Divagaciones · Viaje alrededor de 750 palabras

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Meras divagaciones 47. Ensoñaciones

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48. Realidad

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49. Vanidad

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50. Jackie Brown

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51. Encrucijada

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52. Vermeer

183

53. Fragilidad

186

54. Amores

188

55. Wislawa

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56. Escribir

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57. Pe Cas Cor

197

58. Jules Renard

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59. Vide cor meum

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60. Quince años

207

61. Cioran

209

62. Robert Walser

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63. Cántico espiritual

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64. La gracia

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Meras divagaciones

53. Fragilidad Hay momentos en que uno desea estar solo, desmarcarse de los demás para percibir la realidad de otra forma. En ocasiones, en medio de la multitud y la dictadura de la actualidad, no encuentras tiempo ni espacio suficiente para asimilar las cosas y puedes confundirte fácilmente. La proximidad ante unos hechos cercanos, a veces, se nos atraganta sin poder digerirlo serenamente y no nos permite valorar lo esencial. La lejanía ayuda a clarificar ciertos acontecimientos, pero también, lamentablemente, puedes entrever un entorno más sombrío, complejo o diferente porque de vez en cuando, descubres la cara oscura de la realidad: la verdad también miente; casi nadie conoce a nadie y tú también participas en el juego de disfraces y mentiras que domina el circo de la vida, donde el intercambio de palabras es un mero comercio de naderías y poses a las que recurrimos para aparentar lo cuerdos que estamos. ¿Hay que seguir el camino trazado por los demás? La vida de uno, ¿la gobernamos realmente nosotros, o el entorno sutilmente nos la va moldeando e imponiendo? Si se sigue la senda de la muchedumbre, ¿no acaba uno no sabiendo muy bien dónde mete el pie cuando camina? ¿No hay momentos en que la vida social se percibe como una mascarada? ¿Hay que mostrar afectación y sonreír a destajo cuando estamos delante de la gente? En medio de la multitud ¿cuál es la postura natural ante los demás, si a veces te encuentras perdido y desorientado? Entonces, ¿cómo conectar con esa persona, si las palabras muchas veces no expresan lo que deseamos


decir, o están contaminadas de gestos desnaturalizados, dificultando un posible acercamiento? Y en la intimidad, sin miradas que nos evalúan, ni testigos a los que ofrecer una representación, tirados en un sofá o en una cama ¿qué postura es la correcta? Sin esa segunda piel que nos camufla, ¿cómo nos comportamos cuando estamos solos y desnudos en casa? ¿Sabemos cómo somos realmente nosotros mismos cuando estamos rodeados de nadie? El hombre es el único animal que se disfraza con ropajes para relacionarse. ¿No es en el aislamiento nuestro momento más sincero? ¿No se percibe que en la fragilidad de una persona está su belleza, porque es su parte más vulnerable, la más auténtica y reveladora? ¿Cómo desprenderse de poses y tics adquiridos? ¿Cómo capturar esa mirada y plasmarla en un lienzo? ¿Cómo reflejar ese desasosiego que a veces nos envuelve cuando estamos a solas? ¿Qué gesto nos delata? ¿Es indecente exponerse y mostrarse tal como es uno mismo? ¿Se puede entrever la soledad, la angustia, el tedio, el hastío de vivir y exponerlo en un cuadro? ¿Qué hay que reflejar: lo que es o lo que se ve? Un cuerpo desnudo es simplemente una masa de carne, y según el ángulo de visión, puede ofrecer inocencia, o ese mismo cuerpo sin brillo y ahí tirado puede dar incluso repulsión. Y paradójicamente, ese cuerpo desnudo y frío nos avergüenza y lo escondemos de la mirada de los demás. Esa parte sombría y frágil aunque no queremos reconocerlo nos pertenece, y sacarla a relucir es mostrar un trozo de nosotros mismos. Una cadera ancha y fofa; un cuerpo enjuto; una mueca vacía; una persona desnuda echada en una cama de cualquier manera al lado de un perro; un rostro perdido o apagado… también forman parte del paisaje de la persona, aunque se pretenda ocultar en la trastienda del escaparate. El mundo complaciente de tonos pasteles, con cuerpos bonitos y perfectos adornado con sonrisas eternas, existe únicamente en los anuncios que nos invaden. Quizá el mundo que nos cuentan sea total-


mente una impostura para aparentar un entorno idílico del que carecemos. Pintar los recovecos interiores del alma humana, captar esa mirada desoladora, mostrar el aislamiento de una persona en estado puro sin aditamentos, eso es una parte de la realidad. Lo otro son simples desfiles de caricaturas o máscaras. Si nos despojamos de ilusiones, de sueños, de ensoñaciones, de deseos ¿qué nos queda? ¿Cómo construir ahora nuestra precaria identidad? Entonces, uno está preparado para contemplar y degustar su obra. Hoy ha muerto una mirada reveladora y diferente; hoy nos encontramos más solos y desamparados; hoy 20 de julio ha muerto un maestro: el pintor Lucian Freud. 56. Escribir El oficio de escribir, ya se sabe, es un ejercicio solitario, requiere ganas de pasar un rato a solas en un rincón para cocinar con diversas palabras, algo que salga lo suficientemente digerible y que no termine en el cubo de la basura. Es como una especie de mecano que uno intenta construir, y te pasas el tiempo procurando expresar mediante una combinación de varios vocablos, aquello que en la cabeza tiene fuerza, sonoridad y ritmo, pero una vez vertido en el papel, te das cuenta de que el resultado no es el esperado o no termina de cuajar. Por eso hay personas que son pintores pues con ese lenguaje a base de formas y colores, se encuentran más libres y saben reflejar una realidad más sugestiva que utilizando unas descoloridas e inánimes palabras. De igual manera hay músicos que con un instrumento transmiten unas sensaciones que de otra forma no sabrían expresarlo tan maravillosamente. A veces pienso en una frase de Stendhal: “Escribo para apenas cien lectores, para seres infelices, amables, encantadores, nunca morales o hipócritas, a quienes me gustaría


complacer. Apenas si conozco a uno o dos”. En mi caso, escribir es continuar el incesante monólogo interior que arrastro desde la adolescencia y que ahora, materializándose en lenguaje escrito, aflora a la superficie. Ya sé que al publicar pierdes una parcela de tu intimidad, y exponerte delante de los demás, salir a la palestra y mostrar tus miserias, ocurrencias o tonterías, es un acto de exhibicionismo. Hay momentos en que me avergüenza pensar que tenga lectores; delante de ellos no sabría cómo comportarme, ni qué decirles, me sentiría terriblemente incómodo. Cuando le preguntaron a Faulkner qué pensaba de sus lectores, contestó que estaba demasiado ocupado con sus escritos como para preocuparse por sus opiniones. Esta declaración, a priori arrogante, yo no la interpreto como un acto de soberbia o de desprecio hacia el lector, sino más bien como un intento de encontrar un estilo propio: es aspirar a crear un mundo personal sin interferencias, porque no hay nada más triste que escribir para satisfacer a las masas. Un escrito debe ser independiente, tiene que hallar, lejos de la complacencia y los aplausos, esa voz que uno está buscando aunque al arriesgar te des un monumental tortazo y el resultado salga merengue o con tintes oscuros. No importa el resultado sino la búsqueda. Lo importante es transitar por esos sinuosos laberintos, las variadas sensaciones que nos otorga, el encuentro con la incertidumbre, el peligro que esconde una idea, el rumor de las palabras que nos acompaña y también, cómo no, la alegría ante los pequeños descubrimientos que nos espera cuando uno se sumerge en esta aventura creativa. Y no hay que pensar en un posible reconocimiento, ni crearse falsas expectativas por emborronar un papel; nadie prometió que al final del camino habría una recompensa esperándonos, ni siquiera un premio de consolación. Lo interesante es el recorrido, el suave perfume que dejan las líneas, esa resonancia que aún perdura interiormente.


Hace años leí unas declaraciones del escritor José Luis Panero que decía que a los veinte años se escribe para la novia, a los treinta para los críticos literarios y a partir de los cuarenta se escribe para intentar comprender cómo es realmente uno. A mi edad, con cincuenta y dos años, ni sé cómo soy, ni me considero lo suficiente importante como para que algún crítico pierda el tiempo con mis cuartillas, ni sé francamente a quién va dirigido este texto. Con, o sin ningún interlocutor, este escrito tan sólo es un juego de palabras hecho por un aficionado a las letras, y está condenado a ser efímero. Como todo, estas simples líneas también perecerán; es cuestión de tiempo. Pero he de reconocer que en ocasiones pienso que a alguna alma solitaria quizá le pueda gustar algo de lo que escribo, y así, mi vanidad se colma y mi espíritu se alegra al pensar que una lejana fragancia, cierto sabor melancólico o tal vez un venturoso matiz, arriba a buen puerto dando por bien pagado el trabajo realizado. Pensándolo bien, escribir es un pasatiempo, es una forma como otra de pasar el rato. Algunas personas en su tiempo libre construyen bellas maquetas; otras se sienten satisfechas con sus labores; otras elaboran deliciosos dulces; otras disfrutan caminando por las montañas; otras tienen duende cuando cantan, y otras personas tienen esa misteriosa inclinación, ese perverso vicio solitario, a veces grato y otras veces no tanto pero siempre apasionante, de colocar estratégicamente una palabra detrás otra para intentar crear algo irónico, algo sugerente, algo emotivo, algo evocador, algo… que valga la pena ser contado. En eso estamos. 59. Vide cor meum En ocasiones, las palabras se encuentran tan gastadas y deterioradas que desgraciadamente han abandonado su primigenio valor y han olvidado parte de su significado. Muchas


veces te encuentras impotente cuando descubres que es en vano el esfuerzo por intentar reflejar algo mediante unos vocablos que han perdido el brillo que tenían y no aportan nada sugerente. Puede que sea el momento entonces, de escoger algunas evocadoras palabras, transformarlas en voces, y acompañarlas con tonalidades, ritmos y una métrica adecuada para animarlas y que surja algo prodigioso: la expresión musical. Paradójicamente son nuestras propias palabras las que a veces nos impiden comunicarnos realmente. Para mí, algunas piezas musicales son el camino más directo para sentir y emocionarme. Así de simple. Al escucharlas, restañan nuestras heridas, derrotan nuestras defensas y dan sosiego a un espíritu que a veces se encuentra extraviado. Y es entonces cuando uno puede elevarse rozando el cielo o acariciar una sensación ya con el corazón limpio. Además, es un lenguaje universal que no necesita de traducciones y no entiende de fronteras, ni de espacios, ni de tiempo. John Dowland por ejemplo, murió hace casi 400 años y Bach hace más de 250 años y personalmente, sus obras me acompañan desde hace casi cuarenta años. En algunas personas esta música da sentido a su vida pues quizá sea el lenguaje más íntimo y poderoso que podemos saborear. En ocasiones, unas tonalidades bien armonizadas pueden llegar a ser la expresión más sugerente y bella que uno pueda sentir. Algunas composiciones van directas a nuestro interior y nos transforman de tal manera, que nos dejan mortalmente heridos ensanchando enormemente nuestros sentidos y logrando contaminar favorablemente las cosas que tenemos a nuestro alrededor. Hay melodías que nos moldean, emocionan y enamoran; hay canciones que fueron creadas para que se active algún resorte en nuestro corazón; hay armonías que nacieron para revelar un amor tierno y puro justificando el haber nacido; hay acordes que encierran un secreto y han sido capaces de absorber parte del universo; hay cánticos que recomponen


un desánimo y llegan a sosegar un alma atormentada; hay cadencias que son obra de los dioses y uno descubre maravillado que la belleza existe; hay arias que expresan anhelos, misterios, arrullando nuestro espíritu y haciendo que el oficio de vivir no sea en vano… Creo que hay que estar agradecidos y celebrar gozosos que tantas y tantas melodías nos acompañen. Si no hubiese escuchado durante años algunas piezas musicales, creo que desgraciadamente sería una persona completamente diferente. Aquel que lamentablemente no las siente, pienso que se pierde una parte apasionante de la vida y no sé cómo pueden sobrevivir sin esas bellas voces que nos cautivan, o esos maravillosos sonidos de algunos instrumentos. Me pregunto si tampoco creen en los milagros. Para mí se extendería emocionalmente un panorama desolador que empequeñecería mi existencia, sintiéndome incompleto. Creo que mediante notas musicales se puede expresar cualquier sensación: la alegría de un momento, una evocación melancólica que a veces le puede invadir a una persona, o un amor profundo y verdadero que también pueda sentir. Algunas melodías cobran vida y sentirlas creo que dignifica nuestra condición humana. Ahora sé que hay canciones para que uno se estremezca, voces sensuales que se apiadaron de nuestra existencia y gracias a ellas, pudimos percibir aromas o destellos fugaces que dejan huella. Como este descubrimiento: “Vide cor meum” (Mira tu corazón) un aria compuesta por Patrick Cassidy e interpretada por Danielle de Niese y Bruno Lazzaretti. La canción está inspirada en el capítulo III de la obra “La vida nueva” de Dante Alighieri, escrita después del fallecimiento de su amada Beatriz. Es un diálogo entre Dante y un interlocutor (Beatriz o el Amor) Hay personas que cuando interpretan se entregan totalmente. Y en algunos casos, ese acto íntimo y profundo, es capaz de despertar en nuestro ser lo mejor que tenemos


dentro. Posiblemente eso sea la música: cadencias para abrasarnos, melodías para estimar; en definitiva, armonías para sentirse intensamente vivo. ¿Cuánto tiempo hace que no miramos o escuchamos atentamente nuestro corazón? ¿O lo tenemos tan abandonado que ya no sentimos sus pulsaciones? Sólo sé que percibiendo esta música me siento mejor persona. ¿O tengo que avergonzarme por sentirlo e intentar expresarlo?



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