JUSTICIA PÓSTUMA

Page 1

OPINIÓN DON DE GENTES Juan Cruz

“Sé quién lo sabe”

El escritor Boris Pasternak, autor de la novela El doctor Zhivago, en su casa de los alrededores de Moscú en 1958. Foto: Getty

Justicia póstuma Elvira Lindo HAY ALGO OBSCENO en estos tiempos. Algo obsceno que sobrevuela tertulias, comentarios, columnas. No sabría definirlo. Se trata de la alegría con la que algunos reciben el caos, la penosa situación económica, los aires de fin de fiesta. Hay algo obsceno en la manera en la que algunos dibujan un país catastrófico, en cómo parecen recibir el desastre con alegría. Hay algo obsceno en la manera en que toman los malos resultados educativos, el número de parados o la amenaza económica y lo amasan todo, modelan una bola putrefacta y se la van lanzando unos a otros. No saben que su juego infecta el aire, que inocula miedo, nos hace vivir en una inquietante provisionalidad. No es que reclame un optimismo bobalicón, pero no soporto el pesimismo de aquellos que se divierten presagiando la caída por el abismo de un pueblo entero. A no ser que ganen los suyos, entonces ese mismo pueblo comenzaría su ascenso hasta llegar a la cumbre. Nos han acostumbrado a juzgarlo todo tan en clave partidista que no nos dejan ver más allá de la derrota de unos o de la victoria de otros. ¿Qué hacer ante esta situación que sobrepasa nuestra capacidad de juicio? Nuestra mente no da para comprender el mundo. Tal vez lo entiendan los filósofos, los politólogos, los expertos en lo abstracto, pero esta realidad no está hecha para mentes como la mía. Huyendo de la confusión reinante procuro centrarme en lo concreto: en mi oficio, en unos diálogos que escribo en mi mente con la ilusión de que en 2011 lleguen a la boca de unos cuantos actores, en la cena que se cuece lentamente mientras escribo este artículo. Dicen los neurólogos que la atención al presente concede más paz de espíritu que el andarse por las ramas del futuro. Me centro en mi trabajo y en la observación del trabajo de otros. Las personas que aman su oficio tienen sobre mí un efecto balsámico. Hace cosa de un año la traductora Marta Rebón y yo hablá-

bamos del único futuro que tiene sentido: el que llegará cuando finalice un proyecto al que le estamos dedicando el alma. Yo llegué primero al Café Odeón, un restaurante neoyorquino que sigue manteniéndose milagrosamente desde los tiempos de Warhol. La vi entrar, con la cara de frío y de apuro del que llega un poco tarde. Pude comprobar el revuelo de miradas que la siguieron hasta mi mesa. En mi recuerdo, Marta siempre aparece como una de esas heroínas rusas a las que ella da vida en sus traducciones: alta, fuerte, rubia, resuelta, como si sus pasos no fueran nunca banales sino que siempre estuvieran marcados por un objetivo

Hay algo obsceno en cómo algunos dibujan un país catastrófico y en cómo reciben el desastre con alegría Observo el trabajo de otros. Las personas que aman su oficio tienen sobre mí un efecto balsámico

que solo ella ve. Me recordó a alguien que no supe encontrar en mi memoria. Cuando la tercera margarita nos golpeó con fuerza y provocó una conversación apasionada, Marta comenzó a hablarme arrebatadamente de ese doctor Zhivago que en esos momentos traducía. Las dificultades que presentaba una prosa tan elevada, tan poética, sonaban en su boca como un desafío y un regalo que le hubiera concedido la vida. La suya era la primera traducción del ruso. Es una novela pero es más, decía, es

poesía, historia, filosofía. El futuro llegó cuando el libro saltó de su mesa de trabajo a los estantes de las librerías. Es probable que ustedes no lo encuentren en la mesa de novedades pero el lector es libre de saltarse la lista de best sellers y guiarse por su soberano criterio. Yo no pude esperarme a que llegara el ejemplar que la traductora me había prometido y corrí a la librería. Esa misma tarde entré en El doctor Zhivago. Primero fue la curiosidad por contemplar un trabajo que imaginaba resuelto con pasión y rigor, luego fue el abandono, la entrega total durante diez días a estas ochocientas páginas que llevaron a Boris Pasternak a la gloria literaria y a la ruina vital. Tenía razón Marta, el libro lo contiene todo. Es una Biblia. Está la revolución: “¡Piense qué tiempos son estos! ¡Y nosotros los estamos viviendo! Cosas tan increíbles tal vez solo ocurran una vez en la eternidad. Piénselo, han arrancado el techo a toda Rusia y, nosotros, junto con todo el pueblo, nos encontramos a cielo abierto. Y sin que nadie nos controle. ¡La libertad!”. La manera en que las grandes ideas no se adaptan a la experiencia humana: “Para hacer el bien, a su rectitud moral le faltaba la tolerancia del corazón, que no conoce casos generales, sino solo particulares, y cuya grandeza está en las pequeñas acciones”. Y, por encima de la tremenda sacudida histórica, la pasión amorosa: “Del paso fatídico tú eres la alegría/ cuando vivir duele más que la enfermedad./ La raíz de la belleza es la valentía/ Y es lo que nos atrae como un imán”. De la misma manera que la historia zarandea a ese hombre noble que es el doctor Zhivago, la patria rusa golpeó a Pasternak hasta la humillación y la muerte. Desde la cúspide del Estado soviético se le felicitó de esta manera por el Nobel de Literatura: “Peor que un cerdo. Ni un cerdo caga donde come”. Cierro el libro deslumbrada. En el acto de haberlo leído quiero ver una justicia póstuma, una compensación. En el recuerdo, el doctor Zhivago se me aparece con el rostro grave de Pasternak, y ella, Lara, tiene la cara y el espíritu de esa mujer que entró en el Odeón, bella y ajena a su belleza, irresistible por el amor propio que pone en todo lo que toca. O

DE NOCHE, cuando el Athletic de Iñaki Azkuna ponía en su sitio al Barça de Serrat, un poeta muy afamado telefoneó para decir que estaba al lado del socialista que había recibido la ahora famosa confidencia del presidente Zapatero. Dice Julio Llamazares, también poeta, que cuando alguien llama en medio de la retransmisión de un partido de fútbol seguramente es una mujer o un poeta. Era un poeta. “Yo sé a quién se lo dijo Zapatero”. En este tipo de confidencias, en el que parece haber incurrido el presidente del Gobierno, se produce el efecto cucaña. Va subiendo el nivel de cuchicheo de los que están cerca y termina todo el mundo habiendo escuchado la misma confidencia. “Me lo dijo a mí”. “No, me lo dijo a mí”. La mañana posterior a ese cuchicheo escuché en RNE a José Blanco no desmintiéndole a Juan Ramón Lucas que fuera el depositario del secreto. Pero la periodista Lucía Yeste le dijo a Toni Garrido, en la misma emisora, que Zapatero nunca dijo, en aquel corrillo copero, lo que ahora dicen que dijo. Pues ni así: la cucaña está engrasada, y el secreto da vueltas. Hay muchas maneras de guardar un secreto. Aquí se ha contado cómo guardaron los periodistas de EL PAÍS, empezando por su director, el secreto de Wikileaks, que ha sido, en la prensa mundial, el secreto mejor guardado desde los papeles del Pentágono o desde los susurros de la Garganta Profunda que proveyó de información suculenta a los periodistas del Washington Post. Durante los días previos a ese acontecimiento periodístico sobre el que algunos mezquinos arrojaron hieles de la envidia, esta redacción fue un hervidero de gente y de rumores. De pronto, los que no estábamos en el ajo vimos desfilar hacia lugares hasta entonces ignotos a corresponsales que solo venían aquí por Navidad; se reunían en lugares a los que los demás no teníamos acceso, y trabajaban a destajo, por lo que intuíamos, ya que de vez en cuando Sol Gallego, una de las heroínas de esta información y de sus secretos, salía de esas guaridas en busca de agua con la que calmar los sudores de este esfuerzo cuya naturaleza se nos escapaba. Un secreto muy bien guardado. Con el argu-

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero.

mento de ese secreto le pedí al poeta que me dijera quién era ese al que Zapatero le había contado su propio secreto. “Solo se lo diré al director”. No me lo podía decir. Me dio algunos datos, pero todos eran tan genéricos que con ellos podría hacerse tanto el retrato de José Blanco (que es lo que Blanco querría) como el retrato de José Bono (que se volvería loco con tremenda información). Pues lo único que me dijo es que el objeto de la confidencia era un hombre. No hay nada peor que un político para guardar un secreto. Ahora bien, si es cierto que Zapatero ha cruzado la línea roja de las confidencias lo extraño es que ya no se sepa a quién se lo dijo. Me parece que, como diría Juan Cueto, el presidente se ha marcado una de macguffin: ha lanzado una liebre y todos han corrido a decir que saben qué liebre. No saben nada. Sobre todo porque Zapatero no ha dicho nada. Esto le dije al poeta. Pero él insistió: “Pues yo estoy con el que lo sabe”. ¿Nombre? “No se lo diría ni a quien guardó el secreto de Wikileaks”. Eso fue lo que le conté al director del periódico. O jcruz@elpais.es EL PAÍS DOMINGO 26.12.10

15


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.