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Cosas de Don Bosco EL SILBIDO

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Nota

Fiu-fiu… Fiu-fiu-fiu. Fiuuu. Soy un humilde silbido. Vivo acurrucado en el interior de mi dueño. Estoy siempre dispuesto a brotar por entre sus labios fruncidos. Aunque mi cuerpo es tan sólo un leve soplo, mi melodía Don Bosco escuchó deja flotando sonrisas el silbido. Rezó una en el aire. Pertenezco a avemaría y, con voz un joven albañil huérbaja, susurró: «Este es fano. Amamantado en el inicio del Oratorio». la soledad. Crecido en el sufrimiento. Acunado en dormitorios públicos con esa siniestra nana que entonan las toses de los tísicos y los gritos de los borrachos. Era la fiesta de la Inmaculada. Amanecía sobre Turín. Mi dueño se incorporó sobre su jergón de paja: miseria poblada de chinches y pulgas. Salió a la calle. Deambuló encogido por el frío. Resguardaba sus manos en los bolsillos de su raído pantalón de pana. Sabañones. Manchas de yeso y cal. Gorra de obrero calada. Fiu-fiu… Fiu-fiu-fiu. Fiuuu. Silbó. El frío condensó el aire que emergía de sus labios. Acompasé mi me1841. Fiesta de la Inmaculada. lodía a su caminar. De pronto, una igleDon Bosco se dispone a celebrar sia abierta. Entró. Se situó temeroso en misa. El sacristán golpea a el fondo del templo. Me hizo callar. Los Bartolomé Garelli, joven albañil. fieles musitaban sus rezos. Don Bosco defiende al mucha- Y, cuando menos lo esperábamos… cho. Conversa con él. A cada apareció el sacristán. Blandía el mango pregunta, una respuesta negati- de un plumero. Golpes. Puntapiés. Y el va. Al final Don Bosco le pregun- dolor de los insultos, que, aunque se perta: ¿Sabes silbar? Respuesta ciben con el cuerpo, se sienten del alma. afirmativa. Comienza el Oratorio Mi dueño huyó hacia la puerta. De im(MBe II,64-66). proviso, una voz potente recriminó al

El silbido

¿Sabes silbar?

sacristán: «¿Qué hace? ¿Por qué le pega? Es amigo mío. ¡Llámele enseguida!».

Regresó amedrentado el albañil. Le aguardaba Don Bosco con sonrisa sincera. Le repitió varias veces la palabra «amigo». Creó un paisaje de amabilidad para atenuar el temor.

Cuando concluyó la misa, fui testigo de la cordial conversación que Don Bosco mantuvo con mi dueño: «¿Vive tu padre? ¿Vive tu madre? ¿Sabes leer? ¿Sabes escribir? ¿Has hecho la primera comunión…?». De los labios del muchacho tan sólo brotaba una retahíla de «noes». Era la consecuencia de una existencia vacía de afecto y ahíta de soledad. Los ojos de mi amo miraban hacia el suelo. Los «noes» del fracaso rodaban uno tras otro. Se desvanecía la esperanza.

Cuando todo parecía perdido, Don Bosco hizo un requiebro. Formuló una inusitada pregunta: «¿Sabes silbar?». Un «sí» iluminó el gris paisaje. Alzó la mirada. Sonrió por primera vez.

Fue entonces cuando yo broté espontáneamente: Fiu-fiu… Fiu-fiu-fiu. Fiuuu.

Don Bosco escuchó mi melodía de silbido con respeto sagrado. Rezó una avemaría. Luego, con voz baja susurró: «Este es el inicio del Oratorio».

Desde aquella mañana no he dejado de poner música a la vida de mi dueño. Pero nunca he llegado a comprender qué hacía yo en el origen de proyecto tan grande. Quizás sea porque los silbidos tenemos el privilegio de ser una sonrisa en el aire.

José J. Gómez Palacios, sdb