos; pedazos y composturas recientemente hilvanadas. Reparé también en sus pequeñas manos encallecidas: hacía tiempo que abandonaron la infancia para someterse a la aspereza del trabajo adulto.

Finalmente marcharon. Recuperé transparencia y tersura. Reflexioné. Y tomé una decisión: ofrecerles la mejor de mis aguas cuando regresarán. Y así lo hice durante más de diez largos años. Fui fiel a mi compromiso.

Nunca me arrepentí. De labios de Don Bosco, el joven sacerdote que les acompañaba, aprendí que yo, una humilde acequia de riego, podía llegar a ser mucho más que el lugar donde sus chicos hacían la colada.

Gracias a él me convertí en signo de limpieza interior y de pureza. Mis aguas tersas fueron como el espejo que transformaba sus muecas del desaliento en sonrisas. Fui el misterio de un agua clara que se ofrece, se entrega y luego sigue su curso, sin pedir nada a cambio.

A día de hoy sigo existiendo, pero enterrada en vida bajo el asfalto de la gran ciudad de Turín. Tan sólo cuando llueve mucho, siento que un hilo de agua acaricia mi cauce reseco. Y me sumerjo en la nostalgia de un ayer que nunca regresará.

José J. Gómez Palacios, sdb

Una villa volcada, la de La Orotava, en torno a su imagen de María Auxiliadora, coronada con gran solemnidad el 23 de abril por el obispo de la diócesis, Bernardo Álvarez, en una tarde radiante que pareció sumarse a la fiesta.