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El espía que sabía tocar el saxo

San Ginés es un mundo aparte, surrealista, distinto. Allí el realismo mágico no necesita quien le escriba: se vive en cada momento, y seguramente ocultan que el ADN de los habitantes, en lugar de adenina, timina, guanina y citosina encontrarían sueños de Yoruba, tendrán forma de elekes o collares de culto, y sus nombres serán Obatalá, Eleggua, Oshún…

Por si hubiera faltado algo, el Coronel Torcas llegó al poder con un grupo de poco más de cincuenta hombres, capaces de derrotar a un ejército armado y entrenado por el Gran Vecino Yanko, hay quien dice que hace setenta años, pero también quien sospecha que ya llegó con los españoles hace quinientos años y, simplemente, se ha ido disfrazando para no tener que explicar su inmortalidad. Sea como fuere, el aire siempre cálido, las playas inmensas y blancas, y esa gente tan afectuosa, divertida y con ganas de vivir la vida, me deslumbraron desde que aterricé en el puerto de Bana Sombra hace ya treinta años.

La intención era montar una empresa mixta con el gobierno de San Ginés. Una oportunidad para emprendedores, me dijeron. Y lo fue en cierta manera. Casi cualquier cosa que fueras capaz de traer a la isla, era necesaria. La Patria del Soviet se había venido abajo, y salir del presupuesto del segundo imperio del mundo, fue un golpe muy duro para la isla: necesitaron mucha paciencia, miseria y exportar unos miles de habitantes al Gran Vecino Yanko para poder seguir subsistiendo.

El problema, aparte de intentar entender el complejo mundo de la administración torquista, era entender que, bajo las primeras impresiones de amabilidad y cariño, se ocultaba un mundo de relaciones complejas, que había que entender pronto, si no querías que la corriente te llevase. Y cuando te lleva la corriente, es muy fácil que nadie sepa a dónde te lleva.

Pero a los seis meses pasaron dos cosas que cambiaron mi perspectiva y mis planteamientos de pasar una temporada disfrutando del Caribe, dejar la empresa en manos de un socio sanginesino y volverme a España, limitando mi estancia en la isla a los plazos obligados por la ley: apareció Yenisei, y con ella, se fue cualquier plan lógico que hubiera establecido.

La mulata, que treinta años después sigue conmigo, tenía lava en las venas, un movimiento enloquecedor de caderas y, cuando hablaba de cualquier tema, me hacía sentir imbécil. Hoy en día, desgraciadamente, sigue pasando lo mismo, pero como se ha convertido en el objetivo de mi vida, me he limitado a dejar que las cosas ocurran con naturalidad: poco a poco, la empresa se deslizó por la senda estratégica que ella marcó, y un día, de forma natural, le pedí que se hiciera cargo y yo me ocuparía de las importaciones de metal que en realidad eran mi especialidad.

De su mano, fui capaz de entender el intrincado mundo que rige las relaciones en la isla, de no ofrecer cuando parece que un poderoso te pide ayuda, de asegurarte siempre de que los amigos de tus hijos no tienen padres que puedan pretender algo de ti, o que puedan caer en desgracia de un día para otro (algo imprevisible de todas formas). Se puede decir que, en treinta años, soy un sanginesino más, que a veces, cuando vuelvo por España, me siento extraño. Y así y todo, ni Yenisei ni yo podíamos imaginar lo de Chorques. Por más que le doy vueltas y me intento imaginar cuándo, dónde o por qué, soy incapaz de adivinarlo.

Porque ya llevaba más de diez años en la isla. Teníamos tres hijos, solo faltaba por llegar la niña, la que tenía que perpetuar el nombre de Yenisei, y la empresa ya figuraba legalmente como propiedad compartida de los dos. Incluso me había planteado solicitar la nacionalidad sanginesina, ya que podía disponer de doble nacionalidad junto con la española.

Daba por supuesto que en este tiempo la VISG, Verificarora Interna de San Ginés, rama de los servicios secretos presente en todas las facetas de la vida de la isla, y más conocida como la Veri, había escuchado, revisado y analizado hasta el último papel de mi empresa y de mi actividad en la isla. Siguiendo el consejo del responsable de seguridad de la embajada española, procuraba imaginarme , cada vez que hablaba por teléfono, que al otro lado o en medio, alguien con unos cascos oía la conversación. Y también daba por supuesto que, después de emparentar con una familia de gran prestigio tras mi boda con Yenisei (tuvieron un t ío abuelo que acogió en su casa a tres de los guerrilleros del barco Trébol, en el que desembarcaron los cincuenta guerrilleros de El Inicio), sin ningún antecedente entre los disidentes, ni siquiera un solo familiar que se hubiera largado con los Yanko, se podía decir que era un ciudadano fuera de toda sospecha.

Cuando se permitieron algunas importaciones, pude haber traído un coche de España, pero preferí comprar un viejo Lada de enésima mano, que un buen mecánico, cuya empresa se encontraba junto a la mía, restauró hasta dejarlo en un estado aceptable: bien por dentro y por fuera con aspecto de aguantar el día con suerte. Una o dos veces a la semana, le dedicaba algunas horas a la vieja carraca, para asegurarme de que no me dejara tirado en cualquier momento, cuando un día vi aparecer a un tipo con aire casi de indigente. Vestía una camisa que había sido azul en algún momento, pero a base de raídos, se acercaba al color transparente, unos pantalones bermudas sucios y deshilachados, y unas sandalias que se sostenían apegadas a los pies por algún milagro de la naturaleza, puesto que no había ningún tipo de sujeción a la vista.

—Le puedo lavar el carro —me dijo señalando el coche y un cubo y una esponja que traía con él.

Dudé, porque en San Ginés siempre dudas, pero el aspecto de necesitar una comida urgente, apartó mis primeras aprensiones.

—Espere un momento –le dije–, que iba a merendar. Tengo unos frijoles que quedaron de la comida, y unas arepitas que me salen de vicio. Después puede usted limpiarme el carro.

Nos sentamos en la pequeña mesa del jardín y comimos (se le notaba el hambre atrasada a pesar de sus intentos por parecer educado) con ganas. Me contó que había sido maestro, pero le cayó una desgracia (en San Ginés, nunca se pregunta qué desgracia puede caer, no vaya a ser que acabes dentro de ella) y había venido desde Sagua de Tánamo hasta Capitalbana, buscando una nueva vida, pero sin mucho éxito hasta ahora.

—Mire, mientras encuentra algo, puede venir a limpiarme el carro los martes y jueves, que estoy aquí, y buena falta le hace. No le puedo dar mucho, pero unos pesos para ir tirando…

Al principio se negó, me dijo que no, que era que pasaba por aquí, pero no quería comprometerme.

—Nada, nada –concluí yo–, está usted contratado.

Y así fue como poco a poco, Chorques, que así me dijo que le llamaban todos por el apellido, fue viniendo, primero dos veces a la semana, luego, casi todos los días, y como consecuencia lógica, un día se quedó a comer con la familia. Como su conversación era divertidísima, y además era un hombre afable con soluciones para todo, pronto se convirtió en el amigo entrañable de la familia, y de manera tan natural como ocurría todo con él, un día se quedó a dormir en una hamaca, lo que aquí llaman columpio. De limpiar el coche, pasó a arreglar todos los aparatos de la casa, a cuidar la instalación eléctrica… comía con nosotros, casi a diario, y se puede decir sin faltar a la verdad que era uno más de la casa.

Así que el día que no apareció, nos extrañó y preocupó mucho: podía no quedarse a dormir, pero cada mañana llegaba con su cubo, su esponja y unas cuantas herramientas que, a lo largo de los tres últimos años, le había ido proporcionando.

—Estará enfermo –Fue la conclusión generalizada.

Pero, al pasar los días y no tener señales de él, la preocupación comenzó a hacerse angustiosa. Preguntas hasta dónde puedes, no vaya a ser que metas la pata donde no debes. Yenisei lo intentó con algunos familiares lejanos que a lo menor tenían relación con la Veri, con el mismo éxito que yo.

A los dos meses, le hicimos una especie de ceremonia de despedida, porque dábamos por hecho que había tenido un accidente, del tipo que fuera, pero probablemente no lo veríamos más.

Sea como fuere, el vacío fue notable y durante mucho tiempo las conversaciones con Yenisei giraban en torno a Chorques, hasta que, teñido con el fatalismo propio de la isla, el tema se había instalado en el rincón de los ¿Te acuerdas? Después de todo, habían pasado dos años, tiempo en el que, de haber sido un familiar, lo podíamos haber dado por muerto legalmente.

Aquella noche, especialmente calurosa, decidimos asistir al Gran Teatro Ana Alfonso, el más antiguo, grande y famoso de Capitalbana, porque nos habían invitado al Gran Concierto de La Conmemoración por primera vez: en el aniversario del desembarco de los Héroes del Trébol, se celebraba en esa fecha el concierto más importante del año, al que asistían todas las autoridades del estado, incluyendo al Coronel Torcas. Que Yenisei y yo fuéramos invitados era señal de que, por fin, habíamos sido aceptado en el Ghota de San Ginés, así que lucimos nuestras mejores galas y nos presentamos dispuestos a disfrutar del espectáculo.

Cualquiera que haya pisado el Ana Alfonso sabe que la calidad técnica de lo que ocurre en el escenario no tiene nada que envidiar a los mejores teatros del mundo. Desde los artistas locales, cuya técnica prodigiosa es conocida en numerosos ámbitos del arte, hasta los mejores intérpretes del mundo de cualquier género cultural que se pueda imaginar, tienen marcado este escenario como uno en los que hay que triunfar para considerarse grande.

Puedo asegurar que estaba en éxtasis cuando entró la orquesta de Simón Márques, considerada la mejor del mundo en los ritmos caribeños. Deslumbrantes con sus bailarinas y sus más de veinte músicos, comenzaron tocando el clásico «Ya llegan los del Trébol» y se prepararon para una nueva canción después de la ovación atronadora con que fueron recibidos.

—Pero antes de tocar esta canción —comentó Simón al micrófono– voy a pedirle a mi amigo Gonzalo Tremes que suba al escenario y toque el saxo con nosotros: nadie lo hace igual en el mundo, y por más que quiero convencerlo de que se una al grupo, no hay forma de sacarlo de su Capitalbana querida. ¡Por favor, Gonzalo!

Y a su llamada, salió de entre el público un hombre elegantísimo, vestido de traje y guayabera, que se subió al escenario, cogió el saxo que le acercaron, y tras saludar como si siempre hubiera formado parte del espectáculo, comenzó a arrancarle unas notas rápidas, cálidas y con un ritmo infernal, que arrastró a la orquesta a una interpretación fantástica.

¿Tú has visto lo que yo? –musitó Yenisei, cuando el tipo bajó del escenario

—Si, creo que sí. Pero voy a asegurarme.

Me levanté rápidamente y seguí la figura de Gonzalo que se colaba por uno de los vomitorios que llevaba a los palcos. En tres zancadas estaba a su altura.

—¡Chorques! –grité.

Y en ese momento tres tipos inmensos, me sujetaron en vilo como si fuera un mono de juguete.

—Soltadle.

—¿Y esto?

Casi era incapaz de hablar. Intentando explicarle lo mal que lo habíamos pasado estos dos años. Solo acerté a decirle: «éramos amigos».

El sonrió con un poco de tristeza, no mucha a decir verdad y solo me contestó.

—En San Ginés, no hay amigos. Al menos parecías saberlo porque lo dijiste muchas veces.

—Pero tú… tú ¿eres de la Veri?

—¿Qué si no? –me respondió entrando al palco.

—Pero tranquilo –añadió volviendo a asomar la cabeza–. No te encontré nada de nada. Por eso estás aquí.

Después de treinta años en San Ginés, me da un poco de pena tener que irme, pero Yenisei y yo coincidimos en que es muy difícil vivir en un lugar donde no existen los amigos.

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