Salta y la Quebrada de Humahuaca

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Salta y la Quebrada de Humahuaca


Un viaje en el momento justo

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espués de una larga espera, había llegado el 8 de abril. Atrás había quedado una planificación de casi 5 meses, que comenzó con la compra de los pasajes por Aerolíneas Argentinas para el vuelo 1450 con destino final Salta. El reloj sonó a las 4,15 de la madrugada, pero en verdad, la ansiedad ya me había despertado un rato antes. A las 5, ya estábamos listos para partir en auto hasta el Aeroparque. Lo temprano de la mañana nos permitió llegar rápido. Apenas 35 minutos de autopista y ya estábamos bajando para tomar la avenida Alem y luego subir a la autopista Illia, directo a nuestro destino. Llegamos 6,10. Aprovechamos cuando se abrieron los mostradores y despachamos las valijas. 18,500 la mía y 15.600 la de Graciela, cargadas de un montón de ilusiones y de ropa que a priori pensábamos que no íbamos a alcanzar a usar en 8 días. UN EMBARQUE COMPLICADO

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os dijeron que embarcábamos por la puerta 10 a las 7,35 y hacia allá fuimos. Vimos salir el sol, escuchar nombres de pasajeros que no se habían presentado a embarcar en vuelos anteriores y hasta compartimos la sala de espera con un contingente de alumnos de sexto grado que se iban de viaje de egresados a Córdoba. Calculamos el tiempo adecuado para ir al baño antes de que nos llamaran, pero la espera se prolongó. Varias veces miramos a la puerta 10, que permanecía inactiva, mientras el sonido ambienta lanzaba uno y otro

mensaje, a veces superpuestos, otros saturados, pero ninguno destinado al vuelo a Salta. Habían pasado 10 minutos del horario de embarque, cuando se me ocurrió mirar el cartel de partidas y grande fue la sorpresa cuando vi que la partida se hacía de la puerta 13. Salimos volando y llegamos para ponernos últimos en la fila, previo reclamo de la falta de información adecuada. A lo que recibimos como respuesta “Hicimos dos avisos”, cosa que en nuestro lugar no se escucharon. Eso sí, cuando estábamos en la cola, escuchamos claritos nuestros nombres, pero en la puerta 13. Me queda la duda que hubiera pasado si permanecíamos en la puerta 10. ¿Se habría escuchado? Subimos al avión, Un Boeing 737 800 y estaban todos sentaditos. Nos marchamos hasta el fondo con la esperanza que el asiento de la ventanilla no haya sido ocupado, pero rápidamente nos desilusionamos. El avión estaba lleno y creo que del total de asientos, solo 2 no fueron ocupados. Nos sentamos en la fila 21 B – C justo donde termina el ala, así que la vista


teniendo en cuenta las situaciones descriptas fue mínima. El vuelo fue muy bueno. Despegamos a las 8,28 y a las 10.22 estábamos tocando suelo salteño en una día radiante. Recibimos el equipaje y ahí nomás le pregunté al encargado del baño ¿Cómo se podía ir al centro? Me contó que en la parte exterior del aeropuerto pasaba el colectivo y que cobraba 18 pesos, pero obviamente con mochila y valija, iba a ser una tarea titánica poder subir, por lo que quedó descartado. La combi cobraba 120 pesos por pasajeros, los taxis 250 y los remises un poquito más, me indicó. Ante esto, a la salida, enfilamos para la fila de taxis, que en Salta son de color rojo. Era un Fiat Siena y si bien tenía tanque de GNC, las dos valijas entraron bien. Ya estaba cerrando el baúl, cuando un remisero me dice “señor, ese auto no está habilitado, lo va a llevar por cualquier lado”. Le contesté ¡No se preocupe, conozco bien el camino!, pensando que el taxista me podía escuchar y que además habiendo

dos policías a pocos metros de la parada, alguna seguridad en el servicio podíamos tener. Por las dudas, saque el celular, puse el Google Map y vi como la burbuja azul navegaba rumbo a nuestro destino, la Posada del Huayruro, ubicada en Córdoba, casi avenida San Martín. Llegamos bien, de acuerdo al recorrido ideal, pero en un tramo el aspecto del barrio que atravesamos me hizo dudar, pero el hecho de que varios taxis que salieron del aeropuerto Güemes siguieran el mismo recorrido, me tranquilizaron. Bajamos en la citada esquina, al final el reloj marcó 256 pesos. Caminamos unos metros y llegamos a destino. Tocamos timbre y nos atendieron cordialmente. Antes de fichar, fuimos inspeccionados por dos perras dobermann, madre e hija. La cachorrita tenía 6 meses, un pelaje muy suave, pero andaba por los 25 kilos largos y con un porte envidiable. Nos explicaron que nuestra habitación había tenido problemas de


plomería, así que nos iban a dar otra momentáneamente. Quedaba en la planta baja, cerca de la conserjería y con ventana a la calle. La primera impresión no fue buena, pero una vez que nos acomodamos, estuvimos bien. Nunca nos enteramos si la otra era mejor, porque al final no nos cambiamos. La chica que nos recibió, sacó amablemente un plano y nos habló de los puntos a visitar. Cuando planificamos el viaje no tuvimos en cuenta que los lunes los museos están cerrados, así que del cronograma previsto nos quedaban algunas cosas colgadas, que no íbamos a poder visitar. Nos dijo que Salta era tranquilo, pero que la zona monitoreada por cámaras era hasta la Avenida San Martín, o sea que estábamos al borde. RECORRIENDO SALTA

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alimos por la calle Córdoba, con sol radiante y en la primera parada a una cuadra compramos en un kiosco una botella de agua. Seguimos dos cuadras más y encontramos la Iglesia de San Francisco en el cruce con la calle Caseros. Es una construcción maravillosa que data de 1680 y fue la tercera estructura levantada en ese lugar destinado a templo. En este templo estuvo Manuel Belgrano luego de la batalla de Salta, librada el 20 de febrero de 1813 y hay una imagen de Nuestra Señora de las Nieves y un San Pedro de Alcántara atribuido al escultor español Alonso Cano. Maravillados con la fachada exterior y el altar, seguimos viaje por Caseros hasta el Convento de San Bernardo, mientras el sol del mediodía se hacía sentir cada vez más. Es uno de los edificios más antiguos de la ciudad y data de fines del siglo XVI. La puerta de entrada al convento, tallada en algarrobo fue lo más impactante y lamentamos

no poder ingresar. Seguimos hasta la esquina y de allí giramos a la derecha, rumbo al parque San Martín. Las paradas de colectivos, los vendedores ambulantes, y un lago de aguas poco trasparentes, nos dejaron la imagen de una zona abandonada, aunque no profundizamos demasiado nuestra investigación como para confirmarlo. Así que nos orientamos hacia el teleférico, guiados por los cables que bajaban del Cerro San Bernardo. Para todos los mortales, el pasaje ida y vuelta asciende a $ 400 aunque se puede sacar solamente ascenso y luego descender a pie, pero como por ser jubilados, el monto a pagar descendía a $ 230 decidimos sacrificarnos y hacer


el recorrido de ida y vuelta, pensando que no es bueno hacerse los valientes el primer día. EN EL TECHO DE SALTA

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uando llegamos a la zona de embarque, un grupo familiar nos cedió el turno porque querían viajar todos juntos, así que apuramos el paso y subimos con el vehículo en movimiento, compartiendo la trepada con un matrimonio de holandeses. Por suerte el hombre hablaba algo de castellano y nos contaron que esa noche desde Salta iban para Buenos Aires, pero señalaron que “Argentina es muy grande como para recorrerla en un solo viaje”. Arriba encontramos una feria artesanal y en el mirador, descubrimos una ciudad de Salta inmensa enmarcada entre montañas, algunas de ellas con vestigios de nieve en sus cumbres, producto de la sorpresiva nevada que había caído la semana anterior a nuestro viaje. Recorrimos, comprobamos que la cascada estaba en reparación y como ya era bastante pasado del mediodía y hacía calor, decidimos

almorzar en una de los dos locales que hay, aunque los dos sean de la misma empresa. Una ensaladita del Cesar y otra San Bernardo con dos aguas saborizadas fueron el primer menú e tierra salteña por 360 pesos. Luego de lo cual, emprendimos el descenso. QUEBRADA DE SAN LORENZO

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na vez descendidos, preguntamos a la gentil vendedora de los tickets del teleférico, como teníamos que hacer para ir a la Quebrada de San Lorenzo. Nos contó que debíamos comprar una tarjeta, cargarla con saldo y tomar el colectivo 7 que decía San Lorenzo en el cartel y que terminaba su recorrido en ese lugar. Por curiosidad, le preguntamos cuanto tardaba el viaje y nos dijo 15 o 20 minutos. Y allá fuimos en busca de la tarjeta descartable para usar por única vez. En la terminal buscamos un local afín a nuestras necesidades pero todas eran boletarías de empresas de colectivos de media y larga distancia. Preguntamos y nos mandaron a un quisco en la esquina, así que salimos de la


terminal. Volvimos a preguntar por los colectivos de línea y nos hablaron de Saeta. Al rato comprendimos que todos los colectivos urbanos tenían esa inscripción en su lateral. No conseguimos en la terminal la tarjeta descartable y tampoco en un quisco de enfrente, por lo que decidimos comprar la tarjeta de plástico a un costo de $ 60 y como tampoco nos supieron decir cuánto salía el boleto hasta San Lorenzo, le pedimos que le cargara 100 pesos. Justo en ese momento nos dijeron que podíamos tener un saldo negativo de $ 40, pero bueno, no está en nuestra forma de ser estafar al estado jujeño, por lo que seguimos adelante con nuestra propuesta. Volvimos al parque San Martín y después de buscar entre varias paradas, encontramos la nuestra. Subimos y nos dispusimos a estar atentos al recorrido, pero esos 15 o 20 minutos que nos habían dicho se transformaron en 52. Salimos por la avenida Entre Ríos, dio vueltas, tomó una especie de autopista junto a una zona militar y al lle-

gar a San Lorenzo, por problemas en el arreglo de calles, anduvimos a los saltos. Poco a poco, nos fuimos quedando solos, hasta que arribamos al destino final, en donde bajamos, previo preguntar cada cuanto salía un colectivo para la vuelta y hasta que hora había servicio. Allí nos encontramos con un rio caudaloso, que se abría paso entre las piedras y armaba pequeñas cascadas. Sorteamos los obstáculos, llegamos hasta el cauce y disfrutamos del ruido del agua que penetraba la exuberante vegetación. Un lugar mágico, de aguas cristalinas y briosas, que te distienden y relajan. Llegamos hasta la oficina de turismo que estaba en el mismo lugar en donde nos había dejado el ómnibus. Nos indicaron que rio arriba había una feria artesanal, caballos para alquilar y se podía iniciar un trekking por un camino de escasa dificultad, pero ya eran pasadas las 17 y consideramos oportuno regresar, así que tomamos el colectivo de regreso. Otra vez un largo viaje, y


cuando consideramos que estábamos próximo a nuestro destino, descendimos con tanta fortuna que lo hicimos en la avenida Belgrano, a espaldas de la Catedral, o sea casi en línea recta rumbo a la Pasada. No sabemos si era por el aire de Salta o la adrenalina del viaje, nos sacamos la ropa que vestíamos desde la mañana y luego de un baño, volvimos a la calle y esta vez recorrimos la Catedral, la plaza central, vimos el Cabildo y el Museo y luego enfilamos hacia la calle Balcarce, para conocer el lugar de la vida nocturna salteña, en donde las peñas están una al lado de la otra. Era temprano y además lunes, por lo que el ambiente estaba desolado. Tuvimos un montón de invitaciones con seductores menús tradicionales, pero como no había nadie, desistimos. Regresamos, volvimos a la Iglesia San Francisco cuya arquitectura, iluminada se potencia y luego pensamos en parar en Doña Salta, un lugar lindo y muy recomendado, pero tenía más de media hora de espera así que compramos unas riquísimas empanadas salteñas y un agua saborizada de litro y tras consumirlas en la Posada, nos fuimos a dormir.

Esa noche calentamos el agua para el mate y pedimos que nos despertaran a las 5 y que nos llamaran un taxi para las 6. Fue otro madrugón, porque nos esperaba el Tren de las Nubes, un paseo que por sí solo justifica el viaje a Salta. Teníamos que estar a las 6,30 pero como el taxi fue puntual y a esa hora no hay mucho tránsito, estuvimos en 10 minutos. Hicimos el check in y nos tocó el colectivo naranja, un flamante Mercedes Benz, que se llenó con todos los tempraneros y puntuales y tal vez por eso, cada vez que se detuvo y Mariana, la guía nos decía un horario, estábamos todos arriba del colectivo puntualmente. EL TREN DE LAS NUBES

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ntes de subir al ómnibus, compramos unos sobres con hoja de coca, que te los venden como caramelos. En todos lados te lo cobran 50 pesos, pero por suerte no los usamos. Con los caramelitos fue suficiente. Salimos cuando era todavía de noche y llegamos a Campo Quijano, una estación ferroviaria de un ramal obsoleto, pero que es considerada el Portal


de los Andes. Está a solo 30 kms de la capital y allí hay un monolito que recuerda al Ingeniero Ricardo Maury, el constructor de este ramal que conectaba con Chile y artífice del viaducto La Polvorilla, que se levanta a 64 metros del suelo. Esta obra de ingeniería construida en torno al año 1930 tiene un trazado curvo y el mismo fue ideado para darle más resistencia a los vagones para que no sean volcados por el viento. Llegamos por la ruta 51 y nos sorprendió una locomotora a vapor. Después de un corto trayecto, paramos para sacar fotos en la Quebrada del Toro, en donde un extenso viaducto cruzaba a la ruta por arriba, pero sin la espectacularidad del que teníamos como destino final. Allí comenzamos a ver los famosos cardones, algunos de los duales tenían más de dos metros de altura. Grande fue nuestra sorpresa cuando nos enteramos que crecen 3 centímetros por año. En un tramo, nos paró Gendarmería Nacional pero en un control de rutina. De un pasaje de 60 personas pidieron documentos a 8 que se ofrecieran vo-

luntariamente. Obviamente si alguno tenía prontuario, guardaba bien en DNI en el bolsillo. La siguiente parada fue en Alfarcito, un pueblito cuyo nombre deriva de alfalfa, alimento que les daban a los animales que cruzaban por esa ruta en caravanas. La iglesia consagrada a San Cayetano se destaca junto a la obra de Sigfrido Maximiliano Moroder, más conocido como el Padre Chifri. Su misión fue darle a la gente de los cerros una salida productiva, revalorizando el trabajo de las comunidades y brindando educación a los jóvenes. El Colegio Secundario Albergue de Montaña Nº 8214 El Alfarcito es el primero en los cerros del departamento de Lerma. Allí nos dieron el desayuno a elección con dos colaciones. Elegimos te de coca, como para ir protegiéndonos de la altura, ya que por entonces habíamos trepado hasta los 2800 metros. No habíamos terminado el desayuno, cuando junto a unos cactus de hojas carnosas y grandes espinas, encontré una especie de semilla, que ya se había desprendido de la planta y estaba en el suelo. Pensé que la po-


día tomar como recuerdo, pero grande fue la sorpresa cuando mis dedos se impregnaron de diminutas espinas y al intentar sacarlas, se me esparcieron en la otra mano. En el resto del viaje fue un entretenimiento descubrir una a una las espinas cuando me iluminaba el sol y tratar de arrancarlas sin que se sumaran a la otra mano. CASI EN EL TECHO DEL PLANETA

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l llegar a San Antonio de los Cobres, la altura ya se hacía notar. Más o menos 3800 mts sobre el nivel del mar, por lo que desde el colectivo hasta el tren y los 15 escalones de la estación, los recorrimos con movimientos fríamente calculados. El sol brillaba intensamente en un cielo celeste intenso, pero estaba fresco. Por varias circunstancias, nos ubicamos en las dos ventanillas, enfrentados, pero del lado que es menos vistoso el paisaje. El tren arrancó su recorrido de algo más de una hora hasta el viaducto La Polvorilla, con una sola parada en donde la locomotora

pasa desde la posición de arrastre a la de empuje. Calculamos que la formación llevaba unos 500 pasajeros cómodamente sentados en una formación en donde además de sanitarios había un coche comedor y otro con un sector destinado a la venta de souvenir y por último una suerte de enfermería con equipos de oxígeno para quien lo requería. Y llegamos a los 4.220 metros de altura. Cruzamos el viaducto y luego lentamente retornamos para hacer una parada en uno de sus laterales. Habíamos viajado casi seis horas y ni una sola nube en el cielo. El nombre “Tren a las Nubes” nace a partir de una película realizada por dos estudiantes de la Universidad Nacional de Tucumán durante los primeros años de la década del ‘60, que hicieron el tramo Salta-Socompa a bordo del tren de pasajeros, que en esos tiempos corría traccionado por máquinas a vapor. Dada la baja presión existente por la altura, el humo de la máquina formaba grandes nubarrones que tardaban en disiparse y de allí el nombre. Una vez que descendimos del tren,


era difícil caminar por la altura y la aglomeración de vendedores de artículos regionales y turistas que buscaban el mejor ángulo para fotografiar al Viaducto. Entre el gentío, descubrimos un vendedor de tortillas y hacia él fuimos para cumplir con otro de los objetivos del viaje, probar un producto famoso. Justo cuando estábamos en la mitad de la tarea, en la parte más alta de la montaña a la que se accedía por una empinada escalera, comenzaron a izar la bandera argentina mientras se entonaba Aurora. Pocas veces había vivido una situación tan emotiva. Al volver a nuestros lugares, y por recomendación de uno de los guías, se invirtieron los asientos, así que ahora, a la vuelta, tuvimos al alcance de la vista, todo lo que no habíamos visto a la ida. Cuando el tren llegó de regreso a San Antonio de los Cobres, tuvimos un tiempo para almorzar y luego visitar parte de la localidad. Una humita y una empanada de carne salteña cada uno más un agua saborizada por $ 360 pesos fueron el almuerzo. Luego caminamos hasta la parroquia San Antonio de Padua y recorrimos una feria artesanal. De regreso al ómnibus nos cruzamos con la primera manifestación de fe. Una procesión de cientos de fieles bajo el sol entonaba cánticos y ruegos al santo. De regreso, paramos en Santa Rosa de Tastil. Apenas para visitar en baño y la capilla de Santa Rosa de Lima, ya que los artesanos, por la hora, ya estaban levantando sus puestos. Llegamos de noche hasta el punto de partida y por cuestiones de tránsito, el colectivo paró en una calle cercana a la estación y eso nos desorientó. Luego de agradecer a Víctor, el chofer, por el placentero viaje, esperamos un taxi en una parada habilitada, pero la espera fue infructuosa, así que vimos

un remis y lo tomamos con rumbo a la terminal de ómnibus. Al principio pensamos que “nos estaba paseando”, pero al final era nuestra desorientación que nos había pensar mal. Otra vez el Google Map nos permitió comprobar que el camino era correcto. Terminamos pagando $120. Allí fuimos a la ventanilla de la empresa Balut para sacar pasajes para San Salvador de Jujuy. $ 300 cada uno pagado en efectivo, porque no les funcionaba el postnet. Volvimos caminando rapidito por la avenida San Martín hasta la Posada. Pagamos la estadía que habíamos reservado por Booking. Unos 50 dólares y monedas con tanta mala suerte que como había subido la divisa norteamericana, nos salió 242 pesos más de lo previsto. Al otro día mateamos, rearmamos


las valijas y nos dispusimos a desayunar en compañía de la encargada de la Posada que nos dio charla constantemente. Cuando terminamos, nos llamó un taxi que nos llevó a la terminal por $ 80. RUMBO A JUJUY Y HUMAHUACA

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ubimos al colectivo y presumiendo que íbamos a descubrir paisajes insospechados, habíamos elegido el primer asiento en la parte superior del ómnibus, pero fueron los 120 kilómetros más aburridos en donde pasamos por Güemes y Perico como puntos destacados y luego ingresamos en la capital por la AU 66 que lleva el nombre de Raúl Alfonsín. La nueva terminal jujeña es un espectáculo. Esta flamante y es comodísima, con amplios sectores de boleterías, sala de espera, baños limpísimos y hasta un guarda valijas, que aprovechamos a dejar las nuestras por $ 60 por día cada una. Ahí nomás, utilizando la tarjeta

SUBE nos fuimos hasta el centro. Después de unas cuantas vueltas descendimos cerca de la vieja estación del Ferrocarril Belgrano, que resultó quedar a una cuadra de la plaza 9 de Julio. Nos habían anticipado que Jujuy capital no tenía mucho de turístico, pero decidimos comprobarlo por nuestra cuenta. El primer contraste fue que el Cabildo estaba en restauración; el segundo que el Museo sacro cerraba en 10 minutos y no nos dejaron entrar y el tercero que la Catedral estaba cerrada y abría a las 6 de la tarde. Entonces, recorrimos la Casa de Gobierno, que sorprendentemente entramos como pancho por su casa sin que nadie nos pidiera una identificación ni nos revisaran las volumétricas mochilas que llevábamos. Admiramos las estatuas de Lola Mora y después fuimos hasta el kiosco de diarios que todas las mañanas a las 6,30 aparece por TN. En la oficina de turismo nos explicaron del Museo de Lavalle, que recorrimos todas sus salas y además de la Basílica de San Francisco que también


estaba cerrada. Unos sandwichitos al paso y un helado en la heladería artesanal Pingüino (nos lo habían recomendado) fueron el preámbulo de una caminata por la peatonal, la llegada al rio Grande y la búsqueda del colectivo que nos devolviera la terminal. Ya teníamos pasaje para Humahuaca. Esta vez la empresa prestadora era Jama Bus y como ahora si íbamos a ingresar en la Quebrada, otra vez elegimos el primer asiento de arriba, para poder deleitarnos con los paisajes. Pero, sufrimos otro revés. El colectivo nuevito, pero en el frente lucía una publicidad que hacía imposible mirar hacia adelante, por lo que viajamos en penitencia, mirando apenitas para los costados. Al llegar a Volcán, llovió fuerte. Empezamos a cruzar los dedos, pero al llegar al cruce de la Ruta 52 que va a Purmamarca, el cielo comenzó a abrirse parcialmente y por suerte al llegar a Humahuaca, el tiempo estaba normal. AICITO NOMÁS!

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escendimos del bus en una terminal a cielo abierto de no más de 5 andenes, apretados por otros colectivos, al punto que no se podía abrir la tapa de la bodega para bajar las valijas y hubo que hacer malabares para recibirlas y depositarlas sobre las rueditas, así que un tanto maltrechos nos fuimos hasta la paradas de taxis. Después de cargar el equipaje en el baúl y sentarnos cómodamente, le dimos la dirección La Pampa 81 a lo que el taxista nos dijo “Ahisito nomás”. No entendimos mucho pero inició el viaje y grande fue la sorpresa cuando al cabo de una cuadra, detuvo su marcha. Ahí entendimos lo que nos había querido decir. Nos cobró 50 pesos, pero en verdad era poco porque perdió su lugar en la fila de la terminal por un viaje insigni-

ficante. Nos recibió un joven que hablaba perfecto castellano, pero tenía un acento francés. Y no nos equivocamos, era francés. Hacía tres años que se había enamorado de Jujuy y de la dueña del hostal. Cuando llenamos el libro de admisión, vimos que los otros pasajeros no pasaban de los 21 años. Pensamos que tal vez a la noche iba a ser difícil dormir, pero nos equivocamos. Reinó una paz impresionante. El hostal era la casa de familia de los abuelos de la dueña, cuya propiedad incluía en sus comienzos el negocio de la equina, pero que había perdido por diversas circunstancias. Ella junto al hermano, decidieron abrir el hostal para salvar la propiedad que no tenía mejor destino que el comercio. En la recepción, una caja registradora de hierro, fotos de los abuelos y diversos elementos de principios del siglo XX ambientaban el lugar. La habitación era re cómoda, con mantas tejidas que eran súper calentitas. Había además de la cama doble una cucheta, pero no había placard, así que las cuchetas oficiaron de guardarropas. Llegar a Humahuaca fue como una inyección de ánimo. A la tarde, en el Hostal nos ofrecieron una movilidad para ir hasta el Hornacal al día siguiente y después nos indicaron que visitar. Fuimos a la plaza, vimos al cabildo y el monumento a los héroes de la Independencia, nos abastecimos de más caramelos de coca y después fuimos


a cenar a Aicito Resto Bar. Un grupo cantó folklore y algunos se animaron a bailar, pero el lugar no era muy amplio como para que pudiéramos desarrollar nuestros conocimientos, así que decidimos desistir. Un salteado andino riquísimo fue el plato seguido de un postre no menos espectacular fue nuestra primera cena en territorio jujeño. EL DESAFIO DE LA QUEBRADA

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l otro día, el 11 de abril estaba fresquito y tenía ganas de llover. Nos equipamos bien y salimos rumbo a Uquia a conocer la Quebrada de las Señoritas. En la terminal, primero sacamos pasaje para Iruya. Lo hicimos en el Panamericano que salía al día siguiente a las 9. Te lo venden sin asiento, así que tenés que arreglarte como puedas. Media hora antes salía en Transporte Iruya, pero media hora más tarde te permite llegar más descansado y desayunar en el hotel.

Tomamos un Evelia y le dijimos al guarda que nos avisara, así que en no más de 5 minutos de haber subido a la ruta, nos avisó que habíamos llegado. Saltamos del asiento y descendimos rápidamente del piso superior. Caminamos tres cuadras y llegamos a la Iglesia “San Francisco de Paul” en donde se guardan las pinturas de “Los Ángeles Arcabuceros”, figuras aladas armadas hasta los dientes. Después de ligarme un reto por intentar sacar una foto, empezamos a ascender por la calle lateral de la iglesia hasta llegar al cementerio. Allí se acaba la calle y empieza una huella, que te lleva por casi un kilómetro, en donde el recorrido se hace más complicado y te pone a prueba en resistencia, aire y perseverancia. Luego de un descenso complicado, te encontrás entre inmensas paredes rojizas que desarrollan mil formas. Dos jóvenes pasaron a nuestro lado siguiendo el camino que les marcaba el celular pero rápidamente se perdieron de nuestra vista. Seguimos un camino


en donde encontramos varias apachetas, cruzamos un rio seco y otra pareja de jóvenes pasó por el lugar, pero no pudimos seguirlos porque iban muy rápido. Ya con la duda de qué camino seguir, sin señal y viendo que los obstáculos eran más difíciles, decidimos volver. Luego, sacando cuentas habíamos caminado dos kilómetros y nos faltaba uno más para ver las famosas figuras de las señoritas dibujadas en la montaña. Cuando llegamos a la ruta nos dispusimos a esperar largo rato a un colectivo que nos devolviera a Humahuaca o a algún alma piadosa que nos acercara. El tiempo seguía feito, pero en un instante apareció un colectivo y viajamos rapidísimo. En 5 minutos estábamos comiendo las primeras tortillas jujeñas compradas en un puesto en donde decía que eran las mejores de Humahuaca. Después fuimos a la plaza a recibir la bendición de San Francisco Solano que todos los mediodías sale en la torre del Municipio y bendice a una multitud de turistas que se agolpan en el lugar. Después visitamos la Iglesia Nuestra Señora de la Candelaria. Cuando regresamos al Hostal nos enteramos que el encargado de llevarnos al Hornacal no había dado señales de vida, así que en pocas palabras nos dijeron que nos arreglaramos por nuestra cuenta. Fuimos hasta el puente en donde se concentran las camionetas que hacen el recorrido y antes de llegar se nos cruzó un chango grandote que nos ofreció el viaje. El día comenzaba a despejarse. Nos habían recomendado que preguntáramos si se veía, porque si había nubes era al cohete subir. El chofer de una Toyota nos dijo que estaba despejado y que ya tenía a dos pasajeros esperando. O sea que llevan a 4. Nos cobró 350 por cada uno más 25 pesos por pareja que se paga en el

acceso al Hornacal. Era todo camino de tierra, primero recto y después sinuoso y cada vez más angosto, pero el chango manejaba como Schumacher en Japón. Por ahí, cuando le sacábamos la vista al precipicio, veíamos cortinas de nubes bajas, y hacíamos fuerza para que se fueran para otro lado. HORNOCAL, UNA MARAVILLA

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os compañeros de viaje resultados unos jovencitos extranjeros. El varón hablaba perfecto castellano porque la madre era venezolana y el padre irlandés, pero él era belga. El muchacho, además de hablar con nosotros, se encargaba de traducirle todo a su novia. Estaban viajando por Argentina, pero descubrieron que era muy extenso y debían regalarse otro viaje para continuar conociendo. Habían estado en los Esteros del Iberá y no me acuerdo si en las Cataratas también. Al llegar al Hornocal el espectáculo es maravilloso. La combinación infinita de colores no deja de maravillarte Por suerte las nubes huyeron ante nuestra presencia y el sol estaba a pleno. El que faltó a la cita fue el aire porque a 3.442 msnm hay que andar despacito y calculando fríamente todo tus movimientos como dice el Chapulín Colorado. Fue por eso que no intentamos descender hasta el borde del precipicio. Edra una pendiente de unos 30 grados y unos 700 metros, que los que volvían, llegaban desarmados, pese a que eran modelos más nuevos que nosotros. Uno llegó a decir “ahora entiendo a los jugadores cuando no rinden en la altura, no los voy a putear más”. De regreso fuimos en busca de una siesta reparadora, empujado además porque en Humahuaca el cielo se volvió a cubrir y empezó a llover. Fue un aguacero fuerte pero corto, pero fue


suficiente para que al salir del Hostal debiéramos extremar los recursos para esquivar la zona inundada. Aprovechamos el rato libre de lluvia para poner las cuentas en claro y pagamos 3 mil pesos por las dos noches y sabes que fue lo más importante. Pudimos abonar con tarjeta, cosa que nos resultó bastante difícil, ya que solo en Aicito pudimos utilizarla. Parece que por el norte, el post net anda fallando seguido. También aprovechamos ese tiempo libre para buscar un hostal en Tilcara y elegimos el Hostal de la Niña Coya. Después nos enteramos que los dueños de la Antigua tenían un hostal en Iruya llamado El Caucillar. Estaba a una cuadra y más abajo. La cena, a raíz de que de tanto en tanto volvía a llover, se transformó en empanadas en el Hostal, compradas en el mismo lugar, el Resto Bar Aicito. Al día siguiente había sol, pero estaba fresquito para andar en chomba. Le pedimos a las chicas de la cocina si podíamos desayunar antes de las 8, pero nos dijeron que el dueño no lo permitía, así que esperamos a que se

hiciera la hora. Mientras nos frotábamos las manos para entrar en calor, vimos que las encargadas de la cocina, que resultaron ser belgas y dieron toda la impresión de que se trata de jóvenes que cambian hospedaje por trabajo, estaban plácidamente desplazándose por el piso de baldosas sin importarle el rigor de la temperatura. El viaje a la terminal, de una cuadra, lo hicimos en dos tandas. Una valija primero y otra después porque no daba llamar un taxi por ese recorrido de una cuadra. Hasta que llegó un Panamericano y se armó el revuelo. Despachar las valijas fue toda una odisea porque el colectivo no tenía maleteros muy grandes. Pregunte por un lado, pregunte por otro hasta que el chofer me dijo que venía otro servicio. Gracias a dios, porque un contingente había copado casi todos los asientos y no es cuestión de viajar parado durante tres horas., después de haber pagado 150 pesos cada pasaje. El otro colectivo, el 113 (otra vez 13 como la puerta de embarque) cargó las valijas en el primer asiento atrás del conductor y encima llovieron va-


rias mochilas, que al lado de los bultos nuestros eran mochilitas. UN CAMINO INFARTANTE A IRUYA

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ra un colectivo Mercedes Benz con el motor ubicado adelante, al lado del chofer, ideal como para tener en primer plano cada ruido, cada acelerada, cada rebaje. Y salió por la ruta 9 con ritmo fluido, salvo cuando le tocaba trepar en donde bajaba la velocidad sustancialmente. Pero salvo esa contingencia, parecía accesible hasta que de repente, giró a la derecha, abandonó el asfalto y se fue internando en un camino de tierra y con muchas piedras sueltas. La RP 13 que en Salta se convierte en la 113). Aparecieron las curvas, las subidas y bajadas hasta llegar a Iturbe donde hace un alto. A la entrada del pueblo, entre unos changos que jugaban a la pelota divisé uno con la camiseta de Estudiantes. El chofer comentó que tal vez tardábamos un poco más porque tenía noticias que había llovido y todo dependía

de como estuviera el camino. Unos pasajeros le hicieron una pregunta y respondió “tenemos que llegar de cualquier forma”. Ahí nomás, cuando reinició la marcha, cruzó el Rio Grande. El lecho pedregoso y con el agua que corre entre las piedras no fue dificultad para un colectivo no tan añejo pero desarticulado por los cimbronazos a los que lo obliga un camino terrible. Los precipicios se convirtieron en moneda corriente junto a las curvas cerradas, en donde se debía acelerar a fondo porque estaba en subida. Así, llegamos al límite entre Santa y Jujuy, en donde paró unos minutos para que el pasaje sacara fotos. Antes de reiniciar el viaje, el chofer giró en su asiento y les extendió su mano derecha a los ocupantes del primer asiento. “Es algo que acostumbro a hacer en todos los viajes”, dijo y yo no sé por qué pensé que lo que lo visto hasta el momento no era nada con relación a lo que nos esperaba. ¡Y no me equivoque! El camino, como un garabato realizado por un niño caprichoso nos expuso a todo,


hasta superar a una retroexcavadora que estaba haciendo mantenimiento. Cruzamos el rio Iruya un par de veces y vimos cómo se cultiva en la montaña. Subimos en una especie de montaña rusa en donde por momentos no ves el piso y en otros tenés la piedra de la montaña a centímetros de tu cara. Llegamos a Pueblo Viejo y de allí hasta Iruya. Después de sacar pasaje de regreso, pero hasta Tilcana en el Panamericano, deseando que nos tocara el mismo chofer, ya que teníamos que hacer el mismo camino de regreso, nos cercioramos la distancia que quedaba el hotel de la terminal. Unas 8 cuadras. Iruya está enclavado en la montaña así que es raro encontrar calles horizontales. No hay taxis identificadas. Da la sensación que son changas que hacen los lugareños para hacerse unos pesos del turismo. Vino una camioneta Duster y nos llevó hasta el Hostal Milmahuasi. Dijo que no era de Iruya y lo confirmó porque no conocía al hostal. Dio un par de vueltas hasta que paró a una cuadra. El único problema que la cuadra era de adoquines y con una considerable pendiente. Yo no sé cómo hizo, poro con una valija en cada mano en un instante estaba abajo, mientras nosotros a los tranquitos cortos intentábamos seguirlo. Nos cobró 250 pesos y quedó que al día siguiente a las 13.30 iba a mandar a otro “taxista” a buscarnos para ir a la terminal. Nos alojamos. La dueña del hostal tenía 82 años y ella sola atiende. Le interrumpimos la hora de cocinar, así que luego de secarse las manos, nos hizo llenar el libro de entrada y nos enseñó la habitación en la planta alta. Era la número 4, que por ahora tiene vista a la montaña y decimos por ahora porque en la vereda de enfrente se está construyendo y pinta a que pronto la vista no va a ser la misma. Rápidamente nos cobró 770 pesos, más los 774 para la reserva que habíamos girado previamente ya que no trabajan con tarjeta. Hasta aquí, gracias a la suba del dólar había pagado más caro que el precio fijado al momento de la reserva, en pesos obviamente. Nuestro primer objetivo en Iruya fue el Mirador de la Cruz, que quedaba desde la esquina en donde nos dejó el taxi como 6 cuadras hacia arriba, camino al Ho-


tel Iruya y dese ahí tomando un sendero que lo recorrimos en varios tramos hasta llegar a nuestro objetivo. En el regreso, nos cruzamos con un montón de escolares y nos llamó la atención que siendo una escuela pública asistieran de uniforme y zapatos, tanto varones como mujeres. Una vez abajo, fuimos a la plaza y como la Parroquia Nuestra Señora del Rosario estaba cerrada, fuimos a comer a Tío David. Unas milanesitas de carne con papas fritas y ensalada más postre y la correspondiente bebida por 550 pesos. Claro, todo lindo, pero con el tanque lleno, no funcionamos igual que el Mercedes Benz y pese a que intentamos ir hasta el Mirador del Cóndor, todo quedó en intenciones. En el camino nos cruzamos con el taxista que nos había llevado y le dijimos que le avisara a su compañero que nos pasara a buscar media hora

antes, o sea a las 13. Estaba cambiando una rueda de la camioneta. Nosotros cruzamos el puente colgante, subimos escaleras, vimos una cancha de fútbol cuyo piso en lugar de ser verde césped era gris piedra, tomamos por el camino y llegamos hasta una capilla y de allí desistimos del intento, así que en la bajada caminamos por el rio y no nos animamos a cruzarlo de un salto, así que tuvimos que retornar al puente colgante para regresar. Lo gracioso es que a cada rato nos encontrábamos que alguno de nuestros compañeros de viaje en el colectivo, porque Iruya es chico y todo pasa por los mismo lugares, eso sí, subiendo y bajando. De regreso al hostal nos cruzamos con una pareja que estaban buscando un remis porque no podían con una sola valija. Yo había visto un cartel de una remecería y le había sacado foto para tener el número de teléfono así que se lo pasé. Descansamos un ratito y fuimos hasta la iglesia que abría a las 18. En la espera nos encontramos con un matrimonio misionero que estaba en un motor home que había estacionado en la plaza porque era el único lugar plano de Iruya. Hablando y hablando, la mu-


jer terminó conociendo gente de Gualeguay y casi terminamos parientes. Cuando el cura abrió la iglesia, la visitamos. Vimos una bandera del ejército de Manuel Belgrano y leímos la historia de Iruya. Después fuimos a la plaza, haciendo tiempo para cenar. Había pensado pedir empanadas en Rio David, pero me gustó la pinta de Chez Didier. Cuando entramos casi terminaban de cenar los misioneros así que los volvimos a saludar. Pedimos ñoquis con salsa bolognesa. Tardaron un poco y estaban tibios. Después pensábamos pedir postre pero se demoraron en tomar el pedido así que pedimos la cuenta y también se demoraron en traer la cuenta. Cuando ya tenía los 440 pesos en la mano y pensaba dejarlo en la mesa e irme, apareció la moza y si, eran 440 pesos, así que le pague y nos fuimos, otra vez a trepar como cabras hasta el hostal. Le habíamos preguntado a la dueña, si nos podíamos quedar un rato más, ya que el colectivo era a las 14 y el check out era a las 10 y nos contestó

amablemente “Por supuesto, pueden quedarse. Desocupan la habitación y dejan las valijas a un costado”. Fracasados en el intento, nos despertamos temprano para ver salir el sol en las montañas y luego de tomar mate, armamos las valijas, aunque no fue muy difícil porque al ser un solo día, no había mucho para guardar. Después salimos a caminar, fuimos como para el lado de San Isidro por el rio, pero fue solo un simulacro, ya que no queríamos alejarnos demasiado y luego nos instalamos en la terraza del hotel a esperar la hora. Almorzamos unas empanadas fritas y ya en la puerta, esperamos en vano el taxi prometido. A las 13,15 la dueña del hostal nos dijo que “van a perder el micro” por lo que decidimos salir caminando, previo decir que si nos venían a buscar íbamos a ir por la primera calle. Bajamos unos metros, doblamos en la esquina, usamos una vereda angosta y bastante pareja para subir una cuadra y ahí fundimos. Le preguntamos a un chico de unos 15 años si quería ganarse unos pesos llevando una valija y ni reaccionó. Pasó una camioneta y la paramos para preguntarle si era remis. Le contamos nuestra desventura y después de pensarlo un instante, nos dijo que daba vuelta la camioneta y volvía. Tuvo que hacer un trecho, maniobrar y luego dejarla frenada para cargar. Era una Toyota flamante y resultó ser el dueño del Hostal Tacacho que se portó de diez. DESTINO TILCARA

P

ara el viaje de vuelta, conseguimos colocar las valijas en la baulera del colectivo, junto a otras dos que también tenían destino de Tilcara. El viaje fue igual que el de ida. Mas sacudido que maracas de los Wawanco. Pero el cansancio pudo


más y ya ni miramos para afuera. Entró en Iturbe, donde para ir al baño te cobran 10 pesos, en Humahuaca y finalmente en Tilcara. Aunque en verdad, hizo una parada más, en medio de la ruta 9, por disposición de Gendarmería Nacional. Tres efectivos jovencitos intentaron abrir los buches del colectivo, pero no lo consiguieron. Tampoco se esforzaron demasiado. Y un efectivo femenino subió al colectivo pero al intentar avanzar por el pasillo, se chocó un apoyabrazos y estuvo más preocupada por el golpe que por mirarles la cara a los pasajeros. El taxista que nos tocó en suerte, no conocía demasiado y anduvo buscando el Hostal de la Niña Coya y dudó bastante. En el viaje nos pareció que nos estaba llevando al fin del mundo, pero al final estábamos a dos cuadras de la Iglesia Nuestra Señora del Rosario. El Hostal de la Niña Coya estaba impecable. Parecía recién inaugurado pero nos llamó la atención de que estuviera vacio. Después nos enteramos que estaba cerrado porque nece-

sitaban hacer unas reparaciones en el blooting de los techos, pero que por alguna casualidad ingresó nuestra reserva en forma inexplicable. Pagamos 4670 pesos con una botella de agua incluída. La única diferencia era que el desayuno se pagaba aparte. Al igual que en Iruya nos tocó la habitación 4. Cómoda, muy cómoda y enfrente había una cocina con todos los elementos relucientes. Supusimos que lo estaban inaugurando pero no, están desde 2008. Después nos enteramos que son de mantener las cosas a nuevo y siempre están haciendo cosas. Dos perros salchichas negros eran las mascotas, mas un callejero que tenía una cucha en el patio. Los tres muy juguetones y confianzudos, porque se metían en la habitación y olfateaban por todos lados. Salimos a caminar por el centro, recorrimos la feria artesanal. Detectamos el puesto de cosas dulces que íbamos a atacar antes de irnos, entramos a la iglesia Nuestra Señora del Rosario, en donde una peregrina nos adelantó lo que iba a suceder en los días siguientes.


EN LA PEÑA DE CARLITOS

A

hí nomás, usando el celular llamamos a Ariel, un remisero que nos había recomendado Mirta y arreglamos un viaje a Purmamarca y las salinas al día siguiente. Nos cobraba 2 mil pesos. Como nos habían contado que la Peña de Carlitos se ponía bueno pero había que ir temprano, a las 20,30 entramos porque no se reservan los lugares. Entramos y teníamos la opción de dos mesas. Una junto a la puerta del baño y la otra en un rincón. Nos pusimos en penitencia, pero bien porque ni bien empezaron a cantar estábamos derechito al escenario y sin obstáculos, salvo los que entraban, veían que no había lugar y se quedaban con la neurona trabada. Pedimos un locro, una cerveza Salta. Graciela como siempre no terminó su plato y me tuve que hacer cargo. Mientras esperábamos el servicio, unos perros callejeros deambulaban entre la mesas y hacían poses tratando de captar la atención de los comensales

y recibir una recompensa. Lo gracioso que dos días después, los mismos perros hacían el mismo espectáculo en el restaurant de al lado A la Payla. Volviendo a la Peña de Carlitos, el grupo folklórico entre canciones e historias fueron descubriendo las tradiciones norteñas hasta que en el punto culminante hicieron sonar un erke que es una caña larga con una bocina en la punta, con la cual se comunicaban a la distancia en las montañas. Luego fue el turno de Carlitos que con su guitarra arrancó ejecutando el Himno Nacional Argentino y después mezcló el humor con las tradiciones, haciendo referencia básicamente a las bandas de Sikuris, que en esos días subían al Abra de Punta Corral para bajar el miércoles de Semana Santa con la imagen de la patrona. Dentro del relato también mechó historias mundanas que llevaron a que los tilcareños y los de tumbayas tengan dos fiestas por separado. Cuando pedimos la cuenta, el mozo pidió que nos acordáramos de él así que redondeamos en 900, por supuesto, en efectivo.


Ariel nos pasó a buscar, el domingo a las 8,30 y por ese motivo no pudimos ir a la misa de Ramos. Nos llevó en un Fiat Siena con GNC, pero el gas funciona bien hasta cierta altura y después hay que pasarlo a nafta. Las rutas están muy buenas. Fuimos por la 9 hasta el cruce con la 52 y de allí a Purmamarca. Vimos el cerro de 7 colores y seguimos rumbo a las Salinas Grandes, atravesando la famosa cuesta del Lipán. Hicimos un par de paradas en puntos panorámicos como para sacar fotos y luego llegamos a destino, en donde nos esperaba por una hora. PURMAMARCA Y LAS SALINAS

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isfrutamos de la inmensidad blanca, de las piletas abiertas y del sol radiante. Compramos recuerdos y volvimos a Purmamarca. Allí recorrimos la plaza, el cabildo convertido en oficina de turismo y degustamos las más exquisitas tortillas de todo el viaje. La iglesia estaba cerrada así que le pedimos a Ariel que nos llevara hasta el paseo de Los Colorados, que lo hicimos en auto.

De vuelta y cruzando por Maimará vimos a la Paleta del Pintor, que en el viaje de ida estaba un poco eclipsada porque no le daba el sol. Regresamos temprano, descansamos un rato y fuimos al centro. Ya las bandas de Sikuris pasaban por la iglesia a recibir la bendición y partían rumbo al Abra con su música generada por bombos y los instrumentos de vientos. Todos iban bien pertrechados como para pasar las noches en el frio de las alturas y no había distinción de edades. Fuimos a misa de las 20 y después cenamos en Bien me sabe, una pizzería ubicada en una de las calles principales. Durante la cena, le hablamos a Dario, porque en el viaje habíamos comenzado a pensar en viajar en remis hasta Salta, ya que Aerolíneas había adelantado el vuelo en una hora y con la combinación de colectivos llegábamos muy justos. Era salir de Tilcara a las 6,30 para llegar a Jujuy a las 8.20 y tomar el colectivo a Salta a las 9. Si todo iba bien 11.40 estábamos en la terminal y de ahí en auto al aeropuerto. El check Inn era a las 13. La cosa que nos pasó un teléfono. El


contacto era conocido como Gaucho. También remisero que me dijo que cobraba 2700 pesos, pero me preguntó si tenía carnet de conductor. Resulta que los autos de alquiler jujeños no pueden pasar a Salta con pasajeros porque los multan o les secuestran el auto, así que tienen armada una trampita para la ocasión. La cosa es que esperamos el momento del viaje con una cierta ansiedad, porque con lo que nos había pasado en Iruya, había que estar prevenidos. LA GARGANTA DEL DIABLO

A

l día siguiente, en la plaza, contratamos un taxi para que nos llevara a la Garganta del Diablo. Como volvíamos del Mercado con especies, nueces y otras yerbas, arreglamos que nos pasara a buscar por el hostal. En el camino lo fuimos sondeando con relación al tema anterior y nos dio el teléfono por si teníamos que recurrir de urgencia. Recorrimos la Garganta con mucho vértigo y poco aire y en una hora volvimos al auto, un

VW Gol flamante que nos llevó hasta la puerta del Pucará y allí nos dejó. Recorrimos todo, con algunos descansos. Consumimos mucha agua, paseamos por el Jardín Botánico de Altura y después de degustar las últimas tortillas jujeñas, volvimos al hotel, en una caminata bastante complicada. En el camino vimos como más bandas seguían saliendo hacia el Abra con sus melodías calcadas. Llegamos al Hostal y nos encontramos que nuestra habitación estaba en obra. Descansamos y nos refrescamos en una contigua y después salimos a dar la última vueltita. La parada en El Molle era casi obligada, lo mismo que en la feria artesanal de la plaza, en donde completamos la lista de souvenirs. El cierre en el restaurant frente a la plaza. Tamales, humita y empanadas como para terminar bien arriba. Un trio alegró la velada y el charanguista resultó un joven de Brandsen que hace tres años anda por la zona. Mientras las bandas de los sikuris seguían sonando. De tanto en tanto una bomba de estruendo alteraba la tranquilidad tilcareña. El mismo ritmo,


la misma música todo el día y la voz del cura apurando las últimas bendiciones, antes de cerrar la iglesia y subir hasta el Abra. Fue la hora de rearmar las valijas a la hora de la espera del viaje a Salta. A las 8,30 llamamos al remisero y nos dijo que cargaba combustible y nos venía a buscar. Quince minutos más tarde estábamos en viaje en un Renault Logan, que tuvo que volver hasta su casa para buscar unos papeles del seguro del auto. La ruta estaba buena. Hablamos de diversos temas, pero faltaba la gran pregunta. ¿Cómo vamos a cruzar a Salta? Después de un largo trecho y ya cuando el tránsito de camiones se hacía importante, el Gaucho se despachó “Voy a parar a cargar gas y después te doy el auto a vos. Si te paran dale todos los papeles, pero no va a pasar nada”. En ese momento me preocupaba más volver a la ruta, muy transitada con un auto que no conozco y con GNC. Pero no, todo bien. Al rato, le dije, cuando quiera paramos y le devuelvo el volante. A lo que me contestó ¡No dale, seguí!. Que manejas tranquilo. De paso yo descanso”. Y así, como un GPS pero a veces con retardo, fue indicando el camino hasta llegar al aeropuerto Juan Miguel de Güemes. Al final, me cobró sin descuento pese a la changuita. Entramos a la sala de espera con mucho tiempo. Leímos la cartelera y había un vuelo de Lan a Buenos Aires pero a la tarde, el único de Aerolíneas que salía decía Iguazú. Nos quedamos dudando, pero en la oficina nos dijeron que era un error del aeropuerto. Después de despachar las valijas, merendamos y al rato, embarcamos. Esta vez era un Embraer 180 de origen brasileño. El check inn tampoo nos permitió acceder a las mejores aubicaciones y elegimos la fila 21, justo atrás del ala. Ideal para mirar hacia abajo. Otra vez, el alfajor Tofi, esta vez negro fue la atención de la empresa. El manto de nubes rápidamente quedó abajo del avión y con el paso de los minutos el cielo se fue despejando, justo como para apreciar el aterrizaje en Buenos Aires previo a un descenso en donde desde el aire se veían los espectaculares barrios cerrados en la zona de Tigre. Esta vez, en lugar de manga de embarque, nos tocó el rudimentario servicio de colectivos. Lo demás fue recuperar el equipaje y salir hasta encontrar a Cecilia que nos trajo hasta casa.


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